Revista Surgente No. 18

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ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte Enrique Peñalosa Londoño Alcalde Mayor de Bogotá María Claudia López Solórzano Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte Mónica Tatiana Jara Bernal Coordinadora Colectivo Surgente Jerson José Hernández de la Cruz Coordinador Apalabrados Rodolfo Celis Serrano Editor General Mónica Tatiana Jara Bernal Jerson José Hernández de la Cruz Rodolfo Celis Serrano William Javier Velásquez Estepa Karen Yaritza Benítez Siabato Comité Editorial Rodolfo Celis Serrano Diseño Gráfico

Esta publicación es posible gracias a la Beca Ciudadanías Juveniles Locales del Programa Distrital de Estímulos 2019, de la Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte, y se realiza como producto final de la iniciativa Apalabrados del Colectivo Surgente. Esta publicación es parte de un proyecto transmediático que incluye también la miniserie web Apalabrados, la cual consta de dieciocho capítulos y se puede ver en el canal del Colectivo Surgente en la plataforma Youtube. Las opiniones expresadas en cada artículo son responsabilidad de sus autores y no corresponden necesariamente con el pensamiento de la Revista. Se permite la reproducción total o parcial del material publicado, siempre y cuando se cite la fuente original y su uso sea sin ánimo de lucro.

Surgente, Letras Informales Año XIII - No. 18 / diciembre, 2019 ISNN 1909-6895 Autores Invitados

Amanda López Casanova Angélica María Gómez Rodríguez Angie Daniela Rodríguez Zapata Brahian Andrey Morales Torres Camila Stefany Puertas Carvajal Camilo Andrés Montenegro Prieto Carlos Andrés Carvajal Luna Claudia Carvajal Silva Cristian Stevens Barón Díaz Daniel Aroca Ortegón Daniel Sebastián Parada Bernal Dayanna Geraldine Acevedo Lozano Diana Carolina González Escobar Dubby Daniela Prieto Posada Edna Ivonne Carvajal Penagos Eliana Lisandra Rodríguez Ruiz Frank Alberto Huepe Olaya Jeisson Camilo Hernández Rodríguez Jerson José Hernández de la Cruz Jirán Mauricio Quintero Olave Jojhan Mauricio Paez B. Julián David Cobos Hernández Laura Daniela Lesmes Méndez Luisa Fernanda Velásquez Bernal Luz Adriana Quiroga Zamora María Camila Cubillos Pardo Michael Benítez Ortiz Miguel Ángel Ramírez Castellanos Omar H. Ortiz Díaz Oscar Javier Cabezas Mañosca Pablo Fernando Valbuena Hernández Paula Catherine Ferro Mancipe Pedro Ivan Guerrero Adames William López Sánchez Yeimy Paola Chacón Rosero Bielkin Andrés Teuta Cruz

Contacto colectivosurgente@gmail.com http://issuu.com/revistasurgente Revista Surgente Colectivo Surgente colectivosurgente @Surgente_Usme


Por Oscar Javier Cabezas Mañosca Fotografía de Camila Stefany Puertas Carvajal

CLEM P

ienso en el poema de Omar Khayyan: El dedo en movimiento escribe, y una vez que ha escrito no se detiene, y ni toda tu piedad o ingenio logrará borrar ni media línea; ni todas tus lágrimas disolverán ni una sola palabra. Me lleva a pensar profundamente en el principio de impermanencia de todas las cosas y sobre las leyes de la termodinámica, los principios originarios, aunque ¿quién piensa en esas mierdas a las cuatro de la mañana? Los aficionados. Yo, en cambio, intentaré levantarme para hacer frente a esta niebla en Usme, que se mete por debajo de todas las camas, entre las cobijas cuatro tigres, como el amor. Cuando vuelvo a abrir los ojos han pasado quince minutos y Omar se pasa por décimo segundo plano. Un brío más allá de la bruma de la madrugada me lleva a levantarme, un ímpetu originario. Voy tarde. El algoritmo que describe mis hábitos para alistarme e ir a la Universidad es más bien simple y sistemático. Todo ocurre sin picos ni valles, es más bien como un movimiento envolvente hacia arriba, como llenar una encuesta de los de Bogotá Mejor para todos. En cuanto al despertar, llega con las primeras gotas por la nuca, agua que refleja la niebla que hace afuera, afuera donde hay río, montones de cultivos de papa en la lontananza, donde se dibuja la geometría de los contrastes de verdes. El aroma a leche con mierda de vaca. En la cima de la montaña más visible está el árbol de la utopía. El árbol de la utopía es como la cereza de un pastel, está, solamente está, como las piedras dispuestas siempre hacia el mismo lugar, está a la vista de todos, porque el paisaje se hace paisaje cuando se observa, además es

sempiterno. Cuando estaba en decimo en el colegio me metía al río con mis amigos y el árbol estaba allí, y mírenme ahora (Efectivamente lector no podéis verme). Todo aquello equivale a que el árbol no envejece porque hace parte del paisaje, mientras que vosotros vais a perecer. Por eso es el árbol de la utopía, pues estar a su lado es un deseo nada más, está tan lejos que la voluntad humana no llega por eso está en la lontananza. Todo es un quedarse mirando algo fijamente mientras una sensación de urgencia se siente en el tinto, en los huevos del desayuno, como la sensación que me mostró mi amigo Jorge Pérez. Mi amigo Jorge Pérez es muy perspicaz, se me acerca en noches llenas de remix sobre un camino nupcial con muchas novias internacionales casadas bailando al mismo son, dispuestas todas a la luna. Mi amigo me enmaraña de cables de colores y me ayuda a correr maratones absurdas. Todo con él es como un silogismo que desemboca en otro silogismo que desemboca en otro silogismo, etc. Una vez, pude observar el amanecer en los ojos de una amante y me vi partir en ellos, entonces me fui. Por eso le tengo respeto a mi amigo Jorge Pérez. Salir de Usme es toda una empresa. Todos salen de sus casas con cara de las cinco de la mañana, dispuestos a las batallas que acaecen en el portal, que es el origen de miles de vectores que se disfrazan de carruajes rojos que llevan a todos los soldados a sus lugares de batalla, a combatir una guerra no propia, a luchar por una carne no cocida y por la tierra en las uñas que está tan costosa estos días. Si miráis a la derecha, desde cualquier lugar del reino, arriba de Santa Librada, con dirección de las vistas (como



dicen en los pueblos) hacia el Occidente, veréis la lontananza de la montaña de basura, que se sumerge en troqueladas montañas, hermosas montañas por las que los vecis siguen peleando, tratando de ganar la demanda. Un día, cuenta la leyenda, las siete plagas provenían de la basura y mataron los sueños de los pueblerinos de la montaña blanca de frio, Monteblanco. Os preguntaréis caro lector, por qué me levanto a las cuatro de la mañana. Resulta que los de reinos periféricos a Amsterdan, debemos crearnos, según el vulgo, en aquellas casas de intereses social, universales al derecho izquierdo de saber. Mi casa/jardín, es un santuario a los héroes legendarios del inútil socialismo. Es allí, donde nos formamos para doblegar el mañana con textos poéticos sobre un mundo sin diferencias. Soy de esos guerreros de marcador, que se defiende con un borrador, como vosotros… Vais a pensar, lector, que algo anda mal en mi palabrera pues prescindo de los diálogos. Resulta que un día mi amigo, el Joens Arroyo, me dijo: ¨Has de vivir tus luchas conforme a la sangre que derramas, el resto es pasado y futuro¨. Por eso mi amigo, el Joens Arrojo, hace que me pierda entre diáfanas estrellas que no tienen sintaxis, lo que en vulgar español significa que no recuerdo las palabras, ni sus desencadenamientos lógicos. Decir que Clem vive en Bolivar City, que cuando le conocí me la imaginé de otras tierras, otros reinos lejanos como Suba o Cedrítos. El paisaje se hace paisaje cuando se observa, por eso quien quiera ver lo bello ha de dirigir sus sentidos. Así pues, conocí su ser que me borró de la sesera el pensamiento sobre su procedencia; entonces conectamos nuestra animas una noche de luna sin luna, cuando su rodilla tocó la mía, sentados en postura zen. Yo estaba desconcertado, fue como abrazar un árbol y sentir sus raíces y sus frutos que no han brotado, su sombra. ¿Os imagináis, lector, cuan basta puede ser la sombra de un árbol? Su inefable bastedad acobijaba mi presencia, mi compañía absoluta. No existía el tiempo (que evidentemente no existe), el árbol y su sombra se convertían en una guitarra que susurraba boleros. Decir que mi velita resonó son su velita, como si un chiflón silencioso turbara por un momento nuestra llama al mismo tiempo. Lector, se me había olvidado describiros cómo suena una guitarra. Nada ocurre sin energía, la energía brota de la mano, pues es el manantial, el artista, aquel brío se cuece en el aire, pues sus moléculas danzan locas, proyectándose hacia el vientre, donde todas esas ondas invisibles RESUENAN, resuenan al ritmo del manantial que les dio vida. Y las ondas, que se agolpan y se crispan como palabras de un poema, finalmente en verso, retumban en vibraciones y nace el sonido. Decir que ella y yo resonamos, como el la resuena con la sexta cuerda en el quinto traste. Por ello decidí amar su su paz, su profundo bosque y sus vientos desde aquella noche. ¿Os imagináis amabilísimo lector, que esto no fuese más que un pastiche? No habría historia, pues ya la contaron otros, como si todas las historias ya estuviesen contadas y todas las palabras ya dichas, solo cambia el orden en que están puestas,

como si las personas y los seres en esencia no cambiaran. Por ello, prescindo de la historia, no tanto porque esto sea o no un pastiche, es mas bien que no quiero provocaros alguna imagen mental de algo que ya visteis colgado en alguna pared de una casa. Aquel día, cuando me marché de la universidad, me dirigí hacia ella, hacia Clem. Caminar con ella, es como caminar al lado de un violín niño, que anda mirando al suelo, observando miles de acontecimientos en el reflejo del brillo de un poste sobre un charco, tantos fotones contando una historia, un recuerdo. Ella caminaba callada como una niña de cuatro años, absorta en su paleta de emociones y recuerdos. Sin embargo, a Clem le seguía la soledad y el silencio de un lobo. Cuantas veces la vi emboscarse ante una jauría de recuerdos y ella sola, como los lobos, les mordía con el arrebato de los vientos usmeños. Entramos al bosque, ese donde se puede alquilar árboles. Allí conseguíamos acostarnos en sus pastales a sembrar uniendo tierras y semillas, con agua húmeda y sol caliente. Cuando estábamos allí, empezamos el ritual. Primero nos pusimos a resonar con música, uno que otro jazz con un saxo, o uno que otro cantante melancólico que lloraba al lado de un chelo. ¿Os imagináis queridísimo lector, que el Chelo fuese el sexo mismo? Si observáis a otros personajes irrecordables como los chelistas, veréis a un hombre que le hace el amor a un instrumento: su barra se frota una y otra vez sobre su sexo, ondulándose, meciéndose. El frenesí de aquella danza se dibuja como ovarios sobre la madera que es atravesada por las ondas excitadas; el mismo proceso con el aire que le ocurre a la guitarra le ocurre a aquellos óvulos que ven la luz como gemidos continuos descritos en funciones armónicas. El chelo es al sexo, como la música es a una buena película, pues en el gemir del chelo se contraen y retraen todas las sensaciones de los mortales. Por ello el orgasmo muere cuando el chelo se calla. El chelo es una pluma cayendo. Una vez resuena el chelo, comienza la puentización. Dos bases cimentadas en las profundidades que se yerguen para poner de manifiesto el lazo del punto A al punto B. Lo lindo de todo es que es reciproco, entonces se parte de A a B, luego de B a A, alternando entre B y A, luego A y B amando y sufriendo pendularmente, como un poema en sus últimos versos. Un puente es un hombre cruzando un puente, como dice el escritor argentino, por eso la puentización es la práctica mas loable de los mortales y eternos humanos como Clem y yo. Después de la puentización, viene el sacrificio. Ella y yo nos ahogando poco a poco entre canciones sobre lobos que se marchan, y la soledad de Clem se marchaba con ellos, cantábamos resonando palabras que también puentizaban. Al final nos ahogamos, nos hundimos lentamente. Y aquella muerte era memorable, empezaba como una contracción del ser, que se perdía del tiempo, sus aguas nos asesinaban con parsimonia. La humedad se adentraba por nuestros sexos hasta nuestros pulmones, acabando con el aire, entre dolor y placer, hasta que finalmente perecimos en la quietud. La paz de


la profundidad del lago que venía con su respectivo silencio de dos cuerpos muertos. Dejando sangre, dejando huella. Muertos, descansábamos en paz, ella y yo, unidos indescifrablemente como la sombra de un árbol y el árbol. Éramos la unidad y no dejábamos de ser un roble sabio, proyectando nuestra sombra sobre todos los mortales. ¿Os imagináis caro lector, que fueses un árbol? ¿Qué tan grande sería vuestra sombra? ¿A cuántos enamorados abrigaríais con vuestra sombra? ¿A cuantos perros y vagos les prestarías vuestros servicios de baño?, ¿dejaríais que os colgaran una cuerda? Llevar a la princesa Clem a su castillo requería partir por todos los caminos posibles hasta el reino del Tunal, luego subirse en los carruajes voladores que los pueblerinos del reino llamado El Paraíso no recordaban de tantas veces hacer fila para subirse. Vi a Renoir en sus neas, quienes se pintaban en la lontananza apeñuscados, entre casas pintadas llenas de colores, como un estofado de verduras, tantos colores cocinándose al calor del sol que no decía nada. El viento sí, el viento se disfrazaba de música de fondo, un flujo interrumpido de silencio que nos llevaba a no perder la vista de la obra impresionista que se pintaba poco a poco. Entonces lo simple y roto era bello, como una gota de rocío que se muere en el beso con una hoja. Cuando volví a Usme pude ver que aquel árbol, el de la utopía, contenía la sombra de Clem con la que cubrió mis rodillas. ¿Será lector, que fue todo obra de mi amigo Jorge Pérez y del cantante Joens Arroyo? La respuesta está en la lontananza, donde Clem me observa siempre tan distante y tan mía, porque nadie ha observado aquel árbol como yo. Clem es un árbol.


LO QUE OCULTA LA NOCHE Por Miguel Ángel Ramírez Castellanos Fotografía de Omar H. Ortiz Díaz


E

n un barrio de Usme, de cuyo nombre no quiero acordarme, lo mataron. Nadie sabe cómo sucedió. Nadie vio nada. Nadie hizo nada. Todos sabían que ocurría con frecuencia. Los cazadores de hombres se ocultaban entre las tinieblas. Los señores del anonimato creían limpiar el campo de la guerra, convencidos de su cruzada por el bien y el orden. Él cayó esa noche en sus garras. Una bala en la frente. Eso es lo único que sabemos. Entró y salió, fulminante, como una vela que se apaga con el aire estruendoso de nuestros barrios. Eso fue, saben, la corriente del estigma y la guerra, monstruo, una desgracia de proporciones épicas, un alarido del mismísimo averno, con emisarios por el país. Su cadáver amaneció tirado cerca de una quebrada venida del páramo. Por lo menos, podemos afirmar que la princesa Usminia lo despidió. Sólo el pequeño brazo de río lo vio todo, incluso arrastró la sangre esparcida en las rocas. Imaginen cómo la bala se incrusta, destruye los sesos y sale por detrás del cráneo, sin piedad alguna, sin una moneda para el barquero, sin una identidad, sin un juicio justo. La llamada basura social. Lo mataron. A nadie le importó.


Usualmente, llega a toda la comunidad un panfleto que alerta sobre toques de queda y señala blancos específicos. ¡Vaya cuento de terror! Su característica más notable es el anonimato, que dificulta la sistematización de estos casos.. Según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica la limpieza social se ha presentado en 28 departamentos y 356 municipios, con un saldo registrado de 4.928 personas asesinadas. Es el infierno. Sales vivo un día y estás muerto al siguiente. Casi todas las víctimas se inscriben en lo que podemos llamar una personalidad socialmente conflictiva. El aniquilamiento sistemático puede entenderse como una singularidad de las condiciones propias de nuestras ciudades. Así es. No siempre se necesita un actor armado identificable que haga las batidas. Las mismas comunidades a veces se organizan para “limpiar”. Eso me recuerda a Hobbes. Homo homini lupus. Colombia es un país de lobos feroces que reclutan corderos. Pero no nos olvidemos del punto central. A él lo mataron y a nadie le importó. Esa mañana salió temprano a trabajar. Se pasaba el día frente a una banda que arrastraba piezas que debían ser ensambladas a mano para formar marionetas. No ganaba mucho dinero. La verdad es que sobrevivía. Siempre fue un chico astuto, ambicioso, dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de alcanzar sus objetivos. Quería ser escritor. En uno de sus poemas leí algunas líneas que retumban en mi cabeza con fuerza: Madre que sangras y me abrazas no me dejes caer en el tormento de tus guerras, yo quiero florecer, he sangrado contigo y sabes que no quiero caer, líbrame de los peligros que me solicitan audiencia, sé tú mi juez. Al parecer no tuvo un juez. La tierra que lo trajo se lo llevó rápidamente. Los verdugos lo mataron por violar un toque de queda. Estaba en un mal lugar a una mala hora. Ese fue su pecado.

Estaba muy enamorado. Salía con una hermsa chica de flequillo y lindos ojos. Le escribía constantemente, me leía todas sus cartas… Tus labios son para mí como saltar al vacío sin temor. Quiero hacerte el amor aunque la vida me esté matando, quiero escribirte con todas las palabras que pueda que te amo más de lo que me amo a mi mismo. Mi corazón es tuyo. Que la bala que atravesó el corazón de Silva vuelva a mí si estoy mintiendo, incluso, como él, sería yo quien la dispararía… Me encantaba saber que era feliz con esa chica. Sonreían, se besaban como si supieran que la noche llegaría. Cuando ella se enteró de su muerte quedó destrozada. Lo amaba con intensidad. No la volví a ver sonreír como lo hacía con él. Cada que visita su tumba lleva una rosa roja. La última vez que la vi me dijo que él decía siempre que ella era su rosa, que sus labios rojos eran los pétalos más hermosos que había visto, que su cuerpo era un paraíso en el cual se olvidaba de la muerte. Dijo que ella paraba el tiempo y que era su más clara dirección. Todavía tiene la brújula del abuelo que le dio para que lo recordara. Si la tienes no estaré perdido, dijo. La noche se lo tragó y con él se llevó mi amor, me han quitado a mi Ángel y con él un pedazo de vida, estoy muerta en vida, dice ella. Aquel día salió muy tarde del trabajo. Eran las once cuando tomó el transporte a casa. Tenía una rutina pesada, ya que trabajaba y estudiaba de forma autodidacta en su tiempo libre. Nunca supe cuál sería su camino. Un día podría hablarte de astrofísica y al siguiente de los impresionistas que lo habían desvelado, como sea, una mente inquieta que tardaba en llegar unas dos horas a casa después de cada jornada. Él sabía del riesgo que acechaba. En otras ocasiones había llegado mucho más tarde y con toque de queda encima. Su estrategia era simple, se bajaba y corría dos cuadras, atravesaba el puente bajo que pasa por el brazo del río en un regate veloz, se metía por el callejón y abría la tercera puerta. Todo en un minuto. Su cuerpo fue encontrado a la orilla del agua que viene desde el páramo. La crueldad de acabarlo sin un cruce de palabras siquiera fue certera. En su maleta llevaba cuadernos


con poemas y un libro de astrofísica con una hoja en medio de sus páginas que decía: No he podido dejar de pensarte. Espero llegar pronto a casa para escribirte que te amo. Todo el día he estado algo desconcentrado, armar muñecos me aburre, pero será temporal. Creo que comienzo a entender las estrellas y quizás algún día pueda ponerle tu nombre a una, pero quiero que seas una estrella que se ha convertido en un agujero negro. Quiero saber que me es imposible escapar de ti, que aunque seamos efímeros nuestros instantes nos pertenezcan para siempre. Desde dentro de esa estrella veremos juntos el universo envejecer… Con amor, tu poeta que arma muñecos para comer. Amaneció un muñeco, como dicen en el barrio. El muerto es la única evidencia del acto. Nos ahogamos en las tinieblas de la violencia y olvidamos lo que significa nacer. Él ya no está. Nunca pudo llegar a escribirle que la amaba. Ella volverá con una rosa roja a llorar lo sucedido. Él era inocente, pero si no lo fuera ¿sería licito admitirlo? Si hubiera robado, matado, violado, ¿lo merecería acaso? Somos dioses de la muerte, ¿lo somos? Hasta los demonios merecen un abogado, un juez y un juicio, digo. Nuestro sistema es una estructura que se fragmenta en corrupciones sistemáticas, pero su fortaleza radica en su virtud, ser garantía de derechos y reguladora de deberes. Los depuradores no son diferentes a aquello que dicen “limpiar”. Opera la impunidad del asesinato fundada en el prejuicio, por eso el que armaba los muñecos una mañana fue llamado muñeco. Apareció un muñeco pasando el puente al lado de la quebrada, vamos a verlo, gritaban los niños… Yo fui tras ellos, para verlo con mis propios ojos. La noche anterior, Ángel no había llegado a casa y debía saber que todo estaba en orden. Caminé pesadamente, el sudor en la frente. Me dije que no pasaba nada, veré el cadáver de algún pandillero y esperaré a que Ángel regrese, después quizás lea la noticia en el periódico con más detalle. Lo reconocí de inmediato. Tenía puesta una chaqueta de cuero que yo le regalé cuando recién había cumplido los veintiún años. Lloré sin parar. Le dije a la Policía todo lo que sabía de él. Les conté

que era mi hermano mayor y les conté que vivíamos juntos hacía apenas un par de años en el barrio, y que no teníamos enemigos y que yo trabajaba también, y que estaba de verdad enamorado y que sonreía y escribía lindos versos, y que no se merecía semejante muerte. Uno de los oficiales que hizo el levantamiento dijo “otro más para el montón”. Enfurecí al escucharlo. Incompetentes, les grité. A él lo mataron y a nadie le importó. Han pasado ya tres años desde que me atreví a escribir sobre él. Abandoné el barrio por amenazas después de reportar el caso a las autoridades. Tengo una foto de él en mi escritorio. Su chica viene a visitarme de vez en cuando y nos tomamos unos tragos mientras hablamos de él. Juntos hemos trabajado en lo que significa vivir con esto. Ella lo sigue amando y le escribe constantemente como si pudiera responderle en cualquier momento. Yo también lo hago con frecuencia. Sé que él sabía qué era lo que se ocultaba en la noche, siempre lo supo… Madre que sangras y me abrazas no me dejes caer en el tormento de tus guerras yo quiero florecer He sangrado contigo y sabes que no quiero caer, líbrame de los peligros que me solicitan audiencia, sé tú mi juez. Él nunca tuvo un juez que decidiera justamente. Lo que se oculta en la noche lo hace porque todos tememos a la completa oscuridad, pero no estamos llamados a callar porque suene la pólvora en nuestras calles. Ante los verdugos sonreímos con pericia y picardía. La bala se la metieron en la frente. Él no se disparó en el corazón, nunca tuvo como hacerlo. No era suyo, era de ella y ella vive. Él vive y nos recuerda que el silencio es la única y absoluta impunidad.


ÂżMe lleva por mil hasta Santa Librada?


Por Amanda López Casanovsa Ilustración de Luz Adriana Quiroga

C

omienzo de semana. Lunes de zapatero. Ya perdí la cuenta del número de veces que pausé la alarma del celular, prolongando los cinco minutitos más de sueño, resistiéndome a salir al frío infernal. Pareciera que San Pedro mandara el agua a cántaros llenos. No miento cuando digo que vivo en “cielo roto”. Y es que cuando se distingue a alguien, una vez se pasa el protocolo del nombre y la mágica pregunta ¿estudias o trabajas?, viene ¿dónde vives? - Vivo en Santa Librada. Entonces se abre un silencio agridulce, con cara de no tengo la menor idea dónde carajos es eso. Me armo de valor e intento organizar las ideas a ver que explico primero. ¿Dónde es? ¿Cómo llegar? ¿Por qué se llama así? No tengo la más remota idea. Nadie preguntaría eso, aunque hay nombres curiosos. Seguro que es interesante decir que se vive en la Isla del Sol, en Barranquillita o en El Paraíso, pero no, yo vivo en Santa Librada. Para hacerme entender con la ubicación debo decir, que es cerca a la cárcel La Picota, un poco más cerca del Portal de Usme, Centro Comercial Altavista o más cerquita de la vía al Llano. Es más difícil explicar cómo es el viaje. Una vez llegas al portal de Usme, después de más de cien semáforos, dependiendo del horario, tomas el alimentador 3.7 o 3.2 y te bajas en la quinta parada. Solo si se viaja en Transmilenio. Pero, en fin, ¿para qué desgastarse, en indicaciones imprecisas cuando andar en bus común y corriente resulta ser una vivencia inolvidable? Ese es el cuento que vivo cada mañana haciéndole el pare a buses que se dan el lujo de ser selectivos con sus pasajeros. No es conveniente llevar a una gordita, menos si lleva un morral grande. El asiento de adelante está destinado para una mujer que encaje en el estereotipo de las medidas perfectas. En medio de esa caja metálica, de vidrios empañados por la respiración de casi cien personas, se libran las batallas más serias.

—Ruta 560, Laches, Centro, 20 de Julio etc. —¿Señor pasa por el centro? —Sí señora ¿no sabe leer? —¿Me lleva por mil? —Por mil no llevo a nadie. Pague el pasaje completo y mejor súbase por la puerta de atrás. Analizas el panorama, y no ves una silla vacía. Es más, da la sensación de que todos los pasajeros van tiqueteados hasta el destino de la ruta. Están en un encuentro profundo con Morfeo. —¿Se acabaron los caballeros? —No señora, se acabaron las sillas. El popular pato grita una y otra vez. —¡Coooorran hacia atrás que hay espacio! ¡colaboren y nos vamos rapidito! - Móntele segundo piso. En el momento de llegar al destino, alcanzar la puerta de atrás es toda una odisea. Nadie pareciera estar dispuesto a tolerar el mínimo roce. —¡Oiga que pare! —¿Me va a llevar para donde su madre? —¡Pues madrugue más! Y ese es el libreto que se repite cotidianamente, una vez los del sur se suben al bus y van a trabajar al norte. Mientras tanto, digo que vivo en el norte de Villavicencio. Algunos me dirán que en el mismo tiempo en que regreso a Santa Librada, en cualquier otro punto de la ciudad, ellos alcanzan a verse dos películas.


Un recuerdo navideño Por Jerson José Hernández de la Cruz Ilustración de Jeisson Camilo Hernández


E

stoy de pie en una habitación pequeña. Una cortina amarila cuelga desde el techo, cubre una ventana amplia y llega hasta el piso de madera. Una luz ambarina llena el lugar. Pareciera que el bombillo que alumbra esta noche estuviera a punto de fundirse. Mamá cumplió años. Nuestra relación es tan distante. Aunque pensé en ella durante todo el día, no fue sino hasta la noche, cuando volví de la oficina, que la saludé. Procuré que el abrazo fuera largo, pero después de unos segundos ella me apartó y caminó hacia la cocina. Mamá sostiene un objeto entre sus manos, lo acuna como si fuera un pájaro o un racimo de flechas. Es un árbol, me dice, un árbol de navidad. Me invita a adornarlo juntos. Las ramas plásticas se desgranan del tronco, las recojo y siento cómo las puntas se me entierran en las yemas de los dedos. Es una sensación placentera. Me lastiman pero no me hacen daño, me lastiman pero no me hacen llorar. Parecen navajas mansas que acarician con ternura mis dedos. Decidí salir con Carolina, la chica de Recursos Humanos. Alta y delgada, labios finos, casi morados, cabello tieso y erizado. No me parece atractiva, pero es la única mujer que parece notar que existo. Siempre me espera junto al microondas. Calentamos el almuerzo al mismo tiempo. Aprendimos a tener conversaciones de dos minutos y cuarenta y cinco segundos. Siempre elogia el patrón de mis corbatas y el lustre de mis zapatos cansados. Mamá me dice: apurémonos, para que cuando llegue papá, encuentre el árbol listo. Pensar que papá pronto va a llegar me llena de alegría y ansiedad. Pongo las ramas sueltas en los orificios del tronco. Ahora ella sostiene en sus manos una esfera fucsia y brillante suspendida de un hilo café. Cuando la esfera gira, veo una casita nevada incrustada en su superficie. Mucho cuidado, me dice mamá, es muy delicada y si se rompe, te puedes cortar. La casita está rodeada de nieve, nieve de algodón, el algodón más suave que jamás he acariciado. Mamá me recibe la esfera y la enhebra entre las ramas del árbol. Hay más: verdes, rojas, amarillas y azules. Pensar que papá puede llegar en cualquier momento me pone nervioso. Siento un nudo gozoso en la garganta. Carolina llega puntualísima al encuentro. Se disculpa, el tráfico está tenaz. No hay problema, le respondo. Me levanto de la silla y me pongo el abrigo. Ella me mira y abre las manos como diciéndome: ¿no vas a hacer nada? Entonces estira sus brazos, me toma por los hombros y me da un beso. Esquivamos nuestras miradas. Salimos a caminar por la avenida Alborada. Afuera el cielo está hecho de nubes. En silencio observo las copas de los árboles sin hojas, parecen columnas tremendistas que sostienen el cielo para que no se caiga sobre nuestras cabezas. El cielo se va a caer, el cielo se va a caer, repito en mi mente. Andrea me pide que la acompañe a buscar un cajero porque necesita retirar. Ella no necesita retirar, salió de la casa sin un peso y siente la obligación de invitar. Soy un cafre pero no tanto. La dirijo hacia un centro comercial, giramos en las esquinas exactas y atravesamos las escaleras eléctricas necesarias para alejarnos de cualquier cajero electrónico que le pueda servir. Ni modo, le digo, la película va a

comenzar, vamos, yo invito hoy. ¡Ay, muchas gracias, Mario! ¡Qué caballero eres! me dice y me toma del brazo. La ciudad llueve. El árbol tiene el olor de la cobija de lana que lo envolvió durante todo un año. Un olor a vainilla, incienso y plástico quemado. Ahora ese aroma está en toda la habitación. Cuando mamá se pone de pie, el árbol adquiere su verdadera dimensión. Es un árbol pequeño. No supera la altura de las rodillas de mamá. Cuando conectamos las luces navideñas, solo unos bombillos se encienden. El olor a plástico quemado se hace más fuerte. No importa, dice ella, igual con todas esas bolitas ya se ve bien bonito. ¿Cierto? Después de quitarle la instalación, mamá alza el árbol y piensa en voz alta: ¿Dónde lo ponemos? En el centro de la habitación gira sobre sí misma hasta ver el amplio armario de madera. ¡Ahí! ¡Así papá lo verá apenas llegue! Mamá alza los brazos y con cuidado coloca el árbol junto al televisor. Entonces me doy cuenta de que también tenemos un televisor pequeño. La película resulta un fiasco. Durante la proyección no sabía si dormir o reírme de su escenografía lamentable. Al salir, Carolina dijo: Tan chévere esa película ¿Cierto? Yo le respondí: lo importante del cine es que reúne en un mismo lugar a un montón de personas a las que les gusta lo mismo. Caminamos hasta un bar y tomamos un par de copas de vino mientras miramos la entrega de los Grammy del 2013 en un televisor mudo. Papá llega a casa. Mamá y yo fingimos partir una panela en la cocina. El cuchillo está inmóvil en sus manos. Ella me mira con una sonrisa grande en sus ojos. Ya no tengo nervios, solo tengo una carcajada arrullada en mi pecho que quiere salir y explotar en un aleteo tremendo que llene toda la casa. Papá entra en la habitación. Sentimos que sus pasos se detienen. Está de pie frente al armario, conmovido por la belleza de nuestro árbol. Seguro imagina el trabajo que mamá y yo tuvimos para armarlo, para ponerle cada una de las bolitas brillantes. Ahora pensará que esas luces viejas ya no sirven para nada. Mañana temprano comprará una nueva instalación en la tienda de don Pedro. Seguro ahora él tiene el mismo nudo en la garganta que yo tuve unos minutos antes. Escucho los pasos apresurados de papá: corre hacia la cocina, en el marco de la puerta mira a mamá, se acerca despacio, la abraza y la besa. Después me alza y me besa muchas veces en la mejilla. Siento la aspereza de su barba en mi cuello y rio sin parar. Tomamos un taxi hasta el apartamento de Carolina, ella me dice: mi cama es pequeña pero ahí nos acomodamos. Cuando cruzamos el caño veo en el cielo una estrella fugaz. Le digo: me siento feliz. Ella me responde que también está feliz, tan feliz como cuando fuma marihuana. Saber que yo la hago tan feliz como un poco de hierba me entristece. Levanto el brazo para tomar otro taxi. Al borde de la acera la escucho decir que ella nunca es tan feliz como cuando deletrea «Britney Spears» mientras está fumada. Tengo la derrota del que no tenía nada que perder. Papá no llega a la cocina, nunca escucho sus pasos. Los ojos de mamá dejan de sonreír. Deja el cuchillo en la mesa y me toma de la mano. En la cama papá duerme bocabajo, ronca con una fuerza capaz de sacudir las cortinas. Nos acercamos a él y mamá me dice: rápido, ayúdame a quitarle los zapatos y a acomodarlo en la


Las babas del poeta

Por Michael BenĂ­tez Ortiz FotografĂ­a de Omar Ortiz


I

Cuando llegué, vi que sufría uno de sus frecuentes, pero no por eso menos raros, ataques de ansiedad. Estaba en la cama temblando. Se resistía. Lo intentaba. De un momento a otro se sacudió y, de un salto, quedó sentado. «Estoy luchando contra mí mismo, ustedes no saben qué es eso… por mucho que le saquen jugo a la razón, porque yo hace rato no pago arriendo en esa casa…» Y Juliana, haciendo gestos, lo calla dándole un beso. Si no fuera por Juliana no sé qué sería de mi amigo. Ella le ayuda a pilotear sus borracheras y esos guayabos apocalípticos — como una vez escuché que les decía— en los que lo lleva a caminar al parque El Tunal y él se desahoga diciendo que no entiende nada de lo que nosotros llamamos «realidad». Juliana va al baño, no sin antes decirme que no lo deje solo, que está muy mal, que todo es por ese último libro que está escribiendo, que delira con eso de que el poema se le resbala, como la sombra de las babas de un gusano. Ya con Juliana en la fiesta del inodoro, Tan se acerca a mí. Aún temblando, trata de encender un cigarrillo con un bricket desgastado; se lo pido con la mirada y lo enciendo al segundo intento. Fuma tres veces, mira el techo y abre las ventanas mientras dice: «No le pongas mucho cuidado a lo que diga Juliana, tú sabes que ella es muy culta y todo eso: más que nosotros —me lanza una sonrisa cómplice—, pero ella no entiende muchas cosas… sabes de qué te hablo…» Repite su sonrisita cómplice. Juliana vuelve y regaña a Tan por estar fumando. Eso es de siempre. Pero, y ahora que lo pienso, creo que Tan se refiere a eso de la misma pesadilla que lo persigue a uno desde niño y a… Ella me dice, de nuevo en voz baja, que no le vaya a decir nada que lo induzca a emborracharse; que le hable de la universidad, del futuro y que, sobre todo, no coloque música. Pero yo sé que a él no le importa eso y, sin hacerme caso, pone un vinilo de Escape: Trabajas de mañana planeando tu futuro y vives en rutina nada más… Y otra vez ese escalofrío delicioso que manifiesta un tipo de iluminación: el poema, diría Tan. Y empiezan esas ganas de entrar en la comunión de las cervezas y los cigarrillos.

II

Hoy hay un recital de poesía en un cafecito del Centro. Espero a que Tan se bañe y se vista. Juliana me mira y dice: «¡Ustedes tienen una cara de farra!» Pero pues claro, qué recitales ni qué nada, qué literatura. Así como Dios tiene resaca y no se para los domingos para ir a las iglesias, así la poesía capa recitales: le da un poquito de asco. Y yo, que no he leído a Borges, siempre me vanaglorio escupiendo esa frasecita que dice que como hay tanta poesía regada en el mundo, a veces uno se la encuentra hasta en los libros de poesía. Pero bueno, siempre habrá una excusa para emborracharse, diría Baudelaire: «de poesía o de virtud» ¡Si fuera verdad sería más barato!

Me río solo, sentado en el café. El viejo Tan está un poco prendido. Me dice que solo así uno se puede parar a hacer el ridículo, a leer y decir cosas que no sabe ni por qué las escribió, si es que él las escribió, si es que fueron, acaso escritas, que es más fácil y digno ser ladrón o ciclista. «Acá donde me ves —mira a lado y lado del café— estoy cagado del susto: le tengo un miedo terrible a la muerte, pero no solo a la muerte, sobre todo a la vida. Por eso me emborracho tanto y ando con tantas viejas y todo eso… y esa gente que no me conoce: mira a Juliana, dice que soy poeta y no sé qué otras pendejadas… y yo cagado del susto… Bueno, como que ya me toca leer». Y eso sí, nadie le puede negar a Tan el estilo, así sea porque está borracho, o prendido, o como sea que esté. Yo ya me estaba durmiendo, pero ahora la gente aplaude, sonríe: cambia el ambiente. O quizá siento eso porque también estoy borracho, o prendido, o… ¡dejemos la bobada! porque siempre me ha fastidiado, en los poetas, la falta de naturalidad:, esos gorritos, bufandas, barbas y voces de poetas. Son peces que nacieron en acuarios y jamás conocerán el mar. En cambio, Tan apropia su barro, se revuelca, es dueño del instante que habita; por eso no se presenta: «Hola, soy poeta», sino que lo niega, lo sufre… O sencillamente no le importa, le vale verga: todas las hectáreas de verga que mida el mar. Un escritor se sienta a nuestro lado y le dice a Tan que le gustó mucho, que chévere, que dónde puede comprar sus libros. Tan comienza a hablarle de su nuevo proyecto de poemario, que ha sufrido mucho con él; que, cuando duerme, sueña que alguien —una sombra— se le sube en la cama y no puede moverse; y comienza a echar madrazos mentales —tampoco puede gritar—, y dice que es el poema, que queda indefenso ante el poema, ante el puto poema que cuando está arrecho comienza a follárselo: siente que su propio pene se alarga y se le mete en el culo. Y sufre realmente. Se ha sorprendido —varias veces— llamando a su mamá cuando se despierta sudando frío, aun cuando vive solo, aun cuando tiene casi treinta años. Y como que vuelve, y se siente desnudo ante este personaje desconocido, pero no le da pena. Me mira como si hubiera descubierto algo dentro de sí, como si hubiera encontrado la respuesta a su problema. Sonríe, sus ojos se le hacen agua, dice que ha visto algo, que el poeta siempre tiene las de perder. Silva solo vale impreso en mi billete de cinco mil. Los versos son de oro golfi o para conquistar golfas. Pienso en Juliana, tan enamorada, tan madre de ese niño. Si no fuera por su instinto maternal ya lo hubiera mandado a la mierda hace rato. Pero ese instinto hace que ella lo proteja: lo reciba en su casa cuando llega borracho a las tres de la mañana, le quite los zapatos, lo acueste, le limpie el vómito. Pañitos húmedos para después del polvo, champú no más lágrimas: no llores por un poeta, él no te merece; pero pañales, sobre todo pañales, para tanta buena y mala literatura.


DE PAPEL

Por Yeimy Paola Chacón

Ilustración de Luz Adriana Quiroga

S

í, allí fue, justo ahí, tras aquél árbol, —empecé a recordar sentado tras la ventana del bus que me llevaba a la casa que ahora era mi hogar, más allá de los hilos de cemento que enterraron tantos árboles—. Cavé un hoyo tan hondo como me fue posible con el palo que encontré en el camino y la ayuda de mis manos. Mis uñas quedaron llenas de tierra asomada que se negaba a irse, —después me la quito—, pensé. Quería dejarla lo más profundo que me fuera posible, así nadie la encontraría, justamente por eso elegí ese lugar. Lo recuerdo porque justo cuando terminé, miré a los lados para asegurarme que nadie me vigilaba escondido tras el monte que crecía alrededor. En ese momento mamá salió a la puerta de la casa. Una casa pequeña que los abuelos habían construido para ellos después de que mi madre, su última hija, se fue de su lado. Era demasiado pequeña para tener tantas ventanas, tenía una sola planta y dos puertas. Sin importar la hora, la abuela solía tener las cortinas abiertas para que pudiera colarse la luz del sol o la luz de la noche, ambas eran invitadas especiales que esperaba siempre tras la ventana más grande de la casita con un café entre las manos que aún destilaban alguna pinta de esmalte aplicado hacía meses. Esa casita ahora era nuestro hogar. Con el mismo tono que usaba para llamarme cuando se me pasaban las horas jugando en la cancha improvisada, que tanto daño le causó a los zapatos me regaló hacía dos navidades, con la misma intensidad mamá me llamó a tomar las onces como cada domingo; una taza de aguapanela con una tajada de queso gracias a Margarita. Sacudí mis manos e intenté limpiarlas con el pantalón. Mamá se dio cuenta de mi actividad y me pidió lavarme las manos antes de comer. No me quitó los ojos de encima hasta que nos sentamos y tomando la taza de bebida hirviendo entre las manos, al fin preguntó: —¿Qué estabas haciendo?— No había remedio, tuve que mentirle, porque la abuela me dijo que nadie podía verlo, solo así nadie podría quitármelo nunca.

—Dejé a las lombrices en su nueva casa— contesté. —¿Acaso te has cansado de ellas?— preguntó sorprendida, y tenía razón, después de todo, llevaba meses buscándolas entre la tierra que ella levantaba cuando sembraba sus plantas. Ahora mismo no recuerdo cuántas tenía, pero no, la verdad es que no me había cansado de ellas y mucho menos estaba dispuesto a dejarlas ir después de todo mi esfuerzo. —Creo que se han cansado de estar en los frascos de mermelada, les di unas vacaciones— respondí. —Todos las necesitamos— dijo. De inmediato pensé que las lombrices que acumulaba, también tendrían lo que la abuela dijo que estaba dentro de mí, por eso decidí dejarlo enterrado junto al árbol. Entonces me sentí tranquilo, pues nadie me lo podría quitar incluso si intentaban inspeccionarme como yo lo hacía con mis lombrices. ¿Aún estará allí?, —me pregunté en voz alta—. Una mirada fija al otro lado del bus de la silla se quedó mirándome. ¿Por qué lo había recordado hasta ahora? El corazón se me aceleró. No tenía nada que pensar, debía ir a buscarlo. De pronto, un último empujón me dio la respuesta que necesitaba para confirmar mi decisión: —Parada cinco— (Usme Centro).



Villas del Cerro y Usme S

eguramente existen muchos caminos que recorren estos lugares. Yo necesitaba ir desde La Fiscala, hasta Villas del Cerro. Mi prima me había explicado con detalle que debía tomar dos buses para llegar; uno que me llevara desde mi casa a Molinos y desde allí, otro hasta Villas del Cerro. Me dijo enfáticamente que debía salir de casa con una hora de anticipación porque aunque no era lejos, el bus rojo que pasaba por Molinos y que me llevaría a mi destino, solía demorarse mucho en pasar. Mi prima estaba preocupada por mí. Como otros familiares, consideraba que un empleo salvaría mi vida y le daría sentido, por eso me consiguió esa entrevista de trabajo en Villas del Cerro. Yo

fingía alegría cuando aparecía alguna entrevista, pero la realidad era que yo no quería encontrar un trabajo, mi necesidad era otra. Aun así, fui. La noche anterior imprimí mi hoja de vida, ese día madrugué, me puse la ropa que siempre uso en entrevistas, me peiné bonito y usé labial. Tenía miedo de ir a ese barrio, miedo de que me robaran el bolso… Miedo de que me robaran o de que me contrataran. Me bajé del segundo bus que tomé y caminé durante diez minutos para llegar hasta el lugar de la entrevista. Ese lugar se parecía bastante a otro donde había trabajado antes, pero cuando entré no sentí lo mismo que en mi primer trabajo.


Por Paula Catherine Ferro Mancipe Fotografía de Bielkin Andrés Teuta Cruz

Luego vino lo rutinario: —¿Por qué está interesada en el trabajo? —Vamos a realizar pruebas psicotécnicas: De uno a tres marque aquellas frases según se sienta identificada, dibuje una figura humana, póngale un nombre, escriba una historia sobre esa persona. —¿Por qué se retiró de su anterior empleo? —¿Cuál es su aspiración salarial? —¿Con quién vive? Y terminó la entrevista con un: «Nosotros la llamamos».

Salí de allí y en mí divagaban distintos sentimientos, principalmente tenía miedo. Me ubiqué en el paradero del SITP porque la buseta que debía tomar, no pasaba. Aunque estaba distraída, agarraba con fuerza mi bolso. Por esa cuadra no pasaba nadie, esas cuadras les gustan a los ladrones, además ellos tienen ojo para reconocer quién no es del barrio. Después de esperar durante quince minutos, tomé un SITP que descendió desde la loma donde estaba hasta la avenida Caracas, en Molinos. Crucé la avenida y esperé algún bus o SITP que me llevara nuevamente a mi casa, cerca del portal de Transmilenio de Usme. Esperé nuevamente allí, agarrando con fuerza mi bolso y llorando un poco, porque tenía miedo, miedo de que me robaran o de que me contrataran. Lloraba como empezó a llorar el cielo y para no mojarme, decidí entrar a la estación de Molinos para tomar Transmilenio. En la estación tomé un H20, era casi mediodía, el bus iba vacío, por eso logré un puesto libre. Tan pronto me senté, el llanto aumentó. Llorar ya era común en mis últimos seis meses de depresión. Ya se había borrado el miedo a que me robaran o a perderme en un barrio extraño, mi miedo real era que me llamaran y me dijeran: «Queremos contratarla». Pase el trancón de Molinos al portal pensando qué iba a pasar, si efectivamente me llamaban o si no y ahí detuve mi mente y pensé: creo que las dos cosas me hacen sentir el mismo miedo. Había trancón, según yo, porque Santrich estaba saliendo de la cárcel La Picota. Había carros de distintos medios de comunicación y muchas personas manifestándose a favor y en contra. Yo no sabía si eso me importaba. El trancón era por un accidente debajo del puente del Danubio. El lugar estaba custodiado por Medicina Legal, eso significaba que en el accidente hubo un muerto. Miré a la derecha y en el piso estaba el cuerpo sin vida de una mujer joven que vestía jeans viejos, desgastados y una chaqueta de colores; junto a ella un charco de sangre, la zona acordonada y su familia llorándola. No sé si algo la atropelló o se lanzó del puente. Olvidé mi miedo por un momento y sentí empatía con su familia y pensé en la mía, pero en ese momento sentí más empatía con la mujer muerta, ella tal vez ya no tenía ningún miedo.


La madre que sí Por William López Sánchez Fotografía de Omar H. Ortiz Díaz


V

alamadre fue mi mejor amigo de la niñez. Callejeamos juntos como hasta los nueve años: íbamos por todos los barrios aledaños al nuestro: Alcantúz, La Esmeralda, El Brillante… a pillar dónde había cuerdas para la ropa hechas con cable, donde las señoras despistadas colgaban los chiros viejos y las penas, para robárnoslas. Así que ya sabíamos adónde caer; y llegábamos bien preparados. Al rato caíamos a la escena, analizábamos el área, nos encaletábamos y atacábamos cuando no había chismosos por ahí cerca. Para robar las cuerdas cargábamos un cortafrío, una navaja y un palo. Con el palo espantábamos a los perros y al hambre, porque solíamos masticar astillas hasta que volvíamos a la casa, a eso de las ocho de la noche. Y eran horas y horas que pasábamos robando cobre para venderlo por chatarra –1500 pesos el kilo, recuerdo–, para ir a nadar a las piscinas de El Virrey. Aunque esas piscinas casi no nos gustaban, porque eran viejas, destapadas y hacía un frío ni el hijueputa. Las que estaban de moda nos gustaban más, las nuevas: las piscinas de Famaco, aunque la entrada valía más, a luca-quini, pero no importaba. Un día decidimos, después de varias semanas de camello, bajar a la chatarrería a vender el cobre y una olla exprés que Valama –así le decía de cariño– le había robado a la abuelita –que tenía un esposo loco: Vampelt, de bigote amarillo, (gran fumador de Peche). ¿¡Qué hace un niño con un abuelastro loco!? Pues robarlo– y nos dieron 3.200 pesos por los dos kilitos de cobre y la ollita. Segundos después, nos fuimos directo para El Virrey ¿o a Chuniza?... bueno, para la piscina esa de Famaco. Corrimos desde «Asocharra El Barbas», la chatarrería más grande de Serranías, y llegamos tremendamente sudados, destilando gotas negras de sudor, tiznadas por el duro trabajo y por la mugre que recogíamos en la loma donde robábamos papas criollas para llevar a nuestras casas. Pagamos rápidamente la entrada –ya le habían subido 100 pesos más– y nos metimos fue de una.


Nadamos ahí como una horita suave, felices, hasta que llegó el instructor y nos sacó de la piscina chuzándonos las costillas con un palo de escoba que medía como tres metros. Salimos de la piscina tratando mal al mancito ese, oliendo a puro cloro, con los ojos ardiendo, con la piel reseca y súper muertos del hambre, desdichados porque no teníamos ni para un pan –que en ese tiempo costaba 50 pesos–, para ir comiendo por el camino. Nos vestimos rápido y salimos al flete de ahí y retornamos a nuestras calles, a nuestras amadas calles de barro, a caminar entre maleza y escombros, entre perros flacos y enfermos, entre el olor a hambre revuelto con lluvia, leña quemada y pobreza –los mismos olores de ahora–, que invadían nuestras pistas de juego, nuestros laberintos donde, además de jugar, soñábamos y robábamos. Y eran precisamente esas calles las que nos mantenían con vida, después de todo, ¿verdad? Porque de ahí, de las calles, sacábamos el cobre, el sustento, las papas criollas y nuestros juegos, ¡porque eso sí jugábamos! Y siempre inventábamos algo nuevo, por ejemplo, poníamos a nuestros soldaditos a cargar bloques y ladrillos de construcción para ver cuál se partía primero, los envolvíamos con la basura que hallábamos y les prendíamos fuego. Jugábamos “comandos” en las laderas del caño picho del Brillante, o hacíamos túneles en la arena amarilla y carreteritas con el cemento que desperdiciaban los maestros. O a veces, cuando llovía, simplemente armábamos barquitos de papel y nos metíamos al parque El Virrey, para ponerlos a surcar por las zanjas, hasta que llegaba el celador y nos hundía la aventura, con todo y tripulación, en el fondo de un charco pestilente, pestilente como su boca. Y cuando no había lluvia, ni piscina, ni barquitos, cazábamos bichos o, a veces, las palomas blancas que vivían en el techo de la iglesia de lata del barrio Tercero, – aunque por allá, a ese barrio, casi no subíamos, porque teníamos una liebre ahí: el Pulga– dizque para venderlas como mascotas. Un día cogimos una paloma blanca, bien blanquita, y la llevamos al barrio y Nano (un bazuquerito de

entonces), nos ofreció mil pesos por ella. Nosotros, contentos, le dijimos que sí, pero al final tocó fiársela porque no tenía plata, pues estaba en la inopia. «Nada de nervios –nos dijo– mañana les pago, todo bien que mañana les roto los pesos, ¡relájense, chinos! Están es hablando con un man serio». Desde ese día Nano se desapareció, como si se lo hubiera llevado el diablo o el espíritu santo, ¡no supimos! Abandonamos el negocio de las palomas y nos dedicamos a cazar escarabajos y a robar cebolla y cilantro de la finquita de la calle 109 sur, al lado de las barras de la Loma del Sucre. Las idas a piscina se acabaron cuando escuchamos el chisme de que un señor gordo de allí arribita nos estaba buscando para quemarnos las manos porque resultó ser que el cable de cobre que le habíamos robado no era de la ropa sino de la luz. Y también por Vampelt, que nos pilló saqueándole el cajón de su chatarra y nos amenazó con sapiarnos con los tombos y mandarnos al Bienestar Familiar. La piscina se volvió una ilusión cula, una especie de paloma psicodélica que nos daba pereza cazar por escurridiza. Desistimos. Unas semanas después descubrimos una laguna –la Laguna del Pato– que quedaba pasando las fincas del barrio La Invasión, y allí no cobraban por nadar, solo que el frío era más valamadre aún y los ahogados asustaban al cien. Ahí la empezamos a parchar, tragando zanahoria y fresas. Nadábamos tranquilos –sin que nadie nos azarara el parche con un palo–, mientras escuchábamos voces en el viento y dibujábamos paisajes sobre el agua. Nadie nos vigilaba, solo el frío nos cobijaba, como nos cobija ahora esta sed de vida, esta sed de recuerdos que compartimos bebiéndonos esta pola en La Piscina, no en la de El Virrey, la del Santa Fe, k15#23-64 (dirección antigua) mientras nos jalamos el ‘cable’ porque seguimos igual de vaciados, igual a cuando teníamos nueve o diez años.


Por Angélica María Gómez Rodríguez Fotografías de Camila Stefany Puertas Carvajal

Tu nido


C

orre , me dijo, mientras se escondía entre los eucliptos. —Pero eres muy veloz y no te puedo alcanzar — replicaba mi espíritu tratando de seguirle el paso entre las primeras sombras de la noche. —Lo que pasa es que eres lenta como una tortuga —gritaba. Su voz se alejaba de mí. Corrí con todas mis fuerzas, pero fue en vano. Su figura desapareció entre la espesura. Me quedé entre los eucaliptos buscando su imagen. No sentía su presencia. Solo el sonido de las hojas golpeadas por el viento. Continué mi camino por entre un matorral. Llegué a la quebrada junto a la antigua hacienda La Gran Yomasa. Mientras me lavaba la cara con su agua cristalina distinguí su reflejo. —Me alegra verte de nuevo. Pensé que me habías abandonado —dije, después de secarme la cara con los puños del saco. —¿Yo? ¡Nunca! Siempre estaré presente tanto en tu recuerdo como en estas tierras. —Pero… ¿sólo en mi recuerdo? ¿Sólo yo tengo este privilegio? — El privilegio es de todos. Solo que soy invisible para los demás. —Ya veo —dije. —Por eso es que tu monumento está deteriorado, porque el pueblo con el que creciste ya no es el mismo. Hay una nueva generación de usmeños. —¿Qué es un monumento? —dijo con una sonrisa. —Es como una figurilla de oro, con la diferencia que es más grande. — Oh, ya entiendo. Es una gran noticia, sin embargo, por lo mismo que soy invisible para esta nueva generación, mi nombre es ignorado por la mayoría —prosiguió, mientras se sentaba a mi lado. —¿Sabes? Te apuesto todas las estrellas de este cielo que eso es obra de Suativa. —¿Quién es Suativa? —la miré con ojos interrogantes. —Es un Dios muy poderoso. Es el mal y la desgracia —los ojos empañados de lágrimas —supongo que se llenó de celos al ver que no le hacían ofrendas y llevó mi infortunio al anonimato. Nos quedamos en silencio. Solo se escuchaba el sonido del agua. Sentía las manos heladas, aunque las tenía bien escondidas entre las mangas del saco. Me preguntaba cómo su hermosura no pervive en nuestra memoria. ¿Por qué ignoramos a la que nos regala el brillo del día? ¿Por qué olvidamos a la que nos regala la luna y las estrellas? ¿Sería obra del cruel Suativa? Muchas preguntas, ninguna respuesta. Con un suave silbido me sacó de mi letargo. —Sabes, si Suativa es el autor de mi desgracia, no todo es tan malo como parece. Él nunca podrá triunfar en tu nido —dijo, mientras se desperezaba. —¿En mi nido? —pregunté desconcertada. —Claro. Usme en mi lengua significa tu nido —dijo—. Imagínate que cuando el malvado Ubaque incendió mi nido, para raptarme y unirse maritalmente conmigo en la laguna de Chisacá,

a la hora de sumergirnos lo abracé fuerte y morí por mi pueblo. No quería abandonar a mi querida Useme. Los dioses Chía y Sué, conmovidos por mi heroísmo, decidieron inmortalizarme para que mi pueblo nunca me olvidara. Removieron las tierras y formaron estas montañas, que tienen un verde inconfundible y un cielo más azul que otros cielos. Las lágrimas que empañaban sus ojos se esfumaron. Se sentía feliz de su heroísmo. Los dioses también la habían recompensado al permitirle estar siempre al lado de su padre, el gran zipa Saguanmachica. Su rostro iba recuperando la gracia. Entonces, me dijo: —Ya basta de hablar tanto de mí. Ahora cuéntame de ti. —¿Yo? Vivo en las tierras de la antigua hacienda La Gran Yomasa. —¿Hacienda? Acaso, ¿eres hija de esos invasores que llegaron mucho tiempo después de mis ancestros? — preguntó frunciendo el ceño. —Sí, pero no —titubeé —. Lo que pasa es que cuando llegaron los españoles y se adueñaron de la tierra, construyeron sus haciendas, así como La Gran Yomasa. Ahí obligaron a trabajar a tu pueblo y a negros traídos de África, una tierra muy lejana. Muchos españoles embarazaron a sus esclavas y a los niños que nacieron de esas relaciones se les llama mestizos. Yo soy mestiza. —Ya entiendo, pero ahora tengo otra inquietud ¿Por qué dices antigua hacienda?, ¿acaso ya no existe? —La hacienda ya no existe. La familia Otálora, su primera propietaria, la perdió. Con el tiempo, un descendiente de esos mestizos, llamado Clemente Chávez, compró y después vendió esos terrenos. Ahí fue cuando llegaron los nuevos habitantes. Muy pocos saben de tus sacrificios. —¿O sea que, además de invadir mi gran cultivo de papa, son los que intoxican mis venas y maltratan mi piel? —preguntó airada. —¿Tu cultivo de papa? —Sí, Yomasa viene de Yomi. Traduce gran cultivo de papa. Desde que tus antecesores llegaron a Usme, empezaron a intoxicarlo —prosiguió cada vez más alterada—. Han quemado mi piel. Siento cómo agotan mis energías, mi vitalidad de antes. Estoy débil, opaca. Si pudiera hablarle a los usmeños les diría que me están matando. Esto parece obra de Suativa. Estoy segura que utilizó su maldad para acabar conmigo y está utilizando a mi nuevo pueblo en mi contra. Fijó su mirada de nuevo en la quebrada y observó que el agua ya no era cristalina. Estaba llena de suciedad. Había un olor putrefacto. Los ojos nuevamente se le llenaron de lágrimas. Se tapó la nariz, se levantó del pasto marchito. Dio media vuelta buscando el gran cultivo de papa, pero se encontró con unas enormes construcciones de un material desconocido. De repente, pegó un grito que provenía de sus entrañas: —¡Qué me han hecho! Quiso volver a los eucaliptos por donde habíamos correteado, pero dio con unos monstruos que superaban su imaginación.


Eran tan grandes que parecía podían alcanzar el cielo. Los eucaliptos también habían desaparecido. El aire se había vuelto pesado. Le costaba respirar. Las venas se le calcinaban. Tenía el alma intoxicada. Parecía como si Guahaioque hubiera tomado formas espeluznantes, que Suativa quisiera exterminarla. Entonces, vi cómo su espíritu levitaba, se difuminaba entre la bruma y se unía con la luna. —¡Usminia! —grité desesperadamente. Era demasiado tarde. Cerré los ojos y sentí que la lluvia empezaba a cubrirme el rostro. Después se volvió pegajosa y melcochuda. Abrí nuevamente los ojos y descubrí a mi perro lamiéndome la cara. Lo empujé aún desorientada. Había sido un sueño. Me senté en el borde de la cama. Sentí el grito de auxilio de Usminia.


Memorias de un trotamontes Por María Camila Cubillos Pardo Fotografía de Omar H. Ortiz Díaz


N

o sabía muy bien en dónde estaba, de lo único que estaba seguro era de que tenía mucha hambre. Llevaba caminando un par de días después de abandonar la finca y todo lo que veía era un pastizal sin fin. Divisaba pocas casas en la cima de una montaña, parecían espejismos. Tal vez allá encontraría algo de comer. Anduve con el viento en mi contra y llegué a lo que parecía un pueblo con algunas tiendas. Me senté frente a una casa en donde sonaba una campana todas las mañanas y noches; me regalaban huesitos de pollo con alguna que otra articulación para morder un buen rato. En cada calle botaban bolsas de basura entre las que se escondían manjares para mi panza ya dolorida. Solía dormir en el parque central junto a otros aventureros desamparados como yo. Duré un par de días allí pero no era mi destino. Caminé hasta unas amplias vías donde pasaban camiones enormes; al ver estas ruidosas máquinas huí despavorido. Las casas eran cada vez más grandes, igual que las bolsas de basura. Las puertas sonaban duro al cerrarse y la música se escuchaba hasta antes de que saliera el sol. A la gente no le importaba si aún no había amanecido, se subían a buses repletos en donde ya no cabía ni un pelo. Partían temprano y volvían cuando ya estaba muy oscuro, con escasas fuerzas para llegar a la puerta de su casa y salir un rato con sus dos, tres o cuatro chiquillos. El frío de este lugar no me gustaba, así que decidí seguir caminando para ver qué otras cosas podría encontrar en el camino.


Días y noches pasaron. Cada vez había más lugares donde vendían pollo, pan y carne. Yo no podía creer que nadie se comiera todo eso y terminara en la basura. ¡Mejor para mí!, tenía más fuerzas para exigirle a mi cuerpo. Un día decidí arriesgarme a viajar en los buses rojos. Subí de un brinco a una plataforma en la que esperaban todos quietos, con cables en los oídos. Subí al primer bus que se detuvo. Me senté en el piso. La gente subía y bajaba, y cada vez que el bus se detenía sonaba un pito que detesté. Varios se subían vendiendo comida y dulces. Llegamos a una parada en donde se subieron cientos de personas corriendo, empujándose, casi mordiéndose. Estaban furiosos. No notaron mi presencia y me pisaron. Solté un chillido, pero nadie pareció escucharme. Cuando el bus se desocupó, me bajé. En este lugar todo parecía diferente. Caminé por las vías de los buses rojos porque era el lugar más desocupado. El hedor de la basura me llenó las narices. Un olor putrefacto venía de todas partes. Había mucha más gente y basura de la que jamás había visto. Era un festín. Había montañas de desperdicios en cada esquina. Esta gente vivía entre la basura y a nadie parecía importarle. Unos gritaban, otros corrían, los demás cruzaban la calle mirando muchas cosas coloridas a las afueras de las casas. Los que vendían cosas en el suelo parecían más desgraciados que cualquiera. Vendían cosas viejas, usadas. Y había otros como yo; sucios, buscando en la basura algo que comer, con los ojos vidriosos, la boca seca y las manos ampolladas, sin algunos dientes, con la cara negra, las uñas largas. Empecé a respirar rápido, todo daba vueltas, escuchaba gritos, y el rugir de los carros, mi cabeza comenzó a palpitar y todo se puso borroso. Preso de un ataque de pánico, salí corriendo; me vi ahogado en ríos de gente, de escombros y basura. Corrí y corrí hasta que todo pareció mucho más tranquilo. Ya no había casas pequeñas, había unas alargadas que se dirigían al cielo. Largas y anchas, eran gigantes; tan solo ver hacia arriba me daba náuseas. Eran más uniformes que las casitas cerca de la montaña. Las personas que salían de estos lugares daban pasos con rapidez, podía escuchar sus zapatos golpeando en suelo ¡tac, tac, tac, tac! ¬¬¬¬¬— ¿hacia dónde irán tan de prisa? Seguí caminando en busca de un parque para descansar. Soñaba con una cena suculenta: tres pollos asados, un cerdo, miles de panes lloviendo del cielo, helados de hígado y empanadas de carne. Cada día la mesa de la cena de mis sueños se alargaba. Veía otro cerdo, como aquel que vi en una pared gigante y no pude morder ni lamer, aunque estuviera completamente quieto. Hasta me imaginaba correteando a los pollos, agarrándolos por el cuello de un solo mordisco. Mientras la cena estaba lista, tenía que seguir comiendo de la basura. Quise acercarme para hablar con alguien, jugar, correr, pero todos me veían de forma extraña en este lugar. Mi pelo, largo y enredado, soltaba un olor hediondo, por lo que todos me daban la espalda. Me trataban diferente, la mayoría actuaba como si no estuviera allí. Solo algunas veces recibí buena comida, pero ni una sonrisa, me gritaban y si no me iba me empujaban a la calle. Me quedaba sentado esperando una cara amiga, pero llegaron a lanzarme baldes de agua para que me fuera. Por fin llegué a un parque. Aquella noche no pude sostenerme de pie y caí al suelo, estaba agotado de tanto caminar. Llevaba dos días sin tomar agua porque no había llovido, aunque no estaba preocupado porque solía llover mucho, no pasaba más de un par de noches sin llover si quiera un poco. El sol salía o relampagueaba cuando a las nubes les diera la gana. Amaba el clima de este lugar: rebelde. Estaba quedándome dormido cuando escuché unos pasos. Creí que me iban a dar sobras así que abrí los ojos, me levanté con dificultad y cuando miré hacia arriba una persona me tomó por el cuello y empezó a jalarme el pelo. Puso sus manos alrededor de mi cuello y apretó. Me estaba ahorcando. Con las pocas fuerzas que me quedaban lo mordí y aflojó un poco sus dedos. Pude soltarme y salí corriendo. Subí por una carretera y tomé una calle ancha, regresando por el camino por donde venía. Estaba muy oscuro. Miré hacia atrás y no vi nada. Anduve unas pocas cuadras hasta que encontré otro parque y me acurruqué temblando hasta que el sueño me venció.


¿Dónde he estado todo este tiempo? ¡Soy todo un viajero! Pero aún no encontraba la maravillosa cena con la que tanto había soñado. Después de lo que había visto, me di cuenta de que la gran cena solo era parte de mis sueños, que solo la vería al cerrar mis ojos. Todo lo que había comido hasta el momento era basura y me estaba causando un dolor de estómago insoportable. Iniciaría el retorno a casa, pero ¿dónde es casa? Lo único que recordaba eran las montañas. Miré alrededor, pero me confundí, ¡estaba rodeado de montañas! aunque se veían más a un lado, el lado del que sale el sol en las mañanas, se veían grandes montañas en una hilera que se encontraba más adelante con el cielo. Estaba perdido. Caminé días y noches, me salieron llagas en las patas y me ardían. Por fin me eché en un parque con la respiración entrecortada, sin poder dar un paso más. En las noches sudaba y me retorcía, en el día tenía calor, me rascaba la piel y se me caía el pelo. La tierra debajo de mí lastimaba, estaba en los meros huesos. Al día siguiente una niña se acercó y sonrió. Llamó a su mamá y las dos me vieron soltando un tierno — ¡ay! — La madre me tomó en sus brazos y caí en un sueño profundo. Cuando me desperté escuché murmullos. — Está muy mal, tiene todas las patas terriblemente ampolladas, parece que hubiera caminado por meses sin parar. Tiene un severo grado de desnutrición y está en los huesos. Le faltan algunos dientes y tiene varias enfermedades en el estómago y la piel. — no interesa, — escuché decir a la señora — vamos a hacer todo lo posible por salvarlo. Estuve varias semanas en aquel lugar. Me dieron pepas blancas y buena comida. Poco a poco empecé a mejorar. Un día la niña regresó y me llevó a un carro. Subí y me puso una cobija encima. Después de unos minutos el carro se detuvo y salimos de él. Estábamos frente a un edificio alto, de esos que me revolvían la panza. Subimos varias escaleras y abrió la puerta de la casa. Las paredes eran amarillas. Al fondo del único pasillo a la derecha había una puerta azul. Entramos y había una cama con una cobija rosa enorme. La niña abrió otras puertas, sacó una cobija y la puso en una silla pequeña. Me invitó a subir dándole dos palmadas a la silla y me acarició la cabeza mientras yo me acostaba y cerraba mis ojos. Me despertó el olor a pollo. Bajé de la silla en un brinco y lo vi: un pollo que olía delicioso, tal como en mis sueños. La pequeña cortó un trozo y lo puso en un plato que estaba en el suelo. Me lancé hacía el plato y devoré el pollo en tres mordiscos. Sabía más que sabroso. Me quedé mirando a la niña un largo tiempo, pero no volvieron a darme más. Estaba furioso, pero después, cuando todavía me quedaba un ligero sabor de pollo en la trompa, supe que todo el viaje había valido la pena. Varios días después la niña llegó llorando a la habitación — ¡No dejaré que se lo lleven, mamá, es mío! Su madre entro a la habitación y le dijo — Hija, el señor Germán estuvo buscándolo mucho tiempo, ¿recuerdas a Sussy? Te imaginas que alguien la hubiera encontrado y luego no hubiera querido entregarla de nuevo, ¿cómo te sentirías tu? — Mal, porque era nuestra perra — Por eso nena, Paco es de don Germán y él lo quiere devuelta en su finca, le hace falta. Es un buen cazador, seguro el también extraña su casa. Y la señora no se equivocaba, extrañaba mucho mi finca. Solo me había marchado por ese loco sueño que apareció una noche, después de haber comido un gusano verde que encontré entre el popo de la vaca Lulú. En ninguno de esos lugares que conocí había mejor comida que en la finca, a excepción de ese único trozo de pollo. La basura siempre fue mi única opción. La gente iba perdida en sus afanes, nadie se detuvo a verse a los ojos o a verme a mí, de la forma en que Germán lo hacía, con esos grandes y brillantes ojos verdes. Muy cerca, escuché a Germán gritar, — ¡Paco, vamos pa’ Usme!


Viajes inciertos desde el disgusto Por Camilo Andrés Montenegro Prieto Ilustración: Jeisson Camilo Hernández

M

iro la biblioteca, tomo un libro, me siento a esperar. Cuando me contaron historias de escritores, no presté mayor atención. Leer es aburrido, sobre todo si la letra no encaja con tus ojos borrosos y tristes. Sin embargo, siempre he tenido grandes libros en mi biblioteca. Cuando digo grandes me refiero al tamaño. Libros perfectos para trancar una puerta o para derribar a alguien de un solo golpe. Acumulan polvo por falta de uso. Ahí siguen. Esperan que algún día, por coincidencia o curiosidad, los tome en mis manos. Siguen esperando. Me miran. Me miran fijamente. Creo que quieren hablarme. No los escucho. No es necesario. Prefiero conversar con personas reales sobre mundos televisivos o noticias que escucho por ahí. Letras escritas, me da sueño de solo pensarlo. Si se comunican conmigo es mediante el crujido de la estantería donde se ubican. Esa es su manera de decirme que están cansados de la monotonía y el sedentarismo, que quieren pasear, caminar por ahí de la mano conmigo, mientras letra a letra van convenciendo al mundo de que son esenciales. Los ignoro y sigo mi vida, así, sin libros es mejor. Hasta el momento no se han deteriorado. Lo peor es que siguen llegando como si los llamara, como si los necesitara. En un día normal pueden llegar hasta cuatro libros. Por mi aspecto la gente cree que me gusta leer. No es así. Tomo la decisión. Algunos se marchan. No quiero verlos ni ellos a mí. Ajunto algunos. Se entristecen, yo me alegro. No hay una despedida emotiva ni mucho menos. Es como desechar basura. Voy al Centro con unos doce libros en la maleta, me devuelvo con una pizza en la mano y la mochila vacía. Un peso menos. Me aqueja la pregunta ¿y ahora qué hago con el resto? Mientras pienso en la manera de desechar lo que para mí es una cantidad exagerada de papel vacío y sin sentido, enciendo la computadora. Me entero que hay una charla de un personaje que me agrada y que en teoría es un lector. Aparece en televisión y de allí lo reconozco. En el cartel de promoción aseguran que será un viernes en la tarde, en la biblioteca local. Las malas caras no se hacen esperar —no me gustan las bibliotecas—, pero me atrevo a ir, con la intención de conocer al caballero.

Llega el día del evento. No voy de vestido formal. Es una biblioteca y la entrada es libre. Busco un lugar donde sentarme. Está completo el aforo y empieza la charla. El hombre habla sobre la importancia de leer para ser universal. Sujeta un libro en la mano. Como no tengo buena vista no alcanzo a leer el título. Igual no interesa. Lo escucho por una hora. Habla de su disgusto por la lectura hace ya un tiempo. Dice que nunca le había llamado la atención leer, pero cuando entró al mundo del espectáculo se acostumbró. ¡Con justa razón!, para preparar los guiones debe leer. Yo no quiero ser actor, así que no me convencerá. Si me exigen leer, prefiero no estudiar más. Todos los libros son aburridos. Miro el reloj. Se termina la charla y me acerco al personaje con la intención de tomarme una foto con él. Los nervios no esperan. El corazón late a un ritmo alarmante. Creo que algunas personas lo escuchan. ¡Qué miedo! Siempre he sido tímido. No quiero hacer algo inapropiado frente al personaje. Me saluda amablemente. Con la voz entrecortada pido una foto. Mi mano sigue temblando. El corazón aumenta el ritmo cardiaco. La visión se me torna más borrosa. Estoy situado frente a mi personaje, repleto de temor. Extiende el brazo con algo en la mano. No me fijo qué cosa es. La guardo inmediatamente y me marcho. En casa abro el regalo, emocionado. Con las manos sudorosas saco un pequeño rectángulo con unas letras gigantescas en su portada. Sí, un libro, un maldito libro. Allí sigue en la estantería esperando ser leído por alguien, quías no por mí. Pero quiero saber de qué es capaz un actor cuando escribe, yo también quiero escribir. ¿Cómo se hace? La única manera de saber cómo expresar mis sentimientos en la hoja es intentándolo. No soy muy hábil con las palabras, así que miro un tutorial por Internet: Cómo escribir un libro. Investigo. Espero que alguien recomiende algo diferente, pero todos llegan a la misma conclusión: para escribir hay que leer. Respiro profundo, miro la biblioteca, tomo un libro, comienzo el viaje.



Undr Por Cristian Stevens Barón Díaz Fotografía de Omar H. Ortiz Díaz


Para Marilyn, mi luz al final del túnel

E

n Undr solo existe una generación. Son los primeros y únicos habitantes que tendrá esta ciudad. Hoy ya son ancianos. Tales son sus edades, que el más joven de ellos, es decir, el último ser que se formó con las últimas partículas de polvo que dejó la gran colisión de gigantes redondos, posee una melena totalmente blanca, se cansa con facilidad y su piel se observa curtida. Los undrienses son seres nostálgicos que se esconden bajo disfraces de seriedad e insensibilidad. Undr posee una temperatura tan baja que una persona común, no soportaría aquel clima: el viento se condensa y crea una neblina tan densa que ciega a toda la ciudad; el sol apenas sale, y cuando bendice la tierra con sus rayos ardientes, cálidos como fuego abrasador, lo hace por muy poco tiempo. Después, el cielo se vuelve a cerrar en una nube oscura que ha ceñido (y lo hará para siempre) la vida de toda persona que habite Undr. No saben por qué están allí, y no pueden irse, fueron lanzados a Undr sin motivo alguno. La fachada de Undr, caracterizada por edificios grises, construidos hace tiempo, delatan a olvidados jóvenes ambiciosos. Cuando se dieron cuenta de que no podían hacer más que vivir el día a día, descubrieron que nada los llenaba. Cuando terminaron de construir su ciudad y descubrieron todo lo que escondía Undr, en sus 200 km2, se quedaron sin motivo. Los habitantes viven con la maldición de creer que han desperdiciado de alguna manera su vida, pero teniendo presente que no pudieron hacer más en las situaciones en que estuvieron condenados a vivir, sin oportunidad de hacer algo trascendente, sin poder hacer algo que los haga ser recordados. Undr posee una admirable infraestructura, aparte de unos hermosos paisajes de color verde, que muestran montañas gigantes acariciando el cielo. Tanto cielo como horizonte están condenados a entenderse. En una parte de la ciudad, su único monumento no fue creado por sus habitantes, estaba allí desde hace mucho antes que ellos: dos manos que se unen en sus muñecas y forman una figura cóncava, y sus dedos ligeramente curvados y rígidos. A su alrededor, durante todo el año, vuelan cuervos azabaches, que les recuerdan sus karmas y muestran la violencia del olvido. Nadie sabe cómo se formó o qué significa, solo se sabe que en la época de mayo, en la cuna que forman las manos, se puede observar la constelación de Tauro. No obstante, al norte de esta rareza de monumento, se reúnen todos los habitantes en dos círculos de plata desde los cuales, no solo se ve perfectamente este conjunto de estrellas, sino que pareciera que pueden tocarse. El resto de constelaciones vienen y van sin pena ni gloria, sin causar una pizca de emoción a los undrienses. Ellos, sin prestarles mucha importancia, siguen su vida como si no pasara nada, porque efectivamente no pasa nada. No obstante, Undr se caracteriza por su sencillez. Sus habitantes se dedicaron al oficio de la labranza, a las simétricas porfías del arte, que entretejen naderías. Muchos dirían que son sabios, otros ni siquiera los reconocen e ignoran su importancia. Pero ellos sienten que no tienen un mínimo de importancia y que sus conocimientos no sirven para nada. Tienen presente que en el fondo no hay razón para seguir existiendo. Es por ello que se resignan a que en la noche les llegue la muerte, la esperan con indiferencia y se decepcionan cuando el gallo canta, pues, saben muy bien que es mejor arder que apagarse lentamente.


LO MUERTO NO SE PUEDE

MATAR

Por Jojhan Mauricio Páez B.

Fotografía de Camila Stefany Puertas Carvajal

Todos los males del mundo provienen de que el hombre cree que puede tratar a sus semejantes sin amor. León Tolstoi


Para quien me hizo escribir esto de la nada

E

staba arrodillado frente al árbol de Navidad. Cerca del tronco artificial había una foto de tres personas sonriendo, un cuchillo medio limpio y una hoja en blanco; puesta ahí para escribir las palabras precisas que harían entender a cualquier desprevenido observador por qué accionó así, o por qué, sencillamente, la mató. —Ven, acércate a mí, no te voy a hacer nada. Ya lo conseguí. Ya hice lo que tanto me pedías… ¡Un momento! ¡Alto! Para ahí, no eres tú, eres otra persona ¿Acaso vienes a presenciar mi pintura escarlata (palabra de mi hermano)? —dije con sorpresa—. Ah, entendido, tan solo eres otro visitante que viene a pedirme reclamo de lo que hice, pero no te angusties, puedo contarlo todo, por mí no hay ningún problema. El que haya matado o no, no me convierte en alguien indecoroso (palabra de mi hermano), ¿o sí?... Ah, vienes a verla a ella, “okay”. ¿Mi camisa? No, siempre ha sido así, solo que ahora la sangre sí la manchó. La mía, claro. Esas uñas estaban gruesas. ¿La foto?, ¿qué quiénes aparecen? Jum… Ven, siéntate, desde aquí se ven mejor, eso, muy bien, aquí mismo. Las personas son: mi madre, mi hermano mayor y yo aquí a la derecha, ¿me alcanzas a ver? Soy el pequeño, el que parecía feliz; bueno, en realidad sí lo estaba, aunque todo se vea fingido. ¿Qué sucede con el cuchillo, no te parece lindo? ¿Matar? No, ¿a quién?, ¿por qué lo haría? Al fin y al cabo las madres se protegen, ninguna tiene por qué morir, o peor, ¿qué hijo tan despreciable (palabra de mi hermano) pensaría en hacerlo? Yo simplemente lo tenía acá porque lo estaba limpiando para que mamá no me regañe; ya no lo voy a usar. ¿Y esa hoja blanca? No es para mucho, una nota que le dejaré a mi madre cuando se despierte, si es que eso sucede. ¡Que no! ¿Por qué sigues insinuando que la maté? ¿Para qué lo haría? Terminaría volviéndome loco por tener que escucharla más tiempo y sin descanso. ¿Por quién me tomas, por esos tipos que matan a sus seres queridos, los cercenan y luego los esconden por toda la casa sin si quiera destruir su corazón? Hasta yo sé que hay que apuñalarlo, de otra forma, su latido permanece intacto. Mi hermano me leía ese cuento. Pero ya no hablemos más, mejor miremos las luces, ¿son bonitas, cierto que sí? Me encanta verlas como una metáfora de la vida; mientras unos bombillos se apagan otros se encienden; mientras una gran parte de las luces se enciende otra se queda inmóvil como en un parpadeo repetitivo; al final todas son las mismas si yo quiero; si oprimo este botón y me creo así, el rey de las luces: puedo hacer que unas se enciendan más rápido que otras, lograr que estén en perfecta armonía (palabra de mi hermano) y en ocasiones, conseguir que todas estén encendidas; no dura mucho claro, pero en ese momento, justo cuando esas mismas luces encienden este cuarto oscuro, puedo sentirme acompañado. Lamentablemente se apagan al rato o se desvían (palabra de mi hermano); unas toman un ritmo, otras se quedan de nuevo intactas y todo me recuerda dónde estoy y quién soy. Por suerte todo esto es solo una metáfora distinta en mi imaginación. ¿Que cómo sé de las metáforas? Mi maestra me las enseñó. En otra clase, me contó que el mejor arte se hace cuando más triste estás, porque es cuando, emm… creo que decía afloraba algo; al momento me imaginé varias flores naciendo. Creo que a eso se refería, a que afloran los sentimientos cuando estás mal. Recuerdo que de inmediato quise hacer arte, pero me di cuenta que no tenía ni colores. Pero no necesité muchos para lo que pinté; me gustó porque refleja todo lo que siento, mi tristeza. Me afloré diría mi maestra. Es para mamá, ojalá le guste, será mi regalo de Navidad, para que por lo menos ella sí tenga.


¿Mi regalo de cumpleaños? Ah, de Navidad, creí escuchar otra cosa, perdón. Ella dijo que no lo merecía, que no podía darle un regalo a quién no fuese su hijo. Tal vez se refería a que solo le daría un regalo a mi hermano, pero como él ya se fue. Llegué a pensar que me lo daría a mí, pero no, ella dijo hoy que no, que no me daría nada. Pero yo sé que miente, a ninguno de los dos nos hubiese dado algo, nunca lo hace, por eso mi hermano se fue. Mi madre no lo quería, ni me quiere, supongo; yo creo que tampoco se quiere a ella misma, creo que odia ser mamá. Lo sé porque un día le pregunté sobre eso y me golpeó llorando diciendo que no, que amaba tenernos y que por eso tenía que ser dura, como en ese momento en el que me pegaba. Mi hermano vio y dijo que estaba harto, que la mataría, que ya no soportaba cómo nos trataba. Yo estaba encantado con la idea porque nunca había visto algo así, solo en televisión, desde que escuché eso siempre estaba pensando en ¿cómo sería matar a mi madre?, ¿cómo sería la forma en que sufriría? ¿Lloraría mucho por verla morir, o me reiría en cambio por saber que al fin iríamos a estar solo nosotros dos, mi hermano y yo? En especial, me intrigaba la forma en que mi hermano podría matarla sin que ella se diese cuenta, porque de hacerlo, seguramente lo golpearía y lo dejaría sin comida como muchas veces lo hizo cuando él decía la verdad. Ocasiones cuando él gritaba: ¡No eres una mamá, y nosotros no somos tus hijos, somos tus animales! Aún pienso en eso por las noches cuando vengo a ver el árbol encendido, cuando mi madre está bien dormida como ahora. Sí, justo cuando ya no escucha nada, vengo y prendo las luces para ver el árbol. Lo hago porque a ella no le gusta verlo prendido. Ella siempre ha sido así; cuando lo fui a armar me pidió que lo guardara o que de otra forma tendría que pegarme. Yo le respondí valientemente que lo haría para cuando llegara mi hermano, su hijo, con regalos. Al escuchar esto salió con el mismo afán de siempre hacia su habitación y creo que la oí llorar. ¡Uf, qué salvada esa! Por eso, espero que mi hermano llegue con el regalo. Siempre me daba uno, yo en cambio no. Él me decía que le gustaban los dibujos que le daba, que era lo único que él necesitaba para estar feliz, pero siempre supe qué quería para ser feliz, todas esas cosas que mi madre le negaba, nos negaba, pero no dibujos sino zapatos, ropa, colores, juguetes… ¡Ah! en especial una pista de autos, siempre quiso una, calzoncillos, Emm… todo eso que los niños queremos para olvidar que nadie nos quiere, o eso decía él al ver los juguetes en las vitrinas. Mi hermano es muy inteligente. Lo admiro mucho. ¿Y tú qué quieres de Navidad? Ah, no hablas. Bueno, eso es normal, mi mamá tampoco habla mucho, dice que es perder el tiempo. ¿La hora? Las once, misma hora en la que se fue mi hermano dándome una carta para mamá. Yo la leí primero que ella porque quería saber si volvería, pero no encontré nada de eso o sobre mi regalo; le pedí un dinosaurio de esos que se mueven solos y que les brilla la boca como si echaran fuego cuando caminan. Me encantan. Solo vi palabras que no conozco, como insensible, punitiva, soez, y otras que ya olvidé; una vez las intenté buscar pero no tenemos diccionario. Él siempre ha sido así, con sus palabras raras; una tarde le pregunté sobre su origen y me dijo que estaban en los libros, que ahí todo estaba. Le dije entonces que si también una mamá para nosotros, y dijo

que sí, luego me dio uno y cuando comencé a leerlo fue cierto, era verdad, allí había una madre mucho mejor que la nuestra, tanto que no resistí leer mucho, no era justo que hubieran niños que recibieran un abrazo y unas buenas noches, ¿qué clase de mentiras son esas? Nunca en la vida podría haber algo como tal, eso es pura basura. Desde ahí no leo más de esas cosas, prefiero jugar con mis soldados, mi mamá me los dejó tomar de mi hermano. Ah, bueno, sí, lo siento, te estaba diciendo que mi hermano era inteligente y que tenía palabras raras, las mismas que utilizaba con mi madre cuando nos regañaba por jugar con agua, nos encantaba mojarnos por horas, o por intentar cocinar algo cuando teníamos hambre. Recuerdo una vez en la que le dijo: ¡Maldita señora, ¿por qué nos humillas como si nosotros fuésemos la desgracia de tu vida, acaso no somos los hijos que deberías querer y no odiar?! Al día siguiente le pregunté a mi profesora, para ver si me explicaba una parte de la frase y dijo que debía hacerlo junto con mi madre. Ella fue, y luego de disculparse con la maestra dijo con palabras que conozco a la perfección por ella, que mi hermano era un desagradecido, mantenido y drogadicto, puras mentiras. Tantas bobadas que solo demuestran que ella es la que se droga con tanto odio (palabra que sé por mí hermano) que tiene. Al volver a casa, me golpeó como nunca disque porque no debía copiar a mi hermano. Insistía en eso, a pesar de que no copié nada, solo tuve una duda, nada más. Mi hermano nunca supo. Aun así, no me importa, debo aceptar que ya casi no me duelen sus golpes, me duele más su monótona (palabra de mi hermano) forma de hacerse pasar por la más fuerte. Ja, ja, ja, exacto, así lo decía mi hermano. ¿La carta? Amm… la carta… ¡ah sí! La carta. La leí y solo entendí el final, bueno un poco porque decía algo como que lo muerto no puede matarse. Pero eso es obvio, ¿no?, un muerto no puede matarse doble vez porque ya se estaría matando a un zombi. ¿Será que mi madre ya se habrá convertido en uno? ¿Que si quiero a mi madre? Claro, la adoro. Lo triste es que ella a mí no, a nadie; no sé en realidad qué quiere, sé que añora mucho y no es como si ella tuviera más que nosotros: vive igual, duerme igual, hasta come igual. Entonces, ella debería quererme por vivir tan triste y mal como ella y darme por lo menos un amor mutuo (palabra de mi hermano), ¿no es así? ¿La hora?... ¡Ah sí! Un cuarto para las doce. Espera, ¿ya te la vas a llevar? ¿Puedo dejarle una nota?, es que quiero dejar una firma. Mi maestra dijo que una obra siempre lleva una firma, pero yo no tengo una, así que en este papel voy a poner lo que mi hermano puso en su hoja de despedida. ¿Qué?, ¿que si ya se la leí? Claro, lo hice hace un rato, pero ella la rompió, al parecer aún tenía fuerzas. Espero la haya escuchado, o no sé, ya te lo dije, ella nunca lo hace. Pero toma, dásela, y luego se la explicas, ella no es que sepa mucho de letras, nunca nos ayudó con una sola tarea. Tómala, léela si quieres mientras voy por algo con que escribir. (...) Listo, lo hice, ya lo encontré, ahora voy a escribir algo, no me demoro. Uy, aún estás por acá, qué bien que no te fuiste aún, no quería quedarme solo, ya lo he estado por mucho tiempo en todo ese... Espera un momento escribo esto y ya vas a donde está ella…


Bueno, ya terminé, toma, dásela de mi parte. ¿Dónde? En la habitación, esa toda fea… No, ja ja ja, la otra, nosotros nunca tuvimos una. (…) Toc, toc, toc —crujió una puerta por fuera. Creo que llegó, ya me voy, tal vez sea mi hermano, pensé que nunca vendría, ¿qué cara hará cuando le diga que cumplí el deseo que quería, ese que puso en su carta? Se volverá loco… Imposible, ahora sí le encantará su regalo. ¿Qué? Pero me voy, ¿qué? ¿Que cómo está mi mamá? Pues bien muerta, la atravesé con el chuchillo tantas veces como se aferró a mí para salvarse. Me dañó la camisa, ya te lo había dicho, ¿no? ¿Qué si sufrió? No creo, aunque la muy maldita (palabra de mi hermano) me gritó muchas groserías. Entonces no sé, qué importa, no creo que haya sufrido tanto como yo al hacerlo. No… nunca te mentí, dije que yo no la había matado, y es así, mi hermano quería hacerlo, yo solo le ayudé a que su sueño se hiciera realidad. Era todo lo que podía hacer. Adiós, mi hermano me espera con mi dinosaurio, eso espero, lo quiero mucho. Me cuentas luego la cara que hizo mi madre con mi obra. A la mañana siguiente se encontró el cuerpo apuñalado sobre la cama inundada de rojo vivo; había dos notas: una decía que su hijo, “(…) debía irse o de otra forma tendría que matarla y hasta él sabía que no podía hacerle eso a su hermano, que parecía aún quererla”; y otra, en donde con un color verde (crayón probablemente), decía: “Lo muerto no se puede matar”. Se desconoce el paradero de sus hijos.


La cola Por Jirán Mauricio Quintero Olave Fotografía de Bielkin Andrés Teuta Cruz

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apá Antosha vivía en otro lugar, un lugar de nombre raro. Siempre cuenta historias de eso: algo de una explosión y del «Partido». Habla de los röntgen y del ........ gobierno. Yo no le entiendo. Solo mamá lo entiende. Aquí en la finca, y en el pueblo, papá es como un camello en medio del cafetal. Además, tiene un nombre... Yo también tengo un nombre…: me llamo María, como mamá y me apellido Ivanov, como papá. Pero bueno, no le iba a contar eso, le iba a hablar de mi hermano Antón. Ayer lo vi en el patio, él estaba jugando con una culebra, la tomaba de la cola, la arrastraba de un lado a otro y cuando el animal intentaba atacar, Antón la sacudía como latigando la tierra. Estuvo un buen rato jugando con la culebra, después le tajó la cabeza con el machete de mamá y escurrió la sangre en una botella. Pero no crea que mi hermano es un sádico, o no por lo que le cuento; es que mamá le hace tomar «eso» con leche: «Así se le quita. Eso dijo Mamá Rita», dice ella que le dijo mi abuelita. Antón no se pone calzoncillos, dice que le aprietan la cola ¡y es verdad!; la semana pasada lo vi correr al cafetal. Papá le dijo: « ¡Tápese esa ........ cosa!»; Antón lo miró y los ojos se le pusieron como los míos cuando mamá me manda a picar cebolla, entonces apretó los puños y salió corriendo. Pero a mí su cola me parece bonita: es como de gato. Cuando mi hermano está en su cuarto me gusta verlo desnudarse —se la pasa en bola cuando está solo—. A las seis de la tarde, cuando Antón se encierra, aprovecho que mamá se va a hablar con Mamá Rita y que papá no está. Me voy a la cocina, me paro frente a la rendija y lo observo. La cola es como de un metro —pero él la enrosca como una lombriz para vestirse—. Se le mueve como las culebras cuando quedan sin cabeza. Y ese cuerpo duro, blanco como una escultura de mármol helado y yo que me hundo en oleadas de fiebre. Da cosa verlo. Sus ojos son rojos y el pelo no se le ve porque es como transparente ¡Cómo quiero a mi hermano! Antón no iba a la escuela, le daba pena su cuerpo. Y la cola. —Dice que ponerse pantalones es como usar un par de zapatos dos tallas más chicas que la suya—. Le daba pena hablar de papá Antosha y las preguntas que pican como las gallinas cuando

me toca recoger los huevos: « ¿Cómo se llama su papá?», « ¿Por qué habla así?», « ¿De dónde es que viene?». Yo lo entiendo. A Antón más bien le gusta adentrarse en la finca —siempre con cuidado de no toparse con uno de los empleados de papá— y coger café. A veces lo sigo, me escondo entre las ramas y lo miro. Me gusta verlo con sus ojos del color del café cuando está maduro, sin pantalones para que la cola no le duela y con su tarro de culebras por si una se le cruza. Me gusta verlo trabajar. Sus manos de mármol arrancando los frutos de la planta, sus brazos, sus pantorrillas, sus muslos, sus nalgas blancas como él, y todo músculo. Yo no soy como él, yo me parezco a mamá: mulatas, nos llama papá cuando está de buen humor —muy de vez en cuando—. Yo soy normal, dicen los chicos de la escuela, aunque solo lo dicen porque me quieren apretar los senos y magullarme las nalgas; no me conocen. Pero a mí no me gusta eso. Yo quiero ser como Antón, como Antón con su cola. Y, sin embargo, a nadie le gusta el aspecto de mi hermano. Mamá siempre lo lleva donde Mamá Rita para que le escupa aguas, lo manosee y le bata ramas por todo el cuerpo. A él no le gusta, yo lo sé, pero se aguanta porque quiere ser normal. A mí me gusta como es. En las noches bajo a la cocina y me acomodo en la rendija. Se desviste. De noche su piel se torna azulmorada y una luz que le viene del alma —de ese corazón tan grande que tiene— le brota por los músculos —llenos de un rocío como el de las matas de café— e ilumina todo el cuarto. A él no le gusta todo eso y se envuelve en las cobijas para llorar como un niño. Yo entonces me voy a la cama y me pongo a pensar en lo bello que es mi hermano. Ayer mamá se alistaba para llevar a Antón donde Mamá Rita —como todos los sábados— pero papá no la dejó. Papá se fue para la capital y en la noche llego con un tal Doctor Henry. El doctor manoseó a mi hermano, luego salió al patio a fumar con papá y empezaron a hablar de los röntgen, y al final de la conversación, del «Partido». Entonces el Doctor Henry se acercó a mamá, la miró a los ojos, le puso una mano sobre el hombro y le dijo: «Esto no es mal de ojo, señora de Ivanov».


Para Andrea que, sin conocerme, me dio parte de sĂ­.


Angie Daniela Rodríguez Zapata

Refugio del mar I La noche tranquila despierta, la ciudad sueña. El verdor de los árboles, las celestes madrugadas. La dulzura del silencio, cuando la luna se esconde. Una joven mira las estrellas. Recuerda a la niña que habla adentro. —Aún entre edificios brillan tus ojos. Sí, ¿lo sabes? Las estrellas se diluyen en el amanecer. — Eres tú, soy yo. Refugio del mar. — Cómo te pensé mientras aprendía a dibujar. Sencillez, amor, calma. En las profundidades se hallan mis miedos. No encuentro en mi alma tales atributos. — ¡Recuerda! Simplifica la vida en fragmentos y encontrarás la sensibilidad del mundo en este mar azul. Conservaré la sonrisa, los afectos entrañables. A ti niñez refugio del mar.

La vida Un verso sin precio, sin comercio. Sin prisa bella vida, que brillas en el día; Sin rumbo, ni destino. Cansada de rutina, ansiosa de aventura; Como estrella ausente viajas.


La muerte Brilla en las sombras del recuerdo. Este vacío se llena de ti, en la eternidad.

América

Escucho tu voz, en el horizonte.

Este recorrido me incita a detenerme, palpar con las manos la tierra.

Ángel azul, estrella orión.

Como la sangre que me fluye de adentro, llena de fuerza. Con la premura del tiempo, y el sueño de mil atardeceres. Aquí en América! Donde nació mi generación. Una generación que ríe y llora de amor.

El clima ¿Cómo retratar el frío de la ciudad? —Dibuja. El rocío de la lluvia. Las nubes rebeldes que presagian tormentas. Olvida los trazos del sol.


Brahian Andrey Morales Torres

El árbol amado Hijo de Venus haces correr a la ninfa con pies ligeros huyendo del sol orgulloso. En venganza cruel, flecha en ambos corazones: una de plomo, otra de oro. Ruega a las aguas paternas la ninfa convirtiendo sus pies en raíces, sus brazos en ramas, Sus cabellos en verde follaje. ¿Por qué? ¿Por qué burlar al dulce niño dios que nace al alba? Si enardece nuestras venas con su pueril, divino proceder. Ahora pasan las horas caen las hojas del árbol amado. Y llora, llora el dios enamorado con el único consuelo de ser su amada insignia del virtuoso.

Desde un cuarto claro Trataba de recordar cada facción cada gesto que hacías cuando escuchabas las mentiras que amargaban tu paladar como limones en verano. Los versos me ayudan a no matarte a no aislarte en el cuarto más oscuro donde amordazo los gritos, donde ahogo las sonrisas. Fúnebre el día que lo logré, Fúnebre y pálido; Tu rostro mirando la segunda estrella que, con canciones, taciturna te sedujo. ¿Cuántos pasos diste para abandonar las paredes blancas? No lo sé, no los conté. Contaba los segundos de silencio. Alguna vez escuché llorando que después de la lluvia viene la inundación, que el amor puede ser la paz de inhalar una línea con una carta rota; La nívea amante que mensaje te lleva: Podría ser el hombre en la luna admirando una supernova que acabe contigo, que te deje en cenizas.


Madre Sopló el austro amable delineando las siluetas deliciosas de Venus mortal, en sedas envuelta. Dos vueltas sobre el pie izquierdo bailando directo a la muerte el vals llega a la sentencia atroz.

El náufrago Calmadas, las aguas de la costa bañando las arenas desiertas en insondable silencio vespertino levanta las espumas del ondíneo valle. El oleaje inicia sus murmullos y recoge los frutos caídos para llevarlos, engullirlos en la inmensidad oscura que bajo las estrellas parece tan incierto. Mas la tormenta ruge. ¡Abran las puertas Hades y Furias! A algunas leguas se astillan las maderas como huesos en las fauces del guardián. Déjame adivinar caro lector hemos estado en aquella playa, hemos comido sus peces, también has naufragado y nadado en sus aguas.

Abandonada a tu propia maldición carne eres y no deleitas más las arpas, la lira de tus amantes furtivos. Caíste ante los hilos de las Tres Hermanas horribles y odiosas, posan las manos sobre ti. La piel adquiere un pliegue, luego otro. Sonrisa impasible rumbo a la final morada. Serán los pétreos dioses quienes sean tu maldición y perdición.

Recuerdo antes de partir El agonizante personaje en el callejón alcohol en mano tirado junto a la basura recuerda su niñez el perfume de su madre, la sangre de su hermano. Pareciese invitación, carta de Satán la mancha en la pared, triste su tez. Líquido vital derramado, El pacto firmado la tinta en las losas.


Laura Daniela Lesmes Méndez

Distancia Yo estuve lejos tú estuviste estar

no pudimos tú/y/yo

Llanto Ese lunar del color de mi esmalte armonizó con los gemidos atrapados en el condón Las lágrimas de dos miembros al separarse ignorando si habría una próxima vez Unos dientes blancos brillantes en la habitación tapada de memoria

cerca juntos

Santidad Día a día, agonizante, busco la santidad en mi anaquel de palabras abandonas No sé que es de ella No la encuentro, rebusco en mi memoria en los espasmos del cerebro, no la encuentro Quiero creer que la pasión es santa que la tristeza es santa que santo es el oficio del poeta que se confiesa en los bares que se riega en la calle por misericordiosos licores Santo sería que siguieras aquí Santo sería que mis colillas no se amontonen en tu nombre Santo fue el aguijón de la avispa que dio su vida en la furia Santo fuiste tú en la ensoñación de mis palabras Santa mi madre por darme la vida Santa yo por no saber vivirla Santa la mano que me empujó al abismo Santa la palabra que me sacó de él Perdóname dios porque ya no eres santo Perdóname enormemente por ser profana, vulgar, grosera porque descanso cometiendo los errores a tu nombre Ya sabes, esto es libre albedrío Santo el peligro que corrí por verte Santo mi poema porque no habla de santidad


Me encendí Me encendí el cabello para que se me fumaran las ideas con la pólvora que adorna los aros de los malos cigarrillos

Bruma La bruma densa ataca no se disipa nadie puede atravesarla no sucumbe a la presión Se queda allí en un acto de rebeldía ambivalente se lamenta también goza su posición Nadie la domina Nadie pregunta por ella bruma tímida, cobarde ¿Qué esconden tus vapores que encantan y repelen? ¡Bruma! déjame unirte con mi humo blanco déjame

Me encendí los pensamientos porque nos reconocen como colombianos Ya que en el billete de 50 lucas esté Nietzsche en vez de Jorge Isaacs Me encendí la garganta con el jugo de tomate de árbol tibio que me esperaba al volver del colegio Me extinguí cuando las baldosas mal puestas de la diecinueve me salpicaron la cara Me apagué porque la brisa que entró por la ventana del taxi era poca para tanta náusea.


Michael Benítez Ortiz

Telaraña en los dedos

¿Y para qué ojos cuando todavía hace falta inventar lo que hay que mirar? Artaud

* El último cigarrillo del mundo. Los pulmones de la ciudad están agotados. Ciudad centro de un tablero de dardos. Sueños cercenados, lagañas en la cara; superficies. Hay que aprender a gritar. Asimilar la derrota en el piso de nubes lisas. Asumirla como un destino de filos negros.

**

La biblioteca se hunde como un barco agujereado por gusanos. Una mosca se posa sobre la Antología de poesía colombiana y se convierte en mariposa. Debió morir envenenada.


***

Escribir una novela y decirlo todo para no volver a escribir ni mierda. Hacerle el quite al círculo vicioso. Retirarse de la literatura como Rimbaud, pero, como esto no es Francia, no apostar por el tráfico de armas sino montar una olla en el barrio.

****

Mientras roncan fantasmas a mi lado afuera hacen ruido los obreros que tampoco pueden dormir. La cafetera está vacía. El cigarrillo pesa como la pala que me negué a cargar.

*****

Sentarse en un parque solitario —donde no pase sino uno que otro marihuanero— a leer los poetas que más se quieren. Cosa que cuando uno sienta que «entendió», que «vio algo», no haya ruido al lado; apenas algunos copetones diciendo que todo bien, con un lenguaje que se creía extinto.



Autorretratos Dossier

Las escrituras en primera persona permiten acercarnos, desde otras ventanas y otros ojos, a las realidades de las gentes que comparten con nosotros el mundo y la luz. ¿Quién es el otro? ¿Cómo se cuenta a sí mismo? ¿Qué experiencias privilegia en su relato? He ahí cuestiones que exploraron los asistentes al taller local de escrituras creativas de Idartes, Bosa 2019, y que compartimos con los lectores de esta revista.

Autorretrato

Claudia Carvajal

N

o me gusta el café, me gusta el tinto o el ‘tintico’. Me fascinan las fotografías y las películas a blanco y negro como Coffe & Cigarretes. En realidad, se trata de una obsesión por el blanco y negro más que por el cine o las fotografías. Esta obsesión me obliga a recoger objetos grises que brillen en el césped o en la calle: tornillos, partes de cosas, cosas de algo; los guardo en los bolsillos con la creencia de que los usaré para inventar ‘algo’. Me gusta la comida vegetariana. No he comprendido (ni voy a comprender nunca) por qué los perros fueron obligados a vivir en las calles. Algún día pasado de mi vida escribí: ‘¿De quién es el mundo y sus casas?’. He tenido dos ataques de desrealización. La primera vez la recuerdo muy poco, era una niña; la segunda vez iba de camino al banco, nadie me creyó cuando dije que todo me parecía un sueño. Ignoro a Dios, lo intenté, Él no me habla, yo no le hablo. Me equivoqué de carrera, pero conocí el amor. Tengo tres tatuajes que no se ven, el número tres me hizo abrir completamente ‘las compuertas del llanto’. Me gustaría enseñar, pero prefiero escribir. Tengo un amigo trans, nos conocimos en un taller de escritura hace cinco años, fue a través de él que comprendí que ‘transitar’ es mucho más que moverse de un lugar a otro. Admiro a pocas personas. De pequeña, inventaba cosas inservibles: pergaminos diminutos; cajones diminutos con cajas de cerillas; ramos de flores hechos con muchas cerillas amarradas, me divertía cómo se encendían una tras otra. Me gusta ver lo que hace el azúcar en el agua hirviendo, las burbujas suben rápidamente y quedan estancadas en la superficie, el agua se torna blancuzca, no sé describir el sonido. Nunca me he fracturado alguna parte del cuerpo, jamás me han tenido que llevar de urgencias y mi piel no ha sido suturada. Odio los trámites: de banco, de hospital, de facturas, de devolución de objetos que compro y salen dañados. A pesar de eso, terminé estudiando Derecho. Mi personaje favorito de la Biblia es Eva. Cuando hablo sobre la muerte duro semanas sin poder dormir bien. Intenté

aprender a tocar la guitarra, ahora intento canciones tristes con el ukelele. Uso lentes por culpa de las lecturas a las seis a eme en Transmilenio. Durante años monté bicicleta con mi hermana y mi papá cada bendito fin de semana, hasta que él se tuvo que ir por falta de dinero. Mi papá fue mi mejor amigo desde los nueve años, conversábamos de la vida todas las tardes después del colegio. Yo creía que el Derecho había surgido para defender causas justas, pero el Derecho y la justicia son cosas diferentes. El entierro de mi abuela fue perturbador por dos motivos: 1) el velorio se hizo en el primer piso de su casa, en el segundo piso el suelo tenía un agujero por el que se podía observar el ataúd, vi cuando mi tía destapó el cajón y le acomodó las manos frías y amoratadas, y 2) el olor de ese día se impregnó en una de mis camisetas favoritas, la lavé varias veces, el olor nunca se fue. No sé adivinar la edad de las personas. Me golpeo con infinidad de cosas, no reconozco cual es la medida por la que mi cuerpo puede pasar sin hacerse daño. Me gustan los juguetes sexuales. La primera vez que viajé en avión fue gratis. Me obligo a mí misma a hacer cosas que me dan miedo. Usé una aplicación para conocer personas, pude haber conocido a un violador, a un estafador o a un traficante de órganos, pero nunca sucedió. Mi hermana me reventó la nariz dos veces, la primera vez, me dio un rodillazo; la segunda vez, un puño; solo estábamos jugando. He leído obstinadamente a Paul Auster, pero no me pregunten por la Trilogía de Nueva York. En mi adolescencia me gustó Bukowski, hice parte de una horda de seguidores suyos en Tumblr. Ya no me preocupa el futuro. Me endeudé para estudiar. No quiero tener hijos, no me quiero casar. Nunca me han robado. ¿Para qué usar brasieres si no hay con qué llenarlos? Odio madrugar, siempre me acuesto muy tarde. El mar no me conoce. Me gusta la palabra perra y el libro de Pilar Quintana que lleva ese nombre. Cuando pienso en la soledad imagino un árbol viejo cayendo en medio de la nada, una caída que no puedo ver, que ignoro si está sucediendo. Me molesta la gente realista, objetiva. De pequeña creía que jamás iba a crecer hasta que llegué a la universidad. Escribiendo esto recordé cosas que había olvidado.


Redactado retrato

Binaria

P

N

Daniel Aroca Ortegón

oco qué decir pues hay poca vida verdaderamente vivida. Me alejo de la visión de hacer las cosas por los finales y recompensas, me agradan más los recorridos. Tengo una corta edad y tampoco la pretensión de largos años, deseo profundos momentos. Tengo miedo a la vejez, aún más si viene acompañada de la soledad. Se me hace más vivible el clima frío. El calor me abruma, me parece tener el infierno recorriendo mi cuerpo. Poco agrada mi pasado, aunque lo agradezco. Detesto los pies descalzos. Me fascina la música, sin ella no podría soportar la estancia en este lugar, es inspiración y vía de escape. Suelo intentar descubrir que instrumentos son utilizados en una obra musical. Trato de adivinar qué tipo de música escucha la gente cuando los veo pasar por la calle con audífonos puestos. Me encanta el jazz, aunque poco lo entiendo, al fin de cuentas ¿quién logra hacerlo? Me gustan las hormigas, pienso que deberíamos aprender más de ellas. Hago muecas al frente de las cámaras de seguridad. Quisiera que mis piernas me llevaran a donde me lleva mi cabeza. Miro de reojo a las estatuas. Detesto a los mismos, pues no tolero otra versión mía. Mis conocidos suelen tenerme en mejor estima de la que merezco. Me gusta escuchar chismes, suelo olvidarlos. Pienso que si el dolor fuese color sería gris o naranja. De aquellos que me importan me despido juntando las frentes. Detesto conversaciones de un solo tema. Me parece agradable el olor de los hospitales. Tengo miedo constantemente. Quiero conocer París y amarla u odiarla. Detesto las fotos, nunca salgo bien en ellas. Quiero una noche corta con un amor inmenso. Deseo amar en un risco, sentir cómo el agua hace estremecer el suelo y sus besos hacen estremecer mi cuerpo. Pienso que los ombligos son únicos, son como huellas dactilares en el abdomen. Considero que los negros son mejores músicos que los blancos. Deseo con ansias vivir la experiencia de Robinson Crusoe. Suelo enfermar en mi cumpleaños, me complace enfermar en mi cumpleaños. Odio mi voz en los audios, la amo cuando canto ópera en el baño. Quiero vivir una historia de amor, aunque no conozco ese concepto. No tengo afán. Me gustan los deportes, considero que el histrionismo debería mantenerse a raya en ellos. Quiero un suéter de rombos. Tengo miedo a los barcos, no obstante, no he estado en alguno; tampoco quiero estarlo. Una vez vi a un hombre recibir un golpe y en un estornudo volar tres dientes. Me gusta la mitología. Creo que la vida sexual de Zeus es digna de un dios. He llegado a pensar en momentos de leve ebriedad que el whisky es de pensadores, la cerveza de divertidos, el tequila de amantes y el Old John de campeones. Quisiera tener la elegancia de James Bond y su labia. Detesto el melón, el como chicle que secreta agua al morderlo. Suelo confundir los nombres, pues las caras de las personas me dicen otros nombres. No me agrada dar explicaciones. Me fastidia que me repitan las cosas. Creo que no llegaré a la vejez, sin embargo, me siento viejo. No pierdo tiempo ni dinero en papel regalo, no existe compra más innecesaria, para eso existen los periódicos. No es de mi agrado ver lágrimas. Aprendí que es necesario y magnífico aprender. Valoro el silencio pues en espléndidas ocasiones este se expresa mejor que las palabras.

Luisa Fernanda Velásquez o quiero creer que ella soy yo aunque constante allí esté, habitándome a sus anchas. Un fuego peligroso en plena combustión que rara vez merma: inquieto, sofocante, titilante dentro de mí. Soy dos: la luz luchando por filtrarse en el tejado y la sombra tratando de tragársela ¿Para qué hablar de mí, si puedo hacerlo de las dos? ¿Para qué hablar de mí si me gusta más hablar de ella? Al final somos la misma, porque seguramente coincidimos en vidas pasadas, como amantes o enemigas que, en medio del lecho de muerte, se juraron volver. Nos parecemos mucho y a la vez nada: en el constante palpitar ante las cosas que pueden llegar a suceder; en la mirada ávida capaz de escudriñar corazones rocosos; en las ganas de amar sin jamás haberlo hecho; en la incredulidad creciente ante la idea humana de que hay un Dios; en la conexión indudable con las olas el mar; en la curiosidad insistente por la muerte, como si pronto fuésemos a saber de qué va; en la necedad de un texto profanado mil veces que persiste revelándose por fin; en el domingo melancólico profundamente existencialista; en la pasión por las letras, el cine, la música; en el cordón umbilical cósmico que llevamos atado hasta el fin de nuestros tiempos. Somo un par difícil de separar, exhausto de dividir, complejo de distinguir, y así cómo si nada, ya no sabemos ser sin la otra. Eso me agota, me hace querer acabar. Espero que llegue el día en el que sea solo yo, para soportar el peso solitario de mi existencia. Solo yo, y la única vida que pido, la que me resta.

Autorretrato

Pablo Valbuena

D

e niño, jugando tintín correcorre, una vecina muy molesta me increpó: ¿Por qué no juega mejor con las teticas de su mamá? Señora, las teticas de mi mamá no son juguetes. En palabras de mi madre no fui un niño agraciado. No me parezco físicamente a mis padres. Mis hermanas afirmaban que era adoptado. Dicha acusación me llenó de emoción e intriga. Mis juguetes eran muy convencionales, por fortuna siempre pude arreglarlos con tijeras y plastilina. Me cuesta fingir interés. La mayoría de las anécdotas personales me resultan aburridas. El amor y el odio por mi abuela están empatados. No creo en Dios. He tenido varias parejas y amigos imaginarios. Siendo honesto, más parejas que amigos. No soy enamoradizo. El amor más grande de mi vida fue una perra. Yo no fui el suyo. Los cordones de mis zapatos pocas veces reposan en la tranquilidad del nudo. Me incomoda bailar más de cinco minutos con la misma persona. Jamás he entendido por qué hacen remixes de merengue tan largos. Odio cuando la gente baila sobre las mesas. Bailé Psycho Killer subido en la mesa de un bar que se llamaba Moby Dick. Jamás le pondría Moby Dick a un bar. Me gusta más El Desbarrancadero. Aprendí a bailar samba en una calle de Lapa. El secreto: obedecer a la vibración del suelo y a la caipiriña barata. Fui injustamente acusado de asesinar un conejo. Amo incondicionalmente a todos los animales. Sin querer ahogué unos veinte cucarrones en una bolsa. Estuve en la sala de espera de un motel junto con otras parejas. Fue la espera más larga de


mi vida. Las rimas “Pobre Pablo” o “Pablito clavó un clavito” me parecen tontas. No me gustan los platos de comida compartidos. He llorado en más terminales de buses que en funerales. No soy bueno para empezar conversaciones con extraños. No tengo hijos, ni quiero tenerlos. Una gitana me pronosticó: Tendrás otro hijo muy pronto. Han pasado once años desde entonces. Creo en la importancia de ser sujeto y objeto del deseo en la misma medida. Perderme en las grandes ciudades me resulta fascinante. He comprado libros solo por la portada. Duermo con un mosquitero, pero no hay mosquitos en mi habitación. Me resulta más interesante la ropa colgada en el closet que puesta en el cuerpo. No soy supersticioso, pero evito regar la sal y pasar por debajo de las escaleras. Creo que le debemos reconocimiento a quienes desarrollan la trama argumental de las películas porno. Con frecuencia adelanto las películas porno. Miento cuando me preguntan: ¿Me luce esto que traigo puesto? He tratado de ser vegetariano, pero me cuesta dejar el pollo. Cuando entro en alguna tienda y me preguntan a quemarropa ¿qué estás buscando?, olvido qué estoy buscando. No me gusta que me vean mientras me corto las uñas de los pies. He corrido sin razón en una calle solitaria fingiendo que estoy siendo perseguido. El favoritismo se lo dejo a los papás. Encuentro atractivos todos los colores y todas las formas posibles. Siempre me he preguntado: ¿Qué sacará la gente con quererme? He aprendido varias coreografías que a pocas personas he mostrado. Tengo problemas de vocalización que desaparecen cuando estoy molesto. El teatro me dio la posibilidad de interpretar a Macbeth. El cuerpo me dio sangre por la nariz que, por supuesto, me manchó la camisa y me dio mucha credibilidad actoral. Bernard Shaw me acercó a John Stuart Mill. Y mi abuela me reveló la plenitud de la juventud.

Autorretrato

Eliana Rodríguez

V

ivo entre slime, héroes y zombies. Soy mamá. Lisandra es mi segundo nombre, tuvo su proceso de aceptación. Hace un año decidí no usar despertador, ahora solo me programo y aún me sorprende lograrlo. No todos los días madrugo, los otros dejo que mi cuerpo decida. Desde que tengo conciencia me gusta bailar. Recorro la ciudad. Disfruto perderme entre cuadras hasta volverme a encontrar. Amo bailar descalza, odio caminar igual. He caminado más de tres horas, no siento cansancio hasta cuando vuelvo a mi destino. Disfruto la ropa ancha, el olor a eucalipto. Tomo fotografías panorámicas. Medito sin horario establecido. Creo en el arte y el amor como sincera y única salida. Soy la profe de mi hija. Me apasiona crear nuevas ideas. Mis intereses: psicología, filosofía, física cuántica, conciencia, finanzas, espiritualidad, antropología, comunicación, naturaleza, arte. Intenté tocar guitarra, lo abandoné. Aprendo batería, planeo continuar con cuerdas y piano. No veo televisión. No veo, escucho, ni leo noticias. Me acuesto con medias y me las quitó entre sábanas a los veinte minutos. No he salido del país. Viajaré bastante. No me gustan las frutas, excepto el mango y el aguacate (y el banano cuando tengo hambre). Invento la uña del dedo pequeño de mis pies con esmalte. Yagé, marihuana y tabaco. No he probado drogas químicas. Disfruto más las rumbas gay. He vivido sola, con una amiga, con mi hija, con mis papás,

y con tres hombres. Tengo sentimientos encontrados con mi carrera. Soy rara para la mitad de mi familia, para la otra mitad también. En la calle, chocorramo o maní. Cuando me gustan unos zapatos, por más viejos que sean, los uso con agrado el tiempo necesario. A menudo pongo en mute mi entorno. Cuando me gusta una canción puedo “quemarla” por un tiempo prolongado, después tengo que abandonarla por un tiempo aún más largo. No tengo favoritismos. Aprendizaje continuo. Disfruto mi soledad, una ducha larga, el agua caliente. Les temí a las ratas y odié los zancudos. Ya hicimos las pases. Rediseño las prendas de vestir. Yo misma me corto el cabello. Un tinto como dosis. No soy muy expresiva. A veces, patines en línea. He conducido bici, moto semiautomática, moto acuática, cuatrimoto, carro. He dormido en catamarán, hamaca, camping y en una estación de policía. He buceado. Hablo poco, río mucho, no de todo. Una adolescencia de matices fosforescentes y escala de grises. El dulce clásico mi preferido, Quipitos, Súpercoco, merengón. La naturaleza, mi mayor admiración y misterio. No cambio de bolso y prefiero mochila. En mis tiempos libres leo, escribo, camino, bailo, medito, me reinvento, creo. Voy a conferencias, ferias, eventos. La playa, el clima, el ritmo, el sabor, calles épicas y el ocaso, hacen de la Costa un lugar que disfruto. Soy tía, hermana mayor y nieta mayor de diecisiete. Considero que aprendemos más de los niños que ellos de nosotros. Treinta años he vivido. Me considero hermosa. Poco vanidosa. Lloro con facilidad en las películas. No soy fanática de superhéroes, no veo películas de miedo, me aburren las de acción, disfruto las independientes o de suspenso. No soy romántica. Me apasionan los cambios. Creo en el poder de la mente y de las palabras. Exploro nueva música, ritmos, géneros. Bailo en mi casa, en academias, en talleres, en presentaciones, porque si o porque no. Puedo cambiar de opinión. No suelo hablar mucho de mí. Me conozco día a día. No hay pasado ni futuro. Vivo, disfruto y aprendo del presente. Muchos conocidos, pocos amigos, los mejores se han ido del país. Soy dispersa. Olvidadiza. Tengo mala orientación. Mala retentiva. Aprendo rápido. Soy analítica, recursiva, creativa. Confío en mi intuición. No soy cuidadosa con las cosas. No le doy importancia a las marcas. En una pared de mi habitación reposan frases que quiero recordar. No me gustan los gimnasios, prefiero el deporte al aire libre. No me gusta correr, ni los abdominales. He visto en ataúd al ser que más se puede amar en la tierra. Creo en un ser superior. No en la religión. No consumo de farmacias, ni confío en la medicina occidental. No presto atención a la política. No confío en las instituciones educativas. El tiempo es subjetivo. Olvido la ortografía de palabras obvias y comunes. Admiro las vistas panorámicas, la noche, la calle, el silencio, la velocidad. Visto colores tierra, en general. Casi nunca sueño y si lo hago se me olvida. Las vibraciones no mienten. Me imagino bailando en París. Le presto poca atención a las historias. Me dice más el lenguaje no verbal. No tengo afán. Estoy explorando. Confieso que edité algunas líneas de este escrito. Lo consulté. Tenía buenos argumentos. Somos seres cambiantes.



Autorretrato

Pedro Ivan Guerrero

S

oy diestro, sin embargo, cuando escribo sobre mí, la izquierda predomina. No tengo hermanos mayores. El primer pelo de la barba me creció a los dieciséis años. El amor de mi infancia es una desconocida. Voto por obligación. Mi Ivan no lleva tilde. Vi Taxi Driver y no quise ser taxista. Después del tedio diario me reconforta la cama. Cinco días a las semanas despierto antes de las seis. Tedio te odio. No me gusta madrugar. He recitado casi obsceno ante la atención de dos mujeres. El adiós más largo que he dicho fue en una estación de Transmilenio. Soy más alto que mi padre. Escribo tan bien como toco la guitarra. Fui padre al dar mi primer beso; mi compañera de juegos lo niega. No tengo dotes musicales. Creo entender a Baudelaire en su lengua. La vida de Andrés Caicedo me causa intriga. Nací durante la Asunción de la Virgen. Mi pintura favorita es El origen del mundo. No soy vegetariano, pero el tofu me fascina. Lloré con la lectura de Niebla. A los siete años, entre la inocencia y la pulcritud, me corté un dedo al limpiar un borrador con una navaja. He matado varios insectos, en cantidad no sobrepasan los siete. Prefiero leer en un bus que en mi habitación. No conozco el mar. Soy acérrimo seguidor de las caricias. Mi religión es la nostalgia. Almuerzo con un tenedor y una cuchara al mismo tiempo. Tuve un tío, soldado y conservador, que no resistió a la guerra ni al formol: su cuerpo estalló en medio de la sala de velación. No vería de nuevo Titanic. Tengo un fetiche con los ojos claros. Monopoly me es un acertijo. Aborrezco la rima en la prosa. Olvidé cómo realizar la RCP. Me causa fatiga rememorar por largo tiempo el pasado. Desconfío cuando digo “te quiero”. El tiempo pasa más rápido cuando ignoro el reloj. Soy impuntual. No he fallado a ningún compromiso.

Autorretrato Frank Huepe

T

engo el pelo enmarañado. Soy tauro. Adoro los días en que el cielo parece una amalgama de colores. Le tengo miedo a la vejez. Me encanta el nombre de mi madre porque me transmite paz. Tengo nueve tatuajes. El número one es mi número, lo veo en todos lados. Me gusta la mirada de una mujer enamorada, la noche y sus frustraciones. La muerte me ha invitado varias veces. Pienso que Colombia es un país futurista, nada más que no se ha dado cuenta. Sé escribir con ambas manos aunque tengo preferencia por la derecha. Mi nombre significa libertad. Nací a las 2:10 de la mañana. Me encanta sentir lo que me produce la música. Pienso mucho en las vidas de los demás. Me fascinan los ojos claros. No soy bueno para el fútbol. No me gustan los funerales, pero si los cementerios. Conozco a mi mejor amigo desde los cinco años. A veces soy bastante tímido, otras extrovertido. Me gustaría estudiar más cosas. He desperdiciado mucho tiempo. Me causa curiosidad la vida. Odio la violencia injustificada y la desigualdad. He probado muchas sustancias intentando escapar de esta realidad. He visto más amaneceres que atardeceres. Siempre pienso en alguien o en una vida con alguien. No me gusta estar solo, pero no soporto la compañía. Soy de Millos. Llevo el dolor de mis padres en mis venas. Tengo una pierna más larga que la otra. Siempre que estudio algo nuevo

alguien cercano muere. Me gusta viajar. El arte me transporta. No sé qué será de mi después de los veintiséis. Me enamoro con facilidad, me desenamoro con la misma. Mi piel es trigueña. Soy bogotano de ascendencia tolimense. Mis padres son del mismo pueblo. Mis dos apellidos son los de mis abuelas.Adoro las sensaciones previas a un beso. El sexo es una entrega de cuerpo y mente. Conozco muy poco del país. A veces pienso irme lejos de todo y comenzar desde cero. Tengo veinticuatro años. Me imagino como un gran escritor, aunque no sé escribir bien. Me encanta la pizza. Probé el cigarrillo a los nueve. Vi mi primera muerte a los once. Anoche me robaron la cicla. Sé tocar guitarra y me gustaría aprender piano. No creo en el amor, no sé si creer en Dios. Le temo a la oscuridad absoluta. No confío en nadie. Me gusta escuchar historias. Monto longboard. Tengo cinco hermanos. Soy terco. Puedo ser tan cariñoso como frío. Me encanta el centro de la Ciudad. Creo que la gente solo me habla por conveniencia. Me frustra saber que todo es dinero y que si no lo tienes no vales para nadie. Odio el sistema capitalista. Amo ver las montañas de Colombia. Siento una gran conexión con el territorio. He conocido muchos locos. He sostenido un arma de fuego en las manos. Conozco bandidos más sinceros y humanos que mucha gente de bien. No sé mantener relaciones amorosas. Me gustan los bares, la buena charla. Papá puede ser cualquier hijueputa, me dijo mi viejo una vez borracho. Quisiera ver fantasmas o tener experiencias paranormales. He pasado una noche en UPJ, me han tratado mal y mirado con desprecio. No sé si algún día tendré una familia. Pienso que moriré joven. No tengo una buena relación con mis viejos. Quiero ser vegetariano. Pienso estudiar sociología en la Nacho después de esta carrera. Siento frustraciones cada mañana. Fumo peche. No me considero guapo ni inteligente, pero tampoco bruto o feo. Estudié once años en el mismo colegio. He vivido toda la vida en el mismo barrio. Me asusta no saber qué hacer conmigo. Los amaneceres me reconfortan. Amo la fotografía. He pelado tres veces en mi vida, he ganado en todas. No tuve una novia en el colegio. Nadie se acuerda de mi fecha de cumpleaños, no la digo tampoco. Hay muchas formas de vida como muchos multiuniversos. Tengo amigos que han matado a personas, conozco personas que han visto morir a mis amigos. Me gusta el rock. He querido danzar con la muerte, me parece una dama precios. Siempre lloro cuando estoy solo. No me gusta demostrar sentimientos. Mi primer perro se llamó Kamuy que significa espada colgante de dios. Mi hermano es una de las personas más inteligentes que conozco. La universidad no era lo que esperaba. No fui planeado por lo tanto tampoco planeo nada. Siento que la soledad es mi única compañía. Escribiré un libro. Quisiera tatuarme más. No me gustaría ser un empleado más. Desearía morir al lado del mar o en el barrio donde nací. Amo la naturaleza y a los animales. Mi primer beso fue con una prima. Trato de guardar las cosas que la gente me regala. Me parece hermoso la posibilidad de escribir, detallar todo con palabras. Me encanta la letra y la vida, aunque a veces no la entienda, y aunque a veces me destruya, a mí, a Frank Huepe Olaya.


Autorretrato

Ivonne Carvajal

C

reo que la infancia fue el único momento de mi vida en que no me sentí rota. No fue toda la infancia, quizás hasta los siete años cuando tuve el primer recuerdo doloroso. Ese instante desencadenó en la primera vista al psicólogo y al psiquiatra. El diagnóstico fue ansiedad generalizada. No es que antes no hubiera sentido tristeza, aunque nada me había hecho sentir así, pues empezaron los ataques de pánico y me comía las uñas hasta hacerlas sangrar. Entre más lo pienso, más me confirmo que el diagnóstico fue muy prematuro. La enfermedad siempre ha estado latente, fisiológicamente he sido frágil. A nivel mental y físico he tenido varias recaídas. A los siete años me operaron de un tumor. A los cuatro años me quemé el brazo y el torso, las curaciones eran diarias, fue una quemadura de segundo grado. A los doce años me volvieron a diagnosticar trastorno de ansiedad generalizada y le sumaron trastorno depresivo mayor. A los cuatro, seis, siete y nueve años, me rompí la cabeza, aún conservo las cicatrices en la frente. A los trece años tuve hipoglucemia y migraña. Tengo una obsesión con la anatomía y los síntomas. También tengo personalidad empática, esto lo entiendo. Dicen que tengo rasgo de personalidad tipo c, esto no lo entiendo tan bien. Al parecer significa que soy apegada y dependiente de mi red de apoyo. Llaman red de apoyo a mi familia y amigos desde que soy niña. Que los llamen así se me hace extraño. Sin embargo, soy muy consciente de que por ellos he podido llegar hasta este momento. Sin ellos, literalmente, no estaría viva. He intentado suicidarme dos veces. No siento la vida como algo sagrado. No entiendo por qué la gente insiste en permanecer viva. Me gustaría morirme pronto. He intentado cambiar de opinión, pero aún no lo logro. Vivo por mi madre, mi abuela, mi prima, mis amigos y mi perra. No tengo la fuerza para volver a intentar suicidarme. No me siento valiente ni cobarde por haberlo intentado. No siento nada respecto a esto, ni siquiera vergüenza. Debo decirlo como parte de mi proceso terapéutico. Se me ha quitado el peso de la culpabilidad y el tabú. Volví a terapia este año, después del último intento de suicidio y de vivir dos años con ataques de pánico. Es la primera vez que he consumido medicamentos psiquiátricos juiciosamente. Tomo medicamentos para la depresión, la ansiedad y el insomnio. No recuerdo la última vez que sentí alegría. Suelo sentirme neutral, a veces la sensación es de irrealidad, casi nunca quiero salir de casa. Mis amigos dicen que soy una persona dulce y que mi humor es agradable. Odio los chistes racistas, sexistas y clasistas. Siento que soy consciente de la realidad social. Los Estudios culturales, literarios y de comunicación, cambiaron mi vida. Amo tener amigas. No creo que las mujeres seamos las peores enemigas unas de otras. Sin mujeres a mi alrededor siento que nada tendría sentido, son mi inspiración y las admiro. Odio que tantas violencias atraviesen sus cuerpos. Estoy aprendiendo a cuidarme y a cuidar a los demás. A pesar de lo cruel y autocrítica que soy conmigo, ahora trato de sumarle a mi vida un concepto nuevo: autocompasión. La autocompasión proviene del budismo. Me conecto muy bien con ideologías orientales: budismo, hinduismo y vaisnavismo. Entiendo sus simbologías y filosofías, a pesar de que me cuesta aplicarlas. Debido a todas mis enfermedades, un amigo me llevó a tomar yagé a los trece años, no me curó, pero los viajes astrales hacen parte de mi memoria corporal más profunda. He consumido varios enteógenos: ayahuasca, peyote,

wachuma, hongos y marihuana. A veces pienso que debí estudiar medicina y especializarme en psiquiatría o neurología. En luna llena no puedo dormir. Tampoco duermo en otras lunas, pero la luna llena me pone especialmente inquieta. He comenzado muchos proyectos y no los he finalizado. No dejo ningún libro sin terminar. Tengo un jardín y lo riego cada viernes en la noche. Quiero dedicarme a escribir y a hacer cerámica. No quiero dejar estos sueños inconclusos.

Autorretrato Dubby Prieto

M

i primer recuerdo es a los tres años, me habían roto la cabeza y mi madre me contaba un cuento. Amaba jugar con caracoles, una vez se me escaparon dieciocho dentro de la casa. En el colegio siempre fui juiciosa, la única materia que perdí fue danzas. Me encanta la música, toco batería desde los once años. Mi nombre legal fue Durby hasta los diecisiete. Me siento feliz entre la naturaleza en días soleados. Cuando me enfado, por más que lo intente, me es imposible no llorar. Amo los animales, considero que por ellos debería existir un mundo mejor. Odio los trabajos de oficina. No soy hippie aunque el 98% de mis amigos me digan lo contrario. Mis amigos son mayores. Mis chistes son malísimos. Mi música nunca sonará en una gran reunión. Mi sueño frustrado es ser cantante, mi voz es desafinada incluso para hablar. Tengo una cara estrellada, ojos y cabello marrón, La nariz y la sonrisa torcidas. Quiero escribir cuentos que transmitan sentimientos y sensaciones. Me encantan las manualidades, tejer y todas esas cosas de gente mayor. Mi mayor alegría es mi hermana menor, aunque solo llora y babea. La persona que más valoro y admiro es a mi abuelo, su nobleza siempre prevalece, incluso en los momentos de pelea y adversidad. Me encanta la idea de los multiversos y los distintos presentes. Soy malísima dando consejos, pero buena dando abrazos. Me agobia la monotonía de la vida. Quiero irme de mochilera. Amo tomar fotografías. Odio que me llamen millenial. He hecho daño a gente que no se lo merecía y me lo han hecho a mí. Soy perezosa. Mi hora favorita del día son las nueve de la noche, todo el mundo va para sus casas y tu estás ahí pensando en todo a través de una ventana, sintiendo el cansancio del día, las ansias de que llegue el próximo. Me molestan las personas a las que solo les importa el físico. No odio a nadie. Trato de llevar una vida sin rencores. Soy impulsiva. Disfruto lidiar los problemas con una cerveza, me hace sentir que la vida es menos pesada. Tengo cuatro hermanos, con todos grandes diferencia de edad, en cierto modo me crié como hija única. Suelo confundir la realidad con los sueños. Amo los deportes, pero soy malísima practicándolos. Mi pasión por las cámaras empezó en el colegio, en once, pero decidí irme por el camino de la física, gran error. Siempre que me presento repito el nombre mínimo dos veces, nadie lo entiende. No soy de usar el teléfono a cada hora, prefiero hablar de frente. Aprendí un poco de lenguaje de señas y braille, me parece muy importante ese tipo de inclusión social. Soy zurda, aunque para ciertas cosas soy mejor con la mano derecha. Tuve brackets por siete años, me duraron más que ciertos amores. Mi día favorito fue cuando escalé por un río hasta llegar a un páramo, era algo que creía imposible. Sufro de depresión. No imagino mi


vida futura ni pienso que el proyecto ideal sea estudiar, casarse, comprar una casa e hijos. Quiero escapar a esa cotidianidad. Amo caminar por el centro de la Ciudad. Mi película favorita es Persépolis. Mi canción es Girl, you’ll be a woman soon. Adoro leer historias sobre mi país. Considero que para romper algo artísticamente debemos volver a nuestras raíces. Me encanta el tinto desde muy pequeña. Odio el coco, las uvas pasas y el melón. Jamás he montado en avión, ni conozco el mar. Imagino que los pandas comen marihuana. ¡Eso no es bambú! Creo en un Dios, no en una religión. La mejor religión que conozco es el pastafarismo. Intento apoyar a la gente que conozco. Mi libro favorito es El túnel. Me agobian los pensamientos tan demenuzados de Juan Pablo Castel. Si algún día me voy lejos, le escribiré una carta a todas las personas que influyeron en mí. Si he llegado hasta este momento es por mi madre, la persona más fuerte y perseverante que conozco. Tengo dieciocho años y quiero que mi vida sea distinta y libre.

Re trato

Carlos Andrés Carvajal

B

asta decir que soy el hombre que se quedó con el ojo pegado a un catalejo por estar mirando la vecina de la ventana contigua al apartamento de mi esposa. Basta decir que también leí El Túnel de Ernesto Sábato y que monté un prostíbulo imaginario después de conocer a María Iribarne. Basta decir que no soy Juan Pablo Castel ni he asesinado a nadie, pero planeo constantemente la forma de desaparecer a unos cuantos que de reojo se ganan mi antipatía. Pienso en la venganza como la única fe a la que me arraigo. La vecina era una muchachita estudiante de periodismo y comunicación social, generosa en carnes, demasiadas carnes, morena, despampanantemente morena. La perdí de vista como el Tuerto López. Desde entonces practico el desdoblamiento para encontrarla en mis sueños y ojalá algún día despertarme con ella. No he dejado de verla en el recuerdo fugaz, ahora borroso y color sepia de lo que me queda de memoria. A mi avanzada edad ya no fumo. No asisto a reuniones familiares ni amigables, prefiero quedarme en casa viendo la tele, escuchando a Lucho Bermúdez, Panteón Rococó, Héctor Lavoe y Las almas. Las 1280 almas de Bogotá y Jim Thompson. Siempre espero que suceda algo como un temblor, tal vez un tsunami, un 9/11, un Nueve semanas y media, y no pasa nada. No pasa nada porque no salgo de mi cuarto o no salgo de mi trabajo. A veces quisiera dedicarme a proxeneta para ser el visitante oficial de las casas de lenocinio, contrabandista guajiro, agiotista, asesino a sueldo. Culpo a mi padre del aprendizaje tardío de la conducción. Me hubiera evitado un par de estrelladas y hasta, por cosas de otro destino, me hubiera levantado a la morena. Habría salado el carro no solo con la morena sino —quien quita— con una rubia. A mi padre lo visito todos los días. Hablo sin parar con él y la verdad no hablo mucho con mi esposa desde que compró celular. Sueño con un taller de creación literaria del texto dramático con puesta en escena a lo Alejandro Jodorowski. Me gustó la identificación falsa de uno de los personajes de la película colombiana San Andresito. En la cédula se presentaba como Pedro Almodóvar. Si usara algún día una identificación falsa le pondría de nombre Luis Andrés Caicedo Estela, oriundo del Valle del Cauca, con

número de cédula 78143683, Rh O negativo. Tengo un platino en mi pie derecho, nada del otro mundo, “solo un pie biónico” dijo el ortopedista. Todo por culpa de la pecosa. A los seis meses de ese traspié estaba asediándola otra vez, presiento que por eso los vecinos me consideran un depravado, eso dicen. No me consta. Por eso no salgo de casa y miro por el rabillo de la ventana, cual voyeur. La verdad, miro por la ventana los cabellos húmedos y olorosos a Savital de una que otra compañera de bloque que madruga a salir para el trabajo; la pijama motosa de la señora que siempre olvida sacar la basura el día y la hora en que estipula el conjunto; los trajes formales de las testigos de Jehová e insisto en que se verían mucho mejor si le cogen cuarenta, cincuenta o sesenta centímetros al ruedo de la falda y le alargan un poquito al escote. Me detengo a pensar en la suerte y sé que puedo ser potencialmente un ludópata si sigo pensando en ella. Ni qué decir de visitar una droguería. ¿Se puede decir que sería potencialmente un drogadicto? Un amigo que tomó su vida por propia mano, “Fue en contra de mi voluntad” decía su epitafio, se dio cuenta que me enamoraba cada cinco minutos. Ojalá tuviera memoria de elefante para recordar cada enamoramiento. Solo recuerdo a la morena de forma fugaz, borrosa, color sepia, que ahora es mi esposa.

Vuelo estático

Diana Carolina González

S

i una mariposa crea un maremoto ¿Qué hará un colibrí ansioso? Soy un colibrí. Tormentas en puntos distantes, ¿veré el efecto? Nunca juzgues un libro por la portada (lugar común), a veces juzgo precipitadamente, luego debo enmendarme. El lugar común es para dormir. Después de dos años por Buenos Aires sólo pude dormir en el nido de mis padres. ¿Si encuentras una caja en el piso la pateas? Y si dentro está el milagro por el que orás todos los días? Soy la oración. Amo las pecas de mi hija, no las cuento para que no se multipliquen, ella es mi milagro. Medito en letra cursiva, a las cuatro de la mañana. Oro en el inodoro. Habito un cuerpo paralelo, pero respiro en uno encerrado. Me duelen los latidos del pecho. Cuando tengo tos: Pony Malta y Jet. Quisiera ahorcar a Delleuze, no lo entiendo, tampoco entiendo cómo con la misma soga apretaría mi cuello; aunque debería buscar la rama de la rama de la rama de la rama de la raíz de la raíz de la raíz para hacerlo. Me gusta el ron en mojitos, los mojitos prepararlos, prepararlos sólo para los buenos amigos, los amigos para quererlos, querer... como se mueven las alas del colibrí.

Autorretrato Daniel Parada

J

uego con mi propia imagen desde el día que decidí pintarme sobre un lienzo, entonces, a los quince años, tuve que pensar en el tamaño de mis genitales. Me identifico en el estilo de los gatos. Les temo a las arañas porque tienen muchos ojos y piernas largas. Creo que lanzarse de más de treinta metros es cómodo si no se mira el suelo y es volver a nacer si se mira. Se me facilita



seguir las instrucciones de un texto y no de las personas. Creo en la descolonización de Latinoamérica del Siglo XXI. No soporto el ruido de la tierra bajo unos zapatos sucios que no han pasado por la alfombra. Al momento de alimentarme prefiero lugares solos y contar con tiempo de sobra. Soy un creyente de comerme las nubes en las rosas de maíz pira. Me cuesta concentrarme en la lectura de cualquier texto, cuando lo logro no quiero dejarlo. La desnudez es mi estado favorito en la soledad de mi casa. Aficionado al cine por Cantinflas. Me fijo con total resolución en las manos de otros para descubrir la higiene o una personalidad interesante. Ando encantado con la idea del voyerista, el mirón, del espectador, aunque crea que es mejor ser actor. Las mentiras me cuestan porque siempre termino confesando. Besar en público me parece un despropósito. Conducir auto me deja los nervios alterados. El sudor de las manos me resulta extraño, pero es parte de mi identidad, obedece a la ansiedad, busco controlarlo con la meditación. Prefiero bañarme en las noches con la confianza de mantener y encontrar limpia mi cama aunque cada semana se cambie de sábanas. Del arte, de ningún tipo de arte, puedo declarar favoritismos porque todo me parece único e irrepetible. Tuve por mascotas tres conejos en distintas épocas de mi infancia. Al primero lo quise y desapareció, a los otros dos no los quise tanto, uno enfermó y el otro fue regalado por mis padres. Cada partida me hizo triste. Tengo veintitrés años y no he visto un venado en estado silvestre. He ido a tres circos y en dos de ellos tengo fotos con un animal extraído de una tierra lejana, un oso y un elefante. La incomodidad me acecha cuando tengo que hablar con personas que tienen claro lo que están haciendo con sus vidas. Perdí un vuelo en La Habana para regresar a casa luego de dos semanas fuera. Cinco países hacen parte de la lista de los que he conocido y solo dos figuran en mi pasaporte. Fui arrestado por pelear con dos policías y en mi registro solo reposa que era un ciclista. Fundé un cineclub en la universidad con cuatro compañeros, me quedé solo después de cuatro años. Persisto en lo que me gusta, otros lo pueden llamar terquedad. La sabiduría espiritual de los pueblos indígenas me parece un camino revelado para calmar la ansiedad. Leí diccionarios con la idea de tener más vocabulario y siempre tuve enciclopedias para leer en los cambios de clase del colegio. No he conocido un periodo de mi vida en que no me encuentre encantado, enamorado o con gusto de una mujer. En la sexualidad planteo que me es imposible reconocer mi identidad de género como homosexual o heterosexual, porque fácilmente la carga genética me ofrece en mismo porcentaje la variable de género, entonces es una bisexualidad que se desarrolla en el plano de encontrar mayor belleza en la mujer. El cabello largo me da la idea de estar más conectado con el ambiente como si fueran raíces al viento. Antes de aprender a nadar, montar bici y conducir torpemente, tuve sueños en que cada acto lo hacía con destreza. En la primer luna roja que vi me hizo absoluto asombro pensar en la sangre y en la marea. Juego fútbol con una técnica personal de esperar que quien lleva el balón se fije en mi proyección de la posición, otras veces ataco con determinación en la posición de defensa. Disfruto la música con total atención en todos los escenarios. Mi miembro favorito de The Beatles es George Harrison. Tengo dos hermanos y son profesores, influencia de mi madre que ha dedicado su vida a la docencia. Me gusta usar sombrero para poder quitármelo ante las personas adecuadas. Espero de la humanidad su propia salvación en desarrollo del comunismo. Celebrar un día más de vida es acercarse a la muerte.

Autorretrato

Dayana Acevedo

M

i primer nombre hace honor a una tía que vive en el extranjero. También leí que su traducción bíblica es “luz que brilla”. Nunca he tenido sobrenombres. Me gusta el nombre “Amelia”. Ninguna flor me disgusta. De niña solía recoger flores por el camino, con predilección por las amarillas. Suelo dibujar rostros y cuerpos de mujeres desnudas, utilizo varios lápices, pero pocos colores, pues los destino para lugares específicos. Nací en Soacha, sin embargo soy sibateña. Mi mamá es del Llano, mi padre de Boyacá. Viví en Bogotá dos años de mi infancia. El primer cuento que escribí fue a los ocho años; lo pusieron en un mural del colegio, más nunca lo vi. De niña me besé con mi prima, con un primo, tras eso no he besado a nadie. Tengo un gato, blanco de ojos azules, me fascinan sus manitas. Siempre fui la primera en la lista. Nunca hubo alguien delante de mí en la formación. Calzo 34 o 35. Dudo del año en que nací. Vacilo en sí tendré hijos. Los niños de ahora son muy inteligentes, es la necesidad, el mundo requiere cambios. Me desagradan las posturas radicales, el fanatismo. Me río de la religiosidad de los ateos. Estuve en colegios bilingües, uno laico, uno cristiano y uno parroquial. Aprender inglés se me dificulta. Creo que Dios existe, dudo de su perfección. Lo bueno me resulta miserable si necesita de lo malo para significarse. Hay mucho por contar. La verdad es una cuestión de interpretación. Un profesor me dijo una vez que yo no celebraba mis triunfos. Aprecio demasiado a mi profesor de filosofía de once. Mi hermano y yo somos polos apuestos. Crecí escuchando historias sobre mi abuelo. Me gustan los aviones. Me enorgullece ser mujer. Siento un gusto inexplicable por la etimología de las palabras. La cultura griega me atrae. Mi comida favorita es cualquiera que cocine mi mamá. Amo a mis papás. Me considero sociable. Tengo pocos amigos. He perdido mucho tiempo con gente pasajera. Para ahorrarme explicaciones digo que soy agnóstica. Me encariño rápido con las personas. Soy torpe con las normas de etiqueta, igual que expresando sentimientos. Tuve cuento con un chico en décimo, nos escribíamos poemas y todo, resultó ser gay, hoy es mi mejor amigo. He deseado cortarme el pelo muy corto. Tengo disgrafía. En la universidad me hicieron cambiar la letra cursiva. No me molesta la mala ortografía si proviene de gente admirable. Han opinado que soy difícil de leer. El exceso de ruido me aturde. Prefiero el silencio. Las pinturas abstractas ¿comunican? Le tomé cariño al café. Casi no tomo agua. Tengo demasiado cabello. Bailo a solas. En décimo me premiaron por un cuento. Me estremece la exactitud de las matemáticas. Mi adolescencia fue de incomprensiones, no propiamente de rebeldías. Una compañera me preguntó por qué no me permitía brillar. Irónico. “Definirse es limitarse”, Oscar Wilde. Hay muchas cosas por probar, experimentar, conocer. Filosofía. Se viene a este mundo para aprender. Me reí con “Romeo y Julieta”. Desearía leer más rápido. Cuando me aburro me miro las uñas. Procrastino. Una vez una oveja me persiguió porque quería tocar su cría; ambas teníamos menos de cuatro años. Mi abuela me llamaba “abeja”. Hablo conmigo misma a diario, pese a no hablar de mí con otros. Puedo escuchar la misma canción muchas veces, pero no repetir una película. Los boleros y algunos sones cubanos son un deleite. “Oh, qué será, qué será”. . Saliendo de la ducha se me estalló la puerta de vidrio. Me accidenté con mi hermano en la moto. Narrar la vida de uno desde los acontecimientos felices es más complicado.


ONISESA

Por Julian David Cobos Hernรกndez



Los niños buenos también roban Por Nicolás Peña Posada

M

ichael come tierra, mira los Supercampeones, le roba monedas a su madre para comprar barriletes que para él son arcoíris masticables. Michael es un niño de pelo largo y negro. Es pobre como si fuera rico y tiene la casa más grande de todo el barrio: el pasto y la noche y ninguna casa. Michael le da vueltas a un cucarrón y gracias a él todos le damos la vuelta al cucarrón y entendemos que eso es el amor. La belleza del lenguaje de Michael está en la facilidad con que nombra al mundo, diría la sencillez con que nacen las cosas en el poema Todo está ahí, se ve, se huele, se palpa. No es retórico. No es estático. Frígido. Muerto. No es difícil: y sin embargo nos da golpes certeros en el intestino. No importa lo que digan, Borges tenía toda la razón: la poesía se debe sentir en la piel. No es poesía intelectual, despersonalizada, antipoética, cerebral. Como dice María Paz: no es nadaísta ni postnadísta. Es una poesía que respira al aire libre y tiene el color de las tardes en las canchas de banquitas del barrio. Leer Lo que quería decir es otra cosa es caminar por el barrio con un amigo, tomar gaseosa, comer pan, jugar canicas, hacer veintiuna. El libro de Michael es un amigo. Es el niño, ese niño honesto que roba. Su poesía no esconde nada. Muestra, dice, corre, huele la noche. Su poesía nos emociona: ahora que pareciera lo último que hace la poesía. Es como si la escribiéramos todos o cada uno de nosotros, como dice William Ospina. La poesía dice la verdad. Y con el libro de Michael se siente uno acompañado, menos solo. Se aferra uno a sus palabras, a sus calles, a sus poemitas de mierda.

Michael dice eso: poemas de mierda: su máxima. ¡Pues a la mierda!, dice Michael. La poesía es esto: mi mamá, el gordo del colegio, los buses, Usme, Usme, Usme. Ahí está contenida toda la belleza. Soy más urbano que Mario Rivero, dice Michael. Pero su barrio, en donde creció y se dejó crecer el pelo, parece más un gran pueblo, tal vez por la cercanía de los que viven ahí, tal vez porque se siente uno acompañado, tal vez porque conoce uno a sus vecinos y se ríe con ellos. Esos barrios que andan desapareciendo. Esos barrios de casas que están tumbando. Esos barrios de esquinas con pollerías. Esos barrios de cerveza los domingos. Las tiendas, los colegios, las casas. Vive uno en Usme cuando lee a Michael. Escribo esto porque su poesía dan ganas de escribir. Porque todo poeta quisiera tener esa sencillez, esa honestidad, esa ignorancia de volver a ver desde el principio, desde el punto cero, como un recién parido. Cada vez soy más minimalista, me dijo Michael el otro día mientras escuchábamos Los árboles, una de sus bandas favoritas. No necesito casi nada, repitió mientras tomaba cerveza. Así es: la misma chaqueta, la misma gorra roja de Budweiser que le regalaron, los mismos pisos. No me importa leer a Michael desde lo que es Michael. Vida y obra están ahí: alimentándose, mordiéndose. Ese minimalismo del que habla me hace pensar que el poeta no necesita realmente nada. Se desprende del mundo para verlo, se suelta, se abre. Como dice Camus: no juzga sino crea. Hola, dice Michael cuando uno lo ve. Hola, Nico, me dice. No dice quiubo, no dice qué más, no dice todo bien, no dice perrito, ni perro. Dice hola como el niño. Ahí está la poesía. En ese saludo, en esa palabra. Lo que quería decir era otra cosa, tal vez, no lo puede decir porque eso que se quería decir es la vida misma, y claro, sabemos que la poesía no es la vida misma, es algo más. Michael es el niño indisciplinado, el casposo. Pero también es el niño bueno, el amigo, el que roba para compartir en el recreo. Todos los hombres, todas las mujeres, a diferencia de lo que piensan unos, son buenos y malos. Eso nos dice Michael. El pobre y el rico nacieron sin merecerlo. Escribir y leer es necesariamente volver a mirar. Con Michael se vuelve a mirar. Se quedan pegados al cuerpo los poemas de Michael. Son el chicle que mastica la niña del curso que nos gusta. Y no digo esto porque Michael sea mi amigo, y lo digo porque precisamente es mi amigo. Soy un ñero, dice Michael. Pues sí, se necesitan más ñeros en la poesía. La poesía no le debe nada a nadie.



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Bandera Clem Lo que se oculta en la noche ¿Me lleva por mil hasta Santa Librada? Un recuerdo navideño Las babas del poeta De papel Villas del Cerro y Usme La madre que sí Tu nido Memorias de un trotamontes Viajes inciertos desde el disgusto Undr Lo muerto no se puede matar La cola Refugio del mar / La vida América / La muerte / El clima El árbol amado / Desde un cuarto claro El náufrago / Madre / Recuerdo antes de partir Distancia / Llanto / Santidad Bruma / Me encendí Telaraña en los dedos Dossier Autorretratos Onisesa Los niños buenos también roban


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