En esos tiempos las pesadillas eran frecuentes, de haber sabido que era un presagio podría haber hecho algo. Andaba agotada a todos lados. No solía recordar todos mis sueños, despertaba con el corazón acelerado varías veces durante la noche. Doña Elena, nuestra vecina que me cuidaba por las tardes, al percatarse, me recomendó escribir apenas me despertara lo que sea que recordara. Era de las pocas personas que realmente escuchaba, había demostrado una intuición infalible, al advertirnos sobre tormentas, accidentes o simplemente conocer detalles que nadie le había compartido. En un inicio partí escribiendo sensaciones, sonidos, acciones. Hasta que caí en cuenta que todas las noches estaba teniendo el mismo sueño. Tomó alrededor de veintiún días recabar todos los detalles.
Despertaba a las cinco tres am en punto. Un frío gélido entraba por la ventana rota de mi habitación. En el cristal, había quedado algo negro y viscoso enterrado en el centro de las grietas que ahora adornan la ventana. Al ver que la luz del pasillo se colaba por la puerta me levanté y comencé a caminar por el pasillo hacia las escaleras. Las puertas de las habitaciones de mis hermanas estaban abiertas, todas vacías y con las luces apagadas. Bajé a la segunda planta buscando dónde estaban, quién más andaba despierto por la casa. Comencé a oír un rumor muy sutil, como miles de garritas raspando la madera del suelo bajo mis pies. Llamaba a mis hermanas pero nadie contestó.
Llegué a la primera planta sin rastro de nadie. Todas las luces estaban encendidas
—¡Mamá! —comencé a llamar a gritos.
El rumor se oía cada vez más fuerte, sentía que se subía por mis pies la vibración del suelo a punto de romperse, de incontables garras diminutas escarbando en mi interior. Me lo intentaba sacar moviendo las piernas, pegándome con los brazos, pero el suelo cedía y caía hacia ellas. Me invadía, escrutaba cada parte de mi ser.
La sonrisa
Paulina
— ¡Mamá! —volví a gritar.
Fue cuando lo escuché, una voz ronca y pesada, sonaba como una puerta antigua y oxidada abriéndose de golpe.
— Te estábamos esperando.
Aparezco escondiéndome en la sala de juegos del sótano. El corazón me retumba en los oídos, pero lo único que se oye es mi respiración. Veo desde una rendija del mueble la puerta entreabierta. Una sombra bloquea el paso de la luz, la sensación de una sonrisa maliciosa y una mirada penetrante me deja inmóvil. La puerta se abre y la oscuridad se lleva todo. Me despierto de golpe.
El día que logré escribir el sueño completo me desperté en la madrugada y no pude volver a dormir. Decidida a investigar sobre la particularidad de este sueño reescribí varias versiones recopilando todos los detalles, pretendía ir donde Doña Elena antes del colegio a comentar mis hallazgos. Deambulé por mi habitación ansiosamente esperando que aclarara para salir. Fue a las cinco con tres cuando oigo el cristal de mi ventana quebrarse ¿qué habrá sido? Al acercarme veo una especie de babosa negra en el centro de las grietas. Se ve viva. Aún no aclara. Escucho pasos desde el pasillo y mi corazón se dispara. Abro la puerta y me asomo por la rendija, la luz del pasillo se enciende, y la veo. Esa sonrisa macabra que tanto tiempo me había perseguido. Me toma unos segundos reaccionar pero ya es muy tarde, el sonido del disparo llega al mismo tiempo que la bala a mi pecho.
Despierto y abro los ojos. Con uno miro al techo y con los otros dos hacia la ventana. Me estiro y llevo uno de mis pies en dirección a la cabeza, aquí palpo los distintos tamaños de las narices que crecen lentamente, como el pelo en mi cuello. Con el otro pie recorro mi piel, lo arrastro por mis muslos y llego a la entrepierna, donde los dientes de mi boca me muerden desesperadamente. Están pidiendo que los alimente, pero ahora necesito depilarme.
Me arrastro al baño, donde exprimo una a una las malditas larvas que corren bajo mi piel y la desfiguran. Son ciempiés, algunos más largos que otros. A medida que salen, rompen mi tez con cada una de sus cien patas y ensucio así todo el piso con la secreción negra que me rellena. Estoy sacando el décimo insecto, cuando un quejido proveniente del sótano me interrumpe. Deben ser las carnadas.
Llego abajo y alumbro. En el techo están los artilugios que mi padre instaló quince años atrás: ganchos de pescador con forma de medialuna, hechos de metal de perla, capaces de atravesar cualquier material. Colgando desde cada una de sus puntas, están enterradas las bocas de las corporalidades que recolecté en la semana. Observar su inusual figura endurece mi genital en el espacio oscuro entre mi brazo y torso. Es el asco manifestándose.
Un par de ojos, una nariz y una boca, ordenados respectivamente de arriba abajo en su cabeza. Dos brazos, uno al lado izquierdo y el otro al derecho del torso. Cada uno se alarga hasta unas estructuras extrañas con cinco dedos, como los de mis pies, pero de mayor longitud. Por abajo, le cuelgan dos piernas que terminan en un pie cada una. En la entrepierna hay genitales y por todo el cuerpo pelos donde nunca llega la luz. Me pregunto qué habrán hecho para merecer ese aspecto, pero no me podría importar menos, ya que los separo antes de devorarlos.
Descuelgo el primer cuerpo y baño con ácido la unión de su brazo con el torso. Una vez que se deshace la parte más dura, solo que-
da tirar y el bocadillo está listo. Entre mis piernas, mis dientes afilados trituran el alimento y bañan el piso con el líquido grumoso escarlata de siempre. En ese instante, mi cuerpo se empezó a caer por partes. El primer contacto con el suelo lo protagonizaron mis pies. Luego, las narices que me coronaban bañan mi piel como gotas de lluvia. Los dientes que antes masticaban ansiosamente, ahora se desprenden de la entrepierna. Del torso se derrumban todas las extremidades, por otro lado, uno de los ojos que tanto me ha permitido observar, rueda escaleras arriba.
Justo cuando empezaba a creer en el final, mi final, cada parte que antes me conformaba toma vida propia y comienzan a ensamblarse. Finalmente, los pies sostienen a dos piernas, encima de estas, yace un torso recto decorado por un brazo a cada lado. Arriba, una cabeza con solo dos ojos, una nariz y una boca. Ahora mi corporalidad es como la de las carnadas.
¿Soy un Anga? ¿una carnada o bestia? Nada hace sentido, me encuentro en un eterno delirio. Sumergida en un vórtice de desesperación y desconsuelo, sumado a incontables noches en vela y sueños diurnos que son resultados de la constante disputa entre mi realidad y la fantasía. Mi única certeza es la monstruosidad.
Comida Ágape
Mimos de no más de un metro con cincuenta de altura. Trapecistas de larguísimas extremidades y grandes sonrisas. Señoras regordetas con demasiado rubor. Señores con bigotes divertidos y sombrero de copa. Bulliciosos personajes forman parte de una elegante fiesta que se lleva a cabo en alta mar. Aún no puedo verlos, pero puedo sentir sus expresiones, describir el color de sus pelos, dientes, uñas y calcetas, tal como si estuviera sacando una fotografía, o mejor aún, como si no tuviese los ojos vendados. Puedo sentir el olor del cigarrillo y perfumes caros moverse de un lado a otro, pero estoy en otra habitación, mucho más fría y silenciosa, que de vez en cuando se perturba con el sonido de platos, cubiertos y copas. Se debe estar armando la cena.
Una mano fría y suave toca la mía. Aún más suave su voz diciendo es la hora. Me quita la venda. Una trapecista rubia de labial muy rojo me acaricia el rostro y sonríe llena de dientes. Su sonrisa era igual de fría que sus manos y peor aún eran sus ojos, que eran como estar varados en la nieve: helado, solitario y con mucha hambre. Entramos al salón principal, ahí estaban todos los personajes en sus excéntricas ropas y manierismos. Ansiosos por la cena, miraban con deseo el carrito que traíamos. Se saboreaban los labios, se refregaban las manos y preparaban las servilletas en sus pechos. Fácilmente me contagio de la euforia: tenemos hambre, viene la cena y viene harto, porque hay más tipos de cubiertos que los que conozco y muchos platos para llenar. Siento la baba formarse en mi boca a pesar de solo oler perfumes y humo. Siento la saliva mojar mis labios, como también siento la saliva de los otros bajar por sus gargantas. El carrito se abre y los camareros sacan lozas con verduras cocidas, papas, brócoli y zanahorias. Otras crudas, lechugas, tomates y aceitunas. Esta no es la deliciosa comida que mi mente prometía, ni tampoco cumplía con la etiqueta del evento. Aun así, el hambre estaba por comerse la habitación misma.
La trapecista me toma y como si fuese de trapo me posiciona fácilmente en el centro de la mesa, sobre el gran plato de plata. Qué
lindo que tenga mi nombre tallado, pienso, mientras me encojo para observar mejor. El hambre está latente. Sus hambres. Ahora todos los ojos me miran y se babean. Colmillos en sus miradas me mordisquean mientras acercan los cuchillos a mi carne. Grito y desespero, me cargan los cuchillos, pienso. O parece que lo dije en voz alta porque los invitados ahora se lanzan sobre la mesa, comienzan a mordisquear mi piel como una jauría de lobos hambrientos, jalan con insistencia mi piel para dar paso a la carne. Manos huesudas y fuertes me frenan de salir corriendo mientras los demás despedazan mis muslos y lamen mis costillas.
¡Brindemos por esta comida el día de hoy! Grita un sombrero de copa alzando un cáliz, mientras que se formaba un alboroto. Los invitados se subían a las largas mesas, saltaban las aceitunas, se rompían platos y se derramaba el vino que se mezclaba con mi tibia sangre y la espesa saliva de todos mis queridos comensales.
Transbordador
La barcaza parecía buena alternativa. El camino de rosas cada día se pudría más y el jugo de las frutas en descomposición se caracteriza por ser el elixir que necesitas cada vez que sales de casa. El hambre ni la menciones, que te llenan de papas y harina. No tuve ni vecina, aunque constantemente visita el azote, los habitantes no le temen, es más, los deslumbra con su danza de aguas servidas. ¿Cómo se ganan la vida?, sin permiso le arrebatan la vida a otros seres de especie marina, les entierran cuchillas, festín entre comillas. ¿A ti cómo te criaron?, mis abuelos no me reconocerían.
Paro un camión, este me dice que no le queda bencina, dos segundos y las amígdalas se me inflamaron, de mi boca emana pus naranjo y saliva; del altoparlante anuncian un mensaje: ‘es probable que aquí no sobreviva’.
Junto con la noche llegan los sollozos de aquellos a los que los ojos no les brillan, a veces fantaseo con ponerles limón en los ojos y la vagina, comérmelos vivos cual caníbal. Pero no puedo, no soy un engendro y prefiero salir corriendo, quiero creer que no estoy huyendo, pero los libros nunca estuvieron abiertos y en mi botella no queda medicina. Tuve que mentirle a la única amiga que alguna vez tuve, aquella vez que me preguntó si mi mano le daría, una lágrima de sangre cayó por su entrepierna, aquí son corruptos. Le quiero todavía.
No sabía que al cruzar el canal un portal se abría, fue ahí cuando tomé consciencia de la magia que existía en mí mismo, porque no todo son fauna y flores, los sacrificios se realizan a sangre fría. Fácil se encuentra (o busca) a otro cuando la tempestad es enemiga, no es de sorprender que entre ellos laman sus llagas y sanen sus heridas abiertas en piel escamosa. El clima gélido cala tu carne y se dilatan las pupilas, recomiendan encomendarse a algún santo porque aquí nadie es relativo de la Virgen María, dicen que la suerte es un mito y que la amistad no existía. Años me ha tomado esta travesía, si así puede llamarse querer una mejor vida.
Valentín
Cansado de mí mismo y sin buscar compañía, me encuentro a un Mesías, en este apoyo mi dolor y recostados uno junto al otro distingo erupciones en su piel pálida y fría, no es la psoriasis que yo tenía. Está oscuro y siento como pequeñas criaturas recorren mi cuerpo en sintonía, Mesías me comenta que había olvidado mencionar que convive con arañas, no las mata y estas tienen hasta huevos y crías.
Quisiera gritar e irme, pero las ganas de estar con él son más fuertes, me abraza y estruja mis senos con estrías. Me embarco en el transbordador y mi único equipaje es la osadía, no pasa mucho tiempo para darme cuenta que de esta isla no hay salida. Por favor, si me escribes que sea con letra cursiva.
Mi peor enemigo
Martín
A tumbos cruzó el pasillo de la casa, enredándose entre sus propios pies borrachos alcanzó a afirmarse en la puerta de su pieza. Sin prender la luz dio un paso dentro, golpeando la innumerable cantidad de esqueletos de cristal que se agolpaban ahí, provocando un estruendo y regando el suelo de pequeños pedazos de vidrio. Hizo a un lado los más que pudo y se tendió en la cama anhelando lograr un descanso como el que no tenía hace meses. Los malos sueños que intentaba ahuyentar con el pretexto de la bebida y otros placeres no lo dejaban en paz. Incluso parece que cobraban más fuerzas, pero era difícil cambiar su estilo de vida, más fácil era dejarse llevar por los consejos cabalísticos que le daban las miles de películas de terror que había visto en tantas madrugadas insomnes.
Sin embargo, otra vez se repetía lo mismo. De nada había servido el sahumerio que hizo el sacerdote ni la limpieza que dejó la casa llena de sal y pasada a palo santo. Tampoco el crucifijo amarrado al respaldo de la cama ni el rezo antes de dormir que a veces recordaba hacer. Al abrir los ojos se sintió suspendido en el aire, el colchón reposaba bajo su espalda sin tocarlo. Cuando intentó voltearse solo pudo girar la cabeza para ver como las sábanas caían a su alrededor. Lo único que distinguía era el espejo destellando por el fulgor de la luna colándose por las ventanas superiores. Las manos que cada noche intentaban asfixiarlo se le colgaban en la espalda de nuevo y lo obligaban a encorvarse hacia delante. Las zarpas en torno a su cuello se cerraban impidiéndole respirar.
No lograba ponerse de pie, el ente pegado a su espalda era poderoso y lo sostenía con una fuerza descomunal. Cuando al fin consiguió moverse estiró la mano para alcanzar la lámpara, pero solo encontró el cable; el interruptor había desaparecido. Quiso ver quién mantenía prisionera su carne en el colchón y solo pudo mover los ojos. Entre tanta oscuridad no distinguió nada más que el espejo al final de la pieza. Seguía paralizado. No quería rendirse sin averiguar de dónde provenía esa tremenda carga.
En un último aliento logró zafar sus pies de la cama y empezó a caminar de a poco a través de la habitación en penumbras. Seguía luchando para saber qué era aquello que lo aprisionaba. Aguantaba en su espalda las uñas clavándose en la piel y las rodillas haciendo presión en la columna. Más arriba, los brazos y las manos sudorosas alrededor de la garganta, el aliento pútrido le picaba en la nariz. Avanzando abatido se internó en la oscuridad, aventurándose hacia el espejo donde anhelaba que la escasa luz fuera suficiente para reconocer a su agresor. Faltaba poco. Nunca antes había logrado avanzar tanto sin que la pesadez se desvaneciera. Tal vez el crucifijo surtía efecto —¿o el exceso de licor? — solo un paso más. Sentía sus piernas ceder por el peso y antes de desplomarse vio su reflejo. Ahí de rodillas ante el espejo, casi pidiendo clemencia, con la tenue iluminación de la luna mostrándole a quien lo acechaba noche tras noche, estaba él y una copia idéntica suya colgando de su espalda.
¿Alguien sabe que sea eso?
Antes de un acto violento precede un rostro. La cara seca con las grietas menos volubles del rostro, una especie de terremoto invertido, que cierra dejando tajos al pasar. Hablo de un hombre, específicamente, un depredador. Podríamos describirlo como un sabueso hambriento que sobrevive alimentándose entre penurias, babas y faltas. O identificarlo cómo un terrícola, animal de jaula del siglo XXI, en cautiverio de sí mismo y del sistema. Desde su primer llanto en el mundo su vida es abusada por la jerarquía que lo condena de nacimiento. Su no cuerpo, nunca le perteneció, fue blanco de la tortura enrabiada de otro sabueso frustrado que lo violó hasta partirle los huesos. Así por su parte, de inocencia corrompida a sabueso hambriento, abusa de rabia, miedo y pena. Mientras que lo único que lo separa del animal es eso, una rabia que no es puro impulso de sobrevivencia o necesidad, es deseo y trauma viviente.
Lleva una antinaturalidad amarrada al cuello condenándolo de por vida: una cara de plástico quemado, descompuesto por violentas mareas. Junto a sus secuaces, inocencias corrompidas buscando alguna norma a la cual seguir, su antinaturalidad reproduce naturalidad. Sí, naturalmente lo vemos en pesadillas, lo sabemos por libro. Homicida, violador o ladrón. Ninguna de ellas y todas a la vez. Algunos piden su cautiverio, su castigo o su venganza. Al anochecer, deambula por ahí, con el mirar de quien observa pero no ve. Apropia despojando, persigue escapando, y busca, sabiendo.
“Te sabía de antes” les dice a sus víctimas abriéndoles espantos en el pecho como quien abre un cuerpo con cuchillo. Lo escuché la otra noche diciendo: “me saqué tres dientes con residuos de rabia y antioxidante de vida. En ese entonces, se me oxidaban los huesos, la mandíbula y las pupilas se invertían cada noche ejerciendo una presión insostenible para mi córnea. La rutina de irme a negro, sentir dos globos buscando estallar, punzando al segundo a mi faringe a expulsar eso.”
¿Eso?, ¿Alguien sabe qué sea eso?
Impulsado por eso, él va por ahí de círculo en círculo, de puerta en puerta, entregando cajas del: “Te sabía de antes”, con cartas, fotos y sangre de vena caliente. Va por ahí, armando y desarmando cálculos para transgredir lo poco que no le ha sido transgredido. Dicen las esquinas, que deambula el mirar indolente, con la violencia de cuna, desnuda y anuda. Dicen las esquinas, que él vive y muere por eso; que se lava los dientes con asco al mirarse al espejo luego de vomitar eso o que se va a negro, al punto de querer arrancarse los ojos por eso.
¿De dónde viene eso?, ¿adónde va?, ¿cómo se ve?, ¿cómo existe, eso? En más de un sueño me persiguió eso, un ante eso y un sobre eso. Una noche en la comodidad plácida y segura de mi hogar, la noche deja de ser cualquiera, siento a lo lejos sin poder ver, unos ojos siguiéndome los pasos, seguido de una asfixiante ola de miedo que me aprieta el pecho. De un momento a otro se expande el zumbido a mi alrededor, me toca. Siento la vibración del espanto, la vida y la muerte como impulso universal del actuar, moverse y escapar de eso. Mi vida, mi yo, mi Maga puesta en escena onírica. Algo de mi corporalidad descubierta ya no solo me pertenece. La supervivencia, la persecución, sálvense quien pueda y yo puedo, o lo intento. Por su lado de la puerta, él lleva unos ojos de lupa vidriada que no ven, no siguen más que la mano dura que la sostiene sin hesitar ni temblar. Y ¿eso? una ausencia que perturba y llena todo el lugar.
Batofobia
Ya se hacía tarde para el paseo nocturno de mis perros. Eran las veintidós en punto, la hora más tranquila del día, nadie a quien hablar, nadie a quien saludar, ni siquiera entran autos al estacionamiento, solo hay una persona que está todas las noches: el conserje. Es el momento en que logro relajarme caminando despacio, a mi ritmo, pero mis perros obstaculizan mi hora especial, ojalá fueran más tranquilos. Bajé las escaleras que se dirigen al piso de abajo, era como un patio, tenía jueguitos y mucho pasto. Me senté en el resbalín a escribir con mi libreta para relatos, y con un lápiz recién afilado empiezo a rayar la página: “Batofobia”, fue el título. Significa miedo a las profundidades.
Los perros empezaron a oler y a hacer pipí, los había soltado ya que me tiraban las correas cuando estaba quieta. Sin embargo, estaba muy concentrada en mis relatos para darme cuenta de las consecuencias. De repente escuché un grito intenso y unos ladridos, corrí hacia el sonido para darme cuenta que el conserje había sido mordido por mis perros. ¡Mierda!, pensé, lo que me faltaba. Por suerte tenía un parche curita en mi banano. Tome, le dije. Gracias hija, no creía que me morderían tan fuerte, ¿tienen rabia? No, no tienen, le dije. En realidad, no sabía, pero no quería meterme en más problemas. Si quiere puedo ir a comprar medicamentos. No hace falta hija, yo me curo solito en mi caseta.
No podía estar más estresada, los perros me traían más y más problemas. Mientras pasaba miraba la piscina y vi una silueta en ella, parecía una persona, luego se fue desfigurando y formando de nuevo, era un perro, uno solo, y no podía ser alguno de los míos, pues los tenía conmigo agarrando sus correas, pero noté que babeaban. La silueta de la piscina también babeaba bastante. Era un perro negro y empezaba a acercarse, podía sentir su aliento cuando en un segundo se abalanzó sobre mí y me mordió la pierna, empecé a tambalear y caí para atrás. Sentí una puerta cerrarse detrás mío, me volteé para ver otra silueta, era el conserje, grité. Perdón hija, ¿la asusté? No, bueno un poco. Me ofreció un té, no podía rechazarlo, pues él innumerables veces me ayudó a calmar a los perros de sus peleas. Está listo, dijo,
trayendo una taza de té. Gracias, el té sabía amargo, pero no se lo dije. Mis perros, ¿dónde están? Están encerrados, respondió, ¿encerrados?, sí, empezaron a protestar, hasta me mordieron, así que los golpeé y los dejé afuera del condominio. ¿Qué? Empecé a recordar todo, el perro, la puerta, todo. El conserje ya no estaba, me levanté para salir, no podía. ¡Oh ya hirvió! dijo entrando. Llevaba una olla enorme de agua hirviendo. Señor, ayúdeme a salir, ¡está bloqueado! Ya ha hervido el agua niña, dijo, para luego echarme la olla entera de agua en el cuerpo. ¡Ah, qué le pasa!, el primer chorro me alcanzó el brazo, el dolor fue insoportable. El agua hirviendo me abrazó como fuego líquido, y mi piel comenzó a ceder. El color rosado de mi carne expuesta palpitaba bajo el agua ardiente, Los músculos aparecían a través de los huecos donde antes había piel, o lo poco que quedaba de ella. Se desprendía como papel quemado, cayendo al suelo en pequeños pedazos.
No alcancé a pestañear dos veces para darme cuenta que estaba en otro lugar, sumergida en la piscina, ahogándome. Afuera se asomaba el perro negro o el que conocía como conserje. El agua era negra y viscosa, no podía abrir mis ojos, pero sabía que estaba con mis perros, ahogándonos. Y de repente supe que el agua no era agua, era una mezcla del fétido pipí que tanto odiaba, mezclada con la caca que tanto despreciaba. Me di cuenta entonces de mi destino. Estaba condenada a ahogarme con ellos en esta piscina interminable. No había forma de escapar. Había fallado como dueña, incapaz de entrenarlos, incapaz de liberarme de ellos. Los amaba, pero ya no podía vivir así. La piscina negra sería mi tumba, testigo de mi fracaso. Y en ese abismo sin fondo, finalmente supe lo que era la verdadera Batofobia.
Los besos tristes
Querido hermano,
25 de noviembre de 2019
Lamento que en tus últimos momentos tengas que sufrir la agonía de leerme en mi vulnerabilidad más dolorosa, este prólogo es finalmente mi mejor distracción antes de describir las atrocidades que acaecen sobre mí. Te dedico esta carta, su contenido es altamente corrosivo y, por tanto, nadie debería poner manos ni ojos sobre las palabras que se yerguen mientras escribo. Estas líneas son el desahogo de lo que he visto venir y pertenecen al fuego eterno, quien las descompondrá hasta que sus restos alimenten a las criaturas del abismo que he creado. Si, ya sea por razón propia o la aleatoria perversidad del destino, te encuentras inmerso en la desgracia que implica encañonar estas letras malditas hacia la inocencia de tus pupilas desnudas deberás saber, antes que nada, que ya estás condenado. La sangre que emana de mis poros al anotar mis divagaciones es presagio de nuestra aniquilación y el material del que está hecha esta carta será la cuchilla silenciosa que acabe con nuestro linaje. Quedas prevenido entonces de algo: si decides seguir con tu lectura, será en plena consciencia de los horrores que a continuación se develan. Porque desearía con toda mi alma poder detener tu vista en este instante y evitar el desconsuelo que subsigue a la manifestación de tales visiones. Si has llegado hasta aquí, es posible que varios músculos ya se te hayan entumecido, quizás tus uñas ya estén quebradizas y tus dientes cuelguen escuálidos. Pronto tu lengua saboreará solo sangre y perderás por completo el sentido del olfato. Aun desde la distancia, física y temporal, puedo sentir tus entrañas pudriéndose contagiadas. Mañana te costará respirar y pronunciar, es por ello que desearás por precaución tener cerca papel y lápiz para enunciar tus pensamientos antes de sucumbir al inminente delirio. Podrás entender que he escrito esto para prevenir la locura antes que cualquier otra cosa, ya que el cataclismo que nos depara es ineludible e inconmensurable, por ello este texto es de una utilidad minúscula más allá de mis últimos placeres personales. Si de algo servirán estas palabras será para compartirte mi amor antes de
rendirme al miedo. Aquel que también te consumirá, así que recomiendo hacer lo mismo si no deseas despedirte compungido de esta existencia biológica. Espero que no hayas encontrado esto, espero haber recordado quemar estas hojas antes de desfallecer en mi habitación. Espero que no leas lo que tengo que decir sobre las criaturas que me han dejado en este deplorable estado. Ya no tengo fuerzas para pensar ni escribir una despedida más larga, sólo me queda dejarte un triste beso a la distancia, esperando que tu pena sea más corta que la mía y que tu mente se disuelva antes que el universo, porque no hay dolor más grande que contemplar la eternidad. Sentir tu corazón detenerse poco a poco. Las partículas se descomponen alrededor de tu nervio óptico y bañan tus últimos suspiros de razón con lecturas que perforan los límites de la vida y la muerte. Ruego también, hermano, porque tu cerebro se apague antes de permitirte aventurar en el abismo que se abre entre los pliegues del interior encefálico, en el centro de tu persona, donde tu singularidad humana se expande infinita hasta los confines de nuestro entendimiento.
Atentamente, Azul.
Algo andaba mal, me junté con el Claudio, compañero de octavo a hacer una mano de un kilo de mota. Eran las ocho de la tarde cuando entramos a la pobla, la Baltazar Castro. Noté que se atrapó al toque, apenas entró miró too el rato el piso. Caché que un vecino lo quedó mirando entero feo, era un maldito, no tenía polera y pude ver muchas cicatrices y tatuajes que cubrían su cuerpo. Me correteé caleta, pero seguimos caminando, mi compa me dijo apúrate que queda poco, yo miré pa atra’ y caché que el loco ya no estaba y corrimos. Yo estaba entero sicosiao, quería puro llegar al lugar que mi compa decía. Corriendo entre los pasillos de los blocks le dije: “aonde’ es la weá hermano, hemos corrío caleta”, y me dijo: “acá culiao, métete altoque”, y golpeó una puerta. Oe’ chino abre weón, soy el Claudio, y se escucharon como toas las chapas de la puerta se empezaron abrir, eran muchas, se sentían como cadenas, caleta de candaos se movían atrás de esa puerta. Al abrirse entramos de una. La casa olía mal, estaba cochina, era oscura y no le entraba na’ de aire, me detuve al medio del living, respiraba con toas mis fuerzas cuando escuché al Chino: “Oe Claudio no tengo la mota aquí, tenemo’ que ir al auto de un amigo que está esperando afuera del block y tenemos que ir al toque”. Mi corazón se detuvo, me pasé tres mil películas, pensé cualquier gilá, pero me paré y dije ya vamo’.
Esta vez salimos por la cocina, había una puerta que daba justo pa’ la calle donde estaba estacioná una camioneta blanca, vi que había niños jugando alrededor y eso me tranquilizó un poco. Miré al Claudio y al Chino, iban delante mío mientras conversaban y se reían de cualquier weá, movían las manos haciendo chispear los dedos y miraban alrededor pa’ ver quién estaba observando lo que estaba a punto de pasar. Nos subimos a la camioneta, yo me senté de copiloto y los cabros atrás. En el auto había dos tipos que nos miraron igual de desconfiados que yo, no pasaron ni dos minutos y escucho una moto acercarse rápido justo al costado donde me subí, alcancé a mirar, eran dos locos encapuchados y uno de ellos sacó una pistola chipetiá, el machucao ni la pensó, apretó el gatillo directo al Claudio que estaba atrás mío, escuché cualquier balazo, quedé helao’, solo atiné a cuBlocks Carlos
brirme, mientras sentía como los casquillos de las balas caían al piso.
Los niños que jugaban afuera gritaban y corrían llamando a sus padres, fue el momento más angustiante que viví, miré al Claudio y ya no tenía cara, solo un forao’ enorme del cual emanaba sangre. El chino y el otro tipo que estaba con ellos tenían agujeros por todos laos’ y escuché que rompieron el vidrio de mi asiento. Me di vuelta rápidamente, el tipo que conducía la camioneta intentó prenderla y no pudo, lo vi desesperado, su cara estaba roja y transpirada, a lo que gritó: ¡conchetumaree auto culiao! Y ahí me llegó una molotov que estalló en mi cara, un olor a bencina se apoderó del auto y del conductor, el tipo que me la tiró me gritó: “bastardo esto es por mi hermano el Gabo tamo’ saldao’ ahora” y escuché como se alejaron en la moto. Yo no pude entender nada, nunca supe quién era el Gabo ni por qué yo estaba pagando aquel precio, no podía ver con claridad, así que a puro tacto abrí la puerta del auto gritando como si me estuvieran sacando la piel, ya no tenía ni pelo ni ropa, me quemaba vivo. Comencé a correr hacia donde pude pidiendo auxilio ya que necesitaba que alguien me lanzará agua, pero después de unos minutos caí al piso, me revolcaba y lloraba pensando que nunca tuve que haber venio’ a esta pobla. Me fui a negro.
Desperté en mi cama mirando al techo con un calor horrible y todo mi cuerpo sudado, mi corazón latía a mil, miré hacia mi velador y mi frasco de mota estaba vacío, respiré y pensé, ni se te ocurra ir a comprar.
Millaray
La luz del atardecer toca mis muslos, me calienta la cara. Nos fuimos juntos. Estoy desnuda y sudada, me quedo así, dejo que me inunde el cansancio. La luz entra por una ventana que a la altura de mis ojos se abre pequeña y rectangular. A través de ella, un sol anaranjado cae con lentitud sobre la cordillera cubierta de chañares y matorrales de alfalfa. Siento una paz indescriptible. Cierro los ojos, con tal de poner todos mis sentidos a disposición de este momento. Afuera sigue bajando el sol.
De repente, un golpe de frío me eriza la piel. Abro los ojos, con preocupación. El sol se ha escondido y esa ventana que despedía calor ya no existe más. En su lugar, se cuela un doloroso color índigo que me envuelve completa, tiemblo. Ni el sol, ni la cordillera, ni los árboles, ni mi cuerpo son como eran hace un instante. El paisaje de mi memoria está muerto. Recuerdo que hay alguien bajo mis piernas y no puedo evitar reírme con amargura. Bajo mi rostro para mirarlo, pero lo que veo me deja sin aliento. Doy un salto hacia el rincón para alejarme de lo que veo. Eso que yace sobre la cama no es la persona que recuerdo. No respiro ni puedo gritar. Quiero hacerlo, pero un pálpito violento me cierra la garganta.
Lo observo desde aquí. Antes sus ojos reflejaban el sol de esta tierra café. Ahora, flotan las pupilas completamente negras, en dos lagos de sangre. Su cabeza se ha hinchado, deformando el rostro, que, a punto de reventar, comienza a formar moretones y a manchar la almohada con sudor. Las orejas y las manos han cambiado de lugar, donde iban las manos ahora veo orejas, y donde iban las orejas hay unas manos cuyos dedos se mueven sin cesar, como queriendo agarrar algo con desespero. Sus labios caen como hilachas de carne, destrozados por conos filosos y blancos, que perforan su cráneo en todas direcciones. Con horror comprendo que son sus dientes, que parecen haber crecido de golpe, atravesando carne, cartílago y huesos como ganchos de carnicería. Compruebo que está vivo porque escucho una respiración entrecortada mientras corre la sangre por su cara, cada vez más necrosa. Y su cuerpo ha envejecido tanto que la piel, se desparra-
ma sobre la cama como si nunca hubiese habido sino huesos.
Comprendo desconsolada, que la persona que recuerdo ha dejado de existir, ese joven torso, sus piernas y brazos, yacen petrificados en agudo dolor. Ya entendí, que pronto dejará de respirar. En seguida, siento un golpe de brisa helada, me doy vuelta para mirar la ventana que amé recién, rectángulo índigo que ha perdido el sentido, rectangular y oscura, ya no deja pasar un rayo de luz. Debería cerrarla, pienso, para terminar con su dolor. Me dispongo a levantarme para hacerlo, sabiendo que daré término a sus últimos segundos de vida, aceptando que no puedo evitar la muerte del día, ni la de ese cuerpo, ni la mía.
La cueva
Amanda
En aquel silencio sepulcral solo podía oírse el goteo de humedad que reúnen las piedras en esa oscura cueva, camino con pies ligeros para evitar ser descubierta y entre la completa penumbra veo una alcantarilla que llevaba un imperceptible hilo de agua al cual le entregué toda la fe, mis pies descalzos percibían el suelo cubierto de barro frío que se impregnaba en la piel, entre los goteos que contaban mi tiempo, irrumpió un caminar sin ánimos de esconderse, pero aquel carecía de voz alguna, solo sabía que este se acercaba para capturarme nuevamente. Al instante mi corazón se apretó entre las costillas, apresuré el paso y comencé a ver algo de luz. A lo lejos vi un cuerpo en el piso, al acercarme el horror fue inmediato, una desesperación comenzó a crecer en mi interior, la respiración se agitaba, mis pasos ya no fueron livianos, solo corrí hacia ella, su cuerpo desnudo estaba marcado por el barro, su pelo se mojaba con el hilito de agua y este cubría sus senos descubiertos, los brazos tendidos con llagas, golpes que se marcaban con las horas de muerte, abdomen frío, y yo como en un trance la contemplaba en su belleza y tocaba su torso con ansias por traerla de vuelta a este mundo.
Me desperté del shock al segundo en que vi a ese hombre que me miraba de lejos, sus ojos brillaban y no reconocía más que su sonrisa malévola por tenernos presas en aquel sitio, me movilizó la vida y corrí dejando atrás ese cuerpo que ya no tenía rastro de alma. Corrí fuerte y sonaban los pasos junto al barro, el hombre no corría, llegué al final de la alcantarilla, y grande fue mi sorpresa al ver que esta llegaba al mismo punto de partida, pero con una reja de metal que parecía indestructible. Él camina lento hacia mí, no veo opción, no quería morir así, no quería podrirme sola y fundirme con la humedad de la cueva, miro la reja y comienzo a golpearla, cierro mi puño y golpeo sin parar, con todas mis fuerzas, siento como a los primeros tres golpes mis nudillos ya se están abriendo, la sangre fluye por mis manos y el dolor me aprieta los dientes, golpeo y grito angustiada, prefiero cercenar mis dedos yo misma antes que entregarme a la inevitable muerte, la reja logra abrirse y corro con todas mis fuerzas.
Desde lo más alto de la cueva se abre un pequeño foco de luz que me deja buscar salida, mis piernas frenaron de golpe al chocar con algo en el piso, caigo y en este gesto siento miles de texturas tan propias, intento avanzar y siento frías suavidades que me envuelven, mis ojos no querían creerlo, navegábamos por mares de gente, aquel lugar cargaba con cientos de muertos y yo caí entre sus brazos, sentí cada extremidad, cada trozo de piel ausente, me desespera e intento salir del grupo de cadáveres, observo sus rostros, su pelo ondulado, sus piernas, sus pechos, su cuerpo. Mis brazos tiritaban e incrédula comienzo a percibir que cada cadáver no era más que la misma mujer que sostuve con delicadeza hace unos segundos en la alcantarilla, me detengo y al observarlos con algo de la ínfima luz veo que estos rostros se tornan en el mío, agarraba sin parar cada cadáver, pero aquellas muertas no eran más que mi propio destino. No hay salida, acepto temerosa, me entrego al destino inevitable y miro directo a la muerte. El hombre sin voz por fin emite sonido, pero este solo es para reír con una carcajada que retumba en la cueva.
La changa
Lanita
No sé si es de noche o de día, las paredes reflejan una tenue luz en su color azul. Juego junto a la cama con mis muñecas y peluches. La Changa, mi serpiente rosada, yace tranquila encima de la colcha frente a mí, sin sus característicos ojos de plástico. Observándola, me percato que desde la otra habitación se escuchan sonidos indefinibles, seguidos de una suave musiquita de carrusel. Me levanto con mi serpiente de peluche en la mano y lentamente me asomo por el borde de la puerta para observar. La habitación de al lado se encuentra oscura y solo una luz blanca resalta desde el baño en el fondo de la pieza. Me fijo y me quedo inmóvil. Lentamente, una silueta avanza con lentitud desde la luz blanca por la habitación. No identifico rostro, ni ropa, ni piel, solo distingo un cuerpo humano con un objeto indiscernible encima. Como una composición artística, teatral, performática, se mueve lento por el escenario de cuatro paredes, como si estuviera encima de una huincha de supermercado averiada. La música de carrusel sigue sonando, cada vez con más fuerza, cada vez con más claridad. Intento reaccionar, pero no puedo moverme.
Obligada a seguir observando me percato que detrás del lento cuerpo estatizado se asomaba con la misma parsimonia otra silueta similar, sosteniendo un objeto distinto, pero igual de indefinible. Luego otra, y otra, y otra. A medida que se acercaban me desespero por estar paralizada. Distingo que los objetos que sostienen dichos cuerpos son instrumentos, clavados crudamente y sosteniéndose de la piel insensible, mortífera, como un cartel de presentación, como una sentencia de muerte, como atriles humanos. Una guitarra. Un acordeón. Un arpa. Una flauta. Un bajo. Un violín. Cada vez estaban más cerca de mí. La música era más y más fuerte en mis oídos y yo no podía correr, ni gritar. Sentí y supe que ninguno de esos cuerpos tenía vida. Intento devolverme a la habitación con mis muñecas y peluches pero la puerta se cierra en mi espalda. Miro hacia mis pies hundidos en un musgo negro. No los veo. No me puedo mover. Estoy atrapada y la oscuridad se hace densa. Me carcome. La penumbra se hace absoluta en la habitación de las siluetas y lento desaparece el pequeño foco de luz blanca del baño.
Las notas agudas de carrusel en mis oídos parecen fuertes audífonos atravesando mi cabeza. A mi alrededor se mueven cuerpos, pero ya no puedo ver nada. Quiero gritar pero creo que este sueño ya no me pertenece más. Miro mi serpiente de peluche y puedo sentir en mi mano cómo se desintegra y lento se transforma en pelusa gris. Ya no distingo figuras y todo lo absorben tonalidades de negro. Ya no suena nada. ¿Cuándo dejó de sonar? Aparezco en una cama. ¿Me atraparon? No puedo moverme. Escucho como dan cuerda a una cajita musical y suena despacio una melodía que creo conocer. Me eriza la piel. Me sudan las manos. Cada nota se siente como pequeños cuchillos helados acariciando mi nuca. No veo nada. ¿Puedo prender la luz? Siento muchos movimientos a mi alrededor. No veo pero siento como se mueven. Tengo el cuerpo desvanecido en esta cama mientras siento que por mis piernas sube una corriente reptil, sescamosa y pegajosa toca mis muslos y se arrastra hasta mis manos. Recorre mis dedos, jugando. Mis orejas se llenan de pelusas ágiles que suben hacia mi pelo.
No puedo moverme. Me desespero. Aprieto mis ojos. No puedo salir. Me ahogo. Me quiero sacar la piel. Me quiero salir de la piel. Bichos se montan en mi cara. Los siento en mi cuello. La viscosidad me cubre los brazos y patas de araña comienzan a caminar por mis mejillas. Quiero estornudar. No puedo ver nada. No hay luz para estornudar. ¿Donde hay luz? Caigo de repente por un agujero ínfimo. Estoy en mi pieza. Escucho el zumbido de un zancudo. Prendo la luz. Lo veo posado en la pared. A los pies de la cama, la Changa, con sus azules ojos de plástico. Mato al zancudo. Apago la luz.
El plan había funcionado a la perfección. La vieja Raquel había muerto. La dosis suministrada fue letal, se fue en el sueño. En la esquela del obituario vi la fecha, hora y lugar del servicio mortuorio. La misa fue breve, no había mucho que decir de la pobre Raquel. Tampoco había mucha gente, y a pesar de eso, a nadie le perturbó mi presencia. El día estaba abochornado. Me vestí de negro, muy arreglado con mi camisa de satín y mis zapatos de charol. A una señora casi le dio un soponcio, en pleno sepelio. Finalizando el sepulcro, sólo quedaba su familia directa. Me acerqué lentamente, me quité mis lentes oscuros y con tono ceremonioso, les dije:
—Creo saber por lo que están pasando, lo siento mucho, nadie está preparado para una pérdida.
Los familiares de la vieja me miraron asombrados. Sin esperar réplica seguí hablando:
—Los gastos funerarios son excesivos, son unos malditos usureros, pero tranquilos yo puedo echarles una mano, siempre y cuando ustedes también puedan ayudarme.
Sus expresiones cambiaron radicalmente, aunque ya los tenía donde quería. Proseguí diciendo:
—Al igual que ustedes, yo también sufro por tener a mi madre en fase terminal. Está desahuciada y dejaron de suministrarle morfina, es horrible escuchar sus alaridos de dolor.
Me miraron con sincera compasión. Continué acongojado:
—Si ustedes tuvieran un poco morfina para mi madrecita, se los agradecería profundamente, solo quiero calmar su dolor, no quiero que sufra.
Algunos me miraron suspicaces, otros estaban más dubitativos, pero la hija mayor sin dudarlo accedió, necesitaban la plata.
Veneno
Todo arreglado, trato hecho. Bien vestido para la ocasión, me dirigí a mi departamento. Me esperaba un gran cóctel. Cuando entré, no había nadie, ninguna sorpresa, hace muchos años que estoy solo. Fui a mi oficina a buscar mi maletín. Luego, me senté en el sillón del living para preparar minuciosamente un cóctel de opioides y benzodiazepinas en la mesa de vidrio. Era un placer visual inmediato. En esta ocasión especial, contaba con la distinguida presencia de la suculenta morfina. Solo nos acompaña cuando por suerte muere algún paciente terminal. Levanto mi copa de coñac y brindo por este momento. Para mis adentros, siempre pienso que alguna de estas celebraciones podría ser la última. Tomé un puñado de píldoras de diferentes colores y con mis últimas fuerzas me hice un torniquete. Apreté el puño muy fuerte, como si en el fondo, pudiera aferrarme a algo. La jeringa estaba preparada, apuntando a mi brazo. Tenía la mente en blanco cuando la enterré, justo en medio de las amapolas que llevo tatuadas en el antebrazo. El líquido se internaba despacio en mis cavidades, era una sensación placenteramente dolorosa. Pude sentir el efecto pleno del fármaco agonista, pero no fue como otras veces, esta vez, fue diferente. Parece que crucé el umbral, vi como en el ventanal quedó el atardecer suspendido, el reloj se detuvo y dejé de sentir mi cuerpo. Me invadió el vacío, cuando de repente sentí una pesada presencia, estaba acompañado, a mi lado estaba el mismísimo Morfeo. Me sonrió, quizás para entregarme algo de calma, y en ese preciso instante supe lo que estaba pasando. Morfeo entre carcajadas me dijo:
—¿Se equivocó de dosis Doctor?, ahora si le va costar caro la negligencia. Todo se paga en esta vida.
Amarillento con la garganta seca, los labios partidos y mis ojos ardiendo. Sintiendo como me escuece la piel en cada escalofrío. Escuche decir a Morfeo con tono satírico:
—¿Le molesta si prendo un cigarrillo doctor?, me parece que esperaremos un largo rato en esta sala de espera, hay que ser paciente.
Ciudades en polvo
La hora dentro de un sueño, nunca lo había pensado tanto, el tiempo parece inexistente. Las ciudades parecen deformarse y extenderse, como si se derritieran. Mi rutina consiste en despertar, abrir los ojos, y así pasa la tarde, horas y horas. La luna despierta, amanece la noche. Cierro los ojos, al dormir comienzo a soñar y termina el poder de decidir, porque estoy en un mundo nuevo que se burla de mis conocimientos de la tierra y su física. Desconozco mi nueva cara en todo sueño, así como de las personas que se presentarán, que ojalá personas sean. Pero mi mayor preocupación es el tiempo, porque me mantiene atada a las historias que mi subconsciente proyecta al momento de dormir.
He soñado las cosas más bellas, pero son interrumpidas por mi despertar, o porque su lapso de tiempo ha sido muy corto, y tuve las pesadillas más repugnantes con una duración infinita, ridículamente larga. Gasto mi tiempo mientras más pienso en el tema, se me va el tiempo, pierdo tiempo, dependo de él, mi vida se acorta. Soy más vieja de lo que era al principio de este relato, desde la primera palabra hasta la última envejecí un poco más. Pero en mis sueños puedo ser de cualquier edad; puedo ser niña y ser anciana. Puedo ser adolescente o estar en una tumba. Las formas en las que puedo estar son infinitas, y así mismo el tiempo siempre permanecerá distinto.
Y ansío con todas mis fuerzas que las horas de este sueño pasen rápidamente. Me encuentro en un mundo totalmente desértico, sin personas ni animales a mi alrededor, un espacio sin vida. Es el inicio de todo lo conozco, el inicio de la tierra. Me rodean paisajes tan secos que no dejan pistas de alguna planta: no existen aún. El sol brilla más que nunca gracias a su reciente nacimiento. El tiempo de este sueño me condena con su lentitud, no hallo el momento de despertar. Quizás despierte por una muerte; muerta de hambre, muerta de vieja, muerta quemada por los rayos solares ya que no existe alguna sombra que me proteja, muerta de miedo, muerta pensando en el tiempo.
Biografías
Paulina
Inquieta, curiosa y determinada. Paulina está constantemente aventurándose en nuevas formas de creación como el maquillaje, la fotografía, el circo, el diseño y en este caso la escritura.
Matu
Tengo veinte años y todo lo que soy hoy es muy distinto a lo que fui durante 19 años. Hoy habito distintos espacios que me han permitido ver el potencial de mi cuerpa. Me gusta escribir, mi autora favorita dice: “Escribimos para saborear la vida dos veces”. Y es un honor estar escribiendo algo que quedará plasmado con tantas otras mentes creativas.
Victoria, 25 años.
Trabajadora y estudiante del patrimonio, residente de la ciudad de Valparaíso desde que nací.
Valentín Esperanz. 1998.
Chilote y Artista Queer.
Martín
Presunto escritor, nada más que un delirante ser. Escribe desde que sabe hacerlo. Es autor de obras maestras que aún no se escriben.
Maga
Me dicen Maga, fuego abierto, sediento e hiperactivo, mientras quemo y me quemo creo con urgencia, boto palabras como lágrimas o risas contenidas a través de los siglos, vivo soñando mundos y cayendo a la realidad como piquero de aire o agua a la tierra.
Alme
Me llamo almendra, aunque me dicen Alme. Tengo 15 años y siempre me han interesado los sueños. Pero más allá de saber qué significan siempre me ha gustado contarlos, como si de relatos se trataran. Así descubrí mi gusto por el terror.
Manjar (Lucas Nanjarí-Salvo)
Viña del Mar, 2002. Muerte. Muerte. Muerte. Gatos. Fotos. Y, de vez en cuando, algo dulcecito.
Carlos Me dicen Charles, tengo 22 años, nací en San Bernardo, pero crecí en Valparaíso. Me gusta meditar, lo que ha hecho despertar una parte de mí que estuvo dormida bastante tiempo, y que en mis sueños se ve reflejada.
Millaray
Partí desde el norte a vivir a la quinta; desierto y mar son los paisajes de mi mente. Casi un cuarto de siglo en mi cuerpo, y muchas palabras a las que dar vida, muchas palabras a las que dar muerte.
Amanda Soy Amanda Covarrubias, criada entre las quebradas esclerófilas de Villa Dulce, actualmente quilpueína. Soy estudiante de pedagogía en Historia, poeta y aprendiz del canto a la rueda. Me dedico a crear libros incendiarios en la editorial Valprotesta poniendo semillas de rebeldía en cada texto.
Lanita, 22.
A veces sueño y lo escribo. Otras veces sueño y lo olvido. Imaginación o recuerdo. Películas intrusas. La mente dormida ¿o despierta?
Nicolás
Veintitrés años resistiendo y vagando por el mundo. Me gusta escribir e inventar, estudiante de castellano. No me gusta que se llame castellano.
Agustina Riveros.
Agus suena como agua, y Riveros parece rivera. Pero no me gustan los ríos. Prefiero leer un texto que hable de ellos.