Agenda Cutural Alma Máter diciembre 2018

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Editorial Crónicas de viaje

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Santiago Vélez. Puertas al mar, Golfo de Urabá. Fotografía. 77 x 116 cm. 2016

Viajar para contar es, sobre todo, ver lo que está, pero que nadie ve. Leila Guerriero

Según cronistas como Leila Guerriero, Carlos

Sánchez y Alberto Salcedo, se debe hablar de narrativas periodísticas, en vez de enfrascarse en el dilema de si la crónica es periodismo o es literatura. Y ellos (y los como ellos) no escriben cuentos ni novelas (no escriben literatura, que es lo que, comúnmente, les piden los lectores que creen mucho en las clasificaciones), porque están convencidos de que sus crónicas, llenas de lenguaje, de pesquisas, de detalles, de gestos, de subjetividades, de

costumbres, de personajes (aunque estos pertenezcan “a la vida real” —como si los de la literatura no pertenecieran—) son arte literario, son creación. Son narrativas periodísticas. La verdad, con la cual han adquirido un compromiso inapelable, está narrada con un lenguaje mucho más bello que el del chato periodismo. (¿Quién ha leído una novela de Gay Talese?, pero ¿quién no ha comentado, al menos, una de sus maravillosas crónicas sobre Frank Sinatra o sobre el voyerismo o sobre el poder o sobre Nueva York?). La novela no tiene por qué ser una fase superior de la crónica, que es lo que creen algunos, y por eso su mayor y falso anhelo es llegar a 2018 | Diciembre


escribir novelas y ser “respetados” y famosos como los “escritores”. Quizás en todo ello se ha entronizado un criterio comercial. A estas alturas, muchos lectores ya acompañamos a los cronistas en esta legítima pretensión, contra las falacias planteadas por los grandes medios de comunicación y, sin duda, por las grandes editoriales (con las debidas excepciones, claro), reacios a la publicación de crónicas que dan cuenta, en buena medida, de lo que somos. El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, la crónica de Alberto Salcedo sobre el boxeador colombiano, es tan deliciosa como El perseguidor, la novela de Julio Cortázar sobre la aparatosa y apasionante vida de Charlie Parker.

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La Agenda Cultural trae para sus lectores, en esta ocasión, crónicas de viajes de varios autores universitarios, autores recientes: Felipe Restrepo, Pablo Santamaría, Alejandro Cano, Carlos Sánchez, Pablo Montoya, Pablo Cuartas y Lina María Maya. Como bien dice en la cita del epígrafe Leila Guerriero, la crónica de viaje está hecha de lo que nadie (o casi nadie) ve. Es decir, de lo inusual, de lo insólito, de lo que los sitios tienen de interés. Y casi nunca, una buena crónica de viaje coincide con las inverosímiles

postales que distribuyen las agencias de viajes, o con las descripciones de los lugares a los cuales va todo el mundo, porque son promocionados por los catálogos turísticos o por los guías encargados. A veces una buena crónica de viaje es sobre lo retorcido, sobre lo que se oculta, sobre lo pequeño y, en apariencia, intrascendente, sobre lo que no es bonito de mostrar. O sobre lo que comporta una doble faz. Y están hechas de historia, de pensamiento, de literatura, es decir, de lenguaje creativo. Y de reflexiones, que no siempre tienen que ser “profundas”, que bien pueden ser las paradojas entre lo dicho y lo encontrado, entre lo extendido y lo recóndito (que solo encuentra el cronista acucioso). O del humor, que tan propicia está siempre a entregar la realidad. La Agenda Cultural deja al lector, entonces, en buenas manos. No nos cabe duda de que estas siete crónicas de viajes serán un buen plato de lecturas para la ya copiosa gastronomía decembrina. En ellas, estamos seguros, aprenderá algo nuevo del mundo. Y a todos los lectores les deseamos, por supuesto, una feliz Navidad y un próspero año 2019. Luis Germán Sierra J.

“Mirar el agua en distintos escenarios del mundo me ha llevado a indagar sobre las relaciones que se establecen entre este elemento y algunas de las grandes preocupaciones contemporáneas como las migraciones humanas, el cambio climático, la minería o la economía, entre otros. Con la intención de señalar la relevancia del agua en acontecimientos específicos, me acerco a determinados territorios a través de exploraciones e investigaciones que, por medio de acciones disruptivas de lo cotidiano, se traducen en instalaciones, videos, fotografías y esculturas. Así es como, a través de nexos directos como los propuestos con Agua y frontera, Agua y capitalismo de ficción o Agua y compromiso voy concibiendo la geopoética del agua”. Santiago Vélez (Medellín, 1972) es Maestro en Artes Plásticas, magister en Estética y en Producción e Investigación Artística y candidato a doctor en Estudios Avanzados de Producciones Artísticas. Docente universitario, ha realizado diversas exposiciones individuales nacional e internacionalmente y ha participado en varios proyectos de residencia como Puerto Contemporáneo en Cartagena, Urra en Buenos Aires, Fabra y Coats en Barcelona.

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El río y el viaje Felipe Restrepo David

Para Leonardo Muñoz

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Llegar a la desembocadura del río Amazo-

nas en el Atlántico, en el Pará brasilero, es una imagen que se queda con uno. Me ha gustado embelesarme con mitologías, y creo que ese lugar merece un adjetivo como pocos: titánico. Uno no sabe muy bien cuándo esas aguas, las del río y las del mar, comienzan a encontrarse, a confundirse, a arrastrarse; el caso es que de pronto las olas se levantan como paredes, altas, gruesas, alebrestadas por el viento. El buque en el que iba aquella vez, para mil quinientos pasajeros, uno de los más grandes, subía y bajaba como mataculín. Los que primero hacíamos el viaje, como yo, veíamos con emoción y pánico ese paisaje, pues las orillas se alejaban cada vez más, y solo imaginarnos en el agua, con esas corrientes y distancias, nos hacía temblar las piernas. Los veteranos de la ruta, en sus hamacas, se mecían con el movimiento; esa fue, lo supe después, una de las primeras muestras del envidiable relajo brasilero, al menos el nordestino. Pero junto a esa desembocadura hay algo más que recuerdo con más igual o más intensidad. Se trata de los camarones de agua dulce. Los vendían los indígenas: aparecían como de la nada en sus canoas, entraban al río para acercarse al buque; salían de esos cientos de caños que alimentan al río, y asimismo regresaban a ellos, era como abrir y cerrar una cortina. En muchas ocasiones, según el trayecto, creí ver familias enteras de diferentes tribus. Y a pesar de que vendían esos camarones bien baratos, éramos pocos los compradores; a muchos vi comiendo la sopa

medio sintética que vendían recalentada en microondas en el buque, en tarritos de colores, con un pedazo de pan casi siempre duro; otros llevaban su comida y la iban preparando por grupos en rinconcitos. Desde el primer momento me lancé por los camarones. Uno no cruzaba palabras con ellos: mostraban con los dedos el número tres. Yo entregaba, entonces, tres reales, y me daban mi bolsa: ahí estaban, rojitos, cocinados a sal y agua, no más. Cuando abrí por primera vez mi tesorito descubrí a unos deliciosos animales que me supieron a gloria; los comía pequeñitos, jugosos, pues dejaba los más grandes como postre. Una vez, recuerdo con la boca hecha agua, venía uno del tamaño de mi mano: fue como un regalo de los dioses de la selva, me sentí bendecido; ni quería comérmelo, solo llevarlo conmigo como compañero, hablarle, consentirlo, pero la tentación fue más grande y lo devoré poco a poco. Durante cuatro días que duró el viaje de Manaos a Belém, esa fue mi comida: camarón y cerveza. Los amigos y conocidos que día a día tenía, entre la confianza y el idioma que se aflojaban en mí, insistían ante mi glotonería camaronera: “você nem sabe, vai devagar com esses animais aí, eles podem fazer mal pra barriga”.1 Pero la verdad sea dicha, no tenía motivos para enfermar: la alegría de mi viaje ante la incertidumbre de lo nuevo, la euforia de reconocerme un pequeño aventurero que había dejado todo atrás en busca de no sabía muy bien qué, ese vivir en tensión durante aquellos días fue como una protección. Quería tragarme ese mundo amazónico y también ser tragado por él. Es curioso, no es fácil encontrar en los relatos de viajes grandes o pequeños episodios de enfermedades de los mismos viajeros (aunque los hay, por supuesto); la impresión que tengo

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Santiago Vélez. Mediterráneo. El mar que se convirtió en frontera. Escultura en alambre de púas. 7 x 50 x 5 cm. 2018

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es que hay tanta vida volcada hacia afuera, que esa intensidad funciona a veces como antídoto; solo a veces, digo. Y después entendí también, con el tiempo, que viajamos sobre todo con el cuerpo, que el viaje mismo es el cuerpo y que son las ideas las que cambian (cuando lo permitimos), pero sobre todo la sensibilidad. Por eso, cómo no creer que Odiseo lloró cuando se supo en las playas del país de los feacios, después de sobrevivir a tremendo naufragio.

2 Ríos, viajes y literatura: mezcla fascinante. Basta revisar narraciones, reales e imaginarias, para construir una colorida antología de ríos originarios y fuentes de vida, a veces como aguas de pasaje o como final de un destino. El Aqueronte, por ejemplo, es una poderosa metáfora del dolor con sus almas ahogadas y deterioradas en sus honduras. El Apaporis, sinuoso, demorado, guarda secretos de una primera madre, protectora de cielos y tierras. El Danubio, narrado por Claudio Magris, arrastra un pasado, y en su corriente lleva la construcción cultural e histórica de uno de los rostros de Europa: el este. El río de La Plata, confluencia de muchos más (del Paraná y del Uruguay), es para Juan José Saer, en El río sin orillas, la suma Diciembre | 2018

de una identidad que se diluye, escurridiza, en las tierras del sur. El Xurandó de La nieve del almirante de Álvaro Mutis no esconde más que trampas que son reflejo de las sombras y melancolías de quien se entrega a él, Maqroll. El Magdalena de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, “turbio y parsimonioso”, es testigo y escenario de un conmovedor amor, pero también es depositario y tumba de masacres e injusticias en los relatos y crónicas de La tierra del caimán de Alfredo Molano Bravo y María Constanza Ramírez. Quizás no haya río más poderoso en la literatura que aquel río africano de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad: “[...] era tan fácil perderse en aquel río como en un desierto, y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiempo contra los bancos de arena, hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas..., en alguna parte..., lejos de todo..., tal vez en otra existencia”, cuenta aterrado Marlow, mientras se adentra en la selva a través de esas aguas espesas; si los mares de Odiseo o de Simbad eran atroces o despiadados, si los de Colón o Magallanes eran indomables, este río de Conrad adquiría, como metáfora, un categoría superior: lo indescifrable; por eso, nos hipnotiza todavía. Al menos en nuestra literatura colombiana de viajes, esa


sigue siendo una de nuestras deudas: regresar a nuestros ríos, conocerlos más, narrarlos. Son nuestras aguas vitales.

3 Pensadores, humanistas de todas las épocas, filósofos, artistas, han tratado de responderse de dónde proviene esa necesidad apremiante de viajar, de moverse de un lugar a otro en busca de horizontes. Hans Blumenberg, en Naufragio con espectador: paradigma de una metáfora, se arriesga con una explicación provocadora: el hombre conduce su vida y la construye sobre tierra firme; sin embargo, también ha venerado la metáfora de la navegación arriesgada. No es que se conciba a la vida terrestre como una negación, sino que se necesita de la vida marina para poder completar la existencia en tierra. Y ese punto medio que es el puerto, umbral de tránsito entre el abismo y la planicie, entre la temeridad y la seguridad, representa la otra metáfora, decisiva y misteriosa: es allí donde la vida se mueve o se aquieta. Estar en el puerto y contemplar ese horizonte sin asidero, o entregarse a él, es lo que definiría un carácter, una forma de ser. No es gratuito que tres relatos fundacionales (los de Odiseo, Jasón y Eneas) se decidan en el mar, y que sea el mismo mar (los ríos y las aguas) el espacio de otros tantos relatos de viaje. Y solo por el gusto de arrastrar esas bellas y contundentes ideas de Blumenberg a la vida que vivimos todos los días, para darles un sentido carnal, diría que eso fue justamente lo que vi, a veces con naturalidad y a veces con estupor, en mis años de infancia en Urabá, donde nací. Sentía, por esa carretera que atravesaba toda la región como una cicatriz, que se trataba de una tierrapuerto, entre caminos, montañas, ríos y mar (o golfo, para ser más preciso); que los que se iban de la región, aunque no volvieran, alimentaban esa trasgresión de límites; incluso, los que se quedaban o los que llegaban parecían comprender muy bien que en esa regiónborde también florecían las raíces a pesar de

la historia de violencias. En fin, que la vida no para de moverse, aunque uno permanezca en un mismo pedazo de tierra (que luego otros podrán arrebatar, con papeles, armas o dinero). Y eso también lo vi, y lo sigo sintiendo todavía, porque crecí al lado de un río, en una finca del corregimiento de Zungo, Carepa, hoy en día casi ya sedimentado por la contaminación. Es extraña la sensación de un río: está ahí, en un mismo lugar, pequeño o desbordado, pero no se detienen sus aguas. Imagino que aprender de la naturaleza requiere de una observación que la mayoría hemos olvidado o nunca hemos tenido; no en vano, el pensamiento presocrático necesitó de tantas imágenes con el fuego, la tierra, el aire. A lo que voy es que, de niño, le preguntaba a Magnolia, la nana negra que me cuidó, que si el río dormía en la noche como los demás, que si descansaba de andar, y ella, sabia de la vida, me decía que sí, que hasta roncaba pasito, solo que lo hacía a raticos cuando no veía a nadie cerca. Por eso, cuando conocí la metáfora de Heráclito, muchos años después, no pude más que sonreír (pasito, también, para no ganarme burlas) ante una obligada pregunta: en qué río se bañaba tan respetado y “oscuro” filósofo, pues su río nunca se detenía, no dormía. Busqué la respuesta en Diógenes Laercio, pero ese chisme no estaba en sus Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, nadie le contó o en ninguna parte lo leyó, no aparecía el nombre de ese río. Sea como fuere, cómo restarle razón a Heráclito: los ríos son el movimiento, son la vida. Ellos mismos son el viaje. Y el Amazonas y el Zungo conforman mi relato.

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Nota 1 No sabes, ve despacio con esos animales que te pueden caer mal.

Juan Felipe Restrepo David. Candidato a doctor en Humanidades, Universidad EAFIT.

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Cartas cuiabanas Pablo Santamaría Alzate

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Santiago Vélez. Aquí no se moja nadie. Video Instalación: Proyección de video, molas y plasmas. Medidas variables. 2015

Estimado lector, quiero compartirle una se-

lección de cartas personales que contienen crónicas viajeras e impresiones de inmersiones etnográficas sucedidas durante casi dos años de estar deambulando por la región centro-oeste del Brasil, adonde me fui desde febrero de 2016 con propósitos académicos y de donde volví en diciembre de 2017. Estas cartas, si bien las orienté para los más queridos, para este número en particular recopilo aquellas escritas para mi amigo y colega Juan Carlos Orrego Arismendi, a quien me unen, entre otros intereses académicos, el gusto por la literatura de viaje y los interrogantes por las formas narrativas con las que se escribe la antropología. Diciembre | 2018

Sólo por haber enviado desde la capital del estado de Mato Grosso las cartas a las cuales me refiero, las he tenido por llamar “cartas cuiabanas”. Aquí, pues, una muestra de aquellas líneas.

Noviembre 1 de 2016 Viajar, además de implicar una experiencia con el espacio, en la distancia, también implica una relación con el tiempo, en la añoranza. Es en esa deslocalización donde el viaje se constituye en ontológico para quien lo afronta. Mi caso no es diferente. En este viaje he tenido la posibilidad de experimentar lo que no tiene


nombre ni razón de ser en nuestro universo cultural, pero que en la complejidad del mundo y de sus gentes constituye un cotidiano, naturalizado para ellos, exótico y hasta insólito para mí. Un caso que le puedo mencionar por ahora es Queréncia. Este es un municipio del estado de Mato Grosso y se ubica al noroeste de la ciudad de Cuiabá en la región denominada Araguai. Queréncia fue fundado en un baldío por una cooperativa de trabajadores que decidieron juntar sus ahorros y originar allí un poblado de producción agrícola. La espontaneidad con la que se creó legalmente esta cidade es la que me llama la atención, pues es como si presenciara en tiempos terrenales “los orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado” con los que especulaba Engels (1884) e incluso los mismísimos Hobbes y Locke. Queréncia, que desde 1991 es municipio, contaba hasta el 2006 con 4.060 habitantes y su vocación productiva, desde esa época para acá, es básicamente el monocultivo de soya que vende exclusivamente a los chinos. Esto le ha granjeado a Queréncia una rápida y creciente prosperidad que sus pobladores pretenden endogámica, pero ya se han acercado peligrosamente inmigrantes del sur del estado amazónico a buscar trabajo. Para Queréncia, la prosperidad de su nacimiento ha devenido, en su presente, en temor y paranoia colectiva por causa de la crisis migratoria. Parece que ahora ningún ciudadano confía en su vecino, sobre todo si es indígena, negro o pequeño propietario. Mientras en la iglesia y la escuela se siente la ausencia de concurrentes, en las dos tabernas del pueblo aumentan los juerguistas. Dos de las cuatro familias pioneras migraron a Manaos para buscar mejor destino. Los más viejos del pueblo (que en este caso es un decir) ven a Queréncia amenazada por los inmigrantes (solteros, indígenas y negros), por la creciente parcelación de latifundios, la participación de los recién venidos en las decisiones públicas, la proliferación de credos y la ideología de género. Parece como si Queréncia fuera, sin quererlo, un experimento sociológico por aceleración

de partículas. A finales del mes de noviembre viajaré para tener mayores detalles del caso. Todo aquello que le cuento es producto de largas conversaciones con Gerda Longsdorff, descendiente de alemanes y quien, junto con su marido, fue una de las cuatro primeras familias fundadoras de la municipalidad. Pensando en paralelo, recordé que La Pintada vio la luz como municipio en 1997, a partir de un poblado que pertenecía a Valparaíso, si no estoy mal, y se fue engordando por la presencia de colonos desde finales del siglo xix. La Pintada es, entonces, el municipio más nuevo de Antioquia y, creo, de Colombia (diferente a Gramalote, que les tocó moverlo por inestabilidad del terreno), pero su fundación no se dio en un espacio vacío del mapa o a partir de un baldío (término que alude irremediablemente a la nada), sino que se fue dando despacio a partir pobladores que talaron y sembraron en la nada hasta hacerla habitable. No hay comparación pues entre La Pintada y Queréncia, cosa que refuerza la particularidad novelable de este último (por lo menos para mí).

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También pienso que quizás esté sobredimensionando el asunto, y esto de poblar, fundar y pervertir sea más común de lo que yo me imaginé, pero es que la verdad, en mi condición de arrojado al mundo, me tocaron ciertas cosas fijas y bien establecidas, no apenas como proyecto o posibilidad. Quizás fui víctima del impresionismo que es común al peregrino, o de mi ignorancia en ciertas cosas de la vida; o, mejor aún, víctima de un superávit de marco teórico. Voy a Queréncia con la idea de conocer el Parque Nacional Indígena de Xingú, que es su frontera vecina por el norte. Tengo la ilusión de retomar el contexto de unas fotografías de la célebre expedición Rondón. Luego le cuento. Y sí, cuando se viaja se vuelve otro. Un abrazo desde el Centro Geodésico de América del Sur (CGAS). 2018 | Diciembre


Noviembre 11 de 2016 Espero que este monólogo epistolar no le sea del todo fastidioso. Escribo, sólo para no morir del tedio gozando con la manera de tejer algunas oraciones, también porque el viaje estimula la palabra. Leímos a Gregorio Hernández de Alba en el 2007 animados precisamente por esa concomitancia entre el viajar y el escribir que vadea la antropología. El asunto me quedó gustando. De mi parte, basta saber que caí a los pies de la literatura de viaje con Cabeza de Vaca. Sé que mayores cumbres literarias se desenredan en situación de viaje, pero fue con el jerezano con quien reconocí la capacidad ontológica tanto del periplo como de la alteridad. Digamos pues que el que viaja tiene mucho por contar y el que se queda tiene mucho por oír, pues con el tiempo la realidad de quien se afinca se va achatando por el peso de la costumbre.

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También le cuento que estoy escribiendo las líneas sugeridas para Universo Centro, invitación que le agradezco, pero también me permito escribirle, al margen, estas cartas que son más sueltas y confiadas; mejor dicho, son infidencias de viaje. También le agradezco el leerlas. Mi privilegio ha sido, no sólo llegar a este país tropical y bipolar, sino recorrerlo. Por ejemplo: el estado de Mato Grosso, cuya capital, sabemos, Cuiabá, cuenta con cuatro escenarios ecosistémicos: Amazonía al norte, Cerrado en el centro sur, Valle de Araguaia en el oriente y Pantanal en el noroccidente. Cada uno de estos ambientes, además de tener flora y fauna distintos, caracteriza gentes peculiares. El Cerrado es un ambiente de llanura ondulada, extensa como el mar. El paisaje se me antoja desértico, muy rojizo de tierra, con maleza alta y arboles bajos. Las alimañas de por acá, inteligentes, tienen hábitos nocturnos por adaptación al clima, precisamente para huirle al tueste bajo sol. Cuiabá, por ejemplo, es canicular, pero

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cien kilómetros más al norte la temperatura es más apacible. La diferencia entre Cuiabá y la zona rural en la región norte de Cerrado es tan sólo de trescientos cincuenta metros altitudinales, lo que baja la sensación térmica unos dos o tres grados. Para muchos, la capital de Mato Grosso es un crematorio debido a la ausencia de árboles y a la contaminación del aire por los autos, situación que ha subido las temperaturas paulatinamente en los últimos ocho o nueve años. La verdad, no creo ninguna de esas explicaciones, pues hace ya ochenta y un años, cuando había más árboles y menos carros, el mismo Lévi-Strauss lamentaba su suerte al deambular por la región “[...] en marcha unánime hacia la calcinación”. Cuiabá y todo el Cerrado son el ante jardín de la paila mocha. Y justo a 120 kilómetros al norte de Cuiabá, en la mitad del Cerrado (que es como la mitad de la nada), queda el poblado de Bom Jardim, localidad que sólo parece tener existencia cartográfica, pues en terreno solamente vi dos casas, una bomba de gasolina y un restaurante bajo techo de paja: el del Chapulín del Cerrado. El Chapulín es pues nacido y criado en Bom Jardim y, dice, en sus cincuenta y ocho años de vida ha visto crecer y desarrollarse a cidade de seu coração: de una casa de paja pasaron a tener dos de material; en una antigua misión evangélica acomodaron una bomba de gasolina; al lado del río Nobres (que cruza la ciudad de norte a sur) hicieron recientemente un caspete para los turistas a modo de vestier. Según Eliane, esposa del Chapulín y oriunda de esta tierra, en Bom Jardim tienen a la pujanza por valor moral y el progreso material como estandarte. Por eso decidió apoyar la innovación de su marido en la construcción del primer y, hasta ahora, único restaurante de la ciudad. Su clientela consiste en las únicas dos familias vecinas y el administrador de la gasolinera; también se sientan en sus bancas los turistas despistados. En el restaurante sólo se sirven almuerzos y el menú ha variado poco


desde que se fundó el ramal hace tres años: arroz, fríjol, farofa de banana, carne seca al sol, gallina criolla (en exceso pequeña), cebolla y tomates crudos a modo de ensalada. Pescado apanado se hace sólo el último sábado de cada mes, evento que es casi un festejo patronal en el pueblo. La precariedad del establecimiento y la rutinaria gastronomía no amaina el interés de las gentes de Bom Jardim por ir al restaurante del “Chapu”, pues, a mi juicio, la virtud del bufé radica más que en cualquier otra cosa, en su conspicuo dueño. Él, ataviado como el Chapulín Colorado, acompaña la yanta con bromas, chistes y cantos de vaquería. Gusté de la escena por encontrarla un tanto extravagante, y me sorprendió que también los comensales locales gozaran de ella, a pesar del peso de la costumbre. Todos en Bom Jardim saben quién es el Chapulín Colorado y que este inspiró a Idoriel Silva su imitación, por parecido físico, pero a pesar del culto a Chespirito que se prodiga en tierras brasileras, en Bom Jardim prefieren la imagen de su propio bufón a la del gamonal azteca. El Chapulín del Cerrado se parece en alguito al de Televisa. Ambos tienen una cara ovalada a lo alto donde les flanquea una nariz aguileña delgada y unos cachetes a modo de paperas. Los dos, también, a falta de pecas en las mejillas se las pintan. Son de baja estatura y de contextura menuda; quizás el mexicano sea un poco más delgado. Tal vez la diferencia radique en que el traje del Chapulín del Cerrado inexplicablemente sólo le llega hasta las rodillas; yo creo que, por el calor, sería imposible vestir de rojo y amarillo desde la punta de las antenitas hasta el dedo gordo del pie. El “Chapu” quiere ser prefeito (alcalde) de su municipio. Él es conocedor del tedio que aqueja a sus conciudadanos. Si pudiera, votaría por él. Un abrazo.

Santiago Vélez. Aquí no se moja nadie - Río Atrato. Mola tejida por mujeres de la comunidad Tule Kuna. 95 x 95 cm. 2015

18 de noviembre de 2016 Con las “cartas cuiabanas” pensará usted que invierto mi tiempo en aventuras por el territorio brasilero. En circunstancias de viaje, es permitido cierto nivel de riesgo para animar el desarraigo, como también el ejercicio libre de la pluma para mitigar el tedio. Pero no todo es acontecimiento y peripecia. Como usted, también gusto de la vida sin alteraciones extravagantes, y quizás me anima uno que otro sobresalto moderado. Lo narrado en cada carta ha sido, por demás, una serie de verdaderos sucesos, llamativos, pintorescos, nuevos, pero no todo es azaroso y poético.

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Digamos pues que mi vida en Brasil no es homologable a la de Hemingway en África, pero tampoco es la misma vida de Ulrich en Kakania. Las cosas han pasado a su ritmo y con cierta austeridad, pero cuando algo extraordinario ocurre, lo he gozado, así venga con algunos peligros. Por ejemplo: bañarme en el río Paraguay es la cosa más imprudente que he hecho en mi vida. Agrava la situación reconocer que tal 2018 | Diciembre


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indiscreción fue ejecutada luego de haber visto cómo dos kilómetros río arriba se vertían cántaros de aguas texturizadas color ceniza a su caudal. Esto fue en jurisdicción del municipio de Cáceres, en el centro-oeste del Estado de Mato Grosso, en el ecosistema denominado Pantanal. Fui a dar al sitio por invitación de Dorisvaldo Figuereido, historiador y profesor universitario que tiene una pequeña roza en las vegas del río. En los planes de Figuereido con el río estaba sólo visitarlo para tomar unas fotografías del atardecer, pero cuando vio que mi camiseta estaba extendida en la horqueta de un palo, se limitó a decir: “¡¡¡fique a vontade!!! (para el caso se puede traducir como “usted verá”).

su lugar en el mundo. Lo sabe porque ha reconstruido con rigor de historiador los pormenores de expediciones y viajes que han transitado por el municipio de Cáceres: expedición RooseveltRondón en 1913-1914; Mato Grosso Expedition en 1931; exploraciones de Lévi-Strauss por la zona de Pantanal y del alto río Paraguay en 1933; así como el paso de Antonio Senatore en su viaje etnobotánico hacia la Serra do Roncador en 1937. Era sorprendente escucharlo hablar con un detalle casi familiar de cada uno de estos periplos. A cada viajero le observaba alguna tontería cometida en campo y de ella se burlaba con gracia. Esta sutileza la entendí (aunque callé) como reprobación a mi insensatez.

En la mojada, corrí otros peligros involuntariamente; aunque luego, en reposo, enumeré uno a uno los seis o siete riesgos de los que me salvé. Ninguna amenaza corría por cuenta de la fuerza de las aguas, pues esta parte del río es pasmada como el ambiente anegado del Pantanal. Cualquier posibilidad de apuro implicaba alimañas: venenosas rayas de río; ponzoñosas serpientes de agua; jacarés (caimanes) de dos metros que merodean las orillas; se mentó también que la onza pintada (jaguar) gusta de cazar animales pequeños en el río; no menos agradable es el candirú, pececillo minúsculo que gusta de instalarse en la uretra, y, allí, cándido, explayar sus aletas espinosas; había también, en un ramal seco, dos avisperos grandes que no había identificado al principio. Un ímpetu inédito, casi etnográfico, me empujó a lanzarme al agua para experimentarla, quizás con el único objeto de tener algo para contar a mis paisanos en Medellín. Nada bueno dejó semejante pendejada. El agua era caliente y turbia. Duré con el agua al cuello no más de dos minutos. Cuando volvimos a la cabaña de Dorisvaldo tomé un baño bautismal.

De la cantidad de viajeros, exploradores y pillos que mencionó Dorisvaldo, uno me quedó sonando: Alexander Solón Daveron. De él se sabe muy poco, a pesar de que fue el único de los viajeros que llegó a Cáceres para quedarse. Fue el médico oficial de la Mato Grosso Expedition (1931), excursión norteamericana que, so pretexto de hacer una película sobre la vida salvaje brasilera, permitió reunir muestras de la legendaria planta Poaia (Psychotria Ipecacuanha) para ser analizada y sintetizada en laboratorios. La película se filmó con éxito, aunque fue un fracaso en taquilla: Mato Grosso, the Great Brazilian Wilderness (https://www. youtube.com/watch?v=UVRnsKJr2h4) Por su parte, de la Poaia sólo queda el recuerdo en fotografías y dibujos botánicos, pues la matica resultó ser casi milagrosa, y fue barrida de las laderas del río Paraguay.

El profesor Figuereido es un tipo prudente, y nunca mencionó nada respecto al chapuzón. Él sabe que los extranjeros son seres negligentes que gustan de azuzar el peligro para encontrar Diciembre | 2018

Algunos dicen que Daveron se quedó en Cáceres para garantizar el negocio de la Poaia; otros, como Dorisvaldo, piensan que el gringo (como le llamaban en el poblado de marras) se quedó para gozar de la soltura erótica de los cuerpos tropicales en una posible condición de homosexual, pues no se le conoció mujer alguna, y a su hacienda, que es la más grande de la ciudad, sólo iban muchachos morenos corpulentos que decían ser peones. El profesor


Figuereido y yo coincidimos en que el personaje merece una pesquisa mayor. En 2014 declararon las ruinas de la hacienda de Daveron patrimonio cultural municipal y, por tanto, es paso obligado para turistas. La otra cosa para ver en el pueblo, según las guías, es el frigorífico de Jacarés, el más grande de Latinoamérica. Para el viajero, ambas opciones son en exceso triviales, pero la segunda es básicamente vulgar. De igual forma, el río sigue siendo una alternativa. Un abrazo.

Diciembre 11 de 2016 Por obra de la fatalidad se reconoce tarde lo que más complace. Me refiero a las personas y no a las cosas. Cuando se está lejos de los queridos, y quizá envuelto en dificultades, las llamadas telefónicas son insuficientes, y la virtualidad un mero artificio. Enfermar lejos de casa, por ejemplo, aguza la añoranza: La semana del 21 al 26 de noviembre fue la más caliente que he vivido en cuerpo presente, y una de las más tórridas que ha tenido Cuiabá en los últimos cuatro años. Sufrimos, pues, unos cuarenta y dos grados de temperatura, cinco más que la zona declarada como febril en el termómetro. Cuiabá, ya lo sabe, es como un crematorio, particularidad que hace que la vida no se desarrolle en las calles sino en el interior de locales, donde es posible, bajo sombra, disfrutar del aire acondicionado o, mínimo, de un ventilador ruidoso. Parece que el clima ha llegado a ser peor en años anteriores, pues además de alcanzar los cuarenta y cuatro grados centígrados, el nivel de humedad ha sido inferior al 15 %. Los únicos que encuentran gustoso este clima son los meteorólogos de la nasa, pues, así como en Mojave, es posible hacer experimentos por analogía sobre las posibilidades de la vida en Marte y Venus.

Digamos pues que el calor se enconó por esos días, situación que me ocasionó, en virtud de la falta de costumbre, una reacción corporal (¡¡¡que desdicha!!!) semejante a la combustión. Fiebre de treinta y nueve grados alcancé a tener al mediodía del jueves 24 de noviembre, condición que, además del ambiente que superaba en un grado mi nivel de calentura, pintaban una escena casi dantesca. Cosa rara, pero cuando todo esta tan caliente (uno y el ambiente) se ve en tonos rojos y amarillos, como medio luciferino, y siente un sutil olor a chicharrón. Súmele a la fiebre el malestar y la debilidad de un agónico. Amainar tal estado no fue posible, pues realmente estaba más fresco el ambiente entre mi ombligo o mis axilas que bajo la sombra del árbol de cajú que tenemos en nuestro patio. Ni modo, resignación. Ese jueves dormí desde las 11:00 a. m. hasta las 4:00 p. m. con algunos intervalos de lucidez. Me puse el calzoncillo más pequeño y delgado que tengo, pues no podía desvestirme completamente porque, le cuento, vivo con dos compañeras de viaje. Me tiré en el piso del patio interno, después de regarlo con una manguera. Sobre el piso mojado (no húmedo) puse una sábana. Me acosté sobre la charca y, para mayor frescura, me puse otra sábana mojada encima. Tenía un ventilador soplando de sur a norte y otro de norte a sur. Dos acetaminofenes complementaron esta improvisación terapéutica que de nada sirvió.

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Los que me conocen saben que no tengo por primera opción visitar los hospitales. Esa tarde del 24 fue imposible no pensar en la ayuda médica. Moribundo, en la noche, luego de que llegara una de las colegas, le pedí que me llevara al hospital. En el carro de Débora (gran amiga cuiabana + carro) hicimos el paseo de la muerte visitando tres hospitales y un pronto socorro (urgencias). Solamente en el policlínico de Cuiabá recibí atención, junto con dos heridos de bala, cuatro pleiteantes, dos mujeres en embarazo y un niño de abdomen 2018 | Diciembre


Santiago Vélez. Puertas al mar. Estrecho de la Florida. Fotografía. 77 x 116 cm. 2017

12 exageradamente abultado. A pesar de otras urgencias, fui atendido en quinto lugar por dos razones: 1. Por el cuadro clínico que presentaba, había una gran probabilidad de tener circulando el virus del zika por mis venas. 2. Porque tenía recién sacado, plastificado, aún brillante y legible, el carnet del SUS. Por precaución, el padre-profesor y colega del Instituto de Antropología de la Federal de Mato Grosso, Aloir Pacini, luego de llevar dos semanas de clases (de eso hace dos meses), insistió en la inscripción ante el Sistema Único de Salud (SUS), programa de cobertura nacional y gratuito que en el papel funciona a la perfección. “É melhior ter isso que nada; ¡¡nunca se sabe!!”, decía Aloir. Aquí, como en Colombia, ni el oro paga un buen servicio de salud, sobre todo en nuestras latitudes semialimentadas de malsanas costumbres corporales y de ningún hábito de prevención. Diciembre | 2018

Pocos tienen un carnet de SUS legible, obra de la billetera en fricción constante con la nalga derecha. El carnet del SUS es un papel simple y sin gracia que un funcionario imprime luego de escribir algunos datos en su computador. La gente lo dobla y lo mete en su cartera. El calor y la humedad hacen lo suyo para borrar algunas letras y números importantes. Así pues, en el Policlínico de Cuiabá, mientras confirman los datos del doente en un carnet ilegible, la cola se va extendiendo. El consejo de mi madre fue plastificar el carnet del SUS. En tres horas ya estaba fuera del dispensario. Un examen de sangre descartó el Zika. En dos días tenía la temperatura regulada y el paisaje cambió a verde por las lluvias de principios de diciembre que acá llaman “lluvia del cajú”. Estos chubascos cierran el pico de calor más alto del verano cuiabano. Tal bendición de la troposfera amaina la temperatura y hace brotar en algunos palos un fruto rojizo parecido en forma a una pera, muy aromático y pulposo,


brillante y grasoso de cáscara; maluquito de sabor y pastoso al paladar. El cajú (se lee Cayú) es el goce del cuiabano. Entre nosotros es simplemente un marañón y sólo comemos la nuez que le sirve de sombrero al fruto. Nunca salgo sin el carnet del SUS. Tampoco como cajú. Prevengo el Zika echándole arena a todo charquito que veo por la casa. Cosas del trópico. Un abrazo.

Enero 20 de 2017 Feliz año nuevo. Le robé unas horas a mi tránsito por Río de Janeiro para escribirle una carta cuiabana o, mejor, carioca, y así retomar estas líneas que tal vez tengan poco de interesantes, pero sí mucho de sentidas. No me arrepiento de haberle hurtado tiempo a mi presente en la ciudad del Corcovado para desenfundar unos párrafos, pues la verdad muchas veces encuentro mayor placer en recorrer los paisajes internos y perderme en geografías mentales, que peregrinar por los excesos semióticos del turismo vulgar. Río está lleno de lugares comunes. Incluso me atrevo a decir que desplumé a Cidade Maravilhosa de su afamada belleza natural y su misticismo etnográfico en el momento en que llegué por tierra. Quizá si el ingreso a la ciudad hubiese sido por el Santos Dumont o en barco (ambas entradas con vista al mar), la percepción sería otra. Viajar por tierra desde Sao Paulo hasta Río carece de poética (e incluso de antiestética, que es otra forma del sentir), pues las avenidas son vacías, higiénicas, planas, grises y desapasionadas como un domingo por la tarde. No recomiendo, en suma, entrar por tierra a Río, pues en algo mata el deseo. La rodoviaria (estación de buses) queda cerca del Maracaná, otrora templo del balompié,

ahora nido de palomas. Vimos salir del santuario del fútbol a un oportunista con algunos metros de cable de cobre recién cortados. En los alrededores del emblemático estadio abundan plantas de maleza que denuncian su abandono, pues luego del triunfo, por penales, de Brasil sobre Alemania en los Olímpicos de Río 2016, nadie le ha metido mano al estadio, sólo los ladrones. Desde el bus, cinco minutos después de pasar por este desengaño, y ahora en dirección a la playa de Botafogo, vimos el Sambódromo. La estructura del bailadero más grande del mundo la intuimos por el pasillo de medio kilómetro que compone su columna vertebral: todo acontece en su centro. Las gradas se miran de frente separadas por el corredor donde las garotinhas bailarán frenéticamente desde el 24 de febrero al 4 de marzo; desde afuera sólo se le ven las costillas de las gradas. Lo demás estaba todo vacío. No le quiero defraudar, y espero que no me vea como un viajero amargado, pero la verdad, por vicio, acostumbro a mirar críticamente los itinerarios turísticos fundados en la reafirmación del exotismo o del lugar común. Intento siempre un viaje más cercano a lo habitual-popular en el cual una aparente empatía émica1 se dibuje. Digamos que, en mi caso, desmitificar lo turístico me familiariza con el entorno, y tal vez perfile una mirada más honesta: “E eu, menos estrangeiro no lugar que no momento / sigo mais sozinho caminhando contra o vento [...]” Cantaría Caetano Veloso en “O Estrangeiro” de 1989.2

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Encontré maquillada la bahía de Guanabara. Con motivo de los Olímpicos, la prefeitura de Río decidió invertir una millonada en la compra de orquídeas tipo Laelia para enredar en el tronco de cada uno de los 845.637 árboles de más de ocho metros inventariados en el centro de la ciudad. Actualmente, la mayoría de plantas están sin flor y rumbo a la muerte por agostamiento. Tal desatino ha representado todo un galimatías para el sector público de la ciudad que cerró el 2016 y empezó el 2017 2018 | Diciembre


con tres escándalos financieros: Lava Jato, Odebrecht y ahora Laeliinae Lindl. Las playas de Río son de postal, menos la del barrio Botafogo que es una bahía de arena grisácea como las costas de Tolú; algunos yates de cierta pompa reposan en estas aguas espesas. El escenario, visto de lejos y con cierta velocidad, puede ser adecuado para la producción de videos de champeta o, en el mejor de los casos, para pintar al natural escenas náuticas como un impresionista gastado: “¡O pintor Paul Gauguin amou a luz da Baía de Guanabara!”,3 continúa Veloso. Parece ser que el alquiler de yates para primeras comuniones y matrimonios es el único lucro posible por estos días en las aguas de Botafogo.

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Copacabana e Ipanema son playas de litoral, miran hacia aguas continentales y tienen mayor ventilación. Estas riberas tienen de largo, en promedio, unos 3.2 kilómetros, y de fondo, unos cien metros de una arena blanca y de grano grueso como vidrio de parabrisas. El mar es picado y no da para nadar. Se hace el ridículo si se intenta bañarse en sus aguas, pues al instante se termina dando tumbos sobre la arena. Ambas costas son de surfeo, bronceo, voyerismo y tránsito. En toda su extensión se pavonean conspicuos personajes: bellezas inenarrables, prosaicas figuras, chabacanes Malibú Style. La prepotencia es moneda corriente en estas playas. En medio de tanta diversidad, todo parece predecible. Cosas del glamour playero. “¡O compositor Cole Porter adorou as luzes na noite / da Baía de Guanabara!”,4 entona Caetano. Al sur de la teatralidad en Copacabana e Ipanema se encuentra Barra de Tijuca, playa de mayor sosiego etnográfico y aguas apacibles. La arena de sus dunas, sin exageración alguna, parecen de azúcar morena. Provoca comerla a manojos. En Barra de Tijuca circulan vendedores ambulantes (venden bikinis, flotadores

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para niños, maíz tierno cocido, etc.) y es posible alquilar neumáticos de camión para surcar sus aguas. No sé si fue suerte o es que existe alguna condición atmosférica especial, pero en las tres veces que visité la playa ni una nubecita estorbaba en el cielo; en Copacabana e Ipanema sí; en Botafogo, ni que se diga. Al Corcovado y al Pan de Azúcar subí. Confieso la misma sensación de vacío que experimenté en la Piedra del Peñol; incluso, ambos monolitos, el Pan de Azúcar y el de Guatapé, en algo se parecen, lo que ventiló cierto aire de familiaridad y cercanía que rápidamente se me pasó. Desde estas cumbres sí que se ve la gloria de la bahía de Guanabara: bloques de roca desnuda que emergen del mar, un contorno de senos morenos y tersos mojados por el atlántico sur. Continúa Caetano Veloso: “O antropólogo Claude Lévi-Strauss detestou a Baía de Guanabara / pareceu-lhe uma boca banguela”.5 Desmitificar familiariza, serena la mirada y da a la palabra una presunción de honestidad. Un abrazo.

Notas 1 Emic y etic son términos de las ciencias sociales usados para diferenciar los puntos de vista del nativo y del investigador, respectivamente. 2 “El extranjero”, canción de Caetano Veloso. Los versos transcritos traducen: “Y yo, menos extranjero en el lugar que en el momento, / sigo aún más solo caminando contra el viento [...]”. 3 “El pintor Paul Gauguin amó la luz de la Bahía de Guanabara”. 4 “El compositor Cole Porter adoró las luces en la noche / de la Bahía de Guanabara”. 5 El antropólogo Claude Lévi-Strauss detestó la Bahía de Guanabara / le pareció una boca sin dientes”.

Pablo Santamaría Alzate. Antropólogo y profesor en la Fundación Universitaria Bellas Artes.


Camino de Santiago de Compostela en primera persona Alejandro Cano Arboleda

Hola Ferly, ¿qué tal? Han pasado años, ¿no?

Te quiero contar lo que ha sucedido en mi vida desde aquel primero de enero de 2013... ¡Uff! cómo pasa el tiempo, cómo pasa. Escúchame, solo escúchame, por favor. Tengo cosas interesantes que contarte y aunque seguro ya las sabes, me place y me tranquiliza que sea yo quien te las cuente. Esto, aunque parezca absurdo, fue una conversación, más bien un monólogo, que sostuve con mi amigo Ferly durante un lapso de casi dos horas, en medio de una oscuridad casi total, a las 5 a. m., en el trayecto entre O Porriño y Redondela, en la fría y lluviosa Galicia, España, durante mi Camino de Santiago de Compostela. Es absurdo, porque Ferly murió hace 15 años, frente a mis ojos, víctima de una “bala perdida” que encontró alojo en su cabeza de 18 años. Absurdo, porque les temo a los muertos, incluso a él. —“El camino de Santiago no son los kilómetros que recorras, son los que vivas. Este te sorprenderá, deja que lo haga...”. Estas palabras me las dijo y repitió Rafa, mi amigo del alma, este sí del mundo de los vivos. Un español de ojos azul profundo, barba abundante y una maravillosa ce, entre dientes, al pronunciar la tercera y la última letra de nuestro alfabeto. Cuánta razón tenía. Todo empezó un 24 de diciembre, después de soñarlo, planearlo, informarme y prepararme, cuando salí de casa con una mochila de 6.5 kilos, cargada con el contenido que diferentes tutoriales en internet me habían informado, ni más, ni menos; tal vez un poco más. Dos

cambios de ropa, zapatos para trekking (senderismo), muchas bufandas, muchos gorros, chubasquero, artículos de aseo, provisiones para el frío, un mapa de “El Camino de Santiago de Compostela, tramo portugués”, y otros tantos objetos más; eso sí, que no sobrepasaran la estricta norma de seguridad que afirma: máximo el “10% de tu peso”. El vuelo fue largo: Medellín, Bogotá, Barcelona, Madrid, 16 horas en las que le conté mi futura hazaña, a cuanto desafortunado interlocutor le correspondiera sentarse a mi lado. Llegué a Madrid y mi amigo Rafa estaba allí en el aeropuerto, por lo demás inmenso, esperándome. Después de un largo y fuerte abrazo, nos sentamos, comimos churro con chocolate espeso, para mí la más maravillosa combinación gastronómica española, y mientras disfrutábamos de aquella delicia, él me daba recomendaciones de experiencias adquiridas durante las seis veces, una de ellas por mí, que ha recorrido los caminos de Santiago, que son más de 40. Rafa me llevó al tren, y allí, con otro interminable abrazo, nos dijimos: hasta pronto. El recorrido, que duró ocho horas, fue desde Chanmartín, en Madrid, hasta Guillarei, en Galicia. La noche fue larga y el tren era antiguo y muy ruidoso.

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—¡Guillarei! —, gritó alguien a eso de las 8 a. m., aunque parecía que fueran las 5.a. m. Yo tomé mi pesada mochila, verifiqué no olvidar nada y me bajé. Saqué mi mapa y salí, no sin antes hacerme una selfi en aquella estación, en búsqueda de la Catedral Santa María de Tui, lugar donde inicia el Camino portugués en el tramo español.

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Después de una hora llegué a la Catedral, una imponente edificación estilo gótico, a reclamar, o más bien a comprar, la credencial (el pasaporte que me daría acceso a los albergues y a la preciada Compostela). Allí, quien supongo sacristán, un hombre de estatura media, blanco, de ojos azules enmarcados por unas pronunciadas ojeras, me dijo, sin darme siquiera la oportunidad de saludar: —¡Peregrino! —Sí, sí, pero, ¿cómo lo sabe? —pregunté. Él señaló mi poco discreta mochila, con una bolsa para dormir enrollada en la parte superior y ahí todo cobró sentido. —Sí, vengo por mi credencial —exclamé.

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—Son dos eurillos —me dijo, mientras ponía fuertemente en mi credencial el que sería el primero de muchos sellos. Pagué y abrí la puerta, no sin antes escuchar aquellas dulces palabras que un peregrino novato como yo quería oír: —Buen camino, peregrino —exclamó, sin gritar, aquel hombre parco y frío. —Gracias —respondí, sin saber si era lo correcto, o tal vez amén o, no sé. Al salir de aquella Catedral, con mi gran mochila y credencial-pasaporte, me sentía especial, único, hasta un poco vanidoso. Iniciaba mi camino. Apareció la primera flecha amarilla, mi primera flecha amarilla, allí, a una esquina de la catedral, tímida, descolorida, casi imperceptible. A esta flecha le siguieron otra y otra y otra más, llevándome por autovías, senderos, montañas, pueblos, riachuelos y toda suerte de sorpresas interminables. Las flechas podían aparecer en árboles, paredes, losas, mojones (bloques de

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cemento); siempre tenía que estar atento para no salirme de la ruta y perderme. Los pasos se volvían metros y los metros kilómetros, y, aunque los paisajes, los monólogos y la meta hacían olvidar por momentos lo que faltaba para terminar, los mojones, cada cierto tiempo, se encargaban de recordármelo: 119 kilómetros, 115, 110... la soledad y, tal vez el miedo a mí mismo y ese otro miedo que confesé al iniciar este escrito, me llevaban no solo a conversar con seres del más allá, sino conmigo, mi más firme compañía. Ahí el camino era más llevadero. Las noches eran aquellos momentos de descanso, no solo del cuerpo sino de la soledad. Pequeños albergues equipados con lo básico: una cama, sábanas desechables, baño y, a veces wifi, estaban dispuestos para la llegada de los agotados peregrinos. —Buenas noches peregrino, necesito tu documento de identidad, credencial y seis eurillos —afirmaba el conserje de uno de los albergues, el primero, el de O Porriño. Había una tendencia generalizada a poner en diminutivo aquella moneda que, para nosotros los colombianos resulta tan costosa de conseguir, los eurillos. —La hora máxima de entrada es a las 9 p. m. so pena de quedarse afuera. Está prohibido beber alcohol, fumar y otras cosillas más en el albergue —vuelven y juegan los diminutivos. Todo este check in terminó con un gran matasellos, muy parecido al de los oficiales de migración, con el que dejaba constancia en la credencial-pasaporte, de mi paso por allí. No solo los albergues ponían su sello en la credencial, cualquier lugar que visitaba durante el camino certificaba, con un sello, mi paso por la ruta establecida, única manera como en la Catedral de Santiago de Compostela verificarían


la auténtica peregrinación, a pie, del peregrino, para luego entregar el certificado mayor, la Compostela. Panadería Paso a Nivel, Chóles Churrasquería, Cafetería Luya, Bar Timonel y Café-Bar Rianxeira son solo algunos de los certificantes de mi peregrinar hacia Santiago. Mi camino, de 119 kilómetros tuvo varias sorpresas, de principio a fin, de aquellas de las que me hablaba mi querido amigo Rafa, sorpresas buenas, sorpresas no tan buenas, pero sorpresas, al fin y al cabo. En O Porriño, primera etapa después de Tui, conocí a Antonio, un hombre corpulento, de unos 50 años, proveniente de Portugal y miembro del ejército de ese país. Él, con un buen y lento español me acompañó durante la etapa siguiente, la más dura, Redondela y Pontevedra. En total fueron 33 kilómetros a los cuales mi rodilla izquierda les cobró factura. Al llegar a Pontevedra, el albergue estaba cerrado. ¿El motivo? pocas personas hacen el camino, como yo, en invierno. Antonio decidió buscar cobijo en una capilla en forma de vieira llamada La Peregrina y yo, cada vez más adolorido, pernocté en el primer hotel que encontré que, por cierto, se llamaba Madrid. Al día siguiente, el dolor fue peor, por lo que decidí darme de baja por ese día y brindarle a mi rodilla la oportunidad de recuperarse. Así fue; el descanso y las medicinas recomendadas por una boticaria que, de paso, estampó su sello en mi credencial-pasaporte, me permitieron continuar mi camino, ahora sin Antonio. La meta siguiente, Caldas de Reis —o Caldas de Reyes— trajo a una pareja de novios, brasileros, vivos, felices y sonrientes. Con ellos caminé muy poco porque, la verdad, quería continuar por mi cuenta, solo, con mis miedos y conversaciones. En el albergue de Caldas de Reis conocí a cuatro jovencitos, inquietos, preguntones, que estaban haciendo el camino en otra de sus modalidades: en bicicleta. Ellos, provenientes de

la ciudad de Vigo, me preguntaron por James Rodríguez, por Pablo Escobar, por el proceso de paz en Colombia, además de preguntarme, también, si era verdad que en Colombia odiábamos a los españoles por aquello del descubrimiento de América. Yo, por mi parte, los cuestioné por el independentismo catalán, la pertinencia de la monarquía en pleno siglo xxi y sus proyectos futuros. Sus respuestas, más que sorprendentes: —España es una sola, pero si ellos (Cataluña) quieren separarse, que lo hagan, pero en paz —dijo uno. —El rey nos representa mundialmente, como un canciller, consigue relaciones y dinero. Eso está bien, solo que nuestros padres no deberían subsidiar el armario de la reina —respondió otro. —“Quiero ser abogado”, “yo, periodista”, “yo, aún no sé” —respondieron finalmente.

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En el camino desde Caldas de Reis hasta Padrón conocí a Marcos y a su novia Zaida, viajeros, amigos de El Camino y altruistas de la Fundación Tus Castillos en el Aire dedicada a la educación, la infancia, la pedagogía y el desarrollo de la creatividad. Marcos me enseñó sobre El Camino, la política y la vida. Con él aprendí, por ejemplo, que en los años 80 solo caminaban a Santiago alrededor de 80 personas y que, hoy, son cerca de 300 mil; que la concha de vieira es el símbolo del peregrino y le identifica como tal, que El Camino de Santiago fue declarado patrimonio cultural de la humanidad en 1993, que peregrino es el que camina hacia la tumba de Jacobo (Santiago), romero el que va a Roma y palmero el que va a Jerusalén. Zaida, atenta, escuchaba sus historias y mis preguntas, opinando de vez en cuando, pero siempre pendiente de que todo estuviera bien. En Padrón, asistimos a parte de la misa de conmemoración del traslado del cuerpo de 2018 | Diciembre


Santiago a Compostela, hecho en el que, cuenta la historia, siete discípulos del apóstol trasladaron su cuerpo desde el puerto de Iria Flavia (actual Padrón) hasta la ciudad de Compostela, huyendo de la reina pagana Lupa, quien los perseguía, acusándolos de soberbia. Lupa, después de algunas manifestaciones milagrosas y “atónita ante tales episodios, se rindió a los varones y se convirtió al cristianismo, mandó derribar todos los lugares de culto celta y cedió su palacio particular para enterrar al apóstol. Hoy se erige en su lugar la Catedral de Santiago”. (www.vivecamino.com).

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Después de una larga noche sin conciliar el sueño debido a una peregrina que hablaba dormida, otro que se saboreaba y otro más que estornudó sin parar, o tal vez no por su culpa sino debido a mi cansancio o a la ansiedad de llegar a tierras santiagueñas, emprendimos camino Marcos, Zaida y yo, hacia el último y anhelado tramo: Santiago de Compostela. Los mojones, finalmente, mostraban números esperanzadores, 10 kilómetros, 7, 6, 5... la meta estaba cada vez más cerca y, con ella, el dolor de mi rodilla más intenso, a lo que Zaida respondió prestándome su bastón de trekking para que yo encontrara apoyo. La lluvia, el granizo y el viento no tuvieron compasión de nosotros en los últimos cinco kilómetros antes de nuestra llegada a Santiago; sin embargo, los enfrentamos y continuamos nuestro peregrinar. Al vislumbrar la Catedral de Santiago de Compostela, según la leyenda la morada de los restos del apóstol Santiago, el dolor y el cansancio fueron opacados por la necesidad de correr hacia la entrada de aquel templo santo, abriéndome espacio entre la multitud de turistas que esperaban recibir allí el año nuevo. Se veía uno que otro peregrino por ahí, entre ellos una italiana que conocimos en un bar-café en Padrón. Ella decidió hacer su último tramo en bus, esquivando la lluvia, el granizo y el viento.

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—No tiene mérito, no caminó todo el tiempo, tomó un bus —le dije a Marcos en voz baja. —Alejo, disfruta de tu camino, de tus 119 kilómetros, de tus experiencias, de tus superaciones, de tus recuerdos. Ella llegó más rápido, seca, menos cansada, pero con menos camino. ¿Quién lleva la delantera? —replicó Marcos. Fui corriendo, tanto como me lo permitía mi rodilla izquierda, a buscar la bendición y la Compostela. Cuando entré a la Catedral estaba finalizando la eucaristía y, aunque no fue tal y como lo soñé, un rito especial de bienvenida dedicado a quienes tanto habíamos caminado para llegar allí, la bendición con el botafumeiro (quizás el mayor incensario del mundo, encendido como un homenaje de la ciudad de Santiago al peregrino) o la lectura en público de los nombres y procedencias de los peregrinos, sentí mi llegada más que especial, al reconocerme un peregrino consagrado por El Camino que, como me lo dijeron Rafa y Marcos, es más que los kilómetros recorridos. El asistente del párroco me entregó la Compostela que, con un texto en latín, oficializaba mi peregrinar. A Marcos y a Zaida no los vi más, a Antonio tampoco, a Ferly le perdí el miedo y, de vez en cuando, le hablo; eso sí, rogándole que no me haga saber que está ahí. A los novios brasileños los encontré, cuando estaba caminando cojo por Santiago, orgulloso, con mi Compostela: feliz, mojado, cansado, con hambre, pero con el alma plena, satisfecha por el camino recorrido, que fue más de 119 kilómetros, fue encuentros, experiencias, miedos, recuerdos, lágrimas, superación. Fue vida. 25-31 de diciembre de 2017 Alejandro Cano Arboleda. Profesional adscrito a la Vicerrectoría de Extensión de la Universidad de Antioquia.


Miles de burros felices, pero... Carlos Sánchez Ocampo

Hay un animal cuya sola mención significa y

alude a dos cosas, cada una peor que la otra: bruto y trabajo agotador. Está tan desautorizado y tiene tan poco prestigio, que su solo nombre, sin ningún agregado, sirve para insultar a un ser humano: burro. Hasta hace poco, en la escuela básica se castigaba a los estudiantes disfrazándolos de tal. En mi escuela se ahorraron el disfraz, pero no la usanza comparativa, que venía a ser una manera calificada de emburrecernos (perdón, burros del mundo). El maestro aislaba al estudiante juzgado con la odiosa palabra —que entonces bastaba por disfraz—, y lo llevaba, agarrado de las orejas, hasta un rincón del salón. Sus compañeros dábamos vuelta en los pupitres, riendo o boquiabiertos de verlo así conducido. Con tales alusiones, extraña que una palabra tan acusada como aburrido y sus derivados no provenga precisamente de su castizo nombre. En general, cada que la palabra burro aparece hay que alarmarse. Siempre viene cargada con la imagen del exceso de trabajo y de alusiones a la doméstica humildad o a la escasez de entendimiento. No la exime la literatura universal: Esopo, Juan Ramón Jiménez, El asno ilustrado, El asno de oro, el burro de Sancho Panza, el de la virgen María. En Colombia no hay uno solo libre de trabajos: cargan agua, leña, piedras, arena, mercados, reinas de carnaval, vírgenes de Semana Santa y hasta son convertidos en bombas guerrilleras. En los ratos libres y para que no se guarden dudas acerca de sus múltiples aprovechamientos, los muchachos pueblerinos de la costa Caribe las convierten, a las burras, en escuelas de sexualidad. Las

Santiago Vélez. Símbolos patrios (bandera). Urna de vidrio, oro, mercurio y arena de mina. 25 x 35 x 6 cm. 2015

19 primeras novias o “Mariacasquitos” las llama la tradición. Por suerte, esta gente costeña es aficionada a las celebraciones y al ponderable objetivo de la diversión, y así inventaron el Festival del Burro. También los ennoblecieron, aunque cargándolos con la inestimable paradoja de una biblioteca, como está contado en crónicas y videos. Por toda Colombia he visto esos burros de mirada obligada con el suelo y un lacito humillante alrededor del lomo. No conoce otro destino ese burro colombiano que el gasto consecutivo de su vida sin ninguna acumulación para el futuro, que no sea la de su propio cansancio y vejez. Si supieran la vida buena de sus hermanos de Venezuela, albergarían una esperanza. Si supieran que, en la península de Paraguaná, bordeada por el mar Caribe en los cuatro horizontes, es tan fácil y estimulante ser burro, emigrarían todos. Allí no les fue tan mal echada la suerte. 2018 | Diciembre


humano. Al final, esos kilómetros de más en el tablero de sus cohetes rodantes pueden significar la desventaja de toda una vida para los burros salvajes.

Santiago Vélez. La frontera de cristal. Serpentín de vidrio. 40 x 40 x 120 cm. 2015

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Desde las carreteras que profundizan la península se ven las manadas de burros salvajes que pasan sus días en la más completa holganza comiendo cují, orégano y otros frutos silvestres de la sabana calurosa, y multiplicándose bíblicamente. Libres y triunfantes como si no fuera este un mundo de usos y abusos permanentes. Cientos de burros parsimoniosos y, al tiempo, alertas, aunque nadie los persiga. Supóngalos ramoneando a cien metros de la carretera, pisando con esmero y masticando con delicia. Basta detenerse para hacerles una foto. Ante la presencia humana, la manada interrumpe su pitanza y se arisca. Solo dar un paso para una mejor composición de la foto los hará largarse sabana adentro. En la fuga se ven airosos, desafiantes, convencidos de su ventajosa libertad y, se diría, conscientes de defenderla. Y no parten a galope, desenfrenados, empujados por el miedo, sino saltones y calibrando el peligro, como ladrones cínicos que huyeran riendo de algún perseguidor. Pero, y esto tal vez lo saben los burros colombianos, ese territorio feliz es un paraíso peligroso. Cuando cruzan alguna de las nuevas carreteras que recorren la península, no siempre les alcanzan tanta viveza y emancipación ante los carros conducidos por venezolanos, más orgullosos que ellos, bien que por motivo muy diferente: la velocidad. No les alcanzan esas cualidades abundantes porque los conductores están excedidos de ese orgullo

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La carretera que pasa por Adícora, un pueblo a orilla del océano, asumido por turistas y veraneantes como imprescindible es muestra constante de la maldición de ese paraíso. A trechos, la carretera está separada del mar por llamativas playas, apenas a unos metros de la ruta, pero ni el mar, con todos sus poderes desnudos y ofrecidos a quien sea que pase por ahí, borra la mueca espantosa de burros atropellados que se pudren impunemente en la banquina o sobre el pavimento ardiente. Salía de la península por aquella carretera. Al cabo de unos veinticinco kilómetros, había contado diecinueve cadáveres que agregaban al paisaje esa condición sin conveniencia para la utopía de los burros, y el sentimiento agobiante de transitar por ahí. Apuré ese tramo y su confusa circunstancia y entré en la autopista que se dirige por un lado a la refinería de Punto Fijo y por el otro a la ciudad de Coro. En Coro supe el origen de esos burros que, por ser tantos, mantenían una visión halagüeña de resurrección. Resultó que el factor del destino, que tan a mansalva los merma en las solitarias carreteras de la península, es el mismo que desde hace años les quitó de encima el montón de tormentos asociados al trabajo: el progreso. Los abuelos de estos burros silvestres también fueron usados en las bregas de carga, pero cuando aparecieron los carros y las motos, hechos para tiempos veloces y apremiantes que los burros no suplían ni ante los mayores azotes, los hombres los abandonaron y corrieron a conseguir sus aparatos motorizados. Fue entonces que los burros, ya libres, sin lacitos ni hombres en el lomo, lograron esa utopía que hoy perdura, amenazada. Carlos Sánchez Ocampo. Periodista y escritor.


Jacob Wainwright Pablo Montoya

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¿ e acuerdas de mí, Livingstone? Soy el único de tu caravana que sabía escribir. Cuando te encontramos muerto, fui yo quien hizo el inventario de tus pertenencias. Cuadernos de notas, cartas, un reloj, algunas armas, ropa, la Biblia, un termómetro. No te preocupes, todo lo he traído contigo, con tu cuerpo que cargamos durante casi un año. Pronto ya no estaremos juntos. Y debo aprovechar estos minutos para hablarte. Sé que nos reprochas el no haberte enterrado allá. En vez de cumplir tu deseo, decidimos, con Chuma y Suzi, tus servidores, llevarte a las costas de Zanzíbar y después embarcarte hasta Londres. Así lo hicimos. Te obedecimos durante los años que duró tu expedición. Aceptamos todas tus decisiones. Quisiste conocer las fuentes de los ríos, medir la extensión de los lagos, sumergirte en lo más profundo de las comarcas del Tanganika. Cuando te sentiste débil, te cargamos sobre nuestros hombros, en esos terrenos inundados, con el agua llegándonos hasta la cintura, sintiendo en nuestros pies la picadura de las sanguijuelas. Luego no pudiste caminar y te hicimos una camilla, y te llevamos adecuadamente. Morir era acaso la mejor suerte para tu cuerpo diezmado por la disentería. Pero te empecinabas en seguir viviendo. ¿Qué querías descubrir? Ríos, sabanas, lagos que nosotros ya conocíamos y que tú, asombrado, mirabas y bautizabas. Al Lualaba lo llamaste Webb, al nacimiento del Zambeze Fuente de Palmerston, Lincoln al Chibongo. Después fue la muerte, porque ya era hora, porque nosotros no queríamos resistir más tu agonía. Y arreglamos tu cuerpo. Te sacamos las vísceras. Te llenamos con sal. Lavamos tu boca y tu pelo con aguardiente. Te envolvimos en calicó y te construimos un ataúd con la corteza de un miyonga que cubrimos con alquitrán. Entonces sorteamos las aldeas. Enfrentamos el

terror supersticioso de muchos. Les hacíamos creer que llevábamos un equipaje de enseres y no un cadáver. Incluso hicimos varias veces, cuando se dieron cuenta, el simulacro de enterrarte para poder recibir la autorización de pasar por ciertos territorios. Si supieras a cuántos encontramos en el camino de Zanzíbar. Si supieras el gesto que nos hacían cuando pasaban cerca al hedor que transportábamos. Si hubieras visto a las muchachas vomitando, a los niños llorando en las espaldas de sus madres, a los pájaros huyendo de los ramajes. Pero si te habíamos cuidado vivo, lo hicimos mucho más cuando estabas muerto. Nadie te tocó, Livingstone. Nadie osó mirar tu podredumbre embalsamada. Tu amigo Cameron, en Kuihara, nos propuso el entierro. Recordó tu anhelo de yacer en tierras de África, en una de esas tumbas que tanto deseaste. Una vez más dijimos no. Nuestro deber era traerte a Londres. Y así lo he hecho yo, Jacob Wainwright, en nombre de los otros, de Chuma y Suzy. Ahora estás por fin en tu país natal, y sólo te espera la placa de bronce, los honores de tus hermanos en la abadía de Westminster. Allá, en. cambio, está el silencio de esos promontorios cubiertos de flores y perlas. Tumbas africanas, sin nombres, que tú, Livingstone, no mereces.

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Pablo Montoya. Escritor y profesor de la Universidad de Antioquia. Ha obtenido, entre otros, los premios Rómulo Gallegos, 2015; José Donoso, 2016 y José María Arguedas, 2017. La prosa poética aquí incluida hace parte de su libro Viajeros (Editorial Universidad de Antioquia, 1999; Tragaluz [en su colección Poemas Ilustrados con dibujos de José Antonio Suárez], 2014 y Random House [hace parte del volumen Terceto, junto con los libros Trazos y Cuaderno de mano], 2017).

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El salto Pablo Cuartas

El Hombre está sentado en la cápsula, con-

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templando la redondez de la Tierra. Por la puerta ve la gran noche universal como un telón cerrado, y la luz de la Tierra que da la vuelta en el horizonte. Y digo bien, el Hombre, con mayúscula, porque este hombre es todos los hombres, porque es la humanidad entera la que está cumpliendo un sueño: tener el mundo, la esfera completa, al alcance de la vista. Es el sueño que pintó Vermeer, el del geógrafo tocando la pelota terrestre. Es el sueño del niño que juega con el globo terráqueo, la bola que gira y gira terca sobre su eje. Es, mejor, la mezcla de dos obsesiones que acompañan desde siempre a la humanidad: saber y jugar. Hijo del saber y del juego, el salto será arduo como una empresa militar y efímero como los rayos. Al volver a la Tierra, varios años de cálculos y averiguaciones serán una anécdota olvidada en el camino que va del techo al piso del mundo. Entonces nada habrá sido más importante que la confirmación, transmitida en tiempo real, de que el Hombre no es inferior a su imaginación, de que todo lo posible termina por volverse necesario. Una vez imaginado el salto de un hombre desde la estratosfera, el salto de un hombre desde la estratosfera se vuelve inevitable. Si el Hombre descubre que puede superar la velocidad del sonido en caída libre, algún hombre sentirá la necesidad de lanzarse en caída libre para superar la velocidad del sonido. No faltarán -no han faltado- quienes busquen y encuentren las aplicaciones del salto que está por suceder. Pero es vano buscar razones más allá de la sinrazón del juego. Pascal dijo que el hombre

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sale a hacer la guerra porque es incapaz de quedarse a solas en su cuarto. Habría que preguntarse si además de esa inquietud no hay, simplemente, un acuciante deseo de jugar. La Tierra es una curva borrosa a cuarenta kilómetros de altura. La distancia, mínima a ras de piso, parece infinita cuando se recorre hacia arriba. Cuarenta kilómetros es lo que hay entre dos pueblos vecinos, familiares, conocidos, pero cuánto nos separan de nosotros mismos cuando los transitamos en sentido vertical. Cuarenta mil metros son un palmo en la inmensidad horizontal de la Tierra, pero qué enigmático se vuelve todo cuando se recorren en elevación. El Hombre está parado en la puerta de la cápsula. Entre el ascenso y la caída, dos figuras míticas de envergadura, el Hombre se detiene y mira. Cinco años de estudios y experimentos, y la vida en riesgo de un hombre que vale por todos, están por confirmar que la mejor recompensa para quien sale de la Tierra es poder volver a ella. Y que el regreso es quizás lo que justifica los viajes. Una frase rompe de pronto el silencio universal: “I’m going home now”. Félix Baumgartner, Ícaro, hace el saludo militar y salta. Ver: youtube: Felix Baumgartner’s supersonic freefall from 128k

Pablo Cuartas es traductor, ensayista y doctor en sociología de la Universidad René Descartes - Sorbonne Paris V.


De mis viajes, la lingüística es la única culpable Lina María Maya Rico

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Santiago Vélez. Refugiado es refugiado (mujer). Collage: fotografía en blanco y negro y manta térmica. 40 x 40 x 120 cm. 2018

Nunca imagine que la linguística me conver-

tiría en una viajera, ni sé a los cuántos viajes te conviertes en viajero. Como tampoco recuerdo haber soñado con estudiar lingüística y, mucho menos, con viajar y participar en los eventos a los que la lingüística me ha llevado, pero es ella, de todos modos, la culpable de cada uno de mis viajes. Existen varios tipos de viajeros. En mí caso, como lo he mencionado, viajo por causa de la lingüística y, en vez de girar el globo terráqueo

para buscar un destino, objeto que no poseo, es verdad que juego un poco al azar. Resulta que, en el mundo académico, un título de doctorado no basta para serlo realmente en tu especialidad, pues con la competencia que existe en el medio te haces realmente doctor si produces. Esto significa que debes escribir artículos para la ciencia, participar en eventos académicos y relacionarte con otros profesionales en tu área y para ello debes informarte y viajar. Entonces me he suscrito a una página web donde se publican eventos relacionados 2018 | Diciembre


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con la lingüística y frecuentemente llegan notificaciones e invitaciones para participar en congresos, seminarios, foros, encuentros, cursos e infinidad de reuniones académicas a las que suelo asistir. Así que un día, entre estas notificaciones, llegó una que llamó mi atención, pues en esta la Academia Grammaticorum Salensis Tertia de la Universidad de Vilnius en Lituania invitaba a participar de un curso de verano en su décima versión, que se realizaría durante la última semana de julio y la primera semana de agosto del año 2016. Anunciaba un curso de lingüística en el cual se estudiarían diversos temas y, tal vez, funcionaría como cualquier otro curso, pero, lo que me llamó la atención fue el lugar donde se realizaría: la ciudad de Salos (en español esta palabra significa islas), región localizada en Lituania. Me pareció estupendo ir, por la idea de ingresar a uno de los países bálticos y estar por primera vez en Europa del Este; no estaría en Rusia, pero casi, pues estaría en la que fue una partecita olvidada de la antigua Unión Soviética que años después sería liberada y declarada República Independiente de Lituania (1991). Inmediatamente pensé en lo interesante que sería combinar la asistencia al curso y programar unas vacaciones de verano. Entonces, me puse en la tarea de planearlo: cómo llegar hasta allí, vía terrestre y recorrer aproximadamente seis mil kilómetros de ida y vuelta en caso de recorrer los tres países bálticos saliendo de Amsterdam. No sólo era ir a Salos, sino visitar las ciudades que nos encontraríamos en nuestro recorrido; mejor dicho, unas vacaciones largas antes que los deberes con la lingüística. Pasaríamos cuatro semanas viajando por cinco países; bueno, en realidad serían cuatro: Polonia, Lituania, Letonia y Estonia porque por Alemania sólo cruzaríamos para llegar a nuestro destino académico, la ciudad de Salos en Lituania. También serían cuatro lenguas de dos familias diferentes y dos monedas: el euro y el zloty. Un año después de haber visto la

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notificación y planear las vacaciones, emprendimos el viaje. Primero salimos de Amsterdam y recorrimos 732 kilómetros hasta la ciudad polaca de Slubice, que limita con Frankfurt del Óder en Alemania; allí pasaríamos la primera noche y conseguiríamos Zlotys, la moneda polaca. Pues sí, Polonia pertenece a la Unión Europea, pero conserva su propia moneda y, curiosamente, hasta el año 1945 la ciudad perteneció a Alemania. Dos ciudades fronterizas o limítrofes, prefiero usar la segunda expresión, pues por estos lados realmente no se ven las fronteras como tal. Cuando pasas entre un país y otro, y pones un poco de atención, alcanzas a ver un punto límite indicado por un tablero de fondo azul y un círculo de doce estrellas amarillas y en el centro se lee el nombre del país por el que cruzas; otra manera de darte cuenta del cambio de territorio es que cuando te preguntas por la hora y miras tu reloj, adviertes que se ha adelantado. Para un lingüista, lo interesante de las ciudades limítrofes es el uso simultáneo de dos y hasta tres lenguas diferentes, como ocurre en estas dos ciudades que sólo las separa el rio Óder, pues, por donde mires, te encuentras con anuncios o letreros escritos, tanto en polaco como en alemán, anunciando lugares para el cambio de moneda, la venta de licores y cigarrillos, los casinos, las peluquerías, los restaurantes y mercadillos en los que puedes encontrar un gran porcentaje de personas alemanas venidas de la vecina ciudad, o de Berlín que se encuentra a cien kilómetros de allí. Los escuchas hablando con fluidez ambas lenguas y realizando sus compras con la firme idea de que en Polonia rinde más el dinero porque es más económico allí. Tal vez esto sea cierto, o a lo mejor es la costumbre de visitar amigos y familiares que se quedaron después de la guerra, o de ir adonde esa vendedora que nos parece “tan querida ella como lo trata a uno de bien”. La misma creencia se da entre los holandeses


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Santiago Vélez. Fluvial. Cajas de cartón con agua. Medidas variables. 2011-2012

que van a Alemania por la misma simple razón de comprar el mercado más barato. Estar a las orillas del rio Óder cuando cae la tarde y sentarse en una banca del lado de Slubice mirando al frente hacia la ciudad de Frankfurt es un momento fantástico, pues es un atardecer para contemplar y disfrutar, mientras llega la noche de un día de verano. Al día siguiente, y a 474 kilómetros, nos esperaría la hermosa ciudad de Varsovia: ¡una belleza! Especialmente su centro histórico, reconstruido después de su destrucción durante la Segunda Guerra Mundial. Sus fachadas están llenas de colores alegres; es una ciudad llena de historia sobre lo vivido durante la ocupación alemana. En esta hermosa ciudad,

los rusos también dejaron su huella en el hoy centro financiero de Varsovia con la construcción de uno de los grandes rascacielos de la Unión Europea, el edificio del Palacio de Cultura y Ciencias bautizado con el nombre de Stalin. Pero lo que más nos llamó la atención, es la importancia y la identidad que representa para el pueblo polaco su música, especialmente la obra de su hijo y famoso compositor Frédéric Chopin; sus creaciones se pueden escuchar en cada banco de parque. Después de pasar unos días en Varsovia, y disfrutar de esa combinación histórica musical con el pasado y el presente en la capital polaca, nos preparamos para continuar con nuestro viaje y nos dirigimos a la ciudad de Elk en Polonia a 251 kilómetros de Varsovia. 2018 | Diciembre


En esta ciudad nos dispusimos a pasar unos tranquilos y pausados días de campin. Elk es una ciudad rodeada de bosques y cuenta con el lago que lleva su nombre y del que se dice que, antes de todo lo que existe hoy, era un glaciar. En él puedes remar y escuchar el silencio por horas. En tierra firme puedes caminar o ir en bicicleta observando grandes extensiones sembradas de lavanda.

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Habíamos decidido que de Elk llegaríamos a Vilnius, capital de Lituania y luego iríamos a Salos, la ciudad donde se realizaría el curso de lingüística, pero aún teníamos tiempo. Entonces buscamos en la guía posibles lugares antes de emprender de nuevo el viaje. Nos encontramos con muchas opciones, con tiempo y cortos caminos que nos posibilitaron reprogramar el plan inicial y nos dimos cuenta de que, sí queríamos, podíamos recorrer gran parte de los países bálticos sin afán y pasando por lugares con excelentes reseñas. Fue así como encontramos La Colina de las Cruces en Lituania; este lugar cuenta con múltiples reseñas en las cuales los visitantes lo calificaban como un lugar imposible de no visitar. Es absolutamente cierto. La Colina de las Cruces está ubicada a 225 kilómetros de Vilnius y a 125 kilómetros de la capital de Letonia, Riga. Iríamos entonces de Elk hasta la Colina de las Cruces sin ingresar a la capital lituana. Visitaríamos La Colina de las Cruces y continuaríamos hacía Riga. Bueno, pero voy a contar primero por qué era imposible no ir a La Colina de las Cruces a pesar de no ser creyente. En esta colina se encuentran sembradas más de cuatrocientas mil cruces. Son, además, miles y miles los crucifijos que los devotos llevan amarrados en los tobillos y, a veces, en el pecho: estampitas, relicarios, vírgenes, cristos de todos los tamaños y colores. Y, como cuando se siembra se reproduce, pues cada creyente que pasa por ahí deja su semilla de cruz. No

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sé cuándo fue que las contaron, pero para mí que por cuatrocientas mil se pasó hace rato. Sin embargo, lo realmente importante no es esto, sino lo que realmente significa porque este lugar es un verdadero homenaje a la resistencia y a la memoria de un pueblo con una identidad católica férrea. Tanto en Polonia como en Lituania veíamos que al ingresar o salir de un poblado siempre había una virgen y su respectivo arreglo floral, hubiera o no un cementerio a la entrada o a la salida. La imagen de la virgen aparecía por todos lados advirtiendo que estábamos en territorio católico. Aunque hoy coexisten otras religiones, los católicos son el 77,2 % de la población en Lituania.1 Para nosotros, esto quedó más que confirmado una vez llegamos a La Colina de las Cruces. Hay varias versiones sobre el origen de este lugar y todas están relacionadas con la fe católica.2 Sin embargo, la que más se conoce y se acepta, es que este lugar surgió cuando los lituanos ponían cruces en honor a sus muertos y desaparecidos durante la época de la represión zarista (1831), y luego durante la era soviética continuaban poniendo sus cruces y recordando a sus patriotas. Esto llevó a los rusos a intentar su desaparición, a destruirla y a borrar cualquier imagen católica y, al no lograrlo, desistieron, por lo menos, en la colina. De día los rusos destruían, y en la noche los creyentes, con cuidado de ser descubiertos, sembraban de nuevo sus cruces. Desde entonces, La Colina de las Cruces ha sido un lugar de peregrinación para los católicos; inclusive, el 7 de septiembre de 1993, durante su gira por Lituania, el Papa Juan Pablo II ofició una misa en este lugar y, por supuesto, también dejó su cruz allí. Una vez que pusimos la cruz en el mapa, continuamos nuestro viaje. Ahora iríamos en dirección a Riga, capital de Letonia. Esta ciudad se ubica a orillas del rio Daugava. Casi siempre, cuando visitas ciudades con historia que data de tiempos medievales, estas se dividen en dos: una, el centro histórico y turístico que


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Santiago Vélez. Peso muerto. Escultura de neumático relleno de concreto. 60 x 60 x 18 cm. 2015

estás siempre obligado a visitar y a caminar por calles adoquinadas, estrechas, unas circulares, otras rectas, por callejones sin salida e iglesias majestuosas; la otra, la parte moderna. Sin embargo, Riga cuenta con un mínimo de tres partes para conocer y visitar de carácter obligatorio. La primera parte es el centro histórico que, siendo muy hermoso, no se diferencia, a primera vista, de otros similares en otras ciudades medievales. En este centro histórico, dice la leyenda, se conoció el primer árbol de navidad en el año 1510, aunque la ciudad de Tallin, al parecer, cuenta con la misma leyenda, pero datada en el año 1441.3 La segunda parte es visitar y recorrer las calles del barrio Kalnciema dónde se encuentran

las construcciones en madera del siglo xix. Las hay de diferente forma y tamaño. Algunas son casas, en su mayoría de dos pisos, pero también se ven impresionantes edificios de tres y cuatro pisos, algunos en reparación, otros renovados y otros en franco deterioro. Sus fachadas son originales y hacen ver y sentir que te encuentras detenido en el tiempo; sin embargo, si ingresas a uno de estos edificios, ves que son limpios y cuentan con decorados modernos y bastante confortables, tal como nos sucedió: cuando vimos el edificio por fuera, pensamos que habíamos llegado a la casa del terror. Al comienzo, nos asustamos, nos sentíamos estafados. Estábamos prevenidos y nos preguntábamos: ¿adónde hemos llegado? Nuestro apartamento se encontraba en el 2018 | Diciembre


tercer piso, y mientras subíamos, veíamos alguna que otra madera partida y otras puestas a un lado aguardando ser usadas, pero una vez ingresamos, todo parecía una sala de exhibición, un mar de lujos. Super confortable. Estas construcciones de madera constituyen parte del, declarado por la unesco, patrimonio histórico y arquitectónico de la ciudad. La tercera parte de la ciudad es el barrio art nouveau. Visitar y recorrer este lado de la ciudad te obliga hacerlo en compañía de un guía sabedor de la materia y recibir una clase intensiva sobre el art nouveau. En este barrio se halla la mayor concentración de edificios construidos en este estilo; otros tantos se encuentran en el centro histórico y suman alrededor de 750 edificios que datan su origen entre finales del siglo xix y comienzos del siglo xx.4 Riga es la ciudad con el mayor número de edificios art nouveau en el mundo.

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Podría describir con mayor detalle la ciudad de Riga y otros de sus lugares, pero es hora de continuar más al norte y partir hacía la ciudad de Tallin, ubicada a 312 kilómetros de Riga. De la ciudad de Tallin capital de Estonia se dice que es la ciudad medieval más grande de Europa. Si bien las tres ciudades capitales de los países bálticos cuentan con un centro histórico medieval, si en verdad quieres viajar en el tiempo y encontrarte en el medioevo, esa ciudad es Tallin. La capital de Estonia está situada al norte del país, a orillas del golfo de Finlandia y a ochenta kilómetros al sur de Helsinki. La rodea una muralla de dos kilómetros conectada por veintitrés torres, lo que hace que caminar alrededor y al interior de la ciudad no sea otra cosa que abstraerte del presente. Sus calles empinadas y empedradas te llevan por pasajes estrechos con tiendas de tejidos artesanales, especialmente ropa de lino o al pasaje que lleva a la Torre de Margarita la Gorda donde hoy funciona el museo marítimo de la ciudad. Otro

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de los puntos imposibles de no visitar es el callejón de Santa Catarina donde encuentras un mercado de hecho a mano, al mejor estilo medieval: incluso algunos de los vendedores y artesanos llevan puestos trajes medievales. Al final de un largo día subimos por una estrecha escalera a una de las torres al lado del convento donde encontramos un pasillo de no más de un metro de ancho por diez de largo donde funciona un café con un decorado que evocaba ¿adivinen que época?, pues la medieval. Nuestra estancia en Tallin fue corta, pero inolvidable. Llegar allí fue como haber usado una máquina del tiempo que nos transportó al siglo xii. Con nuestra visita a Tallin finalizaba una parte de las vacaciones antes de dirigirnos a Salos, pero ya era hora de concentrarnos en estudiar y trabajar. Emprendimos un largo recorrido de 486 kilómetros entre Tallin y Salos, algo así como viajar entre la ciudad de Medellín y la ciudad de Bogotá, pero cruzando el país de Letonia, sólo para que se hagan una idea de lo largo del trayecto y de la extensión de estos países bálticos e imaginen lo llano del terreno. Seis horas después de salir de Tallin nos encontrábamos en Salos en la provincia de Panevėžys, Lituania. La ciudad es una isla de setenta y tres hectáreas en el lago Dviragis. En el año 2011 se registraron ciento cincuenta y dos habitantes, más o menos, los mismos con los que durante nuestra estadía disfrutamos de la presentación cultural programada de forma paralela por la Academia Grammaticorum Salensis Tertia de la Universidad de Vilnius. Cuando en Google se buscan los atractivos turísticos de Salos, aparecen dos lugares: el lago Dviragis y la mansión de Salos, conocida desde finales del siglo xvi. La verdad es que, para mí, es un “dos en uno”, pues la mansión está construida a la orilla del lago y lo único de turístico e interesante es lo que sucede allí durante la última semana de julio y la primera de agosto de cada año, y, por supuesto, que haya sobrevivido a


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Santiago Vélez. Olvido. Instalación con enceres y agua. Medidas variables. 2006

las guerras e invasiones extranjeras y aún se conserve en pie, pues si algo necesita este edificio es una verdadera renovación. Al ingresar a Salos, lo primero que te encuentras es la bella iglesia en madera de La Santa Cruz. Fue construida en el año 1781 por el mismo propietario de la mansión de Salos, el señor Ignotas Morykoni, quien estableció en ella una escuela para campesinos, un hospital de aldea y una pequeña farmacia. La mansión se encuentra a unos cuarenta metros de la iglesia y para llegar a ella se debe pasar por un parque verde con árboles altos y, tan bien distribuidos, que se puede ver perfectamente la fachada con seis columnas dóricas que sostienen un frontón de triple ángulo decorado por el escudo de la familia Morykoni.

En la actualidad, la mansión se usa para realizar The International Summer School Academia Grammaticorum Salensis y este año llegó a su decimoquinta versión. El evento es organizado por la asociación Academia Salensis de la Universidad de Vilnius. Dicha asociación es liderada por los profesores de lingüística Axel Holvoet y Gina Kavaliūnaitė-Holvoet; ella, conocedora de la zona de Salos propuso para el 2004 realizar el primer curso de verano en las locaciones de la mansión y logra llevar hasta allí la academia, la cultura y la diversión por una semana a sus habitantes. En el año 2016 nos reunimos allí unos cincuenta lingüistas entre estudiantes, asistentes, profesores. También un grupo de acompañantes, voluntarios y personas que trabajarían 2018 | Diciembre


cocinando. Digo trabajarían, porque las cocineras serían las únicas que, al final se irían con un módico pago por su labor. El dinero para ellas saldría de las inscripciones y algunas donaciones. Los estudiantes deben pagar cien euros que incluyen: valor del curso, el transporte ida y vuelta desde Vilnius, hospedaje y comida. Este valor termina siendo simbólico por lo mucho que reciben y lo mágico de esta experiencia.

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El curso fue tan interesante y bueno como se esperaba, pero lo que quiero relatar aquí es cómo y qué aconteció fuera del aula. El edificio es de una planta dividida en dos alas: una a la izquierda, y otra a la derecha. En el medio hay una zona de escalas que llevan a un mezanine. Cada ala es un gran salón que hace de habitación, una para las mujeres y otra para los hombres. Todas las camas son de diferentes estilos, ya que han sido donadas, bien por los moradores del lugar o por otras personas de otros lugares. También en esta planta se hallan otros salones asignados para reuniones y actividades sociales. Las escalas llevan a un amplio mezanine con un escenario y unas trescientas sillas. En este espacio se presentan los músicos y actores invitados. De forma paralela al curso de lingüística, la Academia Salensis, en asocio con el Consejo de Cultura de Lituania, el centro administrativo de Kamaia y la comunidad de Salos organiza un festival de música. En las horas de la mañana se recibía clase. La tarde era para asesorías individuales, para preparar las clases para el día siguiente o para disfrutar de un paseo por los alrededores, pues caminar Salos, no te lleva más de quince minutos. Algunos disfrutaban de un frío y estupendo chapuzón en el lago. La primera noche todos nos reunimos a las afueras de la mansión para conocernos y quemar masmelos en una gran fogata. El segundo día comenzaría el Festival de Música Clásica con la participación de una camerata, un coro, un cuarteto de cuerdas

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y uno de guitarras,5 este último espectacular; también fue invitado un grupo de teatro con una obra de títeres. Un curso y un programa cultural de lujo. Todos los días, a las seis de la tarde, era maravilloso ver llegar a (casi todos) los 152 habitantes de Salos entre ancianos, jóvenes y niños, todas personas humildes y educadas. Sin celulares que apagar antes de la función; atentos escuchas, acicalados con sus mejores trajes, aparecían cada tarde como de la nada, pues momentos antes de verlos, reinaba la soledad. Me sorprendí el primer día que los vi llegar; nunca habría imaginado que en este lugar tan pequeño viviera tanta gente. Era encantador, y maravillados quedamos después de disfrutar durante una semana, todos juntos, niños y adultos, de tan fantásticos músicos y de su música. Parecía un sueño ver a los niños de 12 o 14 años sin celular durante la actividad, y no porque no tuvieran posibilidades ni tecnología, sino porque lo correcto era no usarlos allí. Les juro que a Salos no ha llegado el reguetón, y nunca se ha escuchado a Julio Iglesias. Cada año este evento revoluciona el ambiente de paz que reina en Salos. Sus moradores esperan con entusiasmo que llegue la última semana de julio para disfrutar de la cultura, como en los viejos tiempos. Una semana después de estar retirados del mundanal ruido y haber cumplido con el trabajo y el estudio, comenzamos nuestro regreso a casa. De Salos iríamos a la capital de Lituania, Vilnius. La última capital de los países bálticos que nos faltaba por visitar. Recorreríamos 164 kilómetros, dos horas de camino aproximadamente. Si de Riga dije que se podría visitar en tres partes, en Vilnius es imposible hacer divisiones de este tipo, pues no hay zonas exclusivas para una arquitectura u otra, sino que al recorrer la ciudad se encuentran edificios como huellas dejadas en épocas diferentes: el gótico, el renacimiento, el barroco


y el clásico, así como el medieval. De Vilnius, me gustaría destacar el edificio de la universidad, cuya fundación data del año 1570; la iglesia de Santa Ana, que es una belleza gótica; la República Independiente de Užupis, un barrio de artistas que se rige por su propia constitución y presidente; por último, los museos, especialmente el Museo de las Víctimas del Genocidio, conocido popularmente como el Museo de la KGB, porque funciona en el mismo lugar de la antigua sede de la KGB. Creado en 1992 por el Ministerio de Cultura de Lituania y por el presidente de la Unión Lituana de los Presos Políticos y Deportados, en este museo se exhiben fotos, uniformes, armas, calabozos, documentos relacionados con la ocupación de Lituania por la Unión Soviética durante cincuenta años, con la resistencia lituana, las víctimas de las detenciones, las deportaciones y las ejecuciones que tuvieron lugar durante este período. Este lugar me impactó muchísimo porque cuando hemos visitado monumentos a las víctimas, siempre encontramos muros con textos que cuentan los hechos, pero no los muestran. Sentí mucho dolor porque era imposible no pensar en Colombia, pues en ese tiempo, en Colombia, se hablaba de la firma por la paz y había escuchado cosas como: “por qué votar SÍ en el Plebiscito, si con cincuenta años de guerra con las FARC ya estamos acostumbrados a ella”. Nadie se acostumbra a una guerra. Desgarrador, doloroso. Aún se me hace un nudo en la garganta. Con todos mis cuestionamientos personales y mis ojos llenos de tristeza continuamos nuestro viaje de regreso. Ahora ingresaríamos a Polonia y visitaríamos la ciudad de Bialystok, una hermosa ciudad para volver y quedarse más días, pero en vista del poco presupuesto y del poco tiempo con el que contábamos, sólo estaríamos en ella para pernoctar una noche y visitar el monumento a Ludwik Lejzer Zamenhof, un oftalmólogo polaco mejor conocido por los lingüistas como el creador de el esperanto.

En Bialystok se respira esperanto, se duerme en el Hotel Esperanto, se consumen bebidas en el Café Esperanto, se come en el Restaurante Esperanto y, por supuesto, se habla esperanto. Entonces, qué se puede esperar de lingüistas visitando la ciudad de Bialystok, pues, mínimo, una foto al lado de la estatua del creador de dicha lengua e informarse de datos curiosos sobre el esperanto. Zamenhof creó el esperanto motivado por el número de personas que vivían en una sola ciudad hablando diferentes lenguas con dificultades para comprenderse. No pretendía acabar ni reemplazar los idiomas nacionales, sino proponer una lengua internacional, rápida de aprender y usar. En la actualidad, esta lengua cuenta, por lo menos, con mil hablantes nativos, personas que lo han aprendido como su lengua materna. Esto quiere decir que han nacido y crecido en una comunidad de hablantes del esperanto, declarado en 2014 como patrimonio inmaterial de Polonia por la unesco.

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Después de hacernos la foto para chicanear, nos fuimos a dormir, y al día siguiente regresamos a casa con más kilómetros marcados en el tacómetro, con cruces marcadas en el mapa, con más experiencias de viaje, y todo por culpa de la Lingüística.

Referencias https://es.wikipedia.org/wiki/Religi%C3%B3n_en_Li tuania#Historia https://es.wikipedia.org/wiki/Colina_de_las_Cruces https://www.nationalgeographic.com.es/historia/ac tualidad/de-donde-viene-el-arbol-de-navidad_9997 http://www.jugendstils.riga.lv/eng/muzejs http://bgq.lt/apie-mus/chris-ruebens

Lina María Maya Rico es doctora en Lingüística de la Universidad de Antioquia.

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PROGRAMACIÓN

DICIEMBRE/2018 académica I Encuentro Académico de la Imagen Fotográfica: Memorias de lo invisible Programación en: artes.udea.edu.co Organiza: Facultad de Artes

sábado

1

10:20 a. m. // Tallernautas. Un Conejín muy picarón Ciclo: Platos para no comer Costo: $4.000 por niño Museo Universitario de la Universidad de Antioquia, hall. Organiza: MUUA 11:20 a. m. // Títeres en escena. Amaaa!! ¿Dónde están los buñuelos?!!! Costo: ingreso libre Museo Universitario de la Universidad de Antioquia, hall. Organiza: MUUA

martes

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4:00 p. m. // Presentación del libro de ensayos América pintoresca y otros relatos ecfrásticos de América Latina (Premio Casa de las Américas, Cuba, 2017), de Pedro Agudelo Rendón Biblioteca Carlos Gaviria Díaz, auditorio de la planta baja Organiza: Sistema de Bibliotecas

viernes

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4:00 p. m. // Ver y leer: ciclo de cine literario Película: “Seda” Biblioteca Carlos Gaviria Díaz, auditorio de la planta baja Organiza: Sistema de Bibliotecas

escénicas miércoles 12:00 m. // Santa y los duendes Bloque 16, hall Organiza: Extensión Cultural

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martes

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6:00 p. m. // Teatro: Me mato el 24 Teatro universitario Camilo Torres Restrepo Organiza: extensión Cultural

cine y v i d e o 6:00 p. m. // Ciclo de cine sin boleta Consultar toda la programación en: http:// artes.udea.edu.co Centro Cultural Facultad de Artes Organiza: Facultad de Artes

música Temporada de recitales de grado 2018-II Programación en: artes.udea.edu.co Organiza: Facultad de Artes

todos los domingos 11:00 a. m. // Retreta Parque de Bolívar. Con Bandas invitadas del departamento y agrupaciones de la Red de Escuelas de Música de Medellín y de la Universidad de Antioquia Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia Organiza: Alcaldía de Medellín Universidad de Antioquia

lunes

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6:00 p. m. // Explosión negra Teatro universitario Camilo Torres Restrepo Organiza: Extensión Cultural

exposiciones hasta el viernes 14 7:00 a. m.-7:00 p. m. // Representaciones visuales de memorias subterráneas Biblioteca Carlos Gaviria Díaz, primer piso, sala de exposiciones Organiza: Sistema de Bibliotecas

Lunes a jueves, 8:00 a. m.-5:00 p. m.; viernes, 8:00 a. m.-4:00 p. m. // Exposiciones de larga duración del MUUA • Colección de Antropología: constituida en 1943, conserva alrededor de 35.000 objetos del patrimonio cultural de Colombia • Colección de Ciencias: Compuesta por una serie de montajes permanentes, temporales y murales enfatiza en especies nativas de animales colombianos • Colección de Historia: Memorias de una Colección Museo Universitario de la Universidad de Antioquia. Organiza: MUUA Lunes a jueves, 8:00 a. m.-5:00 p. m.; viernes, 8:00 a. m.-4:00 p. m. // Exposición fotográfica: Memorias de lo invisible Museo Universitario de la Universidad de Antioquia Organiza: Facultad de Artes

otras opciones hasta el viernes 14 8:00 a. m.-5:00 p. m. // Visitas guiadas: Universidad de Antioquia Solicitud previa en: teléfono: 2195346, programaguiacultural@udea.edu.co Organiza: Extensión Cultural 8:00 a. m.-5:00 p. m. // Visitas guiadas: Museo Universitario de la Universidad de Antioquia Solicitud previa en: teléfono: 2198186, educacionmuseo@udea.edu.co Organiza: MUUA 8:00 a. m.-4:00 p. m. // Visitas guiadas: Facultad de Medicina Solicitud previa en: teléfono: 2196005, gestionculturalmedicina@udea.edu.co Organiza: Facultad de Medicina 8:00 a. m.-5:00 p. m. // Inscripciones a cursos en danza, teatro, música y artes plásticas para 2019-I Bloque 25-105 Informes e inscripciones en: Cursosextension.info Organiza: Facultad de Artes




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