Capítulos 1 y 2 de La piedra de la coronación

Page 26

aderezó con unos puñados de extrañas verduras que habían quedado flotando en el caldo del puchero. Después me tendió una de las escudillas quedándose con la segunda. —Vamos a tener que compartir los platos —se disculpó con desenfado—. Como podéis ver, no es que viva rodeado de lujos precisamente. Y acto seguido, hundió sus dedos recubiertos mugrientos en su montón de verdura y se la llevó a la boca sorbiéndolas con deleite. Por fortuna, a mí me había tocado compartirlo con Lucio. Tomé una de las partes de la langosta y me dispuse a rebañar los jugos y la carne de su interior. Hacía casi dos días que no probaba bocado y os puedo asegurar me supo a auténtica ambrosía. Al obispo Vitalino, sin embargo, le costó un poco más vencer su aprensión. A mí también me habría ocurrido de haber tenido que compartir mi comida con aquel monje, lo reconozco. A pesar de vivir a la orilla del mar, parecía no haberse acercado al agua desde el mismísimo día de su bautizo. Finalmente, al obispo le pudo más el hambre que el escrúpulo y, haciendo de tripas corazón, tomó con los dedos un poco de aquella curiosa verdura. Eso sí, del extremo contrario de la escudilla del que se estaba sirviendo el monje. Su gesto adusto se tornó en una mueca de satisfacción tan pronto como se llevó la comida a los labios. —¡Está delicioso! ¿Qué es? —Me alegra que os guste —dijo el monje masticando a dos carrillos—. Algas marinas aderezadas con tripas de pescado. El obispo escupió a un lado la comida y miró de hito al monje torciendo la boca con repugnancia. Éste le correspondió con una nueva risotada. —¡Ah! ¡Qué agradable compañía sois, hermano Albano! —exclamó—. No os preocupéis. No son más que acelgas rehogadas con un poco de ajo. Vais a tener que tener un poco de paciencia conmigo. No suelo cenar acompañado y a mi lengua a veces le da por hacer alguna trastada sin darme tiempo para evitarlo. La verdad es que no pasaba una velada tan agradable desde que me expulsaron de la abadía. —Puedo imaginar por qué lo hicieron —murmuró el obispo evidenciando un sentimiento de rencor bastante poco cristiano, mientras se secaba los labios con el dorso de la mano. No nos llevó mucho más tiempo apurar el contenido de nuestros platos. Teníamos tanta hambre que hasta el obispo devoró su parte de la langosta hasta no dejar más que una cáscara monda y despedazada. Y esto incluso le supo a poco. Cuando creía que ninguno mirábamos, le descubrí rebañando con los dedos los restos que el monje había


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.