Revista Surgente No. 14

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Surgente, Letras Informales Año VIII - No. 14 / febrero, 2013 ISNN 1909-6895

ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ GOBIERNO SEGURIDAD Y CONVIVENCIA Alcaldía Local de Usme Gustavo Petro Urrego Alcalde Mayor de Bogotá Leonardo Andrés Salgado Ramírez Alcalde Local de Usme Daniel Huertas Coordinador Convenio 09 Leidy Johana Díaz Directora Rodolfo Celis Editor General Álvaro Lozano Llery Darlyn Guerrero Leidy Johana Díaz Rodolfo Celis Comité Editorial Rodolfo Celis Diseño Gráfico e Ilustraciones Surgente, letras informales es una revista alternativa que tiene un tiraje de mil ejemplares de libre distribución, por lo tanto queda prohibida su comercialización. Las opiniones expresadas en cada artículo son responsabilidad de sus autores y no corresponden necesariamente con el pensamiento de la Revista. Se permite la reproducción total o parcial del material publicado siempre y cuando se cite la fuente original.

Escritores Invitados: Jaime Enrique Barragán Oscar Eduardo Ortiz Érika Julieth Piragauta Gabriela Supelano Jeisson Camilo Hernández Paula Stephannie Madrigal Juan Camilo Ahumada Álex Caro Kenshin Himura Fredy Yezzed Michael Benítez Juan Karramán Impreso por: Alfonso Molano Ingramol Impresores Contacto: revistasurgente@yahoo.es www.facebook.com/revista surgente http://issuu.com/revistasurgente


EDITORIAL Dice un cantor gaucho que el mundo fue y será una porquería. Una rápida ojeada del panorama internacional bastaría para comprobar que las cosas no andan muy bien por la tierra. Tras la famosa primavera árabe vino el invierno. Se desatan nuevas guerras en África cuando todavía no se han sofocado las llamas de conflagraciones recientes. Siria es un matadero de gente que no le importa a nadie. La cruzada del capital global arrecia contra las apuestas libertarias que vienen del Sur. Mientras, en La Habana se negocia una paz en la que nadie parece creer, ni siquiera los que están sentados a la mesa. El escenario anterior, al que se suma la crisis de las economías europeas y los drásticos cambios climáticos que experimenta la tierra, es un terreno abonado para que los tiranos, videntes y sacerdotes prediquen el fin de los tiempos o el regreso de los elegidos. Esta es una época feliz para los caudillos y los radicales, atrincherados en sus medios, sus corporaciones y sus locomotoras. Desde donde disparan el odio para cobrar en dólares. Y la literatura. Bien, gracias. Al menos en nuestro caso, mientras el destino del país se juega a puerta cerrada en Cuba, nuestros autores, de camisa guayabera y sombrero vueltiao, dialogan con transmisión televisada, desde la ciudad amurallada para todo el país, sobre banalidades que no deberían importarle al rebaño. ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! - El Editor -2-


Escrituras públicas

El mundo no se acabó como lo propuso un profeta sediento de fama y gloria. El planeta sigue girando con la misma anormalidad de siempre y las tareas de quienes viajamos con él, por él y sobre él, tampoco dan espera. Así las cosas, con el calor de los abrazos todavía presentes y la tinta aún secándose en los pliegos del número anterior, nos lanzamos de nuevo a otra aventura editorial, esta vez titulada Escrituras públicas. La razón para mantenernos en el camino estriba en una secreta confianza de que el “discurso literario” es el último escenario en el que la humanidad busca respuestas a las dos únicas preguntas importantes para el hombre contemporáneo, las cuales serían: ¿qué hacer con nuestra soledad? y ¿cómo hacer para vivir juntos? En ese sentido, la revista Surgente y los autores que de ella participan, no intentan vender certezas absolutas, ni verdades redentoras, sino que ensayan caminos para la construcción de un mundo de lo humano posible, en el cual los hombres y las mujeres, a partir de su experiencia estética, creadora y recreadora, pueden enfrentar las inquietudes imperecederas sobre la existencia en sí y sobre el mundo que nos tocó en suerte. Así pues, dejamos en sus manos un ejemplar que recupera voces conocidas y abre espacios para nuevos valores de las letras criollas. En ese sentido, saludamos el regreso de Jaime Barragán, quien pone punto final -por ahora- a la saga del neoñero. Asimismo, Oscar Ortiz retoma el relato de una memoria que de tan propia se hace compartida y Juan Camilo Ahumada persiste en la narrativa periférica insubordinable. Kenshin Himura y Jeisson Hernández presentan otra incursión en el mundo del cómic local. Érika Piragauta y Gabriela Supelano nos traen sendas crónicas íntimas y femeninas. Álvaro Lozano, Álex Caro y la jovencísima Paula Madrigal, en sus cuentos, dan cuenta de una realidad mecánica, absurda y carente de utopías; mientras que en Fredy Yezzed hallamos una voz poética que vive en los hipertextos y en Michael Benítez se encarna una palabra herida y urbana. Finalmente, habiendo dicho lo escrito, sólo resta invitarles a seguir. Esta es su casa. ¡Adelante, caminantes!

Colectivo Surgente

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B SIDES III

Texto e ilustraciones: Jaime Enrique Barragรกn


Cierre de las aventuras del Neoñero Una corre peligros. Esa es la pura verdad. Una corre riesgos y es juguete del destino hasta en los sitios más inverosímiles... Amuleto / Roberto Bolaño Mi nombre es Auxilio Lacouture y hace 36 años estoy atrapada en un baño del barrio Yomasa. Desde aquella mañana cuando me tomé un tarro de insecticida y esperé a que hiciese efecto, en silencio, callada, tratando de ver qué se sentía; pero me quedé dormida y cuando desperté seguía en la misma casa, con la misma gente. Al lado, una huerta de tallos, cilantro y maíz, rodeada de piedras; afuera, el ruido de explosiones de la dinamita con la que reventaban piedras para hacer una nueva carretera, que con el tiempo recibiría el nombre de autopista, pero que siempre me ha parecido una calle más. Muchas personas llegaban a vivir en este lugar, provenientes de cualquier lugar del país. Familias con muchos niños que terminaron por ser mis vecinos, con los que veía Los superamigos y El chavo del ocho en un televisor a blanco y negro, el cual, años después, terminaría quemado por una vela que estaba en el altar a San Gregorio, en el que el alcohol puesto en un vaso se hacía de color blanco. Con este alcohol me frotaban la frente y el pecho para que nunca me pasará nada. Debió ser, entonces, que alcohol y Baygon no eran compatibles. Baygon es un insecticida de uso doméstico que proporciona la solución perfecta para resolver los problemas creados por los insectos rastreros en el hogar. A fin de evitar riesgos para las personas y el medio ambiente siga las instrucciones de uso. Gregorio Samsa no conocía el Baygon. Recuerdo aquel baño oscuro como resultado de la humedad y de la ausencia de pintura. El cemento se llenaba de hongos verdes y pardos que iban,

poco a poco, haciendo todo más oscuro. A las cinco de la mañana un potente chorro de agua helada entumecía la cabeza. Afuera, bandadas de gorriones cantaban mientras la neblina se alejaba. Montones de personas salían de sus casas a esperar el bus, y entonces les veía la cara, uno por uno, mientras el bus se movía hasta quedar a punto de explotar. Gente y más gente de pie con el rostro entumecido y limpio. Hoy, cuando parece que la neblina está de regreso, sigo viendo nuevos rostros esperando y esa espera me parece triste y agotadora, entonces, pienso en divertirme, en hacerme el tonto. Divertirse también significa alejarse y creo que es mejor alejarse antes de que el tedio termine por agarrarme de nuevo. En todo caso, la tristeza que veo en los rostros de quienes esperan, apenas, es una interpelación: el que está triste soy yo, o mejor aburrido. Tanto tiempo viendo rostros para escribir esto, así que me escapo un rato, algo de nostalgia incendiara aparece y me voy a jugar bomberman. Recuerdo mi idea de quemar todo. ¡Por jugar bomberman, claro! En estos días hay una lluvia de meteoritos. ¿Qué pasaría si caen varios sobre este lugar y acaban con las ventas de empanadas y cigarrillos, y con lo feo que se volvió este barrio, repleto de asaderos de pollo? Tal vez por un segundo, mientras todo se evapora, cientos de presas de pollo saldrán disparadas para caer lejos de aquí, como un suvenir del desastre. Esto si el meteoro no es muy grande, para que la explosión pueda expulsar las presas de pollo que, entonces, volarán libres y caerán en otros barrios del sur de Bogotá. Así, la alimentación habrá llegado a los hogares de

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personas tristes y desvalidas que esperan por una ayuda divina. Y ya que los milagros tienen maneras extrañas de manifestarse, lo ridículo de esta situación será entonces un recuerdo memorable. Es extraño lo que se me ocurre jugando bomberman y, de paso, cuando recuerdo una película ochentera –no podía faltar- basada en un libro de Stephen King, que cuenta la historia de una niña que es telepiroquinética. Un hombre y una mujer son sometidos a experimentos gubernamentales altamente secretos, destinados a producir poderes psíquicos extraordinarios. La pareja se casa y tiene una hija. A los pocos meses de vida, la niña empieza a mostrar signos de una salvaje y horrorosa fuerza que crece en su interior. Sus padres tratan, desesperadamente, de educarla para que controle ese poder y “actúe con normalidad”. Pero el gobierno estadounidense desea apoderarse del cerebro de la niña para fines inconfesables. Entonces, el terror se convierte en el juego de la criatura, la muerte surge por doquier y comienza la caza... En fin, la niña incendia lo que ve. Nació así debido a los experimentos que hicieron con sus padres, pero para todos es una especie de monstruo. Se trata de la situación habitual en la que los hijos son de cierta manera un reto para los padres. Yo creo que aquí hay muchos niños que podrían cambiarlo todo, pero, como siempre son contenidos, lo cotidiano repetido se encarga de amansarlo todo. Y lo que no se amansa destruye y termina por destruirse a sí mismo. Pero bueno, como les decía, soy Auxilio Lacouture y he reencarnado varias veces en distintos oficios, en distintos cuerpos, sin embargo, de tanto regreso he terminado por aburrirme. Mi nombre secreto se mantuvo así hasta esta fecha, justo ahora que he decidido salir del anonimato y revelar esta verdad. Algo presentía cuando tenía seis años y notaba que aquí no era mi casa, que aquí no estaba mi familia. Cuando este barrio aburrido y pobre era como el campo y el tiempo era eterno y todavía no empezaba a arrojar desperdicio a la quebrada que lleva su mismo nombre. Era el barrio de la casona y del palo grande, un árbol inmenso, que estaba cerca donde ahora están las huellas de un CAI removido. Sí, había un árbol gigante que a las seis de la mañana rompía el silencio, donde montones de pájaros, que antes vivían en Yomasa, trinaban al amanecer, mientras el frío y la neblina se alejaban. A los quinces años me compré un libro de poesía titulado Las flores del mal de Charles Baudelauire.

Allí encontré el spleen de París, entonces fundé el spleen de Usme y empecé este camino de tedio y contemplación, pero no le dije a nadie para evitar las burlas. Al poco tiempo de esta compra supe que eso era ser snob y cursi y Baudelaire se volvió cursi. Algunos conocidos me recomendaron leer cosas serias, cosas útiles, y me dieron libros sobre política e historia, pero me aburrí de eso también y seguí siendo snob. Aunque no entendía, me acostumbré a lo esquiva que suele ser la poesía. Siempre pasa con lo que me gusta. A veces no sé cómo defenderlo, por ejemplo: no puedo olvidar el robot azul que me regalaron a los siete años, pero yo mismo lo envié a una misión suicida. Este robot se movía como se mueven los robots en las películas antiguas, lentamente, con los brazos apuntando hacia el frente, de manera rígida y pesada como el frankenstein de las películas en blanco y negro. Resulta que la vecina del lado tenía uno de color rosa y entonces me retó a un duelo. Acordamos colocar los robots uno frente al otro, a cierta distancia, darles cuerda y dejar que avanzaran en un trayecto que los llevaría a una colisión segura (como el planeta Melancholia de Lars von Trier). El robot que quedara en pie sería el ganador. El ring para este duelo fue la tapa de una de las cajas de los contadores del agua, que apenas empezaban a instalar en el lodazal de Yomasa, barrio que como pueden inferir no tenía en ese entonces ni una calle pavimentada. Las cajas del acueducto sobresalían de la tierra pues no estaban cubiertas; parecían una especie de baúl, combinación de cemento y metal, que por primera vez adornaba las entradas de las pocas casas; eran también un altar, un lugar para saltar y, en ocasiones, un trono para sentarse a recibir el sol. Antes de que el agua entrara a las casas y que moviera las pequeñas manecillas de diminutos relojes, para saber cuánta agua devoraban los nuevos habitantes; antes de eso, se hacían filas para recoger agua en baldes y llevarlos a las casas. Entonces, los vecinos ensayaron la pelea con baldes, que luego evolucionó a la pelea con galones cuando llegó el cocinol. Todo esto por no respetar la fila… Pero volvamos al duelo de robots. El robot rosado, que al parecer tenía más fuerza o más cuerda, tumbó al mío, que cayó a un lado de la caja y, al instante, se rompió un brazo. Intenté repararlo, pero aquello que yo veía como metal indestructible era tan solo plástico pintado de plateado. Me dijeron que no tenía arreglo y lo dejé olvidado, igual que al árbol gigante

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de la entrada al barrio; igual que a los pájaros que no volvieron luego de que esto se llenó de casas por doquier; igual que la quebrada que ahora es apenas un residuo de aguas negras y tristes.

de pendejadas, porque es casi obvio que la soledad es el precio que se asume por observar. Y observar algo por mucho tiempo es hacer el pendejo. Entonces, me observo lanzando jabalinas hechas con guadua y papeles de cuaderno a lo que ahora es la Avenida al Llano, en un bosque que existía antes del pavimento, con una quebrada rodeada de árboles en la que se podía nadar y pescar. Encuentro un nuevo botadero de basura y me veo tirándola para que la corriente se la lleve. Hay una bolsa. No, no es una bolsa, es un costal amarrado con un trapo rojo y con algo que se mueve dentro. Una señora acaba de lanzarlo. Espero que ella se aleje y bajo a la quebrada, donde me quedo hasta que la corriente trae el costal. Lo saco del agua, lo abro y encuentro cuatro gatos de unos meses de nacidos. Me observan con cara desesperada, entonces los rescato y los dejo libres para que puedan irse no sé a dónde, pero a algún lugar, al mundo de los gatos quizás; o tal vez alguien los encuentre y les dé una casa, yo no tengo, así que no me los puedo llevar. Me veo saltando de piedra en piedra, haciendo excursiones y fogatas, preparando aguadepanela y comiendo pan rollo con mis hermanos; me veo años después en el mismo lugar junto a un bebé muerto, blanco, muy blanco, con una herida abierta en el costado izquierdo, encallado en una de las piedras de la quebrada. Montones de curiosos comienzan a llegar y me voy con un lástima tremenda y egoísta, preguntándome por qué me tocó vivir aquí.

De otra parte, nunca fui la mejor en deportes, ni en ningún tipo de competencia. Mis tíos, primos y primas, sí. Ellos se fueron alejando… Los alejé. Me quedé con algunos libros, con algunos recuerdos y esperé que el tiempo, poco a poco, fuese borrando todo. Y digo “en deportes” por no decir en lo práctico, por no decir en lo macho, por no decir en la viveza. A su lado me veía como el más tonto de los tontos, el menos hombre de los hombres y el más pendejo de los pendejos. En todo caso, es mejor tener cuidado con los pendejos y dejar que construyan solos su mundo

Yo estaba en la Facultad aquel 18 de septiembre cuando el ejército violó la autonomía y entró en el campus a detener o a matar a todo el mundo. No. En la Universidad no hubo muchos muertos. Fue en Tlatelolco. ¡Ese nombre que quede en nuestra memoria para siempre! Pero yo estaba en la Facultad cuando el ejército y los granaderos entraron y arrearon con toda la gente. Amuleto / Roberto Bolaño Me veo transformándome en Jaime Barragán y siendo una trepadora social, una neoñera completa, meretriz encargada de hacer feliz a otros, menos a sí misma. Transformada en una ebria, en las tiendas baratas de Yomasa y La Marichuela, y luego en la Calle Bucarelli en el DF, donde Auxilio acompañaba

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a las jóvenes esperanzas de la poesía mexicana. Años después, yo recorrí lo sitios donde estuvo Porfirio Barba Jacob y donde Arturo Belano y Ulises Lima, personajes de Los detectives salvajes, se reunían. Ahora leo poesías y encuentro una de Alejandra Pizarnik que dice: Un claro en un jardín oscuro o un pequeño espacio de luz entre hojas negras. Allí estoy yo, dueña de mis cuatro años, señora de los pájaros rojos. Al más hermoso le digo: -Te voy a regalar a no sé quién. -¿Cómo sabes que le gustaré? -dice.-Voy a regalarte -digo. -Nunca tendrás a quién regalar un pájaro –dice el pájaro. Y me convertí en la versión masculina, un ebrio que se emocionaba con rancheras de los años cincuenta y la música de los setenta. Alejandra también se hizo cursi, pero esto ya no me importa. Me imaginé como Jattin, pero luego me dio miedo. Me imaginé como Rimbaud, pero ya me pareció mucho… ¡Pájaro hijo de puta quién se cree para decirle a uno eso! Soy Auxilio Barragán siempre con sueños e ínfulas, siempre peleando con la idea vieja del progreso, en un momento lamentándose por lo que no bailó, por lo que no cantó y, en otro, mandando todo al olvido. Pero también juego a creer y ese juego a veces me resulta confuso.

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Me resigno a un escape imposible. Sigo en el baño observando muy despacio las paredes, los hongos pardos y verdes, los montones de moscas diminutas que habitan las zonas húmedas y que parecen motas. Estas moscas existen en silencio, son muy pequeñas y siempre vuelan despacio. Si uno fuera una mosca de esas pensaría que es veloz, pero alguien, que uno no puede ver, observaría el gracioso vuelo que puede detener en cualquier momento de un manotazo. En 1968 contemplaba la pared de baldosas blancas en uno de los baños del cuarto piso de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, afuera los policías invadían la universidad. En la plaza de las tres culturas, en Tlatelolco, los estudiantes caían muertos en medio del caos. Me quedo quieto y me digo en una especie de mantra: “Soy Auxilio Lacouture la reencarnada (bis) En los baños de la UNAM (bis). En el cuarto piso de la Facultad de Filosofía y Letras (bis). En la masacre de Tlatelolco (bis). No soy una persona (bis). Soy un personaje (bis)”. Y luego, a toda velocidad: “No soy una persona, soy algo que cuarenta años después habita en Usme y que, luego, terminó viajando al DF para hacer una obra de teatro sobre la masacre. Era el 2006 y no sabía qué hacer convertido en un estudiante de la


Facultad de Química. Junto a Pablo, Aleida, Abán y Anhelí, actué con la gran masa en una ciudad que no conocía En medio de extraños, que gritaban arengas a todo pulmón, veía el cielo pardo del DF y a los helicópteros dando vueltas sobre la Plaza de las tres culturas. No tengo idea de que pasó en el 68. Yo aparecí en el 76 y en el 81 estaba en un baño en Yomasa con el baygon y en el 2004 pensé en escapar y luego me enamoré. Mike Blair me advirtió que la vida era corta y regresé en el 2006, pero todo había cambiado. Solo me esperaba el Ajusco, el Castroso, Tlatelolco, la Calle Bucarelli, la Avenida Reforma, Eric y Laura y Miguel y Tristao y Carolina y Norma y Kozue y los Alexis y Patricia y el té y los recuerdos del Chile de Allende y de Pinochet, lo que no viví y las mujeres de Juárez y una historia de muerte y violencia repetida como mantra, una y otra vez. Pero ya había olvidado todo. Reencarnar agota, ya se los decía, ¡es cierto!, se corre el riesgo de perder el asombro. Cada vida es una oportunidad. En el 97, en un bus por la carrera 30, rumbo a la Universidad Nacional, una señora se me acercó y me dijo que antes fui una mujer. Me limité a escucharla. Me dijo que estuviera tranquilo y me preguntó cómo me llamaba. Le dije: “Me llamo Jaime”. Ella agregó: “Bueno Jaime, todo va a estar bien”, y me quedé pensando sin entender. ¿Por qué me pasan estas cosas? Ahora, luego de los viajes, de los textos escritos y publicados, de los inconfesables secretos que salieron a flote y de los que aún yacen en el fondo, gracias a este juego del Neoñero, al que termino por deberle la insistencia, encuentro en un ser imaginario la mujer que fui, asustadiza y sensible, pero siempre atenta al fluir del tiempo; en un extraño arte que es fruto de la disposición a la ingenuidad: se puede ser pendeja artísticamente… Y ahí va un poema destartalado, en neo-ranchera: Soy Auxilio la ultrajada la que ves a la cara como si no hubiese pasado nada Soy Auxilio la que dejó de sentir. Para que tu jueses macho y tuvieras de que presumir. Soy Auxilio, la que sobrevivió a tus sablazos A tus patadas y a dos balazos más no así, sumercé, a tus manazos que posaste aquella noche en mis huevazos.

Soy Auxilio la que parió la que tuvo hijos, pero hermanos no. Y que ahora, asombrada una vez más reencarnada se dispone a mandar toda esta mierda a la chingada. Auxilio y Jaime en coro: Me movía y me desesperaba, porque vivir en el DF es fácil, como todo el mundo sabe o cree o se imagina; pero es fácil sólo si tienes algo de dinero o una beca o una familia o por lo menos un raquítico laburo ocasional, y yo no tenía nada. El largo viaje hasta llegar a la región más transparente me había vaciado de muchas cosas, entre ellas, de la energía necesaria para trabajar en según qué cosas. Así que lo que hacía era dar vueltas por la Universidad, más concretamente por la Facultad de Filosofía y Letras (Bolaño/Amuleto), y comer tortas de jamón y huevo con agua de horchata, con Aleida. Los días pasaron y me quedé solo, y me quedé sola. La aventura terminó, el tiempo anunciaba el fin. La mayoría de conocidos se fue de viaje o regresaron a sus casas y el 2008 se fundió. Pasaron cuatro años en un abrir y cerrar de ojos, entonces llegó el 2012, año en el que el mundo se acabaría y muchos tuvieron un buen negocio: los gringos armaron refugios, mis profecías se cumplieron, las religiones ganaron adeptos, las empresas cerveceras y de otros licores registraron altas ganancias, me aparecieron un montón de canas, algunos se suicidaron y a otros le entró el miedo. ¿Y nosotros… qué sentimos Auxilio? Coda Una canción apenas audible, un canto de guerra y de amor, porque los niños sin duda se dirigían hacia la guerra, pero lo hacían recordando las actitudes teatrales y soberanas del amor. ¿Pero qué clase de amor pudieron conocer ellos?, pensé cuando el valle se quedó vacío y sólo su canto seguía resonando en mis oídos. El amor de sus padres, el amor de sus perros y de sus gatos, el amor de sus juguetes, pero sobre todo el amor que se tuvieron entre ellos, el deseo y el placer. Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer. Y ese canto es nuestro amuleto.

Soy Auxilio, la que leyó a Baudelaire… A Rimbaud y a Verlaine La que sepultó su sexo pa’ encontrarlo otra vez pero te dio espanto y saliste a correr.

Amuleto / Roberto Bolaño.

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Un negocio de familia Por: Oscar Eduardo Ortiz Plazas

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En estos días, vivir de la muerte tiene oscuras connotaciones, máxime cuando existen grupos que encuentran en ella un campo abonado de infamia, olvido y silencio, pero en esta crónica, tratar con la parca deriva en una digna empresa familiar.

A mi bisabuelo Pedro Pascual Plazas y a mis abuelos Humberto Plazas e Isabel Peña.

Aunque suene mesiánico, esta historia comienza con un carpintero que vivía en Egipto, un barrio del Centro de Bogotá. Su nombre de pila: Pedro Pascual Plazas Chacón, ebanista de oficio y profesión, quien fuera uno de los artesanos que con sus manos tallaron las artes expuestas en la monumental Catedral Primada de Bogotá, pero que, por aquello de los derechos de autor, el crédito se lo lleva el dios de los propietarios del edificio; como quien dice: “el dueño del aviso”. Sin embargo, como todo buen obrero, Pedro Pascual no comía de fama o retribuciones públicas, sino de su trabajo, y por eso fue que su arte le llevó a experimentar con lo que, para muchos, era una idea macabra: la muerte. Así fue como dio con la peregrina idea de dedicarse al mercantil oficio de las artes fúnebres y empezó a elaborar ataúdes de gran belleza, mientras lo demás lo iba aprendiendo por el camino. Entonces, el carpintero de Egipto fundó una pequeña funeraria que, tiempo después, se trasladó al recién inaugurado barrio Quiroga, donde se dedicó a fabricar féretros hasta la muerte, al tiempo que obtenía buena fama y clientela en los barrios populares cercanos, gracias al reconocimiento ganado como maestro de la carpintería fúnebre, además de hombre serio, respetuoso y de trato digno para con sus clientes, vivos o difuntos.

Humberto Plazas, hijo de Pedro Pascual, sería el llamado a seguir los pasos del padre. De él aprendió su arte y sus habilidades comerciales. Y, como su apellido ya era conocido en la zona sur, instaló su propio negocio en Santa Lucía, dispuesto a cubrir las necesidades fúnebres de un sector que incluía barrios como Marco Fidel Suárez, Tunjuelito, Claret, Fátima, Inglés, Quiroga, Olaya y La Fiscala. Asimismo, el joven artesano se fue a vivir a este último barrio, el cual tenía la apariencia de un corregimiento asentado unos kilómetros más allá de lo que hasta ese momento era el borde de Bogotá, pero que ya estaba dispuesto a ser absorbido por la Capital creciente. Así, a medida que la ciudad se extendía, la Funeraria Plazas acogía a sus nuevos habitantes, ofreciéndoles el apoyo necesario en los momentos más dolorosos de la vida. Como cualquier tienda, sastrería o zapatería, la funeraria se mantenía gracias a la clientela ganada por la excelencia del trabajo realizado, de tal manera que así como las familias contaban con su médico de cabecera, también tenían a su funerario de confianza: Don Humberto; quien con su expresión serena, infundía tanto respeto, confianza y camaradería, como para asumir el ritual propio ofrecido a la muerte. Su tarea era fundamental si pensamos que en aquel tiempo, como ahora, era muy difícil para

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los familiares ir a reconocer un cuerpo en Medicina Legal, un lugar donde los despojos humanos descansan en mesones de porcelana blanca curtidos por el rojo de las sangres que se confunden en un ambiente mortuorio; donde el frío se enmaraña entre el cadáver y el mesón; y donde, por falta de espacio, los bebés fallecidos se colocan a los pies de los cadáveres adultos. En dicho lugar, la tarea de reconocer el cadáver de un ser querido, así fuera por una foto, era más fácil para aquél que ya estaba acostumbrado a encontrarse de frente con la parca. Y ni hablar de la tortura que implicaba pagarle a un personaje de gafas culo e’ botella, que cobraba 10.000 pesos, más media de aguardiente, por meterse al Cementerio del Sur a buscar el cuerpo sin vida de algún familiar o amigo; que iba a parar como N. N. a las “fosas comunes” por la misma necesidad que se tenía de desocupar las neveras de Medicina Legal. Estas fosas hacían alarde de su macabro nombre, tal vez porque siguen siendo el único sitio en que ricos y pobres son tratados como miembros de una sola especie, al punto que se mezclan perfectamente. ¡Claro, si es que alguna vez cae por allí un desafortunado difunto de estrato seis, sin papeles u otro tipo de identificación! Tiempo después, se construyó la Avenida Caracas como parte de los nuevos cambios que experimentaba la Ciudad. Esto implicó que la funeraria cambiara su sede, pues la anterior se ubicaba sobre un terreno por donde atravesó la nueva arteria vial que conectaría de forma directa el centro con la periferia sur de Bogotá. Sin embargo, gracias a los ahorros ganados con la prosperidad del negocito, Don Humberto adquirió un casalote en la calle 46 con la recién inaugurada Caracas. Así fue como nuestro protagonista, aprovechando su talento para la construcción, empezó a edificar sus sueños y su futuro, mediante la materialización de una casa de cuatro pisos, al mejor estilo candelariesco, con un balcón enorme y en madera, que cubría todo el frente del tercer piso, el lugar de la alcoba matrimonial. En las dos primeras plantas de la vivienda se instaló la sede del negocio. En el primer piso, se colocaron cuatro stands para los ataúdes de muestra, dos a cada lado del local. Allí mismo se reservó un lugar para guardar la carroza fúnebre recién adquirida, una elegante Ford Fairline 500 de color azul claro, con unos letreros en bronce que decían en letra cursiva Funeraria Plazas. También se

plantó un jardín en el espacio divisorio entre la sala de ventas y una imponente oficina, que se decoró con bellos muebles, una pequeña biblioteca y una foto ampliada del frente de la casa, con la carroza afuera, que se colgó detrás de la silla del gerente. En el segundo piso, se dispusieron dos grandes salas de velación, con baño y cocina, y un cuarto pequeño, al fondo, para quien tuviese que pasar largas noches allí. Los otros dos pisos se destinaron para la vivienda familiar, la cual contaba con amplios cuartos y una sala comedor gigante, con terraza y una cocina digna para la señora de la casa, con una estufa a carbón de seis fogones, compartimiento para hervir agua, dos hornos y una plancha para asar, que sería la envidia de cualquiera. Pero Don Humberto no estaba solo. Junto a él siempre estuvo doña Isabel Peña, quien, además de dedicar su tiempo a la crianza de los diez hijos del matrimonio, decidió colaborar y, de paso, ganarse unos pesitos como florista, dedicada a los ramos y las coronas. Ella no sólo atendía los arreglos mortuorios, sino todo tipo de encargos para matrimonios, cumpleaños y bautizos, entre otros. Mientras tanto, Pedro Pascual siguió elaborando ataúdes hasta que sus manos se lo permitieron y hasta que aquella que durante tanto tiempo trabajó a su lado decidió llevarlo un poco más cerca en el año 1984. El negocio progresaba y los “servicios”, forma común de referirse a los trabajos exequiales realizados, eran pan diario, con una frecuencia de dos, tres y hasta cuatro por día. La prosperidad y el reconocimiento llegaban acompañados de los difuntos. En medio de ladrilleros, comerciantes e industriales de la zona, los Plazas también entraron a ser reconocidos en el nuevo territorio. Los funerarios tuvieron su gremio en la Ciudad, con otras firmas acreditadas en el sur como la Claret, Fátima o Acevedo, y hasta fundaron asociación y todo. Se iban de paseo cada diciembre y, como cualquier otro gremio, gozaban de los beneficios de asociarse como pequeños comerciantes. Humberto Plazas convirtió las artes fúnebres en un negocio de familia heredado del padre y transmitido a sus hijos. Luis, uno de los mayores, dejó sus estudios de arquitectura en la Universidad de la Salle por dos motivos: casarse y fundar su propia empresa. Entonces, el joven Placitas, como de confianza le llamaban, siguió la estela de sus antepasados en el barrio Meissen, el cual se proyectaba como un lugar

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de bonanza para el negocio, en tanto que el sector carecía de este servicio y la sede de Santa Lucía no alcanzaba a dar abasto con la demanda. De esta manera, Luis Rafael Plazas Peña fundó la Funeraria R. Plazas en Ciudad Bolívar, con un pequeño apoyo de su padre, unos cuantos ataúdes y mucha fe en el porvenir. Mientras tanto, la empresa familiar en Santa Lucía ampliaba su clientela al naciente territorio de Santa Librada, pues a medida que la Ciudad ensanchaba sus límites, también crecía la clientela y la buena fama de los Plazas, como funerarios, como trabajadores y como personas; de ahí que fuesen tantos los ahijados de don Humberto y de doña Isabel, ya que, en los sectores populares, no hay mejor forma de reconocer

el aprecio a un amigo que ofrecerle el padrinazgo de un bautizo, una confirmación o un matrimonio. En ese momento, los objetivos de la familia se centraban en mantener el excelente servicio prestado y ahorrar para, ¿por qué no?, comprar una carroza Cadillac. En aquella época esta era la más reconocida y la que daba más caché al momento de morirse, porque el hecho de ser llevado en una Cadillac, así fuera al Cementerio del Sur, era un lujo que sólo se podía dar un difunto bien retrochimba. De otra parte, mientras Don Humberto enseñaba a sus hijos y yernos el saber funerario, doña Isabel les inculcó a sus hijas el gusto por las artes florales, con el que algunas intentaron generar su propia alternativa económica.

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Los Plazas eran reconocidos en el sector, no solo por su empresa, sino también por la bruja de Halloween que quemaban frente a su casa. Esta era comparable solo con el añoviejo de todos los treinta y unos de diciembre o la novena de aguinaldos, que era celebrada en el cuarto piso de la vivienda y que aglomeró a generaciones de niños y preadolescentes del barrio, quienes disfrutaban de una cantidad variopinta de instrumentos musicales, ejecutados más por la euforia de los gozos para todos los días, que por un sentido real de la armonía. Pero si hablamos de esas navidades, no se puede olvidar la cantidad de manjares novenarios que se ofrecían a los comensales: los buñuelos con masato, la natilla blanca y la oscurita, las saltinas con mermelada, el arroz de tres leches, la gelatina con leche condensada o las galletas carnaval con una copita de vino; pero eso sí, que fuera de consagrar porque nada de infundir los malos vicios. Asimismo, lo más especial de todo era acercarse a dar la “feliz navidad” o el “feliz año”, un motivo extra para saborear el ajiaquito hecho en la estufa de carbón de Doña Isabel, que le daba un delicioso sabor de leña al plato. Todos estos detalles lograron quitar del imaginario de los vecinos la idea de una “Familia Monster”, pues entendían que los Plazas eran una familia común y corriente, con un negocio que pocos podrían administrar por la falta de coraje para ver la muerte a diario. Había pasado mucho tiempo desde la fundación de la Funeraria Plazas y ésta se enorgullecía de cumplir cincuenta años, pero, precisamente, por esa década, los noventa, apareció el “carrefour” en lo que a servicios fúnebres se refiere: los Planes de Inversión La Paz y demás empresas parecidas. Estos, gracias a la inyección de grandes capitales y la colaboración de firmas aseguradoras, revolucionaron el mercado funerario y dejaron a los negocios familiares en una situación muy difícil de mantener, pues la gente prefería pagar de a dos mil pesos diarios por un seguro exequial que cancelar el entierro de una sola vez o con letras de cambio; sin que les importara si el ataúd en el que su ser querido emprendía el viaje a la eternidad fuera el más chichipato. Las cosas se complicaron con el transcurrir del tiempo. Cada vez se dependía más de los clientes fieles, pero a medida que los muertos eran los amigos de toda la vida, los hijos y familiares se olvidaban de la amistad y preferían firmas de más caché, como la Gaviria o El Apogeo. Ahora, la Cadillac no era nada si se comparaba con las “mechas” (carrozas fúnebres

de la marca Mercedes Benz) que tenían las funerarias finas. Y, como si fuese poco lo anterior, también había que lidiar con los “chulos”, personajes inescrupulosos que se dedicaban a esperar en las salidas de las morgues, hospitales, clínicas o en Medicina Legal, pescando a los aturdidos familiares de algún muerto para convencerles de ir a los establecimientos para los que trabajaban; ubicados, por lo general, en locales diminutos y cercanos, donde se realizaba todo el negocio, inclusive el “arreglo del cadáver” (embalsamamiento y acicalado del cuerpo); lo cual se hacía en un cuarto oscuro al final del local, de la manera más rápida posible, como para que la familia no pudiera reversar el negocio y tuviera que pagar el servicio. En estas nuevas condiciones históricas, el negocio se dificultaba tanto, que los Plazas evaluaron la situación y pensaron estrategias para neutralizar los contratiempos. Aun así, Don Humberto tuvo la fortuna de morir viendo su funeraria en pie y con la fuerza suficiente para competirle a los magnates de las artes fúnebres, que no contentos con los clientes gordos del norte, a quienes les podían cobrar hasta cinco veces el valor de un servicio, llegaban al sur a atrapar a los incautos que les preferían, así fuera por chicanear y aunque les cobraban más por menos calidad. En ese lejano año de 1992, el patriarca Plazas falleció y su sepelio sería recordado por los habitantes de la zona como majestuoso, casi como el de un presidente. La caravana de carrozas, venidas de toda la Ciudad, incluso de las funerarias finas, era inmensa. Asimismo, muchas personas en carros, buses y a pie, acompañaron el féretro desde la sede de su empresa hasta el mausoleo de la familia en el Cementerio del Sur. Así las cosas, Doña Isabel emprendió otra etapa del negocio familiar, luchando contra los nuevos métodos de captación de clientes, usados por las grandes funerarias; ofreciendo mejores precios y manteniendo la calidad en el servicio; además de brindar un trato personal a los clientes, que tanto necesitan una orientación respetuosa y delicada en tan conflictivos momentos. En tales circunstancias, sólo dos hijo varones: Vicente, que había regresado de Venezuela, y Pedro, el menor, decidieron laborar en la heredad paterna, mientras que las mujeres sí brindaron gran ayuda. Ana Rosa, Gloria, Jannete y Patricia, aportaban cuanto podían y se venían con sus hijos a colaborar en la cafetería, en la floristería o simplemente a acompañar a la madre. A pesar de

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Finalmente, en el año 2006, las cosas no aguantaron más y la Funeraria Plazas desmontó su aviso, el cual había permanecido allí por más de sesenta años. Ahora bien, gracias a una competencia desleal, si se le ve objetivamente, y a un capitalismo salvaje que no deja escapar ni a la muerte, Doña Isabel tuvo que ver como el negocio forjado con tanto empeño por su suegro y su esposo se desvanecía en el tiempo y en la memoria. De la otrora pujante empresa familiar solo quedaban los libros de registro de cada uno de los servicios realizados, algunos muebles y uno que otro ataúd, rematados a precios de regalo a otra funeraria que seguía luchando por mantenerse en el mercado. Los demás artefactos también se vendieron: los candelabros de bronce y aluminio, los escritorios y los muebles para exhibir los féretros. Meses después, los dos primeros pisos fueron ocupados por sendos almacenes de cerámica y los colores sobrios de la casa se remplazaron por tonos vivos y chillones, para mi gusto. En julio del año 2007, Isabel decidió marcharse, con la tristeza de haber presenciado la ruina de lo que se construyó con las manos desnudas, pero con la dignidad de los imprescindibles, aquellos que luchan toda la vida. Pero aún queda la funeraria de Placitas en Meissen, último vestigio de una tradición familiar que se resiste a ser borrada de la tierra y para la cual se espera mejor suerte. Mientras tanto, se aspira a que el proyecto de agremiación de los pequeños funerarios cuaje por fin, pues quizá esta sea la única estrategia para que puedan competirle a los grandes pulpos del sector.

ello, los años pasaron, la clientela desapareció y las megafunerarias arrasaron con todo. Una a una, las pequeñas funerarias de familia fueron cerrando sus puertas. En el caso de los Plazas, pocos nietos tuvieron las agallas para asumir el legado familiar. Tomaron otros rumbos, dejando la responsabilidad del negocio a sus mayores. La funeraria intentó resistir al máximo, pero no se puede vivir de un servicio al mes. En este punto, se optó por arrendar la primera planta y trasladar las oficinas al segundo piso de la casa, pero, aun así, las cosas no mejoraron. Además, el sector se volvió popular debido a la concentración de almacenes de pisos y accesorios para baños y cocinas.

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Tal vez esta experiencia de vida, convertida en una crónica para una revista periférica, la compartan muchos de los negocios tradicionales de Bogotá, como las sastrerías y las tiendas de barrio, las que tienen que enfrentarse a Arturo Calle, Everfit, El Éxito, Cafam y demás depredadores del mercado, para intentar sobrevivir; ya que en tiempos de libre competencia, cuando el pez grande se come al chico, si los capitales corporativos fijan sus ojos en los pobres es porque son una buena inversión. Aunque, finalmente, esta no es más sino la historia de un negocio de familia.


Por: Érika Julieth Piragauta

EL COCUY Perdida en otro pueblo disipado


Los únicos regalos del mar son golpes duros y, ocasionalmente, el chance de sentirse fuerte. No conozco mucho acerca del mar, pero sé que así es. Y también sé lo importante que es en la vida no necesariamente ser fuerte, sino sentirse fuerte. Medirse uno mismo aunque sea una vez. Encontrarse aunque sea una vez en las más primitivas condiciones humanas. Enfrentando la ceguera y la sordera solo, sin nada que te ayude, excepto tus manos y tu propia cabeza. Into The Wild

A José Pérez y a mi abuela En la temporada vacacional del año 2006, decidí emprender sola un viaje hacia mis ancestros. Buscaba un terreno desolado e inhóspito, sin la exigencia de la vanguardia tecnológica y alejada de todo lo que en el momento me rodeaba. Necesitaba buscar una conexión con el universo exterior, algo que no lograba descubrir dentro de la vida. Tenía un afán de encontrar mi lugar en el mundo, quizás por varias razones que no merecen ser contadas, pero hoy, cinco años después, cuando se me cruza la película Into The Wild, titulada en español Hacia rutas salvajes, de Sean Penn, uno de mis directores favoritos, para una clase en la universidad, recuerdo con mayor nostalgia aquella aventura, que me deja una gran experiencia, aunque sin encontrar el lugar, pero esta vez sin pretensión de buscarlo. Dos días después del primero de julio de ese año, fecha en que se celebra mi cumpleaños, me encontraba en mi casa preparando una maleta más grande que mis tormentos. Me disponía a ir a vacacionar sola a un pueblo que se ubica en Boyacá, en límites con Arauca y Casanare, llamado El Cocuy, cuyo principal atractivo es su sierra nevada la que paradójicamente muchos de sus habitantes conocen solo por noticias y fotos de extranjeros. En el Terminal de Transportes de Bogotá espero el llamado de la flota Los Libertadores, a la que mi familia, por años, confía este recorrido de doce

horas desde el terminal de la gran ciudad hasta la entrada principal del pequeño pueblo. Allí estaba junto a mi tía María, una de las mayores de la familia, mi mamá, Mariela, la esposa de mi tío Juan, y su única hija Karen, que en ese entonces tendría cinco años, cuando se empezaron a asomar las primeras lágrimas de una despedida un poco exagerada; pues si bien me iba veinte días, la mayor preocupación no era que viajara sola, sino que me llevara a Karen, sin embargo todos trataban de estar tranquilos. Mi mamá, un poco temerosa, se despidió con voz suave y dulce antes de instalarnos en el bus, dejando las maletas en la bodega de la flota. Luego vino la ronda de abrazos y recomendaciones, tanto para Karen, a quien le mencionan varias veces que le haga caso a su prima, que si se porta mal Érika la deja por allá; como para mí: que cuide a la niña, que tenga cuidado, que usted tiene Movistar y por esos lares no entra la señal, que para qué tiene Movistar y así sucesivamente. Eran las seis de la tarde y poco a poco se iba alejando el gigantesco bus azul. Mi prima, con una sonrisa más grande que su rostro, me abraza y con su silencio entiendo que se encuentra bien, mirando por los cristales de la ventana las manos que se baten de lado a lado, de sus padres, de mi madre y de mi tía. La noche empieza a incorporarse en el cielo. Karen se sienta en el puesto del lado, que su tacaño padre no es capaz de pagar, pero que en ese momento se

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Una pareja madura que llega a caballo recoge mi sonrisa de desconocida... Se pasa la vida, las horas, el tiempo, media mañana... encuentra solo. Saco de mi maleta las golosinas que con cariño nos envían para la noche y empezamos a consumir toda la merienda. A tres horas de viaje llegamos a Tunja donde se hace una parada con la intensión de ir al baño y comer algún pincho de carne trasnochado. En el celular aun retumban las llamadas de los familiares y sobre el asfalto mordido por los carros nos alejamos de la vida de la ciudad. Como era de esperarse, porque siempre que viajamos pasa lo mismo, la flota se varó a eso de la medianoche. Nos tocó esperar aproximadamente dos horas para que nos pasaran a otro bus. Yo llevaba una maleta de mano, dos maletas grandes, una cobija, una ilusión, una tristeza y a Karen, pero, tras lo que había pasado, por mi nariz se asomaba un líquido rojo que alarmó a todos los pasajeros, sin embargo me sentía bien y estaba bien. El auxiliar del vehículo, junto a otro señor bajito y un poco barrigón, nos ayudaron a pasar las maletas grandes y, finalmente, nos sentamos en una silla que esta vez sí nos tocaba compartir. Alcé en mis piernas a la niña, la arropé con la cobija y nos quedamos dormidas hasta el siguiente día. La bocina de la flota nos despertó a eso de las ocho de la mañana con su particular ruido, dándonos la bienvenida a El Cocuy. Mi abuela María del Carmen tiene aproximadamente sesenta años y trae consigo el vestigio del tiempo, luego de haber criado a diez hijos, entre ellos mi madre. Viste con una ruana hecha de lana de oveja, característica de la región y calza zapatos negros que embarcan recuerdos. Tiene las manos arrugadas de cansancio y soledades y una sonrisa de dientes falsos, pero sinceros. Nos recibe impaciente, pues llevábamos dos horas de retraso; además, el celular no tenía señal porque en ese entonces no funcionaban las antenas de Movistar, pero el mayor miedo de la familia era a un retén militar o guerrillero. Recuerdo que algunos años antes tocaba pedir permiso a los buenos o a los malos para poder visitar a los abuelos, como suele suceder con los pueblos abandonados de este país, pero desde que

empezó la “seguridad democrática”, esta seguridad sin identificación andaba calle arriba y calle abajo por El Cocuy, sin ser de izquierda o de derecha. Igual, la situación estaba mejorando un poco o, por lo menos, de eso se hablaba en las seis carreteras blancas, hechas de piedra, que envuelven el pueblo. “La ciudad nevado, remanso de paz” es el lema que acompaña las fotos, los afiches y cualquier tipo de publicidad que se encuentra en las tiendas. Cada frase va seguida por las imágenes del nevado. Mientras observo una foto que está en la entrada de la tienda de doña Hilda, mi abuela se sienta junto a mi prima a mitigar la emoción con un apetitoso refresco. Saludo amablemente y, por el aspecto de mi fisionomía, me distingue de inmediato, diciendo: “Es la misma cara de Luz”. Ella se refiere a mi mamá, a quien solo en sus años de juventud la llamaban por su primer nombre. Después de oír las ilusiones, los chismes, las noticias, los indicadores y demás habladurías de mi abuela con su amiga, salgo al andén a respirar un poco, a observar qué pasa, pero tras media hora sentada no pasa mucho. De hecho, no pasa nada. Una señora agazapada en la ventada de al lado me mira con extrañeza, un niño de cachetes colorados me saluda desde la otra orilla y una pareja madura que llega a caballo recoge mi sonrisa de desconocida... Se pasa la vida, las horas, el tiempo, media mañana... Quizás es por la costumbre de haber nacido en una ciudad devastada por el ruido y ser criada en un barrio del sur con entrañas salvajes, que tanta calma me da miedo. Creo que por esta razón es que mi mamá odia quedarse en el pueblo. Es una sensación de quietud indeleble, mientras en Bogotá nunca, ni siquiera en la noche, hay un solo momento de paz. Pero no podíamos irnos a la finca sino hasta el día siguiente porque no hay carro que suba después de las nueve de la mañana a la vereda y nos quedamos del “Lechero”, el único transporte de las zonas rurales. Este es un híbrido entre camión y bus que madruga más temprano que el sol para recoger, de vereda en vereda,

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la leche que todos los paisanos sacan a la carretera; además, hace mandados, intercambia palabras, lleva encomiendas, comparte incidentes, carga trasteos y, algunas veces, hasta hace de Trasmilenio, pues con varias sillas improvisadas agrupa gente sin mesura. Así pues, no había otra opción que seguir asimilando la despiadada tranquilidad que me condenaba a soportar el silencio y anhelar ansiosamente el día siguiente para ser la primera en la fila del “Lechero”. Mi abuelo José Pérez es un señor de esos que en vida adoro sin ningún motivo especial. Lo único cierto es que es un sentimiento que esta ahí pegadito al lado del corazón ¡simplemente está ahí! Pero hablar de él es llenarme de tristeza y llenar esa tristeza de melancolía con los días, porque de ese viaje quedan pocos recuerdos del viejo inquebrantable de cristal, después de que una trombosis, dos años más tarde, lo dejara sin palabras, torpe y hostigado de la gloria. Pero para ese entonces estaba aun en sus buenos años. Se encontraba perfecto de salud, grande, acuerpado, con ojos saltones, colmado de sudor hasta los tobillos de tanto trabajar, amante de sus animales, cómplice de su pasto, amigo de su finca y cultivador del trigo, papa y hasta cebolla. Ese día nos esperaba en la lomita, ansioso de ver a sus nietas, aunque legalmente no soy su nieta de sangre y casta, pues dos de los diez hijos, entre ellos mi madre, no tienen el apellido Pérez; sin embargo, me crie con la imagen del abuelo y así se quedó. Recuerdo ese día con gran nitidez, tenía un sombrero negro para resguardarse del sol, ruana gris sabor a eucalipto y botas pantaneras que fusionaban el olor de tierra. Allí se encontraba con una cantimplora de leche, un abrazo rompehuesos y su característica alegría inmersa. Bajamos por un camino apretado. La mula ensillada lleva las maletas y, a lo lejos, el humo de la chimenea, que se mezcla con las nubes del cielo, parece que escribiese en el aire ya estamos en casa, además del recibimiento oficial de la chica que en ese entonces ayudaba en la finca, llamada Marcela, y hasta de los perros con sus discretos latidos.

caminar por senderos desgreñados hasta llegar a donde se escondían trece ovejas, brincar y corretear por los pastos, pero solo de esos que tienen rociador, y cuando el sol descansa de su almuerzo montar a caballo para llevar las vacas a cenar. Luego de un día tan activo, regresaba a casa para escribir nombres o jugar a hacer figuras con la masa del pan que la abuela preparaba junto a la estufa de barro, la que se prende solo con leña. Y yo cerca a Lorena, me sentaba en un árbol a deshilachar los pensamientos. Después de recoger las boronas de las jornadas y cada detalle expulsarlo a mi madre, que todas las noches sin falta llamaba, veía los sonidos de las luciérnagas, acompañaba a mi prima al baño, me ponía la pijama de lunas rosadas y le ayudaba a mi abuelo a escribir su nombre con la mano derecha.

Amante de sus animales, cómplice de su pasto, amigo de su finca y cultivador de trigo, papa y hasta cebolla. Finalmente, la rutina en la finca no es nada más que descanso y plenitud. Quizás eso era lo que buscaba en ese momento: escapar de dos o tres causas tormentosas que me perseguían, pero que en el camino las fui dejando sembradas una por una. Con el pasar de las noches entendí que mi camino, como diría un libro de superación, lo construía yo misma; que abandonaba lo que en ese instante tendría, buscándole un lugar detrás de la espalda, para echar rumbo por la majestuosidad que se engendraba en mis ojos y aprovechaba lo que la existencia en ese momento me ofrecía: unos viejitos adorables, una vida plena, mil motivos para ser feliz y un paisaje montañoso con un leve matiz blanco, saturado de árboles sembrados con ilusiones y por supuesto sueños, todos con un mensaje combatiente para este irreversible camino llamado la muerte.

A la semana siguiente, ya me gustaba el olor verde. Me colocaba las botas de caucho de Marcela para acompañar al abuelo en su rutina diaria: levantarse temprano para ir a ordeñar, al medio día sacar la papa de la huerta para preparar el almuerzo,

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Y se apag贸 la luz Por: Gabriela Supelano

Una cr贸nica que nos recuerda la fragilidad de la vida y el absurdo de la muerte, a trav茅s de un viaje que es tambi茅n un sondeo sobre una pregunta cuyas respuestas no reposan en el registro oficial de las colisiones. -20-


Todos los domingos la familia Supelano se separaba. Los dos hijos se iban con el papá a pasar el día en el club mientras la mamá partía para su trabajo en el noticiero. Pedro Supelano tenía 48 años, daba clases de arquitectura en la Universidad del Valle y, recientemente, había diseñado y construido un club privado para los profesores de esta universidad. Su dedicación al proyecto se veía compensada con el derecho de disfrutar todo lo que el club le ofrecía. Todos los domingos iba, entonces, a jugar fútbol, siempre en la posición de arquero, y a meterse a la piscina. Se iba solo con los niños, mientras Margarita, su esposa, iba a trabajar, pues era directora del Noticiero del Pacífico en un medio local. Ese domingo, 2 de junio de 1991, toda la familia estaba despierta a eso las ocho de la mañana. Pablo, quien tenía diez años, dormía en el primer piso de una casa de dos plantas. En el cuarto del lado dormía su hermana Gabriela, quien apenas en marzo había cumplido los tres años. Ese día, la niña había sido invitada por la empleada de la casa, quien ya hacía parte de la familia, a una primera comunión. Consuelo Valencia siempre se preguntó si todo habría sido diferente si no se hubiese llevado a la niña, puesto que, posiblemente hubieran salido del club más temprano. Pablo, con la excusa de jugar futbol, no aceptó la invitación de Consuelo. A las nueve de la mañana salieron en la Chevrolet Luv blanca que tenían en el momento. Pedro dejó a su hija y a Consuelo en la casa de la familia Valencia en el barrio El vallado de Cali. Llevaban un pavo de la finca, un racimo de plátanos y una torta hecha por Consuelo. El barrio, que hace parte del gran Distrito de Aguablanca, es una zona deprimida, pobre e insegura. En 1991, la casa de las Valencia no tenía teléfono, pues solo una de las casas de la cuadra tenía ese lujo. Al despedirse, Pedro quedó de pasar a recogerlas a las cinco de la tarde cuando saliera del club.

Luis Carlos Quintero llevaba un poco más de doce meses en la fuerza de guardias de tránsito. Había entrado en 1990 y tenía veintiún años. Hasta el momento, nunca había tenido que manejar algún caso de “homicidio” en el trabajo. Homicidio, según las leyes de tránsito, es entendido como cualquier muerte ocasionada por un accidente en la vía. Ese domingo tenía que trabajar en el turno de la tarde en la zona del sur de Cali. Debía vigilar todo el sector de Pance, un lugar que en la época era todavía rural, con pocas casas y donde los habitantes de la ciudad iban a bañarse en el río. Durante los fines de semana había mucho movimiento en esta área, en especial los domingos, cuando familias enteras salían de paseo al río o a visitar lugares en las afueras de la ciudad como Jamundí o Santander de Quilichao, e, inclusive, a muchos clubes campestres de la zona. Quintero se hallaba en La vorágine, un sitio que se encuentra arriba en el pie de los farallones, cerros que bordean a Cali por el lado occidental. Ya se disponía a regresar de este lugar cuando, a las seis de la tarde recibió una transmisión por el radio que le informaba de un accidente en la Avenida del banco. Aunque los domingos Margarita tenía que trabajar en el noticiero, siempre guardaba un tiempo al mediodía e iba al club para almorzar con su familia. Ese primero de junio llegó a la una y, como todos los domingos, almorzó una chuleta de cerdo con su hijo y su esposo. Después de comer, ella y Pedro se acostaron en unas hamacas para dormir la tradicional siesta. Ese día Pablito no dejaba de mover la hamaca de su madre impidiendo que durmiera. Después de un rato y con ganas de descansar, ella le pidió a su hijo que la dejara tranquila y se quedara quieto. Mientras sus padres dormían, el niño se fue a jugar fútbol en otro lugar. A las dos de la tarde, Margarita salió sin despedirse de su esposo, quien todavía estaba adormecido, por lo que no quería dañarle el descanso. Desde lejos vio a su hijo en la cancha de fútbol y le dijo adiós, pues debía regresar para cerrar el noticiero que se emitía a las siete de la noche.

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Consuelo y Gabriela habían pasado todo el día comiendo y disfrutando de la pequeña fiesta familiar. Ya entrada la tarde solo esperaban a que el padre de la niña llegara a recogerlas. Esperaron un buen rato hasta después de la hora acordada. Consuelo de carácter nervioso se preocupó un poco, pero su familia, conformada por seis hermanas, la tranquilizó. Lo más probable era que padre e hijo se hubieran quedado un rato más jugando fútbol. Suponiendo que ya no iban a recogerlas, cansada y sin tener ningún teléfono con qué llamar, la mujer aceptó la posibilidad de pasar ahí la noche, pues no era seguro salir en bus a esa hora. Así que subió con la niña al segundo piso a ver el noticiero de las siete. Mientras la pequeña saltaba en las dos camas de la habitación, ella se sentó frente al pequeño televisor en blanco y negro. Hacia el final de la emisión, el presentador se salió del guión: “Tenemos que dar una fatal noticia, acaba de fallecer el esposo de nuestra directora Margarita Londoño, el señor Pedro Supelano”. Consuelo tardó unos segundos en reaccionar y enseguida empezó a gritar por toda la habitación: “¡Se murió don Pedro, se murió don Pedro! ¡Un teléfono! ¡Se murió don Pedro!” “Estoy buscando datos sobre un accidente que sucedió ya hace un tiempo. Es para una investigación periodística” preguntó Gabriela nerviosa. El agente de tránsito John Henry Stacy la miró con curiosidad, pues no era una petición común por esos lugares. La Secretaría de Tránsito recibe a diario centenares de personas con reclamos y quejas. Algunos piden, ayudan y usan las palancas que tienen. Esto no es extraño en una ciudad como Cali donde la situación vial es lamentable y gran parte de la fuerza de tránsito es corrupta. Todos iban a pedir algo allí, pero poca gente llegaba buscando información. El agente la llevó a un gran galpón lleno de repisas con documentos. Había papeles desde el piso hasta el techo y todos eran casos de accidentes. - Yo no creo que exista algo de hace diecisiete años pero podemos mirar, le dijo preocupado. El señor que guardaba el archivo, flaco y canoso, conocía muy bien los estantes, pues trabajaba en el lugar desde hacía más de diez años. Los dirigió al sitio donde se encontraban los accidentes con heridos o fatalidades. Después de buscar, se dieron cuenta que los archivos más viejos que había eran del año 2001. - Los archivos solo se guardan por diez años. Después

de eso ¿a quién le van a interesar?, ¿a usted por qué le interesan?, le preguntó el agente Stacy. - Pues, eran mi papá y mi hermano. Un señor que hacía la fila para entrar a la oficina de criminalística le comentó que conocía a Luis Carlos Quintero. Le explicó que ya no trabajaba directamente como policía de tránsito, pero era encargado de supervisar la división de agentes de la terminal de transportes. Al llegar allí, ella preguntó inmediatamente por el señor Quintero. - Claro, él es mi jefe. ¿Quién lo busca? - Dígale que es para hacerle unas preguntas, que es de parte de Gabriela Supelano. - Jota nueve para jota uno, moduló el oficial sin respuesta, pero después de varios intentos: -Siga, para jota uno. - Sí señor, que aquí se encuentra la señorita Gabriela Supelano. ¿Que si le puede hacer unas preguntas? Hubo un silencio y se escuchó del otro lado una voz nerviosa: -No, dígale que yo no me acuerdo de nada. Juan Carlos Quintero, todavía era un oficial inexperto en 1991. Llegó a la Avenida del banco con Cañasgordas y encontró dos vehículos que habían colisionado. Uno de ellos, un bus de servicio público de la empresa Verde Bretaña, de placas SY1020, número interno 67 y ruta cinco, que tenía desprendido totalmente el tren delantero. El hombre que lo conducía era alto, de tez morena y aparentaba entre 30 y 35 años. José Zacarías Mosquera Asprilla no había expresado ninguna palabra desde que se había bajado del bus después del choque. No habló en ningún momento, ni siquiera mientras lo llevaban, después de la medianoche a la comisaría. El oficial Quintero, guarda de tránsito número 153 tuvo que atender el accidente con su compañero Eliécer García Salazar, guarda número 152, quien le llevaba un año de experiencia. Al llegar al sitio del siniestro, se acercaron al otro carro involucrado, el cual había sufrido el peor daño. Se trataba de una Chevrolet Luv de placas FU-3229. La camioneta se encontraba en la orilla oriental de la vía entre dos postes de luz. Quintero observó cómo el lado del conductor de la cabina había quedado aplanado por el bus. No lograba distinguir quién estaba adentro,

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ni se podía acercar al conductor. Solo veía un nudo de hierros. Se arrimó por el lado del pasajero que se encontraba en mejor estado. Al abrir la puerta vio en el suelo un pequeño zapato, de niño, pero el asiento estaba vacío. Tuvieron que llamar a los bomberos para poder sacar el cuerpo de Pedro Supelano, quien había muerto al instante del choque de manera fulminante. Después de unas dos horas lograron liberarlo del metal en medio de un fuerte aguacero. Se requirió de equipos especiales, pinzas y maquinaria pesada para sacarlo. Su cuerpo estaba bañado en sangre. Tenía puesto un jean y una camisa azul clara. No tenía zapatos. Los rasgos de su cara no se alcanzaban a distinguir, No se podían ver sus gruesas cejas negras, ni su nariz aguileña que le daba un aire árabe a sus facciones. Lo único que se destacaba entre la sangre era su barba, negra, espesa y larga. Tenía en el bolsillo derecho de su pantalón un pañuelo gris. En el izquierdo guardaba una papelera plástica con la fotocopia de la tarjeta de identidad del vehículo, una póliza de seguro de daños corporales para el carro, un paz y salvo, tarjetas de presentación y dos carnets de la corporación de profesores de la Universidad del Valle, a nombre de él y de su hija Gabriela.

Los testimonios del choque fueron diversos. Hubo pocos testigos directos del accidente, pero la mayoría explicaba que todo se dio por exceso de velocidad. La camioneta se dirigía hacia el norte mientras el bus iba hacia el sur. La carretera funcionaba como doble vía, pero solo tenía un carril estrecho a cada lado. Una de las versiones decía que el conductor del bus trató de adelantar un carro en el momento en que venía la camioneta y debido a la gran velocidad no pudo evitar el choque. Esto explicaría por qué golpeó justo del lado del conductor y arrastró el vehículo hacía la derecha. Los buses en esa época hacían sus recorridos a grandes velocidades por la famosa fiebre del centavo, ya que quienes llegaran primero podían recoger a la mayor cantidad de personas que se devolvían de La viga, un lugar popular para bañarse. Otro testimonio, recuerda Luis Carlos Quintero, se lo dio una señora que manejaba un renault y estaba en el lugar. Ella le dijo que todo había ocurrido al revés, que quien había tratado de pasarla había sido la camioneta.

Cuando Margarita llegó al lugar del accidente solo vio a lo lejos una aglomeración de carros. Fue de inmediato al puesto del pasajero. Abrió la puerta y, mientras se sostenía de ésta, preguntó si su esposo estaba ahí, pues sólo podía ver metal retorcido. Cuando le respondieron que sí, que ya había muerto, sintió que sus piernas se doblaban. Todo el tiempo, desde que recibió la llamada, justo antes de que saliera al aire el noticiero, hasta llegar al lugar del accidente, Margarita se mantuvo callada y serena. Sólo reaccionó cuando la quisieron abrazar diciendo rotundamente: “Déjenme sola, déjenme sola”. Al enterarse de la muerte de su esposo, solo pensó en buscar a su hijo. Le explicaron que Marta Pinzón, quien la había llamado al noticiero, se había llevado al niño al hospital. Se montó en una ambulancia que la llevaría donde su hijo y exigió que nadie la acompañara. Durante el viaje, que se hizo eterno, no paró de hablarle a su hijo: “Pablito no te mueras. Tú me vas a ayudar”. En ese momento sintió un frío que la iba a acompañar durante varios meses.

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Luis Carlos Quintero aceptó verla en el segundo piso del terminal. Gabriela tuvo que subir las escaleras hasta donde estaba parado frente a una de las tantas cafeterías. Debía medir 1.65 metros, regordete, con el pelo corto y negro. “Mucho gusto, soy Gabriela Supelano,” le dijo y extendió su mano. El hombre la miró con una expresión de nostalgia, y con los ojos apagados le contestó: “Sí. Yo sé quién es usted”. El oficial se acordaba perfectamente del accidente del cual se encargó el dos de junio de 1991. Era su primer homicidio y además doble. Para él, esa tragedia había marcado su carrera, pues era un comienzo terrible de lo que vería más adelante. Durante trece años de servicio sólo vio dos muertes dobles en la vía. La primera había sido la del padre e hijo, la segunda, una pareja que chocó contra una mezcladora de cemento. Nunca más volvió a Pance, ni siquiera a bañarse en el río, pues la mayoría de los accidentes y muertes que tuvo que ver sucedieron en la zona. “Siempre quise conocer a su mamá, es más, guardé el croquis por varios días por si ella me buscaba”. Pero nunca lo buscó, nunca nadie aparte de los jueces lo buscó para conocer algo sobre lo que fue para él una experiencia definitiva. Mientras hablaba, se sentía en él un respiro de alivio por liberarse de la tensión de algo que guardó por tantos años y siempre quiso contar. La sala de espera del Hospital Universitario de Cali, como cualquier sala de hospital, era fría. Margarita había entrado por la sala de urgencias en el primer piso, se había encontrado a Marta Pinzón, quien había transportado al niño hasta allí y después buscó por todo el centro médico sintiendo que recorría un laberinto. Liliana Gómez, médica amiga de la familia, la dirigió a una pequeña habitación con tres camillas ocupadas todas por personas heridas. El niño estaba allí, inconsciente y con una venda en la cabeza, roja por la sangre. Su cuerpo estaba cubierto por una sábana, pero al descubrirlo observó que sólo tenía puesto un vestido de baño negro y que su pierna izquierda estaba totalmente dislocada.

que escuchó atenta, sin decir una palabra: “En este momento solo puedes rezar para que se muera. Lo que tiene Pablito es incompatible con la vida” le dijo el doctor Martín Waltenberg, reconocido internista caleño. Margarita se quedó sola con su hijo. Ya habían cambiado sus vendas para ese momento. Durante una o dos horas se quedó junto a él, hablándole, pidiéndole que se fuera, que se muriera tranquilo. El médico, quien cada quince minutos chequeaba los signos vitales, se paró una última vez, escuchó su corazón y le dijo que el niño ya había fallecido. Esa noche y durante mucho tiempo, Margarita sintió un frío agobiante, que no se quitaba con cobijas, ni con sacos. Por unos seis meses estuvo en shock. Después de una semana de la tragedia volvió a su trabajo en el noticiero, pero sólo duró dos días y le pidió a su jefe un descanso. “No soy capaz”, le dijo. La misa y el entierro fueron hermosos, con cantos y palabras consoladoras. Ella, en cambio, solo recuerda algunas imágenes. En el centro de la iglesia dos ataúdes, uno de ellos pequeño. Seguida por la entrada de todos los compañeritos de Pablo, llorando en sus uniformes gris con blanco del Colegio Alemán de Cali. Gabriela, pequeña, apenas de tres años, en un vestido rosado caminando de un lado para otro, con la cabeza hacia abajo y con las manos atadas atrás de la espalda, diciendo: “¡Yo me quiero ir al cielo, yo quiero estar con mi papá!”. Margarita, con la luz apagada, tratando de dormir en el frío, abrazada de su hija que ahora era su única razón para continuar.

Después de un examen neurológico se reunió con los doctores en una sala de operación en el tercer piso. Margarita solo podía sentir frío, un frío que congelaba sus entrañas y no dejaba escapar ni una lágrima. No lloró en ningún momento de ese día. No lloró ni siquiera en el entierro, mientras consolaba a los acudientes. No lloró porque lo único que podía sentir era un frío aprisionante y fue en el frío de la sala

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AUTOMATISMO ILUSORIO Por: Paula Stephannia Madrigal Santofimio

Un hombre que ha aprendido a agradecer Las modestas limosnas de los días: El sueño, la rutina, el sabor del agua, Una no sospechada etimología... Alguien / Jorge Luis Borges De nuevo escucha la resonancia mecánica e incómoda de la madrugada. Se despierta atónito, mirando lejos de su ventana cómo tímidamente se acerca el sol hacia la mañana, anunciando el comienzo de un nuevo día. Levanta sus perezosos pies, casi desconectados de su voluntad, inertes y holgazanes. Amanece en la gran ciudad. El sol se acentúa brillante en cada espacio de la metrópoli. Se cuela escurridizo entre los ventanales de las casas y los edificios, sin ninguna excepción, vil y despiadado.


Al salir de su casa, un medio de transporte conducido por un homínido se acerca. Esto no le importa. Sube, se sienta y empieza un juego de percepción aparentemente inconsciente. Observa bellas damas contoneándose por todas partes, esperando brindar sus amables servicios a cambio de la mayor cantidad de frutas, mientras los agujeros en la improvisada carretera hacen juguetear las llantas con la tierra. Dentro del automóvil de servicio público se concentran miles de casas y de vidas: chimpancés de inteligencia poco desarrollada, monos araña con sus grandiosas travesuras por las ramas y babuinos en la tarea incesante de cubrir su retaguardia. Finalmente llega a la oficina. Entra y saluda a cuanto ser encuentra. Sube al ascensor, presiona el botón cinco que tiene, igual que el resto de números, una banana en relieve. Llega a su destino y se sienta frente a la computadora. Elabora cartas, documentos y balances de la manera más rutinaria posible. Se halla en una irónica merced bajo el mejor postorcomprador de sus servicios, pero eso ya no importa, el desempleo aumenta y las oportunidades no se pueden desaprovechar. Ya es viejo. Cada nuevo día es ganancia. Llega la hora del almuerzo. Rebobina su camino: ascensor, botón número uno, despedirse de cuanto ser encuentra y salir. En frente hay un pequeño restaurante llamado “El palacio del colestefrut”. Entra y pide a su antojo porciones de diferentes menús: pescuezo de banano, frellena y otros platos a base de frutas. Termina de comer y debe volver a la oficina. Pero no lo hace. Sale y empieza a caminar por un sendero sin construir, definitivamente nuevo para él, que es un obrero con corbata más, detrás de un escritorio más, como todos los demás, ayudando generosamente a generar un capital, del cual nadie, excepto sus dueños, saca provecho. Camina impresionado observando todo lo que se encuentra más allá de su escritorio, su oficina y su ventana. Siente la necesidad de descubrir, propia de todo ser racional. Ve criaturas jóvenes corriendo y mercados pregonando sus objetos y sus mercancías, intentando sobrevivir a la realidad. De repente, se acerca a uno de los tantos puestos que allí se encuentran:

- ¿Qué es esto? - Nadie lo sabe, solo apareció. ¿Se lo empaco? - ¿Qué precio tiene? - Patrón, solo son cuatro freales - Me lo llevo. Vuelve a la oficina sigilosamente. Al parecer nadie notó su ausencia. Sigue su trabajo, pero su compra lo inquieta, así que decide abandonar sus labores y destapar la bolsa negra en la que ha sido envuelta. Encuentra una esfera amarilla, con otras nueve a su alrededor, ciertamente más pequeñas, pero con diferentes tamaños, las cuales parecen seguir una órbita alrededor de la primera, pues se mueven secuencialmente. Le retumba en su mente lo que ha dicho el vendedor: “Nadie lo sabe, solo apareció”. Luego de unos minutos de observación cuidadosa, encuentra una pequeña inscripción, casi imperceptible: “Primera Ley, Johannes Kepler (1609)”. Al parecer el artefacto tiene un creador y un cuando, pero ¿dónde? Su cabeza es un mar de dudas. Averigua por Internet, pero tampoco obtiene resultados coherentes. Así que decide abandonarlo y, más bien, leer los periódicos, pero parece que todos están confabulados para animar la curiosidad del poseedor del extraño mecanismo. En la primera plana encuentra la noticia de que unos hominipólogos desenterraron algo parecido a un pergamino, escrito en letras extrañas, aparentemente en una lengua muy antigua. Dice también que, luego de traducir el manuscrito, solo hallaron una frase: “No era broma. Estaba predicho. El fin llegó”. Asustado, disipa su curiosidad y acentúa su rol de obrero inoficioso, incapaz de descubrir, de reflexionar, de soñar; pensando, tal vez, que hubiese podido realizar un gran descubrimiento. Luego, con un sentimiento de frustración, guarda de nuevo el objeto en la bolsa y lo reserva para la eternidad detrás de un escritorio, donde jamás volverá a ser visto. A la hora de la salida, abandona la oficina y toma un bus. De nuevo se repite el inoficioso recorrido, las damas, las vidas y la bajada en el paradero más cercano a su casa. Se acuesta al pie de su compañera. Duerme. Abre los ojos y no los abre. Nunca nada, ni nadie, fue real.

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El ocaso de los miserables Por: Juan Camilo Ahumada


JAIMITO Con los brazos abiertos y parados uno junto al otro, dejábamos que las chaquetas se inflaran y se hicieran gordas de recibir el aire que corre despiadado por la cima de esta montaña a la que veníamos a trabarnos. La cima de la montaña es la del parque Entre Nubes que está en Juan Rey que está en Usme que está al sur de Bogotá. Los que estamos aquí, ahí parados, somos él y yo. Él es García y yo soy yo. Pero para entendernos mejor y para que no confunda al uno con el otro, o sea a García conmigo, llámeme Flaco. Hormigas anarquistas es lo que se ve desde este alto donde el viento pega fuerte y golpea tan duro que hay que subir la voz y darle la espalda a la corriente para poder escucharnos. Montaña arriba flores y frailejones y montaña abajo nuestras vidas dando tumbos. ¿Por donde empiezo García? Guíeme para que la tarea no sea tan complicada, para poder salir de esto pronto que usted sabe no es fácil para mi. Usted sabe que a duras penas sé escribir mi nombre y sabe que aquí me estoy demorando días enteros en lograr una frase, porque yo no soy ni lector ni escritor. ¿Por dónde empiezo García? Guíeme, ayúdeme en esta que usted sabe que yo pocas veces le pido cosas. Hágame un favor de vez en cuando que lo necesito, para cumplirle la promesa. Para hacerlo real, para salir de eso. De la montaña bajamos embalados y con los ojos rojos, inyectados de sangre miramos solo el piso. Con cada paso reconocíamos un nuevo mundo subterráneo bajo nuestros pies. Nos embelesábamos con él, nos revolcábamos en la sensación de descubrir nuevos mundos abajo y más abajo, profundas cavidades en las que nos sumergimos y abandonamos cuando era hora de dar un paso adelante. El humo que nos fumamos allá arriba de la montaña era empujado por el viento hasta bien adentro, hasta los pulmones, y de ahí al corazón y de ahí al cerebro. Cuando era hora de sacar el humo ya no había nada, ya todo se había ido a sumarse a nuestra sangre y ahora rodaba por los caminos azules que se me ven en los brazos, circulaban viajando de arriba abajo, rodando, girando. Me imagino el humo hecho pequeñas burbujitas que por las venas van a repartirse por todo el cuerpo, por todos los órganos, empezando por los pulmones y de ahí al cerebro. Cada paso era la oportunidad de saber a dónde habían llegado esta vez las burbujitas de humo. Esta traba fue especial, fue un banquete caníbal. Nos acababan de entregar las cenizas de Jaimito, nuestro amiguito, al que mataron la semana pasada. Parte de esas cenizas se las echamos al cigarrillo que nos fumamos allá arriba de la montaña y nos lo fumamos a él para que no dejara de ser un pillo, para que siguiera siendo un joven atravesado y tropelero como siempre fue y como debió ser por mucho más tiempo. Con Jaimito hecho burbujas de humo, nos fuimos por entre las fincas que siguen al parque Villa Alemania cuando uno coge pa’l sur. De nuevo los tres: Jaimito, García y yo, andando trabados, locos, tronchos, por entre los sembrados de arveja y de papa. Los tres gastándonos las tardes porque ellas no nos sirven para nada. Las tardes son para desperdiciarlas. Los que uno puede hacer productivo lo hace en las mañanas bien temprano o en la noche bien tarde.

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JUAN Golpearon la puerta de mi casa con fuerza. Los golpes se confundían con los gritos de doña Margarita y yo, medio dormido, medio trabado y medio borracho, no le entendía lo que decía, pero entendía que debía ser urgente por la voz de mi vecina. Me puse una pantaloneta y salí a la calle a ver qué era lo que decían los gritos de la señora. “¡Que están matando a su hermano en la esquina!” gritó doña Margara. Apenas la escuché me devolví para la casa y saqué el guayo. Revisé que estuviera cargado y si, tenía las ocho balas completicas. Las últimas que me quedaban porque hacía días yo no iba a comprar más. Volví a salir enfierrado y endemoniado, subí por la calle de mi casa buscando el tropel como alma que lleva el diablo. Como pedo de bruja salí espantándome los miedos. Vi a Juan tirado en la calle. Como pude me quité los miedos de verlo muerto, los mismos miedos que siempre me acompañaron desde que decidimos volvernos pillos. Al llegar, lo vi ensartado en un cuchillo inmenso que sostenía el perro que lo que quería matar. El diablo que es mi guía, que ha sido desde siempre mi guía, me sacó el guayo del bolsillo y me lo puso en las manos, lo engatilló y me dijo al oído que lo matara. Que matara al perro. Lo mire a los ojos y le grité que soltara a Juan, que lo que era con él era conmigo. El perro se volvió gallina y lo soltó mientras me miraba con miedo. Los vecinos fueron llegando y las mujeres empezaron a gritarme que no lo matara, que lo dejara ir mientras los hombres me exigían que matara a ese pirobo que nada tenía que venir a hacer a nuestro barrio, que aquí nada se le había perdido. Que me lo fumara, que le diera piso. A las voces masculinas se le sumaba la de Satán que no tiene sexo, que es la maldad asexuada. Fierro en mano, gatillo levantado y cegado por la ira de ver a mi hermano sangrando apreté la cacha, lo miré a los ojos y escuché de lejos la voz de mi mami que me pedía desesperada que no lo matara, que no fuera a disparar, que no la cagara. El corazón se me ablandó como siempre que mi mami me hablaba, ahora no sabía si fumarme a esa gonorrea o no. Antes no lo había dudado, pero ahora sabiendo que mamá estaba ahí viéndome ya no era capaz. Yo sabía que mi mamá no merecía verme en esas. Mientras lo dudé le di tiempo a ella de acercárseme y quitarme el guayo. Se salvó de la muerte la loca del cuchillo, pero no se salvó de la paliza que le di. Le reventé la jeta a patadas y luego lo dejé ir. Cuando llegué a mi casa ya estaba Juan en el piso de la sala, con una cobija debajo y sin camisa. Doña Margarita

le estaba limpiando la sangre para poder ver qué tan grande era la herida. Yo le ayudé, lo bañé y le puse alcohol en la herida que afortunadamente era una sola. Como sabíamos que no lo podíamos llevar al médico llamamos a la enfermera hija de Consuelo para que mirara qué podía hacer. Ella vino, le cosió el roto de la puñalada y nos dijo qué droga inyectarle para que no se fuera a infectar. Mientras todo pasaba, en el piso, mamá nos miraba con los ojos tristes y llenos de lágrimas. No dijo nada, no preguntó nada, no regañó a nadie. Reconocí en ella una desolación y una desesperanza que nunca había estado en esa casa. Mamá nos miraba con los ojos angustiados y sin saber qué hacer. Se levantó cuando levantamos a Juan para llevarlo a la cama y me entregó el fierro todavía engatillado.

YO Había amanecido hacía horas, se notaba. Se podía ver en la luz que se metía chismosa por los huecos de las tejas. Yo no había dormido nada. Nada. Que le digo que nada, que no dormí ni un segundo. Por un rato cerré los ojos y me puse a respirar nada más para que me diera sueño, pero no me daba. No me dio, porque ya es de día y voy de salida. Me baño, no me baño. Me como el pan de mi hermano que a él le dan en el comedor y a mí no. Chaqueta: Pepe London. Jean: Levi´s Stone. De zapatos si ando mal, pero cuando pueda me hago a unos New Balance. Salgo entonces sin dormir y con la percha dicha, más amurado que afanado. Que “Qué hubo” dijo el Ratón. Que nada, le digo, que voy pa La Letra. Se me ríe, que no existe ya, que eso ya no existe, que anoche la reventaron y limpiaron eso, que en El Samber. Nos vemos, nos vemos. Me voy pero no sé dónde es El Samber. Yo creía que iba a poder ir, que sin problema conseguía algo y ya, relajao, me calmo, duermo, como, todo. “Oiga” Me grita el Ratón, no se había ido, ni yo. Qué, le digo que ¿qué pasa? “Ojo, que yo lo veo como comprometido con ese surungo” ¡Qué va! Le digo que nada. Que no. Me voy al parque. ¿Quién? Paco. ¡Qué hubo Paco! Nada. Todo bien. Paco, ¿Dónde queda El Samber? ¡Ja, qué se va a ir por allá! Vaya donde el cucho Armando, él le regala. No. Le digo que no. Ese man es como a cacorriarlo a uno. ¿Le hizo algo? No, loca. Pero usted sabe cómo es. Si toca, toca. Subo por la de la iglesia, ya debe ser medio día, me piso la sombra. Me piso la cabeza de la sombra. ¡Que hubo Armando! ¿Ya desayunó? Está como un muerto. No he dormido,

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por primera vez siento pena. Él me mira como con pesar, con lástima. Siga. Entro. Está solo. ¿Tiene algo para el pulmón? No. Que no, que no tiene. ¿Para la nariz? No. Que tampoco. ¿Y para la pipa? Sí. Pero si come algo. Yo me comí un pan de mi hermano, a él le dan en el comedor y a mí no. ¿Sólo un pan? Un pan grande. Cómase esto primero. Me lo como. Estaba rico, caliente. ¡Severo! ¿Y entonces? Tome. Y tomo. No tengo fuego Armando. Me pasa un encendedor. Gracias, Armando. Desde este cuarto, que es una pieza en un lugar que no conozco, veo la montaña que hay enfrente de mi casa. Me veo en ella, me veo sentado en la orilla del río, me veo viendo a otro, niño también, lo miro con odio, me veo sintiendo odio y ganas de empujarlo al agua. Una idea se le atraviesa a otra y ya no se quién mira a quién. No se si soy el niño que fuma con los ojos abiertos y el corazón a mil o el niño que es empujado por la montaña o si no soy ni uno ni otro y no pongo ni una coma ni un punto para que se imagine como yo me imagino el cuadro: sin aire me lo imagino. Me sacudo, me sacudo la cabeza, para que se vayan las imágenes confusas y respiro profundo para que no me falte más el aire. ¿Qué hora es Armando? No sé. No sabe. Veo al fondo a un afeminado gordo vestido de blanco, como una novia

de blanco, que regala carros. La gente, sus fieles, lo quieren matar. Es por la tarde. Todavía es por la tarde. –¡Armando! -¡No grite, estoy aquí! -¿Cuánto vale esa nevera? -No la vendo -Esa de allá del fondo. Armando no dice nada. Yo sí. Yo le pregunto que si hay replay. Armando, ¿hay replay? Que sí hay y me lo pasa, me dice que va a salir un rato que ese humo lo tiene cacorro. Me río. Me río porque sé que a Armando lo tiene cacorro es otra cosa. ¡Armando, a usted lo tiene cacorro es ese culo que lo traiciona! Se ríe. Nos decimos con la risita esta güevona que todo bien, que yo ya sé lo que él no sabía que yo sabía. Me enredo. Bueno, vaya. Lleve llaves que yo no le abro a nadie. Levanto el cenicero y me rasco la cabeza calva, con la uno, me rasco la porra porque vi Pérez. ¡Qué será de La Letra! ¿Cuál letra? La Ele o La Eme o la que sea. ¿Armando cómo sabía que me gustaba La Etnia? ¿Dónde estaba? ¿En la casa de Armando? En La Letra. Llevo monedas para la rockola. Va uno el niño del América, dos el niño del piercing, tres yo, después el de Millonarios y la niña del ombliguito. Voy a toda y me descarrilo. Por primera vez en mi vida decía el de Millonarios. Así como decía él, ahora empiezo yo: Por primera vez en mi vida escuché un silencio largo en ese lugar. No había ni música, ni gritos, ni pitos, ni nada. Un silencio que sonó por todo lado. Entonces un oboe se abrió pasó y ¿qué es lo que oigo ahora? Ay, lo que mi arrogancia me pone enfrente: El crepúsculo de los dioses. Entonces que el mundo se detenga. Que esto no hay quién lo comprenda. No hay uno solo en la tierra que comprenda lo que veían mis ojos. Que mis ojos se encharcaron y se dejaron ir en emociones. Que me rasqué de nuevo la cabeza como si quisiera abrir un hueco, como si con las uñas pudiera hacerme entender. Con el mundo detenido es fácil escarbar en el segundo justo en el que se le rompe el corazón, se le estalla el órgano y la sangre brota anárquica por el cuerpo. Los pulmones fallan y por último el cerebro, que es donde está todo. Le digo que ni un dedo puede uno mover sin el cerebro. Por eso muere.


Iba en que se me rompía el corazón. Yo estoy en un altillo pequeño y lo puedo ver todo desde arriba. O casi todo. Enfrente veo a otro. Otro mayor que yo, negro, de ojos grandes, de cabello enredado. Él también llora. No dejo que me vea porque qué maricada. ¿Para qué? Se notaba que El Negro también oyó solamente a Wagner después del silencio. Se notaba que él también pensaba, como yo, que este era nuestro ocaso. Wagner o alguien debería componer “El ocaso de los miserables”. Le regalo el título a Yoki si me lee algún día, si me copia. ¿Qué hace Yoki aquí? Lo pusieron en la rockola los niños de abajo, del primer piso. Que se detenga el mundo que son las seis y lo que suena es el himno nacional. Me arde la nariz y se me llenan de agua los ojos. Hace frío. Armando me dejó solo. Me arropo con una cobija y me prendo un cigarrillo. Escuchó un grito en la calle y se quiso imaginar que una niña acababa de ver muerta a su madre. Se imaginó con los detalles más precisos la escena. La niña entró y la mamá, colgada del cuello, se balanceaba en la nada del Dios que se ensañó en su contra y en la del que adentro, en el sofá, mientras fuma se imagina que Dios existe. Me estoy repitiendo en los personajes. Así soy: repetitivo, cíclico. Termino en donde comienzo y aunque pase por mucho no llego a ningún lado. Entra una corriente de aire y se estrella contra su cabeza. Él se acuerda que está calvo, que ya ni cejas tiene. Que ha perdido peso. Pero piensa estúpidamente que le gusta ser flaco. Se imagina cómo un cigarrillo quema los pulmones, se los imagina quemados, el cigarrillo le produce ganas de vomitar, por la gastritis. Él, como sus amigos, conocidos y familiares, tiene gastritis. Tiene gastritis en todo lado. Hasta en la cabeza pelada. No sé si Armando llegó o no. No me fijé porque salí de afán. Tenía que moverme porque, si no, el bajón me mata. Todavía no me acostumbro. Ya no me río, no me da hambre, no se me nota, pero todavía me mata el bajón. Pero duermo, como House, que dice que por lo menos ya no le duele. ¡Cómo me gusta a mí la televisión! ¿Quién no ha visto a Jarmusch en tele? La de los presos la dieron el domingo como en tres canales a la vez. Y en otros cuatro, en las propagandas pasaban El Perro Andaluz. Con el ojo de la feminista. Con el ojo rajado de la feminista. Me quiero comer un churro de arequipe. Tengo plata y me lo compro, pero no traje el encendedor, caigo en cuenta. Las panaderías, casi todas, son de cristianos. Por eso se llaman como lugares mencionados en la biblia, por eso no venden cigarrillos, ni por unidad, ni en paquete. Si no hay cigarrillos entonces deme un churro que Dios me tocó y acabo de dejar el vicio. Me río con disimulo no me vaya a ver El Omnipresente. Me voy a caminar torpemente entre los vendedores de las calles, que se van volviendo parte de la arquitectura, pienso. Bueno, me voy entonces contento a casa, porque si pienso todavía estoy vivo. Como dejo aquí el relato me subo a un bus, me siento, me froto las manos con fuerza y luego, con ellas la cara.

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El Quijote de Macondo

Por: Ă lvaro Lozano

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Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Biografía de Tadeo Isidoro Cruz / Jorge Luis Borges

I En un lugar de Macondo de cuyo nombre no quiero acordarme… ¿comienzo pretencioso? Tal vez, pero es que esta historia es tan fantástica, tan inverosímil, tan maravillosa, tan hijueputa, que solo puede venir de un país con molinos de viento y quijotes o de gabos con mariposas amarillas. Como venía diciendo, allá en Macondo vivía Antonio con Clarita, su madre. De leer, más bien leer no le gustaba. Lo que sí realizaba todos los días, como una adicción fetichista, era dedicarle ocho o diez horas a la televisión. Al principio veía de todo: películas gringas, muñequitos japoneses y culebrones mexicanos; partidos de fútbol, reinados de belleza y concursos para hacerse millonario de golpe. Pero con el tiempo, se especializó en las muy ponderadas novelas macondianas sobre los nuevos ricos: los narcos o los “mágicos”, como los llamaban en medallo. El capo, Sin tetas no hay paraíso, El cartel de los sapos, Las muñecas de la mafia y una larga lista de etcéteras. El tema lo obsesionaba, tanto que un día le preguntó a David, el cucho de literatura, sobre cómo saber más del tema. El profesor le dejó una larga lista de etcéteras, pero ahora con libros y, eso sí, con una estricta jerarquía de aquellos que de primera podría entender: No nacimos pa’semilla, Rosario Tijeras y La virgen de los sicarios, este último con película y todo. Así, también llegó al cine: El Padrino, con dos partes y un malísimo apéndice que lo acercaba más a una mala ópera que a una buena trilogía, Buenos muchachos, Casino, Scarface y otros etcéteras, más digeribles que los libros.

Tres años, dos meses y un día pudo dedicarle a su obsesión siendo todavía Toño, después todo se vino a la mierda y sucedió lo que normalmente ocurre en Macondo, terminó en una situación que nadie puede creer o narrar, a menos que sea un Borges o un Poe, con gatico negro y todo. Lo llamaron en su salón de clase “Antonio Padilla” y ahí terminó la vida de Toño, para dar a luz a la de “Don René”. Clarita había muerto, sin más, pero como esta historia es la de él y no la de ella, solo diré eso: murió. Del que sí hablaré es de Toño. Estuvo encerrado muchas semanas, sin comer ni dormir, viendo El capo, El patrón del mal y los videos traquetos de Radiola Tv. Las películas y los libros vinieron después a completar su rito de transformación. Cuando Cesar, su tío, le golpeó la puerta, porque ya estaba preocupado, solo escuchó un seco y contundente: - Ya negocié la casa. Mañana me voy.

II - Mija, vaya y limpie esa mesa. ¡O es que no tiene ojos! Ángela estaba cansada de limpiar mesas y de esperar una vida que no iba a llegar. Estaba cansada de estar cansada. - Ya voy. Es que estaba lavando el trapo. Las mesas, los borrachos o las miradas llenas de lascivia. Sinceramente, ya no sabía qué era peor.

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- Otra pola, pidió un cliente ya familiar, mientras posaba los ojos en el trasero de la mesera. De pronto, entró una persona desconocida. Le llamó la atención por su camisa colorida, de esas que usa la gente en la playa, como lo mostraba la televisión, y por las botas de vaquero color café, muy vistosas. - Una botella de Sello Negro, requirió el desconocido. - ¿De qué? - De whisky, Sello Negro o Johnnie Walker, y bastante hielo. - De eso no tenemos. Hay aguardiente, cerveza o, si acaso, ron, pero me tocaría traérselo. - Tome. Tráigame más bien la de whisky y quédese con las vueltas. Le alargó varios billetes de cincuenta mil pesos. Ángela los tomó, mientras le sonreía. - Ya se la traigo, Don… - René. Dígame René a secas. Ese día comenzó una relación que iba a cambiar la vida de ambos. Ella había visto hombres como René en su pueblo, al sur del Tolima. Se habían enriquecido con la coca y, aunque no tenían estudio, eran muy poderosos, incluso más que los políticos y los militares. Tal vez, eso fue lo que más le atrajo de René. Un hombre que podía protegerla, que le mostrara el mundo, que la sacara de ese lugar que olía a cerveza y apestaba a miradas morbosas. Las visitas se hicieron más seguidas y un día salieron a celebrar su cumpleaños. Oso gigante, cine y hamburguesa. Nunca nadie le había dado tanto. Se entregó a él entre temores. Sabía que quería irse lejos, que él era su pasaje a otra vida, que tal vez no lo amaba, pero lo necesitaba. Igual, los regalos se multiplicaron y fueron cada vez más costosos: collares, vestidos, zapatos y dinero, hasta que el esperado anillo llegó. Entonces supo que iba a cumplir su sueño de ser la mujer de un narco.

III Todo el barrio hablaba de él y lo respetaba. Don René era el señor de la casa grande. La había alquilado toda para explayarse en los cuatro pisos, donde puso muebles grandes y estrafalarios, dos televisores gigantes, una licorera y una biblioteca, lo cual le hacia parecer un hombre duro, pero culto. Las filas de personas pidiendo ayuda a veces superaban la cuadra: plata para el arriendo, para el mercado, para un hijo en la cárcel o un trabajito. De esta manera, llegó a manejar el barrio y a ser querido por la gente, especialmente por Sancho, un campesino caqueteño que trabajaba haciéndole los mandados y que tenía prometida una ruta para el solo, para poder ser un narco como la ley manda. Pero como dijo el filósofo Héctor Lavoe: “Todo tiene su final, nada dura para siempre”, y René notó que sus finanzas comenzaban a escasear. - ¡Carajo, solo quedan cincuenta millones! La caja estaba casi vacía y su mentira peligraba con venirse abajo. Entonces, pensó en Ángela, en el amor que le profesaba, en que nunca podría encontrar una mujer como ella. Pensó en irse y llevársela lejos, decirle que se tenía que retirar del negocio y que comenzarían una nueva vida, pero ¿cómo? Después de días de insomnio y tras consultar su biblia: una edición de lujo de El padrino de Mario Puzzo, lo vió con claridad. Le diría que había negociado con el gobierno, una extensión del poder narco-paramilitar, y que lo iban a dejar libre, pero le quitarían todo el dinero y las propiedades: las fincas, los aviones, los carros, el poder. Estaba seguro de que ella se conformaría con una casita pintoresca, una moto y un marido trabajador. Se arregló para la ocasión, pero esta vez no vio en el espejo al poderoso René. Volvió a ver a Antonio y se sintió libre como hace mucho tiempo no pasaba. Escuchó la puerta que se abría y los pasos apresurados de Sancho Quintero por la escalera. Su rostro estaba pálido y sudoroso. Tomó aire para, a duras penas, poder decirle: - ¡Jefe…jefe… Nos cayó la DEA!

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Historia para un viernes por la tarde

Por: Alex Caro


Era el primer semestre de 1997 y había pasado a estudiar Literatura en la universidad pública. Tenía una posición ganada frente a mis estudios, pero los días azules, plenos de ebriedad y promesas ya habían quedado atrás, de tal manera que comencé a estudiar aburrido. Mi maestro Eutiquio, con quien había conocido la fuerza del símbolo, la palabra y las imágenes unidas a cierta concepción humanista del hombre político, estaba agonizando a causa de un cáncer pancreático. Los primeros días de la universidad vagaba errabundo, mirando especialmente las paredes y los rincones de las facultades porque las pintas de carácter político ejercían una especial atracción sobre mí. No entendía mucho de lo que se quería decir allí, pero de una pared a otra, de una firma a otra, pretendía completar un recorrido que me incitaba a descifrar una universidad oculta de la que mucho se hablaba y poco se sabía, llena de sombras que se deslizaban por entre los pasillos y se perdían entre la multitud y las décadas; de rostros que eran los de todos y los de nadie. Me sentía como un insurrecto errante, alguien que había comenzado una revolución siendo un auténtico rebelde y que ahora vagaba por entre esos mismos pasillos, calles y plazas, con el deber de mantener una posición radical –sin saber muy bien por qué, será porque no había otra forma de sobrevivir entonces- y al mismo tiempo nostálgico, con esa sensación de pérdida que nos hace caminar más lento como quien busca definir algún rumbo sobre la marcha. Ese vacío debía llenarlo poniéndome en contacto con fuerzas políticas clandestinas; eso era lo que me obligaba a leer los grafitis y a prestar atención en los mítines y las reuniones de carácter político, quería enrolarme en algo. Y bueno, desde el comienzo se trataba de una posición hacia la izquierda, que tiene algo tanto de contestatario contra el imperialismo como de nostálgico y decepcionado, en lo que se refiere a mis asuntos personales. No tardó mucho la búsqueda, o tal vez me encontraron a mí primero, el hecho fue que

en tres meses ya estaba reunido en los salones más recónditos y los parajes más ocultos de los edificios, leyendo panfletos, estudiando, programando acciones y tratando de adaptarme al tono chillón con que se solía perorar y gritar las consignas. No me sentí mal por las razones tan conflictivas como ambiguas que me llevaron a enrolarme, puesto que descubrí que el despecho, los problemas familiares y algunos otros personales, eran algunas de las principales causas por la que mis nuevos compañeros habían dado en el mismo lugar. Pero mi historia personal en la política tal vez hubiera ido más lejos de no ser por un penoso accidente que dañó para siempre mi participación en ella. Había conocido a José Acelas, un santandereano radicado hace tiempos en Bogotá. En su aspecto físico parecía un prócer de la independencia y pregonaba un sentido de revolución más apegado a una novela en la que se ha perdido toda referencia cronológica o en la que todos los tiempos de la historia del país se superponen en uno sólo. El hecho es que Acelas debió molestar a los compañeros por su posición revisionista y su filiación con el mundo del alcohol, la marihuana y del Lumpenproletariat que giraba en derredor, hasta el punto de que fui objeto de más de un interrogatorio, un tanto incómodo. Un día, Acelas me invitó a una toma silenciosa que realizaría en compañía de algunos de sus amigos. Se trataba de invadir las plantas del edificio de las residencias de la Universidad, que habían quedado total o parcialmente destruidas por los cañonazos del Ejército en aquél incidente de octubre del 87, con el fin de dar vivienda a los estudiantes más pobres y a aquellos venidos de zonas marginales del país. “Pero no lo vamos a hacer como las ratas”, decía Acelas, “estamos en el alma mater del país y contamos con ingenieros, matemáticos, químicos y poetas.” Acelas me preguntó si tenía una cámara fotográfica para tomar el registro de la invasión y de las siguientes semanas de trabajo programadas para rehabilitar algunas habitaciones. Yo contesté positivamente, recordando la cámara Canon con que

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mi padre se había ganado sus centavos durante largas sesiones de fotografías con soldados del Batallón Vergara, en Barranquilla, mientras yo oficiaba como su asistente; fue allí donde aprendí mis primeros tinos sobre fotografía. En el fondo, la idea de las imágenes de ese sitio que parecía exquisito para mi gusto gótico, había despertado de improvisto mis instintos creativos; me esforzaría porque cada toma fuese en sí misma un cuento, ese universo cerrado y total que obra a la manera de un tigre en la selva, a buen entender de Quiroga. La compra de los rollos correría por su cuenta y el día señalado acudí a la universidad, orgulloso, con mi cámara al cuello, presto a dirigirme al edificio blanco, “una de las facultades que más guerrilleros le ha dado al país”, a decir de Acelas, con tan mala suerte que los compañeros estaban allí, sentados en las afueras de la planta del edificio; al advertir mi presencia con la cámara, en compañía de algún amigo desconocido de Acelas, salieron corriendo despavoridos, una reacción que entendí al momento. A partir de entonces no pude evitar el señalamiento de “infiltrado”, razón por la cual terminó mi rodaje entre las diversas sectas radicales. Un hondo pesar, sin embargo, entraba a mi corazón al sentirme rechazado y juzgado cruelmente en más de un espacio de participación, con indirectas y toda clase de improperios, tras los que se me incitaba a dar información sobre la naturaleza de mi misión y de aquellos para quienes supuestamente trabajaba. Finalmente, las fotos de esa invasión que aún conservo, guardan ese sentido de nostalgia y de pena que alumbra inmediatamente los rincones de las plantas derruidas, tan pronto la tristeza se escapa en haces lumínicos que contornean los objetos abandonados, que desde hacía casi una década habían reposado inmóviles y oscuros en ese sitio. Así pues, decepcionado de la política, pero del todo incapaz de abandonar su lenguaje, esa mezcla de marxismo y freudismo mal lograda con los intelectuales bribones del taller literario, el que se reunía a tomar en la tienda de la quinta con once, todos los sábados por la tarde, decidí fundar un movimiento propio como antesala de mi apolitización. Se trataba de una extravagancia, puesto que el movimiento se llamaría los “nazis punkis comunistas”. Debido a los obvios problemas de implantación de una línea de acción radical, el movimiento sería más intelectual que de una militancia, propiamente dicha. Si recibía este nombre, entonces debía tener algo de nazi, otro tanto de punk y algo más de comunista, aunque,

al final, de ninguno de los anteriores; si bien, por su mismo eclecticismo, debía ser más punk que cualquier otra cosa. Me propuse entonces una primera fase de reclutamiento que terminaría con el encuentro de un cómplice lo suficientemente deschavetado como para seguir a un fase dos, en la que el movimiento se daría a conocer públicamente y de manera clandestina, a través de panfletos y pintas en las paredes. Así fue como di con Andrés, un estudiante de filosofía que aplazaba indefinidamente los semestres, debido a sus frecuentes crisis psicotímicas, y que había encontrado en Nietszche, la fuente de sus mejores disquisiciones. A mí me pareció bien ese autor como excusa para contarle mi proyecto, ante lo cual me contestó que lo bueno del movimiento era que no había que hacer nada, porque la misma selección natural se encargaría de eliminar a los seres moralmente afectados, pero que a la final a él no le importaba mucho quiénes quedaran, porque, en todo caso, serían los más tramposos; ante lo cual, la única moral válida que habría que adoptar, sería un estilo de vida despreocupado y hedonista. No había lugar a duda. Andrés era un genuino nazi punki comunista aún antes de haber fundado el movimiento, Y así, felizmente, alguna noche de viernes, cuando a lo lejos se escuchaban las risas y los tambores de una minga indígena y la luz débil de los faroles delineaba la triste silueta de los escalones de La perola, donde una hora antes había terminado la función de los cuenteros, decidimos hacer nuestra primera acción, aprovechando esa soledad tan cómplice de la clandestinidad como de la melancolía. Andrés se quedaría en la esquina que daba hacia la Plaza Ché, encargado de vigilar que nadie atravesara el pasillo, mientras yo operaba el spray haciendo un grafiti dirigido a los cuenteros y a la plaza pública de la cuentería, toda una institución en la universidad, que, en mi opinión, debería estar más comprometida en una lucha que yo, a esas alturas, ya no sabía para dónde tenía que ir, ni a nombre de qué se tendría que dar. Debido al ambiente claroscuro, decidí no taparme el rostro mientras escribí las letras escurridizas y torcidas, pero lo bastante legibles, de mi primer grafiti: “Cuenteros maricas, dejen de distraer a la gente; comprométanla. N.P.C.”, con tan mala suerte, que uno de los cuenteros más reconocidos en las funciones cruzaba desde el pasillo posterior que daba a los edificios de Ciencias Humanas. Me reconoció escribiendo la última palabra. Mi rostro debía serle familiar aun a la distancia, puesto que

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encontrábamos a la distancia, como si le estuviera haciendo un minucioso seguimiento. Sabido es que en la época de Stalin, los escritores y demás artistas perniciosos que no se comprometían con el régimen, eran objeto de las más brutales vejaciones y que la relación entre las izquierdas radicales con la creación literaria ha sido históricamente tirante y conflictiva, lo cual, sin duda, haría parte de la prevención de mi amigo y, a decir verdad, por algún perverso motivo, yo gozaba imaginándome con una capucha, gasolina y candela, quemándole sus escritos por burgueses y reaccionarios, enviándole anónimos impresos en los que le daba instrucción sobre los compromisos de un escritor para con las tareas de la revolución, según los clásicos del marxismo.

muchas veces a la semana nos cruzábamos camino a alguna clase. El hombre aquél vio de la nada surgir la sombra de Andrés, acercándosele, y entonces retrocedió aterrorizado. Pero, he aquí que sucedió algo curioso al respecto, puesto que antes de una actitud delatora y condenatoria, el hombre de las palabras mágicas más bien se mostró temeroso de mi persona en los días seguidos, tal vez porque me asociaba con algún tipo de grupo revolucionario clandestino, qué se yo, lo cierto es que me tomó un auténtico pavor frente al cual, de mi parte, reaccioné tomando gustosamente el lugar soberano que la imaginación del pobre afligido me otorgaba, adoptando una mirada inquisidora y un modo de proceder sospechoso cada vez que nos

Pero todo esto no eran más que imaginerías, ciertamente enfermizas, que mi mente provocaba para darme algunos instantes de buena risa cada vez que el guevón pasaba por mi lado. No sospechaba él que, en realidad, yo era un alienado. Andrés, la bruja, como le llamaban sus compañeros, no necesitaba preguntar nada para adivinar el juego psicológico, el cual siguió con entusiasmo y, por periodos relativamente cortos, con una sobriedad y seriedad que me producía un verdadero estremecimiento: “Hay que averiguar cuanta plata recoge el amigo en el sombrero en cada función para sacarle la vacuna”, decía, llevándose luego el cigarrillo a la boca y sosteniendo una mirada grave que fijaba indefinidamente sobre mis ojos, hasta que yo se la quitara volteando hacia algún lado o rompiéndola con algún comentario estúpido, sólo entonces soltaba la bocanada de humo. Así que en adelante decidimos visitar vez cuando la perola, los viernes por la tarde, para observar las funciones de nuestro amigo cuentero, en las que él dejaba escapar alguna mirada de odio y desaprobación cuando nos ubicaba entre la muchedumbre. Pero ahí estábamos frente a él, mientras a su espalda seguía el grafiti que no sería borrado sino hasta el siguiente semestre, y yo le sostenía la mirada desafiante, como diciéndole, qué me mira cuentero marica, más bien comprometa a la gente… Luego, al terminar la función, nuestro amigo hacía un gesto de decepción, acaso porque nuestra presencia contribuyó a cavilaciones en las cuales el cuentero debía cuestionarse su rol ante la sociedad y su actitud comprometida ante la creación y las luchas del pueblo, lo que pude comprobar, días posteriores, cuando escuché por primera vez su extraño proyecto de narración.

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Aquél viernes de total lleno en La perola y viento fresco, el cuentero tenía una mirada orgullosa. Advirtió al público que narraría algo que había terminado de componer recientemente, así que esperaba su benevolencia tanto como su atención. Comenzó su función. Se trataba de una historia donde un estudiante de la Universidad se moría e iba a formar un sindicato en el infierno, después de rehusar conscientemente al paraíso, tras un bello discurso pronunciado ante San Pedro, lleno de referencias filosóficas. Proseguía con las vicisitudes revolucionarias del estudiante, según las cuales para el ultramundo también debía ser reivindicada la categoría de tiempo histórico que permite el cambio y la transformación, y terminaba felizmente con un mensaje que incitaba a gozar de la figura de un estudiante hundido en mitad de los ochentas, escuchando a Los Prisioneros. En su conjunto, el trabajo me pareció una buena adaptación de algún cuento de Papinni. Terminaba su función con la cabeza inclinada para recibir los aplausos, pero pronto alzó su vista tratando de ubicarme entre el público hasta que dio conmigo en actitud de espera. Entonces alcé mis manos y aplaudí también con un gesto de aprobación; sí señor, a nombre del Comité Revolucionario Clandestino de Salubridad Pública y Crítica Literaria y Artística, le daba mi aprobación

y felicitación por tan enorme contribución a la concientización política del estudiantado. Pienso que desde ese día el hombre descansó y yo no lo jodí más. El cuentero ya había incursionado en los terrenos del arte comprometido. Era viernes, nuevamente. Pasado el medio día, cuando el primer viento frío atenuaba las risas que salían del Freud y el movimiento de las personas de un edificio a otro, de un parque a un edificio, en círculos y en espirales, se aceleraba; entonces la atmósfera se tornaba algo insoportable, porque necesitaba conocer el destino de esos movimientos, sobre todo en las niñas de la universidad que más me gustaban. ¿A dónde irían? ¿Cuál su destino en esta noche de encantos y placeres? Pero luego, pasados algunos minutos después del viento frío, me sentaba en alguno de los pastos de la universidad, soltaba mi cabello y me ponía a esperar porque sabía que pronto llegaría una mano cálida, las risas, la compañía necesaria que me haría ser esa misma hoja suelta en el remolino y que haría mi propio movimiento aún más interesante que el de los demás. Y siempre llegaba entonces La bruja Andrés, con su última loquera o con una pequeña conversación sobre Nietzsche. O Gilberto, para contarme otro nuevo desencuentro amoroso que le hizo terminar en otra situación patética, aunque claro, no era patética hasta que yo lo descubriera, porque lo que era por él mismo, el fracaso con las mujeres se debía siempre a un problema de comunicación, de algunas palabras de más, de algún olvido que habría ocasionado algunas situaciones bochornosas. No caía en la cuenta él de que era un perverso y de que los problemas de comunicación, que claro que los había, iban más allá de un par de simples palabras. Reíamos. Todo es susceptible de tornarse en un principio estético cuando alguna clase de goce creador o de poder sublimador se antepone a la necesidad y la prueba de que se ha logrado tal estado es que las mujeres se interesan más por esa individualidad, razón por la cual siempre habrá una enamorada aún para un fetichista. Esa tarde todavía no había comenzado mi movimiento. Estaba enteramente recostado en

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algún pastal frente al edificio de sociología, entonces ella se acercó sin darme opción de ponerme de pie. Tampoco juzgué que fuese necesario, después de todo era mi territorio y ella se había aproximado de manera natural. Tenía una Kodak colgando de sus hombros y un maletín de fotografía. Me contó que estudiaba publicidad y que tenía una cita de trabajo para la universidad con un amigo. Que se tendrían que haber visto hacía más de cuarenta minutos atrás y que la cita era importante porque él haría las veces de modelo para un pequeño estudio fotográfico en el campo abierto de la universidad, que daría como resultado la imagen publicitaria de una marca de cigarrillos. Como en su idea el hombre de la imagen debía tener el cabello largo, dijo como aterrizando el cuento, entonces se había tomado el atrevimiento de acercarse a mí, para ver si no perdía el viaje. Su mirada. Recuerdo esos ojos verdes que se aclaraban más con el sol y se tornaban cafés hacia el crepúsculo. Las trenzas de sus cabellos rubios que daban casi hasta su cintura, enmarcando su ombligo, libre, en conexión con la extensión liviana de su cuerpo que se prolongaba invisiblemente en el aire de la tarde y en el perfume de la hierba alrededor. Sí claro, contesté con algo de indiferencia, intentando resistir al torrente elíptico de hojas que por primera vez tocaba las puertas de mi sensibilidad sin avisar. Ahora ya recordaba en qué consistía ese movimiento y cuántas veces había negado yo mismo la invitación a participar de él por algún temor fundado en el mismo motivo del deseo. Me llevó hasta los gigantescos árboles detrás de las Ingenierías mientras hablábamos un poco, ya no recuerdo sobre qué, pero en todo caso una mente así de ingenua trataría de comprometerla con frases pueriles. Luego me señaló un árbol, dijo, el que solía visitar siempre que se sentía sola y desprotegida, porque le daba seguridad y calma. Lo había visitado por última vez hacía tres meses, después de que su novio la dejó en circunstancias que se aclararon posteriormente, y ahora volvía, para fotografiar a un mechudo que tuvo que reemplazar a otro que nunca apareció y sobre quien nunca pregunté su lugar en esta historia, si tuvo alguno. Me fotografió sobre el árbol, recostado. Dijo que la imagen le había inspirado un gran sentimiento lírico, la idea de mi desamparo y la necesidad suya de llenar con fuego el vacío que me hacía estar en silencio mientras escuchaba su voz insinuándome las posiciones, los gestos, como si fuese un primate dando tumbos y cortando chicotes por todo el árbol.

Después de la sesión fotográfica tuve la idea de preguntarle qué tenía que ver esta toma de imágenes con los cigarrillos, pero intuía que las fotografías, en el fondo, eran la necesidad urgente de expresión de un dolor, de un sentimiento, de algo perdido en el tiempo que se viene a buscar en el espacio, en la pequeña composición de dos dimensiones que obra a través de símbolos misteriosos y de historias tramadas con el fino hilo del destino. Me dijo que le gustaba la fotografía porque podía percibir el alma de cada cosa en las imágenes, aun cuando tenía una relación algo dolorosa con esa actividad. Yo le contesté que entendía, porque me había sucedido recientemente algo similar con mi cámara y seguimos con un intercambio de teléfonos, con la constatación, surgida de la necesidad de prevenirme contra ansiedad por la espera, de que debía ser yo quien la llamara, el próximo miércoles, recuerdo, justo cuando ya hubiese revelado la película. Esa tarde-noche adolescente, perdida en la marea gris de olores ocres y la trementina que salía de los salones de artes; en los sonidos de Bach que se alternaban al fondo de unas luces incandescentes con la agradable sensación de fuga de Murderer de Halloween; en los tambores de alguna agrupación indígena invitada para cerrar el festival de la chicha y las risas que salían de la perola, donde hacían su función alegres los cuenteros. Era esa la época en que no existían celular ni internet y entonces una llamada a la casa de la enamorada era especial, esperada y excitantemente angustiosa. En la conversación pude ampliar un poco más la información acerca de ella, vivía con su hermanastra y con su padre divorciado, su madre tenía un hogar independiente y la telefoneaba constantemente. Tenía gusto por alguna clase de rock y reggae, nombró, entre los que recuerdo, a Los aterciopelados y a Robi Draco Rosa, bastante emocionada porque iba a estar en el Rock al parque de ese año. La fecha de ese evento se acercaba con la sensación de liberación de mi soledad, en medio de una masa amorfa de mechudos entre la que me desplazaba, de lado a lado, reencontrando viejos conocidos y despidiéndome en seguida para iniciar nuevos recorridos, mientras al fondo la música se sucedía en voces y modulaciones que hoy día me parecen los registros sonoros del aburrimiento. Ella misma me propuso ir a Rock al parque, dijo que quería ver a Draco Rosa a mi lado, entre mis brazos, y entonces la sensación de liberación de mi soledad se fue directa hacia el estómago, transformándose

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en otro tipo de liberación que exigía algún tipo de sacrificio. Era especialmente doloroso que una mujer tan atractiva intentara seducirme, de alguna extraña manera, violentaba más mi ego que las veces en que había experimentado el rechazo. Esa extraña sensación de sentirme importante para alguien por la misma razón por la que, en mis monólogos interiores, me autocomprendía como un miserable. Además, estaba el problema con el valor. Las cavilaciones, en todo caso adolescentes, en torno a qué valor debía tener para estar con ella, un valor ubicado en una jerarquía al lado de otros imaginarios fantasmales, que parecían asentarse sobre un oculto sentimiento de culpa, de carencia. Pero eso también tenía el festival, que disolvía la metafísica entre las luces y los sonidos del espectáculo, tal como sucedió aquella noche, cuando escuché por primera vez a Robi Draco Rosa, artista que me sorprendió por sus atmósferas densas que contrastaban con el sosiego del fondo armónico del teclado. Efectos musicales, sin embargo, en todo cercanos a un sentimiento latino, porque latino debía ser todo alrededor de Luisa, quien no reparaba en peludos de cabello blondo, ni en estereotipos tras los que yo había educado mi gusto por el rock y que habían vaciado mi capacidad de observación de la vida circundante. Entre uno y otro comentario, Luisa resaltaba el color moreno de algunos mechudos, las cadenas y las manijas indígenas, los atuendos afros y los rostros perdidos en su propia sonrisa introvertida de ojos rojos, tan comunes en ese momento. Y en adelante vería mechudos que no eran como los mechudos vestidos de negro y mirada de cuervo que yo pensaba que eran los únicos mechudos dignos de ser reconocidos como tal; estos otros dibujaban sonrisas de despreocupación en sus rostros y no censuraban los gustos de nadie, antes bien, daban su versión llena de un contenido mágico y maravilloso. En tanto, perdimos nuestra mirada hacia el escenario. La tenía abrazada, efectivamente, y entonces toda especulación se disolvió entre la multitud, como en los anteriores Rock al parque, ahora ayudado por aquellos versos de fondo: “Me refugio en las tabernas y me vuelvo taciturno, olvidando a Penélope”, entonces fue cuando nos besamos. El viento no era tan mortífero como ahora, porque cuando se tiene una relación íntima con el ambiente en la que el todo y sus partes se conforman de escenario, público y unión en torno a miles de historias en una sola cascada de afectos, entonces el clima es el clima interior del espectáculo. Continuábamos y sólo

un instante se detuvo para posar sus ojos sobre los míos, con esa mirada camaleónica, “que lejos tú, que lejos yo, lo que queda de mi vida lo malgasto en los tugurios, recordando a Penélope”, me dijo que estaba contenta porque ahora tenía un nuevo novio y yo le respondí con otro beso, “y todo naufragó”. Pasaron los primeros días y entonces supe de la afición de Luisa por las artesanías, la fotografía, los viajes y la cuentería –prontamente surgiría otra por la política, pero no por causa mía, porque ya había tenido una experiencia anterior en la que hablar de política, en términos radicales, con una dulce novia, resultó en un total aniquilamiento de toda posibilidad de compartir tema alguno, aunque mucho hubiera querido contarle una y más historias de esa parte de mi vida, pero me abstuve, tal vez porque desconfié de su capacidad de comprensión. Andrés, mi camarada, tuvo otro episodio psicótico y fue internado en un sanatorio mientras mejoraba con el tratamiento asignado. Viernes. Nuestros planes de fin de semana eran realmente aburridores y debió serlo así porque sentía la necesidad de protegerme de los embates de ese sentimiento agitado y de esos ojos

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que miraban directo al niño que hay en mí, todavía temeroso e ingenuo, para descifrarlo, adivinarlo en su pensamiento y en su próximo movimiento, lo que me ponía en la advertencia de que tenía que innovar el itinerario. Tenía que encontrar, si de veras valía la pena, un lugar de conexión, de actividad desinteresada sobre la cual flotaran libres nuestras energías recorriendo soberanamente un espacio reducido, pero total. Eso, juzgaba yo, era pasarla bien con una pareja. Vez cuando íbamos al Centro al cine, otras pocas nos quedamos en la universidad probando un vino, el cuento, en lo que hacía a ella, era que su mamá siempre la telefoneaba hacia las 8:30 de la noche y, pese a su edad, algunos problemas entre sus divorciados padres le hacían respetar esa norma, por lo menos mientras todo se arreglaba, como decía ella, para excusar sus tempranos adioses. Sin embargo, antes de que yo mismo pudiese encontrar el centro de conexión, por idea suya, decidimos ir a escuchar cuentería.

Más parecido a la vida que el anterior cuento, el relato versaba sobre un estudiante que, encendido en su devoción por un ideal de libertad, que él asume con el candor de sus años juveniles, cae perdidamente enamorado de una mujer revolucionaria, mayor en edad, pero todavía en el ámbito universitario. Así, inicia una vida de militancia, que con el tiempo está motivada más por la cercanía de aquella mujer que por el entusiasmo revolucionario. Vicky le enseña una nueva sensibilidad, pero contrario a sus expectativas, el joven se ve inmiscuido en una carrera por el poder dentro de la organización, debido a que quiere impresionarla, y termina convertido en un ogro que recita máximas y sentencias como si fuese una efigie de barro. Es justo allí cuando Vicky decide retirarse de la militancia, aduciendo razones religiosas de amor por la vida, marchando a la lejanía con un delicioso personaje que no aparece en el cuento, pero que se delinea como una sombra del pensamiento de nuestro joven y frustrado militante.

La verdad, la propuesta me había incomodado, en parte porque considero que ir sólo a un espectáculo de cuenteros es sinónimo de desocupación y porque ir acompañado con la novia es sinónimo de que el elevado gusto por la literatura comienza a degradarse a causa de una petición femenina. Lo que seguía en mi imaginación, efectivamente se daría en la función: yo tenía que reír, aplaudir, gritar, hacer parte de un show que no me provocaba el menor estremecimiento, si es que no quería ser considerado como un amargado. Otra opción hubiese sido decir: “Luisa, me limpio el culo con los cuenteros”, pero, aunque estuve a punto de pronunciar algo parecido, me detuve porque me pareció demasiado exagerado. No quería ofenderla ni entrar en una relación de tire y afloje, sin embargo, pensé, para el próximo viernes tendría algo programado.

Los personajes estaban muy bien elaborados y, no lo niego, por momentos me dejé llevar por la historia. Pero lo que había pasado con Luisa era algo que no esperaba; en algún instante, durante la función, volví sobre mí para voltear hacia ella y entonces la encontré arrobada totalmente en los gestos del cuentero, transfiriendo, por una especie de lógica femenina, todas las desgracias del joven personaje a la persona misma del artista. Se le aguaron los ojos al final, mientras decía que “estar en eso de la política debe ser horrible” y sé que dentro de su mentalidad materno-protectora hubiera querido socorrer al cuentero por su desgracia. El cuentero también lo sabía y de seguro que todos los cuenteros sabrían que la historia de un triste desgraciado en el amor les procuraría una conquista al final de la función, ya en el Parque de Lourdes, ya en la Nacional o en el Chorro, doquier hay una mujer esperando acoger en su regazo a un fracasado que sepa maquillar sus historias de Corín Tellado con la adecuada mezcla de sensiblería y nostalgia. Lo supo desde la mirada inicial con que repasó mi situación entre el público antes de iniciar y parecía como si toda la función hubiese estado buscando el efecto de sensiblería sobre Luisa, lo cual logró. Así como logró que a partir del instante yo fuese uno de esos personajes, porque mi imaginación, que cavilaba sobre el valor y el ego, ahora tenía un nuevo alimento, peleando contra ese personaje, la efigie de barro, al lado de una mujer que pronto se fue metamorfoseando en muchas, cercanas, distantes, suplicantes, fatales. Ahora, con

Y ahí estaba mi amigo, el ex–cuentero marica, hoy día cuentero comprometido, anunciando, como la última vez que lo vi, su nueva narración, por lo cual pedía tanto la atención como la benevolencia del público. La mirada de reojo con la que me ubicó al lado de Luisa fue instantánea, malévola y fugaz. Se diría que fue la mirada del Pibe Valderrama, de quien, según se dice, podía prever la llegada de un gol a favor o en contra con algunas tres jugadas de anticipación en el momento en que el balón estaba rodando dramáticamente por sus pies. Tratábase en esta oportunidad de la historia de un revolucionario enamorado.

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otro par de miradas y una actitud de sufrimiento mientras recogía sus instrumentos de trabajo en una mochila tejida, el cuentero estaba reclamando los productos de su trabajo, en tanto yo adivinaba que Luisa trataría acaso de acercársele, como bien lo haría en una ocasión distinta. Cuentero hijueputa, me decía para mí mismo, no me distraiga a mi Luisa, ni la comprometa, sólo váyase con sus palabrejas a taimar a San Pedro… El traspaso de unas manos a otras fue lento, doloroso y lleno de más cuentos. “No te metas con un cuentero”, me decía, “teme siempre su venganza”. Caminaban tomados de la mano, por la Plaza Ché les veía y yo me embebía entre algunas cervezas, donde la Calva, pidiendo mi canción que para entonces ya era la favorita: “llueven lágrimas de menta y me emborracho de amargura, olvidando a Penélope….” Pero sucede que mi exnovia no dejaba las cosas allí; tenía que estarme llamando e insinuándome que yo era el hombre de sus sueños, dándome pistas sobre el camino hacia la reconquista de su corazón, un camino lleno de recovecos y misterios que minaba mis defensas entre más me adentraba, sin poderlo evitar debido a mi enamoramiento. Despiadada, había logrado el efecto del golpe del Fénix, para quien hubiera visto Los caballeros del Zodiaco, un golpe que deja sumido al adversario en las más grandes especulaciones sobre si te han pegado o no y sobre si tú mismo, a la final, no eres el culpable de que te hayan dado tres vueltas, mientras el otro hace de las suyas observando aquellos dilemas. En tanto, volví a los roces con la política por algún arreglo con los compañeros y porque siempre están las puertas abiertas en los movimientos clandestinos para los corazones despechados que ya no quieren saber más de la vida. Yo pensaba entonces en la política y el amor, la política y el amor. El mito del amor revolucionario. Un tipo enrolado en algún movimiento, con ínfulas de perseguido, las cuales utiliza para seducir a su pretendida haciéndole creer que es el agente 007 o Bruce Willis en algún film todavía no hecho. Cuando al fin tiene las puertas abiertas de su corazón, se declara en su propio lenguaje, para no perder el estatus de hombre de lucha: “Te voy a dar una ráfaga de besos mi amor”. Después de besarla, sostiene su relación cercenando todo lo pícaro, entrador y sometedor, que pueda llegar a ser un hombre en la conquista, con el cuento moral de que la revolución debe guiar hasta sus actuaciones sentimentales, lo cual se traduce, en concreto, en una creencia en la total abolición

personal del machismo; en la visión de la mujer como un ser doblemente oprimido que constantemente lo pone en el lugar de por lo menos uno de los dos opresores. Entonces, es cuando entra en juego la secreta voluntad de autocastración del amante revolucionario, acompañada de una secreta sed de venganza, según la cual, el ideal es lo suficientemente fuerte como para dejar en un segundo plano, en cualquier momento, la relación sentimental. Seguramente, será de las primeras cosas que le hará saber a ella, seguido de la pose de mártir desde la cual pretende justificar, de antemano, el fracaso de la relación, que, en todo caso, tiene como núcleo el descuido y el abandono. Porque una vez logrado el coito, el amante revolucionario desaparece o se la juegan. La revolución se lo llevó para otros lugares de los que no volvió o que lo distrajeron, mientras ella tenía la atención de otro que, aunque con rasgos afeminados, fue lo suficientemente capaz de escucharla y divertirla con las cosas más pequeñas. En términos prácticos, en ninguna otra cosa el revolucionario auténtico se parece más a un policía que en el amor. Y tratándose del amor en general, decidí poner punto final a mis cavilaciones con una aureola pesimista y negra, debido al fin de esa historia. Sin embargo, la vida nos sorprende en sus múltiples manifestaciones, porque aquello que colocamos como conclusión niega tercamente el carácter cambiante y oculto de las cosas. Pasados algún par de meses fui curiosamente interceptado por mi amigo el cuentero, con alguna dificultad, puesto que hacía lo posible por evitar cruzar a su lado, reconfigurando totalmente mis desplazamientos, horarios y hábitos dentro de la universidad. Viernes por la tarde. Él, con quien nunca había cruzado una sola palabra y sin embargo, con quien más había dialogado a lo largo de ese semestre, tomó mi hombro con un gesto algo desesperado. Me invitó a un café y yo asentí más por un gesto de solidaridad, despreocupado de ser confrontado por un fuerte enemigo, dado su terrible semblante, que lo hacía ver ojeroso, cansado y sin ilusiones. Me habló de la historia de su amor con Luisa, de lo enamorado que estaba y de la manera en que la había perdido a causa de un artesano, una tarde en que paseaba con ella en la feria temporal del parque del Rosario. Agregó ciertas reflexiones sobre su oficio de cuentero, análogas a las que yo había hecho del amor revolucionario –para él se trataba del amor tropero, recogiendo hábilmente

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la expresión de Cabrera Infante- y concluía con un disparate al estilo griego que mostraba su lastimera condición, según el cual, el oficio de artesano era más cercano al ideal de Belleza que los del cuentero y del político. De su agenda, colocada sobre la mesa de la cafetería, salía un papel de impresión fotográfica, en el que se alcanzaba a ver la estampa de algunas ramas. El hombre aquél se apercibió de mi interés y sacó la fotografía para mostrármela. Ahí estaba el cuentero marica posando en el árbol del refugio, tendido a lo largo de un gran brazo, como si estuviese muerto, con su cabello mono y crespo flotando hacia abajo. Yo no le dije nada. Quería que la única diferencia entre quienes habían hecho parte de la colección de fotografías del árbol y yo, fuera que yo lo supiera, aunque nunca lo constaté. En alguna conversación posterior con Luisa Fernanda le pregunté por el cuentero, tiempo después cuando gozaba yo de una perfecta amistad con una mujer que resultaría tan inquietante como misteriosa. “Ese tipo tan meloso y cursi, quería hacerme llorar por todo, quién se lo aguantaba”, me respondió. En ese momento odiaba lo latino y vestía de negro, con sus uñas y labios igualmente pintados de ese color y con una mirada de cuervo que seguramente habría sabido copiarme.

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Yo había tomado aprecio por ella y en los años que sostuve una relación cercana, antes de un inesperado accidente que la obligó a quitarme el saludo y toda clase de trato, vi a más de un despistado sucumbir ante mi amiga vampiresa castradora. Sucede que la mejor metafísica de mi juventud fue procurada por sus ojos y sus caderas. Esa mujer lúbrica, deseosa y oscura que la pasaba en los bares de metal pesado en el centro de la ciudad y de quien tenía permanente noticia de sus excesos sexuales; esa a quien nunca toqué por más que la deseara entre noches de ruido y brandy y que habían terminado con el reinado de los viernes, porque todo ello era en sábado por la noche, pero de quien, a cambio de esa posición tan pasiva como introductora a cierta madurez, recibí el conocimiento de las argucias y los pensamientos fantasmales del corazón femenino para convertirme, luego, en un hombre apasionado, cruel, pero sensible, cuya primera víctima fuera la misma Luisa. ¡Ah! ¡Y esa sensación adolescente, tan agradable para el que entiende la armonía en la disonancia, de que los grandes ideales del hombre se ven a veces sometidos a una materia poco significante, pero que hace parte de la historia de los pensamientos en que se fundan cosmos completos con sus mil colores y sus constelaciones!


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Tres valses para Blanca Varela Sé que un día de estos acabaré en la boca de alguna flor B. V.

a) Con una hoja de ortiga bajo la lengua con el dolor del tiempo hasta en las horas del sueño con un cielo sin cielo y sin música con la voracidad de todas las hambres en el estómago de un ratoncillo b) Canta villana que este silencio doblemente espina desea llamarse tallo hasta el final del día c) Para dónde vas flor de sal que el aplauso es sordo y el camino ciego

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Fredy Yezzed*

Mariposas negras para Juan Rulfo 1 Allá en lo profundo el rechinar de las flores sin dientes un cielo como el que quiere llorar y no puede un mar de mariposas apretadas entre garganta y alma 2 Perderte para siempre todos los días es mi noche, Susana San Juan 3 “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” dijo Juan Rulfo un instante después de haber muerto

* Poemas de su libro “El lenguaje de las flores”. -57-


Círculo vicioso La gente camina por todas partes y hacia todas partes Pasan cerca al hospital donde nacieron y ya tienen algo de qué hablar. Recorren el kilometraje de toda la tierra y más de una vez Pero siempre están quietos… ¡Y tan amantes de la línea recta!, Pero si la siguieran por ciegos irían a parar al mar.

Sueño etílico Si pudiera meter la noche en una botella y no perdiera la vida en el intento -o por lo menos las manosme la bebería toda.

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Michael Benítez

Igual que ayer A Mauricio Rojas

Cuando niños escribíamos mensajes en servilletas dulces Mensajes con los lápices de los títulos: rojos; sonrojados Nos reíamos porque Marcela se ponía dos días seguidos los mismos calzoncitos amarrillos Imaginábamos su olor en el rincón de los vagos Y la profesora regañaba a nuestras amigas por usar la falda cuatro dedos arriba de la rodilla mientras las mirábamos cuatro escalones abajo Y esos primeros besos que eran el regalo dentro de la botella de vino de navidad… Esos primeros besos que compartíamos como la colombina que nos robábamos El campamento y las tetas que se cogen en la oscuridad El chismógrafo y la mancha de chocolate al lado de la pregunta ¿eres virgen? Cuando probé el cigarrillo de la boca de la niña de once que nos gustaba Y las cachetadas que me gané por tocar nalgas sin lavarme las manos ¿Recuerdas?... ¡Si lo recordaras no estarías espiando las mujeres en el otro baño!

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Por: Juan Karramán

¡Alerta, atención, increíble!

Hace más de un año puse una alerta de correo que rastrease todas las noticias que tuvieran la frase “sur de Bogotá” publicadas en Internet. Desde entonces, cada semana recibo un E-mail con la recopilación de un promedio de treinta publicaciones que contienen la susodicha frasecita, entre las cuales puedo calcular a ojo de buen cubero que en un 90% de ellas corresponden a eventos relacionados con el orden público: que cayó un hospital de las FARC, que capturaron a un bandido, que apareció el cadáver de otro joven tirado por ahí, que unos estudiantes se tomaron un colegio, que un alimentador arrolló a un muerto de hambre, que raptaron a algún bebé o que los desastres naturales produjeron una nueva tragedia. Entre el otro 10% noticioso, siempre se puede hallar algún dato de consuelo, como que un cacao entregó cuatrocientas casas a unos damnificados o que la Alcaldía Mayor llevó la política del amor a donde esta nunca habría llegado por sus propios medios, porque ya se sabe que al sur es muy peligroso venir. Ahora bien, los alias delictivos del último año clasifican como para toda una galería del terror: la fiera, el monstruo de San Bernardino, huesos, don Juan, los tierreros, los morochos, las tomaceras, los bicicleteros, los gatilleros y la banda del ácido. Sólo hizo falta la “banda del carro rojo” que también dicen que venía del sur con cien kilos de coca e iba con rumbo a Chicago. Sin embargo, entre tanta crónica roja hay casos que no dejan de ser hasta risibles, porque ya se sabe que los dramas de los pobres siempre son cómicos. Veamos un par de ejemplos: el “colombianito” es un caso paradigmático de superación personal, pues la falta de sus dos piernas no fue impedimento para que este discapacitado desarrollara una carrera de violador en serie. ¡Tú también puedes, Paco! Menos heroicas fueron las andanzas de “el mañanero” que violaba mujeres siempre antes de que cantase el gallo, convencido de que al que madruga dios lo ayuda, o la del viejito que compró medio curso de virginidades en un colegio

valiéndose de facebook. ¡Para eso sirven las Tics! Otro caso de emprendimiento fue el de quienes tumbaron una torre de alta tensión en Ciudad Bolívar a punta de segueta. La hazaña fue tal que se calcula que estuvieron más de 24 horas pegados a la estructura hasta que lograron su cometido. ¡Muchachos, existe una cosa que se llama dinamita! Pero también hay historias de “no te lo puedo creer”, como la de una mujer que fue embestida por un toro en la mitad de la calle de un barrio en San Cristóbal; la de un hombre que amenazó con lanzarse desde un tercer piso de un motel porque no tenía dinero para pagar la habitación en la que había disfrutado las mieles del amor o la de los funcionarios del Hospital Meissen que facturaron dos bombillos por más de tres millones de pesos. Leyendo tales cosas estoy a punto de creer que vivo en las puertas del averno, un lugar en que la risa y el llanto van de la mano. Así pues, me da un miedo ni el berraco salir a la calle, no vaya a ser que me roben lo que no tengo o que alguna mala mujer me viole para obtener por la fuerza el placer que estoy dispuesto a brindarle al mundo con un poco de mañita; pero también me da currucucú permanecer en mi casa, no sea que los testigos de Jehová resulten tan falsos como los del caso Colmenares. Por eso, aunque se me cae el Internet cada tres minutos, no le abro a los de la ETB por miedo a que sean criminales disfrazados de operarios. En ese sentido, estos medios terroristas hacen funcionar su estrategia de amedrantamiento conmigo, pero ¡qué le voy a hacer, si yo también extraño la seguridad democrática! En fin, que el sur de Bogotá es un territorio imaginado por la ciudad del norte como un lugar donde impera el caos, la violencia y el absurdo. Esta mirada se sostiene con la representación que a través de los medios masivos se hace del territorio y los habitantes ubicados más acá del ecuador capitalino, vistos como unos otros, no(s)otros, que se desconocen, temen, excluyen, caricaturizan y discriminan.

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