Revista Surgente No. 19

Page 1



SECRETARÍA DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE Nicolás Francisco Montero Domínguez Secretario de Cultura, Recreación y Deporte Mónica Tatiana Jara Bernal Coordinadora Colectivo Surgente Rodolfo Celis Serrano Editor General Mónica Tatiana Jara Bernal William Javier Velásquez Estepa Héctor Fabián Hernández Hernández Jeison Camilo Reina López Comité Editorial

Esta publicación es posible gracias a la Beca para Proyectos de Lectura y Escritura del Programa Distrital de Estímulos para la Cultura 2020, de la Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte, y se realiza como producto final de la iniciativa Cuentos de La Media Luna del Colectivo Surgente. Las opiniones expresadas en cada texto son responsabilidad de sus autores y no corresponden necesariamente con el pensamiento de la Revista. Se permite la reproducción total o parcial del material publicado, siempre y cuando se cite la fuente original y su uso sea sin ánimo de lucro.

Surgente, Letras Informales Año XIV - No. 19 / diciembre, 2020 ISNN 1909-6895 Autores invitados Alejandra T. Manrique Alexander Martínez Andrés Luna Camila C. Pardo Carolina González Claudia Carvajal Daniel Ortegón Diana María Cardona Diego Valbuena Edgar Vergara Hernando Toro Jaime Enrique Barragán Jenny Andrea Moreno Jerson José Hernández José Joaquín Cuenca Karen Benítez Lina Ríos Mónica Jara Nicolás Antolinez Norma Bolaños Rodolfo Celis William Velásquez Ximena Díaz

Contacto colectivosurgente@gmail.com http://issuu.com/revistasurgente Revista Surgente Colectivo Surgente colectivosurgente @Surgente_Usme


Editorial

Un atlas desde por y para La Media Luna

V

isto desde arriba, el Sur de Bogotá tiene forma de media luna. Hay tres millones de selenitas a este lado de una frontera invisible que divide a la Ciudad en dos hemisferios. La luz y la sombra. El día y la larga noche de los tiempos. Cuentan quienes se atreven que de este lado hay otras maneras de la vida. Que la gente se atreve a soñar, a inventarse un futuro, a guerreársela en la calle, porque el amor y el hambre son mayores que el miedo. Dicen de palabras nuestras como combite, vaca, cadena, fiado, coquita, calentao, esperanza. Cuentan también que en estas periferias de la papa criolla y el pollo radioactivo las historias pululan por las esquinas. Levantas una piedra y desencamas una metáfora. Cierras los ojos y una leyenda se te posa en las pestañas. De eso van estos cuentos de la media luna. Tienen la aspiración de entablar diálogos entre gentes sureñas en tiempos oscuros. Contar las historias comunes, los sueños despiertos, el cuento de sus cuentos. Usar un género antiguo para hablar de las novedades y del futuro. Ser una bitácora al final de un viaje de la mano de diez cuentistas — Fernanda Trías, Andrés M. Múñoz, Carlos Castillo, Pedro Badrán, Alejandra Jaramillo, Andrea Salgado, John Junieles, Hank Cohen, Jorge Aristizábal y Jairo Andrade — y sesenta escribidores lunáticos. Aquí está una muestra, veintitrés relatos que apenas son un puñado de los casi doscientos que crecieron entre la espada y la palabra. Avanti lectores siderales, que hay brotes verdes en esta tierra yerma, piedritas de colores, meteoros fugaces. Y que gracias. — Colectivo Surgente

2 . SURGENTE


La niña es un brote

Por Claudia Carvajal*

T

e miras al espejo mientras la niña llora arrodillada en una esquina de tu dedo pulgar. Está sucia, llena de mocos. Sus ojeras son bolsas de mugre. Afuera los callejones, los treinta años a los que piensas que no llegarás, las discotecas y los hombres que no te conocen. Te apuntas con el lápiz labial rojo: es una bala con sangre cremosa. Te aplicas tres capas en los labios. Te los fabricas porque te han robado pedazos. El olor te recuerda a tu tía la suicida. Un olor a abuela que quiere sentirse joven. Agarras la chamarra, la mochila negra, la putibici, como la llama Katherine, y sales a la calle. Cuando llegas al parque, Katherine no ha llegado. Quince minutos tarde. Te cansas de esperarla. Sacas un espejito azul que dice Alpina te acompaña. La niña llora más fuerte, te pellizca la palma de las manos. Se te cae el espejo y se rompe. Tomas uno de los fragmentos, te miras la boca roja. Sacas la bala con sangre cremosa y te la vuelves a untar. Otra vez la putibici. No te gusta ese nombre y decides cambiarlo. Se llama Amapola, acabas de bautizarla Amapola. La niña se te clava en los riñones. No sabe acomodarse, nunca supo acomodarse. Sigues pedaleando. Descubres que en cada pedaleo la niña deja de punzarte, deja de escucharse. Los semáforos te frenan y la niña aprovecha. Se trepa en tus pulmones, salta sobre tus intestinos. Se te va el aire, pero pedaleas. Tu móvil suena. Frenas. Es Katherine. Te pregunta dónde estás, te dice que te está esperando. Le dices que no vas a volver, que doña Sofía puede meterse sus hamburguesas por el útero, que los borrachos te dan asco. Al colgar la llamada, te miras en la pantalla negra y ves cómo la

SURGENTE .

3


niña saca las manos por uno de tus ojos. Se te cae el celular de las manos. Un golpe seco sobre el asfalto. Lo dejas ahí. Sigues pedaleando. Amapola es máxima, maximísima. Así te decía tu hermano cuando jugabas con él a las carreras en bici. Te decía que eras máxima, que podías romperle el culo a cualquier niñito de la cuadra. Que nadie te ganaba aparte de él. Y tú lo dejabas ganar porque él también te parecía máximo, maximísimo. Se te escapa una lágrima que no es tuya, una lágrima de la niña que está recordando. Se te escapan mocos que no son tuyos, tristeza que no es tuya. No sabes a dónde vas, pero sientes que cada pedaleo es un lloriqueo menos. La niña se agazapa, crees que se agazapa. Te limpias las lágrimas que no son tuyas y la mano se te llena de sangre labial cremosa. Frenas. Te abres la chamarra, te limpias la boca con la camisa negra. Tiras el lápiz labial. Tu favorito, el tuyo, no el de la niña. Se lo pagaste a cuotas a Katherine, que vende Ésika. No sabes por qué, pero sigues pedaleando. Y otra vez tu hermano, que te enseñó a no dar papaya, a sembrar plantas aparte de marihuana. Que te dijo que escribieras por encima de todas las cosas, que huyeras de los trabajos con horario, que te compraras una casa en el campo para salvar animales, que se fue del país vendiendo marihuana y haciendo grafitis en muros viejos. Pedaleas más rápido. No sabes a dónde vas. Pierdes el control de Amapola. Caes. Te raspas una rodilla. La sangre es de la niña. La sangre, las lágrimas, los mocos, los recuerdos, todo es de la niña. Ahora eres la niña y tienes que volver a casa.

*Claudia Carvajal lee el futuro a través de telarañas e insectos muertos en la pared.

Abogada exiliada, a veces medio socióloga, a veces dizque traductora. Espera, con paciencia, a que las cucarachas por fin dominen a la humanidad. Mientras tanto, recomienda cuentos escritos por mujeres en el canal de YouTube ‘Recomiéndame un cuento’. No sabe fallarse, por eso sigue escribiendo. Un día soñó que una estalactita se le clavaba en la mano, desde entonces, siempre, siempre, busca el significado de los sueños para tomar decisiones. La terquedad le ha permitido escribir cuentos malos, mediomalos, un poquito buenos. Canjearía la escritura por una voz lila para cantar. Canjeó horas de clases universitarias por talleres de rehabilitación creativa. Ahora sabe cuánto ocupa su cuerpo en el mundo: cuarenta y siete centímetros cuadrados. 4 . SURGENTE


Canela

Por Diego Valbuena*

L

ourdes. Siempre Lourdes. Le había dicho que a las seis, pero a esa hora había control de movilidad. Le dijo que a las cuatro. Llega a las y media. Le hace un pequeño reclamo y le señala el lugar. Pregunta por los protocolos y le calma señalando un enorme cartel a la entrada. En la sala de espera no hay sino un dispensador de condones al vacío y gel tubular. Una voz mecánica les indica el piso y el cuarto. Una línea de color magenta se ilumina en el suelo. El cierre automático de la puerta del cuarto resuena como si el edificio entero estuviera vacío. No hay nadie más, dice mientras entra al baño, rompe los sellos de seguridad y se lava manos y cara. No hay nadie más, repite.

SURGENTE .

5


Se desnudan en silencio, cada cual a un extremo de una cama sin cobijas ni sábanas. Un plástico térmico la envuelve por completo. Rasgue aquí. ¿Me lo estás ordenando? No, pero eso dice. Pues hazle caso que el rato es más corto que antes. ¿Y este botón? El de saneamiento; pruébalo. Todo el cuarto parece vibrar con la fuerza del aire circulando de arriba abajo, con un incómodo olor a canela. No se habían percatado de que el televisor ya estaba encendido cuando entraron. Tres grandes botones ofrecen la totalidad de los contenidos posibles: música, deportes, porno. No sabe cuál presionar. No te pondrás a ver fútbol. No, hoy no juega ninguno importante. Gracias por lo que me toca. No es eso, pero al salir me demoraré al menos dos horas en llegar a casa. Yo te dije que más temprano, pero no quisiste. No podía, estaba trabajando. ¿Qué haces en estos tiempos? Entra al baño y un vapor denso le hace sudar y mojarse al tiempo. Dos minutos después se activa automáticamente un chorro de aire frío que le quita todas las gotas de encima. Del baño al cuarto, un camino de celulosa para no pisar el suelo. Casi que no sales. Fueron tres minutos. Casi cinco. Bueno, ya estoy listo. No me parece.

¿Hoy qué me vas a hacer? Déjame y me acomodo. No se acomode de a mucho que nos quedan... setentaitrés minutos. Es más que suficiente. ¿Para qué? Destapa uno de los condones al vacío y suena como una bolsa que estalla por demasiada presión. Lo pone sobre la cama desnuda y acerca el pie derecho. El plástico sólido se va humidificando y poco a poco le cubre el pie, la pantorrilla, el muslo y de ahí hacia arriba. Apenas lo siente en el cuello el proceso se repite del otro costado. Estoy listo. Ya veremos. Se tiende sobre la cama y le separa las piernas. Las siente temblar un poco. Así va desapareciendo la seguridad. Le acaricia con suavidad los pies, reparando en los dedos cortos y un poco gordos. Tantea los muslos que se tensan con cada avance de las manos. Ya muy cerca de la entrepierna comienza a soplar suavemente. Las piernas se estiran y se marcan por la fuerza de la tensión. Continúa soplando, cada vez más fuerte, rítmicamente, en soplidos cortos y largos. Escucha algo que se parece a un gemido. Le separa las piernas todo lo que puede, toma aire hasta donde puede y sopla y sopla y sopla y… la luz roja se enciende. Se acabó el tiempo. Puedo comprar cinco minutos más. No, hoy no. ¿No te gustó? No es eso, es que los de Saneamiento entraron acá. Puto sistema.

Descubre que no ha sacado los condones al vacío del bolsillo de la chaqueta. Maldice entre dientes. Abre el armario y escucha ese sonido que lo acompaña en todas las actividades íntimas desde hace tres años. Un sonido tenue como una válvula dañada, un globo desinflándose. La chaqueta aparece, mete la mano, extrae tres condones y activa de nuevo el mecanismo. Jodido olor a canela. Le pasa los condones y de nuevo al baño. Vapor, aire, vacío. Dos veces.

*Diego Valbuena: Nació. Eventualmente. Descubrió el rock a los doce y el pollo Roque a los cuarenta. Cuando no está comiendo se anima a escribir. Es diestro con cierta torpeza. Anhela entender la ciencia ficción para hablar de la realidad.

6 . SURGENTE


Benjamin Hunter

el primer hombre en marte

Por: Jerson José Hernández*

A Ray

L

a historia es la siguiente: cuando Benjamin Hunter supo que había sido seleccionado por el Ministerio de Defensa de los Estados Unidos y por la Agencia para la Exploración Espacial como el primer ser humano que descendería sobre el planeta marte, en agosto de 2028, sintió un gran temor. No porque dudara de sus habilidades físicas; años de entrenamiento en el Centro Aeronáutico de Cabo Cañaveral habían hecho de su cuerpo un arma de combate en plena forma. Tampoco desconfiaba de sus conocimientos técnicos: Benjamin era capaz de acoplar una astronave a la órbita del planeta rojo con los ojos cerrados. Nada de eso. El temor que embargó a Benjamin Hunter cuando supo que sería el primer astronauta en pisar territorio marciano fue pensar en qué frase diría cuando llegara allí.

SURGENTE .

7


Y es que el comandante Neil Armstrong había dejado el listón a una altura inigualable cuando en 1969 dijera la tan famosa: «Es un pequeño paso para un hombre pero un gran salto para la humanidad». Ni modo. Benjamin estaba en un aprieto inmenso. Él no había sido un estudiante sobresaliente en oratoria ni en poesía, por lo que al sentarse frente al escritorio con papel en mano ya estaba descartado. Visitó a los prestigiosos maestros de la Facultad de Finas Artes de la Universidad de Boston. Le aconsejaron volver a leer a Yeats, a Borges y a Shakespeare. Consejo inútil ya que, en primer lugar, jamás los había leído y, además, con las prisas que la preparación del viaje demandaba, jamás iba a tener la inspiración necesaria para sentarse a leer y encontrar la frase que tanto buscaba. La búsqueda finalizó en el lugar menos esperado. Sabemos por su autobiografía que Benjamin visitó a su hija Patricia en la natal Wisconsin. Patricia, quien ya por esa época se había iniciado en la práctica del Tao, le ofreció un consejo simple: el fin de su búsqueda estaba precisamente en el comienzo. ¿Cuál había sido el motivo que impulsó a un joven Benjamin Hunter a convertirse en astronauta?, ¿qué película, libro o pintura lo había enamorado de los viajes interestelares? Benjamin no tuvo que pensarlo mucho. Al instante, de los más oscuros rincones de su memoria, surgió ese libro de tapas verdes que había leído durante su adolescencia y lo había invitado a volar entre planetas vestido con un traje espacial: El hombre ilustrado de Ray Bradbury. Benjamin buscó el libro en su celular y reconoció, apenas en las primeras páginas, la frase que lo inmortalizaría en la Historia: Bailamos, bailamos para no estar muertos. No era una frase a la altura de la pronunciada por el comandante Armstrong, debemos reconocerlo, pero ¿qué frase lo hubiera estado? Lo mejor que pudo hacer Hunter fue reconocer la grandeza de esa frase, ofrecerle una venia respetuosa y caminar en una dirección distinta. La frase de Hunter poseía vitalidad, era una invitación a hacer de la expansión de la raza humana por el sistema solar una fiesta, una sola celebración. Además, y no porque yo sea profesor de literatura

8 . SURGENTE

galáctica, pero ¿qué mejor homenaje para un escritor como Ray Bradbury que una de sus frases fuera utilizada en ese inolvidable primero de agosto de 2031, fecha del primer amartizaje? No todo el crédito le corresponde a Bradbury, debemos reconocerlo, pues hacerlo dejaría a un lado la puesta en escena hecha por Hunter cuando llegó el momento del descenso al planeta rojo. Las pocas personas a las que les comunicó su plan lo llamaron loco, un hombre que no estaba a la altura del compromiso histórico al que había sido llamado… Yo creo que eso animó a Benjamin a darle los últimos detalles a su plan. El mundo entero tuvo la oportunidad de ver, en vivo y en directo y en alta resolución, la locura que le dio a Benjamin Hunter no solo un lugar en la historia de la aeronáutica y las ciencias naturales sino también en el arte y las ciencias humanas. Esa madrugada, les repito, del primero de agosto de 2031, después de un exitoso despegue desde Port Kennedy, un acople de precisión inigualable y un descenso exitoso sobre la superficie marciana, en Hellas Planitia, para ser más preciso, Benjamin Hunter bajó con cuidado por la escalera metálica del módulo marciano Picidae. Su respiración nerviosa se transmitía a todos los países del mundo de manera simultánea. Cuando su pie derecho estuvo suspendido a escasos centímetros de la arena roja, dijo: «Tal y como nos enseñó el primer hombre que estuvo aquí: Bailamos, bailamos para no estar muertos». El pie de Benjamin Hunter seguía suspendido en el aire turbio de marte. Todos estábamos a la espera. Justo en ese momento, la radiotransmisión compartió la risa traviesa de Hunter y, acto seguido, los primeros compases del tema que desde entonces se hizo inmortal: Tú loco loco y yo tranquilo, de Roberto Roena y su Apollo Sound. ¡Por eso les digo que la puesta en escena es importante! ¡Hunter hizo algo más que Armstrong! ¡El primero caminó y este, este se puso a bailar! Recordemos, estimados estudiantes, lo que narra Hunter en su autobiografía: «Aunque pasé mis años de feliz infancia en la fría Wisconsin, nací en la cálida República Dominicana al abrazo de Helena Altagracia, mi dulce madre, y de Evangelina, mi abuela caribeña. Mi padre, George Hunter, marinero de la Armada Estadounidense, regresó por nosotros cuando yo tenía once años y nos llevó a su lado.»


La herencia latina del primer hombre que estuvo sobre el suelo marciano fue inevitable. Observen el proyector de plasma, por favor. Detallen los pies de Hunter: un paso para adelante y otro para atrás. El polvo marciano se sacude en ese vaivén… y miren, fíjense bien. Aunque el traje espacial disminuyó sus movimientos, es posible detallar el zumbido de su cadera. Ahí, justo ahí, el señor Hunter chasquea los dedos. ¡Eso era inimaginable! ¡Ya entenderán ustedes por qué el Centro de Bellas Artes y Expresión de Manhattan se llama Benjamin Hunter Altagracia! El control terrestre le solicitó detener la maniobra ya que el esfuerzo requerido por el movimiento inesperado iba a reducir el oxígeno de su traje espacial, limitando el tiempo que tenía para la exploración del suelo marciano. Hunter lo ignoró por completo y, en su lugar, la humanidad pudo escucharlo cuando cantaba: «El tipo se vuelve loco, tú loco loco, yo tranquilo». Hoshi Yumei y Stephen McArthur, los otros miembros de la tripulación, aplaudieron el baile de su compañero y luego le ayudaron a regresar al módulo marciano. El resto ya ustedes lo conocen: la salsa se convirtió, gracias a la hazaña de Hunter, en el baile representativo de la raza humana y hoy, a pocos meses de convertirnos en la primera especie de la galaxia en establecer una colonia permanente en Andrómeda, hemos dispuesto de exoesqueletos diseñados, específicamente, para que nuestro equipo de galactonautas realicen el mismo baile que hiciera, tres mil años atrás, el osado representante de nuestra especie en suelo marciano. Esta vez en Cadavorni de Jirayder, donde la gravedad, superior a los 500 metros por segundo al cuadrado, impediría que se pudiera bailar siquiera con la puntael pie.

*Jerson José Hernández: Un taponazo con un balón de micro le hizo una cicatriz debajo de la ceja izquierda. Tiene el tabique torcido por jugar a la gallina ciega en un lugar lleno de columnas. En la mejilla derecha, tres lunares le forman un triángulo casi equilátero. Para mirar a lo lejos debe entrecerrar los ojos como Clint Eastwood. Le gustan sus labios, lo hacen pensar en Celia Cruz y su bemba colorá. Tiene un par de ojeras profundas como las noches de Cuba y moradas como el azafrán. Heredó el cabello oscuro de la mamá. Y la manzana de Adán, incrustada en su garganta, vibra como el jade cuando ríe. SURGENTE .

9


En la caseta Por Diana Carolina González Escobar*

Y

acía tirado con la lengua afuera. Tenía tos de agonía. Los transeúntes nos paramos alrededor para verlo morir. Aunque era una calle residencial poco transitada, los chismosos acabábamos de salir de misa. Los pasajeros de los escasos autos que pasaban esquivando el gentío se asomaban por la ventanilla tratando de descifrar lo que pasaba. El tumulto guardaba silencio, aunque alguien reía con timidez. Busqué la risa entre la gente, no la encontré. El futuro muerto seguía tosiendo y contorsionándose. Alguien gritó: —Tírenlo a la orilla de la calle, dejen pasar los carros, no joa’. Una señora le respondió: —Agárralo tú y tíralo, si tienes huevos. De nuevo la risita. Ya no era tímida, se hacía más burlona. Yo no encontraba a quién pertenecía, pero supuse que era de un niño. Entre tanta gente viendo la sangre escurrirse por la arenilla acumulada en la carretera, estaba el alcalde del pueblo —mi jefe—, el párroco que se salió de la iglesia cuando vio la muchedumbre en la calle de en frente, la secretaria del despacho judicial, y otras figuras del pueblo que acostumbraban ir a misa de diez. Todos tenían hijos. Los niños se confundían entre los adultos. Tal vez eran unos diez. Los que alcanzaba a ver tenían cara de conmocionados, algunos cuchicheaban, pero no encontré a ninguno que tuviera siquiera una mueca de risa. La secretaria del despacho judicial entró en desespero y empezó a gritar: —Alguien haga algo, llamen una ambulancia. ¡Se va a morir! Un señor, no supe quién, contestó desde atrás: —Pa’ que, ya colgó guayo. La asistente del cura intentó marcar al 123, pero le dijeron que eso no era una urgencia. A mí no se me ocurrió que pudiera hacer algo, ya era tarde. Ahí estaba el cuerpo tirado, agonizando, con la jeta

10 . SURGENTE

despedazada, los ojos hinchados y el quejido ahogado del que muere. Sólo podía ser espectador. Esperaba ver quién tendría la valentía de deshacerse del cadáver cuando dejara de moverse. Algunos especulaban que podía tratarse de una jauría de perros. Otros decían que un auto lo había atropellado o una moto, incluso una bicicleta. Pero todo parecía indicar que lo habían apedreado, estaba demasiado roto. Seguía tosiendo sangre, mientras la risa burlesca se hacía cada vez más sonora. No fui el único que lo notó. La gente volteaba a mirar buscándola, entonces se silenciaba. Un cuerpo abandonado en medio de la vía era un espectáculo morboso. Presentí que el responsable disfrutaba viendo la cara de quienes estábamos allí. No debía estar lejos. Sin embargo, el crimen había ocurrido en otro lugar y quien lo hizo no tuvo suficiente fuerza para cargar el cuerpo o probablemente no quería manchar su ropa de domingo con los fluidos de la víctima. Había una huella de arenilla tras él, era una estela que describía arrastre. Pensé que el asesino tenía que ser de contextura pequeña, lo que me confirmó que un niño delgado y sin mucha fuerza estaba involucrado, pues cada tanto la estela uniforme describía ondulaciones contrarias, como si se hubieran detenido y el cuerpo hubiese descansado del movimiento. Pero ¿en qué momento lo arrastró?, ¿a plena luz del día? Tuvo que ser durante la misa. La plaza quedaba vacía durante el saludo de la paz. Con la mirada seguí el rastro, en la caseta de gaseosa se perdía. Fui a ver. El rastro cambiaba a la entrada de la caseta abandonada, poco a poco se convertía en un arco de sangre que provenía de adentro. La puerta metálica estaba doblada hacía afuera, en ángulo con el marco delineaba un hueco por el que cabría fácilmente un niño delgado. Me agaché. Gracias a la luz que se colaba por lo que alguna vez fue la ventanilla, conseguí ver un reguero de piedras de todos los tamaños, salpicaduras de sangre. Lo más notable era el olor a orinal de borracho.


Nuevamente me dirigí hacía el tumulto, donde el cuerpo en agonía finalmente había expirado. La gente ya comenzaba a irse. La risa de burla se empezó a confundir con el murmullo de quienes señalaban al vendedor de refrescos, quien fue el único que se atrevió a mover el cadáver a la orilla del andén. Me quedé viendo fijamente la lengua morada y los ojos abiertos que me miraban sin ninguna luz. La voz de mi jefe me sacó de mis cavilaciones. Cuando alcé la mirada me encontré con unos zapatos negros bien embolados, no más grandes que el pie de una señorita, salpicados de sangre. Las gotas se desvanecían en un pantalón caqui. Un mango de madera de una cauchera sobresalía por el bolsillo, las mangas de un saco arremangadas, una risa de satisfacción y los ojos, tan inertes como los del cadáver, cruzaron su hielo con mis ojos asombrados. —López, le presento a mi hijo.

*Diana Carolina González Escobar (Bogotá, 1982). Docente y escritora. Mg. en Estudios Literarios de la Universidad de Buenos Aires. Mención de honor en el Concurso Casa de Poesía Silva, 2019. Participó en el VIII Festival de Poesía de Fusagasugá 2020 y en el Coloquio de Literatura de la PUJ con la presentación del poemario “Cautiverio de la luz”. Sus poemas han sido publicados en distintos medios electrónicos, así como en el proyecto de la fonoteca poética de la UJTL. Fue miembro del colectivo literario Los desterrados.

SURGENTE .

11


Polvo fuiste Por Rodolfo Celis*

*Rodolfo Celis es un amo de casa. Nació entre un corte de marihuana. En la Sierra Nevada. Aprendió a hablar tarde. La mamá pensaba que era mudo. Tiene lengua de trapo. Dice tles y cuatlo. Ha dormido media vida en hamaca. Prepara el mejor tinto de Usme. Probado científicamente. Usa expresiones como cosianfirula, currucucú y Junior, tu papá. Su canción favorita habla de un burro amarrado a la puerta de un baile. Escribe.

12 . SURGENTE

¡

CARAJO! ¿Qué me estás diciendo, primo? ¿Qué me estás diciendo, ve? ¿Que ahora es tuya esa hembra? ¿Eso es? ¿En serio? ¡Caramba, coge mínimo! ¡No friegue, primo! Espérame ahí tantico, que se termina este zuletazo y te explico esta jodía. Ya te escuché, ahora escúchame tú también. Deja el acelere. Estás muy jarochito, muy bronquinoso, pero tranquilo, que guajiro no pide rebaja, ni cuenta vueltas. Aguaita la vaina, que no te voy a levantar. ¿Pa qué te voy a meter una balicera? Eso eran los tiempos de la marimba. Tiempos de antes, de los culupuyús, fíjate tú. A ver, ¿qué mierda gano yo con levantarte? Además, que me agarras a cañón mordío. Me traes cacho adentro con el pocotón de oldpar que me he zampao. Así ni cómo pegarte tu cascarazo. Pero si tenés los cojones de sentarte ahí y decirme de careperro lo que me dices, es porque quieres una respuesta. ¿La quieres o no la quieres? ¿Te aguantás un cimbronazo? ¿Eres un varón o un perroflauta? Vea primo, si traías tu cuento a lo sucusumucu con esa cabecita loca te voy a decir esta vaina, grábatela bien: ¡Setecientos polvos! ¿Escuchaste bien, hijo?, que se dicen fácil setecientos polvos. Mira cómo vocalizo: se—te—cien—tos. ¡Vaya número


bonito, nomejoñe! Siete centenas, cero decenas, cero unidades. A eso súmale el sustantivo polvo en plural, cabececotopla. Pero no me mire así con mala índole, que los setecientos no fueron setecientos. Antes de las cuentas claras, ¿qué verbo prefieres que usemos? Veamos: ¿coger?, ¿pichar?, ¿jopiar?, ¿joder?, ¿culiar? Esa me gusta. En siete años, santa patrona del pilar, qué culiadas nos pegamos. Ahora, si un año tiene cincuenta y dos semanas y en cada semana nos echamos un promedio de dos polvos, así pasito, pasito, como pa no dañarlo. ¿Cuánto le da? Ciento cuatro polvos al año, por siete, setecientos veintiocho. ¿Es o no es? Regla de tres, papi. Yo estaré en tres cuartos, pero de mente ando clarito, papa. Es más, te regalo esos veintiocho polvos que estoy botao. Pa que redondeemos esa cifra por lo bajo. Pero no se me ponga cabezón, primo, que no hemos terminao. —¡Ey, Cayeye!, zámpale otro meque al primo, pa que aguante la barajustá—. Ya le dije, ese güisqui me pone más fino que Baldor. Sigamos la trilla, a ver adónde nos lleva. Una vez leí en la Men’s Health... ¡Ah, jueputa!, ¿pero qué? ¿Como usted solo lee Condorito, entonces lo mío es por no dejar? Tome nota y aprenda, muñeco. A según esa revista, una descarga así normalita tiene unos tres mililitros y medio. Normal, todo normalito, pa que no creas que te engatuso. Multipliquemos y dividamos y ahí lo tiene. Siete botellas de cocacola de trescientos cincuenta mililitros de lechita tibia. No milímetros, que no es longitud, primo, sino volumen. Piense en eso, en siete cocacolas tamaño personal, una detrás de otra pa este bochorno. ¿Te echarías una si fuera la última del desierto? Pero acotéjese que ya le propongo otra operación. ¿Cuánto tiempo son setecientos polvos? Leí en el Reader’s Digest que una culiada promedio, sin perendengues ni vainas raras, es de unos seis minutos. Pero eso es por allá en las Yunáis, que un guajiro levantao con ñame y friché de chivo no manca de quince minutos. Lo máximo decían que era de cuarenta y cuatro y uno ha tenido esos boleos, pero hoy estamos ruchos, así que supongamos que de quince no mondaba. Fíjate, primo, yo ponía el equipo a tutiplén y al menos sonaban cinco zuletazos antes de venirme. Eso sí, a veces, cuando ya estaba a punto y todavía me faltaba la mitad de Mi hermano y yo, vea que apelaba a la tabla del siete y me atrancaba detrás de ese cañaguate. Ahora te tiro la nota: diez mil quinientos minutos. ¿Y eso cuánto es? Ya te digo. Unas ciento setenta y cinco horas, que mal contadas son poco más de siete días dándole al jamaqueo. Imagínese eso, una semana de coge coge con esa cabecita loca que ahora dices que es tu hembra. Tu hembra. Tremendo estropicio. —¡Ey, Cayeye, más oldparcito pal primo! Y pregúntele a mi comadre Leo que ese trifásico pa cuándo, ve—. Pero usted no se preocupe, papa, que la sugestión es la que mata. No piense más en esos siete años, ni en los setecientos polvos, ni en la semana de tira y jale, ni en las siete botellas de leche condensada que pasaron por la verija donde usted pasa ahora. Usted, primo, escúnchese esa botella, qué hijueputas. Así, eso sí. Ahora deme un abrazo, uno de verdad verdad, como hermanitos. Y ya no me siga cucurutiando el corazón, ¿bueno?

SURGENTE .

13


Las desventajas de tener un sueño liviano Por Ximena Díaz*

J

ose, lo amo, grita una mujer en la calle. Lo repite varias veces. Las palabras van organizándose en los oídos de Ana, como si la penumbra de la habitación le impidiera escuchar con claridad. Y a medida que la vigilia llega, las cosas que escucha de la calle, probablemente frente a su casa, le van golpeando los sentidos. —No me importa que todos lo sepan, Jose. Ana mira el reloj del celular. 2:36 a.m. —Jose, usted lo sabe y quiero que el mundo lo sepa, Jose. Y José duerme profundamente a la derecha de Ana. Ella lo observa con los ojos bien abiertos. Sabe que debe dormirse, pero no puede. Lo mira entre siluetas. Él hombre inhala por la nariz para luego emitir, desde los labios pegados con saliva espesa, una pequeña explosión de aire. Lo ve inflarse y desinflarse serenamente con los oídos apagados. Ana desea con todas sus fuerzas que José despierte para, a partir de su reacción, asumir una posición respecto al escándalo que hay en la calle. No se atreve a despertarlo. Debe ser otro José y a ella no le gustan las discusiones innecesarias. —Jose, te amo. Esa mujer sigue gritando. La intensidad de su voz revela que se desplaza por la calle, de esquina a esquina. Parece borracha, piensa Ana, porque nadie en plena conciencia se atrevería a eso. A simple oído diría que es una muchacha. El amor es joven, joven y estúpido. Ana despierta por efecto de un beso en la frente que José le ha propinado. Ya hay luz de día. Mira el celular. Ha dormido dos horas. Se queda en la cama. Espera el café de la mañana, mientras repasa en su mente la perorata de la madrugada. Se centra en las cosas que podrían tener sentido. Recibe el café de mala gana, esto es, no dar las gracias. Él se termina de alistar para ir a la oficina. Antes de salir, le pregunta si está bien. Ella asiente. Él se despide con un beso en la boca. Ella no quita la cara, pero no corresponde. Le dice que te vaya bien. Para no alarmarlo en caso de que no haya por qué alarmarlo. Luego de un momento, escucha la puerta cerrarse. Llevan un mes y cinco días viviendo en esa casa, por increíble que le parezca a Ana. Aún hay cosas por desempacar. La mudanza coincidió con un tiempo en el que ella tenía mucho trabajo. Aunque es teletrabajo, ha encontrado pocos momentos para levantarse del escritorio. Cuando José llega de la oficina en la noche, y también algunos fines de semana, la toma de la mano con delicadeza y la ayuda a

14 . SURGENTE


SURGENTE .

15


desempacar, momentos que llaman pausas activas pro-hogar. Ella siente que son relativamente felices, entusiastas por habitar ese nuevo espacio que es para los dos y absolutamente para nadie más. No más cuñada ofreciéndose a arreglarle las uñas y a contarle chismes. No más perros comezapatos. No más abuela Susana con sus galletitas crudas o quemadas. No más Juliancito preguntando cómo se hace la tarea. Sobre todo, no más mamá Esther dándole consejos sobre cómo vivir mejor con su hijo, porque hoy día las muchachas saben qué hacer para quitárselos a las otras pero no cómo conservarlos. La sobrepoblación del antiguo apartamento hizo que tuvieran muchas discusiones. Días malos en los que la balanza de opiniones se inclinaba a su favor y días peores en los que todos lo apoyaban a él, justo cuando él prefería pasar más tiempo con sus amigos. Ana se levanta y se propone desempacar dos cajas antes de empezar con lo laboral. Estas contienen más libros. Un Don Quijote de colegio. ¿Cómo nos venden la moto? Todo lo que debe saber de arte y literatura. El retrato de Dorian Gray. El amante. Se apresura a organizarlos rápido. Ya en la ducha, se queda pensando en algunas frases de la otra: “Te seguiré adonde sea”. De verdad lo siguió hasta aquí, al otro lado de la ciudad. “Tú eres mi mundo”. Pudo ser cuando se iba con sus amigos, puede ser que no se iba adonde los amigos. “Jose, lo amo”. Le faltó el mariachi. Pues yo también lo amo y está conmigo.

El resto de la mañana su atención es devorada por el trabajo. Tanto que apenas tiene tiempo de levantarse a comer un atún con tomate picado, aguacate y un par de tostadas. Entre bocado y bocado, habla con Patty que la ha llamado para contarle, a punta de lagrimones, un altercado que tuvo con una compañera que siempre la hace quedar mal con el supervisor. La consuela. Piensa en distraerla con su historia de desvelo, pero lo reconsidera. Patty es su mejor amiga desde el colegio y desde el colegio sabe que es tan exagerada como sobreprotectora, además de que tiene sus reservas con José. En otra ocasión, tal vez entre risas, cuando pueda reírse de eso, se lo contará. Luego de una tarde de absoluta concentración en cifras y ajustes financieros, Ana se levanta de un salto de su escritorio, pone a hacer aguapanela con jengibre para el frío y organiza las cajas faltantes en el tapete de la sala. Cuando José entra a la casa con mil de pan en la mano, lo abraza, le planta un beso en la boca y le ofrece aguapanela con jengibre y leche, como se lo enseñó a hacer mamá Esther. 2:50 a.m. Ana despierta sobresaltada. Presta atención a los sonidos de la noche, pero no escucha nada de lo que espera. Ana vuelve a respirar tranquila. Se duerme con su pierna rozando la pierna de José.

Soy Ximena Díaz. Crespa y orgullosamente opita. Artista plástica de profesión. He dedicado una década al diseño gráfico y a cazar maneras divertidas, según yo, de pasar el tiempo, como tomar apuntes en talleres de escritura creativa, probar recetas random de pastelería de YouTube, quemar calorías haciendo ejercicio a muerte de ocho a nueve por cinco días a la semana, descargar todos los libros que me recomiendan, leer las primeras páginas de todos y avanzar de a poco en algunos, tomar y abandonar clases de natación luego de repetir tres veces el nivel cero de acondicionamiento, tomar y abandonar clases de boxeo, porque pandemia, ver clases de yoga para el estrés y estresarme con los anuncios inesperados de productos que no quiero, retomar una y mil veces el dibujo, sacarme selfies y borrarlas. Amar plantas profundamente para luego verlas morir sin saber si fue exceso de agua o de confesiones. Adoptar dos gatos costeños, una de La Guajira y uno de Valledupar porque ajá. Y publicar por primera vez en la revista Surgente. Todo lo anterior con el fin de encontrar un lugar en el mundo y de darle sentido al tiempo que pasamos en él.

16 . SURGENTE


Encuentro de cuerpos

Por William Velásquez*

C

omparto mi cuerpo desnudo con el de Carlos sobre una cama cubierta por una cobija de color verde con círculos rojos. Es la primera ocasión en que mi piel toca la de otro hombre diferente a la de mi padre. Carlos me lleva apenas un par de semanas de edad y me sobrepasa solo por cinco centímetros de estatura. Me gusta el contraste de tonos que logramos cuando mi piel blanca está junto a la suya, trigueña. Él luce un cuerpo vigoroso frente al mío que percibo pequeño y endeble. Me atrae su incipiente cabello liso y de un negro intenso que se mezcla con las ondulaciones de color castaño que van asomándose sobre mi cabeza. Cuando el silencio se acentúa en la habitación, me atrevo a pasar mi brazo izquierdo sobre el hombro derecho de Carlos. A él no le incomoda. Yo lo disfruto, me hace sentirlo más cercano. Sé que ayudo a cubrirlo del frío, al que reacciono con un fuerte estornudo. Él sostiene su mirada fija en el techo. Yo llevo la mía hacia la izquierda, busco su rostro, intento percibir algún sonido pero él continúa mudo.

Mientras permanecemos allí acostados nuestras piernas y manos se rozan, se golpean. Carlos flexiona sus rodillas y sus partes íntimas, al descubierto, se liberan. Mi rodilla derecha lo acaricia. Me gusta tocar su cuerpo, es de una suavidad que contrasta con lo áspero de la cobija. Sonrío a ratos. Estiro y flexiono mis piernas. Me excita la sensación que lleva a mi cadera los movimientos de las articulaciones de mi pelvis. Aparto el rostro de Carlos de mi cuerpo con fuerza. Hago un gesto de molestia que por poco acaba en llanto. Papá nos separa. Ya ha registrado la escena para el recuerdo. Me toma por la espalda sosteniendo mi cabeza y me abraza. El tío Aníbal hace lo propio con Carlos. Nuestros padres chocan sus manos y se felicitan por tener dos hijos varones. Ahora saben que la continuidad del apellido paterno está más que garantizada.

*William Javier Velásquez Estepa (Bogotá, 1987). Estudió una licenciatura en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Ha asistido a talleres de escritura y lectura en Usme. Publicó el cuento “Quisiera saber” en la revista Surgente, 2017. Conformó junto con ex compañeros universitarios el grupo de lectura Dizquelectores, con el que ganaron la convocatoria Tertulias gauchas de Fundalectura y Biblored, dentro del proyecto Lectores Ciudadanos. Desde el año 2018 participa como lector invitado en la iniciativa Welcome to Usmelville, una panorámica del cuento norteamericano. SURGENTE .

17


M1/M2

Por Jaime Enrique Barragán Antonio*

M1 Mientras otros tantos, hombres poco sabios crean desiertos, sedientos de poder Dejando la misión... crear y renacer a quien suele nacer, en esta pesadilla. Mundo para aquel, guerrero hermafrodita. ¿Futuro para quién?... ¡Eres profecía! — Kraken

E

s el día de los inocentes. Me gusta hacerle cosas a los inquilinos sin que se den cuenta. Me escondo debajo de la cama y me río cuando los escucho maldecir. También me gusta amarrarme el cuello como un perro y quedarme en la azotea solo, vigilando. En la cocina, la mamá de M ha dejado trozos de queso para que su hijo coma cuando se canse de ver televisión. Oriné en un frasco de mermelada, saqué algunas gotas y las puse sobre el queso. Fui al lugar en el que guardan la gasolina. Destapé un galón y sumergí el queso. Dejé el queso de M impregnado. M escupe, grita, quiere saber qué tenía el queso. No digo nada. Me escondo en el cuarto en el que vivo, en el lugar de siempre, debajo de la cama. M me va a llamar más tarde a olerle el aliento. Le diré que huele mal, que debe lavarse la boca varias veces. Me encierra en su cuarto, se obsesiona con oler bien, va al baño, regresa, una y otra vez. Se me acerca y pone su boca muy cerca a la mía. Me pregunta ¿ya? No, le digo. Desde la ventana parece que M y yo nos besamos una y otra vez. Me dice que me va a enseñar a ser un hombre. Me obliga a besar a una niña. La niña se queda callada y se ríe. La niña me da pesar, yo le doy pesar a la niña. Tengo un plan. M ha dejado la ventana abierta. Es una ventana alta, pero he estado entrenando. Al principio me costaba mucho esfuerzo llegar hasta allá arriba. No sé qué va a pasar cuando meta la cabeza por la ventana y tenga que bajar hasta el piso de la habitación. Existe el riesgo de que me quede colgando, como cuando alguien se ahorca. Soy bueno trepando. Sé que puedo dejarme caer pegado a la ventana, al interior del cuarto, y dar la vuelta muy suave sin que nadie se dé cuenta. La niña con la que me besé es hermana de la novia de M. Es delgada y tiene el cabello crespo. > > > continúa pág. 20

18 . SURGENTE


* Jaime Enrique Barragán Antonio. Soy lector y escritor ocasional, artista y educador. Vivo en Usme desde los seis años. Como muchos de los que rondamos a la Surgente, todavía ando en la eterna pregunta de quién soy. Nací en el barrio San Agustín. El parto lo atendió Señora Lola. Me gusta caminar y viajar, pero sobre todo observar. Años atrás inventé el juego del Neoñero porque lo híbrido siempre me ha resultado atractivo. Creo que la identidad termina por ser una mezcla entre lo esencial y lo que nos toca y nos afecta de los otros. Casi siempre he hecho lo que he querido, aunque el camino ha estado lleno de fracasos. Me gustan las reuniones, las fiestas y comer con amigos. Me gusta ver el cielo. Me gusta dar clases, talleres y jugar al consejero. A veces me pierdo, pero el arte siempre aparece al rescate. Cuando decidí estudiar artes plásticas no tenía idea de lo que implicaría saltar de Usme a la Nacional. Tengo muchos amigos a los que quiero entrañablemente. Estoy aprendiendo a decir que quiero a la gente, aprendiendo a quererme. El silencio se ha convertido en un maestro. Tengo muchos miedos, como todos.

SURGENTE .

19


M insiste que me va a enseñar a besar. Me pide que saque la lengua y deja caer leche condensada. Me empuja y me hace besar a la hermana, a la niña delgada y de cabello crespo, que se queda inmóvil en medio de un beso pegajoso. M se enoja y me sacude halándome un hombro, me dice: ¡Mire, así!, y me besa moviendo la lengua. Voy a vengarme de M por hacer que bese a la niña delgada y crespa. Me seguiré ganando su confianza: oliéndole el aliento, sintiendo su perfume, alcanzándole la toalla… Sé que su mamá está cansada de los continuos robos de dinero. Sé que tiene una alcancía repleta de monedas. Entro al cuarto de la mamá, agarro la alcancía. Voy corriendo al cuarto de M y la escondo debajo de su cama. Cuando la mamá de M empieza a gritar, coge un palo de escoba y entra corriendo a la habitación de M, tira el cajón al suelo. Está furiosa. Patea los condones, los chicles y la leche condensada. Uno de los tarros rueda y va a dar justo debajo de la cama. Se escucha un golpe seco. La señora se agacha y encuentra la alcancía, mira a M con rabia y le pega con el palo en la cabeza. Le dice que consiga trabajo, que se vaya de la casa. No quiero que M se vaya de la casa. Cuando la mamá se ha ido, entro al cuarto de M y le ayudo a ordenarlo. M me mira con sospecha. Me pide que vaya a comprarle unos cigarrillos. Regreso al cuarto con los cigarros. M enciende uno y me dice: —Igual ya tenía ganas de irme. Me salió un trabajo en otra ciudad. Es en una granja o algo así, un amigo me va a hacer el favor. Le pregunto qué le va a decir a su novia, me dice que nada, que igual no es nada serio. M decide salir de viaje. Nadie sabe adónde. Trepo a la ventana y observo la cama tendida. Meto la cabeza y empiezo a descender. Voy al cajón y saco un tarro de leche condensada. Quito el seguro de la chapa con cuidado. Salgo de la habitación y vuelvo a dejar con llave. Corro para mi cuarto y me meto debajo de la cama. Abrazo el tarro de leche condensada. Me quedo dormido. La mamá de M está llorando. No sabe nada de él. Ya ha pasado un mes y nadie tiene idea de dónde está. Dicen que seguro se fue para la guerrilla o que está raspando coca. De vez en cuando sigo entrando al cuarto de M. Me meto debajo de su

20 . SURGENTE

cama. Mi papá grita mi nombre. Espero que se canse y se vaya para la tienda a tomar. Aquí no me puede encontrar. Sigo sacando los chicles, el enjuague bucal, lo destapo y lo huelo. Encuentro una fotografía. Es de M. Debe ser de cuando estaba en el colegio. Reviso su ropa, también la huelo. En las noticias dicen que hay desaparecidos. Me pregunto cómo saben eso. Mi papá me ha dicho que M era muy raro, que él cree que era como marica. Que quién sabe en qué andará. Que mejor que se fue. Mi papá…

M2 No esperes más niña de piedra Miguel no va a volver — Mecano

M

sale del baño paseándose en toalla. Tiene un cuerpo tonificado y húmedo, formas que se insinúan. La imagen es acompañada por los gritos de su madre reclamándole por no trabajar. Vivo en uno de los cuartos. Uno que tiene una pequeña ventana que da a la habitación de M. En esta casa viven muchas personas. No recuerdo cuántas. En las mañanas, M se pasea en pantaloneta, sube a la azotea y se tiende al sol. Es adicto a la leche condensada. Cada vez que va a la tienda por el mandado se queda con las vueltas. Su mamá no dice nada, está aburrida de ver a su hijo dedicado a dormir largas horas, a comer una que otra chuchería y pavonearse en pantaloneta por la casa. Las mujeres que habitan el lugar hacen como que no lo ven cuando sale casi desnudo, rumbo a la azotea. Me gusta que M duerma tanto, puedo observarlo sin que se dé cuenta. Veo su cuerpo, las formas que hay bajo las cobijas, las partes que quedan descubiertas. M me enseña a contemplar. Vendrá en el futuro para que lo siga observando mientras duerme: primero, lo que se puede ver de las piernas, luego un brazo, luego la frente, los párpados. Me detendré en los labios. He visto el cajón donde guarda sus preciados tesoros: cigarrillos, condones, tarros de leche condensada, chicles y enjuague bucal. M sabe que lo espío. En varias ocasiones me ha compartido de su leche condensada. Cada vez que viene su novia se baña y perfuma de manera obsesiva. Me pregunta si huele bien: se acerca, se pone las manos rodeándole los labios y me sopla su aliento. Me pide que lo huela, que le dé mi opinión. M se lava los dientes varias veces antes de


que llegue su novia. Ahora M es un recuerdo, un leve olor a enjuague bucal y tarros de leche condensada. M se levanta con cara de trasnocho, se baña y me invita a su cuarto. Una tarde de esas que se van hablando de todo y de nada, le pido ayuda, le cuento que me quiero ir, que no puedo más. Me dice que debo pelear. Aparte de quererme enseñar a besar me quiere enseñar a pelear. Sé que él también escucha los gritos y los golpes. Sé que me da dulces para distraerme. Sé que él no va a poder hacer nada. Poco a poco me dejo llevar por el olor del cuarto. M me toca el cabello. Me pide que me acueste con él y me abraza. El tiempo se detiene. Pasarán muchos años para volver a sentir un abrazo como los de M. Sin embargo, la costumbre de ver a los hombres mientras duermen no me abandonará jamás. No creo que M se haya unido a la guerrilla. Tampoco que sea un desaparecido. Creo que estaba aburrido y que solo quería viajar, aprender cosas nuevas. Siempre me decía que quería conocer otros lugares. Un día me voy a largar, va a ver, me voy a ir de este barrio de mierda y cuando me canse vuelvo por usted. Vaya y me compra unas cervezas. Días antes de que M se fuera lo espié por la ventana, estaba llorando. M se dio cuenta y me dijo que fuera al cuarto. Me abrazó. Me dijo que después vendría por mí, que me iba salvar. Olía a cerveza y cigarrillo. Los días pasan y la soledad se hace mayor. Me sigo amarrando en la azotea como un perro, observando. A veces ladro, otras me quedo mudo. Sigo escondiéndome debajo de la cama de M, repitiéndome: tengo que pelear, tengo que pelear. La cama de M se convirtió en el lugar para fumar, para llorar, para esconderme. Tomo mis primeras cervezas. Encuentro un walkman de casetera. Lo pongo a sonar… Si el silencio me condena a quedarme, mientras vuelas, son mis alas fortaleza, esperan siempre así. Si el recuerdo nos condena a escaparnos, no habrá rejas, las ventanas siempre abiertas, nos unen siempre así... nos unen siempre así.

SURGENTE .

21


22 . SURGENTE


Toda la vida lo mismo

Por Hernando Toro*

E

l árbol enmudeció. Desde el sábado dejó de hablar. Los vecinos decidieron que era un peligro para los cables de la luz. Otros estaban especialmente molestos porque el viento arrojaba las hojas secas sobre las canales hasta taparlas. Los había visto reunidos en medio del pequeño bosque que ha crecido durante más de cuarenta años en un lote público. Quise sentirme menos ajeno a la vida de este nuevo barrio, acercarme a la reunión y aportar ideas para atraer más barranquillos, pechirrojos y toches. En un año viviendo aquí, los azulejos, sirirís y periquitos me empezaron a parecer monótonos y luego demasiado pretenciosos, cuando los vi desterrando petirrojos. Desde ese momento celebraba cuando la única pareja de barranquillos malmirados, que se paraban en las cuerdas de la luz, aprovechaban el menor descuido para robar los huevos de los nidos. Eso sucedía cada dos o tres días y jamás fallaban su asalto. Se alternaban la vigilancia. Ella o él se quedaba en las cuerdas y, sin quitarse el antifaz, custodiaba la huida con el botín. Entendí que gracias al especial afecto de los vecinos por tener canales y techos libres de hojas secas, no podría seguirme quejando de los monótonos y pretenciosos pajaretes, que salieron espantados con el primer impulso de la motosierra. No hice nada durante el acto de limpieza paisajística. Escuché caer las ramas y ver los nidos tirados en el pasto. Las líneas de corte estaban marcadas en azul, que indicaba el límite permitido por la autoridad ambiental. Los vecinos ordenaron cortar unos centímetros más para no tener que hacerlo tan seguido y los obreros obedecieron. Encendí una pata olorosa a humo guardado, fumé un poco y puse en el tarro lo que quedó, cuidándome de no desbaratarla porque esas paticas siempre me

sacan de apuros. Cuando se fueron los trabajadores, el árbol había dejado de hablar. Con el poco humo que me consumí se desató una cascada de ideas sobre lo que debería haber hecho. Tenían autorización de la autoridad ambiental. Podría haber protestado, solicitado la autorización escrita y detener el procedimiento hasta que acreditaran el permiso. Mientras tanto, podría explicar el papel de los árboles y el oxígeno, el calentamiento global, la necesidad de pensarnos y actuar de otro modo con la naturaleza, las nuevas generaciones, el derecho al medio ambiente sano. Si me hubiese encadenado. Pero la gente vendría a verme y saldría en medios. Tendría que elaborar un buen discurso para hablar en la radio y en la televisión comunitaria. De pronto, después me entrevistarían en un medio departamental y yo construiría un discurso distinto, desinteresado, sin ánimos de protagonismo, genuinamente preocupado por lo colectivo. Tal vez me negaría a dar entrevistas para demostrar que lo que importan son los árboles y que el mío era un acto íntimo. Pero también podría entrevistarme una periodista que me encontrara atractivo y viera en mí una especie de héroe natural, ecológico. El árbol ya no hablaba, no había nadie a quién oponerme, no tenía una cadena para atarme y la oportunidad de las entrevistas y las fotografías se había esfumado.

SURGENTE .

23


Me senté en el escritorio, con los últimos asomos de melancolía por las hazañas imaginadas. Sobre el escritorio estaban los tres frascos de tapa blanca: Mercurios, Natrium, Veratrum. Cuatro gotas de cada uno tres veces al día. El cenicero con la montañita de patas y hojas sueltas con notas que nunca volveré a revisar. Sentí que no podía terminar el día sin hacer algo valiente, así que empecé el correo para mi padre. Escribí varios párrafos y me fui quedando dormido. Me despertó un trueno que me movió el estómago, de los que me dan ganas de llorar por la emoción y el miedo. Impresionante. Tuve miedo de la venganza del cielo por el árbol que no salvé. Traté de dormir, pero mi cabeza no paraba de situarse en los párrafos que había escrito antes del trueno: “Padre, hay dos razones principales para estar allá. Sumercé siempre me dijo que no debíamos ser una carga para nadie y que no lo dejáramos, por ningún motivo, volverse una carga. Por dignidad. También me dijo que quiere que lo cremen y que lo que sirva de su cuerpo lo donemos, pero ese no es el caso todavía. Segundo, necesitamos que se recupere para que puedan hacerle la cirugía del ojo. Después todo tomará otro rumbo. Puede volver a la casa o decidir dónde quiere estar. Incluso, quizá pueda irse a vivir cerca de Eloísa. Para la cirugía necesita cuidados previos en la alimentación, los ejercicios y todo lo que sumercé sabe, pero necesita un adecuado acompañamiento”. El correo no lo envié esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente. Cada noche mis intentos de dormir se frustraban dándole vueltas a esas razones y a lo difícil que resultaría llevarlo sin sentir tristeza. El correo no era una buena opción si no quería que terminara de perder el ojo medio bueno. Salí el siguiente sábado hacia Bogotá con la alegría de haber visto a los vecinos reunidos pintando un colorido paisaje en el muro, que ahora se dejaba ver porque ya no estaba el árbol. Lo que más ilusión me generó es que el vecinito, un niño cotidianamente fascinado con los juegos de armas y de lucha libre, de un rostro más bien desagradable, estaba pintando un petirrojo. Una razón para mirarlo en adelante con menos desprecio.

24 . SURGENTE

Las repeticiones II Como pasaba durante los últimos años, mi visita coincidía con una carrera hacia la sala de urgencias y un tiempo de hospitalización. Las primeras dos noches internado tuvo por vecino a un hombre de setenta y cinco años. Al señor lo acababan de operar del corazón, pero cuando caminaba hacia el baño se veía altivo, con un bigote bien cortado, voz altisonante, cordial. Y lo más jodido de todo: con casas y negocios que administraba desde un celular viejo que le servía para dar instrucciones sobre las deudas pendientes y los arriendos por cobrar. Cuando llegué en la mañana estaba en medio de una de sus llamadas de negocios. Mi padre me hizo un gesto con la mano para que me acercara, puso su mejor cara de odio y me dijo al oído: “Hijo, no me soporto más a este hijueputa”. Lo miré con mi mejor cara de odio, respiré y le dije: “Toda la vida lo mismo”. Esa era mi oportunidad y decidí aprovecharla. Hice un corto preámbulo reprochándole sus repeticiones, antes de empezar a recitar las líneas esbozadas en el correo y ensayadas durante tantos desvelos. Le presenté un portafolio de beneficios de pasar una temporada en un ancianato que entonces llamé con cuidado: un lugar de cuidados especiales. Puse negrilla imaginaria a las líneas sobre la dignidad y en no ser carga para nadie, y decidí omitir el deseo sumariamente ambiguo que toda la vida acompañó su anhelo de dignidad: que no lo dejáramos tirado en un ancianato. Mi padre expresaba este deseo con solemnidad, disimulada vehemencia y, siempre, en el mismo punto de la ciudad: Calle Primera con Caracas. Justo cuando el semáforo se ponía en rojo frente al ancianato de beneficencia, cuyo patio abierto amenazaba a miles de obreros del sur con el abandono de la vejez. Todos los días a las mismas horas, el lugar ofrecía una exposición desordenada de cuerpos y cerebros viejos, casi todos afligidos y petrificados. En ese entonces, mientras mi padre hablaba, yo miraba de reojo, pero con ganas de pegarme al vidrio, para ver los detalles del cuadro, pensando en lo desgraciado que podría ser un hijo capaz de abandonar a su progenitor en ese lugar. Cuando pasaba el semáforo a verde mi padre ya había dicho: “Hijo, una cosa quiero pedirle. Yo tengo un miedo que me habita


siempre. Y cuando paso por aquí se me mete: Que me dejen tirado cuando viejo”. Recordarle a mi padre que esta era una de sus inveteradas aspiraciones enredaba más el proceso para que aceptara ir por un par de meses al lugar de cuidados especiales, por eso tuve que seleccionar sus pedidos a la hora de proponer el traslado. Finalmente aceptó. Mientras comía el refrigerio de la tarde sentado al borde de la cama, con su espalda encorvada, vinieron los familiares del vecino de cama a llevarlo para la casa. Cordiales, sin un ápice de la altivez del viejo. Cuando salieron, mi padre me hizo un gesto con la mano para que me acercara, puso su mejor cara de odio y me dijo al oído: “Hijo, no me soportaba ese hijueputa”. Lo miré con mi mejor cara de odio, respiré y le dije: “Son las ocho. Me tengo que ir”. Al regresar al pueblo ví el petirrojo pintado en la pared. Era el único pájaro del paisaje y tenía el antifaz de un barranquillo, tal como lo quería. Volví a pensar en que habría podido pedir la autorización y hacer alguna escaramuza para que no talaran el árbol, en las entrevistas, las cámaras y la periodista interesada en mi valentía. El niñito despreciable pasó con su fusil de palo apuntando y disparando indiscriminadamente. Espero que no toda su vida sea lo mismo.

*Hernando Toro: “Mi infancia fue el escenario más prolífico para la construcción del personaje que da réditos amatorios. Mi origen usmekistaní y la metamorfosis hacia el ciclo neoñerístico, sirvió para atraer voyeristas asomadas a mi bajo mundo, el real y el inventado, pero siempre exuberante a sus ojos. Cuando agoté esa obra, con una y otra variación, empezó la decandencia. Entonces comencé la permanente impermanencia, la huída hacia las repeticiones. En ese continuo ir y venir, cambio de moradas, padezco breves amores, infinitos odios y diabólicas ansiedades. Mi padre sigue viendo desde sus ventanas cómo baja el Tunjuelo cada vez más turbio y cómo crecen los ladrillos en la orilla donde imaginaba su tumba”.

SURGENTE .

25


26 . SURGENTE


Una entrevista cualquiera

Por Aleja T. Manrique*

A

ló.

—Aló, buenas tardes. ¿Hablo con Liliana Velázquez? —Sí, con ella habla. —Mucho gusto. Usted se postuló para el cargo de asistente administrativa para la empresa Global Group. ¿Lo recuerda? —Sí, claro —como si recordara el nombre de las cincuenta postulaciones que hago por día, pienso, mientras busco una libreta para tomar nota. —Perfecto, ¿le gustaría asistir a una entrevista el día de mañana a las 7:00 am? —Por supuesto, pero me podría indicar ¿cuál es el salario a devengar? —Lo conocerá en la entrevista. Ya envié los datos a su correo. No olvide traer la hoja de vida impresa y buena presentación personal. Hasta mañana—. Cuelga. Abro el closet, saco toda la ropa y la arrojo sobre la cama. Me pruebo diferentes prendas, pero termino seleccionando el mismo conjunto que uso en todas las entrevistas: un pantalón negro, un blazer blanco y unos botines de tacón bajo. Tomo una cuchilla y, literalmente, afeito el pantalón para quitarle las motas que le dejó la última lavada. Googleo el nombre de la empresa para asegurarme de que no se trata de una academia de inglés en la que terminas vendiendo libros con la promesa de ganar millones o una red multinivel en donde te prometen ser tu propio jefe. Como no veo malos comentarios en los blogs, busco la dirección y las distintas rutas que puedo tomar a mi destino. Tiempo aproximado para llegar por cualquier ruta que escoja: dos horas. Nada nuevo. Aprovecho para buscar las respuestas idóneas que debo contestar en los test psicológicos. Para que no me cataloguen como narcisista por ubicar mi dibujo hacia la izquierda o como una persona retraída por situarlo hacia la derecha. Después de aprender en cuáles cuadros dibujar árboles y en cuáles otros dibujar animales, recolecto monedas en los bolsillos de todas mis chaquetas y bolsos hasta reunir suficiente dinero para imprimir la hoja de vida y tener lo del transporte del día siguiente. Pienso en lo innecesario que es imprimir un documento que ya se encuentra en el correo de mi entrevistador. Me arreglo el pelo para ahorrar tiempo en la madrugada. Saco mi vieja plancha para alisar mis rizos y dar un aspecto de melena domada. Frente al espejo, aprovecho para practicar respuestas a posibles preguntas que pueden llegar a hacerme. Pero tengo claro que por más que practique por horas, siempre va llegar una pregunta, un ejercicio o una prueba que se sale del guión, me sorprende y tengo que sacar mi lado improvisador. En una ocasión me hicieron hablarle a una pared, en otra me preguntaron ¿cuántos chocorramos creía que se vendían

SURGENTE .

27


al día?, a lo que respondí siguiendo mis nulos conocimientos en estadística y según la hora del reloj. Eran las 11:34 am, así que moví el punto y contesté 1.134 chocoramos, por dar un número al azar. Desde ese momento no puedo dejar de ver mi reloj sin pensar en chocorramos. Obviamente, no conseguí el empleo. Luego de tener todo listo, me dispongo a dormir las cuatro horas que me quedan antes que suene la alarma. Al día siguiente, me levanto de un salto luego de haberlo pospuesto cinco veces y tras darme cuenta de que no alcanzo a desayunar. Me baño rápidamente y meto unas galletas en el bolso. Corro hacia la avenida cruzando los dedos para que algún bus pare y pueda entrar entre el gentío. Por suerte, un bus me abre por la puerta de atrás y puedo ingresar abriéndome paso, echando codo. Llego a mi destino, son las 6.500 chocorramos. ¡Justo a tiempo! Camino hacia el edificio y veo una larga fila de gente, aproximadamente unas cuarenta personas con carpetas blancas en las manos. Me pregunto si todos vienen para el mismo puesto. Me hago de últimas en la cola. Mientras espero el ingreso veo como sigue alargándose. El celador nos hace ingresar a un salón. Una mujer nos entrega un lápiz y un test de doscientas preguntas, con círculos que deben ser rellenados. Luego de realizar casi de manera mecánica esa y otras tres pruebas más, anuncian a los candidatos que pasan al siguiente filtro. Por suerte esa dormida de nalga por tres horas no fue en vano. Nos hacen ingresar a otro salón y nos reúnen en grupos para realizar una actividad. Mientras nos dan las instrucciones me pregunto ¿cuántas personas irán a contratar? La mujer que está dando las indicaciones, como si hubiera leído mi mente, dice que solo una persona será escogida al final del proceso. Eso es suficiente para que la mayoría de candidatos comiencen a actuar como aves de rapiña. Por mi parte, las galletas que me comí en el bus no me dan la suficiente energía como para destacar. Para mi sorpresa, cuando anuncian a los postulantes que pasan a la siguiente ronda ahí está mi nombre. En realidad, en ese punto lo único que quiero es ir a almorzar, pienso. Le pregunto a la mujer que nos está guiando si se puede tomar un

28 . SURGENTE

receso, a lo que ella me responde que no, que si salgo del edificio quedo fuera del proceso. Mi estómago ruge cada vez más fuerte, así que mientras los demás postulantes esperan en las sillas a ser llamados, me escapo un momento al baño a tomar agua del grifo. Apenas regreso me doy cuenta que no han avanzado mucho, siguen llamando de uno en uno. Le pregunto a la postulante de al lado si ella sabe cuál es el salario para ese puesto. También lo desconoce. Luego de esperar cuarenta minutos más, por fin escucho mi nombre. Me paro con dificultad por el dolor de estómago. Trato de sonreír carismáticamente al entrevistador y dar un buen apretón de manos. Me pide que me siente y comienza la entrevista indicándome las condiciones laborales. Me cuenta que el salario a recibir si fuera elegida sería el mínimo legal vigente, a lo que respondo con una cara de asombro. —¿Tiene algún problema? —me pregunta. Niego con la cabeza, mirando hacia el suelo. —Bueno, entonces iniciemos ahora sí —dice. Comienza con una pregunta inusual: —¿Ha escuchado voces dentro de su cabeza? Lo miro con cara atónita por la rareza de la pregunta, espero unos segundos, miro un punto a lo lejos y digo: —Vámonos, Firulais, se han dado cuenta de lo nuestro. Me levanto del puesto, tomo el bolso y cierro la puerta.

*Aleja T. Manrique: “Tengo veinticinco años. Estudié mercadeo, pero me gusta escribir cuentos en los ratos libres. Crear es mi verbo favorito. Adicta a hacer cursos. Guionista de una película de ciencia ficción en mis sueños. Me gustan los animales y por eso no me los como. Acuario, con ascendente Tauro y Luna en Cáncer. La mayor parte del tiempo mi mente divaga entre olas que trato de navegar”.


Una prórroga, por favor Por Jenny Andrea Moreno*

M

iércoles en la mañana/estreñimiento/ mujeres salen en días pares/hay que pagar el recibo/¡qué dolor de estómago!/cómase esta pitahaya/una no me hizo/dos tampoco/espere que luego funciona/¡jueputa, el recibo!/entro a PSE/no tengo saldo, puro efectivo/toca salir/¡qué dolor de estómago!/salir, porque qué más/tenga cuidado/prevéngase/póngase el tapabocas/no hay transporte/veinte minutos de camino/ apenas voy en la primera cuadra/las tripas se disgustan/ corra o no alcanza a llegar/el banco hoy cierra temprano/ ya se ve la gente haciendo fila/una fila muy larga/ larguísima/larguisisísima/laaaaaarga como un putas/ hágase más lejitos, doña/¡cuidado la enteco!/¡la gente si es intolerante!/dos metros de distancia/sudor frío baja por la frente/las tripas de pelea/espero a que avance la gente/ ahora sí fue/la pitahaya me ablanda/funciona/avanza lento la fila/uno por uno, somos todos/sudor baja a los cachetes/¡qué raro!/si dolía que no saliera, ahora duele que quiera salir/señora, ¿me guarda la fila?/¿dónde hay un baño?/una escapadita/traje papel, uno no sabe/cerrado por mantenimiento/de aquí a la casa es lejos/vuelvo a la fila/ gracias, señora/sudor frío baja por el pecho/las tripas en trifulca/no, ¡no son las pinches mariposas/no es el amor/ piense en otra cosa/si no pago el recibo este mes/dieron plazo en los bancos/pero ya estoy aquí/no es bueno perder el viaje/me arrepentiría/¡diojmío, no aguanto!/avanza la fila un poquito/piense en el recibo/¡piense en el recibooo!/ usted ya está aquí/no va a perder el viaje por esto, ¿o sí?/ piense en el mar/en las olas/cántese una canción/¡no renunciaré, ni a tus ojos, ni a tus besos ni a tu booocaaa!/ usted es una berraca/si ve que si se puede/las tripas en trifulca—gada/sudor resbala justo por la rayita del trasero/ señora, ¿le pasa algo?/voy llegando a la caja/apretar y soltar un poquito/ejercicios de Kegel, ¿pero por detrás?/ sirve/piense en otra cosa/la cajera tiene una chalina/es cafecita/color de la tierra/color de…./¡Mierda!/¡no sirvió!/ señora, bienvenida al Banco Sumiseria, ¿en qué le puedo colaborar?/¡en nada, EN NADA!/arrugo el recibo que tengo en la mano/salgo del banco/una lágrima resbala por mi mejilla/el cuerpo descansa y resbala todo, todito por mi pierna/la gente mira/se tapa la nariz/me voy corriendo/¿cómo es lo de los plazos en el banco?

*Jenny Andrea Moreno. Era una niñita gorda y de gafas gigantes que, de camino al colegio Almirante Padilla, jugaba a entretejer historias, primero en la cabeza y luego en el papel. Con el tiempo, creció y le dio por ser profesora de Lengua Castellana, así que primero trabajó en colegios de garaje, lejos de su Usme querido, para poder compartir lo poco que sabía; luego se dio cuenta que sin cartón no se consigue mejor empleo, así que se metió a estudiar una licenciatura. Con el paso de los días, lo de la palabra creada le quedó gustando. Entonces siguió tejiendo palabra en relatos con sarcasmo escatológico (¿eso sí existirá?) y erotismo criollo, hasta que se ganó un concurso en Bogotá Capital Mundial del Libro. Desde ahí, con una especialización, dos maestrías, uno que otro cuento publicado por ahí, trabajando de profe y tallereando la escritura con la gente que también agarra su hoja en blanco para crear con la palabra, le sigue aprendiendo vainas a esta vida…

SURGENTE .

29


4387 boulevard Saint—Laurent Por Alexander Martínez*

*Alexánder Martínez (Duitama, Colombia, 1995). Lector. Cortazariano profeso. Traductor y corrector de traducciones. Profesor. Procrastinador, caminante empedernido, silencioso, pésimo bailarín. Tiene aspiraciones de cuentista, trompetista, panadero y ave, albatros o vencejo. 30 . SURGENTE

E

rnesto sale de la fábrica más apurado que de costumbre y tan contento como en día de paga, porque hoy es día de paga. Se sube al bus que lo llevará hasta el metro Côte—Vertu, en la línea naranja, y aunque luego tenga que tomar más buses para regresar a su casa, se decide a ir hasta la estación Mont—Royal, en el Centro, a donde solo va en día de paga. Ernesto se apresura, casi con angustia, casi con miedo de que su felicidad se le rompa, porque el viaje en metro es largo. Son más de las cinco y media y aunque hay luz hasta tarde casi todos los negocios cierran temprano y Ernesto se apura más porque la felicidad rota sería que el restaurante al que va estuviera cerrado. Ya le pasó una vez y tuvo que esperar hasta el mes siguiente. Sale muy rápido de la estación y sube por toda la calle Mont—Royal, en dirección a la montaña. Mira el reloj y descubre que tiene tiempo, por lo que decide andar despacio. Aprovecha para pensar que hoy es día de paga, que podrá pagar dos meses de arriendo (este y el atrasado) y enviarle algo de dinero a su madrecita, que lo tiene en sus oraciones de todos los días y que siempre llora —a pesar de la costumbre—


cuando lo deja en la terminal del pueblo, rumbo a la capital, rumbo al avión y rumbo a esos países tan lejos y peligrosos en los que hay cuidarse del frío y de la nieve, mijo. Ernesto piensa en cuándo podrá empezar a ahorrar para traer un día a su santa madrecita y mostrarle, para que vea con sus propios ojos, que en esta época del año ya no hay nieve, sino un calor bendito, y que ya no hay que salir con esos abrigos tan pesados en los que lo ven en las fotos. Cuando llega a la esquina del boulevard, Ernesto gira hacia la izquierda —como si fuera hacia el puerto—y sigue derecho hasta el 4837 del boulevard Saint—Laurent; a pesar del tiempo que lleva aquí, a Ernesto le siguen pareciendo extrañas las direcciones en esta ciudad y en más de una ocasión se ha confundido con el Este y el Oeste. Ernesto recuerda esa vez en que fue a una entrevista de trabajo y golpeó en casa de una mujer que casi llama a la Policía porque creyó que era un ladrón. Pero después de la sospecha, la dama soltó una carcajada y le dijo al muchacho que era al otro extremo de la ciudad a donde debía ir, porque ese era el lado Oeste de la 186 avenida Mozart y que el Este era en sentido contrario. Y ya ni modos, porque ese día solo tenía dinero para el bus de regreso y ya era tarde y otra entrevista perdida y no sé si aguante así de lejos y de frío sin trabajo, madrecita. En el restaurante, Ernesto pide no dos sino tres pupusas bien rellenitas de queso y fríjoles y con mucho curtido de repollo. Ernesto es hoy tan feliz que sin preguntar va a la nevera y busca una botella fría. Cuando debe recibir su bandeja humeante es a Dolores a quien debe pagarle los 10,81 (más taxes) de la orden, cantidad que solo se puede una vez al mes. Ernesto paga y le busca los ojos a Dolores, que lo conoce de hace tiempo y que le habla poco. Ernesto aún no descubre de dónde viene Dolores, porque el acento lo esconde muy bien —no como él— y cuando habla en francés o en inglés con los clientes o por teléfono menos se le nota. Es más, ya ni quiere preguntarle, sino descubrirlo. Es tan feliz Ernesto porque es día de paga que se hace el insolente, paga con un billete de cincuenta dólares y deja dos de propina, lo que ofende a Dolores, que ni siquiera así lo mira. Tan caras sus miradas y no le habla, aunque la última vez que fue día de paga Ernesto le buscó la conversación (con prudencia, para que el jefe no viera y luego no la regañara) y la invitó a salir. Tan digna y tan cara que no le habla, que no le dice que sí, pero tampoco que

no. Ernesto gira con su bandeja hacia la mesa con una sonrisa; lo que no sabe es que Dolores se la devuelve cuando él no mira. Ernesto reconoce por primera vez el espacio de las mesas, con los clientes, y los estantes llenos de productos importados, mientras busca una silla y se familiariza con la música de fondo. Golpe con golpe yo pago Beso con beso devuelvo Esa es la ley del amor que yo aprendí, que yo aprendí. Ernesto se descubre cantando al tiempo que disecciona la primera de sus pupusas como el mejor de los patólogos. Frena violentamente antes de la primera incisión, porque casi se le olvida rezar. Reza en silencio, porque en el instituto los profesores de Francés y Civilización le han hablado de la laicidad y, aunque no entiende mucho, mejor no rezar en público y ya. Ernesto ora como le enseñó su madrecita y se acuerda de ella y de que el lunes le enviará algo de dinero porque hoy es día de paga. Antes del primer bocado, un cuerpo rueda a sus pies mientras que un grito horrorizado lo sorprende. Ernesto descubre un conejito que rueda hasta él y que cayó desde la fatídica altura de un coche; la presunta homicida llora desconsolada. Antes del primer bocado, Ernesto se arrodilla, rescata al conejito y lo devuelve a la dueña. Un merci con la erre bien marcada le sonríe desde arriba antes de que el conejo vuelva a morir. La horchata está fría. La pupusa lo espera humeante y blanda. Ernesto piensa en comprar unos tamales de maíz para los próximos días y en demorarse tanto como pueda, porque quiere saborear cada bocado y porque esta felicidad, que le durará hasta el lunes y hasta que casi no tenga dinero, no la quiere compartir, a menos de que solo sea con Dolores. Ernesto no se preocupa porque va a regresar tarde, aunque el casero le abra de mala gana, porque hoy no quiere cruzarse con el haitiano o el armenio con los que comparte su miserable cuarto, porque no hay trabajo, porque no hay que estudiar para el examen de Gramática y Civilización, porque dormirá hasta tarde, porque su madrecita lo piensa allá en la sierra, porque Dolores no ha dejado de mirarlo desde que él se dio vuelta luego de pagar, mientras escurría una sonrisa, y porque ahora Dolores es quien piensa en el próximo día de paga.

SURGENTE .

31


Esquizoide *Diana María Cardona Ruiz: “Nací en Bogotá en 1990. Soy hija de una madre inteligente y un padre imaginado. Mamá desde los veinticinco, lo que me hizo descubrir un sinfín de sensaciones insospechadas. También, una romántica empedernida, de esa especie en peligro de extinción. Me gusta viajar y lo he hecho siempre que he tenido la posibilidad, por eso mismo me gustan los libros, porque ellos también me permiten viajar, conocer y probar. La lectura y la escritura desde siempre fueron inquietudes permanentes, por ello, hice de ambas mi profesión. Escribo de lo que me pasa, le imprimo humor y exagero situaciones, incluso aquellas que considero dolorosas o que me avergüenzan”. 32 . SURGENTE

Por Diana María Cardona Ruiz*

D

escubrí que tenía un gen esquizoide. No dije esto es un gen esquizoide y punto final. Este hallazgo se dio gracias a una serie de sucesos inexplicables. Cuando era niña tenía un letargo que generalmente venía acompañado de una visión. Una especie de gato—búho alojado en la esquina de un cuarto. Yo me encontraba al otro lado y la figura decreciente de una caja que contenía infinitamente otras cajas me impedía llegar hasta el animal. Mientras esta visión sucedía, mi cuerpo experimentaba un sin fin de sensaciones desagradables. Un día, sin explicación alguna, esta visión desapareció y la olvidé por completo. La olvidé tan profundamente que no sabía que alguna vez la había tenido. Ya adulta tuve la misma visión al quedarme dormida una tarde soleada. Es muy dañino dormir una tarde de sol, el sueño que deviene no repara, sino


que enferma. El punto es que, al tener esta visión cuando uno tiene una cierta concepción de lo real y lo fantástico, sentí un estallido interno de memoria y recordé que siendo niña, al estilo de Alicia en el país de las maravillas, me sumergía en un sueño momentáneo que disparaba sensaciones complejas. Después de ello, intenté repetir la sensación durmiendo en las tardes de sol en que los sueños no son sueños sino meras visiones de la vida frustrada que uno lleva. Pensé en gatos, en búhos, en cajas, en figuras geométricas que se reproducen incansablemente dándole a una esa sensación de infinidad que no tiene. Pero la visión no regresó. La sensación de querer sentir eso que la visión me producía, que les repito no era benevolente, me intrigó. ¿Por qué la necesidad de sentir eso que ya probaste que no te satisface? ¿Por qué me satisface una sensación de vacío e incomodidad? Todo se reduce a un click. A la imposibilidad que tiene el lenguaje para definir esa amalgama de contradicciones que, en últimas, nos hacen humanos. El otro día iba caminado. Llovía. Tenía una sombrilla prestada. No me gustan las sombrillas, me parece que son la representación de un falso cuidado de sí. Las cargas para protegerte del sol, de la lluvia, de un ladrón… pero siempre terminan incomodándote, nunca sabes qué hacer con ellas, ni dónde guardarlas; la condición empeora cuando están mojadas. En fin, ese día necesitaba una sombrilla, no sé bien si para resguardarme de la lluvia o para descargarla en el parabrisas de una ruta escolar, como ocurrió después. Uno siempre está pensando. Divagando. Recuerdo sonreír mientras caminaba, quizás pensaba en el amor que no tengo, pero que podría tener o me encontraba en plena romantización del rostro de mi hijo que esperaba que lo recogiera en el jardín. Fueron segundos de plenitud al cruzar la calle. Al intentar cruzar la calle, porque una ruta escolar se me atravesó. Me detuve. Miré la ruta, agudicé la visión para descubrir al conductor, era una mujer, no parecía tener nada en mi contra, así que decidí seguir, pero apenas emprendí la marcha, la ruta hizo lo mismo obstaculizando de nuevo mi paso. Volví a detenerme, la ruta hizo lo mismo, miré de nuevo a la conductora y de nuevo percibí que no tenía nada en mi contra. Le cedí el paso con una mueca, no era mi intención empezar una pelea callejera. No creo que haya comprendido porque siguió remarcando la contienda peatón versus conductor.

No se movió, así que yo avancé para llegar al andén. En pleno cruce, la mujer decidió pitar, justo en mi oído. Fue ahí cuando sucedió el click. La razón me abandonó. La sombrilla cambió su función y se convirtió en un arma letal. Por un breve momento descargué toda mi fuerza vital en el parabrisas que resistió valientemente. La gente en la calle se agolpó al ver mi batalla, cual Quijote contra los molinos de viento. La conductora miraba petrificada mi furia desbocada. Hubo gritos de parte y parte. Conservé mis estatus al no pronunciar ni una sola mala palabra, solo señalé vehemente la mala educación que atormenta al país, genealogía de nuestros males. Me detuve. Imagino que en mi rostro se concentraba la sangre rabiosa. Retomé mi camino sordamente. Abandoné la vieja costumbre de caminar y empecé a levitar. No veía con claridad. Una señora se acercó y me preguntó por qué había reaccionado así. Como pude expliqué mis razones, porque ni veía, ni escuchaba, ni hablaba bien. Recuerdo que me dijo que, afortunadamente, no había pasado nada grave y ahí hubo un segundo click. La cara se me encendió de nuevo y sé que en mis ojos hubo fuego, porque la señora me miró asustada ¡Qué triste que en este país tenga que haber un muerto para que se diga que pasó algo grave! Me di la vuelta y la abandoné. Lo que pasó después fue esa sensación de incomodidad satisfactoria. Lo inexplicable. La razón empezó a descender poco a poco. Sentí pena y me dio una risa incontrolable, las manos me temblaban, me acomodé el peinado, miré en perspectiva la sombrilla destrozada, recogí a mi hijo del jardín, que inocente me recibió con la sonrisa iluminada. Pasé por el lugar de los hechos de regreso. Aún había gente comentando lo sucedido, erguí mi espalda y los miré fijo, como quien dice: ¡A ver, píntelas que yo vuelvo y se las coloreo! Al llegar a donde la dueña de la sombrilla, que llevaba deshecha, no tuve más alternativa que contar la historia con un tinte más épico y dramático, dando a entender que era mi vida o la sombrilla.

SURGENTE .

33


Lazo rojo

Por Norma Bolaños*

D

e reojo miro a la que hizo el lazo rojo. Le quedó feo, mal acabado. En cambio, los míos me quedaron ¡hermosos! Quiero darle las gracias a mi vecina por insistir que me inscribiera en el curso de cintillos, lazos y moños que dicta la Alcaldía. Ella tiene razón, si aprendo a hacer estas manualidades ahorro una buena plata, ya no tendría que comprarlas, yo misma las haría y, si aprendo bien, ¡quién quita y hasta pueda venderlas en el barrio! No creo que la que hizo el lazo rojo pueda ni siquiera ponérselo algún día a su hija, porque es que no tiene gracia para hacer este trabajo. Su lazo es realmente sin gracia. Hoy fue el primer día de clase. Dejé a las niñas con mi mamá. Me llevé el morral con una tijera grande, metros de cintas unicolores y adornos como botones, aplicaciones y perlitas pequeñas. ¡Ah!, y también la pega de silicona. La profesora nos enseñó cómo hacer un lazo sencillo y pegarlo con silicona en un gancho de metal. Nos repitió hasta al cansancio que hay que tener delicadeza para que quede bonito. Yo me esmeré en hacer mis lazos como les gustan a mis hijas. A la mayor le hice uno rosado y a la menor uno morado. Le coloqué unos adornos de unicornio. La profesora, a la que hizo el lazo rojo, le puso una carita de Hello Kitty. El lazo no le quedó bien, es como ordinaria, no tiene concentración en lo que hace. ¿Será porque está embazada? Ya sabe que parirá una hembrita dentro de tres meses.

34 . SURGENTE


Le preguntamos si ya tenía todo listo para el nacimiento de la bebé y se puso a llorar. ¡Me dio una lástima! Dijo que tiene apenas dieciséis años, ¡una bebé que va a tener otra bebé!, pensé. Yo cosía con el hilo de nailon el lazo rosado cuando la escuché que el papá de la niña le había comprado un coche bonito y lo había dejado en su casa porque no vivían juntos. —El coche es de los caros, de esas marcas que usan los ricachones, con una tela importada y espacio para meter los teteros y todo, pero ¿adivinen qué? ¡Mi mamá en un ataque de rabia lo rompió a martillazos! ¡Ya no sirve! La preñadita dijo que su madre no quería nada que viniera de él. No deja que se vean porque desde el comienzo del noviazgo no le gustó el muchacho. Todas le dijeron que eso no era justo, que fuera lo que fuera ese era su marido y el papá de su hija. Eso mismo dijo ella. Luego nos preguntó: —Muchachas, ¿qué creen ustedes que deba hacer? ¿Será que me voy con el papá de la niña y me meto a vivir con él o le hago caso a mi mamá y le termino definitavemente? Nosotras le dijimos que luchara por su amor, por un hogar, que no le hiciera caso a la mamá, que la niña necesitaba a su papá para crecer y ser feliz. Cuando terminé el lazo rosado, empecé a coser el morado y medio levanté la vista para seguir mirando a la del lazo rojo. Una de las alumnas del curso le regalaba un poco de hilo para que terminara su labor. La muchacha era delgada, solo le resaltaban su barriga y las cejas negras tatuadas. Nos dijo que tenía dos tatuajes más, uno en la espalda y otro en el muslo derecho. Terminó el lazo que era pequeño. Yo cosía unas florecitas de tela que nos enseñaron a hacer mientras la del lazo rojo nos contaba: —Mi novio me lleva diez años, pero a mi mamá no le gusta. Dice que me aleje de él y me pierda. La curiosidad me mataba. Una le preguntó cuál era el trabajo del papá de la bebé. Ella respondió, mientras empezaba a hacer sus florecitas: —Es artesano. Hace pulseras, collares y aretes con cuero, piedrecitas y otros materiales. También hace bolsos y sandalias. ¡Todo con sus manos y le quedan muy bien! Ahhh dijimos al unísono. —Su trabajo es digno, aunque pueda ganar poco — dijo una.

—Lo importante es que trabaja —dijo otra. —¿Y dónde trabaja? —preguntó otra más. —Tiene un puesto frente a la Plaza de Bolívar. Ayer me mandó a avisar con un amigo que tiene comprada la cuna, otro coche y una ropita, pero que no me la manda a mi casa porque tiene miedo que mi mamá la rompa también. —¡Esa señora no tiene derecho de hacer nada de eso! —dijo una del grupo. —¡Ese es el papá de la bebé!, ella tiene que respetar tu decisión —dijo otra. Me quedé callada. Solo pensaba en lo mucho que ganaría al vender mis lazos y moños de colores. Empezaba a meter todos los materiales en el morral cuando la muchacha dijo: —Bueno, el también viaja mucho. No se está dos meses en el mismo lugar. Yo creo que mi mamá no le gusta esa viajadera porque entonces yo estaría sola casi siempre. —¿Vende la mercancía en otra parte? — preguntó una—. Hay que rebuscarse el dinero para que alcance, mija. —No —respondió ella—. Cambia de lugar porque cuando le mandan a matar a alguien, lo hace y se muda de ciudad. ¿Me entienden? Si el que manda a matar lo delata, mi novio lo mata también y por eso es que siempre está viajando. A mí se me cayó la tijera porque no había cerrado bien el morral. Lo cerré, cerciorándome de que no había dejado mis lazos, porque como dice la profesora: Una niña sin lazos no es una niña…

*Norma Bolaños (Maracaibo,Venezuela). Comunicadora Social con Maestría en Sociosemiótica de la Cultura y de la Comunicación. Trabajó como periodista en diferentes medios de comunicación en el área cultural, fue productora y moderadora del programa radiofónico “Aquí y Ahora” hasta que la emisora cerró, debido a la situación política y económica del país. Decidió emigrar a su segunda patria, Colombia, donde participó en el Taller de Escrituras Creativas de Idartes y del Taller Distrital de Crónica, para abrirse camino a la producción literaria como su catarsis.

SURGENTE .

35


Irene

Por María C. Pardo*

I

rene me volvió a pedir que le aplicara crema sobre el tatuaje. Llevaba unos pocos días de habérselo hecho y debía humectarlo cada hora. Era un avioncito de papel que se había tatuado con su novia. Yo le esparcía la crema mientras escuchábamos al profesor de introducción al derecho. Nos habíamos vuelto muy amigas, me hacía reír y parecía leal. Me acompañaba a todas partes y, como vivíamos cerca, empezamos a ir y venir juntas de la universidad. Ella pagaba el taxi. Una amiga muy atenta, como nunca la había tenido. Se acercaban los exámenes y una tarde, en el taxi, me dijo que si podíamos estudiar en mi casa. Yo ponía más atención que ella en clase y era más juiciosa con las lecturas, así que supuse que de seguro necesitaba mi ayuda. Serían eso de las cinco y media. Mi abuela acababa de irse para misa donde se quedaba hasta las siete, después de terminar de hacer un rosario completo. Aún no sé cómo lo soporta. Tal como mi abuela me lo ha enseñado, apenas llegamos le ofrecí a Irene algo de comer. Me dijo que sí, que cualquier cosa para ella estaría bien. Mientras estaba en la cocina, ella, como siempre, me acompañaba desde la puerta. Me preguntó si alguna vez había besado a una mujer. Le dije que no, pero que había estado hablando con una chica el año pasado. Era muy mayor para mí y se volvió algo intensa, así que nos dejamos de hablar pronto, dije. Las relaciones entre mujeres son complicadas, ¿sabes? Con mi novia hemos tenido muchos problemas, últimamente es insoportable, te tiene celos. ¿Celos de mí? Sí, de ti. Dice que pasamos mucho tiempo juntas. Bueno, pero eso no significa nada, es normal. Estudiamos juntas y vivimos muy cerca. Sí. Igual tiene celos. Pero entonces… tú estabas hablando con esa vieja porque buscabas algo más. Supongo… creo que sí. Y nunca la besaste. No, nunca.

36 . SURGENTE

Yo revolvía los huevos que seguían húmedos. Sentí que Irene me miraba fijamente y me sonrojé. Ella lo notó. Con el rabillo del ojo pude ver una sonrisa dibujarse en su boca. Estábamos a tres pasos. Ella dio uno. Los vellos de mis brazos se erizaron y sentí como un viento caliente pasó por mi espalda. Estiré la columna para disimular. Irene dio otro paso y yo sentí cómo el calor me corría por las mejillas hasta las orejas. Dio un tercer paso hasta quedar justo por detrás de mi cuello. Sentí cómo la tibieza llegó a mis pezones que se pusieron duros. Puso su mano izquierda en mi cadera. Yo seguía mirando los huevos y apagué la llama. Estaban listos. Puso su mano derecha en mi mejilla izquierda y me volteó el cuerpo. Sentí su aliento. Cigarrillo con menta, mientras abría los labios y yo cerraba los ojos. Húmedos y tibios, como los huevos, y un poco agrios. El chocolate hirviendo y desbordándose en la estufa nos dio un sobresalto. ¡Ah, no!, dije. Salimos de la cocina, nos sentamos y comimos en silencio. Irene no me quitaba la mirada de encima. Yo solo pensaba en que quería besarla de nuevo. Cuando terminamos de comer me dijo que si podíamos revisar la lectura. Me paré de la silla y me dirigí a mi habitación. Sin darme cuenta, ella me siguió. Mientras buscaba el libro, una vez más, me miraba desde la puerta. Se sentó en mi cama y, con el libro abierto en las manos, yo lo hice también. Su mano se posó en mi pierna y empezó a subir deteniendo el tiempo. Se acercó a mi cuello y su saliva, fría, me hizo alargarlo para darle espacio. Sonó la puerta abriéndose. Tragué saliva y me aparté de Irene. Empecé a hablar de cualquier cosa mientras sentía como la sangre corría por mi cara y escuchaba los pasos acercarse. Buenas noches, dijo mi abuela. Buenas noches, señora. Mucho gusto, Irene, dijo mientras se ponía de pie para darle la mano. Mmucho gusto. ¿Cómo les va?, ¿ya comieron? Sí, abuelita, ya comimos, gracias, le dije sonriendo.


Bueno, mijita, me alegro. Con permiso, dijo y se marchó de la habitación. No sabía que tu abuela llegaba tan pronto, susurró Irene. Sí, siempre llega minutos después de las siete. Lo que se demore en caminar de la iglesia hasta acá. Es bueno saberlo… con estos exámenes que vienen creo que voy a necesitar mucha ayuda. No te preocupes, yo te enseño. Yo también te enseñaré lo que sé.

*Mi nombre es María C. Pardo, nacida entre vientos y pastos de Usme. La escritura me habló al oído hace más de un año y me encanta jugar con ella. Escribo cuentos armados con pedazos de mi vida y también poemas, que no sé si se alcanzan a llamar así. Leo cualquier cosa que me recomienden o que llegue a mis manos, y suelo encontrar encanto en donde muchos no lo ven. Por eso no tengo escritores ni libros favoritos. Escribo para mí más que para nadie. La escritura más que mi arte, es mi terapia. Mi escritura no tiene pretensiones y guarda algunas verdades entre ficciones. Soy más escritora que politóloga, pero más cantante que escritora.

SURGENTE .

37


La Luna arde y en ella también llueven billetes

38 . SURGENTE


Por Joaquín Cuenca Melo*

L

a ventana está llena de vapor cuando corro la cortina rosada. Siento ganas de lamerla, es mi sudor el que la baña. Sólo la abro. Veo como, atravesadas por la noche, llamas de fuego consumen un par de gusanos que intentan penetrarme. Una cadena de vibraciones sacude las paredes internas de mi sexo. Sin posibilidad intento evitarlo. Ese movimiento me pone nerviosa y me saca un orgasmo que quería posponer. La próxima vez me lo meto atrás. La cámara me sigue. Lléname toda. Camina las calles sin pensamientos. Dame placer. El sol me obsesiona, quiero que me queme, quiero que me abra las piernas, entre en mí para hacerme arder desde allí y me deje sedienta, más y más sedienta. Siempre cargo un cuchillo, no sé en qué momento quiera cortarme. Todos me miran esperando y yo agacho la mirada, estar tan avergonzada me excita, hace que tiemblen mis piernas. Por fin llego y la clase empieza. Valido porque en algún momento tal vez necesite decir que soy bachiller. A nadie le interesa si lo soy o no, y está bien. Estoy más húmeda que de costumbre. Estoy buscando vergas de plástico en el celular y una chica se me acerca. Yo tengo esta, vibra delicioso, si quieres te la puedo prestar. Entrego mi trabajo y hoy no hay más clases. No soporto un segundo más. Oye, ¿te has desnudado en un parque? Nunca. ¿Vamos? ¿Cuándo? Ahora. Lubrícame. Necesitas beber agua para que atraviese tu cuerpo desde adentro y te haga sudar y lubricar. No pienses. Una mañana una ardillita se deslizó por un árbol. No era la serpiente que es el diablo sino más tierna y yo la quería. Fue a visitar a su familia y todos comían nueces y sonreían, hasta ella también se atrevía. No me interrumpas. Adentro del árbol SURGENTE .

39


caía una lluvia de nueces y tenían una fábrica. Méteme tu mano, te invité porque te vi las manos y son pequeñas y quiero que me metas una mano en mi sexo y la otra atrás. ¿Tú crees que están muy grandes mis nalgas? Fabricaban Nucita las ardillas. Hicieron mucho dinero y llovían nueces y billetes. Te gusta verme en cuatro, lo sé. Ahora tú. Alguien viene. No importa, esa es la gracia, que miren. Mejor tápame, me da vergüenza y eso me excita más. Es un incendio. No me interesa. Ayer o mañana todos vamos a arder. Yo quiero que el sol entre en mi sexo y me queme desde adentro. And I miss you, like the deserts miss the rain. Llueve dinero y sirve de combustible para las llamas. Bésame. Hazme sentir que me amas, pero no me ames, eso es ridículo. ¿Tengo que sentirme culpable por extasiarme en el placer que me das cada vez que mueves tu mano dentro de mi trasero? La noche. La noche es una serpiente y sí, esta sí es Satanás, por eso sonrío de noche y tengo los ojos desorbitados. Satanás le dijo a Eva que comiera del fruto prohibido y ella empezó a ver llover dinero y le encantaba mirar al mundo arder. Compremos placer. Luces fluorescentes rosadas. Hacen que se vean más lindos mis senos. Te gustan mucho, nunca me los muerdas estúpida. ¿También odias que te los muerdan? Me gusta cuando Satanás, que es la noche, me lleva de compras y yo sonrío. Me llevó a recorrer el mundo y me mostró que todo aquí ardía y que por eso él y el sol, que es Apolo, son amigos. Apolo debe tener una verga que me incendiará y me quemará por dentro. Ya no hay cables, somos inalámbricas; lo sabes. Me miras y me haces chuparme los dedos, me duele cuando me chupo los dedos porque mis labios son muy gruesos y los aprietan. Nucita, me encanta Nucita. Algo se va a incendiar esta noche y yo gimo. Se incendian los que no pudieron atrapar los billetes, el dinero que Satanás nos envía desde el cielo montado en un dragón con una verga mitológica. La chupamos entre las dos y me mientes diciendo que no te gusta y que te gusta, igual mientes. Nos gustan los animales mitológicos de vergas enormes. Estás más mojada que yo y salivas y tu sexo te saliva y el mío también. Deberíamos tener una lengua en la vagina para besarnos con ella; la naturaleza es imperfecta.

40 . SURGENTE

Apriétame. Más. Tú también me quemas por dentro. La cámara nos sigue. Día. Las luces fluorescentes rosadas son mis favoritas. Mi sexo y mis pezones dicen rosa. Vámonos juntas a clase y lleguemos cogidas de la mano. Nadie sabe. Quieres cambiarte el color de los ojos que ya tienes hermosos, pero rojos son un tesoro. Satanás me huele el trasero porque le gusta la marihuana. Chite perro cochino. Guárdame bebida energizante y lámeme con polvos efervescentes. Hagamos una competencia para saber cuál de las dos tiene el sexo más dulce. Son las cosas que me interesan. El perro cochino ahora es gigante o siempre lo fue y tiene cabeza de peluche y en la calle reparte menús de almuerzo para un restaurante en el que trabaja. Vamos a chuparle la verga. Se piensa quitar la cabeza de peluche gigante y me parece obsceno; que se la deje. Dice que se llama José Donoso y que lo sacaron de una casa de monstruos. A mí siempre me han excitado los monstruos. ¿A ti no? Nos baña en su semen. Dámelo a mí, no te lo quedes todo pedazo de perra. Mira que la cámara nos sigue. Déjate untada y déjame untada. Si me limpias no te vuelvo a hablar. Gracias. Vamos a clase y entremos juntas cogidas de la mano mientras el mundo arde y llueven billetes. And I miss you, like the deserts miss the rain. Hoy te brillan más los ojos. 1789. El mundo es otro desde 1789 y es otro desde 1917 y es otro desde 1945 y ojalá me estallaran una bomba así en el culo. El mundo es otro desde 1969. Te imaginas hacer el 69 en la Luna mientras Apolo cabalga por ella. La Luna arde y en ella también llueven billetes, más rico con Tussi y fumando marihuana rosada. Me gusta la marihuana rosada y el Tussi. Quisiera lamerme mi sexo para saber si es más dulce que el tuyo, tomarme mis jugos no es lo mismo. Me sonríes y me encanta, me encanta Nucita y si tú la pruebas te encanta también. No sé qué es Nucita, pero creo que es un libro sobre una fábrica de crema de nueces preparada por unas ardillas, o eso me contó mi mamá. ¿Tu mamá habrá leído ese libro? Si me muestras una foto de tu mamá te digo si ella lo leyó. Ay, sí, sí lo leyó. Tu mamá me excitó, es muy linda. Vámonos. La cámara nos sigue y nos espera. Bésame las entrañas. Tatúate algo rosado conmigo. Llueve dinero y el mundo arde y yo sé que te regañan, pero tengo una idea, estoy segura de que tus papás no te van a mirar el ojo del culo. Me gusta el dolor cuando me tatúo. Te quedó más lindo el tatuaje a ti, sigue en cuatro, quiero


lamer tu tatuaje. Nucita no es un libro, Nucita es una fábrica de mierda y a eso sabe tu trasero y por eso es tan dulce. And I miss you you, like the deserts miss the rain, ¿cómo lograron escribir toda esa frase alrededor de nuestro ano? Me gustan las letras rosadas. Bésame y no me digas que estoy loca, que soy obscena o si me lo vas a decir déjame oler el sudor en tus senos porque hueles a fresas; sácalas de tu trasero porque me dio sed, porque el mundo arde y llueven billetes y las fresas suenan a la humedad entre tus piernas que son luces fluorescentes rosadas. La cámara nos sigue. Llueven billetes y arde el mundo para todos los vivos y para todos los muertos y lo único que me queda por hacer es derramarme de placer en tu boca y en tu piel y en tu sudor, en la Dublín de Joyce y en la Santiago de Donoso y en tu culo que es mi cielo. Leo poemas y leo libros increíbles. Mi mamá me hace leer cosas y me gusta que me mire mientras cree que estoy leyendo. Siento que sus ojos son la cámara que nos sigue, mi mamá sabe que soy tan inocente, que estoy tan expectante de algún día sentir placer y ella también desea sentirlo y me mira. Gracias, me haces leer. Mi mente estalla, mi clítoris también y si me lo tocas exploto sobre todos los vivos y sobre todos los muertos.

*Joaquín Cuenca Melo. Nacido en Bogotá en el año 86. Presuntuoso y especulador. Primoroso y pretérito. Mundano y majadero. Lengüisucio y sin complicaciones. Tosco. Trepidante y montaraz. Nervioso y poco serio. Mamagallista. Contradictorio y, ante todo, holgazán. Sutil y lleno de desparpajo. Sociable y huraño. Sabanero de la sabana de Bogotá. Ladrón de frutas en su niñez, ladrón de botellas en la adolescencia y ladrón de más botellas en la adultez. Ígneo, musical, perezoso, muy perezoso. Impuntual y poco dado a los formalismos. Defensor eterno de causas perdidas y amigo del derrotado y del marginal. Siempre le apuesta al perdedor y pierde. Dicen que es profesional en estudios literarios de la Universidad Nacional. Chaguaniceño de corazón, promotor de las fiestas del soltero en Chaguaní y del chirrincho chaguaniceño. Vecino y amigo del sector.

SURGENTE .

41


Mis primeros guayos Por Edgar Vergara*

N

os bajamos del bus como pepa de guama. Yo con ganas de devolver el desayuno y mi mamá con el tiempo justo para llegar al trabajo. Después de expulsar el chocolate y los huevos pericos junto al pino, me levanté en cámara lenta, me limpié la boca con la manga del brazo y traté de sostener la cabeza. En mi mundo todo estaba nublado, pero el saco rojo de mi mamá me devolvió a la tierra. Reconocí dónde estaba. El viaje de casi una hora en la lata de sardinas más el olor a gasolina habían sido los culpables. —¡Es porque no está acostumbrado a montar en bus! —me dijo, mientras me abrazaba y miraba por segunda vez su diminuto reloj de pulsera dorada. Aquel sábado la acompañé por primera vez hasta su trabajo. El bus que esperábamos debía tener un letrero que dijera Avenida 68. Si decía Carrera 68 no debíamos tomarlo, porque se demoraba más y se subía más gente, me decía mi mamá. El de la Avenida 68 era más rápido, porque la ruta tenía dos puentes nuevos que habían acabado con el interminable trancón. Una vez me recuperé y tomé color en los cachetes, caminamos a paso de maratonista. Cuando llegamos, mi mamá me presentó a dos policías que prestaban guardia y dejaban entrar solo al que mostrara un carné que lo identificara como a un funcionario. —¡Alvarado, Gutiérrez, Cifuentes, les presento a mi hijo! —les dijo, mientras miraba el reloj y atravesábamos la enorme puerta de hierro. Mi mamá se fue corriendo, se despidió de mí a los gritos, agarrando el bolso para que no se le fuera a enredar entre las piernas. —¡Gordo, aproveche y conozca! Más tarde nos vemos —me dijo y se fue deprisa por uno de los corredores.

42 . SURGENTE

Me fui a descubrir el nuevo lugar. Conocí los billares que a esa hora estaban cerrados, la piscina, el teatro, la bolera y las canchas de baloncesto. Subí un par de escaleras y me senté en una de las gradas de la cancha de fútbol. Había niños y un señor de sudadera y gorra que pitaba y gritaba todo el tiempo. Los niños parecían de mi edad, pero yo con lo bajito y gordo me veía más pequeño. Corrían esquivando conos en zigzag y pateando un balón sin que se les despegara de los pies. Cuando me aburrí de verlos, me subí al árbol más alto a mirar la ciudad y a comerme un banano que llevaba en el morral. Me bajé porque oí que mi mamá gritaba mi nombre. A la salida del trabajo, nos encontramos con el señor de sudadera y bigote de brocha que estaba entrenando a los niños en la cancha. —Don Medrano, este es mi hijo del que le hablé, ¿será que me lo puede recibir? Es que no crece y se me va a quedar enano —dijo mi mamá, mientras me peinaba con su mano. —Estoy de afán. El jueves conversamos —dijo el hombre y se subió cerrando la puerta del carro. Nos despedimos de Alvarado, Gutiérrez y Cifuentes. Pasamos la calle y esperamos el bus. Dios me escuchó y nos mandó uno con ventana y puesto para cada uno. Llegamos a casa, después de almorzar me acosté a dormir un rato. Esperé la noche del jueves con ansias. Cuando mi mamá llegó de trabajar le alisté las chancletas y le pregunté si había hablado con el entrenador. —¡Que te espera el sábado! —me dijo. El viernes no pegué el ojo. Alisté una camiseta, una pantaloneta y los tenis. El sábado fuimos los primeros en llegar. Mi mamá esperó que llegara Medrano y me dejó con él. De a poco fueron arribando más jugadores que comenzaron a cambiarse. Entre risas y chistes nos fuimos conociendo. Corrimos en zigzag y pateamos


balones medicinales, ensayamos penales y tiros libres. Si quería ganarme la titular tenía que correr más y caerme menos. El profe hizo sonar el silbato. Nos dijo que los entrenamientos serían los martes y los jueves, el sábado tendríamos partido. Antes de que abandonara la cancha, se acercó y me dijo muy serio: —¡Caballero, la próxima clase con guayos, a ver si se cae menos! Salí a buscar a mi mamá. Esperé que terminara el horario que debía cumplir. Tomamos el bus y ya en la casa, mientras almorzábamos, el tema de la mesa fueron los guayos. —Alístese y vamos a buscar esos benditos guayos — me dijo ella, mientras revolvía el jugo con un tenedor. Después de andar todo el Centro, por fin los encontramos. Eran negros, marca As, y lo mejor de todo es que eran mis primeros guayos. Cuando los pagó, me entregó la bolsa y me recomendó que los

cuidara mucho, porque había descompletado la plata del mercado para comprarlos. Esa noche dormí con ellos puestos. El sábado siguiente, mi mamá se fue a su puesto de trabajo y yo me fui solo hasta las canchas. El profe hizo sonar el silbato y ya estábamos corriendo todos por la pista de arena, luego nos dividió y armó dos grupos. Nunca había pateado con zapatos que no fueran tenis. Me sentía Maradona cada vez que me tiraban el balón. Pasaron dos semanas entre entrenamientos y partidos. Cada vez jugaba mejor. Los compañeros del barrio y del colegio empezaron a notarlo y a manifestarlo con su tono particular de envidia. —¡Claro, como le pagan liga al niño de papi y mami! —dijo el pecoso que siempre tapaba. Un jueves, luego de terminar los entrenamientos, salimos caminando con varios amigos que tenían la misma ruta mientras que SURGENTE .

43


el bus nos alcanzaba. Pasamos por enfrente del Parque El Salitre que estaba cerrado y solo abría los fines de semana. Uno de ellos se animó a decir que por qué no nos metíamos al parque y montábamos gratis en el tobogán de los costales. Inspeccionamos desde afuera y al ver que no había perros, ni celadores, votamos los morrales al otro lado de la malla y trepamos las rejas como arañas. Tuvimos cuidado de pasar lejos del alambre de púas. Caminamos hasta la montaña de costales y cada uno agarró el suyo. Subimos los 985 escalones, cada uno eligió un carril y empezamos a competir por ver quien bajaba más rápido. —¡El que llegue de último gasta el helado! — gritó alguien. Nos lanzamos un par de veces, hasta que Manrique vio al celador que venía corriendo a lo lejos. Bajamos lo más rápido que pudimos, recogimos nuestras maletas y corrimos hasta la malla por donde habíamos entrado. Cuando estábamos subiendo, el celador agarró a tres, los otros dos habían logrado atravesar la malla. Sin aire, agitado y con el revólver empuñado, nos dijo: —¿Estos hijueputas chinos a que se metieron?, ¿a robar o qué? No ven que el parque está cerrado. Después de maldecirnos y apuntarnos con el arma, nos preguntó dónde vivíamos, qué hacíamos, por dónde nos habíamos colado. Nos dijo que contaba hasta tres para que migráramos. Lanzamos los morrales por encima de la reja y empezamos a escalar. Mi maleta se abrió y salió volando toda la indumentaria deportiva. Cuando empecé a

empacar lo que estaba regado en el piso, noté que uno de los guayos había caído al interior del parque. Pegué la cara a la malla y le supliqué al celador que me lo entregara. Se agachó y lo cogió de los cordones, lo hizo girar como si fuera un helicóptero y lo lanzó cerca de una caneca de payaso con boca gigante. —Chinos hijueputas, por acá nos los quiero volver a ver —dijo y nos apuntó de nuevo como si fuera a disparar. En el camino se burlaron de mí. Les pregunté si no tenían un guayo derecho para el partido del sábado, todos negaron con la cabeza. Nos fuimos despidiendo, cada uno tomaba el bus que le servía. Llegué a mi casa con el corazón en la mano, sin decir nada. Llegó el sábado. Tomamos el bus, nos bajamos y caminamos hasta la puerta, saludamos a Alvarado, Gutiérrez y Cifuentes. Mi mamá se fue a trabajar, a ponerse el delantal verde clarito, los guantes amarillos y a empujar el carrito con los traperos y las escobas. Caminé hasta la cancha, me vestí con el uniforme del equipo. En un pie me puse un tenis y en el otro el guayo que me había quedado. Cuando el árbitro me vio, hizo sonar el pito y me mandó a ponerme el otro botín. Abandoné la cancha, empaqué todo en la maleta y me subí en el árbol como el primer día, a ver el partido mientras me comía un banano.

*Edgar Vergara: Las personas que lo conocen dicen que tiene buen sentido del humor. La primera historia se la contó al novio de una tía a la edad de seis años. Un hombre que al verlo hablar le propuso un negocio muy simple: por cada sueño que le contara, él le daría una moneda. No se hizo millonario, pero aprendió a contar historias. Un día, por cosas de la vida, el hombre de la apuesta no volvió, Edgar se quedó sin monedas y la tía sin novio. Suss historias nacen de anécdotas, ya sean vividas, contadas o imaginadas. Como publicista sabe que la observación es el secreto para alimentar los relatos. El amor por los libros comenzó cuando terminó el bachillerato, porque pudo leer lo que quería y no lo que le imponían en el colegio. Su tiempo libre lo dedica a la lectura, al cine y a sus dos chicas: Vivi y Sara (esposa e hija). En la pandemia, participó por primera vez en un concurso de cuento corto, con El Brindis del Abuelo se ganó dos libros y la publicación del cuento. En la actualidad, participa activamente en talleres de escritura creativa y encuentros literarios.

44 . SURGENTE


¿Quién mató a Agustín Morales? Por Nicolás Antolinez Parrado*

E

l cuerpo de Morales fue encontrado en su finca de descanso en Gutiérrez, entre Fosca y el Sumapaz. La escena era sin duda una reminiscencia de épocas menos civilizadas, pero sin duda más interesantes. Morales, dueño de la finca La Chula, y de varios predios en un barrio sin nombre de la despoblada localidad de Usme, en Bogotá, fue encontrado muerto con varios disparos de bala de su propia pistola y el ya olvidado corte de franela, con la lengua colgando por la garganta, a modo de corbata. Entre sus bolsillos llevaba de todo. Dinero, llaves, papeles, recibos, y algo que llamó la atención del policía encargado, cheques en pedazos con cantidades pequeñas de dinero. Al final de la tarde, los cheques ya habían entregado el nombre de al menos cuatro sospechosos. Los cuatro vivían en los predios sin escrituras de Usme. Al llegar la Policía no parecía que supieran nada del asunto. Sus nombres: Enrique Forero, Edilberto Parrado, Alberto Silva y Eduardo Montenegro, de treinta años, más o menos. Sus familias eran parecidas, todos casados, con no menos de cuatro hijos cada uno. Los predios, por otro lado, eran pequeños. Las casas, sin excepción, constaban de un cuarto de dos por seis metros, un potrero no necesariamente delimitado, y un fogón que servía como cocina. Las escrituras de los predios seguían en manos de Morales en su finca, o en su casa, o donde fuera que las guardara. Creyendo que tenían móviles suficientes para cometer el crimen, la Ley determinó que fueran llevados al centro carcelario de La Picota mientras las investigaciones los descartaban. Lo que sigue, entonces, son fragmentos de los interrogatorios de los cuatro sospechosos, quienes fueron liberados en tanto La Fiscalía no tuvo mayores pruebas para acusarlos. El caso nunca fue resuelto.

SURGENTE .

45


ENRIQUE FORERO —¿Es usted Enrique Forero Cruz? —Así es. —¿Conoció usted al señor Agustín Morales? —Lamentablemente. —Cuéntenos de cómo lo conoció y su relación él. —Yo a él lo conocí porque un hermano mío, por allá en el Tolima, me dijo que conocía a alguien que vendía predios en Bogotá, que eran muy baratos y que iban a subir de precio pronto, que era una buena inversión. Y pues yo, no teniendo más que tierra en los dedos dije vamos a ver qué, y le pedí que me contactara con él. —¿El hombre en cuestión, que vendía predios, era Agustín Morales? —Sí, señor. —Prosiga. —Bueno. Entonces yo me entrevisto con él, y pues sí, cierto que eran muy baratos. Imagínese un jornalero comprando tierra para construir casa. Y en la capital. Inaudito eso. Entonces fue que hicimos el trato. —¿Le compró la tierra? —Así mismo. —¿Y entonces por qué no tiene usted las escrituras? —Nunca me las dio. Ese señor era un estafador. Él llegó aquí, bueno, allá a mi casa, y me dijo que me daba tres pesos por eso que tenía ahí armado. Doctor, uno puede ser pobre, pero no hay derecho a que le traten así a uno el ranchito, que lo ha construido con mucho esfuerzo. —¿Y qué hizo usted? —Pues la verdad yo sí actué mal. Le dije ahí sus palabras, que eran la purita verdad, y le rompí ese papel que me había tirado, un cheque, luego me vine a enterar que eso dizque era un problema ni el más verraco. —¿No pasó nada más? —Pues sí. Pero eso fue después. Ese vergajo le hizo lo mismo a mi compadre Edilberto, El Mono le decimos, y pues es que él sí es más bravo. Y sacó su machete y le quería pegar, pero por la rabia, eso él no es capaz de hacerle nada a nadie. Y pues el señor este se puso a pelearle de igual a igual, y dizque a amenazarlo, y pues eso es mal hecho y yo me metí a defender a mi compadre. Ahí más gente se metió y pues ya, lo sacamos de por aquí y nunca volvió.

46 . SURGENTE

ALBERTO SILVA —Don Alberto, por favor, díganos ¿en qué trabaja? —Yo soy albañil, doctor. —¿Dónde? —Pues la verdad eso es donde salga. Estos días he estado trabajando en Santa Lucía. —¿El señor Morales a usted le ofreció plata para comprarle su casa? —Sí, señor. Él me quería dar un cheque todo chichi por mi ranchito. Yo no se lo acepté. —¿Participó usted en el intento de linchamiento, en el que también participaron el señor Forero y el señor Parrado, contra el señor Morales? —¿Qué es un linchamiento doctor? —Una golpiza. —Pues yo no sé si le llegaron a pegar, pero si habla de la vez que lo sacamos del barrio corriendo, eso sí. —¿Podría decirnos si el señor Edilberto Parrado, le llegó a pegar al señor Morales con un machete? —No, señor. El Mono podrá ser todo lo bravo y todo lo borracho que usted quiera, pero es un hombre de paz, él no haría eso. EDUARDO MONTENEGRO —¿Desde hace cuánto conoce usted al señor Edilberto Parrado? —Pues desde que llegamos ahí. Hará tres años. —¿Usted diría que es una persona violenta, vengativa? —Pues yo si he visto que él es mecha corta. Eso cualquier cosa lo emputa, perdón por la expresión. —¿Usted cree que tendría motivos para hacerle daño al señor Morales? —Pues yo no sé. Rabia si le tenía, todos nosotros le teníamos rabia, pero no sé si como para llegar a hacerle algo tan feo. —¿Qué sabe sobre el señor Edilberto?, de su vida, de antes de conocerlo. —Pues no mucho, él no habla mucho del pasado, se pone triste. Cuando la comadre Isabel, la mujer, le dice algo sobre eso, ese señor se transforma y se va y se pierde y luego llega borracho. —¿Por qué le dicen El Mono? —Pues él es mono, rubio que se dice, entonces por eso. Además así le decía la comadre, y según que todos antes le decían así, pero tampoco le gusta mucho. > > > continúa pág. 44


*Nicolás Antolinez Parrado nació el 22 de septiembre del año 2000 en el sur de Bogotá. Es autor de la novela “De La Catedral al Palacio de Justicia” (2017) y de varios cuentos, de los cuales hay publicados dos, “Cuando el ruido del monte se apaga” (2018), en la revista literaria Surgente, y “El psiquiátrico”, en la antología de cuentos “Bogotá cuenta. Una ciudad que se escribe” (2019). Sus historias se han centrado en narrar la Colombia urbana y rural, conflictiva, contradictoria, horrible y hermosa a la vez.

SURGENTE .

47


EDILBERTO PARRADO —Señor Parrado, ¿Usted mató a Agustín Morales? —No, señor. —Comprenderá que no puedo creerle. —Pues mal hecho, doctor. —Señor Edilberto, usted tiene un historial. —No, señor. Eso no existe. Mi general Rojas Pinilla nos prometió que no. Yo sé lo que ustedes quieren hacer, lo que siempre hacen, echarle la culpa al pobre, pero no señor, yo no maté a Morales. —¿Puede comprobarlo? —Los que tienen que probar que fui yo son ustedes. —Lo que sabemos señor Edilberto es que usted le tenía rabia por lo que fue a hacer allá con los cheques. Usted no pudo matarlo ahí, pero quedó con las ganas. Y fue a buscarlo a su finca, eso le dio más rabia, que alguien con tanta plata quisiera quitarle sus cosas. Pero no lo planeó bien. Cuando lo encontró pues no tenía con qué matarlo, por eso le disparó con su propia pistola. Después, acordándose de sus años como El Mono en el Llano, le hizo el corte en el cuello. —No, señor. Eso no pasó. Yo sí hice muchas cosas antes. Pero eso ya no es así. Todos hicimos cosas malas antes, y no por eso nos andan buscando para culparnos de cosas que no hicimos. —Ahora también se hacen muchas cosas malas. —Digan lo que quieran. Yo no fui. Yo soy cocinero en las minas de sal de Nemocón. Yo me voy por allá semanas, y luego vuelvo a mi casa, no tengo tiempo para ponerme con esas cosas. —Entonces supongo que tiene cómo comprobar que estuvo allá cuando debió ocurrir el asesinato de don Agustín. —Pues sí. Vaya y pregunte allá, y le dirán. —Preferiría que nos ahorre el viaje, Mono. —Pues tienen que viajar. Yo no hice nada. Ese señor es lo peor que nos pasó a nosotros, pero no lo hice. Es más, si me preguntan, ojalá lo hubiera hecho, me hubiera gustado ver morir a ese hijueputa. —Por favor, cálmese don Edilberto. —Es que ustedes se ponen aquí a acusarlo a uno, y pues eso no se hace. Me da rabia. —Está bien don Edilberto. De momento usted tiene que continuar en el centro carcelario de La Picota, mientras averiguamos si es verdad lo que dice, y si vemos que no tiene nada que ver. —Pues sí. Ahora, me gustaría preguntarles algo —Díganos. —¿Con quién tengo que hablar para poder ver a mis hijas?

48 . SURGENTE


Guepardos en la nieve Por Karen Benítez*

H

ay frases del National Geographic que son instrucciones para habitar el mundo: Si vas de safari en busca de guepardos, nunca salgas del coche. Busques donde busques, lo preferible son flores delgadas y fáciles de prensar, como margaritas, cosmos, amapolas o petunias. Frases que leo cuando estoy sucumbida: Imagina que eres un pequeño mamífero, como una ardilla terrestre, y que en cualquier momento podrás convertirte en la cena de un animal más grande. Otras que leo cuando escribo y estoy triste y me pregunto por qué escribo y por qué estoy triste: Captura la belleza del desierto por la noche. Frases que le dejaría a mi padre antes de huir: Dicen que Dublín es un lugar donde todo el mundo lleva una novela dentro. Solo tienen que ir a casa y escribirla. Aunque después escriba: Padre, estoy en el campo y siembro calabazas. Aquí todos llevamos una novela dentro, pero no nos importa. Cuando peleo con él quiero decirle: Los gatos han contribuido a la extinción de sesenta y tres especies de vertebrados, la mayoría aves. Mi padre tiene dos gatas. SURGENTE .

49


A veces pienso en frases del National Geographic que son razones para vivir, como el libro de Amy Hempel. Un guepardo macho, liberado hace poco en la reserva natural Rogge Cloof, escudriña el paisaje. Melanie Piazza, de WildCare, sostiene una tagara aliblanca migratoria. Las lágrimas de cocodrilo son muy similares a las nuestras. Y a veces pienso: Amy Hempel y esa foto suya con un perro. Otras frases podrían ser razones por las que escribo un poema. Un colibrí macho posándose sobre una rama. Las lágrimas de una lechuza común son muy diferentes a las lágrimas de los reptiles cuando se cristalizan. Los chingolos gorgiblancos de Canadá están reemplazando su canto por uno nuevo. Cuando me dicen no te cortes el pelo como Carson McCullers, no uses botas con falda, no te sientes como si tuvieras amargura, pienso: Una mujer saltó la barrera de hormigón del recinto de un jaguar en Wildlife World Zoo, a las afueras de Phoenix, Arizona. El jaguar le agarró el jersey y le destrozó el brazo. Cambio esa parte por: El jaguar le agarró el jersey y la mujer salió ilesa. Mi padre hace preguntas que le parecen importantes. Por ejemplo, quiere saber si todavía anoto en las paredes. A mí me parece más hermosa e importante la pregunta del fotógrafo. ¿De verdad estoy viendo a un guepardo en la nieve? ¿De verdad estoy viendo a un guepardo en la nieve en el extremo meridional de África? Cuando mi padre pregunta qué va a ser de tu vida, leo el artículo que dice: El halo de nuestra galaxia, la gran envoltura de gas que rodea a la Vía Láctea, ha comenzado a colisionar con el de Andrómeda. Su colisión se producirá, de forma irremediable, dentro de unos 4.500 millones de años. Después escribo un cuento y pienso en la última frase, que parece una sentencia: Me amisté con alguien, luego construí una casa y descansé, como hacen todos.

*Karen Benítez: “Tengo diecinueve años. He asistido a talleres locales de escritura y he leído esta frase de Lorrie Moore: Primero intenta ser algo, cualquier otra cosa. He intentado ser arpista, bibliotecaria, presidenta de un club de fans y cantante de Azulito aguamarina, la canción de Javier Moreno. También de Barrio, que cuenta: Rosa Elina, Rosa Elina, desde siempre te he querido por tu cara y tu vestido. Creo en la educación autodidacta, en San Juan de la Cruz, en Pedro Mairal cuando dice que escribir nos salva y nos condena al mismo tiempo, en Leila Guerriero cuando sentencia, cuando parece que me sentencia: Nada fue peor que entonces. Tenía diecinueve años. El tiempo pasa. Por suerte y menos mal.”

50 . SURGENTE


Horda felidae Por Andrés Luna*

U

n hombre se sobresalta al escuchar un ruido en la terraza. Sale con afán de la cama. La desnudez lo obliga a taparse con una toalla. Toma un garrote que está colgado en el quicio de la puerta. Se amarra bien, a la mano, el látigo del palo de guayabo. Cegado de cualquier prevención, salto sobre salto, se abalanza a las escaleras. Abre la puerta. Encuentra una parte de la fachada en el piso. Recuerda el descuido que ha de tenerla a medio construir. Es un solo montón de ladrillos y bloques desperdigados. Deja de ser muro. Sobre la terraza ha quedado la ruina de una vieja pared. De súbito, despierta de la sorpresa. SURGENTE .

51


Va más allá y reacciona ante el exceso de confianza. Piensa en el desafío al peligro con que se ha expuesto. Asoma la cabeza, luego el torso desnudo, mira a lado y lado en la calle adoquinada, sin hallar culpables del averiado muro. Levanta la mirada. Se detiene en las cámaras de seguridad de los vecinos, incrustadas en los pisos superiores. Pertenecen a las casas aledañas. Preguntará al otro día por lo sucedido. Confía en que pedirá las imágenes grabadas, pero que posiblemente le negarán. Los propietarios son temerosos de poner al descubierto la cara de los ladrones. El hombre pasea por la terraza, la rodea en busca de una posible pista. Redescubre la alberca de fregar trapos, la batea que guarda herramientas, cemento sin usar y arena desperdigada con mierda de gato. Meditativo en el asador de carne, piensa en los gastos aminorados en tiempos de crisis. Presiente, el hombre, una sombra que pasa veloz y silenciosa a su lado. El poste con su farol de blanca luz irradia la figura de un gato alargado y presuroso. La sombra se mezcla por entre los muros y se encarama con agilidad por los tejados de las casas bajas. Se pierde entre la oscuridad de la abertura estrecha de dos casas. El hombre ha quedado desconcertado. Se pregunta si fue una alucinación, un sueño o la transparencia que le dio un instante de realidad, el haber observado ese felino de cuerpo esbelto que salió de la nada. En medio del sonido eléctrico exasperante de las farolas de calle, logra percibir un murmullo. Tal vez, un sonido que se acerca. Piensa fácilmente que es el sonido de la ciudad viva, que ruge, en este caso, maúlla en la noche. El hombre devuelve sus pasos, cierra la puerta de la terraza, baja las escaleras. Vuelve al arrullo de su bebé semidespierto, semidormido. Apaga la luz y vuelve a la comodidad efímera del sueño conyugal. Abrazado a su esposa, sueña con una mujer que lo llama, ella lo despierta del sueño. Entra al sueño del sueño. La mujer le dice en voz baja que se han entrado los ladrones. De inmediato se sobresalta, coge la toalla y la rodea en su cintura, toma el garrote colgado en el quicio de la puerta, se amarra fuerte el látigo del palo de guayabo, sube las escaleras, abre la puerta de la terraza. El muro está donde debe estar. Voltea la mirada. Se encuentra un hombre-gato, que también tiene amarrado el látigo de un garrote en una mano. Se sobresalta y vuelve del sueño. Olvida el rostro de la mujer y recuerda la figura del hombregato. Las farolas con su sonido eléctrico exasperante vuelven en la duermevela. El maullido en tono menor invade su conciencia auditiva. Siente, o mejor decirlo, lo presiente como un barullo de gatos que se acerca, es un maullido en manada que no se puede silenciar. Le parece una tortura china, le asemeja a la gota china. De tanto en tanto escucha el maullar multitudinario cada vez más cerca. Le resta atención y se deja hundir en el último intento de conciliar el sueño. Abraza a su esposa. De nuevo, una mujer le habla. Lo pone alerta. Escuchan pasos en la terraza. Da un brinco, coge la toalla y la rodea en su cintura, toma el garrote que está colgado en el quicio de la puerta, sube las escaleras, decidido empuña fuerte el látigo del palo de guayabo. Abre la puerta. Las ruinas del muro están donde deben estar. Voltea la mirada, no pasa desapercibida la presencia no de uno sino dos hombres-gato. Lleno de angustia se lanza hacia ellos que lo evaden, al hombre, con un salto que sobrepasa su altura. El hombre-gato que lo recibe con un salto, sobrepasando la altura de su cuerpo para internarse en la casa, escaleras abajo. Recibe un palazo de uno de los hombres-gato. Queda impedido para la lucha y entre las tinieblas escucha los gritos de un niño y una mujer. El silencio de la inconciencia lo invade. Despierta, siente el sudor y la exaltación

52 . SURGENTE


que produce su cuerpo en estado febril. Entre el sueño y la vigilia siente cruzar pasos sobre su cabeza, es el techo, en la terraza se siente una estampida. Ahora, se levanta de la cama, y en su desnudez se cubre medio cuerpo con una toalla. Toma el garrote que está en el quicio de la puerta, sube las escaleras, abre la puerta de la terraza y es golpeado de forma criminal por los hombres-gato. La turbamulta ha entrado y bajan a saltos las escaleras, eso siente, así sean solo dos. Se adueñan del palo de guayabo, hacen desparecer los gritos de hijo y esposa. Como felinos, los hombres-gato se apoderan de la leche, aprovechan la hembra y se comen la cría recién parida. No quieren disputar la comida con otro hombregato en otros tiempos. Después de todo, el hombre se recompone, guarda de ocultarse en lugares de mucha luz, de los faroles tintineantes. Sube a terrazas con gran destreza, sabe que va por leche, por las hembras y las crías. Los hombresgato se han tomado la ciudad. El sonido de la horda se acerca. El hombre-gato es un animal carnívoro hambriento. Viene por todos.

*Andrés Luna: “Digo que el Sur también existe y que vivo en Bosa. Así muchos dejen de existir en este lugar al son de las sirenas de ambulancia. Escribo, porque me di cuenta en sexto grado que es muy fácil encandilar el rostro de alguien cuando se le escribe. Empecé con pésimas cartas de amor y no sé si he dejado de escribir pésimas cartas de amor. Escribo cuentos y conatos de novelas y tal vez estén o están escritas como las pésimas cartas, pero hechas con amor. Escribo en las noches. Escribo en espera de una bien lograda mimesis entre Tomás González, Evelio Rosero y Andrés Múñoz. Entonces, reviso las líneas, las palabras, la idea y algo de ellos ha quedao. Algo que tiende a permanecer, un delgado barniz narrativo que me enseña a manejar el trazo por donde debo narrar. Han escrito con poesía y me han contagiado de su poética. Ergo, leo y me dejo escribir. Consideraría, más allá de frase de cajón, el siguiente consejo: Escribe y déjate leer. Déjate leer hasta que te sequen las raíces, pero para dejarte leer, déjate escribir bien. Escribe bien. Hay que escribir, bien o bien, pero hay que escribir”. SURGENTE .

53


Él tiene ese aspecto juvenil que le gusta en los hombres Por Lina Ríos*

*Lina Ríos: “Soy profesora de ciencias sociales gran parte del día, el tiempo restante imagino que soy alguno de los autores de mi librero. Nací en Fresno (Tolima), en una finca donde llovían flores por todas partes, casi como en una escena creada por Gabo, tal vez de ahí que me maravillen tanto sus historias. De mi mamá quisiera tener la transparencia y de mi papá, la fuerza. Adoro a Bogotá, aunque a veces es la ciudad de las desilusiones, también es la de los escritores, del tiempo cambiante, del tinto por la tarde, y de los caminos infinitos, tengo una lista de canciones para cada uno de ellos. En ocasiones pienso que necesito escribir para tener lo imposible, tomar los caminos que antes obvié, imaginar la memoria y tener más vidas de las que me son permitidas”. 54 . SURGENTE

L

a cita queda concertada para las dos de la tarde. Me muero de ganas por verte, dice él. Ella no responde nada. Se va al armario y busca las prendas confiables, las de las citas, el jean ajustado, la blusa roja, los botines y el blazer negro. Y aunque no se lo diga ni lo escriba, también se muere de ganas por verlo, desde hace mucho lo desea, pero el que muestra el hambre sí come, pero se indigesta o por lo menos eso aprendió en sus veintes. Que lo dudes tanto quiere decir que hay una parte de ti que está reprimida. Ella piensa si en verdad está reprimida o si simplemente los tiempos están tan complejos que hasta pereza da coger Transmilenio para ir hasta la mitad de la ciudad a que le hagan lo que podría hacer en cinco minutos con los dedos. Mientras piensa en ello también es consciente de que en mañanas, tardes y noches de soledad, se lo imaginó


con la respiración agitada, sus uñas pasándole por la espalda, como si allí existiera una puerta secreta que necesita ser abierta para adentrarse en él. Ahí está. Se baja de la estación y camina con el sol de Chapinero de las dos de la tarde. Piensa en por qué justo en ese momento le duele la cabeza. La cerveza siempre le hace doler la cabeza, planeaba tomarse un par, debía hacerlo igualmente, era imposible cumplir una cita de esas estando completamente sobria, el café no era opción. Mientras se dirigía al lugar pactado, lo vio de lejos. Él ya venía caminando, jean negro, tenis, camiseta blanca y una chaqueta azul. Le hizo una seña con las manos para que girara hacia la derecha, ella no hizo caso, se quedó ahí esperando hasta que los dos llegaran al punto medio. Ni nos hemos encontrado y ya está dando órdenes, pensó. Caminaron un buen rato. Ella miraba a todas partes tratando de encontrar un lugar donde pudiera sentarse, un refugio del sol, y tomarse al fin esa cerveza. Él hablaba sobre lo hermoso que era Chapinero, el centro de la modernización bogotana. Acá no hay habitantes de calle como en La Candelaria, es inmamable la pedidera de plata cada dos minutos. Ella se encoge de hombros, no le gusta Chapinero, le encanta La Candelaria. Acá no hay nada y me duele la cabeza ¿Al menos sabes a donde vamos a ir? porque no veo nada. La caminata dura unos quince minutos más. La charla seguía de la misma forma, un tira y suelta. Apuesto que puedo ser más mierda, se decía ella. Finalmente, encontraron un bar. Ella corrió como si fuese el oasis del desierto. No sé qué te emociona tanto de tomar cerveza, le dijo él. Hoy quiero estar sobrio ¿Qué tal si también lo intentas? Ella lo ignora, no piensa seguir ninguna de sus órdenes. En la mesa una Coca-cola y una Club Colombia Negra. La música está agradable. Ella le responde afirmativamente con un gesto, se pasa el primer trago. Él empieza a contarle que Angie Paola cumple años y quiere enviarle un mensaje, menciona que Dua Lipa tiene una risa preciosa — Esa tipa sí que es bonita—, mientras tanto, ella ya lleva una botella, pide otra. La conversación muta de Dua Lipa a las diferencias entre chinos, japoneses y coreanos. Eres

filósofo, le dice ella, no deberías hablar de los coreanos como si fuesen japoneses, preferiría que digas que son chinos. Los dos ríen. Él empieza a parecérsele más a la figura que imagina en soledad. Tres tragos más, se pregunta por qué le gustan los chicos jóvenes, tres botellas, él se sienta al lado de ella, suena un vallenato. Tremenda canción. ¿Si la habías escuchado antes? Obvio, ¿quién no? Uhm, no sé, no falta. Mentiras, ya sé quién no. ¿Quién? La jodida Dua Lipa. Él empieza a soltar carcajadas, se levanta de la mesa, va hasta la caja, paga la cuenta, se queda de pie mirándola, le ofrece la mano. Ella lo encuentra adorable, le toma la mano, y salen del bar. En la cama la metamorfosis parece más rápida. El cabello de él ya no es negro, es castaño. Le pasa las manos y ella siente que son más grandes. Lo mira y de pronto a ese rostro lampiño le sale barba. Lo besa con más intensidad. Él se baja de la cama, se pone de pie, ya no mide un metro setenta y seis, mide un metro ochenta. Ella le baja el pantalón. Él se pierde entre la penumbra y aparece otro hombre, el hombre al que quiere arañarle la espalda para abrirla y mirar dentro, al hombre que le bastaría con el café, y con el que definitivamente jamás competiría para ver quien puede ser más mierda. Terminan y de nuevo aparece el hombre lampiño, el del bar, el de Chapinero. Es otra de las fantasías que se deshace después de la medianoche. Se levantan de la cama, se visten rápidamente. Ella encuentra repugnante la blusa roja y los botines negros, piensa en no volverlos a utilizar. Él le sonríe, ella lo mira, quiere encontrar de nuevo al otro hombre, no puede, no está, ya se fue. Quiere llorar.

SURGENTE .

55


Nunca pares en carretera Por Daniel Aroca Ortegón*

N

unca pares en carretera, me dijo mi padre la primera vez que conduje un auto. Mi padre estaba loco. Ahora hay una chica, está en el asiento de copiloto. Mis manos están heladas y sudadas, tampoco puedo dejar de pensar en papá. La chica no mueve la mirada del frente y dudo que parpadée. Supongo que lo hace justo cuando vuelvo la mirada hacia la carretera. No habla, no expele sonido. Su respiración se confunde con el ronroneo del motor. Tampoco escucho el frufrú de sus piernas en la tela o el tapete. Es ligera, ni siquiera hunde el sillón. Después de un rato de no mirarla, tras un incómodo silencio, enmascarado por mi silbido giro la cabeza hacia ella. Sus ojos están tan clavados en mí que siento que me atraviesa. ¿Soy tu amiga?, es lo que sale de su boca. No, yo solo la llevo hasta el pueblo. Vuelve a mirar al frente, en silencio. Lamento si la ofendí, yo no

56 . SURGENTE


tengo amigos. Los amigos son buenos, responde ella. El camino se hace más largo, ¿o es el tiempo el que se dilata? La oscuridad es más espesa, pesada, golpea al auto hacia abajo, también me golpea. Ella sigue ahí, ligera, flotando como un pensamiento. Ninguna parte de su cuerpo se pone tensa. Tampoco existe un mínimo de contracción normal en su cuerpo. ¿Por qué no tienes amigos?, dice sin despegar la mirada del frente. No tengo tiempo, el trabajo no deja tiempo, soy trabajador antes que hombre. Todos necesitamos amigos, dice en voz baja. Hablas de los amigos, ¿dónde estaban los tuyos que te dejaron sola en la carretera? Mis amigos están siempre en mí, dice levantando un poco la voz. ¡Los amigos quitan tiempo, no ayudan a pagar las deudas, o huyen con la esposa de alguien!, digo casi gritando. Ella no despega la mirada del frente y no dice nada. Más oscuridad y silencio. Un letrero indica que el pueblo está a diez kilómetros. Abro un poco la ventana del lado de ella. Una fuerte ráfaga entra, pero no la afecta. Su cabello se mueve de forma lenta, casi como sin tocarla. Tampoco se lo retira al sentir el viento en la cara. Nada le afecta. No soy tu amiga, pero tú eres mi amigo, dice. Volteo a mirarla al tiempo que ella lo hace. ¿Soy tu amigo? Sí, y también quiero ser tu amiga antes de finalizar el viaje. Me quedo en silencio un momento con la vista en la luz sobre la carretera. Eres mi amiga. Una curvada sonrisa se hace en su boca y dice: ¡Qué bien! Mueve la cabeza para volver a mirar al frente. Cuando para el movimiento, su cuerpo

explota en una baba negra y putrefacta que se esparce por el auto. Pierdo el control. El auto da varios giros hasta detenerse. Abro los ojos y en toda la cabina hay sangre mezclada con baba, que ahora está cambiando a color violeta. Mi cabeza retumba como un gran tambor. La baba parece que se mueve haciendo pequeños grumos que se unen con otros para hacer grumos más grandes. La baba empieza a acercárseme. Yo estoy apresado contra el manubrio. El dolor me impide mover los brazos, tampoco muevo las piernas. Esa cosa empieza a cubrirme y para en mi abdomen; es tibia y seca. Una gran bola de esa cosa se esparce por todo mi cuerpo, llega a mi cara y empieza a entrar por mi boca. Siento como entra por todos los orificios de mi cuerpo, la nariz, los ojos, por cada poro. Siento como me ahogo y cómo se reúne en mi interior. Acabo de despertar en una cabaña. Una mujer me dice que su marido me encontró cerca al lugar del accidente. Quiero ser su amigo, también de su esposo.

*Daniel Aroca Ortegón: “Mi gusto por los deportes se detiene justo en el futbol. La música hace parte de mi vivir; una banda sonora diferente para cada estado de ánimo y para cada calle que cruzo. Aprendí que la percepción de la realidad puede variar de acuerdo al estilo musical que acompaña el momento. Creo con seguridad en la fuerza y necesidad de la amistad como fuente de inspiración creativa, el diálogo como perfeccionamiento de la creatividad, en este caso la creatividad literaria. Como digno hijo de mi madre, la modernidad, detesto la lentitud en cualquier actividad, situación que me confronta con la calma que poseo al escribir. Puedo decir que soy un hombre común, no soy consciente de alguna excepcionalidad más allá de querer ser excepcional. Por último, y no menos importante, me encantan los cuentos y vivo una nueva vida cada que escribo uno”.

SURGENTE .

57


Putas de barrio Por Mónica Jara*

L

as putas del barrio a veces son hombres. A veces son mujeres. A veces me pregunto si yo podría atraer clientes como ellas lo hacen. Las putas sobreviven en el barrio. Las palmas de cera son transexuales. No son transgénicas. Sino transexuales. ¿Las palmas de cera son transexuales? ¿Por qué las palmas de cera dejan de ser hembras o machos? ¿Por qué los humanos somos hombres y mujeres? ¿Son transexuales las putas del barrio? ¿Qué es un transexual? ¿Se puede controlar todo lo que sucede con el cuerpo? ¿El cuerpo tiene naturaleza propia? Observo mi cuerpo frente al espejo. ¿Cuál sería mi tarifa? El día en que M salió de casa me quedé con D. D era de confianza. D jugaba conmigo a las muñecas. Jugaba a escondernos en la cueva. La cueva era una cobija. Nos la poníamos encima y en los oscuro D ponía mis piernas frente a las suyas. Me las acariciaba. Después, D se ponía erecto. Me hacía tocarle la verga dura. No se la sacaba aún. Eso pasó después. Había muchas palmas de cera macho. Se trasformaron. D me buscaba en la noche. D era varoncito. Yo aún no sabía lo que era. Me sentía como un caracol. Sentía que podía ser la más hembra de todas. Soñaba con

58 . SURGENTE


niños. Con sexo. Con sangre. Sentía que podía ser como D. Esconderme entre cobijas y manosear las piernas de alguien más. Después no fueron solo las piernas. Los caracoles tienen sexo en su madurez. Yo no había madurado cuando D tuvo sexo conmigo. Los caracoles hacen un rito de apareamiento. ¿Por qué los caracoles tienen ambos sexos? ¿Los humanos pueden ser hermafroditas? ¿Cuándo lo deciden? ¿Quién lo decide? Cuando D quería tener sexo se metía en mi cama. La excusa de D era que su cama estaba infestada de pulgas. Las pulgas tienen sexo entre machos y hembras. Soñaba con fichas que no encajaban. Una especie de tetris en el que veía venir los cuadritos y cuando los organizaba ya eran otra figura. La figura ascendía hasta que me despertaba. Odié los rompecabezas. Las piezas que siempre encajan me parecían aburridas. M decía que era por mi bien. Para que organizara mis pensamientos. Para que me concentrara en las cosas importantes. El día en que M salió me dejó por un par de horas. Me puse la mejor prenda. M me había dicho: Vendré por ti para que salgamos de paseo. M tardó. M confiaba en D. Pero D jugaba conmigo hacía mucho tiempo. Me arrugaba el uniforme del colegio. Varias veces tuve que plancharlo antes de salir de casa. No quería que nadie se enterara. Algunas veces tuve que cambiarme de ropa interior. Las putas de mi barrio usan faldas sexys. Las putas de mi barrio tienen piernas suaves. Las putas de mi barrio tienen piernas gruesas con ese músculo que deja demasiado fútbol en la niñez. ¿Qué es una puta? ¿Por qué D dice que soy puta? M demoró. Vi la verga de D entre mis piernas. ¿Rico? Cuando M llegó a casa, me encerré en el baño. Tuve que cambiarme de ropa porque la verga de D la dejó húmeda. Una mancha blanca que sabía disimular en la ropa. La ropa de las putas del barrio no es blanca. La ropa de las putas del barrio las hace parecer mujeres. La ropa de las putas del barrio es solo una forma de llamar la atención de sus clientes. Las putas lo saben. Es el rito de apareamiento. ¿Cuál fue el rito entre D y yo? ¿Hubo rito? M dice que me fui al carajo. D dice que soy una puta. Yo sigo pensando que soy una palma de cera o un caracol. Las putas del barrio a veces son hombres. A veces son mujeres.

*Mónica Jara es usmeña. Aficionada a Gran Turismo. Quiere manejar a 250 kilómetros por hora. Madruga solo cuando sale de viaje. Se cree una perdedora más en el mundo de Richard Yates. Quiere escribir diálogos como Stephen Dixon. Ama las empanadas con ají. SURGENTE .

59


Este número especial de Surgente que contine la antología Cuentos de La Media Luna se imprimió en la antigua ciudad de Bacatá en el año cero de la Pandemia en caracteres Minion Pro.

60 . SURGENTE




Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.