Mar de fondo (AVANCE DE LECTURA)

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Mar de fondo

México

Silla vacía Editorial

Primera edición: MMXXIII

Colección Narrativa

ISBN: 978-607-59525-3-6

Todos los derechos reser vados conforme a la ley

© Juan Carlos Huerta Galindo

© Silla vacía Editorial www.sillavaciaeditorial.com

Miguel Cabrera 88A, Centro Histórico CP 58000, Morelia, Michoacán, México

Corrección de estilo y cuidado de la edición

Sr. Tarántula, Ar y Gutiérrez y el autor

Maquetación

Cristina Barragán Hernández

Diseño de forro

Noé Martínez

Las características gráficas y tipográficas son propiedad de

Impreso

en México - Printed in Mexico

Para mis cuates

P RIMERA PARTE

Con Samantha todo salió mal desde el principio y, si vale de algo, he de decir que tengo la conciencia tranquila. Para cuando llegamos al bar del Hotel Colonial yo estaba de un humor inmejorable, pues volvía a ver a Jonás después de mucho tiempo. Además, al fin podría conocer a su novia, de la que me había hablado maravillas. No sospechaba lo que ocurriría después, ni la manera en la que los eventos de esa noche cambiarían el rumbo de nuestras vidas.

Habíamos tenido la mala fortuna de que nos sentaran al lado de la bocina. El volumen hacía que nuestra plática fuera imposible y, por si fuera poco, un viento frío soplaba del Cerro de la Bufa. El clima contribuyó a que tanto la conversación como los ánimos estuvieran decaídos. El mesero apareció para salvarnos del incómodo silencio: el frágil equilibrio de nuestra conversación primeriza se había perdido de manera irreversible. Así, ante la aparición providencial de la figura regordeta vestida de blanco, como impulsados por el resorte del inconsciente, pedimos al unísono la cuenta; la trajeron. Jonás, en gesto galante, insistió en pagar, y justo cuando estábamos listos para partir, se excusó por unos minutos.

–Aquí está mi parte y la de Samantha –dijo, extendiendo un par de billetes–. Voy al baño, ya regreso.

Besó a su novia. En el rostro de Samantha se insinuó una sonrisa que desapareció tan pronto como se había dibujado. Es, hay que decirlo, atractiva, y me agradó desde el comienzo por su desenvoltura y carisma. Esta es la buena, pensaba. Por fin, Jonás, te llegó la buena. Samantha posee una de esas coqueterías naturales que tantas confusiones y sinsabores generan entre los hombres, y mentiría si negara que alguna vez he sido inmune a sus encantos. Para

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mi gusto, esa tarde usaba más maquillaje del estrictamente necesario (me pareció que se esforzaba en aclarar su tono de piel), pero acepto que esta opinión no proviene sino de un superfluo juicio estético personal. Sus ojos echaban chispazos de manera continua, lo que le daba una alegre frescura a su mirada. Reía todo el tiempo. Noté, una y otra vez, que me prestaba más atención a mí que a Jonás, pero no le di demasiada importancia porque ¿no era aceptable, e incluso sensato, atendiendo a las exigencias más básicas de la cortesía, dirigirte en una conversación no a la persona con la que compartes la cama, sino a la que acabas de conocer?

Percibí, también, el cariño que le profesaba Jonás, quien no dejaba de mirarla, embelesado. Sí, segurito que esta es la buena, repetía en mi cabeza. Pensaba así porque Jonás, con todo y su carisma y su paciencia y su ingenuidad y su bondad, no tiene buena suerte con las mujeres.

Cuando Jonás se paró para ir al baño, me sorprendió sentir la mano de Samantha sobando mi pierna. Al inicio no entendía muy bien lo que ocurría, por lo que opté por una falsa demencia, o disimulo; sin embargo, mientras la fricción se fue acompasando, no pude evitar echarle una mirada que, sin duda, revelaba perplejidad y sorpresa. Presa, también, de una abrupta negación metafísica, me vino la necesidad de desmentir la realidad de lo que mis sentidos percibían. Intenté explicar el asunto de mil maneras diferentes (Samantha lo había hecho sin querer; pensaba que estaba sobando el colchón aterciopelado del asiento; provenía de una región del mundo donde era costumbre sobar los muslos de las personas que uno acababa de conocer; padecía de una enfermedad congénita que la hacía tener movimientos involuntarios de las extremidades). Después, conforme el asombro comenzó a apagarse y el poder de la intención se hizo evidente, pasé de la negación a la sorpresa, y de la sorpresa al enojo. Que no se piense que soy mojigato, ni nada por el estilo: ya he dicho que Samantha es muy atractiva. ¿Pero no dije, también, que Jonás es un amigo muy querido?

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Tal vez ella percibió en mi rostro el paso de todas esas emociones y pensamientos (debió ser un espectáculo interesante para un fisónomo o un psicólogo), porque se carcajeó; aunque tal vez sólo haya sido presa de esa risita ner viosa que involuntariamente nos asalta en los peores momentos de tensión. Mi rostro se trabó, supongo, en un rictus de irritación, porque a los pocos segundos entendió que había cometido un error; mantuvo, sin embargo, sus ojos clavados en los míos. Su expresión había cambiado súbitamente: ahora era amenazante.

–¿Qué crees que pensaría Jonás si nos viera? –fue lo único que, a media voz, logré decir.

Me miró con odio, ese odio rabioso y callado, contenido, apachurrado, condensado, que es tan intenso en las personas orgullosas que han sido humilladas. Poco después entendí, al ver su expresión, que estaba lista para darme una cachetada, pero se contuvo; su semblante cambió de manera infinitesimal, dando a entender que estaba a punto de decir algo, pero calló; la expresión, al final, se fijó en una mueca de desprecio. Se puso de pie y partió.

Unos minutos después regresó Jonás y me dio una palmada en el hombro. Dijo:

–Ya vámonos, José Emilio. Samantha tiene frío.

Había llegado el momento de irnos a la fiesta de Diana. Lo miré con atención: no parecía molesto. En todo caso preocupado. 2

Jonás trabajaba, entonces, en el negocio de su padre, y no hacía sino quejarse de su destino: en el universo de las relaciones familiares, la suya era una de las más complicadas. Este infortunio siempre me había hecho sentir lástima por él, pues Jonás sentía rencor por su padre, un rencor muy cruel porque era más miedo y respeto que rencor.

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Jonás es el menor de ocho hermanos; yo, el menor de seis. Mucho se habla de los hijos mayores de la familia, de los traumas y las dificultades que deben padecer, pero poco se dice de los inconvenientes de ser el menor de la casa. Cierto, para cuando nacen los más chicos, los padres tienden a ser menos neuróticos y más cariñosos, pero la relativa facilidad y, en ocasiones, bonanza, con la que crece el menor, lo convierte en una persona menos cabal, a quien no se puede tomar totalmente en serio: el pilón siempre es de chocolate. Y, a pesar de la edad, profesión o estatus social, el menor nunca dejará de ser un infante. No sólo se trata de la actitud que tienen los padres, sino también la dinámica que se forma entre estos y sus hermanos mayores: ¿qué va a saber de la vida un mocoso chiqueado? Ése es un canon de la ortodoxia de la familia tradicional: la dificultad con la que viven los hijos mayores, se dice, les forja el carácter de manera tal, que se convierten en hombres de verdad; ¿quién podría decir lo mismo de los menores, quienes crecieron en la comodidad y la opulencia, medios ideales para generar seres débiles y dependientes?

Creo que esta dinámica familiar, en mi caso, nunca ha sido un problema; no hice más que presentar mi opinión de manera general. Mis padres son mucho menos reaccionarios y controladores que los de Jonás. Se entiende, pues, que quiera dejar el negocio familiar, pero hay un problema: Jonás es indeciso. Y un poco perezoso. Y demasiado idealista para que le importen las opiniones prácticas o materialistas de quienes lo rodean, pues él se rige por un sistema de valores completamente diferente al de los demás. A sus hermanos les parece inconcebible que, a sus veinticinco años, Jonás no quiera casarse, que no quiera tener más dinero, o que le importe poco si los demás opinan que es un mantenido, un loco o un pocohombre. Nadie parece entender a Jonás, pero a él eso le tiene sin cuidado.

Esta percepción que tiene la familia se extiende al resto de la sociedad. Jonás, salvo raras excepciones, nunca está presente en las fiestas de sus amigos casados; nunca ha sido padrino, a

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pesar de ser vagamente religioso; y siempre lo tratan con cierta condescendencia cuando se trata de “hacer planes” o pagar cuentas, actividades que se consideran propias de hombres maduros, hechos y derechos.

¿Qué decir de las mujeres? Poco más o menos lo mismo: el pobre tiene una suerte de perro. Porque Jonás es, hay que decirlo, bien parecido: trigueño, esbelto, de hombros anchos y proporciones agradables. Tiene una belleza, si se me permite, un tanto agreste o salvaje, primigenia, tarzanesca. Su belleza es similar a la de un poeta devenido náufrago, o a la de un aristócrata convertido en hippie: la única diferencia con este último es que en Jonás no hay intenciones escondidas, ni deseos de rebeldía, ni la aspiración típica de algunos privilegiados de verse andrajosos de manera voluntaria sólo para parecer interesantes; no, en el caso de Jonás todo es natural. ¿Su belleza lo convierte en un faro de luz con las mujeres? La verdad es que sí, con un tipo particular de mujeres: las hippies, las naturales, las revolucionarias, las socialistas, las rastudas y las apestosas. El problema es que, por motivos que desconozco (ideas, prejuicios, arquetipos, obsesiones, sinsentidos, contradicciones), Jonás no se siente interesado por ellas. A Jonás le gustan como Samantha.

¿Qué le vio a Samantha?, es algo que nunca lograré entender. Pero ¿a mí qué me importa? Samantha es su pareja, no la mía, y yo soy su amigo, no su terapeuta. Por algún motivo nunca me he llevado bien con las novias de Jonás. Tal vez crean que entre ellas y yo hay una competencia, pero ¿qué tipo de competencia podría haber? Yo quiero a Jonás como amigo, no para entrelazar las piernas. Algo que no me gustó desde el principio, y que no podría tolerar jamás, es la impresión de que Samantha abusa de Jonás. ¿Será porque es una buena persona? Sí, eso es lo que siempre me enemista con sus novias, porque él padece ese tipo de bondad, rayana en la candidez, que mucha gente interpreta como imbecilidad. Si es imbécil o no, yo no soy quién para decirlo; yo lo describiría más bien como una de esas personas a las

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que en inglés llaman holy fools: alguien que tiene una bondad natural, una tendencia inevitable a ser simple y buscar el bien de los demás. En fin, alguien de quien es muy fácil abusar. El ejemplo más claro de un holy fool en la historia fue Jesucristo, a quien Jonás se ha ido pareciendo cada vez más: lleva el pelo largo y, si la ocasión lo permite, usa ropa de manta y sandalias.

Así lo encontré en Zacatecas. Al verlo tan desgarbado se me ocurrió que todo este asunto era como una revolución en contra de su padre, pero luego pensé que no podía ser así porque no había un dejo de encono en su expresión ni en sus modales. Jonás es de esas personas que son felices porque son buenas (también podría decir que es de esas personas que son buenas porque son felices), y ni un padre autoritario, ni una familia puritana, ni una novia odiosa iban a interferir con esos, sus rasgos esenciales: la bondad y la felicidad. 3

Su familia es de raigambre zacatecana: sus ancestros españoles, originarios de Andalucía, Castilla y Extremadura, llegaron a ese territorio desde que Nuño de Guzmán había hecho las primeras expediciones; su linaje indígena, mucho más vaporoso, consistía en algunos miembros destacados de la casta sacerdotal de la Quemada. Su padre fue uno de los pocos aventureros que se animaron a dejar el desértico terruño; así, Jonás nació y creció en Guadalajara, y veía a Zacatecas como un lugar legendario y antiguo, de donde provenía todo: una especie de mítica Aztlán. Por eso aceptaba, gustoso, cualquier pretexto para visitarla, incluso la fiesta de una prima que apenas conocía, perteneciente del lado de la familia que casi nunca frecuentaba. Ése es otro de sus dones: congraciarse fácilmente con las personas, incluso si las acaba de conocer. ¿Quién, además de los niños, los perros y los santos, lo posee?

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