50 minicuentos psiquiátricos (AVANCE DE LECTURA)

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50 minicuentos psiquiátricos

Álvaro Castillo Navarro


Todos los derechos reservados conforme a la ley © Álvaro Castillo Navarro © Silla vacía Editorial www.sillavaciaeditorial.com Miguel Cabrera 88A, Centro Histórico CP 58000, Morelia, Michoacán, México 50 minicuentos psiquiátricos México Silla vacía Editorial Primera edición: MMXXII Colección Narrativa (IX) ISBN: 907-678-99838-2-6 Corrección de estilo y cuidado de la edición Sr. Tarántula, Arianne Cabrera y el autor Maquetación Miguel Ángel García Diseño de forro Noé Martínez

Las características gráficas y tipográficas son propiedad de

Impreso en México - Printed in Mexico


50 minicuentos psiquiátricos

Álvaro Castillo Navarro


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Prólogo

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El juicio rigorista Los 15 años de Jacqueline La Beba La pregunta Las grandes batallas El abandono Cáscaras de papa La Monarca El Rey Midas La paciente normal La bendición La indignación Excitación La vida es bella Un buen hombre El inadvertido El Foco El inocente La Cineteca La foto de perfil La purificación Una depresión intratable La muerte doble Comprendiendo motivos El cepillito de Barbie


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La mejor compañía No nacimos para ser ricos La gatita blanca Un nuevo regalo La cabeza de familia La penitencia La esperanza La familia bonita La salvadora La Divina Comedia Un hombre serio La obligación Yoga De regreso a casa Bajo la rueda El pastel Alcanzados por el pasado La abjuración El Diablo El plomero La blasfemia Un mundo feliz La mala influencia La confesión El Coyote



Prólogo

L

a siguiente obra no desea ser un escrito técnico en relación con la Psiquiatría, ni mucho menos. Escrita de manera coloquial y, tratando de ser lo más sencilla posible, busca el encuentro del lector con el absurdo común en el ser humano. Y es que la estratégica posición del oficio del médico lo coloca en un lugar privilegiado para tener contacto con las contradicciones propias de la condición humana. Los casos descritos en el libro son reales y no lo son al mismo tiempo. En su mayoría están formados por tres o cuatro pacientes que se complementan para dar un cauce a lo que se le llama minicuento. Ocurrieron en diversas épocas del ejercicio de mi profesión, en más de seis estados diferentes de la República, en diferentes hospitales y clínicas. Diversos diagnósticos y tratamientos abarcan toda la obra. Algunos, es cierto, se repiten, pero con un enfoque diferente en donde se le da prioridad al conflicto que, visto como observador, es contradictorio y lleno de comedia, a veces, y a veces lleno de tragedia. No solamente es una invitación al lector para que se acerque a conceptos psiquiátricos manejados a grosso modo, sino también a una reflexión en la que podamos visualizar nuestra propia vida, nuestros vicios, nuestros fantasmas, nuestra cotidianidad. Mi reconocimiento a cada paciente y familiar de los 50 cuentos, pues son los héroes de su cotidianidad… lo mismo que el propio lector…

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El juicio rigorista

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ran las seis de la tarde y Maruca no dejaba de mascar chicle, con su acostumbrada ansiedad. Como de costumbre, su plática era fluida y generosa. El tema central eran las infidelidades de su marido. –Solamente en su consultorio me puedo desahogar como yo necesito –dijo–. Mis hermanas me dicen que ya están fastidiadas con las mismas quejas de siempre. Su cara redonda se hizo más rubicunda que de costumbre al repetir sus anécdotas acostumbradas. –Ya sé que ya le he dicho muchas veces acerca de los mensajes que le vi en el celular a mi marido. Pero su última aventura, la que no le he contado, tiene que ver con mi propia hermana. Eso sí que no se lo paso. Aunque también él me ha dicho que mi hermana tuvo mucho que ver en eso. Y sé que él es hombre y que también la carne es débil y que no hay hombre que se resista a la tentación. Y me ha dicho que mi hermana se le ofrecía y que la última vez, ella se le acercó, él estaba borracho y, entonces, cayó en la tentación. –A veces –continuó– mi familia me dice que lo justifico mucho, pero una tiene que ser más… más… más comprensiva: yo también me pongo en el lugar de ellos y creo que uno como hombre no puede evitar caer en la tentación, a veces pienso que nosotras como mujeres también hemos de tener nuestras propias tentaciones. Yo no nací hombre, y no sé cómo sientan ellos, y nunca lo sabré, pero creo que ellos tienen ese impulso y, ¡pobres!, no lo pueden controlar. Lloró en ese momento. Con sus manos pecosas y regordetas, maltratadas por el detergente, tomó una servilleta de su bolsa de mano y se enjugó las lágrimas.

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–De todos modos, ¡qué joda!: yo no sé por qué Dios nos hizo así, a los hombres tan cabrones y a las mujeres tan abnegadas. Ya para qué me tomo las pastillas que usted me da, estoy segura que de nada cambiarán las cosas. No en balde me dice mi esposo que no me las tome, que sólo me van a hacer adicta y que todo está en mí. No se crea: si él sí se preocupa por mí, me procura, me cuida. No sé qué haría sin él. Después de un breve silencio, Maruca, con la mirada perdida y fija en el piso, agregó: –Lo mejor sería que me dé de alta y venga después, cuando yo crea que necesite ayuda. Se levantó pesadamente de su asiento, dio las gracias y salió. El silencio invadió el consultorio en ese momento.

*** Un año y medio después Maruca acudió al consultorio. Se le apreciaba más delgada, con un paso más firme y sin mascar chicle. Tomó asiento y me miró de una manera escrutadora, con los ojos entrecerrados, como si quisiera encontrar en mi rostro un cambio de paradigma en su vida. –He llegado a la conclusión que Romualdo es un cabrón y no se vale lo que me ha hecho desde hace muchos años. Una cosa es que sea hombre y otra cosa es que haga muchas chingaderas. No se vale. Enumeró las infidelidades añejas de Romualdo y las nuevas adquisiciones del último lapso en que nos habíamos dejado de ver. En esta ocasión lloró con la mirada perdida en la pared, en silencio, sin cambios en su tono de voz. El descuido de su persona seguía sin igual, pero su actitud ante los problemas de su vida era diferente. –He estado pensando y creo que haberse metido con mi hermana fue lo peor que pudo haber hecho. ¡Qué poca madre! 12


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He estado pensando y he llegado a la conclusión que, está bien que sea hombre, y que mi hermana se le ofrecía… pero mi hermana tiene 15 años de edad… y además tiene eso que le llaman Down. Rosita tiene sus ojitos rasgados y es bajita de estatura. Que Dios me perdone si soy muy rigorista con mi opinión sobre Romualdo, pero a veces pienso que es un abusador…

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Los 15 años de Jacqueline

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espués de la tercera consulta, Maribel llegó al consultorio acompañada de su ceñudo esposo y sus dos hijos. Al entrar, y después de un breve saludo, los invité a sentarse. El marido tomó una silla y la acercó al escritorio, poniendo los codos en el mismo. Maribel se sentó después en la silla vacante, con la niña menor de un año que cargaba y el niño, de poco menos de tres años, se recargó en ella. –Pues bien, Maribel, qué bueno que vino a su cita –comencé diciendo–. Su presión arterial sigue muy alta y no se ha podido controlar, sus pies siguen hinchados y ya cumplió seis meses de embarazo. Será necesario que la envíe al Hospital de la Cabecera Municipal para que la valoren y la trate un especialista. –Está bien, doctor –agregó Maribel–. Usted me dijo que me iba a hacer una serie de preguntas para hacerme el envío. –Claro. Además de los datos que tengo registrados, necesito saber cuántos embarazos en total ha tenido usted hasta la fecha. –Es que no sé si son cuatro o cinco. ¿Tú no te acuerdas cuántos han sido? –Pos… contando este, son cuatro –contestó el marido. – ¿Sí? ¿No son cinco? –preguntó Maribel. Con sus dedos cortos y gordos el marido contó: –El primero es Estifen, el segundo es el que perdiste, la tercera fue la niña y el cuarto es el que tiene orita. –¿Y el que perdí cuando me pegaste en la panza? –Pos ése fue el segundo. –No, falta otro, que perdí el día que no pudimos ir a los 15 años de Jacqueline. –No. Ese día que no fuimos a los 15 años de Jacqueline sí te pegué, pero no estabas embarazada. Tenías pocos días 15


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de haberte aliviado y el doctor dijo que habían sido sólo unos entuertos, aunque muy escandalosos porque fue mucha sangre. –Pero yo me acuerdo que hasta ese día mi madrina me llevó al hospital y me tuvieron que controlar la amenaza de aborto. –Ése fue otro día que te pegué, pero estabas embarazada de la niña. Los 15 años de Jacqueline ya habían pasado para entonces. ¿No te acuerdas que hasta ese día te rompí el florero que nos dieron de recuerdo por los 15 años de Jacqueline? –Ah, creo que sí, ya me estoy acordando. Pero el día de los entuertos fue cuando Jacqueline llevó su álbum de fotografías de sus 15 años. –No, no seas necia. Ése fue otro día. En esa ocasión no te pegué: sólo te di tres cachetadas cuando no les diste de comer a los gallos de pelea. –Oh, ya me voy acordando. Entonces son cuatro hasta la fecha. Por eso quería, doctor, que me acompañara mi marido para que me ayudara a recordar cuántos embarazos llevo. Hice el envío al Hospital de la Cabecera Municipal. Ya no regresó Maribel. Le perdí la pista pues cambié de zona de trabajo. Sólo supe, por medio de su madrina, que a Maribel se le internó en el Hospital de Ginecología y que, por otro lado, nunca pudo superar la pena de no haber asistido a los 15 años de Jacqueline.

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La Beba

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o, no, no, no, no, no, no doctor. Si le contara, no se la acabaría. La Beba es todo un mujerón. Es inteligente, guapa, atractiva, con mucho carácter, una líder al mismo tiempo que una belleza. Nomás porque no la conoce usted, si no, caería rendido a sus pies. No exagero, pero hasta se me imagina a María Félix en su época de gloria. A veces le digo Doña Bárbara, pero ella me corrige y me dice: “No, simplemente soy la Beba…”. Nati se regodeaba en su discurso al mismo tiempo que jugueteaba con su celular con mucha habilidad, pese a sus largas uñas postizas y haciendo tintinear sus siete pulseras de oro de 18 kilates en cada muñeca. El arreglo de su persona era impecable y con frecuencia citaba el precio de sus prendas de ropa de marca que la Beba le regalaba cada fin de semana. Con pericia realizó una maniobra mediante la cual extrajo de su bolso un cigarro oscuro y fino. –No, Nati, no se puede fumar en el consultorio, inquirí. –Oh, está bien. No hay problema. Si en mi lugar hubiera estado la Beba simple y sencillamente lo manda por un tubo. Ella hubiera encendido su cigarro, le hubiera echado el humo a la cara y lo hubiera visto con una mirada retadora que no hubiera podido usted sostener. Nati se reclinó en su asiento y después de una pausa agregó: –Lo único que no me gusta de la Beba es que a veces se le pasa la mano con sus llamadas de atención. Está bien que ella haya hecho un negociazo con la venta de material eléctrico, pero no es para que trate tan mal a sus hermanos. A veces quisiera decirle que son sus empleados, no sus gatos, pero lo cierto es que le han llegado a tener miedo a la Beba. Cuando mis hijos no hacen bien las cosas los regaña delante de la gente: de pendejos y 17


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de pocos huevos no los baja. Y, si se quieren poner al brinco, los calla, les truena los dedos y les dice: “Si te parece, si no te mando a la chingada, pinche muerto de hambre”. Hizo una pausa, reflexionó y enseguida agregó: –No es posible que estando tan bonita tenga esa boca. Es más: mire, mire, vea esta foto que tengo en el celular de ella. No le benefició mucho el vestido rosa mexicano y el escote, por eso se ve gordita. Ya en persona no es tan cachetoncita y la nariz no la tiene tan chata. Ya sabe que la foto sube de peso la imagen de una persona como por 10 o 20 kilos. Le digo que se parece a la Doña, pero la foto no le hace justicia. El cabrón de mi hijo mayor dice que se parece a Miss Piggy, pero no se lo dice en su cara porque es capaz de correrlo. Nati sacó de su bolso una goma de mascar y se la llevó a la boca. –La Beba es soltera –continuó–. ¿Sabe por qué? Porque no hay hombre que le llegue. Se necesitaría ser un hombre muy hombre para estar a su altura, y aquí en México no los hay. Por eso le ha ido tan mal en el amor. Pero el día que ella lo decida tendrá al macho que se le antoje bajo sus naguas –suspiró–. Es una pena tan grande: todo un mujerón y sola. A pesar de que tiene un gran corazón. Porque además de todas sus virtudes, es muy noble. El fin de semana pasado me llevó a la Galería del Zapato y me dijo: “Escoge los pares que quieras, yo te los disparo”. Entonces, después de buscar tanto, encontré unas zapatillas con cintitas que me encantaron. Pero cuando se las mostré me dijo: “Bueno, si esos son los que quieres, te los compro. Yo te hubiera escogido otros. Esos zapatos parecen de piruja barata…”. En ese momento Nati se quedó con la mirada en el vacío y, por primera vez, se le humedecieron los ojos. –No es posible que hasta me ayuda a refinar mis gustos. ¡Qué agradecida estoy con ella! ¡No sé qué haría sin la Beba!

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La pregunta

–T

odo hubiera sido diferente si se hubieran dado cuenta de todo mi potencial. Fui el primer lugar en mi generación: cuadro de honor en Medicina, no cualquiera lo logra, sólo los que estamos predestinados para ser grandes. Cuantas veces me lo proponga paso la mentada pruebita del Examen Nacional para Residencias Médicas. Ya van dos veces que lo aplico y las dos veces lo he aprobado. La primera vez entré a hacer Ginecología, pero creo que es muy poco para mí, estoy sobrado para esa especialidad, alguien de mi capacidad no se la puede pasar nomás sacando escuincles de la panza y escuchar a viejas quejumbrosas. Por eso decidí irme a hacer Cirugía en la segunda ocasión. Bien me decía mi profesor de técnicas quirúrgicas: es el trabajo que más se le parece a Dios, pues es capaz de modificar la naturaleza humana. El monólogo de Mauro fluía como agua en un río alegre y desbordante. –Pero la plaza de Cirugía que me asignaron fue en el Hospital de Zaragoza. Un hospital muy conflictivo que es un hervidero de pacientes. La carga de trabajo es sobrehumana, no hay quien la aguante, ni siquiera alguien de mis capacidades. Por principio de cuentas no me dieron el trato que merecía, con el respeto a mi historial académico y al tipo de persona que soy. Además, no puede uno hacer dos cosas al mismo tiempo: como tomar una muestra de sangre de un paciente y hacer una nota de otro paciente; hacer una curación y hacer una nota de ingreso que viene llegando a piso. No: yo hago mi trabajo excelente, pero de uno por uno. Además, para hacer las notas médicas usan todavía máquina de escribir y no en computadora como yo estoy acostumbrado. Yo no voy a estropear mis dedos ahí, que están destinados para el quirófano. Además, los médicos de base, los 19


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residentes y los internos se conocen, forman su grupito y a uno que viene de fuera ni lo pelan, y eso afecta, uno no puede hacer una especialidad así. Además, no puede ser que tenga uno que hacer guardias, es antipedagógico, no puede ser que sean las tres de la mañana y uno siga trabajando, haciendo ingresos, escribiendo a máquina, haciendo curaciones, estar de primer ayudante en quirófano… ¡y encima tener que preparar tema para el día siguiente! Es para volverse loco. Dudo que alguien resista eso. Por un momento Mauro mostró una mirada de nostalgia. –Por eso no les duré más de tres días. Y les dejé pendientes las notas de la guardia. “Ora sí, niñito, te vas a hacer hombre aquí”, me dijeron, y no estoy para tolerar esas faltas de respeto. Cuando me quejé con el adscrito me dijo: “Y esto es apenas el inicio, si no te adaptas, no sobrevives. Ni modo, chico fresa, te van a hacer mermelada”. No, no les aguanté y salí huyendo del hospital, llegué a mi departamento y le hablé a mi mamá y a mi papá y al día siguiente empacamos y nos regresamos al pueblo. No me arrepiento, fue una decisión muy sabia. Regresó su mirada a mi persona y agregó: –Sólo le pido que me elabore ese documento en donde diga que por una depresión abandoné la residencia y ver si me reservan mi lugar para el próximo año. Y si se puede, si no, no hay problema. A veces pienso que ser médico y estar al servicio de una institución es muy denigrante… yo no nací para que me manden, sino para ser líder. Es probable que este año sea sabático para mí y piense bien las cosas: a lo mejor me dedico a la invención. Creo que podría ser como Steve Jobs o Bill Gates. Ya para retirarse, Mauro se detuvo en el umbral de la puerta y dio media vuelta. –¿Cuántos años son para estudiar psiquiatría? –Eran tres, ahora son cuatro años. –Se me hace mucho tiempo para lo que hace un psiquiatra. Yo podría dedicarme a la psiquiatría y sé que me iría muy 20


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bien. Hágame la pregunta que quiera y verá que se la contesto. –Está bien, Mauro –inquirí–. ¿Por qué en las consultas que acudiste conmigo siempre viniste acompañado de tu mamá y no la soltabas de su falda? Sonrió de una manera nerviosa, parpadeó rápidamente y trató de decir algo, pero se le ahogaron las palabras en la garganta. Salieron madre y paciente del consultorio, pagaron la consulta y se fueron tomados de la mano. Así fue como el niño genio, primer lugar en su generación, no me pudo contestar una simple pregunta de la vida.

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Las grandes batallas

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ebería de haber visto, doctor, ¡qué fin de semana pasamos mi hermana y yo en Tlalpujahua! La pasamos de lujo: es un pueblo chiquito pero muy turístico. Vale la pena visitarlo. Aprovechamos el puente y nos llevamos a mi niño. El sábado por la tarde nos subimos al Turibús que da una vuelta por el pueblo y un guía va dando explicaciones de los lugares que uno va visitando. Dora Luz se apreciaba ansiosa por dar a conocer el resto de su relato. –Lo mejor fue cuando nos subimos a la planta alta del Turibús. Mi hermana y yo nos íbamos a sentar en unos asientos, pero una monita que nos dice: “No, no se pueden sentar ahí, están apartados”. Y yo que le digo: “¿Que no se puede qué?”. Y que nos hacemos de palabras la monita esa y yo. Nomás porque iba yo cargando a mi niño, si no, capaz que no sé qué hubiera pasado. Discutimos y hasta vino el chofer del Turibús y trató de calmar la situación. Pero ya estaba bien encendida y que me le pongo al brinco, y a pesar de que iba con su esposo y sus hijos que me siento en mi macho y que empujo a mi hermana y que la siento en uno de los lugares, y que quito su bolsa del otro asiento y que me siento con mi niño. Debería de haber visto la cara que puso la monita esa. Hasta se espantó: “Y quítame si puedes”, le dije. Y pos claro que no nos pudo quitar. Mi niño hasta se espantó, pero le dije: “No te preocupes bebé, todo está bajo control por mamá”. Una sonrisa de éxito iluminó el rostro de Dora Luz, quien siguió con su relato. –La pobre monita toda escurrida que se va a la parte de abajo del Turibús, como perrito con la cola entre las patas. Hasta sentí feo por ella, pero que aprendan que con una mujer chin23


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gona, como yo, nadie se mete. Creo que es bueno que una se sepa defender y no dejarse, es bueno que una se sienta, de vez en cuando, orgullosa de una misma… yo sé librar las grandes batallas de mi vida. –Muy bien, Dora Luz –dije–. Y a todo esto, ¿vienes por tu receta? Préstame tu carnet de citas… Este no es el tuyo, es el de tu hijo… oye, por cierto, ¿tienen los mismos apellidos? –Sí, doctor, lo registré como si fuera hijo natural. –No recuerdo, ¿y su papá? –No se quiso hacer cargo de él. En cuanto supo del embarazo se fue para Estados Unidos y apenas regresó el mes pasado, todo jodido y derrotado. No le fue bien allá y el poco dinero que ganó se lo quitó su mujer. Y resulta que ahora sí viene a verme y hasta dice que quiere saber del niño. –¿Te apoyará con los gastos del niño? –¡No, hombre! ¡Ya parece! Si no le digo que llegó todo jodido. Incluso, me vino a pedir dinero prestado para un negocio que quiere poner aquí. Yo soy cabrona, soy autosuficiente y que le callo la boca. Yo sola sacando a mi hijo adelante y hasta le he prestado dinero a mi hermana que su marido no trabaja. Modestia aparte, soy muy noble, eso me lo enseñó mi mamá. Ya olvidé las veces que me golpeó el papá de mi hijo y hasta estoy viendo si me hacen un préstamo en la Caja de Ahorro de la empresa donde trabajo para ayudarle con su dizque negocio. No cabe duda: es un pobre güey, él no ha sabido ganar las batallas de su vida, en cambio, yo soy luchona, soy chingona y, además, creo soy un ejemplo para mi hijo para que aprenda a no dejarse de nadie. Al terminar la consulta, Dora Luz se levantó y, ya en la puerta, se detuvo, volteó y preguntó: –¿Cree usted que habrá algún empleo en el Seguro para mí? Necesito más dinero para las deudas que me estoy echando encima. Esta guerrera necesita armas para sus grandes batallas.

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El abandono

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o se imagina el dolor tan grande que he tenido que soportar desde que mi marido me dejó. Todo iba tan bien entre los dos: 27 años de matrimonio y, de repente, todo se vino abajo, todo cayó en la nada… y tan bien que nos llevábamos. Entre sollozos Soledad contaba lo ocurrido, cabizbaja, con la mirada en sus manos, con las cuales manipulaba su monedero. –Llegó de repente y me tomó por sorpresa: “Me voy, pero esta vez ya no regreso”, fue todo lo que dijo. Ahora sí que le hago honor a mi nombre, doctor, como me dijo mi comadre Hortensia. –¡Qué caray!, señora Soledad. ¿Desde cuándo se va su esposo a Estados Unidos? –Pues… más o menos desde que éramos novios. Se iba por temporadas y luego regresaba, aunque cada vez tardaba más en volver. A la semana de casados consiguió su visa de trabajo y se fue enseguida. Cuando regresó a México ya había nacido Manolo, estuvo unas dos semanas y se volvió a ir. Y así ha estado hasta la fecha. Los últimos 20 años nomás viene en vacaciones de diciembre… –¿Sólo un par de semanas viene al año desde entonces? ¡Qué barbaridad! ¿Estuvo presente en el nacimiento de alguno de sus ocho hijos? –No, en ninguno. Ni cuando salieron de la escuela, ni para registrarlos, ni en sus bautizos, ni cuando se enfermaron; ni cuando Nena salió embarazada; ni cuando Felipe estuvo en las drogas y que luego cayó en la cárcel; ni cuando se casaron los dos mayores; ni cuando el más chico me confesó que le gustaban los hombres; ni cuando mi suegra se cayó y se fracturó la cadera y estuvo en cama dos años hasta que se murió; ni cuando se murieron mis papás; ni cuando Pepe tuvo el accidente en moto 25


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y se rompió la pierna… en fin, nunca estuvo… aunque, eso sí, siempre mandaba dinero y me decía qué hacer con él. –Pues, entonces, Doña Soledad, usted no está sola ahorita… ¡usted ha estado sola siempre! –Hay algo de eso. Nomás que ahora resultó que mi marido tiene una familia desde hace 10 años en Sacramento, y ya no voy a tener mi hombre a mi lado, voy a ser una dejada. ¿Se imagina lo que van a decir de mí y de mis hijos? Dice que me va a seguir apoyando y que seguirá mandando dinero, pero que ya no vendrá, ya no lo veré en la Navidad… voy a tener que enfrentar mis problemas yo sola y eso me da mucho miedo. Hizo una pausa. Tuvo un momento de llanto y terminó diciendo: –Yo me casé con la ilusión de tener un matrimonio para toda la vida. –¿Y eso fue un matrimonio, Soledad? –Pues con sus ausencias, doctor. Mi marido no reconoce a sus hijos por su nombre y, a veces, ni siquiera me reconoce a mí con el paso de los años, pero a final de cuentas era mi hombre y yo su mujer. Ahora no voy a tener quién me embarace y con quién pasar las vacaciones de diciembre. Porque eso sí: mis hijos me celan como no se imagina usted. Estoy condenada a quedarme sola lo que me resta de vida.

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Cáscaras de papa

–M

uchas gracias, doctor. No sabe lo amable que ha sido. No con cualquiera me siento en confianza para pedirle un favor así. Pero usted es tan buena gente. Y es que Rosita no tiene derecho al Seguro Social, su marido la dejó y, como le decía ayer, tiene cinco años haciéndome el aseo en casa. Mantiene a sus hijos con lo que yo le pago y con la despensa que cada fin de semana le compro. El problema es que Rosita ya tiene muchísimo tiempo con la gastritis y no la deja en paz el dolor de estómago. A pesar de varios tratamientos, ella ha seguido mal, pero… ¡pobre! Sufre tanto con su pobreza que no puede dejar de fumar sus Delicados sin filtro. Pero usted es tan bueno como Gastroenterólogo y como persona es mejor… En ese momento Lulú, la enfermera del servicio, se limpió una lágrima con la mano y se talló el ojo. –Gracias, doctor por la consulta, por haberla visto sin cita, por el estudio de endoscopía que tuvo que hacer con mi nombre y mi número de afiliación y por las recetas. Sólo espero que le pueda dar una próxima cita para que vea cómo sigue… espero nomás no sea tan retirada. Al mismo tiempo Rosita salía del vestidor con su ropa original y la bata que le habían prestado para el estudio en la mano; se la dio a Lulú y se mantuvo de pie frente al doctor, esperando las indicaciones. –Bueno, Rosita –dijo el doctor–, de la dieta ya hablamos y, sobre todo, de dejar el cigarro. De los medicamentos ya le expliqué a Lulú cómo se los va a tomar, ahí en las recetas viene de todos modos anotado cómo quiero que se tome las pastillas. Sin decir palabra alguna, Rosita tomó las recetas, se dio la media vuelta y se dirigió a la puerta, acompañada por Lulú. 27


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–Una última recomendación, Rosita: la cáscara de la papa cruda se ha visto que ayuda mucho a controlar la gastritis. La limpia lo mejor posible y, si está de acuerdo, se la come. Rosita quedó de pie, con la mirada fija hacia el galeno. –¿Alguna pregunta, Rosita? –Sí. Y las papas, ¿no me las va a dar? –preguntó. –¡¿Perdón?! –dijo el doctor. Lulú, un tanto apenada, la tomó del brazo y la condujo fuera del consultorio. Antes de salir, Rosita volteó y lanzó una mirada de reproche al doctor diciéndole entre dientes: –¡Uy!, pinche Seguro Social, no cabe duda que son unos muertos de hambre… no tienen ni para cáscaras de papa para darle a la gente…

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