Subdirectora de planificación y programación: Paula Campos
Director regional BAJ Valparaíso: Federico Botto
Encargada de Programación: Isabel Margarita Ogaz
Producción: Eduardo Palacios
Encargada de Comunicaciones: Loreto Vergara
Encargada de Administración: Vania Candia
Encargada Punto de Información: Catalina Moncada
Asistente de Producción: Robert Cavieres
Diseñadora: Alma Olavarría
Auxiliar: Séfora Gómez
Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2023
presentación
Durante siete años, he tenido el privilegio de abrir esta publicación. Durante siete años hemos querido descubrir nuevas latitudes escriturales que nos permitan expandir márgenes. Este es un ejercicio continuo de cambiar nuestros propios relatos.
Este año, el territorio sigue creciendo, explorando espacios lejanos pero profundamente enraizados en nuestro cotidiano. Lo que nació con la intención de capturar un solo territorio se ha extendido más allá de sus límites. En este proceso, la conurbación juega un papel clave: las almas que transitan por la ciudad no siempre la habitan, pero la hacen suya en sus trayectos. La transforman con miradas ajenas que la recorren, resignificándola.
Las quince propuestas narrativas que componen esta publicación comparten un propósito común: ser testimonios de su tiempo. Como equipo, hemos asumido el compromiso de amplificar estos relatos, convirtiendo al Laboratorio de Escritura Territorial en un espacio de creación colectiva. A través de este proceso, contribuimos a la memoria colectiva y al devenir del tiempo, dejando entre los lectores palabras que, aunque puedan desvanecerse, resurgen con nueva vida en cada párrafo.
Desde el inicio de esta década hemos navegado a tumbos, buscando propósitos claros, mientras las antiguas formas retoman su fuerza en nuestras vidas.
Estas páginas son un respiro de esa realidad: su construcción habitó nuestras salas y pasillos, distorsionando lo literario y trabajando desde el colectivo bajo una metodología vertiginosa impuesta por el coordinador del laboratorio.
El equipo de esta sede, como siempre, ha sido el espectador silencioso que observa cómo este libro toma forma. Con distancia comprometida y algo de ansiedad avanzamos en un camino que sabemos necesario. Creemos firmemente en este proceso, en su huella, y en los futuros que dibuja.
Que las palabras sigan fluyendo. Que las historias encuentren lectores ávidos, capaces de descubrir nuevos significados en sus líneas. Este libro es un testimonio y un puente. Disfruten de sus páginas, compartan sus relatos, y permitan que resuenen más allá de nosotros.
Federico Botto, Director Regional Balmaceda Arte Joven sede Valparaíso
EL AMIGO DE TODOS
Por Mateo Espinoza
El 16 de septiembre de 1957 Vicente Espinoza es rescatado de entre las olas salvajes de los acantilados de Playa Ancha, a menos de un kilómetro del cementerio donde sería enterrado tres días después. Dos carrozas llegaron el día de su funeral: en una venía su cuerpo, enorme, descomunal, seguido de un centenar de amigos, socios y prostitutas; la otra iba cargada de arreglos florales y presentes que habían dejado toda clase de individuos, desde los mercaderes más distinguidos de Valparaíso, cuyos vascos apellidos dieron nombre a calles y edificios, pasando por connotados empresarios del hampa portuario, hasta la autoridad máxima de la ciudad. Y es que este hombre, este «emprendedor infatigable», en palabras del edil, se destacó toda su vida por ser un amigo de todos.
Desde que amaneció el día amenazaba con una tormenta, como corresponde siempre a los entierros memorables. La muchedumbre avanzó entre las tumbas derruidas azotada por el viento y la densa brisa marina, fragmentada en los distintos mundos en que había transcurrido la vida del difunto.
En la punta caminaba una mezcla miscelánea de familiares, amigos cercanos y gentes de poder (quienes no por conocerlo menos se quedarían en la cola de la procesión, caminando con los rotos). Frente al ataúd iba el párroco de la ciudad, cercano confidente del fallecido, a quien perdonaba sonriendo todas sus blasfemias con tal de verlo soltar unos billetes en la canasta de las limosnas. Junto a este sollozaba la viuda, doña Jovita Bravo, envuelta en ropas negras, escoltada por varias mujeres que la abrazaban y susurraban, estiradas sobre el hombro, palabras de consuelo. Acurrucado entre ellas estaba el único hijo de don Vicho, Vicente Espinoza Segundo, de solo once años; asustado miraba a tantos desconocidos, llorando mientras sostenía la pistolita de madera que su viejo le había tallado en un paseo que hicieron juntos a Talca. Todavía no entendía la muerte, pero allí estaba parado frente a ella, incapaz de decir una sola palabra que expresara su dolor. El negro Jim, un marino norteamericano, el mejor amigo de su viejo, le seguía de cerca y le hablaba del paraíso, limpiándole las lágrimas con sus gigantes manos de boxeador.
Varios reconocidos hombres de negocios se ubicaron instintivamente también en las primeras filas, tipos de rostros fríos y arrugados bajo sombreros de anchas aletas,
acariciando joyas religiosas que colgaban de cadenas doradas. A la cabeza estaba Valentín Errázuriz, inversionista del cobre, acompañado de sus hijos Gastón y Celestino, dos pescados de metro noventa que, como su padre, se habían vuelto clientes habituales del cabaret de don Vicente. A su lado, fumaba un habano Pedro Pablo Ross, dedicado a las exportaciones y dueño de extensas tierras, que asistió de la mano de su señora, ambos clientes conocidos y protegidos de Espinoza, aunque de su establecimiento solo decían conocer el tradicional primer piso; de la leyenda negra que ensombrecía su fama siempre alegaron no tener idea.
En las siguientes filas caminaba el alcalde, seguido por un séquito de ayudantes, compañeros de partido y periodistas, prestos a conseguir la fotografía de primera plana que luego brillara en La Estrella. Detrás de estos figurines públicos se habían ganado aquellos que solo eran famosos en ciertos recovecos del puerto, de la Sotomayor hacia el sur, socios y amigos cercanos del difunto, dueños de otros prostíbulos, apostadores, entrenadores de boxeo y otros comerciantes, rodeados por guardaespaldas y también por algunos representantes del sindicato de estibadores. Acaparando la atención de los periodistas más avezados, rascándose como siempre la cicatriz que le cruzaba la cara, murmuraba a su gente el tuerto Juan del Diablo, haciendo bailar entre sus dedos el par de gruesas monedas que, decían, se las había obsequiado el mismo Satanás. Algunos viejos marineros lo miraban de reojo, sin atreverse a que este hombre maldito los mirara de vuelta. También Francisca Ayala, otra matrona de la noche, concentraba las miradas de los curiosos, fumando de una larga boquilla que se asomaba de su velo negro, como una emperatriz china escoltada por lacayos devotos.
Atrás quedaba el resto de la plebe, aquellos que compartían a diario con don Vicho en aquel templo nocturno que había levantado en Cochrane con Carampangue, junto a la diminuta plaza Wheelwright. Esa gente que, rompiéndose el lomo o el hígado, había hecho posible su sueño empresarial: los cocineros, guardias-matones, trabajadoras sexuales y, cómo no, los fieles clientes del bar y hotel Scandinavian (incluso aquellos que, por borrachos o atrevidos, habían sido echados en medio de la noche con una patada en la cara). Todos se daban espaldarazos riendo y sollozando, compartiendo anécdotas del patrón de la taberna más popular del puerto, como él mismo se jactaba: «el comedor favorito de los gringos».
Abiertos los apetitos, un grupo de hombres empezó a repartir porciones del famoso caldo de cabeza de chivo que el viejo había instaurado como plato clásico y comenzaron también a abrirse botellas de vino y de licores. Otros inescrupulosos hasta intentaron levantar, con bencina y palos del cementerio, un asado improvisado entre lápidas y ángeles de piedra decapitados. Las mujeres del hotel, que habían pasado la noche bailando emplumadas o trabajando desnudas, ahora se limpiaban la huella negra de lágrimas que dejaba el maquillaje, se daban besos y enseñaban las ligas, jugando para pasar la pena, posando frente a los periodistas de crónica roja y enloqueciendo a los borrachines. Al final de la caravana se formó una verdadera orquesta de acordeones y guitarras, que entonaban en conjunto los temas favoritos de don Vicho, canciones de Aníbal Troilo y de Carlos Gardel: «El día que me quieras / florecerá la vida / ¡no existirá el dolor!»
A esas alturas de la tarde la caravana ya comenzaba a desbandarse, los tangos de a poco se convertían en alabanzas, que reemplazaban las palabras inaudibles del cura que predicaba a lo lejos. Se armaron entonces tomateras en honor al finado y la birra y el pisco comenzaron a fluir en brindis de llantos alegres. El frío y el hambre llamaban a calentar las gargantas, a llenar los estómagos, a saciar los bajos apetitos que Vicente se había dedicado a satisfacer (o combatir) toda su vida. Hasta los estirados negociantes y políticos de las primeras filas empezaron a mirar sus relojes y a preguntarse a qué hora abrirían el segundo piso del hotel para ir a despedir «de verdad» al difunto. Velas y antorchas empezaron a iluminar el cementerio, a invitar a los espíritus a esta fiesta de despedida de un mundo y bienvenida al otro.
Sonaron desde el fondo de la bahía las bocinas de grandes buques y su estruendo se unió en el aire con la música y los cantos que a poco levantaban a los muertos. Los cuerpos embriagados empezaron a rebelarse en bailes y risotadas desenfrenadas. Algunas chicas aprovecharon incluso de ganarse unos pesos, llevándose a los curiosos a perderse en los recovecos, a olvidar la vergüenza detrás del mausoleo de Dubois. Un par de borrachos empezó una pelea con cuchillos y a su alrededor los pendencieros sacaron billetes para darle vida a las apuestas e invitar a la noche. Todo parecía lícito bajo esa gran luna, el resultado natural de una alegría deforme. Pero el negro Jim los bajó a ambos de un par de
cachos, agarró los billetes de todos y volvió a las primeras filas, donde el cuerpo estaba listo para ser sepultado. Ninguno entendió lo que les bramó en inglés, pero tampoco se atrevieron a desafiarlo. «Este gringo colipato, siempre soplándole la oreja a don Vicho», murmuraban enojados, prestos a retomar el hueveo apenas se pudiera, pero un balazo al aire terminó con toda la celebración. Nadie supo quién lo pegó, pero al escuchar el estruendo la mayoría de los asistentes salió corriendo entre las tumbas, tropezándose sobre las lápidas, saltando la pandereta, agolpándose a empujones en la puerta de salida.
Después de la estampida solo quedaron los que sufrían en silencio, que siempre son unos pocos, contados con los dedos de una mano. Y antes de que el cuerpo descendiera a la tierra, mientras los despojos de la procesión embriagada bajaban riendo el cerro de vuelta al barrio Puerto, los más amigos se acercaron al ataúd de don Vicho para despedirse, iluminados por el fuego de unas pocas antorchas.
Francisca Ayala besó su frente sin expresión alguna, dejó una caja de cigarros y una carta metidas a un costado del cofre; se dirigió al hijo del hombre y le marcó sus labios rojos en la mejilla. Luego Jim se acercó a su amigo: sin controlar el llanto, acarició ese rostro de cera y dijo algunas cosas que nadie supo traducir. El último en despedirse fue Juan del Diablo. Este lo examinó con su único ojo moviéndose vivamente de un lado a otro, como si buscara encontrar en ese cuerpo algún mensaje del otro mundo; después se inclinó para susurrarle algo al oído y le metió una de sus preciosas monedas en el bolsillo de la chaqueta. Antes de irse, arañando su cara como si lo carcomiera la tiña, se acercó a Vicente Segundo, que lo miraba atemorizado de la mano de doña Jovita, y agachado hasta estar a la altura del niño, mirándolo tras el velo blanco de su ojo muerto, le pasó en la manito la otra moneda. Acomodó entonces su sombrero y haciendo un gesto fugaz con la cabeza, se alejó junto a los suyos.
Vicente nunca volvería a verlos.
COSTUMBRE DOMINICAL
Por Mónica Segovia
Un domingo de feria encontré cuatro de los cinco tomos de Guerra y paz que publicó la editorial Ercilla en los ochenta. Mi emoción se vio entorpecida cuando noté que el tomo faltante era el primero, ¿cómo podía comenzar a leer la novela sin el inicio? Ese día recorrí cada puesto feriante de la avenida Argentina, del sector de antigüedades y de toda la plaza O’Higgins y nada, volví a casa derrotada. El domingo siguiente fue igual, y el siguiente también.
Otro día de búsqueda y el fracaso se volvió a hacer presente; sin embargo, un hombre de uno de los puestos en que preguntaba por cuarta semana consecutiva me dijo: «¿Le has preguntado al viejito que se pone con libros en calle Victoria?» No tenía idea de sobre quién me hablaba; siempre en mis vitrineos el límite se demarcaba en la plaza, jamás me atreví a cruzar a la otra vereda.
Caminé hacia calle Victoria con Uruguay e increíblemente había toda una librería perimetral bordeando el peladero de los foodtrucks. ¿Cómo no la vi antes? Crucé la calle con la fe brotando por mis poros y vi a la persona que me había comentado el señor de la feria: un caballero de edad avanzada, quizá bordeando los setenta; tez morena, espalda encorvada, cara alargada y ahuesada. Estaba sentado en una silla que había improvisado con un balde de pintura. Su librería, rudimentaria, se basaba en cajas de cartón volteadas con planchas de madera encima simulando una mesa. Sobre ella, los best-seller antiguos acomodados y ordenados por precio. A un costado, aproximadamente cinco cajas de plátanos desalojadas, que en su lugar tenían libros viejos con el lomo a la vista. Y al otro extremo, por calle Victoria, dos cajas más con textos en oferta.
En mi timidez, no pregunté inmediatamente. El hombre se notaba de poca sonrisa y un tanto brusco, por lo que decidí examinar los libros por mí misma. Cuando iba en la caja número tres, se acercó y me preguntó si estaba buscando algo específico. Me mencionó que estaban ordenados por orden alfabético, pero por título, no por autor. Qué terrible, pensé.
Le comenté mi búsqueda y su temple cambió. Aunque no esbozó ninguna sonrisa, me pareció sentirlo más cercano. Sin pensarlo, me dijo que sí lo tenía, luego se tomó unos segundos observando las cajas, como tratando de recordar dónde.
―Ese es de los Ercilla como amarillo clarito. Sí lo tengo, pero en mi casa, no lo traje. ¿Tú trabajas? Ven mañana, yo estoy como desde las diez hasta las cuatro.
―Puedo pasar a las diez y media.
―Ya, lo voy a anotar ―sacó de su bolsillo una libreta y un lápiz―, mañana me pongo aquí mismo, pero a la vuelta, por Victoria, porque aquí se ponen unos toldos.
Le agradecí y me fui con la esperanza de que lo recordara para el día siguiente.
Durante la noche me cuestioné si realmente podría pasar temprano, mi horario de trabajo comenzaba a las once de la mañana y me quedaba un tanto lejos un lugar del otro y, además, implicaba levantarme antes de lo habitual. Analicé la posibilidad de postergar la compra para la tarde, a eso de las tres. Pero el nerviosismo pudo más. Saber si tenía el libro, si lo recordaría y, especialmente, si por fin esta larga búsqueda había terminado, me puso en pie dos horas antes de lo cotidiano. Me bañé y desayuné. Me sobraba tanto tiempo que no sabía en qué utilizar, que bajé caminando desde cerro Barón y a las diez y media ya iba por las afueras del Teatro Municipal en dirección a calle Victoria.
Divisé en la esquina una caja de plátanos que se asomaba y me alegré de que estuviera allí. Llegué y lo saludé. Me saludó con tal desinterés que sentí terror. Se olvidó, pensé. Pero rápidamente volvió hacia mí y me miró por unos segundos.
―Ayer vine a pedirle el tomo uno de…
―Tolstoi ―me interrumpió―. Sí, lo encontré, aquí lo tengo.
Sacó de su mochila un libro color crema desgastado. Desbordé felicidad. Después de tantas semanas buscándolo, estuvo siempre a la vuelta de la esquina. Ante mi reacción, noté por primera vez en él un intento de sonrisa.
Traté de contenerme y pensé que no le había preguntado el precio aún. Ahora que vio lo mucho que lo quería, quizá cuánto me iba a cobrar; quién sabe, todo es negocio, oferta y demanda.
—¿A cuánto está? —le pregunté.
Miró el libro, me miró levantando su dedo índice, y casi de una manera tierna me dijo:
—Ese, mil pesos.
El mejor día de mi vida.
A partir de ese día, se hizo rutina saltarme la feria de avenida Argentina los domingos, pasear por el sector de antigüedades y apurarme en llegar a la esquina de Victoria con Uruguay. Cada vez que voy me mira detenidamente y me dice:
—Yo a usted le debo algo.
No me deja terminar de decir el título y me interrumpe con un:
—Sí, aquí lo tengo.
La feria de antigüedades es una instancia que se genera solo un día a la semana; sin embargo, y contra toda regla, este señor se posiciona de lunes a lunes en esta esquina. ¿Cómo hace para transportar cientos de libros todos los días a su avanzada edad? Un día me propuse averiguarlo.
Llegué en la tarde, me quedé en la plaza O’Higgins y lo observé. Comenzó a guardar todos los libros en cajas verduleras. Las cerró y amontonó al costado de la reja que sirve de pared en esa esquina y, en un carrito de feria, apiló de a dos cajas y las amarró. Con todas las demás cajas cerradas y ningún libro a la vista, cruzó la calle Victoria y se fue lentamente por Uruguay hasta llegar a una casona antigua. Abrió la puerta y desapareció. Volvió con el carrito vacío y repitió el procedimiento hasta haberse llevado
todo. ¿Será esta labor diaria una ganancia significativa para su jubilado bolsillo?
La semana pasada volví con cinco lucas, dispuesta a llevarme cinco libros entre búsquedas y sorpresas. Cumplida mi hazaña, me despedí de él, pero antes de irme alcancé a ver en su mano un libro Ercilla amarillo desteñido. Le pregunté cuál era:
Azul.
―¿Le puedo cambiar este que llevaba por ese? ―le pregunté mientras le mostraba uno de los libros que había comprado.
―Toma, llévatelo no más.
―No, es que no traje más plata, pero puedo devolverle…
―¡Bah! Llévatelo ―me interrumpió mientras me extendía el libro con su mano.
Se convirtió en mi casero librero favorito. No sé nada sobre él. Una vez escuché que le decían: «Buenos días, don Lorenzo» y conocí su nombre, nada más. Sin embargo, existe una complicidad en la rutina de vernos semanalmente.
Cual ratón, hurgo entre esas cajas de plátanos buscando algún libro antiguo. Los abro y reviso con los dedos negros de tanta tierra. Él me deja buscar, no anda alerta a lo que saco, ni me dice algo si me quedo mucho rato. Me saluda, se acuerda de mis encargos semanales, me deja hojear y al final, ve esta cara sonriente cuando levanta su dedo índice y dice:
—Ese, ¡mil pesos!
LA PLACA
Por Diego Herrera
Antes, todo esto era cerro; más adentro, era lava: una enorme laguna de magma a un costado del Marga Marga, tierra árida inundada por la muerte infernal.
Durante milenios permaneció así, la calma de la vejez que no le teme a la muerte porque en ella habita. Con las fuertes corrientes del río que conecta cerro y mar resonando a lo lejos, una aparentemente fina capa de lo más profundo de la tierra reflejaba el cielo azul en tonos rojizos, hasta que un día sucedió.
El austro hizo lo suyo un invierno y rebalsó el río. Agua y lava se conocieron formando conexiones arcanas y sobre aquella laguna ígnea cayó el peso de las montañas en un intento de llevarla de vuelta al centro del mundo, pero era demasiado poderosa como para lograrlo. Así, sumergida en la tierra como los muertos de todas las épocas, permaneció a la espera de ser energía para otros seres o transformarse en piedra por la eternidad. Ningún ser fue capaz de habitar la pradera negra y el magma lentamente se convirtió en cuarzo.
Las lluvias que se creían extintas llegaron tiempo después y sobre el manto negro se regó la esperanza de la vida, dejando durante siglos al descubierto la blanca placa de cuarzo, brillante de energía solar que la cargaba mientras se reflejaba hasta el fin del cosmos. Cuando cesaron las lluvias, las tierras provenientes del cielo se asentaron finalmente y las semillas que trajo el viento encontraron en la piedra cristalina protección y alimento. En tan solo un par de décadas el valle se llenó de vida: pastos floridos con revoloteantes aves, animales que pastan y descansan en la sombra de los sauces y los bellotos, los peumos y acacias; seres humanos primitivos, refugiándose entre barro, ajenos a toda preocupación por la abundancia que la tierra les ofrecía.
Estos humanos desarrollaron la agricultura y el arte mucho antes que los aztecas y los incas, forjando su propia cosmovisión, en la cual los acontecimientos de la Tierra eran un mero reflejo del ajedrez cósmico en el cual se enfrentaban los dioses del bien y el mal eternamente. Los ancestros rendían tributo a la gran piedra blanca que se erguía al final del valle: se decía que los dioses habían situado a esa reina para que protegiera su creación de la oscuridad, representada por la piedra volcánica. El ritual era recoger rocas negras y blancas para confeccionar piezas de ajedrez y jugar durante
semanas, dejando incluso de trabajar y comer. También se confeccionaban instrumentos con las cortezas de árboles caídos y pelos de cola de vaca, los cuales tocaban con uñetas hechas de cuarzo en melodías chamánicas que desataban trances colectivos que podían prolongarse por horas, incluso días.
Pero no todo era luz. Había quienes confeccionaban armas de piedra negra para atentar contra la vida de otros seres, a menudo injustificadamente, como si se tratase de un embrujo. Era común en esta sociedad que algunos enloquecieran al no poder con la inconmensurable energía que la placa expulsaba, abandonando la razón y dedicándose a vagar por los senderos infinitos de la mente. Cierto grupo de individuos descubrió que con granito podían fabricarse pipas con las cuales fumar cuarzo molido, dando lugar a experiencias psicodélicas que ponían en duda la existencia de los dioses, derivando en sectas paganas que se rehusaban a la teoría dominante según la cual no poseían libre albedrío, viviendo de manera autónoma entre los cerros.
Mucho tiempo después, llegaron con ferrocarriles los alemanes, quienes se encantaron con la reina protectora del valle, a la que bautizaron como Peña Blanca, y muy originalmente llamaron a estas tierras milenarias Villa Alemana. Se encontraron con los originarios ajedrecistas y su cultura festiva, con quienes se mezclaron luego de una serie de disputas y acuerdos resueltos con jaque mate en el epicentro del valle, conocido ahora como paseo Latorre. Llenaron la pradera de molinos metálicos que extraen energía de la placa de cuarzo, la cual se encuentra en el agua y en las cosechas de trigo, cuyo pan se ha encargado de nutrir a generaciones y generaciones de villalemaninos hambrientos de expulsar esa energía de vuelta al infinito mediante, en el mejor de los casos, la expresión cultural y, en el peor, la renuncia absoluta de la razón y el desenfreno gutural.
Al día de hoy la placa sigue existiendo, dotando de inspiración a miles de artistas y locos perdidos en sus mentes. Los más viejos siguen rindiéndole tributo a la reina blanca y se les puede ver jugando ajedrez en el paseo Latorre, con sus piezas de cuarzo y piedra volcánica, manteniendo así el balance entre la creación y la destrucción que subyace en la aparentemente pacífica tierra de la eterna juventud.
VAL NO TIENE PARAÍSO
Por Manu Gómez
Algunos dirán que en verano el mar del Puerto brilla y que las paredes de las casas se vuelven tibias, pero en la mía las estaciones se congelan a mitad de año. El aire rechina entre vidrios, tanto que se escuchan cantos viejos. Remolinos internos abundan de espíritus y vientos. Nuestros gatos no se posicionan en las ventanas; notifican a los residentes que no estamos solos al sentir que el espectáculo está en las puertas largas que miran para la pieza de mi hija Valeria.
Cuando aún éramos una familia, la casa se sentía tibia. Mis padres venían los domingos, a algunos se les hacía pimentón con huevo a la parrilla, otros pedían alitas de pollo. Las cuecas sonaban fuerte y mi hija se vestía de chinita. La piel morena hacía que el celeste resaltara y su pelo negro pareciese azul. Zapateábamos fuerte y sus pequeños pies se movían a mi alrededor, como si me quisiera conquistar. Mis papás dejaron de visitar la casa cuando se fueron al sur y, a medida que las personas dejaron de tocar la puerta, las paredes se volvieron heladas. Al poco tiempo mi mujer se cansó de mí y de mi desorden. Decía estar aburrida de mis cuecas, de mi alcohol, de la poca plata que nos llegaba porque yo no era capaz de levantarme temprano los lunes.
Mis ingresos se agotaron con la ida de mis padres y Valeria no pudo invitar a nadie a la casa para su cumpleaños. No teníamos torta ni bebida, con suerte teníamos para ofrecer un vaso de agua. Sus amigas se burlaron de que no había espacio para una piñata ni mucho menos para un payaso. A medida que se acercaban los días, su celebración parecía más un lunes que un feriado y ella, con los ojos empapados, solo me pidió una cosa.
—Papi, me da lo mismo lo que digan mis compañeras, ya no quiero que me celebres el cumpleaños —me decía con sus ojos morochos abiertos como grandes pepas—, pero me gustaría tener una muñequita, así tendría a alguien con quien jugar.
Los hoyuelos que se marcaban ante esa sonrisa forzada me obligaban a moverme, pero ninguna feria aceptaba las telarañas de mi bolsillo ni ningún vendedor ambulante estaba dispuesto a un trueque. Los días se agotaban y mis opciones se vieron reducidas al único local que no tenía ojos para detener el picor de mis palmas: el cementerio. Lo vi como un préstamo; el tocar fondo solo me llevaría a salir de tanta vergüenza. Un par de meses bastarían para saldar la deuda; recé para que mi guitarra me regalara unas
cuantas monedas en la plaza y, con el bolso en brazos, fui en busca de la muñeca más bonita para mi Valeria.
Me encontré con una piel de porcelana blanca con rubor en sus mejillas. Tenía rizos, como Heidi, de Johanna Spyri, el libro favorito de mi hija. Parecía nueva, como si recientemente la hubiesen posicionado en la lápida entierrada que ocultaba el nombre de la niña. Entre medio de un largo recorrido decorado con flores y remolinos de viento, se encontraba ese pequeño bloque de cemento que guardaba como único adorno a la pequeña muñeca. «Amada hija», eso era lo único que se lograba leer entre medio de tanta mugre. Sin pensarlo, tomé la muñeca vestida en tonos rojos y cuando se cumplieron las doce, se la entregué a Valeria como si fuese su primera dueña. Sonrió de oreja a oreja, los ojos se le achinaron tanto que le salieron lágrimas.
Quise creer que había elegido bien, pero la culpa no es lo suficientemente ciega. El sudor de la polera me repetía que la muñeca parecía cara, de esas que tienen las uñas minuciosamente pintadas y ojos de gata. Tras la primera semana me senté en el pasillo y noté cómo la puerta abierta de su pieza se empezó a cerrar.
En un inicio sentí las carcajadas de mi hija, mientras ponía música en su radio y se escuchaba cómo repetía el zapateo. La puerta estaba cerrada, pero podía ver su sombra danzar. Pasó el tiempo y empecé a escuchar murmullos; le contaba secretos a la porcelana o ella tenía algo que contarle a Val. Me decía que su muñeca se había vuelto su mejor amiga; parecían compartir un magnetismo que solo los opuestos entenderían.
Valeria se negó a asistir a la escuela; ninguna compañera jugaba como su nueva amiga. Tampoco quería comer conmigo en la mesa, sentía que a la muñeca le apetecía pasar tiempo a solas con ella. Me confesó que tenía un nombre, pero que era secreto. Parecía también tener una historia, que prefería no contar. Había muchas incógnitas que rodeaban a la porcelana y el pago tardío de la deuda me ponía nervioso. Por un momento estuve haciendo trabajos diarios y eso nos permitía comer, pero no saldar la deuda. Quizás el motivo de mi fallo no era la economía, sino mi incapacidad para mantener algo serio.
Después de un par de meses, la madre de Valeria se atrevió a aparecer. Solo quería un día con ella a la semana. Un trato perfecto para esa mujer, seis días de vacaciones y un día de maternidad. No le negué el capricho, pero le dije a Valeria que no llevara la muñeca. De no pagar la deuda, debía devolver el regalo; le pertenecía al pedazo de tierra que se escondía entre medio de otros cuerpos.
En cuanto salieron de paseo, tomé la figura de porcelana con la intención de llevarla con su dueña. Atravesé de nuevo el barro del cementerio con la muñeca guardada en el interior de la chaqueta. Al llegar a su tumba, ya no había nada. Ni siquiera se notaba la lápida, parecía haber sido eliminada. Decidí asumir que el cuerpo seguía arropado en las raíces y dejé a la muñeca en la superficie.
Al llegar, mi hija la llevaba en sus manos, como si yo nunca la hubiese sacado de la casa.
—Hija, te dije que no llevaras a tu muñeca —le dije al verla en la entrada.
—Papi, ella apareció en mi mochila; no le gusta estar sola.
Al preguntarle a mi exesposa sobre ella, me dijo que no había notado cuándo la sacó. No había duda: se habían elegido y yo no podía hacer nada para evitarlo. Desde ese entonces, mi hija empezó a enfurecerse cada vez que le exigía separarse de la muñeca. Rabiaba y tiraba platos. Se escondía para no salir de la casa y negó mi presencia.
Me sentí vencido por la muñeca. Quise prender la porcelana en fuego. Deseé ver cómo la piel se derretía con las llamas. Cómo sus prendas rojas se volvían negras y manchadas. Pero los incendios de Valparaíso ya habían demostrado que la porcelana es una cucaracha sobreviviente a la candela.
Una noche, mientras dormía, la despegué de las manos frías de Valeria. Tenía que intentarlo una vez más. Ella arrugó los ojos, pero se dio la vuelta y siguió durmiendo. Si no podía devolverla ni quemarla, pensé en romperla. Agarré una piedra y le pegué fuerte en la cabeza de porcelana. La piedra rebotó y pareció intacta, así que la tomé de
las piernas e hice que se estrellara contra la pared. La porcelana cayó en pedazos al suelo. Parecían pequeños cuchillos. Sentí que las manos me ardían, pero preferí distraerme limpiando los restos. Se había visto reducida a una bolsa de basura; al verla escondida con los desperdicios, no pude evitar reírme. Me tapé la boca para que Val no me escuchara, pero era incontrolable. Esa noche dormí profundamente.
Al día siguiente, mi hija no amaneció en su cama. No escuché sus pasos en la mañana y no la encontré en el interior de la casa. Al salir al patio, vi que estaba uniendo los pedazos rotos de la muñeca con Gotita. Tenía cortes en los dedos y no despegaba la mirada de los trozos, que armaba como puzle. Cuando me sintió a sus espaldas, se dio vuelta con la cara roja y los ojos hinchados de llanto. No me dijo nada, gritó fuerte y me pegó en la pierna. Tomó los pedazos y se devolvió a la pieza. No estuvo presente en ningún momento, pero era como si desde su propio sueño hubiese sido testigo del homicidio de su amiga. Logró reconstruir la porcelana y parecía odiarme. No me permitía acercarme. Prefería dejar de comer a aceptarme un plato; cuando le traía una sopa caliente, ella la botaba al suelo. Gritaba fuerte y me exigía que me fuera. Cada vez perdía más fuerza; los músculos se camuflaron con sus huesos. Su mamá nunca volvió y yo me quedé con ella, sentado al otro lado de la puerta. Pegué la oreja a la madera para escuchar lo que decían, pero era imposible de entender, como si hubiesen creado un idioma entre ellas.
En pleno febrero la casa quemaba de frío. Los dos gatos hicieron equipo para encontrar un nuevo hogar que no les tiñera los labios de morado. Y mi hija prefería arroparse en la cama, abrazada a la porcelana, que salir a tomar sol a la playa.
Empecé a visitar el cementerio; no tenía dinero ni otra muñeca para dar como pago, pero le llevaba flores a la tierra que arropaba a esa otra niña. Aun así, parecía que el alma ya había elegido el intercambio. El frío se alargó hasta que los ojos de Val se secaron y, en medio de una siesta, no se volvieron a abrir. Se había encariñado con la helada y yo me quedé solo entre cuatro paredes que, a través de sus ventanas, lloraban su muerte.
Pensé en irme con ella, buscarla entremedio del sueño y agarrarla de la mano para que supiera a dónde caminar. No quise dejar de guiarla; había sido padre por muy poco, aún era mucho lo que me faltaba por enseñar.
Días después de su muerte, estando borracho, solo necesité de un paso para estar con ella. Las rodillas me temblaban ante la altura y unas personas que me veían desde abajo gritaban con morbo que me tirara. El edificio era alto, no iba a sobrevivir la caída.
Cerré los ojos y la llamé. Le pedí que en su otra vida tomará algún teléfono sin cable, sin señal, sin batería y que me hablara. Anhelé escuchar su voz y la culpa de no haber intentado lo suficiente para salvarla me acercaba cada vez más a la orilla. Estando a punto de saltar, la vi.
Tuve una imagen de Val con el mismo vestido rojo de su muñeca. Me pedía que no saltara; no me necesitaba en ese otro lugar. Se la veía amarrada a la porcelana que, por muy cruel que fuera a mis ojos, para ella era su mejor amiga. Me corrí las lágrimas de la cara y di un paso para atrás. El público que esperaba mi caída con la cámara en la mano parecía decepcionado y me fui a dormir solo.
La cama seguía oliendo a ella. Abrazado a las sábanas como si fueran un cuerpo más, deseaba que volviera algún gato. Extrañaba el ronroneo y el calor peludo en el cuello, pero parecían estar más cómodos en otro techo. No había dejado de llover desde la muerte de Val. Sentí las gotas caer fuerte en el techo de la pieza. Las puertas se abrían con el viento; el aire se sentía pasar por los pasillos.
Recordé sus botas amarillas de lluvia y la parca con capucha. El deslice por los cerros y lo vacío de las plazas. La cara de pena que tenía al volver a la casa. Me preguntaba con los ojos aguados si nos podíamos traer algún perrito mojado de la calle. Por un momento sentí que estaba en la otra pieza, arropada entre kilos de mantas de lana, sintiendo pena por los peludos mojados.
Quise ser como ella. Imitar los ojos negros, los hoyuelos y las pecas alrededor de la nariz; volverla a ver a través de mí. Me paré y arrastré mi cuerpo hasta el baño. Imité los gestos de Val en el espejo. Quise encontrarla en alguna parte. Mantener su presencia en alguna mueca. Guardarla en algún pedazo de mi cuerpo. No quería dejar de sentir dolor porque me hacía sentir más cerca de ella, así que me quedé con los ojos abiertos sentado en la taza del baño hasta que amaneció.
Me puse mis botas de lluvia rojas y salí a la calle. Volví a resbalar por los cerros hasta llegar a la plaza Victoria. Encontré un hueco cerca de la catedral y me quedé parado viendo cómo el agua ahogaba una estatua. Con la cruz sobre mi cabeza, pregunté por Val. Escuché la voz de alguien más en mi mente, algo me respondió que no había llegado al paraíso. Se me acercó un perrito mojado y puso su cabeza en mi mano. Sentí a mi hija en el animal, en los árboles, en las bancas de la plaza. Valeria se quedó en tierra, bajo los mantos de la muerte durmiente y la pequeña muñeca. Es espíritu de puerto, no puede escapar del mar; seguirá zapateando, jugando y llorando.
Me devolví a la casa con el perro negro guatón que tenía heridas en el cuerpo y las patas frías. Lo arropé con mis sábanas y, con la oreja puesta en su mugroso pecho, sentí sus latidos. Repetí el recuerdo de esa primera ecografía y me dejé caer en el sueño.
PASEO ESPECTRAL AL PASADO
Por Tania Guíñez Almarza
Mi abuela salió del internado; el resto de mi familia le hace la desconocida. Voy en camino a buscarla, acabo de tomar la micro en Pedro Montt. Anhelé por años este día, guardé en mi morral la grabadora y las velas junto a este cuaderno y el termo, dispuesta a que nos regalemos el mejor paseo de nuestras vidas. Yo no creo que esté loca, al final ni los filósofos se han puesto de acuerdo sobre qué es la realidad… Igual nunca he pensado tanto en eso, por lo que acepto como reales los hechos que la llevaron al encierro y que me separaron de ella. Ahora, en libertad, aprovecharé cada momento a su lado.
—Los muertos me han perseguido desde que tengo conciencia en esta ciudad de almas en pena, hijita. Están más vivos que los vivos, es fácil escucharlos si guardamos silencio. ¿Trajo lo que le pedí en la última carta?
—Sí, abuelita —le respondo, palmeando el bolso a modo de corroboración.
—Quiero hacerlo una vez más, este plano tan plano me aburre, teniendo tantos vértices sonoros sé que lograremos entrar en alguno.
Así fue como tomamos un colectivo que nos dejó en el cerro Alegre. Entramos a una ruina y nos sentamos en unos baldes de pintura dispuestos para reuniones de otra índole.
—Este lugar parece perfecto, abuelita, ¿está segura?
En silencio, todo se sincroniza: prendemos la vela, me concentro en el ritmo que tiene mi abuela al respirar, cierro los ojos, me entrego al abismo, escucho a mi abuela:
«Parece extraño, pero cuando en 1822 esto era puro campo había aún muy pocos vecinos, quince mil almas dicen… Todavía no llegaba allá a la esquina ni el comerciante Templeman ni más abajito el famoso constructor de barcos Juan Atkinson ni David Trumbull, ellos llegaron después de la tragedia… Por los años cincuenta del siglo antepasado. Aquí mismo nos encontrábamos con el grupito, hablábamos de la Independencia soñada y su contraste con la realidad, hablábamos del acontecer diario, de la salud de San Martín, que había arribado a Valparaíso ese octubre desde el Perú y de su fiebre. Hablábamos del hambre, de O’Higgins en la capitanía y de las revueltas. De
la María Graham, que andaba en Quintero, y de su intrépida mirada relatora. Había una atmósfera del fin del mundo».
—Se apagó la vela, abuelita, suélteme la mano, vengo en seguida.
Nos soltamos unos momentos. Un olor a incienso que proviene de quién sabe dónde invade el espacio. Saco este cuaderno y escribo en modo automático, las hojas antes vacías ahora se llenan de datos: tres minutos duró el remezón, el mar se retiró tres veces, 3,3 metros la ola. No sé de dónde provienen estos datos, solo llegaron a mí.
«Esa noche se sintió el ruidoso crujir de la Tierra —prosigue mi abuela—. En ese entonces no sabíamos lo que conocemos ahora de geografía ni de magnitudes, pero la memoria ancestral hace lo suyo, hijita, por lo que muchas sabían qué hacer. ‘El mar se saldrá de su lecho, va a tragarse la ciudad’, ese grito apresurado y el mensaje oportuno de quienes saben recordar salvó a muchas personas, menos a nosotros, que ya estábamos muertos… El primer movimiento nos advirtió; la mayoría arrancó, nosotros con el grupito nos escondimos en lo profundo».
—¿Y ustedes qué hacían, abuelita? ¿Dónde queda lo profundo? —aprieto rec en la grabadora.
Intentamos respirar, sacudirnos el polvo, caminar hacia el mar
Caminamos adoloridos, confusos entre tinieblas
Sentía polvo en mis pulmones, en mis vestidos y en mis ojos
Las rocas me azotaban y me limpiaban
Se mojaron las ideas hijita
Los significados les pertenecen a las olas
Los sonidos se entremezclan con la sal
Todos están muertos, ni cuenta se han dado, ni cuenta se han dado, todos están muertos
—¿Quiere un agüita, abuelita?
«Todo quedó vuelto escombros. Las monjas decían que era el castigo divino, en este lugar lleno de masonería y agnosticismo. Hacía rato que se veía venir. Era un 19 de noviembre de 1822, diez y media de la noche; quienes habitaban el territorio en los álgidos años veinte se sintieron minúsculos. A O’Higgins, que vivía en lo que ahora es la Sotomayor, le cayó un pedazo de cornisa y casi se muere, Lord Cochrane lo fue a ver. En una de las noches siguientes recuerdo que se avistó un meteorito en el cielo.
»Ahora recuerdo —continúa mi abuela poseída por el ritual que realizábamos—, al cuarto día después de ese terremoto encontraron nuestros cuerpos bajo los escombros. Para evitar la putrefacción que embriagaba los descampados gracias a la acción del viento, nos subieron a una carreta e hicieron un esfuerzo descomunal para lanzarnos al mar. Pero… ¿por qué sigo aquí?
—Porque es miércoles —le respondo—. Según la cosmovisión mapuche, se comenta que los terremotos provienen de un desequilibrio cósmico —mantente en la tierra, mantente en este espacio/tiempo, recurre a lo conocido, me digo a mí misma.
—Tienes razón, el miércoles seguía aquí, fue el martes por la noche el terremoto. Habíamos bebido y besado lo suficiente, no siento nostalgia. ¡Quiero recorrer este lugar, necesito encontrarle el sentido! ¡Acompáñame, hijita! —me comenta, al levantarse abruptamente y soltarme las manos, dándome la corriente estática esa que da a veces.
—No sé si usted sabe, pero terremotos como ese en Valparaíso ha habido muchos, podríamos recorrerlos todos, así me irá mejor en la prueba —le comento entusiasta, pero a la vez intentando tocar tierra entre tanta dimensión oscura visitada.
—Acá estamos bien —me responde.
La tomo del brazo y en la otra mano mi grabadora, pisamos con cuidado,
nos asomamos, a veces de puntillas, sujetando los bordes de ventanales rotos y la abuela fija su mirada.
—¿Qué ve, abuelita? —le pregunto mientras observo su mirada lejana, ventana de otros tiempos.
«Veo tres mil cadáveres podridos, esto partió el 16 de agosto de 1906. Veo fusilados por saquear y por transitar mientras hambrientos esperan en los campamentos. Enfermos de peste agonizan en las calles, el médico no da abasto. ¡SUJÉTATE! Veo niños jugando en el pasaje y todo se remueve, huyen y abrazan a la única madre que se quedó cuidando mientras los postes caen, es 1985».
—Pero acá abuelita, ¿qué ve? —le pregunto asomándonos al 2024, el año en el que quería sumergirme en esta experiencia con mis afanes históricos.
—Veo a un grupo de jóvenes reunidos en lo profundo. Escriben relatos, crónicas, poemas y diarios. Olfatean los rincones, no sienten su putrefacción, están muertos, todos están muertos y ni siquiera se han dado cuenta. Si guardas silencio es posible escucharlos, llegan como a esta hora todos los miércoles.
Efectivamente… Zapatillas sonaban aceleradas subiendo la escalera inexistente, se sentía el ruido de las sillas y mesas arrastrándose, el líquido cayendo en una taza, la cuchara revolviendo. Abro más los ojos y aparezco en una sala rodeada de personas de tiempos lejanos. Aún conservo el cuaderno en el que anoté los datos puntuales, pero está en blanco. Cómo lamento no haber memorizado los dígitos que estaban ahí escritos. Vuelvo a cerrar los ojos para abrirlos con violencia, me asusté… Se me está desfigurando0o el camino0o de vuelt44.
—¿Qué pasó con esas personas, abuelita?
—¿Por quienes escribían me preguntas? Entraron a lo profundo, se perdieron en los vórtices. ¡SHHH! Escucha con cuidado, no es primera vez que pasa. ¿Les oyes? ¿Les lees?...
La tecla de la grabadora no dejaba de saltar, se hizo imposible continuar grabando.
—Voy a apagar esta cosa, mejor caminemos, sigamos buscando.
Continuamos el camino hacia quién sabe dónde mientras la abuela casi se cayó al tropezar con un letrero entremedio de las ruinas en el que se alcanzaba a leer: «Balmaceda Arte Jóven» y se ríe diciendo: «¡Están muertos! ¡Todos están muertos y ni se han enterado!» Por decir estas verdades es que terminó internada. La gente se pone nerviosa cuando algo trastoca su realidad.
Este puerto está lleno de almas en pena, pero con toda esta experiencia me di cuenta de que, si amas tu labor, puedes seguirla realizando en un tiempo no tiempo, como aquellos escritores que vimos por la ventana rota. Solo debes encontrar un espacio energético en donde confluyan almas semejantes. Si te acuerdas por un momento de que estás muerto en el otro plano, debes dejar que ese pensamiento se vaya con el viento, intentando no interrumpir a las almas laboriosas. Cuando entres en un lugar de estos, respira profundo y observa con liviandad, suaviza tu mirada, no intimides a los confundidos.
Bajamos, caminamos hasta plaza Echaurren.
«Veo hombres y fogatas y ratas entremedio de los colchones, gorros de lana, huele a pes- cado. Siento vidrios molidos en mis pies descalzos» —deliraba la abuela en voz alta, pero nadie parecía vernos.
La llevé de vuelta a Playa Ancha, para que siguiera descansando. Fue un gran paseo; aun así, no quise quedarme ahí. Es oscuro.
Tras la experiencia del desentierro, por las noches suelo despertar afligida, perdida en las épocas. No recuerdo bien los detalles y mi abuela ya no parece mi abuela. Me veo en el espejo convertida en una anciana y tengo a la antes viejecita convertida en niña en mis brazos. Rejuvenezco y pido que sostengan a la niña para participar del baile mientras suena música secular. Estoy muy cansada, pero por más que abro los ojos, no despierto. Toso, siento polvo en mis pulmones, me cuesta respirar, me gustaría que el mar me limpiara por dentro. ¿Qué año es?
LA TRIZZANO: DE DÍA UNA Y DE NOCHE OTRA
Por Danae Ximena
La Polette, mi vecina de la calle Ojos de Agua, es conocida como la Vegana Abortera o la China Cochina, por sus ojos rasgados y su piel morena. Nos conocemos desde que íbamos al colegio. Joven y con alma de experta, fue presidenta del Centro de Estudiantes, feminista, animalista, ecologista y lesbiana. Nos fumábamos un pito en La Trizzano cada vez que salíamos de clases. Ahora, junto a su jauría realizamos una búsqueda; molestamos el descanso de alguna criatura en descomposición.
Tras un temporal, el barro y la niebla atrapan el lugar con naturalidad, impidiendo el paso de cualquier extraño que desee invadirle. A través del caudal del estero se arrastran restos de basura, cadáveres animales y una variada flora y fauna, una corriente que nos enseña la memoria del humedal Lo Godoy. Con pisada firme nos aventuramos a descubrir los misterios de esta cancha habitada entre la vida y la muerte.
Rodeada de rejas instaladas por la Municipalidad de Villa Alemana, el perímetro nos hace recordar la revuelta popular. Sujetos encapuchados organizados echaron abajo las cercas que perimetraban la zona y destruyeron las casetas de las inmobiliarias, recuperando el territorio que no piensan dejar atrás ni que se repitan los crímenes contra la tierra. Pese a esta hazaña, actualmente La Trizzano se mantiene cercada y cuenta con cuatro entradas, una de las cuales es secreta. El resto, con señaléticas indican que se proteja tal reserva natural, invitando a pasar, cuidando y respetando a quienes habitan desde antes.
«Sueles hablar con los animales, pero ¿los escuchas?», nos preguntan los muros, teñidos con rostros de criaturas que habitan en el estero, como la rana chilena, coipos, garzas y huairavos, abundante bosque esclerófilo, hinojos y sombreritos de agua. Protegidos por una comunidad activa por la información, embellecen reforestando, limpiando e instalando asientos de madera y carteles informativos que rápidamente serán ultrajados por los mismos vecinos que viven en el sector. «Si te gusta el humedal, deja limpio C.T.M. Cuida tu mundo», decían los carteles.
Las familias pasean a sus mascotas mientras elevan volantines, otros trotan alrededor de la cancha o realizan actividad física en barras de calistenia insertadas en la tierra; también agrupaciones de mujeres realizan zumba y jornadas de baile. Se ven
sudorosos y contentos, libres de tener un espacio al cual acceder para tener actividad física gratuitamente. Asimismo, vestigios de actividad humana yacen en el epicentro y en la periferia de La Trizzano: dos arcos de fútbol y una gradería oxidada, restos de fogatas y basura.
Llega la noche y carretean las juventudes y no tan jóvenes. Ante la falta de alumbrado eléctrico y la lejanía con la calle, es un perfecto lugar de libre albedrío; los pacos no llegan y la justicia es la de la selva.
Recurrentemente realizan tocatas. Pupilas dilatadas y rostros endurecidos sonríen e invitan a compartir una noche estrellada. Reúnen piedras y ramas del bosque para formar una fogata rupestre. Mientras tanto, beben alcohol acercando sus rostros a un blanco polvo brillante que yace paralelamente en la pantalla de un celular. A través de un enrollado billete de luca jalan iluminados por los flashes, desfigurando sus rostros y hablando conspiraciones por horas, mientras celebran al ritmo de música urbana y electrónica, dando vuelta el estero con un goce desenfrenado.
Los nativos de la placa de cuarzo contaminan con latas de cerveza y colillas de cigarro una naturaleza diversa. En la oscuridad, el brillo de los ojos ofrece encuentros sexuales casuales entre desconocidos en los matorrales, algunos consensuados dejan los condones tirados y abandonan el lugar sin un beso de despedida. Por otro lado, mujeres y disidencias son socorridas para ayudarles a sobrevivir a una violación en este terreno tenebroso. La dualidad de este espacio baldío permite que sea un buen lugar para los locos enamorados que comienzan una relación o para quienes, en su fracaso, quieren acabarla.
Tras una jornada de lluvia, el estero es abundante: recorre desde Peñablanca hasta Quilpué conectando la naturaleza diversa del territorio de la región. No es posible destruir este bello lugar instalando edificios de cemento, nos recuerdan quienes habitan el humedal. A la luz del fuego resaltan los discursos políticos enfocados en la defensa del territorio ante las inmobiliarias. Pisoteando una lata de Escudo Silver, se exige la protección del humedal.
«¡La Trizzano se defiende!» Asimismo, historias de terror y leyendas aparecen, entre ellas, rumores de personas que han acabado con sus vidas. Ya van dos que han cursado el mismo destino allí, ahorcándose bajo el árbol más solitario de La Trizzano, escondido cerca del estero, saludando a los vecinos gitanos que viven bajo el puente.
Los primeros rayos de oro iluminan y embellecen el sector, la cordillera nevada se presenta ante los vecinos y un cielo desnudo enciende toda la vista panorámica. La basura provocada por el hombre florece y se transforma en contaminación, inhala y exhala un hedor. El ciclo de la naturaleza sigue su curso y el reino fungi reclama lo que es suyo. Los mosquitos pican y la naturaleza despacha a los humanos hacia sus poblaciones.
La Trizzano se ha convertido en un cementerio de animales o un lugar al que los seres llegan para morir en silencio.
BLANCA
Karina Aránguiz Aros
Por
Mi mejor amiga desapareció hace veinte años. Se llamaba Blanca.
Nos conocimos en kínder y desde entonces nos volvimos inseparables. Blanca era mucho más alta que yo, así que los lunes en la mañana era el único momento en que no estábamos juntas: a mí me formaban al comienzo de la fila y a ella casi al final. Desde primero a tercero básico fue mi compañera de banco. Si la profesora nos separaba, Blanca comenzaba a llorar hasta que la dejaban regresar a su sitio.
Recuerdo que su cumpleaños era el último día de junio, cuando el invierno ya se encuentra instalado. Ella siempre quiso celebrar con muchos niños, pero las vacaciones de invierno solían arruinar sus planes y terminábamos solo las dos, comiendo torta y viendo una película de princesas. Esa tarde me dijo: «Podríamos ver una película de terror ahora que estoy más grande». Recientemente había salido El juego del miedo y ambas queríamos verla, pero en nuestras casas estaba prohibido. Con suerte nos dejaban ver el video de «Thriller». Nuestro consuelo era contarnos historias de terror que aprendíamos en el colegio, cambiando los personajes o lugares. Reciclábamos las historias hasta que nuestra imaginación se agotaba: duendes que se llevaban tu Barbie favorita, monstruos que venían por la noche y se comían a tus papás o la Llorona, que te llevaba en reemplazo de sus hijos muertos. Nunca sentimos que el miedo fuera algo real, solo un cosquilleo en el estómago que desaparecía cuando la historia terminaba.
El último fin de semana de las vacaciones su papá nos llevó a los juegos de la plaza Simón Bolívar. Habíamos pasado las últimas dos semanas encerradas porque el frío no permitía salir y a esa altura ya poníamos cara larga si nos daban cartas o nos ofrecían ver Buscando a Nemo otra vez. Ahí, entre el carrusel y el barco pirata, sentíamos que de verdad estábamos de vacaciones. Pronto volaron los gorros y las bufandas; corríamos entre los juegos tratando de recuperar el tiempo perdido, queríamos subirnos a todos y comer algodón de azúcar y cabritas al mismo tiempo.
La luz nos abandonó a eso de las cinco de la tarde. La plaza se iluminaba con las luces del carrusel mientras nosotras lo mirábamos hipnotizadas, exhaustas en una banca. Blanca se reincorporó y comenzó a contarme una historia que había escuchado antes de las vacaciones. «¿Ves ese árbol gigante?», dijo señalando al gomero. «Si subes a la cima, se te cumplen tres deseos, ¿vamos?». La gran sonrisa con que deslizó la invita-
ción no me dejó explicar cuánto miedo me daban las alturas. Me encantaba esa mezcla de juego y desafío que Blanca proponía. Siempre supo cómo encender mi chispa.
Le pedimos a su papá que nos comprara unas bebidas y le avisamos de que estaríamos en el árbol. Comenzamos a subir por el tronco, apoyándonos en los nudos y avanzando de rama en rama. Blanca me sacó ventaja; como era más alta, no tenía que hacer tanto esfuerzo como yo para alcanzar las ramas. Miré hacia arriba y comencé a sentir las cosquillas que aparecían cuando contábamos historias de terror, no sabía si por la altura o porque me estaba quedando sola en ese follaje que a cada minuto perdía forma y color, hasta hacerlo indistinguible de la noche que caía. Quería seguirle el ritmo, pero no subía tan rápido como ella. Entre más alto íbamos, menos ramas encontraba para escalar y cada vez que miraba hacia arriba, la visión de Blanca se hacía más pequeña. De repente, sentí un puñal en el estómago y supe lo que era el miedo: «Si sigo subiendo no podré bajar». Le grité a Blanca que la esperaría abajo y comencé a descender.
Blanca nunca bajó.
Durante las semanas siguientes el rostro de mi amiga comenzó a aparecer en las noticias de las nueve, en las cajas de leche y en las calles del plan de Valparaíso. Nadie supo nunca qué pasó con ella, nadie de los presentes la vio bajar y su cuerpo pareciera haberse desvanecido, porque tampoco quedó rastro de ella entre las ramas.
Repetí tercero. Lloraba todos los días y hacía pataletas cuando me ponían el uniforme. Me citaron un par de veces por la investigación y yo no podía ni siquiera hablar, solo lloraba, no quería repetir las historias que escuchaba en el colegio sobre Blanca ni recordarla empequeñeciendo mientras la oscuridad me la quitaba. Mis padres decidieron que era mejor cambiarnos de ciudad y al poco tiempo nos fuimos de Valparaíso.
Hoy es 30 de junio y regreso a la ciudad que me arrebató mi otra mitad. Después de todos estos años no he podido olvidar a Blanca, sigue conmigo. ¿Cómo habría sido mi vida junto a ella? A veces pienso que la persona que se evaporó entre esas ramas fui yo, porque mi vida se transformó en lo que prometía la suya. Antes de tomar cualquier decisión, pienso en ella, es la estrella que señala mi norte.
Qué triste es querer y no tener cuerpo que abrazar. Han pasado veinte años y Blanca me sigue doliendo como miembro fantasma. Recorro las once cuadras que van del terminal de Valparaíso a la plaza Simón Bolívar. Pedro Montt está irreconocible, pero el aire frío y húmedo del Puerto no ha cambiado. Paso algunos semáforos en rojo sin notar que los pasos se convierten en trancadas y mis recuerdos le siguen al trote. Un bocinazo me avisa de que la suerte de no ser atropellada terminó, al igual que la avenida.
La sorpresa al descubrir que el árbol no es tan grande como recordaba, es seguida por una nueva puñalada en el estómago. La brisa me revela que estoy bañada en terror y que, al parecer, tengo más de un corazón repartido en el cuerpo bombeando arrítmicamente. Me acerco a la base del tronco, buscando un nudo que me permita subir, y respiro profundo para controlar el vértigo. Hacia arriba, no tan lejos, aún se ven claros de cielo entre las ramas.
Blanca, treparé ese árbol por ti y no bajaré hasta encontrarte, vine a celebrar contigo y quizás podamos conversar como antes. Quiero preguntarte si uno de tus deseos era volverte famosa o solo querías jugar a las escondidas.
La escalada fue efectiva después del tercer impulso. Me sentía ridícula aferrándome a la corteza, que era demasiado lisa para mis manos poco exploradoras, y también por las miradas con las que me cruzaba, que veían cómo una mujer de casi treinta años no podía subirse a un árbol. La adrenalina acumulada hizo que tomara un impulso con más fuerza, después de aferrarme hasta con las uñas y quebrar algunas ramas enclenques que ya no servirían para bajar, me adentré en el follaje.
Cada tanto miraba al suelo, que seguía a la misma distancia, así que seguí tomando ramas y hojas que venían a mi encuentro. Perdí la noción del tiempo que llevaba haciendo lo mismo. Por mucho tiempo creí que si llegaba a lo alto podría pedir mis deseos, pero ahora me daba cuenta de que era imposible, las ramas eran delgadas y mi cuerpo adulto no llegaría ahí sin caer y romper mis huesos.
Ahora intento bajar, pero el vértigo me juega una mala pasada, estoy asustada y no quiero mirar abajo ni tantear con mis pies superficies fracturadas. De repente me llega la risa de los niños que juegan en la plaza. El sonido me tranquiliza, tiene el mismo
efecto que la risa de Blanca, ¿o será ella, que viene por mí? La luz ya se va y entre las hojas se cuelan pedazos de cielo con las primeras estrellas.
Decido quedarme abrazada a una rama y esperarla un rato más antes de bajar.
MIL OCHOCIENTOS VEINTICINCO PELUCHES
Por Insomnia
Cinco años. ¿Cuánto son cinco años? Un año tiene trescientos sesenta y cinco días, cinco años serían mil ochocientos veinticinco. Muchas cosas pueden pasar en un día. Alcanzar a vivir solo cinco años podría parecer poco o mucho, depende. En los primeros años todo es una fantasía, un milagro, un sueño. Los niños ven el mundo como lo pintan los adultos que los rodean y si hay cariño sobre la mesa, este se podría resumir en cereales, películas animadas, abrazos de mamá, lápices de colores, cubos Rubik, autitos, muñecas, amigos, perros, gatos, ardillas, burbujas, juegos, cuentos, plastilina, calcetines de colores, monitos animados, kínder, planetas, metalófonos, dulces, peluches.
Peluches para cuidar la cama, alguien tiene que resguardar el par de almohadas. Ositos grandes para abrazar en las noches donde la imaginación juega malas pasadas.
Dormir sobre un mar de peluches, juntar las pestañas, dormir para siempre. Y que solo pueda despertarte el sonido que hacen las olas al chocar contra las rocas de la playa. Abrir los ojos en medio de un milagro, varios milagros, un peluche por cada milagro.
Las velas flotan por sobre la espuma que cubre el agua verde azulada, removida por el viento que hace girar con generosa velocidad los remolinos, anunciando la llegada de las siete de la tarde, la hora de once, aroma a pan tostado y angustia. Angustia de quince años y más. Veintisiete mil trescientos setenta y cinco peluches.
Un día jugó con sus Barbies y removió su burbujero para luego soplar cristalinas aureolas que explotaron en los juguetes arrinconados en su pieza, sin saber que esa sería la última vez que podría hacerlo. Y ante la imposibilidad de volver a abrazar a su madre, ahora solo puede abrazar el milagro de ser encontrada después de perderse, intentando salir a flote entre las gélidas aguas, para escaparse a jugar un momento con las medusas. Mientras tanto es desesperadamente buscada donde fue sorprendida dejándose arrastrar por la corriente un día frío, nublado, con el viento hecho furia y sus húmedas pestañas cerradas para siempre; se dejaba mecer por un mar inquieto que cobraba vida propia o parecía tener una comezón incómoda de sentir a la pequeña Panchita durmiendo por tantas horas bajo el mar.
Hoy, desde los roqueríos donde fue hallada, algunos peluches sostienen velas anunciando un milagro, el milagro que desencadenó la necesidad de convertirla en un ángel capaz de concederlos y recibir algunos agradecimientos de mármol hacia aquella niña, que en el año 2009 conmovió a toda una ciudad y a quienes clamaban justicia en las puertas de la fiscalía.
VENTANAS DE BAILE
Por Vivian Messmer
Fue aburrido vitrinear por avenida Valparaíso. No habían cambiado los escaparates desde mi última visita. El comercio y los ambulantes vendían lo mismo de siempre, a excepción de los paraguas, y tampoco había novedades de productos en un mercadillo de la plaza María Luisa Bombal. Me desvié hacia Arlegui caminando en dirección al puente Casino y, al pasar por la callejuela lateral del edificio Gala que es entrada del hotel con el mismo nombre, vi fugazmente a un grupo de jóvenes bailando una coreografía con una música a bajo volumen.
Me acerqué, movida por la curiosidad, al verlos mover sus brazos, dedos y cuerpos de manera sincronizada al ritmo de lo que parecía ser una canción de pop coreano. Lo hacían frente a unas ventanas de cuerpo completo que funcionan como espejos, permitiéndoles observar sus movimientos. Al lado de ese improvisado espejo había un letrero blanco con la simbología de prohibición «E» y la frase «No estacionar ni detenerse». Cuando me vieron llegar se cohibieron; dejaron de hacer sus poses y comenzaron a hablar entre ellos.
Para mí, la plaza María Luisa Bombal era el lugar de encuentro de grupos de cover dance aficionados de diversas edades, que bailaban por horas frente a los vidrios del Santander. Ese panorama se repetía todos los fines de semana, incluyendo el viernes después del almuerzo. Me llamó la atención que estuvieran practicando en un lugar medio escondido, entre edificios, relativamente oscuro y con mucha basura dispersa en la entrada.
Los abordé mal al llegar y plantarme frente a ellos para observarlos. Para remediarlo, les pregunté si podía sentarme en el suelo y verlos bailar. Se miraron entre ellos y rieron nerviosos, pero no me negaron la posibilidad de ser su público. Conté a dos hombres y cinco mujeres, todos con outfits muy variados: faldas, pantys negras, botines, bucaneras, chalecos, buzos deportivos y jeans.
En los primeros minutos, mirándolos en silencio, comencé a entender su dinámica. Cada uno asumía el rol de un integrante de la banda a la que rendían tributo. En cada pausa que hacían, revisaban videos del baile en sus celulares y uno de ellos hacía de directora coreográfica, situando a cada bailarín en un espacio de cuatro y medio por seis metros. Ella les indicaba los pasos, afinando juntos los detalles interpretativos para imitarlos con precisión, desde la personalidad de cada idol hasta los gestos. Ensayaban
parte por parte, mientras alguien del grupo que no logré distinguir tarareaba la canción, uniendo todo poco a poco al reproducir la música.
En el tiempo transcurrido acompañándoles, fueron apareciendo algunos curiosos: un adulto mayor que solo miró un momento y se fue, un hombre que paseó por el callejón cinco veces y tres señoras con bolsas matuteras que usaron el callejón para acortar su ruta. También llegaron tres jóvenes, que saludaron al grupo a la distancia y se posicionaron en diferentes lugares frente a los espejos colectivos aledaños, a practicar sus propias rutinas de danza.
—¿Ellos también son parte de su grupo tributo? —pregunté, rompiendo así mi silencio.
—No —respondió la chica, quien les dirigía. Su falda verde color militar solo resalta mi pensamiento de que ella coordina al grupo—, la gente viene aquí cuando el Artequín o el museo Vergara están llenos.
—¿Ustedes también practican ahí?
—Sí, pero siempre está lleno. Tenemos que esperar a que terminen otros grupos para usar el espacio frente a sus ventanas y a veces esperan muchos. Antes nos juntábamos en «el banco», el espacio detrás del Banco de Chile de Arlegui, pero el edificio puso una prohibición hace un mes con multa.
—¿Tú eres quien dirige el grupo?
Mi pregunta hizo que ella mirara rápidamente a los demás integrantes. Todos al escuchar mi duda centraron sus miradas en ella, esperando su respuesta. Nadie se movió.
—No tenemos líder en los grupos, nos ayudamos entre nosotros para sacar la coreografía —comentó sin mirarme.
Y con una mano en la cintura y la otra manipulando su teléfono, encendió su parlante inalámbrico y escuché por primera vez la canción desde el inicio.
Todos se formaron en hilera, tomándose de las manos y hombro con hombro, creando un muro humano. Dos bailarinas, desde sus esquinas, caminaron hacia el centro de la fila. Una avanzó por la parte frontal, mientras la otra se movía sigilosamente por detrás de sus compañeras. Al converger en el centro con precisión calculada, acercaron sus rostros de manera inexpresiva, como si fueran un espejo, reflejándose una en la otra. Luego, la línea se desarmó bruscamente y cambió constantemente de formación en el pequeño espacio, adoptando triángulos, círculos, abanicos, filas y niveles visuales variados. En cada posición nueva, se acariciaron sus propios rostros, cuerpos y brazos de otros bailarines.
Cada integrante, al interpretar a un idol, tenía sus momentos protagónicos. Iban imitando y doblando a la perfección a su cantante. Varios minutos eran solo gestos con las manos, brazos e inclinaciones del tronco y cabeza cargadas de dramatismo y de movimientos controlados. Sin embargo, en el clímax, cuando la música se volvía más enérgica, se transformaban todos. Los pasos eran expansivos y sueltos de brazos y piernas. Liberaban sus cinturas en movimientos sinuosos y sensuales, utilizando todo el espacio para moverse sin restricciones y terminando en una pose de reverencia.
Hicieron toda la coreografía completa y empezaron a repetirla una y otra vez. Se dejaban llevar, al ritmo de la música, con una naturalidad que reflejaba su disfrute genuino con el baile; cuanto más repetían, más enérgicos sus movimientos, y más memorizaba la coreografía en mi mente. Nunca los vi discutir. Me sonreían al equivocarse en algún paso. Llegué a soñar despierta bailando al ritmo de la canción, que me estaba empezando a gustar. Incluso me llegué a aprender la melodía y guardé el título en mi celular. En todo momento de sus prácticas, cada uno miraba de manera seductora su reflejo en la ventana.
—¡Ea! ¡Bailen pa nosotros! —gritaron en un momento un par de tipos mientras se burlaban imitando los pasos de baile de la cumbia, interrumpiendo su coordinación casi perfecta de movimiento.
El septeto se mostró incómodo y aparecieron en sus rostros los ceños fruncidos. Todos quienes estaban frente a los vidrios dejaron de practicar.
El guardia del hotel, que vio toda la escena, no hizo nada. Yo, con el ánimo de una perra con rabia por la situación, me levanté del suelo, los miré de frente y les levanté el dedo medio. Se fueron al ver el gesto obsceno.
—Siempre hay gente así que se burla y esperamos a que se vayan —dice uno de los chicos del grupo.
Su tenida deportiva contrasta con su notable poder para dramatizar su cuerpo y encarnar a una artista femenina.
—¿Hacen esto para alguna presentación o solo por pasatiempo?
—Hay de todo, algunos aquí estamos en más de un grupo y vamos a eventos, competencias y reuniones de fans.
Quien hacía de directora, se acercó a escuchar mi conversación con su compañero.
—En esas competencias, ¿los premios son en dinero? —lancé la pregunta al aire, esperando la respuesta de alguno.
—No todos dan dinero; es más el reconocimiento de ser los más iguales en bailar —respondió ella.
Él me sonrió y nos dejó solas. Mas vi que corría donde su otro par y conversaban tomados de la mano. Ella continuó:
—Yo puedo llegar a estar con amigos que conocemos en redes que piden integrantes para un baile en especial y están mis clases de K-pop en la municipalidad; pero no todos tienen ese cupo para bailar.
—¿Y ya no van a prácticas a la plaza que está en Villanelo?
—Es que después de la pandemia, la Municipalidad dio el espacio para la feria de
emprendedores. También taparon todos los ventanales con letreros de Santander, y aquí es tranquilo.
—Aquí… tranquilo —exclamé mirando hacia arriba, a las ventanas de los edificios, preguntándome si desde allí algunos ojos les observarán—. Sí, debe serlo todos los fines de semana.
—Es difícil juntarse muchos fines de semana porque muchos viven lejos; yo soy de Villa Alemana, así que nos ponemos de acuerdo por Instagram o Telegram. Algunos vienen aquí de diez a dos de la tarde a este lugar. Nosotros estaremos hasta las seis.
—¿Y arrendar un salón?
—Cuestan siete lucas la hora, y solo necesitamos un reflejo.
SAMBISTAS Y EL CARNAVAL PORTEÑO
Por Elvira Renée
Se la puede ver en el paradero con las manos frías en un intento de hacerse el delineado de gato en el párpado superior, luego seguirán sombras de colores fuertes, purpurina y el clásico labial rojo maraca intenso. Lleva en el bolso un moño tipo cola de caballo, hecho de pelo largo, rizado y artificial, que compró en los chinos. Siempre la saca de apuros, porque no es más que hacerse un tomate bien engominado y chantarse encima el moño.
Son las nueve de la mañana un viernes de agosto, los y las sambistas de Valparaíso esperan en Plazuela Ecuador la micro que vendrá a buscarles para llevarles a la Escuela Montedónico de Playa Ancha.
Ana realizó la invitación. Ella es una de las bahianas, señoras que componen el área de danza y usan vestidos hasta al suelo que se extienden hacia los lados gracias a grandes aros interiores hechos con PVC, cubriendo sus piernas como dos secretos que sostienen al cerro. Tienen la misión de proteger a la comunidad y entregarle su sabiduría. Ella trabaja en esta escuela primaria, hace una semana le avisaron que la entregarían remodelada y con sus compañeras no tenían tiempo ni recursos para preparar un festejo.
Le pidió el favor a su escuela de samba y hubo quienes pidieron permiso en sus trabajos, o bien dejaron de producir aquella mañana las que no tienen jefes e incluso algunos jóvenes faltaron a la universidad para presentarse en aquel lugar.
Una vez allí, la batería empezó a tocar y delante de ella quedó un espacio, que a cucharadas se fue llenando de passistas, bailarines caracterizados como malandros, la portabandera y, junto a ella, su acompañante, llamado mestre sala. Finalmente se incorporaron también las bahianas, entre ellas Ana, quien logró reunir en ese evento al carnaval porteño con las autoridades de educación y, detrás de ellas, a muchos niños y niñas, para quienes se había dispuesto una gradería con asientos que no se usaron pues no hubo caso de parar su revoloteo al compás de la música.
No hubo tiempo de despedidas y, apenas terminó la ceremonia, bajaron en masa hacia el taller ubicado en calle Blanco, donde suelen cambiarse de ropa y guardar los instrumentos. Allí se reunieron con los demás miembros de la escuela y llegó un auto manejado por un hombre gordo que vestía una polera de panzer. Venía desde el
cerro Florida a buscar a integrantes de danza y batería para llevarles a un pasacalle que se haría en su barrio con ocasión del aniversario del Wanderers y el Día de la Niñez.
Hizo varios viajes para subirlos a todos, mientras se comía una empanada de pino que dejaba en un espacio de la puerta del auto cuando se veía obligado a usar la mano con que la sostenía para mover el volante.
Llegaron a una sede vecinal y quienes aún lo requerían se cambiaron de ropa, mientras las que llevaban ya un espectáculo encima ese día solo se retocaron antes de empezar el desfile. Avanzaron por una calle vacía en medio de casas de diversos colores, luego siguieron por una hilera empinada, derrochando desplante con movimientos exagerados y miradas enérgicas, a pesar de que aún nadie les miraba. Hasta que de repente, desde los almacenes empezaron a asomarse personas cargando bolsas, de las casas iban saliendo niños y niñas que les miraban un poco asustados, emocionados al mismo tiempo, como si fueran magia. Les llegaron bolsitas con dulces que habían preparado las madres del barrio para la ocasión. Se demoraron un poco más, pero salieron también los ancianos y las ancianas a la calle, quienes aún guardaban osadía, y desde el balcón las que ya habían decidido retirarse del bochinche.
Las que conocían el cerro se avisparon y no se pusieron tacones de aguja, sino los anchos, ya que sabían de las cicatrices y heridas a tajo abierto que había en las calles. Otras, cuando las vieron, optaron por sambar descalzas, y las más porfiadas dejaron con sello rojo su firma entre el asfalto y las rebeldes malezas. Luego de subidas y bajadas, el pasacalle desembocó en una plaza adornada con globos verdes y blancos, donde había personas pintando caritas, payasos en zancos y juegos inflables.
La que había carreteado el día anterior estaba a punto de desfallecer, cuando una vecina salvadora se acercó y dijo:
—Chiquillas, en mi casa aquí a la vuelta, está mi hija esperándoles, hay tallarines con salsa para ustedes, está calientito, para que vayan a comer, avísenles a sus compañeros.
Al día siguiente, como cada sábado, se reunieron a ensayar en la plaza Rubén Darío. Entre grandes rocas, la música viva de la Batería Porteña se tomó el espacio. En una redondela con espacios perfectamente demarcados para cada bailarina practicaron pasos desde cero, trabajaron la actitud, interpretación de sonidos y silencios con el cuerpo, miradas y gestos, alternados improvisadamente entre el peso y la levedad.
Al medio, en un cajón de arena, niños, niñas y bebés, crías del samba y de los cerros, jugaron mientras su madre, padre o ambos ensayaban. Fueron también abuelas, algunas de ellas bahianas, y otras que acompañaban a su nieta o nieto para evitar una pataleta si no le llevaba al ensayo, suerte para ellas que había varias sombras y espacios donde sentarse, incluso para tomarse un tecito.
Lo usual es que cuando acaba el ensayo —que dura alrededor de tres horas— se va cada uno a lo suyo. Hay quienes no pueden bajarse del ritmo y terminan en Subida Ecuador o tomándose unas chelas en la sala donde se guardan los instrumentos, resistiéndose a soltarlos. Algunas bailarinas se miran cómplices y parten junto a una que otra ritmista a la hélice que está cerca de la plaza, en avenida Altamirano, echan humo y miran cómo los cochayuyos se dan latigazos y a ratos se acarician por el vaivén insaciable de las olas.
Pero ese día tuvieron que tomar la primera micro que pasó y correr al taller a cambiarse. Algunos debían ir a la Caleta Portales porque habían adquirido el compromiso con un grupo de vecinos de presentarse en un festejo por la Asunción de la Virgen. Estaban en eso cuando unas señoras gritaron: «¡Herejes, putas, son el diablo!», mientras que lanzaban sal a las muchachas. Ellas no se inmutaron, pero desde entonces, en toda presentación de contexto religioso, es obligación para las bailarinas cubrir las partes del cuerpo que inducen al pecado.
Mientras tanto, los demás realizaban un monto en la plaza Cívica. Se armó un carnaval sin pasacalle, la batería se separó en dos partes, armándose un pasillo en medio mientras tocaba, y desde allí empezaron a aparecer los distintos componentes del área de danza a bailar frente a ella. Luego en vez de pasar la gorra, se ofrecería el tamborim con la esperanza de armar un pozo cuantioso que permitiese pagar el arriendo de la sala, ojalá también materiales para las fantasías de danza y parches nuevos para los tambores.
Era el turno de las passistas: avanzaron dos mujeres jóvenes, en tacones, con coronas y espaldar de coloridas plumas, trajes hechos con piedras brillantes y lentejuelas, sostenidas de la cintura para abajo por una firme malla de red, lo más parecida posible a su color de piel, dispuestas a dejar su alma en ese lugar. Hasta que de repente se cruzó un hombre con la cara ensangrentada: se había estado agarrando a pelear con unos borrachos que desde hacía un rato estaban mirando el espectáculo desde una esquina, metiendo un boche hasta entonces amigable. Miró a una de las bailarinas a los ojos mientras se acercaba y ella, vulnerable, pero sin perder la actitud, se echó para atrás; quería seguir bailando, pero se cortó la música. Tuvieron que parar en seco. Otra vez por el loquito del centro. Uno de los grandotes de batería se calentó y le iba a pegar.
—¡No le peguen, es esquizofrénico! No se puede hacer nada con él… —advirtió una de las mujeres de batería.
Tuvieron que retirarse, con pocas monedas y mucha producción detrás.
—Ya no es lo que era —dijo uno de los bailarines porque antes de la pandemia, de esta forma se reunía mucho dinero, alcanzaba incluso para el flete de los instrumentos a la Rubén Darío, la ciudad no estaba tan dominada por los zombies y abundaban familias, turistas y otros grupos de personas dispuestas a colaborar.
El domingo hubo un gran pasacalle en la avenida Altamirano. Miles de personas que provenían de diferentes ciudades llegaron con sus tambores a Valparaíso: algunas comparsas se habían preparado todo el año para este momento y desde Santiago arribaron caudales de jóvenes con ánimos de pasar un año nuevo diurno en medio de cuerpos pintados.
La escuela partió desfilando a la altura de la playa San Mateo. Iban cerca de la caleta El Membrillo cuando un hombre mayor, con una cerveza de litro en la mano, no paraba de decirle cosas obscenas a una bailarina del cerro Las Cañas que rondaba los veinte años, fuerte, morena, de ojos achinados y glúteos pronunciados. Mientras bailaba, fue juntando rabia y, como si fuera parte del paso que procedía a dar y ofrecer al público,
sin dejar de mover los pies al pulso de la música, le dio un codazo en la cara al desgraciado, dejándolo unos metros más atrás en el suelo, yaciendo junto a su botella de vidrio quebrada mientras escurrían, culposos, los últimos conchos.
Es normal que ocurran cosas así en el plan, tal vez porque allí antes hubo mar y el agua aún reclama su espacio, dándole lugar a esta vorágine. La escuela participa de ella, a veces generando nuevas tensiones, poniendo temas sobre la calle.
Se ha visto cómo la Escuela de Samba de Valparaíso ha narrado con su cuerpo, instrumentos y voz el mito de la cueva del Chivato en el año 2014, la historia del circo porteño en 2015, ha retratado la bohemia porteña y ha interpretado otros temas tan sensibles como el incendio que arrasó alguna vez con todo lo que esta escuela tenía, lo que dio lugar, en el año 2012, al enredo Cenizas de Samba.
Estos relatos se ofrecen generalmente en el plan y dan lugar a pasacalles muy diferentes a los que ocurren en los cerros. Allí, todo espectáculo debe abrirse paso entre el ruido, los autos, el comercio ambulante, las grandes tiendas, los pequeños negocios, las oficinas, los bancos, el poder y la decadencia. No falta quienes se cruzan o quien grita algo o juzga. Atravesar el plan bailando, en tacones y portando fantasía, implica sacar coraje, desarrollar la sensibilidad necesaria para conectar con miradas apuradas, darle un respiro a la locura al bailar con otros transeúntes, creando con ellos una sola identidad a partir de un jolgorioso paréntesis en medio de la vida cotidiana.
Los pies recogen en el centro de la ciudad, intimidad de barrio caída desde el cerro, ella sube por las piernas llegando a las caderas; una vez allí, activa todo el cuerpo de la bailarina, que empieza a soltar las tensiones que el plan le provoca, regando por las calles su sudor aliñado con la brisa propia de los remolinos del mar.
CRONICAS FEMINISTAS
Por Valentina Gallardo E.
Cientos de mujeres estudiantes formaron un túnel humano por donde pasarían veintidós consejeros. Llamadas por el deber, sosteniendo pancartas, banderas y megáfonos en las manos, repletaron las escaleras de mármol hasta el tercer piso de la Católica de Valparaíso. Sus compañeros, cual soldados, cortaron toda posibilidad de escapatoria, bloqueando el paso a aquellos que intentaran eludir su destino y obligando a cualquiera a pasar entre las jóvenes que aguardaban en el camino.
Atemorizados, los docentes subieron bajo la presencia abrumadora de las vigilantes que, al enfrentar el sendero trazado, tornaban su rostro en piedra. A sus lados las muchachas vestían pañoletas moradas, manos blancas y ropas negras.
La prensa concurrió al lugar para observar la llegada del rector. Un silencio mortífero perforó el lugar, tan profundo que ni el más corajudo de los maestros se atrevió a levantar la mirada. Con la cabeza en alto, inició la procesión hasta el concejo Superior cuando los gritos rompieron en aluvión. Algunos perdieron la calma intentando apartar las cámaras que registraban su angustia, más el clamor no cesaba y poco a poco las voces se trenzaban en un solo canto.
Por cuatro largas horas ondearon las banderas a la espera del veredicto, mientras las centinelas permanecían sentadas en el gran patio interior. Al otro lado de la puerta, en la sesión, se escuchaba: «¿Ustedes piensan que este protocolo no les va a caer encima? Hoy día son tres profesores acusados de acoso, pero mañana pueden ser ustedes», increpaba sin titubear una decana a sus pares varones.
Más tarde, un representante estudiantil en el concejo abandonó el salón anunciando el desenlace. La marea morada embistió contra las paredes a la espera de los catedráticos. Las jóvenes retomaron sus lugares para clavarles las miradas como estacas en el pecho. El protocolo no había sido aprobado.
La marcha
La gran serpiente morada reptó lentamente desde Cochrane hasta Pedro Montt. Decenas de mujeres marchaban con lienzos y pancartas formando un gran mosaico de con-
signas: «Ni una menos», «Justicia para Nicole Saavedra», «Macarena Valdés presente» o «Educación no sexista».
El eco de los cánticos recorría las venas del puerto, tronando raudo hasta el oído de los curiosos, mientras las comparsas marcaban el ritmo al igual que un carnaval. Escurriéndose cual sombras, carteristas de momentos, los fotógrafos buscaban el ímpetu de las performances.
A los pies del Turri se observaba el paso de las manifestantes. Marcharon las militantes y las independientes, las colectivas y las coordinadoras, las tortas y las travas, las madres y las hijas, las que recién tomaron conciencia y las que llevan una vida. Y, entre ellas, desfilaban las muertas.
Como un río inagotable que desemboca en el mar, todas confluyeron en el Parque Italia. Al escenario subieron las dirigentas, trabajadoras y estudiantes, esperando su turno para tomar la palabra. Excitando el temple de las masas, cada arenga era más briosa que la anterior.
Mientras, los verdugos acechaban desde General Cruz, aguardando la primera señal de insurgencia. Las jóvenes, en un intento por alcanzar el Congreso, corrieron las vallas que pusieron sus cancerberos. Las máquinas del enemigo dejaron caer las toxinas desde el cielo, rociando por completo los rostros de las sublevadas. Ni el más duro de los lienzos podía aguantar la fuerza de sus rivales.
La turba arrancaba en una estampida, tropezando unas contra otras sin saber dónde ir. En el suelo yacían algunas desorientadas, el espeso gas del zorrillo trastocaba sus sentidos y el rocío amarillo del veneno les quemaba la piel. A la vuelta de una esquina, entre mascarillas y antiparras, alguien repartía agua, bicarbonato y limón.
A lo lejos, algunas más desafortunadas fueron arrastradas al camión.
La toma
El silencio golpeó cual rayo cuando una muchacha sugirió tomarse la universidad. Los murmullos zigzagueaban en la Escuela Uruguay mientras algunas buscaban asiento entre
La vigilia
las baldosas. La álgida discusión que tenía lugar en el comedor mantenía a la asamblea sumida en confusión.
«Esto nos va a deslegitimar como movimiento», dijeron desde uno de los rincones. «No podemos aceptar migajas», gritaban desde el otro lado del salón. Una chica se levantó y miró fijamente a todas las presentes. «Compañeras, ¿ustedes creen que una toma es violenta? Violento es que los profes acosadores sigan haciendo clases.» Miradas nerviosas se lanzaban en la sala como balaceras. Tras horas de discusión, las manos se levantaron y la votación se llevó a cabo. Las opositoras abandonaron el cónclave sin dejar rastro, mientras el resto se abocó a trazar un plan.
Irrumpieron por la reja trasera y algunos vidrios fueron sacrificados en nombre de la rebelión. Una vez dentro, el Gimpert PUCV se convirtió en un fuerte, cuartel principal del movimiento de mujeres. Desplegaron lienzos, instalaron cadenas y dibujaron senos.
Tan solo horas después había un piquete a los pies de la facultad, bajo órdenes del mismo rector. En ese momento el desalojo era inminente, y el temor, palpable. Todas sabían lo que pasaba en los calabozos de Fuerzas Especiales. Una facción de las insumisas imploraba seguir resistiendo, alegaban que defender la toma era solo el comienzo. «Cómo vamos a agachar la cabeza ante el rector y sus perros», pero la asamblea decidió abandonar su empresa.
En un último símbolo de resistencia, las jóvenes se deshicieron de sus vestiduras y en cadenas y capuchas salieron con la frente en alto. Con los senos al aire, alzaron un lienzo al abandonar la trinchera, que decía: «1, 2, 3 por mí y por todas mis compañeras.»
VÉRTEBRA VIÑAMARINA
Por Benjamín Llanos Roco
A los pies del Chile, unos hombres tapados en capas de ropa, a eso de las ocho de la tarde, disfrutan de unas partidas de ajedrez que se extienden hasta que el frío no dé más, o hasta que se acabe el termo con café.
—Venimos todos los días a esta misma hora, excepto los domingos, compañero.
—Estamos toda la semana jugando aquí… A ver, si muevo el alfil a este espacio…
—Mira compa, ahí la cago él, lo que voy a hacer me lo enseñó uno que venía a jugar antes, este juego está en el bolsillo.
Estaba tranquilo. Se le notaba la calma al concentrarse en el vaso que se estaba sirviendo, mientras su rival dudaba sobre qué hacer.
—Si te estresas, vas a tener más canas que victorias, ¿no cierto compañero?
El ritmo del tablero cambiaba, tal vez por las risas del hombre de pelo negro que escondía el termo dentro de su chaqueta a modo de guatero o quizás por el musico en vivo que tocaba frente a la otra acera.
—Chico, no te preocupes, si uno se acostumbra a la actitud.
—Te pongo música para jugar y te quejai jajaja.
—Digamos que vamos un millón a cero, dejémoslo así para que nadie se enoje.
Se adueñan hasta del artista que toca en la noche y con un sorbo para calentar el alma se molestan mutuamente acumulando gente alrededor. Lo que antes eran filas para el banco, ahora es un público presenciando una guerra amistosa.
«La calle Valparaíso, que, en día no lejano, será el boulevard del comercio y del paseo de Viña del Mar, ostenta ya, como París, su café de la paz y como Versalles su restaurant de Nuevo Versalles», escribió Benjamín Vicuña Mackenna en junio de 1883.
El entramado de una macrociudad como lo es la parisina no dista mucho del paseo viñamarino; las siete cuadras en dirección puerto, Von Schroeder, Ecuador, Traslaviña, Villanelo, Etchevers, Quinta, perdiéndose en la plaza de Viña, dándose vueltas entre los árboles y la algarabía de un punto de descanso. Al igual que en Rue de Renard, la principal es cortada por la gente y sus manzanas se fragmentan para continuar fluyendo a través de las siete siguientes en dirección cerro, Quillota, Quilpué, Crucero, Batuco, Peñablanca, Simón Bolívar, desembocando en Cancha.
Por capricho o por negocio, te encuentras sumergido dentro de sus veredas e inmerso en su atmósfera impregnada de una sensación de permanencia, una habitación dentro de tu casa.
Desde temprano se abre la puerta, los gritos de mercantes que invaden Quillota cuando los puestos en el mercado salen del estero y descansan en la intersección con Valparaíso. Es incómodo y automático, la ida a comprar víveres, la ama de casa que debe levantarse a temprana hora a esperar fuera de la carnicería el turno para su pedido, como quien abre el refrigerador y busca qué comer o el trabajador que de reojo busca entre el closet algo que ponerse para llegar luego a su pega.
—Oiga, ¿a cuánto tiene el pantalón?
—Ese a tres lucas, caballero.
Los que llegan primero en la mañana pueden darse el tiempo de platicar con los vendedores, hacer migas y tal vez conseguir una que otra oferta.
—¿Y no sabrá usted dónde puedo encontrar esta cuestión que se me rompió?
—Sí, claro: mire, vaya a los chinos, ellos tienen de todo, de más lo encuentra ahí.
Las tiendas de estos son como hermanos que comparten pieza en la casa mientras van perdiendo personalidad, para todos en la calle son lo mismo una que la otra.
Ventas de abarrotes por Valparaíso, la multiculturalidad camino al terminal aumenta, puestos de comida venezolana, el olor de anticuchos frente al Espacio Urbano e idiomas extranjeros que llegan desde los buses a su lado.
Santiago-Viña, Viña-La Serena, conexión a Coquimbo, tres buses a Valdivia, regresa uno de Puerto Montt. Las micros se mezclan con los chillones buses y pausan el tráfico, las celestes 300, azules 400 y rojas 600 niegan la huida de los que quieren huir y los detienen, tal vez en el tiempo. Se suben los escolares junto a las mamás que acompañan la ida a clases, las mochilas en el paradero hacen fila mientras otros moldean la vereda con sus pisadas.
Fluye una corriente que abraza las intersecciones, la vida comienza a crearse a las siete de la mañana y ya todos se reúnen en calle Valpo, se descansa en ella y continúa su día a día a través del pilar de la ciudad jardín. Las mañanas son frías y el caminar ayuda al cuerpo a recorrer las tiendas, abrir las ventanas de los hogares, dejar entrar la brisa de costa que se esparce junto al canto de los pájaros y al ruido de los autos que envuelven el microclima de la ciudad.
Al hogar siempre se vuelve, a veces de visita o de paseo, se te acomodan los asientos, los sillones son del color que recuerdas, aunque no estén en el mismo lugar, las puertas manchadas y con grietas siguen donde mismo las dejaste la última vez que viniste. Como quien se toma un café en la mañana para empezar el día viendo la televisión, asimismo ocurre en la calle. La comodidad de transitar, casi de memoria, por las piezas de una casa antigua, el suelo que ya tiene grabados los pasos y se deforma con ellos.
Los invitados a la mesa a ver cuadros de los nietos e hijos, cómo avanza el tiempo y la casa sigue igual.
«Todo viñamarino que se precie de tal, tiene en su disco duro bellos recuerdos de niñez y juventud vividos en la calle Valparaíso», escribió Jorge Salomó.
Las anécdotas impregnan de sabor las baldosas que constituyen las veredas, hacer la fila que recorre toda la vereda para comprar helados en el Santogelato, esperar el coleto frente al Cine Arte en la plaza Viña, patinar alrededor de la plaza Viña o ser interceptado por vendedores ambulantes y encontrar alguna joyita encima de las telas a lo largo de la cuadra. Hay personas frente a las tiendas de Falabella y Ripley que se alzan para el deleite de la gente que va a vitrinear, mientras esperan afuera con las bolsas en mano a que salga por fin su pareja de ir a comprar.
—Oye, ¿y si vamos a comer algo al Guatón?
—Un completo siono.
—Ya, pero si es para completo, mejor un italiano en el Cevasco.
Se escuchan conversaciones ajenas sentado en la plaza, descansando del sol en las bancas frente a la Sucre, cómo el cotilleo abunda y todos tienen la oreja parada, aunque no conozcan a nadie o escuchen trozos de la conversación.
—No sé, donde esté más barato yo cacho.
—Pero vamos a com…
Se pierden los estudiantes al cruzar la calle y la historia queda ahí. Esa como muchas, la de la joven que la mamá mandó a depositarle plata al Falabella diciendo a viva voz que llevaba dinero mientras mandaba un mensaje de audio. La señora Pilar, creo, iba a mandar a hacer unos zapatos ahí en la galería del Portal Álamos para su esposo o su hijo, la historia se olvida cuando la interacción es esquivar personas mientras se camina por la angosta calle.
La calle Valparaíso no se muestra entre carteles que la promocionen, es sino ella misma quien grita y pide: «Vengan, recórranme, estoy aquí», ¿no es así como se crea lo social? Gente de distintas realidades reunidas por propósitos en común que dialogan, se empapan de la música de ambiente del violinista, el guitarrista o artistas que intentan vivir el día a día y se mezclan con los demás. *
La mujer de alto perfil que se ha dado vueltas por la plaza frente al Santa Isabel en Villanelo, bolso en mano y con un abrigo felpudo que pareciese un animal pegado a ella, le pregunta a uno de los hombres que está ahí sentado en uno de los bancos, frente a las hierbas medicinales:
—Disculpe, ¿sabe usted dónde está la galería Cristal?
—Sí señora, mire, usté va de aquí hacia la derecha, hasta que llegue maomeno frente a un Telepizza, ahí tá la galería.
—Ay ya, muchas gracias.
Al rato de un minuto desapareció entre las dos farmacias de la esquina y el tumulto de personas que recorren las calles a eso de la una o tres de la tarde, sobre todo los días de semana.
Las galerías no han cambiado, quizás ella no ha venido en un tiempo o tal vez no es de aquí, pero no se mueven, son estáticas, no por su dificultad de movimiento, sino porque se arraigaron en la localidad. «Hay un tipo en la Fontana que te puede arreglar esa hueá», «¿Tomémonos un café aquí afuerita de la Florida?», «Vamos a la Caracol, nunca has ido». Esta última cambia de nombre: caracol, carrusel, la del ascensor, la de las peluquerías, nunca se ponen de acuerdo, no importa realmente, todos saben a cuál se refieren.
De tanto significado que tienen estos espacios dentro del centro de Viña, y que se conglomeran todas aquí, la propia calle se ha transformado en una y, aunque descabellado, sentido no faltaría. Un espacio comercial, donde distintos negocios, loca-
les, personajes, nombres y gente se juntan, en una amalgama humana encasillada en un único espacio, y que cuando se refieren a uno de estos, no se habla en particular, no es un «Voy a esta tienda en específico». Como si fuese el título de una tienda donde encuentras todo lo que necesitas, una tienda de misceláneos.
*
No son fantasía cuando se transforma la gran avenida y muta rápidamente para captar tu atención, como esa imagen que te encandila la vista, pero queda en tu memoria y te invita a seguir viniendo por más de lo mismo.
Baja la luz y el ritmo de una tarde acalorada de gritos fatigados por el ardor del sol, la gente emigra a sus casas y dejan desolada la acera, se van los turistas y queda al desnudo la calle. El frío de las rejas de lata en los locales baja las temperaturas al llegar la noche, las pisadas que antes eran una amalgama ahora son inexistentes, y al final todo se reduce a levantar la vista y buscar a dónde se fue la vida dentro de la avenida.
Ha cambiado el led por el neón junto a las happy hour, las ofertas de mojitos 2x1 para pasar un buen momento, con buena gente y bebida. El día se esconde y se abre paso el carrete, despiertan los pubs y las bebidas alcohólicas comienzan a caer a las mesas.
Se transforma el escenario, la bulla de los comerciantes ahora son canciones de reguetón para vivir la fiesta dentro del Spartako que se escuchan en Arlegui y en Viana, las cuadras vacías para dar espacio a cubículos que dejen un espacio pequeño en el que caminar frente al Von Bar. Las luces hacen caminitos color amarillo y rojo en dirección a Von Schroeder con Valparaíso y la gente va lento, no tiene que apurarse para la oferta de la señora de los pescados que te dice «mijito» para vender más.
Mesa uno, copas arriba para celebrar el cumpleaños del amigo de rulos sentado frente a la pared; los de la segunda manejan conversaciones que se pierden en el ruido y se tienen que inclinar sobre la mesa para decirse cosas al oído; los meseros se abren paso entre humo y carcajadas con jarras de schop y algo poco para afirmar el estómago; en la tres acaban de llegar los que faltaban; las estufas calientan el cuerpo y el alcohol, las bocas.
—Yapo, mandátela al seco, si pa algo vinimos ¿o no?
Los de la primera hacen más ruido que todos y se ve cómo baja el líquido de los vasos mientras molestan al cumpleañero para que se divierta.
—Ya, calmao…
Parece que tomara impulso para tomarse todo el vaso sin pausa.
—Ahora sí, una, dos, tres.
Así baja no solo el suyo sino el de todos y las otras mesas parece que le siguen el ritmo, esa noche el mesero tiene mucho trabajo por delante.
Al lado del paradero un viejo vomitando en el árbol, fueron demasiadas bebidas y solo queda botarlo e irse para la casa, por suerte no hubo show, buitreo y se sienta a esperar la 608 a ver si el ruido del motor lo hace revivir o si el movimiento lo hará vomitar de nuevo. Su día en calle Valpo ha terminado y el de los del bar durará hasta que la caña de mañana se encuentre con los viejos chicha en el mercado a las siete de la mañana en calle Quillota.
SECUENCIA LÓGICA
Por Tadeo Villanueva
Afirmo la mano en el vacío y ella es una imagen, en la mente. Alfonso Calderón, Isla de los bienaventurados.
IEl año 2012 vino Juan Villoro a Valparaíso. Celeste tenía diez años para entonces. Además de que me causaba simpatía el micropoema de su apellido (vi / lloro), quería mostrarle a mi hija que había adultos, como Juan, que al igual que ella pensaban exclusivamente en libros y fútbol y que, encima, podían vivir de eso.
Esquivando torsos en la fila, se acercó al escritor para que le firmara algunos ejemplares. Adentrada en la vanguardia, pícara, Celeste lo sorprendió con una invitación: «Juan, nosotros también somos mexicanos. Vamos ahora a ver el superclásico y comer empanadas, por si quieres ir». Juan aceptó y media hora más tarde estábamos por plaza Echaurren, rodeados de masas fritas y una decente cofradía de bebedores albi-chunchos, wanderinos y no-alineados.
Con el pitazo final, Juan anunció su partida. Antes de largarse, escribió en una servilleta su correo electrónico y se lo entregó a Celeste, con quién había intercambiado apreciaciones a lo largo del encuentro. Después, con absoluta seriedad, casi con exigencia editorial, le dijo: «No te olvides de saludar de tanto en tanto y espero que, cuando seas escritora, retrates este día». Se despidió de los adultos, con menos entusiasmo que de Celeste, y se fue.
IICuando Lorenza fue electa diputada, Celeste comenzó a ver a su madre en todos lados, menos en casa. Con todo y eso, no había persona que inspirara más a nuestra hija que Lorenza. A los catorce años, motivada por su célebre progenitora, Celeste decidió cambiar el fútbol y la prosa por la política y el verso. En lo que yo le insistía era en que, aunque a la distancia resplandezcan gloriosas, poesía y política son tierras de las que uno sale peor de lo que ingresa.
Como Lorenza y yo volcamos nuestra vida a estimularla, Celeste era, para sus dieciséis años, iniciada poeta además de penetrante líder. Comenzó disputando el centro de alumnos de su liceo, pronto se hizo vocera de la federación regional y en tercero medio fue reconocida como dirigente de la Asamblea Nacional de Secundarios.
Lo que antes fuese un hogar cohabitado por tres personas se había convertido en un triste hostal, administrado por este humilde servidor. Mi casa era un mero dormitorio para Lorenza y Celeste, que llegaban afásicas por la noche, y para la mañana siguiente, salían apuradas a conquistar la vida pública. A los pocos meses de ver a mi familia casi exclusivamente a través de la prensa, me planté frente a mi mujer. «Ya sé que apenas tienes tiempo y esta debe ser la menor de tus preocupaciones, pero llevamos casi seis meses sin tirar. Me siento desplazado, instrumental.» Lorenza me miró perpleja, como si fuese un fantasma. «¡Seis meses! Amor, no me percaté que había pasado tanto tiempo. Prometo compensarlo, de verdad. Has sido un papá excepcional.»
La respuesta confirmó mi sospecha. Lorenza no percibió los seis meses porque la castidad era practicada unilateralmente por mí. Sin exigir mayor explicación ni armar escándalo, nos divorciamos. Poco después de un mes, para mi sorpresa, Celeste pidió vivir conmigo.
III
Matarse en Chile cuesta quince dólares. Medio dólar para la micro de bajada, medio dólar para la micro de subida. El resto alcanza para cuarenta comprimidos de tramadol, cada uno de cincuenta miligramos, de esos que venden los farmacéuticos postizos de avenida Uruguay.
Destruir una vida, una familia y dieciséis años de sacrificada crianza toma treinta minutos. Basta un pendejo narciso, manipulador, que engatuse a tu hija y demuela cualquier tipo de confianza que tuviera alguna vez en los hombres. Es inútil ahuyentar el pensamiento: la culpa la tengo yo. Por miedo a que, siguiendo los pasos de su madre, Celeste me abandonara, concedí toda libertad. Nunca imaginé que en el apolíneo mundo de la revolución hubiera portavoces universitarios que pujaran a Celeste a una clandestina relación, disonantes exigencias sexuales y, una vez obtenido el fruto carnal, la castigaran con el cobarde reino del silencio. Espero que Celeste reaccione al antídoto: destruir a un padre toma treinta minutos.
Aunque insiste en que siente apoyo y liberación desde la funa, yo me estanqué en su testimonio. Amanezco pensando en el relato, en el nombre abominable del sujeto. En la soledad de las noches vienen a mí las imágenes del momento, tan crudamente descrito por Celeste, que entre su facilidad de pluma y la brutalidad del recuerdo, edificó un testimonio tan escalofriante como valiente.
Van seis meses de internación. Es mi primera noche libre. Lorenza pasará la tarde en la clínica. Tengo una cita, pienso en cancelarla, pero me fuerzo a ir. Las citas de divorciados se me han hecho aburridísimas. A falta de una vida apasionante o virtudes que mostrar, las conversaciones suelen girar en torno a las familias. Por lo general, invocar a Celeste en mis encuentros me divertía, e incluso entregaba una sensación de victoria: podía presumir de una hija talentosa, que lideraba a los suyos y que fantaseaba con escribir. Pero esta vez, las palabras se atrapan en mi pecho y termino quebrándome frente a mi cita.
«No sabes cuánto lo siento. Es todo un tema el de las funas», me responde. «A mí me tocó vivirlo del otro lado. Mi hijo era dirigente estudiantil y una chica más joven lo funó. Supuestamente él le hizo cosas terribles, la obligaba a guardar silencio y después, no volvió a hablarle más. Nada de eso era verdad y aun así perdió todos sus amigos. También lo echaron del partido, tuvo que salirse de la carrera. Iba para abogado o diputado, imagínate. Mi hijo apuntaba alto y ahora se la pasa encerrado fumando marihuana. No quiero decir que sea el caso con tu hija, solo que a veces hay que conocer las dos historias.»
Me encerré en el baño, esperé que pasara el ataque y volví a la mesa. Evadí el asunto, no quería saber más. Dirigente, abogado, Valparaíso, partido, joven, silencio: lo necesario para mi decisión.
Ladridos a la distancia. Sirenas. El murmullo de un televisor. Nada parece en su sitio. Me agobia una sensación de ensueño, de vértigo; como si quisiera despertar y no pudiese.
Han pasado tres meses. A Celeste le dan el alta en dos semanas, quizá la próxima. Hoy es jueves: la mujer sale martes y jueves, de cinco a ocho. Va a la feria los miércoles por la mañana, de nueve a once. Once y media a lo más. El resto lo compra en un supermercado a tres cuadras de casa. Eventualmente se escapa algún viernes. Casi nunca. Apenas dos viernes en tres meses. No he repetido atuendo. Tampoco importa: la cima de la quebrada es un punto ciego. Él nunca sale, solo asoma para sacar la basura. Tiene dos pijamas, uno gris, uno negro. Se exhibe siempre encapuchado, cabizbajo. Arroja la bolsa con desgana, escupe a la vereda, se mete de nuevo: su única interacción con el mundo.
Ladridos a la distancia. Sirenas. Veo a la mujer salir. Me agobia una sensación de ensueño, de vértigo; como si quisiera despertar y no pudiese. Intento transportarme al momento. Detalle por detalle. Me fuerzo a pensar en la sobredosis. Cuando la hallé inconsciente. Cuando pensé que la había perdido. Treinta minutos bastan para destruir a un padre, repito. Me miro al espejo. En el bolso tengo una soga y un martillo. Camino a la casa y golpeo tres veces (su código maternal). Cuando abre y veo su rostro drogado, me da la certeza que hago lo correcto. Le doy un martillazo y me adentro, listo para suicidar al abusador.
Celeste cumple hoy el primer año desde que salió. Con Lorenza y su nuevo novio la llevamos a comer empanadas, su comida favorita. Va a estudiar literatura. Además, está buscando editoriales para sus crónicas autobiográficas: Paleolítico. Neolítico. Ansiolítico. Cuando estamos en el postre (unas masitas de arroz dulce que detesto), Celeste lanza un comentario que nos deja helados: «El otro día me enteré que el Lucas se fue a estudiar a Argentina. Parece que los funados solo saben escapar.»
Es la primera vez que menciona el nombre desde la internación. Nadie sabe qué responder. Lorenza carraspea, dice: «¿Cómo te sientes con eso?» Celeste calla. Abandonamos el tema. Mastico uno de los arroces dulces. Lo bajo con un trago de bebida. Observo a mi hija, a Lorenza, a su pareja. Escucho un ladrido a la distancia. Sirenas. Pienso en una madre que saca la basura. Su hijo ya no escupe. Me asalta una sensación de ensueño, de vértigo. No puedo despertar.
EQUINOCCIO
Por Fernando Romo Gallardo
Dos golpes secos en la ventana del copiloto sacaron a Genaro del trance en el que se había inmerso mirando a un silencioso perro negro, gordo y viejo, que con pelos blancos alrededor de hocico y ojos asemejaba una calavera flotante en la oscuridad que reinaba esa noche a orillas del estero Pelumpen.
—¡Abre, culiao! —gritó Ezequiel desde afuera.
La camioneta no le pertenecía, y debido a la brusca salida de su trance, el clic rítmico de las luces intermitentes resonando en su cabeza y el no saber con seguridad cuál botón desbloqueaba las puertas, bajó parcialmente y por error la ventana del copiloto. Su compañero, quien a gritos exigía que lo dejara entrar, optó por introducir su mano por esa abertura, en un intento desesperado de abrir la puerta por sí mismo, asumiendo que su piloto de escape no cumplía con las habilidades básicas para su labor.
—¿Y el Nica, hueón? ¿Dónde está? —Ezequiel finalmente se sentaba en el asiento del copiloto.
—Lo pillaron, culiao. ¡Vamos, vamos! —respondió Ezequiel mientras se quitaba el pasamontañas y dejaba ver su rostro empalidecido.
—¿Cómo que vamos, conchetumare?, ¡dime qué pasó! —gritó Genaro.
—¡Salgamos de acá, Gena, hueón! Ahí te explico —sentenció Ezequiel.
Genaro entendió que Ezequiel tenía razón. El plan había salido mal y necesitaban escapar, no había tiempo para discusiones, así que guardó silencio y aceleró rápidamente por la calle de tierra que bordea el estero. Los gritos de Ezequiel y el ruido del motor llamaron la atención de los habitantes de una de las casas frente al arroyo quienes encendieron la luz del patio, removiendo parcialmente el velo de oscuridad que los mantenía anónimos.
—¡Pa’l otro lao, ahueonao!, ¡de allá vengo! —le gritó Ezequiel, afirmándose del tablero de la camioneta.
Frenó en seco y aceleró en reversa. Al llegar al punto donde se había detenido antes, giró todo el volante a la izquierda para poder dar la vuelta y salir de frente. La camioneta se detuvo a apenas unos metros de la reja desde donde habían encendido la luz, que lo separaba de aquel perro que por largos minutos había mirado a los ojos como rogándole que no ladrara, para acelerar nuevamente en sentido contrario, girando todo el volante a la derecha. Encauzado ya el vehículo para el escape, Genaro alcanzó a ver, por el espejo retrovisor, la puerta de la casa abriéndose y escuchó al perro que ronco comenzaba a ladrar.
Cruzando a alta velocidad el enlace Peñablanca, las luces que se erigen altas cada veinte metros parecían ser un continuo de luz que atravesaba el cielo nocturno y se iba perdiendo sobre el techo de la camioneta y las cabezas de Genaro y Ezequiel.
—Si ese culiao me sapea, yo no respondo, Gena. Te digo al toque —dijo Ezequiel mientras encendía un cigarro.
Genaro lo miró con rabia, procurando cruzar miradas por un segundo con su copiloto, antes de volver a concentrarse en la ruta. Con un gesto de mano le pidió un cigarro y Ezequiel le pasó el que en su boca ya tenía encendido para prender uno nuevo.
—Toy claro que quedaste bravo, pero confío en mi hermano, así que cuidao —dijo Genaro sin despegar la mirada del camino.
Las luces de una baliza que se acercaban rápido en dirección contraria por el otro carril pusieron en alerta al dúo. Ezequiel tiró su cigarrillo por la ventana, como si de contrabando se tratara, y Genaro redujo la velocidad en un intento de no levantar sospechas.
—Son de esas camionetas de la autopista, tranquilo —dijo Genaro a Ezequiel, quien se iba deslizando lentamente por su asiento.
—La vendí con no traer los lentes —respondió Ezequiel mientras volvía a acomodarse.
Recompuesto, sacó su celular y escribió durante un par de minutos. Su indiferente silencio comenzó a incomodar a Genaro quien, aún molesto por el cuestionamiento a la lealtad de su hermano, bajó un poco la ventana para sentir el aire de la noche en su cara.
—Háblame, hueón. Se van a llevar preso a mi hermano y vos como si nada.
—¿Me podís pasar a dejar a la Nagasaki? —respondió Ezequiel mientras guardaba su celular.
—Vámonos pa la casa. ¿Qué vai a andar hueando?
—Voy donde la Sofi, hueón. Si el Nica me sapea, no quiero estar en mi casa regalándome.
—¡Y dale con la hueá! —gritó Genaro.
—Oe, ahueonao, ¿vos creís que los pacos no te hacen la mente pa que hablís?
Genaro guardó silencio. Por segunda vez en esa noche sintió que Ezequiel estaba en lo correcto e intentó mantener la cabeza fría.
Pasando por el hospital en construcción, cuando la camioneta atravesó un bache, la mochila de Ezequiel cayó entre sus piernas y desde su interior se escucharon botellas sacudirse. Genaro miró la mochila y después a Ezequiel, quien evitó su mirada y miró por la ventana.
—Ya vamos a llegar al peaje, paguémoslo por si acaso —dijo Ezequiel sin mirarlo.
—Dijiste que no habían alcanzao a sacar na —respondió Genaro.
—Tres cajas toas cagás, hueón.
—Ah ya, entonces tu plan caga ¿Y más encima te piloteo de gratis?
—Tu parte la teníai que ver con el Nica, sí po —respondió Ezequiel resignado y a regañadientes.
Abrió su mochila y sacó una caja blanca rectangular. En su exterior tenía pegadas etiquetas con textos en letras negras que Genaro no podía leer mientras intentaba mantener los ojos en la ruta, pero que al abrirse confirmó sus sospechas: doce cajas pequeñas con tapa gris en su interior, perfectamente ordenadas en tres filas de a cuatro.
—Ketamidor, 50 ml —dijo Ezequiel mientras sacaba una de las cajas pequeñas y se la mostraba a Genaro, quien esbozó una pequeña sonrisa que trató de esconder.
Ezequiel guardó la caja en su mochila y apuntó adelante a la derecha para avisarle a Genaro del peaje que se acercaba. Sacó mil pesos de su billetera y se los acercó.
Redujo la velocidad, se orilló y entró a la zona de las casetas. Al otro lado de las barreras, estacionada en punta contra los autos que salían, una patrulla de carabineros con su baliza verde encendida hacía controles aleatorios.
—Cagamos, culiao —dijo Ezequiel, quien pensaba que no podría tener tanta suerte en una misma noche.
Se levantó la barrera. Genaro avanzó lento por la plaza de peaje y se estacionó unos treinta metros delante de la patrulla.
—¿Qué estái haciendo, hueón?
—Bájate conmigo —interrumpió Genaro.
Genaro, sin apagar el motor, se dirigió sin dubitaciones al frente de la camio -
neta, seguido por Ezequiel y las miradas curiosas de los dos carabineros que estaban de pie frente a la patrulla. Abrió el capó y le indicó a Ezequiel que alumbrara el interior con la linterna de su celular.
—Pacos culiaos no están ni ahí con ayudarte. Deja que controlen un auto más y cuando paren a un segundo, nos subimos y viramos —le dijo Genaro sin mirarlo.
Ezequiel asintió y siguió alumbrando las manos de Genaro, que movían mangueras, tapas y tuercas al azar, procurando dejarlas tal cual estaban, mientras paraban a controlar a un auto que recién salía de la caseta de peaje. La noche era silenciosa y apenas corría viento. El único sonido fuerte era el de los autos que, a gran velocidad, pasaban por la pista de cobro automático y casi se podían oír las voces metálicas notificando claves en la radio de la patrulla.
Llegado el segundo auto a controlar, Genaro cerró el capó y subieron sin apuro a la camioneta para salir de la plaza de peaje sin llamar la atención.
Unos minutos después, Genaro tomó el desvío para Quilpué y dejó a su compañero en el lugar que le había pedido. Este se bajó de la camioneta, dejó una caja blanca cerrada sobre el asiento del copiloto y se apoyó en la puerta.
—No te vayai a tu casa vos tampoco, y no te piquís toa la hueá. Compra agua destilá pa que cunda y te hacís una monea buena —dijo serio Ezequiel.
Genaro asintió en silencio y tomó la caja para guardarla debajo del asiento. Ezequiel levantó las cejas y sonrió forzadamente, asumiendo que cualquier consejo que pudiera darle sería inútil. Sin agregar otra palabra, se fue caminando, sin mirar atrás, hasta perderse en una esquina de la población.
contactar a un par de amigos mientras cruzaba Viña, terminó siendo atraído por el anonimato que entrega la noche porteña.
Llegado al plan de Valparaíso, estacionó la camioneta en calle Blanco y dio por adelantado dos lucas al cuidador de autos, después de que este le avisara que entre seis y siete de la mañana se iba a su casa.
Caminó en dirección a la plaza Aníbal Pinto y no demoró en encontrar una oferta de cocaína que, antes de comprar, pidió probar en los escalones del edificio Radio Portales con la punta de una llave del mismo vendedor.
Hecha la transacción, comenzó a ver el panorama. Miró alrededor, buscando primero encontrar algún conocido, para después analizar a cualquiera de los noctámbulos que cumpliera con las características que, para su criterio, poseen aquellos que en su casa guardan agujas.
Después de unos minutos y varios puntazos que iba sacando de su bolsillo, posó su atención en una mujer que se veía unos cuantos años mayor que él. Compró una lata de cerveza como excusa para sentarse a su lado y le ofreció la punta de su llave. Ella aceptó con gusto y le preguntó acerca de la preocupación que traía en su rostro. Genaro evadió el tema y, sin mucho preámbulo, le preguntó si se picaba. La mujer sonrió sorprendida y respondió positivamente. Entusiasmado, entonces le ofreció compartir con ella su keta esta noche si le permitía pasarla en su casa.
—Mira, a veces la montaña sí viene a Mahoma —respondió ella riendo.
Se alejaron de la plaza por calle Condell hasta Ecuador. Cruzaron rápido el gentío de clientes y de los que machetean afuera de La Tía para comenzar a subir por Yerbas Buenas. Genaro se sentía alegre, y por un rato dejó de pensar en su hermano. Se enorgullecía de que su ojo no le fallara y que fuera capaz de detectar las señales de alguien que compartía sus gustos: movimientos constantes en manos y pies y mirada fatigada.
La advertencia de Ezequiel quedó resonando en la cabeza de Genaro, quien decidió que esa noche tampoco volvería a casa. No sabía a dónde ir y, a pesar de que intentó
Al llegar y entrar en la habitación, Genaro se encontró en la pared frente al sillón con la imagen grande de un ser con cuerpo de caballo y cabeza de mujer que con alas gigantescas sobrevolaba una escena desértica. Intentó bromear asociando la imagen a una My little pony porque, por alguna razón, esta criatura lo inquietaba. Había llegado ahí buscando un lugar de distracción, pero esta figura lo miraba fijamente, con una expresión que no supo descifrar.
La anfitriona, mientras buscaba un par de agujas nuevas entre el desorden de su pieza, le explicó que se trataba del Buraq, el equino mitológico de la religión islámica, y posó sobre su regazo una especie de enciclopedia de seres fantásticos que Genaro hojeó sin entusiasmo.
Mientras preparaban las dosis, la mujer le contó que cuando Buraq llevó en sus espaldas a Mahoma hasta el séptimo cielo, al alzar el vuelo botó con una pata un jarrón con agua pero, al regresar de la Hégira, el agua aún no se había derramado.
Genaro no mostró sorpresa y, a pesar de estar intrigado por la historia que estaba escuchando, se dedicó a mirar cómo su compañera se inyectaba su primera dosis. Le aclaró ella entonces, entre risas de placer al sentir el químico correr por su sangre, que lo que quiso decir era que el tiempo se había detenido durante el viaje, como en las abducciones extraterrestres.
Genaro se inyectó entonces su aguja y comenzó a hundirse en el sillón mientras miraba fijamente la cara de Buraq, imaginándose a sí mismo como este ser alado que, cruzando el cielo con el profeta a sus espaldas, visitaría a todos los iniciados que alguna vez caminaron sobre esta tierra.
Quiso pensar que, al igual que en la historia del jarrón de agua, esta noche era una pausa y que, al terminar el viaje, saldría de ahí y encontraría en casa a su hermano, desayunando como si nunca nada de esto hubiera pasado. Pero al cerrar los ojos, lo único que podía ver tras la oscuridad de sus párpados era aquel perro negro, gordo y viejo que silenciosamente auguraba muerte.
TAPAHOYOS
Por Marta Palmieri
«Es una profesión hermosa pero peligrosa», dijo Herrera, reportero deportivo, tres paquetes de Carnival al día, azote severo al equipo de la ciudad y, a menudo, objeto de amenazas cruzadas por parte del club y los fanáticos. «Es un trabajo bonito, pero requiere estómago», sentenció Valenzuela, reportero de crímenes, hospitales y jefaturas de policía, experto en mala suerte en general. Había tenido su momento de gloria unos años antes con el caso del cadáver sin cabeza, del que inmediatamente me mostró una foto, junto con la de un hombre castrado y dos ahorcados.
El director era más apretado que mano de guagua, pero era mi primera pega. Además, me gustaba ese mundo humeante y neurótico. Tenía ciertos sueños de periodista americano que solo derrota a los jefes de la ciudad, y aprendí un montón de cosas curiosas y ocultas. Que el Naval de Talcahuano la estaba rompiendo, con dieciséis puntos en ocho partidos, y que allí jugaba un tal Ricardo Bruja Flores que ya había marcado diez goles, dos más que el Jurel. Que una niña de nueve años que vivía en Villa Alemana era la nueva promesa chilena del patinaje sobre ruedas. Que un peligroso agujero en la esquina de la avenida Pedro Montt con Argentina ya había arrebatado a tres ciclistas y varios peatones, ¿y qué hizo la Muni? Que el sexagésimo Festival del Poroto se había llevado a cabo con pleno éxito con la elección de la señorita Esmeralda, sigue la foto. Que el alcalde de Curauma había renunciado por un escándalo de diez damajuanas de vino encargadas para la fiesta patronal y que habían desaparecido en su bodega.
Pero sobre todo estaba Gutiérrez, conocido como el Gugo. Pelo teñido con varias capas de alquitrán negro, bronceados de color Dóberman y pajaritas que parecían calzones rotos. Había sido profesor y también director y ahora era reportero político, es decir, de concejos municipales, controversias, elecciones, a veces incluso sátira tajante bajo el seudónimo de Yáñez. Ya había visto morir a siete alcaldes. «Es un trabajo de mierda, ¿por qué no te vai a culiar en lugar de perder el tiempo aquí?», dijo cortésmente.
Gutiérrez me había cogido cariño, tal vez le intrigaba. No entendía qué tenía que ver mi pasión por Poe con la militancia futbolística en el Santiago Wanderers. Un día me jugó una broma: me puso entre los goleadores del grupo con sesenta y nueve goles, si no me daba cuenta era un desastre. Gracias a él aprendí grandes cosas. Por ejemplo, que a un hombre de setenta años en una motocicleta se le sigue llamando centauro. Que, si en
la Muni se daban combos en la cara, había que escribir: «Acalorada sesión ayer en la Municipalidad». Que, si se acusa a un desgraciado, se escribe «cargos graves contra él» y no se entrevista; si es un poderoso, se escribe «se inició una investigación» y se entrevista al sospechoso, para que pueda defenderse de inmediato. Pero lo más importante que el Gugo me enseñó fue fabricar las noticias parche, es decir, tapahoyos.
Muy a menudo había días en los que no pasaba nada y la página estaba medio vacía. Entonces se remediaba colocando pequeñas noticias para cerrar los espacios en la parte inferior de la columna y luego, terminados los robos de celulares en Bellavista y los accidentes de micro, se empaquetaban las noticias tapahoyos. Ejemplo: «El señor Olivares Pablo, en su casa de calle Antüñamünquén [nombre incomprensible], estaba moviendo un armario cuando desde el mueble cayó un cuadro y le golpeó en la cabeza. Medicado en el hospital Fricke, fue dado de alta». El alta rápida era necesaria para evitar que alguien pudiera comprobar si Olivares estaba realmente hospitalizado en alguna sala. O bien: «Abejorro pica a un peatón, afortunadamente sin consecuencias graves», y así sucesivamente.
Me inventé la siguiente noticia: «Una aventura aterradora con final feliz para el pequeño Arturo Peña, de ocho años. Mientras descendía acostado en un triciclo desde las curvas cerradas de Playa Ancha, se encontró frente a las ruedas de un gran camión que venía en dirección opuesta. Afortunadamente, el pequeño pasó por debajo del camión, quedando completamente ileso. Para los padres solo un gran susto, y el alivio del peligro escapado».
No contrarió a Gutiérrez. A la semana siguiente me pidió otra noticia y escribí: «Aventura aterradora para el pequeño Arturo Peña, de ocho años. Mientras avanzaba en bicicleta por la orilla de una quebrada, perdió el control y rodó hacia abajo. Afortunadamente, cayó en un charco de solo un metro de profundidad que amortiguó la caída y evitó, además, que se ahogara. Para los padres un gran temor, y alivio por haber escapado del peligro».
Dos días después llegó a la redacción la siguiente carta: «Por favor, díganles a los padres de Arturo Peña que lo mantengan en casa o que, al menos, escondan triciclos, bicicletas y otros medios de transporte. Un lector preocupado».
Afortunadamente, el director no se dio cuenta de nada. Esa noche, para divertirme, escribí una obra en la que Arturo Peña salía de casa en su bicicleta y se enfrentaba a
una docena de peligros, un enjambre de abejas, una mancha de helado de chirimoya en el asfalto, la agresión de un quiltro, una pelota en la cara, una diarrea durante un sprint subiendo el cerro cuesta arriba, una rama en un ojo y, finalmente, la fractura de la bicicleta, que se partió en dos y logró detenerse en una rueda como en el circo.
No sé cómo, Gutiérrez leyó el artículo y dijo: «Ven aquí». Esperaba un regaño, pero en cambio me sorprendió. «Lo que veo en tu obra —suspiró— es, para mi gran pesar, talento. Talento genuino, puro y cristalino. Lo que no tuve, no tengo y que nunca tendré. Cuando dejé la docencia estaba seguro de que escribía mejor que nadie. Por desgracia, debo decir que soy un escritor correcto pero mediocre. Ver el talento que hay en ti me achaca, pero su evidencia es tal que debo decirte: insiste, weón. No te farrees este regalo».
Tardé varios años en volver a escribir algo similar, pero las palabras del Gugo se quedaron conmigo. Salimos juntos, me invitó a un café. Me habló de sus sueños, de sus libros. Y comprendí que ese hombre a quien había despreciado y compadecido apresuradamente tenía los mismos intereses y sueños que yo. Y me daba vergüenza.
Desde entonces, el Gugo siempre ha sido mi cómplice, y descubrí que detrás de una pajarita llamativa y un ridículo pelo teñido se puede esconder un poeta, y detrás de un poeta vestido de poeta puede haber el vacío. Me contó algunos de sus relatos. Eran hermosos, la verdad. «Intenta publicarlos», le dije. «Es tarde», ladró, pasándose una mano por el pelo color dóberman. «Cabrito, en la vida que tienes por delante, trata de nunca pronunciar estas dos malditas palabras: es tarde».
Volviendo a la redacción tuve la prueba. Había una breve noticia: «Niño muere atropellado en Errázuriz». Y debajo: «El infante Arturo Peña, de ocho años…» Y luego las últimas líneas: «El atropellador no le prestó socorro y huyó».
FICHAS AUTORALES
Mateo Espinoza
Si tan solo hubiera uno bueno, en esta genealogía de hombres infames.
Mónica Segovia
Hija única de madre soltera durante once años. La soledad y el silencio advirtieron mis primeras lecturas en un Alto Hospicio olvidado al norte de Chile.
A lo largo de mi vida he sido coleccionista de cosas inútiles: tickets, monedas descontinuadas, boletos de micro, carreras universitarias incompletas, figuritas, amores y libros viejos.
Me hice antropóloga buscándole un sentido a la lectura. Me hice librera cuando lo encontré.
Diego Herrera @expresionsubterranea
No estaba ni ahí con la literatura hasta que la vida perdió sentido para mí; tampoco me hizo recuperarlo. Mi vida es expresión subterránea, estoy loco y paso piola, como cualquier villalemanino íntegro.
Manu Gómez
En una Colombia armada, en donde los espíritus se sentían en la prensa, la calle, la familia, yo nací con las manitos bien heladas. Había muertes que quizás ni fueron mías pero que de alguna forma heredé, y otras que sí fueron lo suficientemente propias como para que me visitaran de vez en cuando. Hubo un momento en donde el frío me empezó a hacer doler el cuerpo, así que decidí quemarme en los brazos de Alimapu.
El Puerto me volvió patuda. Abracé a las ánimas y dormimos apapachadas. Les hice cariño en el pelo y ellas me besaron las palmas. Entre regaloneos nos acercamos a lo que queríamos decir. Ahora existo en cuerpo compartido, somos muchas las generaciones que han vivido.
Tania Guíñez Almarza
Vagabunda abstracta del delirio popular, sujeta y anclada a los azares del corazón y del hígado. Este relato se lo soplaron lxs muertxs a mi alma siniestrada.
Danae Ximena
De día una y de noche otra. Habito muchos nombres y voces.
David, Gabriela, Dana, Ximena Xime, Primaqueen, Inmaculiada, Caballo, Saco de papa, Mujer con rifle. Monotemática, panfletaria, cliché y propagandística. Pero disruptiva mi amer. OOOooooOOOOoooooAYYYY. Me encantan las polémicas.
Elijo y defiendo mi nombre. Como los territorios que resisten la imposición.
Obligada a caminar y a migrar, recorro los lugares a los que llamé hogar.
No escondo mis emociones, me desnudo frente a críticos de arte y les sonrío.
La escritura como a u t o d e f e n s a.
Karina Aránguiz Aros
Hansel y Gretel tenían migas de pan, yo tengo historias de la ciudad para recordar el camino a casa.
Insomnia
Nací en Antofagasta y me malcrié en el Puerto. Aquí me llega la inspiración, me la traen en la 513 y cuando se va, cae rodando por la escalera de la muerte. Se puede hacer música con el sonido que hacen las calaminas oxidadas al moverse con el viento y escribir en la orilla del mar para que nadie recuerde lo que se escribió.
Mi mejor amigo duerme en el Cementerio 3. A él le gustaba leer, y a mí, escribir; según yo, el me pidió que escribiera. No sé si es lo mío, pero por lo menos lo intenté.
Vivian Messmer
Si no me ocurren las cosas, hago que ocurran, naciendo así mi necesidad de escribir lo vivido, a modo de anécdotas o chismes. Mi escritura es bruta, desordenada y no pretende crear frases brillantes.
Fallo en técnica, estilo e incluso ortografía, soltando la narración sin saber bien qué significa eso.
A pesar de esos defectos, veo los detalles atípicos de la ciudad y de su gente que suelen diluirse en la rutina, escondidos en rincones, entre calles, en puntos perfectos para pasar la vista de largo, asumiéndolos como parte del paisaje cotidiano. Como las siluetas opacas bailando sincronizadamente en una simulada privacidad frente a un ventanal.
Elvira Renée
Situar el cuerpo entre las formas rígidas del mundo y el desborde de estas, fue una elección que tomé desde pequeña, cuando advertí que no había para mí otra manera de ser. Una decisión ya más madura fue materializar esa ubicación en Valparaíso, una consecuencia natural de los caminos que he tomado en la vida.
Empecé a bailar samba a los dieciséis años en la plaza Rubén Darío gracias a la Escuela de Samba de Valparaíso y a los veintisiete me titulé de abogada tras haber estudiado en la universidad de la misma ciudad. Dos meses más tarde cumplí el sueño de bailar en la avenida Marqués de Sapucai, durante el carnaval de Rio de Janeiro.
Desde los trece años, con algunas pausas, he bailado en carnavales en Valparaíso. Así he conocido la danza en la calle como un refugio, me he reencontrado con mi cuerpo entumecido por las leyes y he aprendido a existir en comunidad.
Valentina Gallardo E.
Si no fuera porque mi abuelo me ayudó a salir de Puerto Montt, no hubiera presenciado todo lo que vi. Y si no fuera porque en mi casa siempre se habló de política, no me tomaría la molestia de querer contarlo.
Benjamín
Llanos Roco
Tocar el cadáver de mi padre comenzó el peor episodio de mi vida. Sentí la mejilla helada en el centro de la habitación y viví las noches con el mismo frío de su cuerpo, un pisco con dos de hielo para pasar la noche.
El insomnio se amigó con el alcohol, empecé a escribir vómitos mientras las horas pasaban y le enviaba cartas que nunca respondía. El encierro llevó a la distancia, la distancia a la pena y ella al olvido, perdí la forma en que vivíamos la ciudad, la localidad marcada con el perfume de una señora de sesenta años se volvía borrosa.
Nací en el jardín con él. Al final, soy viñamarino, me guste o no: por mis venas baja el estero y en las calles trafico historias entrecortadas. Si algún día tocan mi cadáver, espero que también sea en Viña del Mar.
Tadeo Villanueva
La mayoría de los escritores nacen por vocación. He ahí el problema. Un escritor se debe mayormente a la equivocación: es preciso que su vida sea un gran malentendido.
Fernando Romo Gallardo
El misterioso rostro de una criatura de Oriente o la cara de un perro de mi barrio que anuncia su propia muerte son imágenes que quedan grabadas en mi cabeza e invaden las películas que imagino, como divertimento ocioso, en cada tránsito por la ciudad.
Si escribo es, en parte, gracias a aquello que no puedo filmar.
Marta Palmieri
Por algún azar de la vida, he cambiado la pizza por los completos y el Campari por el pisco. Disciplinando el arte de la fuga desde que gateo, soy maestra en literatura y en no tomar nada en serio. Nací en un día bisiesto: al momento cuento los mismos cumpleaños de Arturito Peña. Fiel discípula de Calvino al llevar la vida con levedad —que levedad no es superficialidad, sino planear sobre las cosas desde lo alto, no tener macizos sobre el corazón—.
Cristóbal Gaete (editor)
Vino por primera vez en la guata de su madre al mercado Cardonal. Estuvo ahí su tiempo y salió escribiendo. En 2021 se publicó Apuntes al margen (Emecé/Planeta), que compila años de su escritura porteña. Porque sin Valparaíso no habría encontrado su forma de hacerlo.
Presentación
El amigo de todos / Mateo Espinoza
Costumbre dominical / Mónica Segovia
La placa / Diego Herrera
Val no tiene paraíso / Manu Gómez
Paseo espectral al pasado / Tania Guíñez Almarza
La Trizzano: de día una y de noche otra / Danae Ximena
Blanca / Karina Aránguiz Aros
Mil ochocientos veinticinco peluches / Insomnia
Ventanas de baile / Vivian Messmer
Sambistas y el carnaval porteño / Elvira Renée
Crónicas feministas / Valentina Gallardo E.
Vértebra viñamarina / Benjamín Llanos Roco
Secuencia lógica / Tadeo Villanueva
Equinoccio / Fernando Romo Gallardo
Tapahoyos / Marta Palmieri
Fichas autorales
colofón
Reescritura de Valparaíso VII
Laboratorio de Escritura Territorial 2024 – Balmaceda Arte Joven Valparaíso
Edición y coordinación LET: Cristóbal Gaete
Asesoría editorial: Arantxa Martínez
Diseño: Edu LeBlanc & Camila Chocobar
Imagen de portada: Álvaro Rojas
Primera edición: abril 2025, Valparaíso
Registro de Propiedad Intelectual:
Los derechos de los textos pertenecen a lxs autorxs.