Paolo Albani Instrucciones para comer un libro (y otros cuentos)
Fernando López Menéndez Traducción, selección y prólogo
Instrucciones para comer un libro y otros cuentos
Paolo Albani
Traducción, selección y prólogo Fernando López Menéndez
Primera edición: octubre MMXX Todos los derechos reservados conforme a la ley © Paolo Albani, cuentos © Fernando López Menéndez, traducción y prólogo © Silla vacía Editorial www.sillavaciaeditorial.com Miguel Cabrera 88A, Centro Histórico CP 58000, Morelia, Michoacán, México Instrucciones para comer un libro y otros cuentos México Silla vacía Editorial Colección Narrativa (V) ISBN: 978-607-98916-3-3
Editor responsable Miguel Ángel García Guzmán Corrección de estilo, cuidado de la edición y diseño de forro Sr. Tarántula Maquetación Cristina Barragán Hernández
Las características gráficas y tipográficas son propiedad de
Impreso en México - Printed in Mexico
Contenido
Instrucciones para prologar una selección de cuentos de Paolo Albani Fernando López Menéndez
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Instrucciones para comer un libro
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El auténtico librero
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El degustador de palabras
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La primera novela-delegada en la historia de la literatura
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La sombra
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El pequeño onanista
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El ama de llaves de Jevons
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Una mosca en la sala de espera
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La casilla postal
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El hipersensible
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La reacción
[Atención: la lectura de este cuento podría herir su sensibilidad] 55
Los vecinos
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Procedencia de los textos
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Instrucciones para prologar una selección de cuentos de Paolo Albani
1. Empezar ofreciendo un par de datos biográficos de los que suelen aparecer en la solapa del libro: Paolo Albani, 1946, Marina di Massa. Estos datos, no se sabe muy bien por qué, tranquilizan al lector. Podría el prologuista hacer una reflexión acerca de las propiedades evocativas del nombre Marina di Massa, pero no conviene perder de vista el objeto del texto, que es presentar a un autor y su obra. Mejor escribir una frase del tipo «Se ofrece aquí una muy breve muestra de la amplia y variada obra de Paolo Albani», frase que, aunque no evidencia las dotes literarias del prologuista, tiene la ventaja de transmitir seriedad. 2. Si bien se prologa un libro de cuentos, no estará de más aludir, aunque sea de pasada, a otras actividades del autor, como la de «performer», semi-semiólogo o poeta visual y sonoro. Sí será fundamental señalar que Albani es miembro del OpLePo (Opificio di Letteratura Potenziale, Fábrica de Literatura Potencial), que es el equivalente italiano del OuLiPo, del que formaron parte (y siguen formando parte, en realidad) autores como Georges Perec o Raymond Queneau. Aquí el prologuista debe aprovechar para comentar las influencias literarias de Albani, su tendencia a una escritura lúdica y su interés por la literatura humorística y «creativa» (que él prefiere llamar «re-creativa»). Aunque esto depende del espacio del que se disponga, sería interesante indicar que nuestro autor es Cónsul Magnífico del Instituto Patafísico Vitellianense y que
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pertenece a la Sección Italiana de la Joseph Crabtree Foundation, así como al Comité Científico del Institut International de Recherches et d’Exploration sur les Fous Littéraires (Instituto Internacional de Investigación y Exploración sobre Locos Literarios). 3. A continuación, conviene explicar los criterios de la selección; explicar, por ejemplo, que se trata de una muestra que, aunque breve, quiere ser representativa de la producción cuentística del autor (sobre todo, no dejar de utilizar la expresión «producción cuentística»), de forma que sirva de primer acercamiento del lector hispanohablante a la obra de Albani. Después, hay que entrar un poco en el estilo, los temas y los personajes, diciendo, pongamos por caso, que «nuestro autor cuenta historias por el gusto de narrar, sin excesos retóricos ni digresiones posmodernas, con un humor a veces negro, aunque nunca despiadado, sobre personajes que pueden parecer excéntricos pero que están más cerca de ti, lector, de lo que crees, etcétera, etcétera». 4. Llegados a este punto, es probable que algunos crean que Paolo Albani es un personaje inventado, por lo que habrá que remitirlos al sitio web del propio autor (los más escépticos seguirán pensando firmemente que se trata de una invención editorial, pero no es labor del prologuista tratar de desengañarlos): www.paoloalbani.it
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Instrucciones para prologar...
Instrucciones para comer un libro
Desde hace tiempo, a propósito de las varias técnicas ideadas para asimilar el contenido de un libro (comúnmente se cree que la mejor es leerlo), está tomando importancia la idea de que una de las más eficaces y prometedoras es la técnica que prescribe comérselo, el libro, cubierta y sobrecubierta incluidas. No es una idea nueva: el diplomático flamenco Ogier Ghislain de Busbecq (1522-1592) cuenta, sobre la base de noticias proporcionadas por los turcos, que los tártaros se comían los libros convencidos de absorber la sabiduría que estos contienen. El retorno al mercado del libro de la bibliofagia (práctica que tiene orígenes lejanos, al menos desde que Dios ordenó a Ezequiel comerse –aunque quizá en sentido metafórico– un largo rollo lleno de palabras que se deshicieron como miel en la boca del profeta) ha sido saludado casi por todos con gran entusiasmo: editores, librerías, puestos de periódicos, supermercados... se regocijan viendo aumentar las ventas de libros; incluso las bibliotecas se alegran, obligadas como están por decreto ministerial a volver a adquirir el libro una vez comido por el usuario al que se lo han dado para leer en sala o en préstamo (los únicos disgustados –y es para entenderlo, pobrecitos– son los coleccionistas, que a menudo ni siquiera abren los libros, para conservarlos por más tiempo). De cara a la amplia e incontenible difusión del fenómeno de la bibliofagia, puede ser útil la consulta de este pequeño manual de instrucciones, publicado de forma anónima por Ediciones Bartleby, que aborda el tema de cómo ingerir y disfrutar de la mejor manera la exquisitez de un libro.
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1. Elección del libro. Una vez identificados el género y el autor, es aconsejable dirigirse a volúmenes de tamaño medio (no más de 150-200 páginas), preferiblemente cosidos (el pegamento puede caer mal, sin contar con los que son alérgicos a esta sustancia) y que no sean de tapa dura. Naturalmente no hace falta decir que para los gourmets y los lectores voraces no se pone límite al número de páginas del libro a comer (un plato especial predilecto de este tipo de personas son las enciclopedias, los diccionarios y los atlas geográficos e históricos en escabeche). Para los que tienen problemas de digestión, se aconsejan libros especiales de artista, compuestos por hojas de papel de seda (en la línea de los elaborados por Bruno Munari). 2. Primera operación. Apenas elegido el libro para comer, lo primero es deshojarlo, es decir quitarle todas las páginas, una por una, y meterlas al baño maría. Para preparar un baño maría, se introduce primero el conjunto de hojas no arrugadas en un recipiente. Después se llena de líquido, por lo común agua, otro recipiente de forma y tamaño apropiados para contener el primer recipiente de modo fácil y seguro. Se mete el primero dentro del segundo y éste sobre el fuego o directamente en el horno. Todo esto reblandece el papel, liberándolo al mismo tiempo de varias impurezas como polillas u otros insectos, polvo, manchas de grasa, etcétera. Téngase en cuenta que, si un libro tiene las hojas sin cortar, es evidente que el tiempo de cocción será más largo. 3. Segunda operación. Se toman las hojas cocidas, se separan con cuidado de que no se rompan y se ponen a secar colgadas de una cuerda (mejor si es al aire libre) con pinzas de madera o de plástico (evitar, eso sí, el metal, que puede dejar sobre las hojas todavía húmedas pequeñísimos residuos no precisamente agradables al paladar).
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Instrucciones para comer un libro
4. Tercera y última operación. Una vez secas, se cocinan las hojas del libro según la receta de preferencia. Por ejemplo, en un artículo de la revista Le Livre de 1880, Pierre Gustave Brunet recuerda cómo un escritor escandinavo, después de haber publicado en 1643 un panfleto político titulado Dania ad exteros de perfidia Suecorum, devora por castigo su texto, hervido en una olla de sopa. Las sopas, y en general las comidas de base líquida, se prestan de forma maravillosa para cocinar todo tipo de libros, en especial aquellos cuya trama, como el caldo, es alargada subrepticiamente. Un famoso chef piamontés, Alberto Vettori, ha inventado la «novela a lo Byron», inspirándose en el personaje homónimo de Las ilusiones perdidas de Honoré de Balzac, el joven hijo de un joyero, secretario del barón de Goërtz, ministro de Carlos XII, rey de Suecia («El joven secretario pasa las noches escribiendo; y como todos los que trabajan mucho, adquiere una costumbre: se pone a masticar papel [...]. Nuestro buen muchacho comienza con el papel en blanco, pero se le hace rutinario y pasa a los folios escritos, que encuentra más sabrosos […]. Finalmente, el joven secretario, de un sabor a otro, termina por masticar pergaminos [la masticación lenta –también llamada slow chewing– es un factor importante para digerir bien el papel, n. de la r.] y comérselos»). La receta de la novela cocinada a lo Byron consiste en agarrar una novela (las de Moravia vienen de maravilla), hervirla bien a fuego lento en una olla estrecha y alta, añadiendo unos 3 litros de agua por cada kilo de papel y 12-15 gramos de sal, además de pimienta, apio, cebolla y clavo de olor; cuando el papel esté bien cocido (con las novelas de Moravia es fácil alcanzar en poco tiempo un estado óptimo de agotamiento), sacarlo con una espumadera, dejarlo escurrir y ponerlo sobre una tabla para cortarlo en rebanadas de 5 cm de espesor con un cuchillo de hoja afilada y larga; colocar las rebanadas de papel en una bandeja y servir de inmediato.
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5. Sugerencia final. Tengan cuidado y recuerden que, así como en el campo de la micología hay algunas especies de hongos que son venenosas, en el de los libros existen ejemplares nocivos, por lo que hay que estar alerta y considerar que no todos se pueden comer; hay algunos definitivamente incomestibles, tóxicos o mortíferos, y otros que exigen un procedimiento especial para ser cocinados como es debido, no se vayan a estropear y volverse poco apetecibles. Por ejemplo, para cocinar un Perec es necesario seguir rigurosamente determinadas reglas, de lo contrario se corre el riesgo de fracasar como ocurre con la locura de hacer mayonesa. En caso de preparar un buen plato a base de páginas de Céline, conviene, antes que nada, quitar los innumerables puntos suspensivos diseminados por el texto, los cuales, igual que el ajo o el pepino, pueden resultar indigestos. Para cocinar bien el Ulises de Joyce (aconsejo hacerlo como fricasé relleno de macedonia de palabras) hay que dejarlo manir al menos 24 horas.
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Instrucciones para comer un libro
El auténtico librero
Entro en la librería El Espacio de mi amigo Mauro, en la calle del Hospicio (creo que eligieron ese nombre para hacer un juego de palabras) en Pistoya. El nombre completo de su razón social es El Espacio de la calle del Hospicio; si luego añadimos la calle tenemos este trabalenguas: El Espacio de la calle del Hospicio en la calle del Hospicio número 26-28. En su sitio de Internet se lee: «El Espacio de la calle del Hospicio es un lugar, un lugar de palabras, un lugar de señas, un lugar de sueños, un lugar de páginas, un lugar de encuentro, un lugar de creación, un lugar de descanso, una plaza, un cruce de historias, de resistencias y de multitudes...». El Espacio es una librería independiente, muy activa; hacen presentaciones, acogen iniciativas culturales de distinto género, seminarios, performances, etc.; una librería que da espacio, precisamente, a pequeños editores, a escritores noveles y a las novedades no comerciales; en fin, que aquí no encontraréis el último libro de Vespa o de Moccia. Mauro la gestiona junto a su mujer Alicia. Hay también galería de arte (he visto exposiciones con ilustraciones originales de Gianluigi Toccafondo y de Guido Scarabottolo, por ejemplo) y tienen una buena sala de té. En ese momento la librería está desierta, no hay clientes. Saludo a Mauro, que como siempre está trabajando en la computadora, y le digo en frío, sin preámbulos, porque hace días que la idea se agita en mi cabeza («se arrastra», habría dicho Manganelli con expresión más eficaz): –Para ser un auténtico librero, no deberías limitarte a recomendar los libros que estás seguro que interesarán a tus clientes más asiduos y apegados. No, yo creo que eso ya no es suficiente
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–le digo a Mauro–; deberías también recomendarles, y esto es lo que hace la verdadera diferencia, los libros que todavía están por... ¿salir? No –me contesto a mí mismo, aunque odio este modo retórico de conversación, hacerse las preguntas para de inmediato darse las respuestas–; eso ya forma parte de tus funciones, es una tarea sencilla: basta con consultar en la computadora el catálogo de las novedades que van a salir; además tienes la información que te dan los representantes de las editoriales. Y por tanto no tienes ninguna dificultad para decir que, en un mes, dos meses o lo que sea, saldrá el libro X del escritor tal y cual. –Y ¿entonces? –me pregunta Mauro, que me mira con aire perplejo, distrayendo por un momento la mirada de la pantalla de la computadora, como queriendo decir: «Pero qué quieres de mí, Arbani» (Mauro es romano, y se nota). –Deberías señalar a tus clientes –sugiero a Mauro– los libros que todavía no ha escrito un autor determinado, que no ha ni siquiera pensado, ideado, pero que antes o después seguramente pondrá en marcha, que empezará a escribir en un futuro no muy lejano, es solo cuestión de tiempo. Mauro no dice nada. Ha vuelto a mirar la pantalla; parece que no me escucha. –En fin –le digo a Mauro–, hoy en día para ser un auténtico librero, de los que desgraciadamente ya no hay (las grandes librerías son ya supermercados: cuántas veces hemos oído esta triste queja), tienes que trabajar en lo potencial, eso es, ahí está el punto importante, la distinción. –¿En lo potencial? –masculla Mauro de improviso (creía que no me escuchaba) sin apartar la mirada de la pantalla–. Y ¿eso qué quiere decir? –Tienes que ocuparte de los libros potenciales –insisto–, esos que todavía no existen, que deben llegar, de los cuales nadie sabe nada.
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El auténtico librero
–¿Por ejemplo? –pregunta Mauro, escribiendo algo en la computadora; imagino que está haciendo una búsqueda o respondiendo un correo. –Te pongo un ejemplo; banal, si quieres –le contesto de inmediato–. Tarde o temprano Emmanuel Carrère escribirá algo sobre un delito de sangre, una historia truculenta, quizás relacionada con la inmigración; es fácil preverlo. Me preguntarás, ¿qué delito de sangre? –pregunto yo mismo, sin esperar a que lo haga Mauro, usando de nuevo una forma retórica que detesto, y añado–: Basta con seguir atentamente la crónica en los periódicos y la televisión. Después le cito algunos textos: Por qué no he escrito ninguno de mis libros, de Marcel Bénabou; Los libros que nunca he escrito, de George Steiner; Mis traspiés favoritos, de Hans Magnus Enzensberger. –Tienes que enfocarte en el área indicada por estos autores… De acuerdo, ellos hablan sobre todo de libros frustrados, no realizados, pero no importa. El hecho es que un libro no realizado permanece como un libro posible, justamente potencial, que podría ser escrito en un futuro cercano, por qué no. El auténtico librero, a mi juicio, y lo digo porque lo creo en serio, debe ser un vidente, un mago que sabe mirar en la bola de cristal en la que se revela aquello que un escritor no ha escrito todavía; y, ojo –le preciso a Mauro–, uso el término mago no en el sentido de chamán, de brujo, que ahí estamos al borde de la estafa (no me interesa), sino en el sentido de una persona que es hábil en su campo específico. Mi consejo es que tú como librero, si quieres destacar y ser competitivo, tienes que prever los libros no escritos y recomendárselos a tus clientes; es así como podrás vencer a los colosos como Amazon, IBS o Mondadori Store, y llegar a ser en el mundo de la venta de libros el David que vence a Goliat.
Paolo Albani
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Me tomo un momento de pausa. Mauro sigue trabajando en la computadora, como siempre. En el mostrador de la librería, dispuestos de modo desordenado, hay algunos libros publicados y estandarizados de la forma más previsible y ordinaria de la edición en papel. Agarro uno al azar. –¿Ves este libro? –le digo a Mauro, que ni siquiera se voltea a mirar el libro que acabo de agarrar y que agito delante de él–. Este libro lo puedes encontrar en todas las librerías, grandes y pequeñas, además de librerías online, claro: estas últimas no lo ofrecen con descuento, pero lo mandan en pocos días y sin gastos de envío. ¿Por qué entonces debería venir alguien a comprarlo precisamente aquí? Lo haría solo, creo yo, si tú le ofrecieras un servicio extra, excepcional, incomparable, que no encuentra en ningún otro punto de venta. –¿Libros potenciales? –dice Mauro, que parece despertar de un estado de apatía romanesca–. ¿Eso es el futuro? –Exacto –le contesto. –Ya –dice Mauro, todavía pegado a la computadora–. Nos vemos, Arbani...
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El auténtico librero
El degustador de palabras
En el compartimento del tren que lo llevaba de Roma a Nápoles, Salvatore Mastropasqua se percató de la presencia entre los viajeros de un tipo regordete, de unos cuarenta años, con un hilo de barba negra y corta que le circundaba la boca. Iba vestido todo de negro: saco, pantalones, cinturón, camisa, corbata, calcetines, zapatos, correa del reloj e incluso el pañuelo de bolsillo que sobresalía del saco. En fin, en Nápoles se diría, nada más verlo, que se trata del típico que te echa la sal. El hombre regordete, mientras hablaba sobre temas de poca importancia, de esos que se entablan en el tren para pasar el rato, con el tipo que tenía sentado enfrente –no muy distinto a él por su tipología funesta–, salió de pronto con esta frase: –A mí me gustan las historias picantes. –Luego, luciendo una sonrisilla idiota, remachó el concepto–: Me gustan las historias de sabor fuerte, un poco escabrosas, que te hacen la boca agua y te provocan ganas de devorarlas... Hay personas que se comen las palabras, en sentido metafórico, es decir que se enmarañan con algunas palabras, incluso fáciles, que no consiguen pronunciar bien, que las mordisquean y quedan como los bordes de algunos platos antiguos. Hay otras personas, en cambio, que se comen las palabras de verdad, físicamente, a través de los libros: es un fenómeno bastante conocido, cuyo nombre científico es «bibliofagia» y que ha tenido ilustres comentadores. Hacia la mitad del siglo XIX, por ejemplo, Octave Delepierre escribió una curiosa disertación sobre los autores que se comieron sus propios libros, empezando por el profeta Ezequiel. En un artículo publicado en 1880 en la revista Le Livre, Gustave Brunet refiere algunos casos ejemplares de «bibliofagia», entre ellos el de un escri-
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tor escandinavo que, debido a la publicación en 1643 de un peligroso panfleto político, fue condenado a comérselo hervido en una sopa, o el de un jurista alemán, un tal Philipp Andreas Oldenburger, también del siglo XVII, obligado no solo a comerse el opúsculo que había escrito, sino además a ser azotado mientras se lo comía. Mientras el tren avanzaba rápido y monótono, sin excesivas vibraciones, por una zona desoladora del Lazio, Mastropasqua miraba aburrido por la ventanilla, consultando de vez en cuando el reloj, deseoso de llegar pronto a Nápoles. Después de escuchar esa frase, se sacudió la apatía y se volvió de golpe a mirar al «que te echa la sal», en cuyos labios se dibujaba aún una sonrisilla obtusa. Después dijo para sí: «Bravo, jovenazo, te lo agradezco». Un mes más tarde, recogió de una tienda de sellos, detrás de la plaza de los Mártires de Nápoles, una tarjeta color bronce, formato rectangular. Era mediodía. Un sol tibio, aunque ya era noviembre avanzado, iluminaba la calle repleta de gente que avanzaba en filas paralelas, absorta en sus pensamientos o platicando en parejas. Mastropasqua estaba radiante, cosa que no le pasaba desde hacía tiempo; al menos desde el día en que, sin mucha confianza, se había inscrito en las listas de la oficina de empleo, dispuesto a aceptar –si bien se había licenciado con mención honorífica en la Universidad de La Sapienza de Roma, con una tesis dirigida por Walter Pedullà sobre «Lo cómico en Aldo Palazzeschi»– cualquier tipo de trabajo, incluso manual, de esfuerzo (era buen mozo); dispuesto incluso a irse a trabajar fuera de la ciudad. En la tarjeta satinada estaba su nombre grabado en mayúsculas: SALVATORE MASTROPASQUA
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El degustador de palabras