Capítulos 1 y 2 de Gwrtheyrn

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I

Rhonda era una humilde y honrada meretriz que no quería ningún tipo de problemas con la autoridad. Llevaba el suficiente tiempo en el negocio como para saber que este tipo de accidentes ocurrían a menudo y que, cuando el causante del estropicio era un pobre diablo que no tenía donde caerse muerto, resultaba sencillo llevarlo ante un magistrado. Aunque no tanto sacar tajada de ello, ya que a quien nada posee, nada se le puede confiscar. En la otra cara de la moneda se encontraban los señores, los penteuluoedd y los uchelwyr. En este caso se trataba del hijo de uno de ellos, pero para el caso era lo mismo. Si el dinero y la influencia del uchelwr Dynod no eran capaces de por sí de inclinar la balanza de la justicia a su favor, bien sabría él imponer su propia justicia. De mediar litigio contra su retoño, lo más posible era que Rhonda y todas sus muchachas amanecieran cualquier día con un tajo en la garganta y su lupanar reducido a cenizas. Porque ¿quién iba a molestarse en hacer indagaciones sólo porque hubieran aparecido unas cuantas putas muertas? Entre éste y otros razonamientos, Rhonda consiguió convencerme para que me uniera a ella y a sus muchachas en la limpieza de la habitación y las ayudara a deshacerse del cadáver. Aquélla, por cierto, fue la primera vez que yo me encontraba tan cerca de uno, y aunque se trataba de alguien que había estado tan próximo a mí, una vez pasados los primeros instantes de duelo, os aseguro que su tacto y su proximidad comenzaron a antojárseme cada vez más difíciles de soportar. Aún con todo, no pude menos que negarme a que Rhonda la arrojara por un barranco como si se tratara de un borracho al que alguien hubiera apuñalado en su local, y me ofrecí a cavar una tumba en condiciones para ella en el huerto trasero del local. Aquella tarea se alargó hasta que comenzó a rayar el alba. Con cada palada que le arrancaba a la tierra endurecida por la escarcha del invierno, mi rabia y mi indignación iban en aumento. Aquello no podía quedar así. No iba a quedar así. Poco me importaba a mí quien era el padre de aquel hijo de la gran puta. Iba a pagarlo con sangre, con toda la que fuera capaz de exprimirle a su miserable carcasa. —Podría denunciarlo ante Gwthr —cavilaba Rhonda una vez dentro mientras templaba mi espíritu y mis ateridos miembros con un tazón de leche caliente. Ya sólo 1


quedábamos nosotros dos en pie. Las chicas hacía rato que se habían retirado a dormir, extenuadas por el trabajo y las emociones de aquella jornada interminable—. Pero de qué me iba a servir. —Dejó escapar un profundo suspiro y se puso en pie retirando su taza de la mesa—. Pero bueno, la vida sigue y hay que apechugar con lo que nos echa, ¿no?. —¿Y por qué no iba a ayudarte el rey Gwthr? —protesté atisbando un chispazo de esperanza—. Él te adora, salta a la vista. Seguro que le da su merecido a ese canalla. —Aún te queda mucho que aprender, muchacho —fue toda su respuesta, acompañada de otro profundo suspiro. Como ya os habréis imaginado, me sobró tiempo para acudir personalmente a denunciar el crimen ante el rey Gwthr. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes? Supongo que porque últimamente me habían sucedido tantas cosas que mi cabeza no daba para más. Pero como os podréis suponer, el rey Gwthr no quiso ni oír hablar del tema. —¿Una puta muerta? Cachorro, ¿crees que tengo tiempo para ocuparme de un asunto como ése? —Pero se trata de una de las chicas de Rhonda —me apresuré a replicar. —Muy bien. ¿Y dónde está ella ahora? —No ha querido venir a importunarte —musité—. Además, se encuentra bastante afectada —añadí, exagerando un tanto la situación para conferirle más fuerza a mi petición. El rey Gwthr pareció meditarlo unos instantes. —¿Y dices que fue el hijo del uchelwr Dynod? —inquirió mesándose una rala barba de una semana. —El mismo. —¿Lo viste? —La verdad es que no —reconocí—. ¡Pero Rhonda sí! —exclamé triunfante—. Era uno de sus clientes habituales. —Vamos a ver lo qué tenemos aquí. —El rey Gwthr rumiaba sus cavilaciones en voz alta—. Por un lado, tenemos la palabra de una prostituta, y por el otro la de uno de mis hombres más valiosos y su hijo. ¿Y el cuerpo, dónde está? —Lo enterramos —respondí comprendiendo de pronto el poco peso que tenía mi denuncia sin un cadáver que diera fe del crimen—. ¡Pero puedo desenterrarlo si es necesario! —me apresuré a añadir haciendo de tripas corazón ante tan desagradable idea. El rey Gwthr se puso en pie y comenzó a pasear por la habitación. Me había recibido en su dormitorio a primera hora de la mañana, alarmado por la urgencia de mi

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expresión. Gracias a eso, ahora que podíamos disfrutar de toda la intimidad que este asunto requería. —No, no será necesario —dijo al fin—. No serviría de nada. —Intenté replicar, pero él me frenó con un brusco ademán—. Escucha, Cachorro —dijo sentándose de nuevo frente a mí—. Me gustaría que entendieras mi posición. Quisiera ayudar a Rhonda, pero ¿crees de verdad que vale la pena meterse en este jaleo por una pequeña compensación económica para Rhonda? Se trataba de una esclava, no lo olvidemos, y las leyes son muy claras al respecto. Quizá algún día las revise, pero hoy por hoy es lo que tenemos. Esta travesura de su cachorro no le costaría a Dynod más que unas pocas monedas ¿Cuánto podría valer esta muchacha? ¿Cien, ciento veinte sólidos? Yo se los daré a Rhonda, no te preocupes. Lo que no puedo hacer es brindarle mi apoyo a ninguna prostituta en perjuicio de mis hombres, por mucha debilidad que sienta por ella. El rey Gwthr tenía su parte de razón, desde luego. No obstante, yo no había acudido allí por Rhonda, ni tampoco me importaba el dinero que pudiera costarle a la familia de Cara Sucia su tropelía. Quería venganza. Quería que aquel canalla recibiera el castigo que se merecía. Ojo por ojo. Desde la muerte de Salvia, me había visto embargado por un tremendo sentimiento desazón, y la garganta se me había apelmazado en un nudo que ni con toda el agua del mundo era capaz de disolver. Y al ver frustradas de manera tan rotunda mis expectativas, el mundo se me vino abajo de repente. El nudo cerró su presa en torno a mi cuello, amenazando con sacarme el jugo de los ojos como dos naranjas listas para ser exprimidas. Apreté los dientes y escondí el rostro en un intento de disimular mi abatimiento. Por desgracia, una vez que las ganas de llorar han sobrepasado cierta frontera, ya no hay nada que las haga contenerse o remitir. En un abrir y cerrar de ojos, quedé expuesto a un llanto tan desconsolado como el que había experimentado unas horas antes ante el cuerpo sin vida de mi adorada Salvia. El rey Gwthr puso su mano sobre mi hombro. Un gesto que en esas tesituras resulta bastante de agradecer, pero que de poco me servía a mí para mitigar la pena que me estaba corroyendo las entrañas. Con todo, levanté la mirada agradecido, sorbiéndome los mocos mientras me enjugaba las lágrimas con la manga de mi túnica, aún con restos de tierra de haber pasado toda la noche cavando. —Para ti es algo más que una esclava, ¿verdad? —dijo el rey Gwthr comprendiendo al fin. Asentí con la cabeza y ambos guardamos silencio largo rato. —No puedes dejar que esto quede así. Lo sabes, ¿no? —Asentí de nuevo—. Sólo devolviendo la jugada conseguirás sentirte un poco mejor. Yo voy a ayudarte en lo que

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me sea posible —añadió depositando su otra mano en mi hombro también—. Pero la mayor parte la tendrás que hacer tú. Y, por supuesto, todo el riesgo será también para ti. Si metes la pata y te descubres, no esperes contar con mi apoyo.

El rey Gwthr no tardó en cumplir con su palabra. Esa misma mañana, uno de los hombres de su guardia abordó al uchelwr Dynod durante la instrucción. Se apartaron lo bastante lejos como para que no pudiéramos escucharlos y hablaron durante un buen rato. Durante todo el tiempo que duró la conversación, Dynod no dejó ni un sólo momento de dejar patente su descontento con toda una colección de exageradas gesticulaciones. Y en lo que al desgraciado de su hijo se refiere, vio en aquel momento la ocasión idónea para escarbar en mi herida igual que los cerdos hunden los hocicos entre las raíces de los árboles en busca de las trufas que constituyen su más preciado manjar. —¿Qué tal lo pasaste anoche, Cochinito? —se burló, coreado como siempre por las risotadas de los dos descerebrados que le hacían las veces esbirros—. ¿Era la chica de tu agrado? ¿O acaso te gustan más, cómo lo diría..., despiertas? No respondí a su provocación. Me limité a mantener toda mi atención en la discusión que se estaba desarrollando ante nuestros ojos, apretada la mandíbula, procurando no perder detalle de la que tenía todos los visos de ser la oportunidad de cobrar venganza prometida por el rey Gwthr. Mi esperanza no tardó en tomar la forma esperada. Al cabo de la conversación, los dos hombres se despidieron con un saludo y el instructor Dynod regresó junto a la formación con paso decidido al tiempo que adoptaba su habitual expresión de severidad. —¡Formación! —gritó con la misma energía de siempre—. ¡A la derecha! Todos a una nos giramos sobre nuestros talones dejando patente la destreza adquirida durante todo un invierno de orden cerrado. —¡Rhodri, Cochinito, un paso al frente! —Ambos hicimos, por supuesto, lo que se nos requería con la mayor marcialidad, y el instructor Dynod nos transmitió a viva voz las instrucciones que acababa de recibir—: Venid conmigo. El rey Gwthr requiere vuestra presencia. El resto, ¡romped filas! Nos encontraremos aquí dentro de una hora. Tan pronto como llegamos a la residencia, fuimos llevados a comparecer al salón del trono. El rey Gwthr aguardaba nuestra llegada adoptando su actitud más regia y espléndida. Sus ojos nos estudiaron a Cara Sucia y a mí largo rato con la misma gravedad que se espera de un rey que se encuentra ante dos de sus súbditos por primera vez. Lo que, al menos en el caso de Cara Sucia, probablemente fuera cierto.

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—Tengo que enviar una misiva a Caer Gwent —dijo al cabo, sin más preámbulo. Le había conferido a su voz el tono autoritario del que disponía en su registro, salpicado con cierta dosis de regio hastío que se encargaba de no dejar en ningún momento lugar para la réplica a sus interlocutores—. El verano está al caer y tengo a todos mis hombres de confianza ocupados con los preparativos para la próxima campaña contra los sureños. Vosotros dos sois mi mejor alternativa. ¿Quién mejor que el propio hijo de Gwawrddur para presentarle mis respetos y la solicitud que necesito hacerle llegar? —añadió dedicándome un amago de sonrisa que interpreté como un guiño hacia mi persona. Agaché la cabeza como gesto de obediencia y agradecimiento—. En cuanto a ti, muchacho —dijo dirigiéndose a Cara Sucia—. Parece ser que tienes parentesco con el jefe de sus escoltas. Ambos contáis con toda mi confianza. Y dicho esto, chascó los dedos y un sirviente se apresuró a correr desde uno de los rincones de la sala con un par de rollos de pergamino enrollados. A un gesto del rey Gwthr, los puso en mi mano y se retiró de nuevo al lugar que le correspondía. El rey de Glywysing había obrado con astucia. En el transcurso del viaje se me presentarían unas cuantas oportunidades de deshacerme de Cara Sucia. Así las cosas, lo más sensato era que portara yo los documentos. No fuera que acabaran perdiéndose junto con su cadáver, despeñado quizá por un barranco o despedazado por las fieras del bosque. Me permití echarle una mirada a los rollos de pergamino. Uno de ellos estaba sellado. Esa era sin lugar a dudas la misiva que debíamos entregar. El segundo debía de ser el salvoconducto que nos acreditaría como emisarios del rey Gwthr. Y así fue como partí, cosa curiosa, apenas unas horas después de la aventura que había previsto vivir con Salvia, en la misma dirección que había planeado para aquélla y en compañía de la persona que la había frustrado de manera tan drástica y despiadada. Si la primera había sido motivada por el amor, en la segunda me movía el más puro e implacable sentimiento de venganza. Los dados habían sido lanzados y, a la insólita edad de catorce años, yo estaba a punto de cometer el que sería mi segundo asesinato. O en la peor de las posibilidades, morir en el intento.

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II

—¿Qué te parece, Cochinito? Tú y yo de compañeros en una misión. ¡Quién lo hubiera dicho! —escupió Cara Sucia apenas acabamos de cruzar el puente del Wysg. Sus aguas corrían ahora con más fuerza que nunca a causa de el deshielo. Le dirigí la mirada más hosca y poco amigable que fui capaz de bosquejar. Él, por el contrario, parecía no atreverse a quitar los ojos de la carretera que se extendía ante nosotros. Ya no se lo veía tan gallito, lejos de la protección de su padre y de sus secuaces. ¿Y qué era eso que había percibido en su voz? ¿Un ligero temblor tal vez? Incómodo quizá con mi escrutinio, Cara Sucia aguijó su montura para acelerar la marcha. —¡Vamos, Cochinito! —me apremió dejándome atrás—. Que a este paso se nos va a hacer de noche a mitad de camino. Hinqué también talones sonriendo para mis adentros. A mí tampoco me gustaba la idea tener que pasar la noche a cielo raso con alguien con quien tenía una deuda de sangre pendiente. Sin embargo no cabalgué todo lo rápido que a Cara Sucia le hubiera gustado, Me mantuve todo el tiempo a cierta distancia de la grupa de su montura, obligándolo cada cierto tiempo a detenerse a aguardar que lo alcanzara. En realidad no estaba entre mis planes acabar con su vida durante el trayecto de ida. Aunque tampoco es que tuviera demasiada idea de cómo me las iba a ingeniar para hacerlo. Lo que sí tenía claro era que, a no ser que se me presentara una oportunidad que ni el más obtuso y timorato de los asesinos pudiera permitirse desaprovechar, este viaje lo dedicaría a estudiar todo lo que pudiera el terreno que debíamos atravesar en busca de ideas que poder poner en práctica a nuestro regreso. Y si mis obligaciones como emisario del rey Gwthr en la corte de mi padre me lo permitían, también me pasaría por la cabaña de Glynis en busca de consejo. Nadie mejor que la vieja druidesa de Caer Gwent para proporcionar la inspiración que este tipo de empresas requerían. Las murallas de la ciudad se mostraron a nuestros ojos por encima de las copas de los árboles poco antes de la caída de la tarde. Hasta ese preciso momento, Cara Sucia y yo no habíamos intercambiado una sola palabra más y casi podía palparse en el aire lo incómoda que aquella situación estaba resultando para él. A la vista de Caer Gwent, sin 6


embargo, pareció decidirse a romper el silencio. Tras aclararse varias veces la garganta, se detuvo, volvió la montura en mi dirección y dijo: —Nunca había estado aquí antes, ¿sabes? —Me pareció percibir en su tono cierto matiz conciliador—. Es curioso, lo cerca que están nuestras ciudades y lo lejanas que pueden llegar a parecer por encontrarse en reinos distintos. Seguí cabalgando y pasé por su lado como si ni tan siquiera me hubiera percatado de su compañía, empecinado en mi voto de silencio. Le escuché maldecir entre dientes y, pocos segundos después, puso su montura de nuevo delante de la mía. Supongo que lo de encabezar la marcha le hacía sentirse mejor consigo mismo. Los guardias de la puerta no nos pusieron la más mínima objeción. De hecho, ni siquiera hizo falta enseñarles el salvoconducto que llevaba conmigo. No hay que olvidar que apenas había pasado un par de estaciones fuera y no había soldado en la ciudad que no me conociera de verme adiestrándome en el anfiteatro bajo la supervisión del viejo Ofydd. Uno de los centinelas incluso se adelantó a nuestra marcha para avisar a mi padre de nuestra llegada. Reconozco que la perspectiva de un nuevo encuentro con él me producía cierta sensación de intranquilidad. ¿Cómo me recibiría? ¿Como al hijo que hacía tiempo que no veía o como a un mero mensajero del rey Gwthr? Mientras atravesábamos las calles de la ciudad, tan familiares y al mismo tiempo tan extrañamente cambiadas desde la última vez que las viera, iba preparándome por dentro para ofrecerle a mi padre la imagen del hombre hecho y derecho en el que seguramente deseaba verme convertido. Mirada firme, gesto estoico, habla serena y actitud preñada de seguridad, sin titubeos. Tenía que hacer que se sintiera orgulloso de mí. Puede que entonces se lo pensara mejor y me permitiera abandonar el infierno de Caer Lleng para ascender a la gloria que estaba seguro sería mi vida como primogénito y heredero del señor de Caer Gwent. Para mi desgracia, ni siquiera se me presentó la oportunidad de intentarlo. Tan pronto como llegué a casa, me enteré de que mi padre se encontraba reunido con los penteuluoedd y los principales magnates de la ciudad planeando los preparativos de la campaña contra los reinos sureños. Es decir, que por nada del mundo podía ser molestado. En su lugar nos recibió Mario, el secretario de mi padre, un personaje de pequeña estatura, semblante ratonil y aspecto descuidado que siempre llevaba las mangas de la túnica salpicadas con un sinnúmero de pequeñas manchas de tinta. —¿Cómo te va todo, Mario? —me animé a decirle mientras se dedicaba a revisar los documentos que le acababa de presentar. Se había reclinado sobre la mesa acercando

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tanto la nariz al pergamino que ahora sí que se parecía a un ratón, un pequeño roedor que olisqueara el piso en busca de unas migajas de queso. El secretario levantó el rostro y me escrutó largamente con los ojos fruncidos y la nariz arrugada antes de responder. —Podría estar mejor —dijo con parquedad, y de nuevo sumergió la cabeza en los manuscritos. Mario no era lo que se dice demasiado parco en palabras. Me abstuve de decir nada más, limitándome a permanecer plantado allí de pie y al lado de Cara Sucia delante de aquella mesa atestada de legajos y rollos abiertos que gobernaba los humildes dominios de Mario. Estos consistían en un cubículo polvoriento y tan rematadamente pequeño que bastaba con un par de ojeadas para memorizar todo lo que en él se contenía: el ya mencionado escritorio atiborrado de documentos, un par de estantes rebosantes de más manuscritos en diferentes estados de deterioro y una pequeña silla plegable de campaña en la que el secretario tenía asentadas las posaderas. Cuando Mario terminó de leer, me devolvió el salvoconducto y enterró la misiva entre sus papeles. Supongo que aquel sistema de archivado guardaba alguna lógica irrefutable dentro de la organización administrativa de la ciudad. Sin embargo, lo que soy yo, me vi completamente incapaz de deducir cuál podía ser ésta. Acto seguido, tomó un nuevo pergamino y comenzó a redactar una respuesta. La ligereza con la que su pluma trazaba los caracteres e hilvanaba los términos y fórmulas propios de este tipo de documentos me dio una idea aproximada del sinnúmero de años que aquel hombre debía de estar ejerciendo su oficio. En apenas un par de minutos ya lo había terminado. Echó arena para el secado y levantó la mirada nuevamente pegando un pequeño respingo, como sorprendido de que aún siguiéramos allí plantados. —¿Algo más? —espetó con gesto extrañado. —Bueno —respondí al tiempo que señalaba con el mentón el documento que acababa de redactar—, tendrás que entregarnos eso para que se lo llevemos al rey Gwthr. —¡Ah, no! ¡Imposible! —exclamó el secretario levantándose como un resorte para acompañarnos hasta la puerta—. Primero lo tiene que leer el señor Gwawrddur e imprimirle su sello. Mañana a más tardar os lo haré llegar ¿O es que esperáis que os lo falsifique yo? Nadie le había dicho nada de falsificar pero... En fin, supongo que hay ocasiones en las que tampoco ganas nada con discutir ciertas cosas con depende qué tipo de personas. Tan pronto como Mario terminó de decir su última palabra, la puerta se cerró de golpe a

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nuestras espaldas y Cara Sucia y yo nos quedamos en el corredor vacío mirándonos el uno al otro sin saber bien lo que hacer. Finalmente, fue Cara Sucia quien se decidió a romper aquel silencio: —Me voy a ver a mi primo Trefor —dijo con la mirada esquiva—. No me esperes para la noche. Mañana a primera hora estaré aquí de vuelta. —Por mí bien. —respondí lacónico. Y sin más preámbulo, nos separamos tomando cada cual uno de los dos posibles sentidos del corredor. Deambulé un buen rato por la casa sin saber bien lo que hacer, hasta que al final mis pies me condujeron por sí solos hasta la puerta del que había sido mi dormitorio. La empujé sin dudarlo. Todo seguía tal y como lo había dejado, aunque por algún motivo que no llegaba a identificar, allí parado en medio de todas mis cosas me sentía como poco menos que un intruso. Alguien había subido las alforjas que había traído conmigo de Caer Lleng y, como aún disponía de algo menos de una hora para la cena, tomé unas prendas limpias y me dirigí al baño para quitarme todo el polvo y el cansancio del camino de encima. Apuré el tiempo cuanto pude, relajando los miembros y la mente en la calidez del agua de nuestra pequeña piscina, y cuando ya no pude dilatarlo más, la abandoné y me sequé a toda prisa antes de vestirme y correr al comedor. La cena ya había comenzado, y a la mesa se encontraba ya sentada mi madre, atacando con fruición el contenido de una bandeja de verduras asadas y carne de codorniz. Pedí disculpas por mi retraso sin demasiado entusiasmo y tomé asiento. Hubiera preferido no tener que cenar con ella a solas. Miré a mi alrededor. No había ni rastro de mi padre. Ni siquiera habían puesto un plato para él. —No vendrá esta noche —dijo mi madre con sequedad, adivinando la naturaleza de mis pensamientos—. Pero eso ya deberías saberlo. Estas reuniones siempre terminan con tu padre y sus amigotes durmiendo la mona en algún prostíbulo. Pero en fin —añadió con gesto de resignación—, más tuvo que soportar Nuestro Señor en el Calvario. ¿Y tú, Brathach? ¿Cómo te encuentras? ¿Comes bien? Te veo más delgado. ¿Qué tal te tratan allí? Estas últimas preguntas habían sido formuladas en el tono más desapasionado que cabe imaginar, con una falta total y absoluta de interés. Y con idéntico entusiasmo es como yo las contesté. —Todo está bien, madre —respondí, y a ella pareció bastarle con eso. Prueba de ello es que no tardó ni un segundo en centrar de nuevo su atención en el contenido de la fuente.

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Y eso fue todo. Un encuentro entre madre e hijo digno de ser registrado por los mejores cronistas, rebosante de sentimientos por los cuatro costados. Supongo que habían bastado unos pocos meses de separación para que nuestra relación, ya bastante alicaída de por sí, se enfriara hasta alcanzar el punto justo de congelación. A la mañana siguiente me levanté temprano y abandoné la ciudad cruzándome en mi camino con los primeros carros de campesinos que atravesaban las puertas para dirigirse a la plaza del mercado. Me encantaba sentir cómo todas las miradas se volvían a mi paso para admirar mi montura. Sólo por eso, puede que hubieran merecido la pena todas las penalidades que había tenido que pasar en el último invierno. Llegué a la cabaña de Glynis justo cuando los últimos rayos de luz despuntaban sobre el borde de las colinas. Amarré las riendas de Ffyddlon Gyfaill, bien lejos del huerto para que no se le ocurriera meter los hocicos entre las plantas, y llamé a la puerta. No tardé en escuchar al otro lado los pasos cortos y llenos de energía de Niamh. Cuando la pequeña asomó su cabecita por el resquicio, sus ojos se abrieron de par en par y, en menos de lo que se tarda en contarlo, ya la tenía colgada de mi cuello y cubriéndome de besos. La verdad sea dicha: por aquel entonces aquellas reacciones tan exageradas en las que incurría Niamh cada vez que me presentaba en su casa me resultaban un tanto incómodas. No lograba imaginar qué podía haber visto en mí para llegar a profesarme tamaña devoción. ¿Sería quizá que yo era la persona de su entorno que más se aproximaba a su edad? Quizá viera en mí algo así como un hermano mayor. El recibimiento de Glynis resultó sólo un poco menos efusivo, pero no por ello menos acogedor: —¡Brathach, querido! —exclamó apareciendo atropelladamente por la puerta—. ¡Qué alegría volver a verte! —Y tomándome de los hombros con aquellas dos zarpas que tanto me horrorizaran el primer día que les puse el ojo encima, me plantó un fuerte y sonoro beso en la mejilla— ¡Pero pasa, no te quedes ahí! Toma asiento. Dame un par de minutos para que saque la cazuela del fuego y regreso contigo. Estoy preparando un dulce de leche con miel para chuparse los dedos, ¿sabes? Como siempre, imaginé que vendrías en ayunas. —¿Sabíais que vendría? —exclamé con sorpresa. Aunque el asombro no tardó en mitigarse al caer en la cuenta de con quienes me encontraba. Niamh sacudió su cabecita arriba y abajo, y varias hebras de cabello plateado quedaron flotando en el aire para regresar acto seguido a su lugar con la ligereza de una pluma caída.

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—Sí —respondió rotunda, con toda la convicción en los asuntos de la magia que sólo puede mostrar un niño pequeño—. Soñé que llegabas montado en un caballo de crines rojas como el fuego y... De pronto, la pequeña se interrumpió poniéndose en pie de sopetón. Después, echó a correr hacia la puerta y la abrió de golpe para asomarse al exterior. —¡Brathach! —exclamó justo antes de echar a correr alborozada hacia Ffyddlon Gyfaill. Me incorporé devolviéndole una sonrisa de complicidad a Glynis y me asomé al exterior. Ignoro cómo, pero para entonces la pequeña Niamh ya se las había ingeniado para encaramarse a lomos del caballo y jugaba a simular una persecución entre ella y algún enemigo imaginario. Ffyddlon Gyfaill la dejaba hacer, fiel a su naturaleza mansa. Aunque saltaba a la vista lo molesto que debía de resultarle tener a una rapazuela brincando sobre su silla justo en mitad de su desayuno. El pobre animal mascaba las hierbas que crecían al pie de un chopo con gesto de resignación, limitándose a echarle alguna que otra mirada de reproche a la pequeña cada vez que se movía con demasiada violencia. Glynis no tardó en aparecer a mi lado, poniendo un tazón de dulce entre mis manos. —Y bueno, Brathach, ¿qué tal te van las cosas en Glywysing? —inquirió mientras yo atacaba con voracidad a duras penas contenida la humeante crema. —No demasiado bien —reconocí—. Tengo la sensación de que al rey Gwthr le incomoda mi presencia más de lo que le agrada. Paso el día dejándome la piel con interminables ejercicios militares y, cuando cae la tarde, todavía tengo que estudiar durante un par de horas la lengua de los escotos con el bardo de la corte. Y para colmo, la mayor parte de mis compañeros de instrucción la tiene tomada conmigo. —Está bien que sea así, Brathach —me animó Glynis dedicándome una de aquellas sonrisas suyas que tenían la curiosa cualidad de conferirle a su rostro marchito y plagado de verrugas una calidez que lo hacía parecer casi hermoso—. Aquí llevabas una vida demasiado fácil. ¿Fácil? ¿Y qué había del desprecio de mi padre y las palizas y humillaciones de las que cada día me hacía objeto mi hermano? Me dispuse a replicar, pero Glynis alzó la mano para que la dejara continuar. —De hecho, creo que en estos pocos meses has madurado bastante —dijo para mi sorpresa y satisfacción—. Ya casi no queda nada del cabeza loca tarambana que una tarde se presentó en mi cabaña dispuesto a ensartarme con un cuchillo atado a un palo.

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Las palabras de Glynis me hicieron regresar de sopetón a aquellos tiempos cortándome literalmente el aliento. No había transcurrido ni un año, pero ahora se me antojaba casi una vida. No pude evitar reír cuando el ojo de mi imaginación me mostró a mí mismo escondido entre las plantas del huerto de Glynis, empuñando aquella arma tan rústica que a mí me parecía la más maravillosa del mundo y dispuesto a librar la más fabulosa batalla que jamás se había contado contra aquella bruja capaz de controlar a su antojo las fuerzas de la oscuridad. Si me hubieran contado entonces todo lo que me iba a suceder en los meses siguientes, no me habría creído ni una sola palabra. —Hay algo más —dije sintiendo que los vapores de la nostalgia me abandonaban empujados por los negros nubarrones de ese dolor preñado de rabia que desde hacía dos días me resultaba tan lamentablemente familiar. Glynis me clavó sus pupilas del mismo color que el plomo recién forjado. —Una muchacha, ¿verdad? Asentí haciendo un esfuerzo por contener el nudo que comenzaba a formarse en mi garganta. A aquella mujer no se le escapaba ni una. —La mataron hace dos días. El canalla que ha venido conmigo a Caer Gwent es su asesino. Probablemente ésta sea la única posibilidad que tenga de vengar su recuerdo. —Y quieres estar seguro de que nadie te descubra o de que no acabes tú mismo con las tripas abiertas por tu propia espada. Asentí de nuevo y para mi asombro Glynis comenzó a reír. —¡Eso es sencillo! —exclamó, y poniéndome la mano en el hombro me condujo al interior de la casa—. Pero ven, hablémoslo con más calma dentro. ¿Quieres otra taza? — inquirió antes de volverse y gritar—: ¡Niamh, cinco minutos! ¡Después entra, no vayas a coger frío! Y de esta manera, en la penumbra de la cabaña de la Vieja de los Cuatro Dedos, únicamente aliviada por el cálido resplandor de la lumbre de la cocina, fui aconsejado sobre la mejor manera de llevar a cabo el que sería mi segundo asesinato. No os quiero revelar todavía cómo lo haría, ya que eso le quitaría buena parte de interés al relato. Aunque lo que sí que revelaré serán las últimas palabras que Glynis me dijo justo antes de despedirnos: —Y no olvides llevar a Caer Lleng alguna prueba que respalde tu historia, Brathach. Y si para ello te ves obligado a hacer algo desagradable, hazlo. Da igual lo injusto que te parezca. Piensa en ti ante todo, por encima de lo que pueda estar o no bien. Cabalgué de regreso a la ciudad, pero no fui directamente a casa. Cerca de la plaza del mercado, justo detrás de la destartalada casa de baños que las tropas habían acabado

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utilizando como armería, había una pequeña taberna que jamás cerraba sus puertas. Según me había contado Glynis, por las tardes y durante la noche solía llenarse de soldados. Aunque en las mañanas tampoco es que le faltaran parroquianos. Y por cierto que eran estos del tipo de gente que me interesaba para llevar a cabo mi propósito: sujetos desprovistos de ocupación conocida y que sin embargo podían permitirse gastar cada día una buena cantidad de dinero en bebida y mujeres. Desmonté hecho un manojo de nervios y me llevó un buen rato amarrar los estribos de Ffyddlon Gyfaill a la entrada de tanto como me temblaban las manos. A continuación, hice de tripas corazón, cogí aire con fuerza para insuflarme valor y empujé la puerta del local. Una andanada de humo, calor y vapores etílicos se estampó contra mi rostro tan pronto como asomé al interior. En cierto modo, me recordó a la sensación que me asaltara la primera vez que puse el pie en el al salón del rey Gwthr durante una de sus celebraciones. —Buenos días —saludé desde la puerta, y más de una docena de rostros hoscos de ojos enrojecidos se volvió para mirarme. Tragué saliva cayendo en la cuenta de mi error. Con aquella gente no valían los formalismos. Así que abriéndome paso por el interior del local a fuerza de trancadas, me apresuré a gritar: —¡Tabernero! ¡En esta tasca no hay cerveza o qué! El aludido, un tipo desgreñado y de semblante pálido, consumido como un cadáver recién salido de la tumba, me miró con cara de pocos amigos y desapareció por una puerta para, unos instantes después, volver aparecer con una enorme jarra rebosante de espuma en la mano. Bajé la mirada rogando para mis adentros que aquel hombre no tuviera la ocurrencia de estampármela en la cabeza a modo de bienvenida a su local. Pero gracias al cielo la jarra cayó finalmente sobre la mesa. Eso sí, con tanto ímpetu que la mayor parte de su espuma terminó estampada contra mi túnica y mi rostro. El tabernero se quedó plantado detrás de mí y yo me volví a mirarlo con desconcierto. Su rostro se mantenía inmutable, y con la penumbra que reinaba en el local no me era fácil adivinar hacia dónde apuntaba su mirada. ¿Qué narices quería ahora aquel espectro? Quizá estuviera aguardando a que probara la cerveza. Esperando que aquel tipo no fuera de los que se dedican a echar escupitajos a escondidas en las bebidas de quienes no les caen en gracia, le pegué un más que generoso trago y con esto pareció darse por fin por satisfecho. Sin decir palabra, arrastró de nuevo su lúgubre y espeluznante humanidad de vuelta al rincón del que había surgido. Estuve un buen rato en aquella posada, sentado a una mesa que hedía a licor y cerveza agria, contemplando con disimulo al resto de los parroquianos. La mayoría de

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ellos se encontraban en torno a una mesa de juego, arrojando sus dados entre fuertes clamores y escandalosas risotadas. De vez en cuando, dos o tres de ellos se enfrascaban en alguna que otra trifulca, que por cierto en una de las ocasiones terminó con uno de los litigantes desplomado en el suelo de un banquetazo. Esparcidas por aquí y por allá, se distinguían, por otra parte, algunas parejas enfrascadas en un comercio de saliva y manoseos en el que, con toda probabilidad, también mediaban algunas que otras monedas. Nunca faltan las prostitutas en este tipo de lugares. Y encogidos en el rincón más oscuro de la estancia, divisé a un par de individuos inclinados sobre sus bebidas, manteniendo lo que parecía una discretísima conversación. No es que me inspiraran demasiada confianza. Había algo en el porte de aquellos dos que no terminaba de convencerme. Un halo de excentricidad, quizá de demencia. Aparte de que del cinto del mayor de ellos colgaba lo que, a juzgar por los destellos que la lumbre le arrancaba, era un enorme cuchillo capaz de decapitar de una sola tajada a un buey. ¿O quizá se tratara de una espada corta? Era difícil saberlo con aquella luz. Por desgracia, ellos eran los únicos a los que podía recurrir. Jamás me habría atrevido a interrumpir a los de la partida de dados, y no era cuestión de fastidiarle el negocio a ninguna de las rameras del local reclamando para mí la atención de su clientela. Aunque reacio a abordar a aquel par de villanos así por las bravas, opté por recurrir a un pequeño truco que había escuchado en más de una ocasión de labios de algún soldado. Hice un gesto al tabernero para que se acercara. —Jefe —le dije en cuanto lo tuve cerca—, ¿qué están bebiendo esos dos? —¿Y a ti qué cojones te importa? —fue su amable respuesta. Aunque ni por asomo bastó para hacerme desistir en mi empeño. —Da igual —respondí forzando una sonrisa—. Invítales a una ronda más de mi cuenta. —¿Tú qué eres, maricón? Torcí el gesto con desagrado. Aquel fantoche no me lo estaba poniendo nada fácil, la verdad. Aunque, para mi alivio, pareció conformarse con haberme colado la pulla aquella y se alejó arrastrando los pies para cumplir con el encargo. Una vez les fueron servidas las jarras a mis invitados y ofrecidas las explicaciones oportunas —ya me imaginaba yo lo que les estaría contando aquel cenutrio de tabernero—, miraron hacia donde me encontraba sentado y aproveché para alzar mi cerveza en un mudo brindis que al momento correspondieron desde su mesa. Por fortuna, fueron ellos quienes decidieron hacerse cargo del acercamiento. Tras pegarle un par de tragos a la jarra e intercambiar

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algunas palabras, se pusieron levantaron de sus asientos y caminaron hasta mí con paso sosegado. Se trataba de dos individuos de lo más dispares. El que parecía llevar la voz cantante, el del arma al cinto, era un tipo alto y espigado. Antes dije que era el mayor de los dos, pero me temo que me quedé corto. Ahora que podía verlo mejor, caía en la cuenta del buen montón de años que debían de pesar sobre sus hombros. Aquel rostro marchito y esos andares cuidadosamente renqueantes eran los de un anciano más próximo de la centena que de la cincuentena. Por otro lado, lucía a cada momento la desenvoltura algo contenida de quien se sabe de noble linaje pero no tiene dónde caerse muerto. Y había además algo en su manera de escudriñar a su alrededor, apresurada y un tanto insistente, que hacía sospechar que no debía de estar del todo en sus cabales. En cuanto a su amigo —o compinche si se prefiere—, parecía haber sido modelado adrede como su perfecta contrapartida. De escasa estatura y anatomía redondeada, se le adivinaba bastante más campechano que el anterior. Se abría paso por el local con abierto desenfado, con una sonrisa desdentada que tenía la cualidad de ampliar de manera considerable el ya de por sí generoso volumen de sus carrillos. Aunque, por alguna razón, no apartaba en ningún momento el rabillo del ojo de su camarada. Como si temiera que, a poco que lo perdiera de vista, pudiera escaparse de su lado o meterse en algún jaleo que luego él tuviera que esforzarse en solventar. —Señor, permitid que me presente —dijo el primero deteniéndose ante mi mesa para adoptar una estudiada pose marcial. Hablaba en latín, un latín culto que no creo que nadie haya utilizado en Britania desde los tiempos de Augusto, por lo que al principio me costó un poco coger el hilo de lo que decía—. Mi nombre es Aulo Quintilio, équite por la gloria de Roma. Enviado a Britania por el mismísimo emperador para perseguir y castigar la felonía imperante por estas landas. Si vuestra gracia nos lo permite, tomaremos asiento con vos. Pues no, no había andado tan desencaminado en mis impresiones. Aquel tipo estaba como una auténtica chiva. Con la barbilla colgando por del asombro, hice un gesto afirmativo y el recién llegado se sentó a la mesa frente a mí. Su acompañante lo hizo entre ambos y aprovechó la tesitura para susurrarme una advertencia en britano al oído: —Por favor, buen señor. No te burles demasiado de él. No se puede decir que esté pasando por su mejor momento. Asentí haciendo ver como que comprendía. Aunque, en realidad, aún no tenía demasiado claro a qué atenerme con aquel par de majaderos. —Y decidme, amigo mío —continuó diciendo el que decía llamarse Quintilio, fiel a su papel de lunático—. ¿Qué es lo que os trae a esta gloriosa fortaleza?

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—¿Fortaleza? —inquirí también en latín, mirando desconcertado a mi alrededor—. ¿Os referís acaso a esta taberna? El tal Quintilio soltó una carcajada antes de dejar caer otra de sus majaderías: —¡Ah, amigo mío! Veo que vos también sois víctima del hechizo que el druida Ffernfael ha arrojado sobre este santo lugar. Habéis de saber, mi buen señor, que esta taberna no es tal, sino una formidable fortaleza, orgullo de las legiones y azote de todos los enemigos de Roma. Lo que veis a vuestro alrededor no es otra cosa que una ilusión destinada a desanimarme y a mermar mi interés por defenderla de las hordas caledonias que se aproximan desde el norte. —Quintilio hizo una pequeña pausa para mermar el contenido de su jarra con aire pensativo, tras lo cual añadió—: Creo, mi buen señor, que aún no he tenido el honor de conocer con quién tengo el honor de conversar. ¡Realmente estaba más loco de lo que había supuesto en un principio! Aunque, a decir verdad, ya iba haciéndome una idea aproximada de la pasta con la que estaba horneada su demencia. —Tribuno Brastias de Venta Silurum para serviros —respondí valiéndome de una verdad a medias. Había utilizado para identificarme la forma latina de mi nombre y la de la ciudad. Lo de tribuno era de mi propia cosecha. Una manera de darle una idea de mi dignidad a aquel majadero. Además, en vista de la proposición que me proponía a formularles a aquellos dos, preferí no dar más pistas sobre mi identidad. La verdad, no eran del tipo de persona con el que esperaba tratar cuando entré al local, pero por el momento constituían mi única alternativa. Tampoco tenía tiempo para buscar más. Tan pronto como regresara a casa, Mario nos entregaría la misiva para el rey Gwthr con el sello de mi padre y no sería fácil encontrar una excusa con la que convencer a Cara Sucia de dilatar nuestra estancia en la ciudad. —Venta Silurum —musitó el otro individuo restregándose pensativo uno de sus rollizos mofletes con la mano. Había permanecido hasta el momento al margen de la conversación, y aunque al parecer comprendía a la perfección todo lo que allí se hablaba, parecía seguir prefiriendo comunicarse en el britano de toda la vida—. El caso es que me suena. —¡Por su puesto que te resulta familiar, mi buen Sadynfyw! —lo reprendió Quintilio—. ¿Acaso olvidaste ya el episodio aquel de los dos gigantes que tenían atemorizada a toda la ciudad aquella por la que quiso la providencia que pasáramos hará hoy dos o tres semanas?

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—Mi señor —comenzó a decir el aludido—, ya intenté explicarte en su momento que aquello no eran gigantes sino graneros, y que lo que por error tomaste por sus armas no eran sino los andamios sobre los que un grupo de trabajadores se afanaban en restaurar sus paredes. —¡Ah, Sadynfyw! ¡Qué limitadas son tus miras y en qué poco valoras el buen juicio de tu señor! —¡Ay! —se lamentó éste levantando los ojos al techo de la taberna como en una plegaria—. Siempre que el cántaro a la piedra golpea, el cántaro pierde la pelea. En éstas estábamos cuando apareció el tabernero con una fuente de tripas de cordero asadas que dejó sin, lo que se dice, demasiada delicadeza sobre la mesa. La salsa que acompañaba a los pedacitos de hígado e intestino saltó por todas partes y, mi ropa en particular, quedó pringada de medallones de los más diversos tamaños. —Cortesía del cocinero —gruñó el tabernero sin un ápice de la simpatía que el gesto requería. A lo que añadió cuando se marchaba, esta vez con cierto amago de sonrisa asomándole por la calavera—: Buena elección, amigo. —Por supuesto, se dirigía a mí—. Te has juntado con lo mejorcito de la casa. Y se largó a su rincón emitiendo una especie de graznido que jamás antes había escuchado pero que supuse alguna variante siniestra de risa. —Y bien, señor Brastias —dijo Quintilio sin, al parecer, darse por aludido por la pulla del tabernero. ¿Qué es lo que mi buen sirviente y yo podemos hacer por vos? Yo, que aún no tenía demasiado claro cómo plantearle la situación a aquel majadero, preferí desviar su atención hacia otros derroteros. —¿Y decís que este edificio es en realidad una fortaleza legionaria convertida en taberna por el efecto de un encantamiento? —inquirí, a lo que mi interlocutor asintió con vehemencia—. Entonces —añadí apuntando al tabernero con el mentón—, aquél que con tanta amabilidad nos agasaja no es otro que el señor de la plaza. ¿El prefecto quizá? Quintilio volvió a asentir. La verdad es que estaba comenzando a divertirme con aquella pantomima. —En efecto, así es. El prefecto Gayo Emiliano es afamado por estas tierras por su hospitalidad. No dispone de ayudantes ni de sirvientes para atender a sus invitados, prefiriendo hacerlo todo él mismo con sus propias manos. —¿Y qué me decís del resto de los presentes? —pregunté abarcando con una mano a buena parte de los parroquianos de la taberna—. ¿Son los oficiales de Emiliano por un casual?

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—Oficiales y soldados que salieron algo mejor parados que el resto tras el encantamiento —afirmó Quintilio con total convencimiento—. Pues habéis de saber, Brastias amigo, que la mayoría de la soldadesca quedó convertida en las moscas y cucarachas que veis a nuestro alrededor. Y alguno que otro también en ratón, para que no falte de nada en el atrezo de este engañoso escenario. —¿Y las mujeres? ¿Son acaso las esposas de los soldados? —dije con malicia, y Sadynfyw abrió desmesuradamente los ojos a modo de advertencia. Pero ya era tarde. Poniéndose en pie de sopetón en un arranque inesperado de furor, Quintilio comenzó a vociferar: —¡No, sus esposas no, mi buen amigo! Aquellas que allí ves —escupió señalando con dedo tembloroso hacia las sombras del fondo de la estancia donde buena parte de parejas se había recogido en favor de su intimidad— no son otras que las viles servidoras de Ffernfael. Brujas todas ellas, vomitadas desde lo más profundo del averno para seducir a los hechizados con sus encantos y mantenerlos ligados a este lugar maldito. ¡Engendros de Satanás! —bramó echando mano de su espada, que al final resultó ser tal y no cuchillo, al mismo tiempo que salía disparado hacia las prostitutas y sus clientes. Y en menos de lo que se tarda en contarlo, se armó una algarabía de las Dios y muy señor mío. Las fulanas se dispersaron igual que un enjambre moscas que, reunidas sobre un despojo tirado a pie de calle, salieran huyendo alarmadas a la vista de una bota amenazadora. Eso sí, Mientras revoloteaban enrabietadas a su alrededor, no dejaron en ningún momento de gritarle toda suerte de improperios, manteniéndose en todo momento, eso sí, fuera del alcance de su arma. Los parroquianos, para no ser menos, también se unieron a la trifulca. Mientras que los más temerarios ensayaban algún que otro amago de acercamiento para privar al lunático del acero que tan fervientemente zarandeaba delante de sus narices, otros echaban mano de sus propias armas prestos a bajarle los humos a fuerza de cuchilladas. Para cuando me quise dar cuenta, aquella miserable taberna, oscura como el culo de un eremita, se había convertido en un hervidero de furcias histéricas y maleantes enardecidos que, cuchillo en mano, pugnaban en osadía por asestarle la primera estocada a aquel maniaco descontrolado. —¡Pero no os dais cuenta, amigos míos —clamaba todo el tiempo Quintilio hacia sus atacantes— que estos demonios con carcasa de mujer os tienen nublado el entendimiento! ¡Fuera os digo! —chillaba practicando tajaduras en el aire— ¡Dejad que las envíe de regreso al infierno del que jamás debieron ser liberadas! Pero sus razonamientos caían en saco roto. Ninguno de aquellos villanos iba a entrar en razones, os lo aseguro. Y parte de la culpa puede que la tuviera aquella

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particular modalidad de latín de la que Quintilio se valía, que no creo que nadie aparte de mí estuviera en situación de comprender. Bueno, de mí y de su sufrido sirviente, que no dejó ni por un momento de esforzarse por hacer entrar en razón a su señor: —¡Amo Quintilio, por lo que más queráis! —le rogaba agitando las manos en alto con apuro mal disimulado—. ¿No entendéis que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal y que quien busca peligro perece en él? Por suerte para todos, la sangre no llegó aquella mañana al río. El tabernero, que demostró tener las criadillas mejor puestas que cualquiera de los presentes, tuvo la suficiente presencia de ánimo para agarrar al loco de la espada por la espalda y desarmarlo golpeándole la mano contra una de las mesas. —¡Prefecto Emiliano! —clamaba Quintilio al tiempo que intentaba zafarse de la presa del tabernero sin demasiado éxito—. ¡Soltadme! ¡Estáis cometiendo un terrible error! ¡Es de ellas de quienes os debéis guardar! ¡Soltadme os digo! Entre estos y otros frutos de la perturbación de aquel anciano con aspiraciones de caballero, él y su sufrido sirviente —que aunque nada había hecho el pobre, era culpable del delito de no saber elegir a quien dispensaba sus servicios— fueron arrojados fuera del establecimiento como quien descarga dos sacos de boniatos a la entrada del mercado. Y yo, que a aquellas alturas ya me había hecho a la idea de confiarles a aquellos dos mi empresa y por lo tanto no quería perderlos de vista, pagué mi cuenta y la de ellos apresurándome a salir a la calle. Los encontré de nuevo a pocos pasos de la entrada. Estaban asegurándoles los arreos a sus monturas: un rocín viejo y flaco, más parecido a un pellejo lleno de huesos que a un caballo, y un burro con cara de no estar demasiado contento con el sino que le había caído en suerte vivir. Lo que tampoco es de extrañar, ya que se trataba, como bien habréis supuesto ya, de la montura del orondo de Sadynfyw. Y para mayor desgracia del animal, el sirviente no parecía tener auténtica conciencia del castigo que suponía para su montura acarrear la desproporcionada carga de su persona de un lugar a otro. Una vez la tuvo lista, montó sobre ella de un único brinco, con tan poco cuidado que temí que a la bestia se le acabaran partiendo las patas igual que un puñado de ramas secas. Cuando estaban a punto ya de marcharse, Quintilio reparó en mi presencia. —¡Ah, tribuno Brastias! —exclamó con patente satisfacción—. Me congratula que hayáis podido salir también con vida de aquel infierno. Mi buen Sadynfyw y yo nos vimos obligados a batirnos en retirada cuando esos demonios empezaron a superar el millar. Y cosa curiosa —añadió mirando a su alrededor con un asombro que saltaba a la vista no era fingido—, hemos ido a aparecer con nuestras monturas en mitad de alguna

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ciudad que aún no alcanzo a identificar. Sin duda otro de los trucos de ese taimado de Ffernfael para desorientarme. —Nada de eso —improvisé obligándome a sonreír—. Me temo que esta vez he sido yo. —¿Y cómo puede ser posible que hayáis obrado tamaño milagro, mi buen amigo? —preguntó Quintilio con las cejas arqueadas. —Pues muy sencillo —respondí al tiempo que hurgaba en el interior de mi bolsa y sacaba los dos denarios de plata que aún me quedaban—. ¿Veis esto? —inquirí mostrándoselos sobre la palma de mi mano abierta. —En efecto que sí. —Pues bien, son dos monedas bendecidas por el mismísimo papa de Roma. —Los ojos de Quintilio se abrieron con admiración y sus labios repitieron en silencio mis últimas palabras—. Son un regalo que me hizo como agradecimiento en cierta ocasión que lo libré de morir a manos de unos rufianes en un callejón del Aventino. Tenía tres, pero me he visto obligado a gastar una de ellas para que pudiéramos escapar de ese horrible lugar. —Y decidme... ¿Cómo funcionan? —¡Oh! Sólo hay que arrojar una moneda al aire y recitar una fórmula antes de que caiga al suelo —improvisé. Sonreí para mis adentros cuando reparé en el brillo de codiciosa fascinación que mis palabras despertaban en los ojos de aquel perturbado. Sin pensármelo dos veces, puse todo el dinero en su mano diciendo: —Tomad, son vuestras. Quintilio dejó escapar un gritito de admiración y se encogió sobre las monedas, acariciándolas con los dedos igual que haría un avaro con su fortuna. —E... estáis seguro de lo que hacéis. —Le temblaba visiblemente la voz. —Por supuesto. Pero a cambio necesito que vos hagáis algo por mí. —¡Podéis contar con ello! —exclamó en otro de sus repentinos arranques, adoptando de nuevo la misma postura marcial con la que un rato antes me había saludado, sólo que esta vez sobre su montura—. Pongo en juego mi honor de équite de la gloriosa e inmortal Roma. Monté sobre Ffyddlon Gyfaill y recorrí junto a mis dos nuevos camaradas las calles de la ciudad inventándome al paso una historia cargada de todos aquellos aderezos épicos y prodigiosos que tan del gusto eran del loco de Quintilio. Le conté que había sido enviado por el mismo papa para aniquilar a un dragón que se dedicaba a robar los

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rebaños y confundir las almas de las gentes del oeste de Britania. Pero cuando logré localizar su guarida y me disponía a dar muerte a la bestia, me detuvo una voz, y de las sombras de la gruta surgió entonces una muchacha, la más hermosa que cabía imaginar, de cabellos oscuros y sedosos, ojos cristalinos como el suspiro de una virgen y el porte de una auténtica princesa de la tylwyth teg. Como posiblemente os hayáis percatado, aquella descripción coincidía punto por punto con la de mi adorada Salvia. En cierto modo, aquella improvisada fantasía me sirvió para rendirle homenaje a su memoria. —Aquella muchacha que en un principio supuse cautiva del dragón —seguí contándole a Quintilio—, no era tal, sino su propia hija, fruto del amor pasado de la bestia con una mujer humana. Nos enamoramos a golpe de vista y la habría convertido en pocas semanas en mi esposa de no ser por la traición de uno de mis hombres, Tiburio, quien loco de envidia por la sobrenatural belleza de mi prometida, la secuestró con el objeto de hacerla suya. Mas cuando vio que no podía tomar lo que tanto anhelaba, pues la parte de dragón de mi amada tenía la peculiaridad de mantener por medios mágicos la virtud de una doncella hasta que ésta accedía a entregarla por voluntad propia, la mató con sus propias manos y huyó tan lejos como pudo temeroso de que mi cólera cayera sobre él. —¿Y finalmente conseguisteis dar alcance a tamaño villano? —preguntó Quintilio con los ojos abiertos de par en par por la fascinación que le había merecido mi historia. —Llevo más de una semana persiguiéndolo por los caminos —respondí forzando un suspiro que pretendía dar a entender abatimiento—. Pero cada vez que parece que voy a darle alcance, de una manera u otra consigue zafarse de mí. Ahora mismo se encuentra escondido en algún lugar de esta ciudad, pero no tardará en salir. Llevamos todo el tiempo cabalgando hacia occidente, así que es de esperar que sea por la puerta oeste de las murallas por la que emprenda de nuevo su huída. —Y queréis que nosotros lo interceptemos allí —adelantó Quintilio. Lo tenía completamente a mi merced. A juzgar por la expresión absorta de su rostro y el fervor que emanaba a borbotones de su voz, habría apostado cualquier cosa a que se habría dejado cortar una mano si le hubiera logrado convencer de que con ello podría hacer volver a la vida a mi amada asesinada. —No —le corregí—. Seré yo quien lo aguarde. Pero como en todas las veces anteriores en las que intenté atraparlo no pude ni tan siquiera aproximarme a él, sospecho que tiene que haber algo de magia asunto. Temo que yo sólo no pueda hacerlo tampoco esta vez. —Hice una pausa para aumentar la expectación antes de añadir—: Y ahí es donde entráis vos.

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Quintilio pegó un respingo como si recordara algo y, acto seguido, se sacó las dos monedas «bendecidas» del monedero. —Y antes de que se me olvide, mi buen amigo —inquirió paseando la mirada de mí a las monedas y nuevamente a mí—, decidme una cosa: ¿cuál es la fórmula aquella a la que antes os referisteis capaz de obrar el prodigio contenido en estas monedas? —Eso, amigo mío —respondí—, os lo revelaré una vez logremos llevar a buen puerto nuestra empresa.

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