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Siniestro imaginario catódico (primera parte)

Por Miguel Ángel Vidaurre

Entre mediados de los años 70 y fines de los 80, en plena dictadura militar y sus implicancias de censura cinematográfica y control de los medios de comunicación, tuvimos que devenir en pequeños espectadores perversos. Enfrentados a un enorme vacío de imágenes inquietantes que nos permitieran reconectarnos con la experiencia cotidiana, o al menos enajenarnos de ella, nos repletamos indiscriminadamente con toda suerte de imaginería televisiva. Ubiquémonos en un mapa pre video doméstico u otro sistema masivo y popular de reproducción. Era imposible construir una repetición de imágenes, pues no teníamos ningún control sobre estos dispositivos. O teníamos la posibilidad de coincidir dos veces con un filme en una sala de cine, o ingresábamos a una sala rotativa en las cuales con la suficiente paciencia y suerte podríamos contemplar dos o tres veces el mismo y deseado filme. Pero esto era una situación aislada. Lo que realmente acontecía era estar sometido a los desagradables gustos del mercado y su homogeneidad. Sin embargo, encontramos una peculiar salida. Siempre es importante un punto de fuga. Incluso aquellas estrategias de escape que nunca se consideraron.

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La televisión abierta en Chile, con cuatro o cinco canales que intentaban sobrevivir la censura mediática –y su proceso contagioso de auto represión visual–, transmitía, entre obscenos montajes noticiosos y programas que evitaban cualquier comentario del espacio político, una enorme cantidad de series y filmes con 15 o 20 años de antigüedad que parecían no sucumbir a los filtros civiles y militares, sino que respondían a una suerte de invisible ejercicio de resistencia catódica libidinal. Existen rumores de curadores ocultos que se deslizaban por los pasillos de los canales, seleccionando viejos filmes que pudieran recuperar la inquietud de la adormecida mirada de un niño de la época. Es una fascinante teoría. Por otro lado, es posible que solo se trate de una peculiar sincronía entre las compras sin criterio de un oscuro funcionario intentando llenar una programación de la manera más inocua posible. Pero el resultado fue paradójico y produjo una proliferación de mini resistencias siniestras y domésticas. Ominosidad a escala hogareña.

Una especie de cultura de filmes pulps extravagantes emergió desde los televisores de la dictadura. Los cuales operaron –sin buscarlo o quizás sí–como disparadores para producir zonas de juegos ficcionales que evadían o, mejor dicho, pervertían las imágenes gobernantes. Se trataba de filmes aparentemente inofensivos –extraídos de la memoria popular del horror de los 50, 60 e inicios de los 70–, constructos que habían crecido en los patios nucleares de la guerra fría, como esas eternas sesiones de filmes de tipo B que incluían desde la primera versión de Invasion of the Body Snatchers de Siegel (1956), The Incredible Shrinking Man de Jack Arnold (1957), y su Creature from the Black Lagoon (1954), hasta toda una singular franquicia de entidades entomológicas de tamaño y carácter aterrador: tarántulas, hormigas, mantis y otros bichos afectados por el efecto tecno mágico de la radiación.

Filmes producidos para la televisión norteamericana de los 60, bajo la sombra de autores como Richard Matheson, o Rod Serling, contagiaron la percepción con la retorcida forma de los Weird Tales. En un contexto sin posibilidades de reproducción, las exhibiciones caseras de filmes como The Brain That Wouldn’t Die (1962), Don’t Be Afraid of the Dark (1973), o The Entity (1982), se convertían en pequeños rituales catódicos, pronto devenidos en mitos populares que se narraban de casa en casa, como si se tratase de fenómenos mistéricos. Una infantil pero eficiente espiritualidad se estaba gestando.

La extrañeza de los filmes transmitidos en espacio familiares durante los años 80, instaló una peculiar mirada desde el núcleo doméstico de la familia chilena. No se trataba de la construcción de un grupo de refinados cinéfilos, sino de una pandilla de fagocitadores de pesadillas de serie B. Una mirada siniestra emergía construyendo una suerte de cinefilia barriobajera.

Esto no se trata de un ejercicio nostálgico, sino de la futura posibilidad de asimilar una cartografía de las imágenes de una generación, que debería haber producido el cine raro post dictadura, pero que parece haber cedido su espacio a un naturalismo sin impacto.

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