Revista surgente no 17

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ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ GOBIERNO SEGURIDAD Y CONVIVENCIA Alcaldía Local de Usme Enrique Peñalosa Londoño Alcalde Mayor de Bogotá Miguel Uribe Turbay Secretario de Gobierno Jorge Eliécer Peña Pinilla Alcalde Local de Usme Raquel Sofía Amaya Producciones Operadora Contrato FDLU Laura Ximena Aponte Equipo Coordinador Nelson González Interventor Contrato Rodolfo Celis Editor General Álvaro Lozano Jerson Hernández Rodolfo Celis Comité Editorial Rodolfo Celis Diseño Gráfico

Surgente, letras informales es una revista alternativa y usmeña que tiene un tiraje de mil ejemplares de libre distribución. Prohibida su comercialización. Las opiniones expresadas en cada artículo son responsabilidad de sus autores y no corresponden necesariamente con el pensamiento de la Revista. Se permite la reproducción total o parcial del material publicado, siempre y cuando se cite la fuente original y su uso sea sin ánimo de lucro.

Surgente, Letras Informales Año XI - No. 17 / diciembre, 2017 ISNN 1909-6895

Autores Invitados Kelly Johanna Mejía Oscar Javier Cabezas Cristian Quintero Andrés Felipe García Luz Adriana Quiroga Karen Yaritza Benítez Hogla Marín Pabón William Velásquez Aura Cristina Gómez Blas Medina Jennyfer Stefanie Galviz Henry Esteban Pérez Nicolás Antolínez Parrado Jeison Camilo Reina Yeimy Paola Chacón David Barragán Yessica Paola Gómez Luisa Fernanda Díaz Diana Carolina Hernández Laura Daniela Lesmes Héctor Mario Ballesteros Ginna Paola Urueña Lina Sofía Pérez Leidy Esperanza Umaña Mónica Tatiana Jara Michael Benítez Jeisson Hernández Bielkin Andrés Teuta Luisa Fernanda Bustos Janeth Vanessa Moreno Francisco Vanegas Kenshin Himura María Cristina Nieto

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Ahí tienen su hijuemaiza revistica pintada léanla como quieran

Puedo escribir la editorial más fácil esta noche. Escribir, por ejemplo, que la tarea está hecha y que, tiritan, azules, los cuentos, las crónicas, los poemas, aquí a la vuelta de las páginas. El viento de la escritura gira por estos parajes de Usmekistán y ha encontrado cantores dispuestos y enamorados. Puedo escribir en esta editorial, que a veces, solo a veces, queremos a las palabras, y a veces ellas también nos corresponden y pagan la fe de muchos años con sus pequeños guijarros de formas varias y colores ambarinos. En las noches como ésta, uno siente que tiene entre sus manos una cosa que es el trabajo de muchas manos y se siente pletórico y agradecido y dan ganas de besar el cielo infinito. Puedo escribir una editorial pendenciera, pensar que no la he escrito todavía, estarla escribiendo, sentir que no la tengo, que la he perdido. Oir la noche inmensa y en ella estas palabras, más bien leerlas, releerlas, y pensar que cada frase, cada historia, cae al alma como al pasto el rocío. Qué importa que mi talento no de sino para parodiar al querido Pablo, si es tan corto el espacio en blanco y es tan largo el olvido.

-El Editor

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las mil y una veces que callĂŠ Por Kelly Johanna MejĂ­a Sierra Ilustraciones de Kenshin Himura


Marzo 20 de 2017

y la alegría que me caracterizan emigraron a algún lugar. Era apenas una mente llena de desordenados y molestos recuerdos. Caminaba y caminaba sin querer encontrar un punto de llegada, sin querer hablar con nadie, aunque deseara con todas mis fuerzas una compañía que me diera seguridad. El llanto aparecía repentinamente. Cada esquina era un rinconcito apropiado para que las lágrimas brotaran. Había en mi corazón una tristeza profunda y miles de preguntas dándome vueltas en la cabeza.

C

anto cada tarde cuando el sol lentamente se despide del día. Mientras las palabras brotan de mi boca, mis ojos se dilatan y las lágrimas caen lentamente hasta la comisura de los labios. Mis ojos se mantienen lejanos, como ausentes, perdidos en el horizonte. Siento la saliva hecha un nudo que me baja por la garganta. Este es solo un reflejo de la cantidad de sentimientos atascados en mi interior. Soy un mundo de gritos en silencio, de gemidos interiores, de células sin núcleo, de preguntas sin respuesta. Entre sollozos, cantos, lágrimas, rabia y temor, vuelvo una y otra vez sobre esa noche. Recuerdo claramente la luz de la ventana que se reflejaba sobre mi cara. Desperté varias veces porque los ruidos eran extraños. Me sentía incómoda, pero me alegraba encontrarme en aquel lugar. En una de esas tantas veces que abrí los ojos, lo vi, observándome, acariciando mi cuerpo con un placer que pude sentir de inmediato. Mi mente se desconectó por unos segundos y no puedo saber qué pasó en aquel instante. Sin saber cómo, me recuerdo minutos después caminando tras ese desconocido. Él corría y yo caminaba, con cuidado, mientras escuchaba los gritos de mi compañera de cuarto. El pasillo era largo y oscuro. La poca luz que había llegaba de algunos cuartos abiertos y de la recepción del hotel. Lo seguí hasta que llegó a una esquina y giró hacia la derecha. Antes de girar, chocó con otro hombre que salía de un cuarto. Llegué hasta ese punto y miré a ese segundo hombre acostado en una poltrona de la recepción. Tenía la expresión de alguien que se despierta repentinamente. Me preguntó qué me pasaba y por qué los gritos. Yo solo podía observarle indignada, al tiempo que le pedía explicaciones. Minutos más tarde, apareció un tercer hombre que portaba un arma. Su mirada se dirigía al piso, mientras preguntaba por el motivo de los gritos. Mi mente entró inmediatamente en shock y lo único que pude pensar es que estaba en completo riesgo y que seguir haciendo preguntas o exigir respuestas no era la opción más adecuada. Horas después, con la ayuda de personas que se encontraban fuera del hotel, fuimos trasladadas por una patrulla de policía a un lugar seguro, donde llevamos a cabo la denuncia. Los días siguientes pasaron en total silencio. La sonrisa

Mi cuerpo estaba desecho, seco, como marchito. Dolía cada músculo como si llevara a cuestas pesados bultos. Mis intestinos se retorcían sin parar y la boca del estómago se me ampliaba a tal punto que sentía consumirme a mí misma, mordisco a mordisco. Mis ojos permanecían abiertos y vigilantes. El deseo de comer se había esfumado como por arte de magia y la cabeza parecía que me iba a explotar en cualquier momento. Marzo 30 de 2017

B

usco, entre las incontables hojas sueltas que guardo en un destartalado baúl de madera, un ridículo, aunque interesante, escrito sobre mí misma que elaboré hace dieciséis años, cuando cursaba décimo grado y era una adolescente enamorada. Al parecer lo he perdido, pero encuentro innumerables cartas mías; cartas y más cartas, escritas al viento, al amor, al olvido, a la desilusión, a la tristeza, a la violencia, a la pobreza, al país y a mí misma. Cada letra parece escrita con tanto sentimiento que incluso hoy puedo sentir la rabia, el odio y la angustia de la adolescente que era entonces. Me emociono y sonrío solitaria. Reiterados escritos hablan de ella, de mi madre, y de su ausencia. Le juzgan repetidamente por su olvido, su dureza y su machismo. Cada día, cuando sirve la comida para mí y para mis cuatro hermanos, me da una menor cantidad que a ellos. ¡Cuánto me indigna esta situación! Soy la mejor del salón, pero ella no lo sabe. Recibo constantes premios por mi dedicación y compromiso, los exhibo ante mis amigos de la cuadra, pero cuando ella llega cada noche los escondo, porque si los ve me dirá que es pecado izar símbolos patrióticos. La veo cada mañana levantarse muy temprano, poner los platos y las cucharas en un balde y agregarles agua caliente para eliminar las infecciones. Pone muchas ollas llenas de agua sobre

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la estufa. Cuando empiezan a hervir, nos despierta uno a uno para bañarnos. Toma un pedazo de trapo viejo, lo unta de jabón, lo moja con agua y lo pasa por todo mi cuerpo. Me raspa y me duele, pero me quedo callada y solo espero a que pase rápido. Cuando termina el baño, toma el bolso y se va. Pasan diez o doce horas antes de verla de nuevo. El pan y el café quedan sobre la mesa. El pan, como todas las mañanas, está roído por los numerosos ratones que habitan la casa, así que es medio pan menos, pero bueno, el hambre asecha, no todo se puede descartar. El día es largo y agradable. Paso las horas en el colegio, juego fútbol con los niños, escalo las lomas que quedan junto a las tres cuadras que tiene el barrio, atrapo cosas interesantes en un basurero contiguo y juego con mi perra. Cuando la vemos venir a lo lejos, corremos a casa, tendemos la cama y lavamos la loza que estuvo todo el día arrumada en el lavaplatos. Después de su llegada, todo está en silencio. Me pide, entre dientes, que vaya a la tienda y pida fiado el pan del desayuno, el que los ratones roerán y del que nuevamente comeré solo la mitad. Entre alegrías y miedos, voy a la tienda de la esquina. Es un lugar lleno de cosas que yo quisiera comer, pero no tengo dinero para comprarlas. Sin embargo, el señor de la tienda, siempre me encima un dulce, al tiempo que me toma de la mano y me dice que soy muy linda, que tengo unos ojos muy bellos. Quiere que se los regale y yo me pregunto cómo podría hacer algo así. Sus manos tocando las mías me molestan, me siento extraña, creo que algo no está bien, pero jamás se lo diré a ella. Estoy segura que me golpearía la cabeza si lo hiciera. Abril 25 de 2017

L

os recuerdos se han activado, aquí hay algo más: no sé qué hora es, no sé cómo estoy en este lugar, no sé por qué me siento perdida y sin fuerza. Abro los ojos y observo un velo blanco colgado del techo. La

luz del cuarto está encendida. No tengo mucho control sobre mí. Estoy acostada junto a mi amiga. Dirijo la mirada hacia mi pelvis y ellos están ahí, dos hombres desconocidos, entre mis piernas desnudas. Con la poca lucidez que tengo los empujo con las piernas, me subo la ropa. Llamo a mi amiga, pero ella está más ida que yo. Me aprieto a su cuerpo buscando protección y mi mente vuelve a irse. No recuerdo la hora en que desperté, ni sé cómo estaba al levantarme. En mi mente ese día fue borrado. La conciencia me encuentra tiempo después, de pie, caminando en un hotel, vestida completamente en una soleada mañana, tratando de encontrar esos rostros que borrosamente observé aquella noche.

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Mayo 13 de 2017

Junio 3 de 2017

an pasado varios meses y todavía me despierto de repente por las noches. Concilio el sueño mirando hacia la puerta del cuarto, con pequeñas luces encendidas y previas respiraciones profundas, que me permitan enfrentarme a la cama, al sueño, al abandono de la conciencia, es decir, a la vulnerabilidad.

n tan solo cuatro meses, mis treintaitrés años de vida se han sacudido por completo. He vuelto al principio de mi principio, buscando pistas para entender tantas emociones, tantas sensaciones, tantos vacíos, tantos llantos inesperados, tantas misiones abortadas sin explicación. Me reescribo letra a letra, me encuentro tan especial y tan fuerte. Le doy valor a cada mínima cosa. Mi libertad es un cantor que me sigue con lealtad. No hay dinero que me lleve a donde no quiero estar. Tan crédula como incrédula, tan dulce como amarga. No sé hablar de sentimientos porque soy producto de los silencios. Me llamo a mí misma humana subversiva, porque quiero revertir el orden, promover el caos, volar tan alto y tan suave que nadie sienta mi vuelo sobre su cabeza. Soy intolerante ante la lentitud de pensamiento, ante los ojos que sólo ven un color, ante los oídos que escuchan siempre la misma voz. Amante de la negrura y de los sonidos que la constituyen. Me gusta sacudir mentes, sembrar dudas, cazar problemas. Me lanzo al vacío de cada lugar al que voy: lo siento, lo huelo, lo palpo, lo saboreo, lo aprendo. Terca como una mula. Perfeccionista. Orgullosa hasta morir, incluso desconocedora del perdón. Seducida por momentos por el poder, me ufano de tenerlo. Auténtica guerrera de la vida y, como tal, tosca, fuerte, sin lágrimas. No me juzgo, me protejo y me cuido. No acepto la sumisión de ideas, emociones o vicios. No me ato a nada distinto a la vida misma, que vivo en la más productiva autonomía. Bailo la vida, es decir, la disfruto, la agradezco, por momentos le imprimo velocidad, en otros reduzco la intensidad, pero nunca, nunca dejo de bailar.

H

¿Qué me hace vulnerable? ¿Ser mujer? Mayo 18 de 2017

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a psicóloga me ha dicho que los seres humanos tenemos en el cerebro un sistema límbico en el que se encuentra la memoria emocional. Esa memoria almacena aquello que nos duele, nos apasiona o nos amenaza. Muchas veces, frente a hechos que ponen nuestros nervios en situaciones extremas, el cerebro guarda muy profundamente algunas cosas y éstas cosas, en ocasiones, se activan tiempo después con ciertos estímulos de la vida. Pues bien, mi mente parece haberlo activado todo y los recuerdos me persiguen velozmente. Aunque no soy religiosa, durante más de diecisiete años fui inducida, como la mayoría de los niños en el planeta, a practicar una religión sin siquiera entender de qué se trataba. Incontables domingos acompañé a mi madre a compartir el mensaje de Dios con otras personas. Creo que tenía diez o doce años cuando íbamos de casa en casa por los barrios populares de mi bella Usme. Yo me colgaba del brazo de mi madre, la única y más grande expresión de afecto que ha existido entre nosotras. Pocas veces me soltaba de ese brazo, pero esa mañana lo hice. No sé por qué caminé sola unas tres casas más adelante, mirando los números de la nomenclatura. En esa tercera maldita casa había una ventana abierta y de ella se colgaba un hombre que se acariciaba el pene. Quedé inmóvil. Sentía un miedo tan profundo transitando todo mi cuerpo. En medio del trastorno, caminé hacia mi madre, la tomé del brazo como siempre y, como siempre, me quedé callada, viviendo mi miedo sola.

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Octubre 26 de 2017

A

sí me has dejado vida, una noche me sacudiste y en unos meses me rehiciste, más fuerte, más intrépida, más capaz, más dispuesta, más atrevida. Aquí estoy de nuevo frente a ti, dispuesta a vivirte y enfrentarme a los miedos más profundos, a mis propios monstruos.

Permanecimos en esa cuadra por un largo rato hasta que llegamos a la última casa de la cuadra. Mientras estábamos allí, el sujeto pasó junto a nosotras, sonriendo y mirándome, con la absoluta certeza de que yo no diría nada. Tenía razón.

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YO SOY TU AMIGO EL VAGO

Por Oscar Javier Cabezas Fotografías de David Barragán

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laquito, venga le digo —me dijo el vago.

Me acerqué. En algún momento tenía que ocurrir. No es recomendable deambular por la calle diecinueve con carrera veinte después de las once de la noche un martes. Todo estaba lleno de habitantes de calle que parecían zombies en busca de dinero para comprar bazuco. También se veían muchos ñeros, con sus vestimentas de la Warner Brothers, sus Levi’s y sus tenis dignos de una carrera después de acometer un delito. Me incorporé aparentando absoluta seguridad. No debí ponerme tenis rosados, ni hacerme en esa parada del SITP tan sola, a las doce de la noche, con el portátil en la maleta y siete mil en la billetera. El vago se acercó a mí, con ímpetu. Piel morena y manchada, vestía una sudadera Nike negra, un saco raído negro, unos tenis Adidas blancos, bueno, amarillos por el barro. Tenía una gorra de esas que son estrictamente para el sol, en su mano izquierda una cobija sucia, parecía que le faltaban algunos dientes. En su mano derecha llevaba la pipa para fumar bazuco.

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—Cuénteme —le respondí, con voz calma. —¿Me va a desamurar un cigarro? —Claro, espere miro si me quedan. Metí la mano en el bolsillo izquierdo, donde guardo los cigarrillos y la billetera, saqué la cajetilla, quedaban dos. Le ofrecí uno. —Gracias monito —y un abismo se abrió en su sonrisa, le faltaban varios dientes. —Con gusto hombre —comenté con tono de lord.

penetrante. No sabía si salir corriendo, pedir ayuda a Morgan Freeman (Dios) o si mejor darle todo lo que tenía. Tal vez, un golpe en la cara podría ayudar, luego correr, correr y gritar. Tomar una piedra y defenderme. La maleta estaba pesada, no podría correr tan rápido. En esas pasaba otro bus azul. Con paso firme me baje del andén y trate de pararle. No paró. Esta vez el vago se acercó tanto que casi podía sentir su aliento fétido. Con el cuchillo en la mano, dijo con voz grave: —Esto es el demonio, fumar esto lo pone a uno loco.

—No debería estar por aquí tan tarde y con esto tan solo.

— Y le sigue el diablo ¿Verdad? —dije como si tuviese experiencia en ello.

—Lo sé, me ha cogido la tarde con mi novia y preciso hoy no tengo mucho dinero como para coger un taxi.

—Sí, esto es una mierda muy loca. —Debe serlo.

—Toca es que no dé la pata ñero, porque hay gente que no copea de nada —mientras de la manga izquierda de su raído saco, dejaba ver el mango de un cuchillo como de carnicero.

—¿No tiene Marihuana? —No, no fumo weed. —¿Y si no le pasa SITP en qué se va?

El corazón se aceleró y, más aún, cuando por la mitad de la calle pasaba un ñero consumiendo pegante. Caminaba como si tuviera delirio de persecución. El vago le llamó y le hizo un gesto de que viniese a nosotros. Ya valía madres. Me temblaban las piernas, sin embargo, me mantuve firme y sereno.

—Me quedo donde mi novia —dije. Falso, no podía quedarme allí, ya todos dormían y mi suegra me odia. No me dejarían quedar. Nunca cambié de postura, siempre firme, con aires como de Jason Statham, como si debajo de la parca negra tuviese una pistola. Aunque, el desespero me estaba ganando. Ya habían pasado más de cinco minutos y en esas circunstancias eso es mucho. Simplemente quería que bajara Supermán o que Batman llegara en su Batimóvil. Mentira.

—¿Tiene bareta? —preguntó el vago al ñero. El ñero simplemente movió la cabeza y siguió su camino. Me tranquilicé un poco, sin embargo, me puse algo rígido. El vago se sentó en el andén y en eso venía un bus del SITP. Me abalancé a la mitad de la calle haciendo el gesto para pararlo. Prefería que me atropellara un bus a que me robaran los habitantes de calle. No paró. Ya no sabía qué hacer.

—Ay, socio. —Dígame parce.

—Todo bien flaquito, que conmigo no le pasa nada. Yo me hago matar aquí con todos. —Gracias.

—¿Sabe qué? Con estas diez lukas me voy a comprar dos lukas de pan, tres mil de huevos, tres mil de bazuco y dos mil para la pieza. —Qué bueno, ya tiene todo fríamente calculado —le dije sonriendo.

—¿Dónde vive usted? —En el Centro, cerca a Candelaria. —Vamos caminando, yo lo acompaño. Todos los zorreros de esta calle me conocen, conmigo no le pasa nada. ¿Sabe qué?, uno aquí en la calle ya no cree en nada, ni en nadie. Esto es un video —dijo mientras sacaba la papeleta de bazuco y dejaba caer aquel polvo blanco en la pipa. La encendió. —No hombre, muchas gracias, yo prefiero tomar el SITP. Sus ojos quedaron blancos en ese infinito absorber instantáneo en que se consumía el blanco diablo, el vicio eterno. Del bolsillo de la sudadera sacó un billete de diez mil doblado, guardó la pipa y se puso de pie. Enseguida, sacó el cuchillo y se acercó a mí con mirada

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—Fijo, pero socio, si quiere yo se los presto para el taxi, pero me deja quedarme en su casa. Yo duermo en el piso, todo bien. Yo no soy ladrón —Propuso esbozando una sonrisa podrida y sosteniendo el cuchillo como si fuese un trozo de pan. —Tranquilo, hombre, usted ya tiene sus planes y yo qué se los voy a arruinar, si no pasa el SITP me quedo donde mi novia. ¡Ay!, ahí viene uno. No se detuvo. Era evidente: yo, con tenis rosados, una parca negra, gafas de intelectual y él, todo un habitante de calle con su buen cuchillo de filo brillante y esa pipa de aluminio, no inspirábamos confianza. —Todo bien, yo creo que lo mejor es que yo me esconda, porque no le van a parar si lo ven conmigo.


—Yo creo, se lo agradezco. Además, ya se está haciendo muy tarde y tengo que madrugar. —Fijo, pero todo bien, yo no lo dejo solo. Yo soy un hombre consciente, en mis cinco sentidos. ¡Qué diablo ni que hijueputa!, yo estoy es carramaneado y ya. Eso de que a uno lo sigue el diablo es pura mierda. —Exactamente, usted no se ve loco. Evidentemente, le estaba llevando la corriente al vago, sentía que mi fortaleza de seguridad se estaba derrumbando, como una pirámide de naipes. Detrás de la silla de la parada, allí se puso de pie, como si estuviese escondiéndose de la policía, seguramente sí quería que me fuera rápido o estaba esperando para atacar con aquel cuchillo, cuyo brillo me recordaba mi desgracia. —¡Cuando lo vea me avisa! Yo también me voy para el Centro. —Sí, todo bien —dije con voz ronca. Ya llevaba diez minutos, de mal en peor. El bus no pasaría y él o alguno de estos zombies me robaría; tal vez me secuestran y venden el portátil en el Samber, o me venden para que trafiquen con mis órganos. El vago volvió, se sentó en el andén, encendió el cigarrillo que le di, me ofreció, accedí. Mientras aspiraba el humo, se me ocurría que le había echado algo al tabaco y en unos cuantos minutos me iba a poner como emburundangado o algo así. No pasó nada.

parecía la encarnación del Joker de Heath Ledger, pero sin dientes y sin disfraz colorido. Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y empezar de nuevo, dijo alguna vez Julio Cortázar, pero para este caso no se valía. Quería que se acabara pronto aquella enfermiza obra de teatro que nadie vería, salvo Morgan Freeman. El vago volvió a sentarse. Entonces, venía un SITP patrón, de los grandes. Esta vez sin mucho esfuerzo, ni alientos, me hice en la mitad de la calle y levanté el brazo derecho. Paró, sí, se detuvo. El conductor me observó con mirada impasible, abrió la puerta. Una sensación como de esperanza me invadió, como si un helicóptero me estuviese rescatando de un naufragio. —Muchas gracias —le dije al conductor con voz chillona. Puse la tarjeta en el validador. “Gracias”, me respondió el artefacto. Me giré para observar al vago. Me despedí con la mano y con una enorme sonrisa de miss universo. —Me lo cuida, yo veré —le dijo el vago al conductor del bus.

—¿Sabe qué? Usted se ve que es una persona elegante, que tiene buena energía, por eso no lo robo. —¡Oh!, gracias, la verdad usted también me inspira confianza. Se puso de pie de nuevo, se acercó, esta vez con más ímpetu, sacó el cuchillo, lo empuñó, listo para atacar. —Qué días un man me menospreció, en la calle. Usted sabe cómo es, ¿no? —Sí, claro, la calle es una selva, crujiente selva. —El mano creyó que yo era un traído. Yo si le metí este cuchillo en la barriga, para que aprendiera a ser serio. Tranquilo, no le voy a hacer nada. Me estaba volviendo loco, el tipo

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Gallos, corralejas y líricas Rap al Parque desde Usme

Por Cristian Darío Quintero Fotografía de Bielkin Andrés Teuta

L

a música no deja de sonar. El olor a marihuana y pegante condensa una atmosfera caótica. Los gritos de zozobra se mezclan sin compás con los coros a viva voz, de quienes estamos bien ubicados para disfrutar de la función. El Festival empezó el sábado, pero solo alcanzamos a soyarnos el domingo y el lunes. Nuestras osadías tuvieron lugar, sobre todo, el día festivo. El cuero no nos daba para más. La maratón musical del domingo nos había dejado con una malparidez que si nos llegaba al culo, nos mataba. Las siete horas del domingo nos dejaron con una resaca como de vino cerezano sin haber probado una gota de alcohol. Tal vez fue el subconsciente el que se embriagó de tanto escuchar a la señora que pasaba, cada cinco o diez minutos, gritando: “¡guaro, guaro, guaro, guaro!” O quizá fue por los gomelos de gorras Wu-Tan Clan y chaquetas Avirex, con bolsas y tarros de pegante, que en cada exhalación parecían dejar sus pulmones embutidos en el plástico. Ni durmiendo diez horas pudimos recuperar el ánimo con el que salimos el primer día. El fin del romance con la almohada fue un viacrucis individual para Tatiana, Fabián y mi persona. Sin embargo, la ilusión y el deseo de oír a nuestros artistas favoritos fueron el aliciente que nos obligó a levantarnos. Desde la noche anterior acordamos, insistentemente, reunirnos a la una de la tarde para alcanzar a oír la cuota local: Yoki Barrios y su éxito del momento, Pintura. La experiencia del domingo no hizo mella en ninguno. Yo llegué a la una y veinticinco a donde Tatiana, mi novia. Ya hacía veinte minutos que había textiado a Fabián, mi mejor amigo, y le había dicho que ya iba a coger el alimentador, pues vivo en Santa Librada y ellos en Yomasa. Entonces, la cita quedó para la una y media. Al llegar a la casa de Tatiana, ella me recibió con su rostro angelical, pero con cara de apenada. El permiso fue toda una súplica, pues en las noticias amarillistas de la televisión habían reportado la muerte de un menor de edad a la salida del Festival.

La mamá primero se empecinó en que no la dejaría ir y, aunque ya estaba lista, después dijo que no saldría hasta que no almorzara. Cuando recibí la nueva pensé en decirle “pues come rápido y te espero”, pero al subir las escaleras oí los ronquidos de la olla exprés, lo que significaba que la merienda aún no estaba lista. Me dispuse a la espera de tal menester. Fabián me escribió que ya estaba en la puerta. Bajé a recibirlo con el mismo gesto con que ella me acababa de recibir. Con su cara de puño, y con sus pobladas cejas, que colaboran con su costumbre de fruncir el ceño, me dijo —¡Qué peste tan hijueputa! La lavada que nos pegamos con el carnívoro aguacero del día anterior le había hecho pasar una noche de perros. Tenía la nariz roja y pelada. Se había tenido que sonar los mocos con papel higiénico. —Pero vale güevo. Todo por la causa —señaló resignadamente. Yo asentí y agregué —¡Uy, sí! Estuvo del putas Afaz. ¿Y ya almorzó? Contestó negativamente. —Me voy a tomar una sopita acá —me dijo, señalando con los labios hacia el restaurante de al lado. —Ah breve, hágale. Tatiana está almorzando y salimos —le contesté. Me pasó la maleta y se quitó la correa. Había olvidado que no la dejaban entrar. Me pidió que la dejáramos en la casa de ella. Mientras ellos cargaban baterías, me dediqué a alistar la maleta. Fabián traía su billetera. Aunque no la necesitaba, era apropiada para entrar los cueros. También traía una bolsa de aluminio con carne asada, yuca y una pechuga de pollo, que la mamá le había llevado para la comida del domingo y que no se la comió, pues había pasado la noche con su novia. También estaban las llaves, una manzana, una bolsa hermética con el creepy y unos bocadillos que no nos comimos el día anterior. Yo le agregué a la valija, los plásticos que compramos para cubrirnos de la lluvia. Las mujeres que los vendían hicieron su agosto, pues tuvimos que pagar $4.000 por cada pedazo de bolsa con hueco en la mitad para meter la cabeza y un injerto que fungía de capota. Metí la cédula de Tatiana y la mía en la billetera, pero también mi carné de la universidad. Como no tenía libreta militar corría el

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riesgo de caer en las batidas que el Ejército acostumbra a hacer en las puertas de estos eventos para reclutar jóvenes, quienes en su mayoría son de la periferia de la Ciudad. Finalmente, eché unas mandarinas y unas manzanas que rebosaban del frutero del comedor. La cita se concretó a las dos de la tarde. Fabián ya estaba un poco menos cara de culo. Se saludaron y nos dispusimos a empezar la travesía. Yo tenía la tarjeta del SITP, pero no tenía saldo para viajar, entonces empezó cristo a padecer. En ningún punto estaban despachando recargas pues nos dijeron que se había caído el sistema y que por ser festivo tal vez no lo arreglarían hasta el día siguiente. Con desdén salimos del punto Tu llave y seguimos caminando por la principal de Yomasa hacia la Caracas, con la esperanza de que el bus tradicional no se tardara tanto como el domingo. Ya íbamos caminando hacia el punto de origen del

bus, con la idea casi utópica de cogerlo desocupado, cuando vimos que pasaba el SITP que nos servía. Nos habíamos pasado como unos quince metros del lugar de la parada. El bus de detuvo a dejar unos pasajeros, por lo que salimos a correr. Planeábamos decirle a algún usuario que nos vendiera los pasajes. Cuando alcanzamos el vehículo, sonó el aire a presión con el que se cierran las puertas. Fabián saltó y puso su humanidad para evitarlo. Lo que logró a medias, pues estos buses tienen dos alas que se pegan hacia el centro, como las puertas de un ascensor. Yo empujé el ala que se había cerrado y me subí, pero Tatiana había quedado abajo y nuestros cuerpos le impedían ingresar. De alguna manera nos acomodamos para que su menudo cuerpo entrara. Ya a bordo, el conductor nos levantó la mano en señal de ¿pero qué?, a lo que contesté, mostrando la tarjeta Tu llave y con cara de mendigos hambrientos —Es que no hay sistema y no están recargando. Sin decirle más, nos

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dijo que él no iba hasta allá. Por la cantidad de gente y, hay que decirlo, de ñeros, que estaban a la espera del bus cebollero, supuso que también íbamos para el Simoncho, como se le conoce popularmente al Parque Metropolitano Simón Bolívar, lugar donde, en octubre de cada año, Idartes realiza el Festival Hip Hop al Parque. Asumimos las palabras del conductor como patadas de ahogado, pues la colada ya no tenía reversa y ya había puesto en marcha el bus. Le replicamos —Acérquenos hasta donde pueda, todo bien.

no tienen una trayectoria consolidada puedan dar un salto y trascender de sus espacios locales. Y ahí estábamos. Una vez llegados al destino, empezamos a bajar. Como el bus no tenía registradora, descendimos por la puerta de adelante, sin el ánimo de ganarle la entrada a nadie. Era la mera ansiedad de oír más de cerca los ecos del monstruoso sonido que llegaba desde la tarima hasta la avenida 68. Cantaba Gabylonia:

Superado el primer obstáculo, nos relajamos a esperar la hora y media de viaje, escuchando en el celular los posibles temas que sonarían en la noche, pues hasta la noche sería lo mejor y ya no alcanzaríamos a escuchar a Yoki. Fabián no se relajó tanto, pues las sillas de los nuevos buses son de plástico duro y al sentarse en ellas, la hernia discal, que le produjo un accidente en el trabajo dos años atrás, le hacía sentir un dolor en toda la columna. Todo el camino, entre charlas, se la pasó haciendo poses. Habíamos pensado darle $5.000 al chofer cuando nos bajáramos hasta que la advertencia, que creímos pataleta, se hizo efectiva. Antes de cruzar el puente de la calle 26 nos dijo que hasta ahí llegaba y, sin más remedio, nos bajamos. Nos dispusimos a la espera de cualquier bus que pasara, pues ya estábamos cerca. Tomamos el primero que paró. Iba atestado de ñeros y uno que otro pasajero que no lo era. Los $5.000 que no le dimos al del SITP se los cobró el conductor del cebollero. En el corto tramo, Fabián me pidió, al igual que el día anterior, que le entrara un paco, a lo que asentí estirando la mano para recibirlo. Sin ninguna pausa, en menos de dos segundos, la bolsa hermética ya estaba en mis testículos, lista para pasar los filtros de la entrada al Parque.

E

l Parque Metropolitano Simón Bolívar, el más grande de la Ciudad, ubicado geográficamente en el centro de la basta urbe, acoge los eventos más populares de la cultura musical capitalina. Entre ellos, Hip Hop al Parque, desde 1996, es uno de los que más espectadores acogen. Cada octubre se congregan en promedio noventa mil almas para disfrutar de los cuatro elementos que constituyen este movimiento artístico: el rap, el break dance, el grafiti y el tornamesa. Es importante para un hopper que se distinga cada uno de sus componentes. Hacen mucho énfasis en que el Festival es Hip Hop al Parque y no Rap al Parque y corrigen con resabio a quién quiera limitarlo al aspecto musical. El Festival, a diferencia de eventos con marca comercial y ánimo de lucro, desarrolló un proceso democrático para que no solo los artistas reconocidos pudieran subir a escena. Se realizan convocatorias donde abren la posibilidad para que personas que

Ya paren de hacer maldad por ser la autoridad nos quieren controlar con su abuso de poder Somos la juventud no somos como tu siente la multitud del pueblo. Mientras hacíamos la fila, con los nervios bien controlados para pasar los filtros, nos tomábamos fotos junto a los tremendos grafitis que estaban apostados en los paraderos de la calle 63. Pasados los obstáculos, nervios fuera. En la entrada principal, sentimos el retumbar de los bits en el suelo, que extendía la vibración a los cuerpos, provocando la subida de los niveles de adrenalina. Particularmente, adopté un caminado que no tengo y que es propio de los que se visten con ropa ancha, daba pasos pausados, pero más largos, y pendulaba los brazos más de lo habitual. Lo mínimo que uno puede hacer al entrar es alzar los brazos y unirse a los chiflidos que resuenan desde la multitud. Se veían cientos de señales de humo que interpretábamos como mensajes de invitación para entrar en la caldera. Mientras nos internábamos en el tumulto, nos empinábamos de tanto en tanto para encontrar un espacio en las escalas. La experiencia del domingo señalaba la conveniencia de esa ubicación para evitar la afectación de las explosiones demográficas a la hora del tropel. Los tropeles son trifulcas provocadas por grupos de doce o más ladrones que arman el peo para hurtar lo que esté a la mano, mostrando cuchillos, navajas, botellas de aguardiente y, lo más importante, su rostro, quemado por los años de trabajo en la décima, y una que otra cicatriz dejadas por rencillas o gajes del oficio. De esa manera, todo el mundo corre para evitar ser lastimado y en el centro siempre quedan los que tienen armas, formándose un círculo alrededor, al mejor estilo de las corralejas. Los toros están impresos en las ropas y las gorras de los pillos. Por el reducido espacio se desata una onda de tal fuerza que arrastra o aplasta al que esté desprevenido.

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En el camino de buscar el sitio indicado, veíamos de tanto en tanto corillos de raperos que mostraban sus talentos a los suyos al mejor estilo de las peleas de gallos. Se enterraban las espuelas de sus versos con ofensas genuinas pero bien elaboradas, aterrizándolas en las pistas que llegaban desde la tarima. Aunque no se podía escuchar con claridad lo que cantaban, las ovaciones de los que estaban cerca indicaban una buena salida y animaban a los contrincantes a salir con entusiasmo y desenvainar sus líricas en la arena. Después de varios minutos explorando las gradas del inmenso Parque, al fin encontramos un sitio estratégico para ver a los artistas. Pasaron: Coffelig Prolé, Desorden Social, Samurai y, el más esperado por todos, Ali Aka Mind.

Crecí en la capital de un país que estaba perseguido señalado por el mundo por sus pillos y bandidos entre el ambiente latino de fiesta y de ruido. Entre el amor por el fútbol, familia y amigos sin prejuicios, niñez vivida entre edificios que escondía entre sus muros mil llantos y sacrificios. Vi como familias de amigos por poco se extinguieron privilegios del dinero pocos consiguieron. Quince años jugando junto a la muerte tal vez mi padre y madre con su amor me hicieron fuerte. Las calles me perseguían y yo era feliz sin darme cuenta me convertía en un aprendiz de vicios y mañas que no aportan nada y ver el rostro de mi madre esperando en la madrugada eran peor que un golpe, una puñalada era observar en frente una mirada maltratada.

A

l final de la noche, estábamos exhaustos, con un leve dolor de cabeza y un hambre que parecía de días sin probar bocado. Salimos a comer perro caliente en uno de los carros de hamburguesa que se parquean a la salida del metropolitano, para saciar el gorobeto, la cometrapo, es decir, el hambre provocada por el consumo masivo de marihuana. El único que fumó fue Fabián. Nosotros no pudimos ser ajenos y nos trabamos de pajarito, o sea, de fumadores pasivos. Yo no lo hice por el mero hecho de estar con ella. Independiente de ello, el hambre que teníamos nos dolía a todos por igual, así que pedimos una ronda de perros. Como la señora estaba atareada despachando los pedidos, decidimos por acuerdo democrático pedir otra ronda y pagar solo una, pues el presupuesto solo permitía de a perro. Aunque Tatiana no apoyó la moción, el segundo perro le dejó una

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satisfacción que le hizo olvidar el acto inmoral y reprochable que acabábamos de cometer. Repuesta la energía, nos dispusimos a emprender la última etapa de la maratónica jornada, el transporte de regreso a casa. Salimos a la avenida 68 y caminamos hacia el norte con el deseo de encontrar un bus con puestos desocupados, sueño truncado, pues tras caminar unos diez minutos, lo único que pudimos coger fue un bus que ya estaba abarrotado y que ni siquiera nos llevaba hasta nuestro destino. Aunque la ruta que cubría era la que nos servía a nosotros, pues iba hasta Monte Blanco; sin embargo, por obra del chofer y sus patos, léase, ayudantes, traía tapada la parte del aviso donde decía Monte Blanco, dejando como destino final Tunjuelito. No pudimos pasar de la registradora. Fabián iba adelante y se encontró con una amiga que iba sentada y que se ofreció a llevarle la maleta. El trayecto no duró más de veinte minutos, pues el chofer, en su prisa por devolverse a recoger otro frascado, o sea otro viaje de pasajeros, nos dejó en la Caracas, al frente de la estación de Transmilenio Socorro, pasadas las diez. Mientras nos bajábamos del bus, uno de los acompañantes del chofer dijo: —Ahí tienen, ¡colatón pa´ toos! Deprisa, corrimos a subirnos por las puertas de abordaje de los articulados. Estuvimos entre los primeros colados. Mientras le tendía la mano a Tatiana, para que se subiera, un policía solitario en moto pasaba por el carril hacia el norte. Observó la escena, se detuvo, se bajó de la moto y cuando venía, con el ánimo de reconvenirnos, perdió el impulso y volvió a su vehículo, pues vio la bandada de ñeros que venían en el cebollero haciendo el trasbordo a la estación. Todos, con cara de pocos amigos, entraban con un afán inusitado, como si huyeran de una de las trifulcas del Festival. Cuando cogimos el trasmi, recordamos la maleta que Fabián había dejado en las piernas de la amiga. Empezamos a maldecir y a darlo todo por perdido, hasta que Tatiana dijo con poca certeza: –Pero todos tuvieron que haberse subido en este. Nos dimos a la tarea de buscarla y, efectivamente, estaba con su combo en los últimos puestos. La tranquilidad retornó a nuestros corazones y completamos el trayecto hasta el portal de Usme con armonía. El rescate de la maleta nos recordó lo bien que la habíamos pasado, pero el dolor en las piernas y en todo el cuerpo hacía mella en la conciencia, pues lo mejor ya se había acabado. Mientras la válvula de escape se cerraba, persistíamos en mantenerla abierta, haciendo planes para el Hip Hop al Parque del año siguiente. Planes que no hemos cumplido. No hemos vuelto al Festival.


Quiero morirme de manera si Por Andrés Felipe García / Fotografía de BillyBy (Flickr)

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ngular

P

ara Tía, el sobrenombre artístico de Andrés, hoy es un gran día. Ni el viaje de dos horas hasta el colegio México, ni Transmilenio, ni sus carencias diarias, le quitan esa idea de la cabeza. Nos montamos en un B74-Portal Norte que va hasta las tetas. Apenas si alcanzamos a vernos las caras. El pobre Tía busca una abertura entre las bisagras de la puerta para inhalar algo de oxígeno. —¿Cuándo va a cambiar esta mierda? —dice mientras niega con la cabeza. Luego repasa el orden del día: llegar al colegio, hacer el camerino en un salón, maquillarse, calentar, escribir unas frases para guiar el match de improvisación, metérselas en el bolsillo y dejarlo todo en escena. Al final de la presentación, robarse el micrófono y gritar alguna frase, después tomarse fotos con los muchachos del colegio, ir al camerino y quitarse el maquillaje, recoger las cosas y un certificado. Agradecer a los profesores y despedirse. Cuando estén fuera del colegio deberá guardar lo del Transmi y poner para la vaca del refrigerio (roscones y gaseosa), agradecer a los seis muchachos del grupo de teatro Charalá y coger el H74-Portal Usme, para volver a casa. Se repite lo anterior varias veces, como si fuera el diálogo principal de la presentación. Me confiesa que es sumamente olvidadizo y que hoy no quiere dejar pasar ningún detalle. —Metí en la maleta el maquillaje, el vestuario, los zapatos, la billetera y mi nariz roja, no se me quedo nada —confesó sin mirarme. —Pero la nariz la lleva en la mano, no en la maleta. —Ah!, sí. Es que hay que irla cargando. Hizo un sonido eléctrico con la boca. —¿Cargando?, ¿con qué? —lo mire y solté la risa—. Esa espumita roja no necesita corriente. —Ja, ja, tan chistosito. No se le olvide que aquí el clown soy yo. —Pero, entonces, ¿con qué la va a cargar? —Con buena energía, ¡bruto! Yeselu (Jessica Santos, la dura del grupo de teatro Charalá) nos dijo que como la nariz era nueva teníamos que cargarla con buenos pensamientos, con todo aquello que quisiéramos hacer con el arte, que pensáramos en la emoción y en los nervios de salir a escena y que los dejáramos dentro de la nariz porque en la improvisación solo podía haber buena energía, nada de nervios, papá. Hago un gesto con la boca, asintiendo, sorprendido, como quien acaba de conocer los súperpoderes de Yisús. —Vea pues, y entonces ¿en que está pensando? —En Jaime. —¿Cuál Jaime?, ¿su novio? —y vuelvo a soltar la risa. —En Jaime Hernando Forero Garzón, ¡bruto!, no jodás que no has escuchado hablar del man. Algo había escuchado del tal Garzón, pero quería esculcarle la lengua a Tía. —A ver, don sabio, ilústreme —dije. —Lo voy es a lustrar más bien, carezapato —Tía hizo una pausa, respiró profundo—. Jaime Garzón es sobre todo un crítico político y un gran periodista. —Yo sabía que era humorista —apunté. —Umm… También. Yo pienso que el humor era su herramienta, pero no su objetivo. Lo que el man buscaba era que la gente fuera consciente de su realidad e hiciera algo por cambiarla. Para bien, ¿no?

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La conversación se detuvo por varios minutos. No hubo un silencio incómodo, sino una violación a las leyes de la física. En la estación Jiménez pasó lo impensable, cinco mechudos más lograron alterar el espacio-tiempo y quedaron compactados al vacío por las puertas neumáticas del articulado. Yo me quedé pegado a la puerta, pero Tía fue arrastrado al interior del Transmi y no vi más que a su brazo intentar agarrarse de algo, al rato desistió. ¿Para qué agarrarse si con lo lleno que va esto uno no se mueve ni por el frenado más verraco?, pienso mientras soy yo el que ahora busca una abertura para respirar.

Madrugaron a matarlo. Lo llamaron por el nombre y le dieron seis balazos a las 5:45 de la mañana. —Uy, Tía, nos pusimos pesados. Esa nariz se le va a volver negra. —No, parce, el dolor, la rabia y todo lo negativo de ese caso ya está procesado. Ahora veo la muerte de Jaime Garzón como un ejercicio de resistencia. Él sabía que lo iban a matar, pero decidió seguir trabajando al lado de la hoguera a riesgo de quemarse. Además, uno sabe que murió el hombre más no la idea.

A la altura de la Pepe Sierra comienza a desocuparse el Transmilenio, ya sabe usted, por aquello de que los del sur trabajan en el norte, pero rara vez al revés. Tía iba sentado y me hizo una seña para que me acercara. —Venga le llevo la maleta. —Uff, gracias, parce —dije mientras la descolgaba. Acomodó la maleta y cogió la nariz con las dos manos. —Qué susto tan macho, después de la montonera en la Jiménez se me cayó la nariz y casi se me pierde. —Pero yo se la veo puesta, igual de fea, pero en su sitio.

—Tiene razón. Con esto del proceso de paz lo han mencionado mucho. —Claro, es que el man creía fielmente en la reconciliación, incluso hizo parte del proceso de paz “fracasado” del 90. Este loco de verdad creía en Colombia. —Chévere que estuviera vivo ahora, a más de un Uribe le cantaría la tabla —atiné a decirle. —Jaime hizo lo suficiente por este país mientras estuvo vivo, aunque claramente podía entregar mucho más. Al final no murió de manera singular como él quería. Sonreí levemente. Ya estábamos en el portal del norte, cogimos un alimentador y después de cinco paradas y tres cuadras a pie estábamos en el colegio. El dueño del colegio (es decir el celador) vio a cada integrante con mirada inquisitiva, de arriba abajo, como bichos raros. Pancracio explico el motivo de nuestra presencia y logro sacarle una sonrisa al cela.

—Esta, ¡bruto! —me mostró la nariz roja, cogiéndola con solo dos dedos y gran delicadeza, como si de una joya preciosa se tratara. —Ah, yo si lo oí alegando con un costeño. —Si, el huevón ese la estaba pisando. Le pedí el favor de que alzara el zapato para recogerla y no quería, la grosería esa. —Jajaja, ahora hasta esa nariz le va a quedar chata.— Esta vez reímos juntos.

Durante el calentamiento, Ramona Margarita lloró cantando Arde Londres, un ejercicio de interiorización que se le ocurrió a Yeselu. Pájaro Negro escribió las frases más chistosas del macht. Según Tía él es un as con las letras. Luego de eso hubo un silencio.

—Ah, igual no hay que verse muy lindo para simpatizar con la gente y hacerla reír. Viera como le caían las viejas a Jaime, así desmueletado y todo.

¡Mucha mierda!, ¡pártase una pata! y deseos por el estilo se decían los unos a los otros antes de salir a la tarima, usted sabe, para la buena suerte.

—Oiga, sí, usted venía echándome un cuento sobre Garzón y cambiar la realidad a través del humor.

Todos en tarima, formaditos, temblorosos, menos Boca Sucia, ella parece estar acostumbrada a tener muchos ojos encima y Seryio abajo cuadrando un cable para el sonido.

—De la crítica política, ¡bruto! —me dijo otra vez, con un tono amable.

La presentación se desarrolló sin problemas. Después de treinta minutos de improvisaciones, unos muchachos del colegio se subieron a la tarima y comenzaron a actuar con Yeselu, Pancracio, Amelia Ramona Margarita Restrepo Rodríguez Prieto, Pájaro Negro, Boca Sucia, Seryio y Tía. Una chica sacó un papelito de la pecera que decía “Lo voy a matar por meterse con mi novia” y le disparó a Tía, con la risa aun en la punta del dedo.

—Bueno, como sea, a mi eso me parece muy difícil. —¡Jum!, papá, tiene que ver a Jaime picándole la lengua a los candidatos presidenciales del 98. Les preguntaba que cuáles eran los amigos que iban a poner en tal o cual ministerio y que cuántos tamales había invertido en su campaña presidencial. Ahí, tranquilo y cagado de la risa en su banquito de lustrar. —Y si era tan bueno, ¿porque se murió? —Tía soltó la carcajada. —No se murió, lo mataron,¡ bruto! —Esta vez, Tía me clavó la mirada y siguió sin pausa—. Fueron los paras.

Y ahí mismo cayó Tía, estrepitosamente, más electrocutado que abaleado. Y ahí mismo lo vi muriendo, de una manera singular.

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MEMORIAS DEL DESPOJO Por Luz Adriana Quiroga Ilustraciones de Janeth Vanessa Moreno


H

abrieron todas las puertas de madera con machetes, mientras que Jorge y tres de sus hermanos trataban de contener el llanto, escondidos tras su mamá.

ágame un favor, ¿está Jorge? —dice Pedro. —Ya, un momento —dice Pilar.

—¡Aló! —contesta Jorge. —Aló, Chunchullo —dice Pedro. —¡Hola, viejito! —dice Jorge. —Se murió Perrillo, dice Pedro. A los sesenta y ocho años las llamadas con invitaciones a velorios se incrementan. Estos ya no son eventos esporádicos, sino que se presentan de forma continua. La muerte no es vista como una tragedia, sino como un proceso natural. Sin embargo, para Jorge ha sido así desde siempre. Los duelos, incluso los de sus familiares más cercanos, no han sido motivo de angustia. ***

A

N

Nacer en Santa Isabel es aguantar frío. El pueblo está rodeado por cuatro nevados: el del Ruíz, el del Tolima, el del Cisne y el suyo, el de Santa Isabel, pero en los años cincuenta no era sólo el clima lo que hacía de ese pueblo un lugar frío, sino también la guerra bipartidista entre cachiporros y godos que manchó sus calles con una “violencia política muy brava y absurda”, como dice Jorge. Cuando Jorge habla de su infancia hay dos días de la semana insistentes en su memoria: lunes y jueves. Cada lunes llegaban del monte de diez a doce mulas cargadas cada una con un muerto. Una de ellas siempre llevaba atado a su lomo un costal lleno de distintas extremidades: cabezas, lenguas, orejas, manos o dedos, que eran dejados en la plaza central. Las familias se acercaban a identificar las partes de sus muertos para poder enterrarlos completos. Esa muerte que parece lejana y que es un tema que se evita a toda costa, no sólo como idea, sino en su parte física, la sangre, las tripas, lo putrefacto —que siempre aparece con filtros, se esconde con sábanas blancas e incluso con maquillaje— fue algo con lo que crecieron Jorge y sus ocho hermanos, sin tener vocación forense o de cirujanos.

—Antonio, piérdase de la casa, piérdase. Esa tarde a las cinco llegaron tres conservadores buscando a Antonio. Rosario dijo que hacía rato había salido a almorzar y no había vuelto. La golpearon y, creyendo que estaba escondido en algún lugar,

***

las 12:00 m cerca de veinte obreros recibían diariamente sus almuerzos envueltos en hojas de plátano, sin imaginar que la responsable de sus barrigas llenas y corazones contentos era María del Pilar, una niña de seis años. Cocinaba en tal magnitud no para ayudar en las labores de casa, sino porque escapó de allí y para sobrevivir trabajaba en oficios varios, cocinar era uno de ellos. ¿Por qué una niña de seis años escapa de casa? El maltrato y la pobreza, no hay más que decir.

ació el 11 de abril de 1949. Hacía un año y dos días había sido asesinado el Caudillo del Pueblo, razón por la que fue bautizado como Jorge Eliécer.

Un jueves, Rosario, su madre, salió a la plaza por mercado y escuchó que su esposo tenía sentencia de muerte. Se fue inmediatamente corriendo a casa:

Antonio era el peluquero y el sastre del pueblo. Ese día se llevaron todas sus herramientas de trabajo, el suceso decisivo para que abandonaran Santa Isabel y se fueran a La Sierrita. Pero la cosa no cambió. Entonces llegaron a Armero, donde Jorge pudo hacer dos años de escuela y así, por la violencia, una causa externa, fue desterrado de pueblo en pueblo hasta llegar a Bogotá. Como dice Facundo Cabral, ni fueron de aquí, ni fueron de allá, no tenían edad, ni porvenir. Quién sabe si por esas razones, desde los ocho años, Jorge Eliécer probó el alcohol y desde ahí duró más de media vida alcoholizado. Quién sabe, eso sólo lo sabe él.

Cuando tomó la decisión de abandonar su casa, Pilar empacó tres mudas de ropa en una mochila y se fue rumbo al pueblo. Deambuló por varias horas hasta que empezó a oscurecer y la noche en el campo no es igual que en la ciudad, máxime hace cincuenta años. Ni bombillos, ni luz pública. Lo más parecido eran las lámparas coleman, pero eran privilegio de unos pocos. La mayoría hacía mecheros improvisados con trapos y acpm, que quemaban y botaban más humo que luz. Llegada la noche, el silencio perpetuo enfatiza los sonidos del viento, del agua, de las ranas, los sapos, los grillos y de las lechuzas; sonidos que, como una grabación, pueden ser usados para relajarse y dormir profundamente, incluso meditar, pero que en la vida real, acompañados de la oscuridad y del temor a cruzarse con alguna serpiente en el camino, no producen otra cosa que pánico. Ante este panorama, el deseo de no volver a casa se acentuó e hizo que Pilar, llena de osadía, entrara a una tienda de telas a pedir trabajo —¿Y luego usted qué sabe hacer? —preguntó entre risas la mujer que atendía. —De todo. Yo sé cocinar, lavar, planchar… —dijo la niña. —¿En serio puede hacer todo eso? —Sí.

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Fue recibida en esa casa y desde ese momento sus necesidades básicas al fin fueron solventadas. La falta de ropa ya era cosa del pasado, pues Eudosia le confeccionaba vestidos con distintas telas de la tienda. Y eso, inocentemente, era suficiente para Pilar, pues de todas formas eran mejores circunstancias. Dormir en una cama era mejor que hacerlo sobre una estera, pero ahora comprende que el costo era alto y que seguía siendo una niña sin amor y sin escuela. A sus ya casi sesenta años, una de las imágenes que están más presentes al recordar su infancia es la de que no alcanzaba el fogón y debía usar banquitos para conseguir la estatura adecuada para cocinar y, aunque la mayoría de sus recuerdos giran en torno a los oficios caseros, también recuerda todas esas habilidades que había desarrollado al crecer en el campo: no temer al río, pero saber cuándo no es preciso saltar desde las peñas, reconocer las distintas clases de guama, las coperas, las bejucas o las cajetas; la facilidad para hallar horquetas y las lámparas que hacía con su hermano metiendo cocuyos en botellas. Antes le parecían cosas del común, pero ahora, al ver cómo viven los niños citadinos, sabe que no es así. Esas habilidades se las fueron llevando los años desde que fue acogida en Bogotá por Luz Clemencia, una profesora de una reconocida universidad del país. Aquí uno creería que su destino iba a mejorar, pero no. En esa casa del barrio Sears (ahora Galerías) conoció las caricaturas infantiles, no porque las viera, sino porque era lo que hacían los hijos de Clemencia,

mientras Pilar se encargaba de ellos: bañarlos, ponerles los zapatos, alistarlos para el colegio y llevarlos a la ruta. Así, poco a poco, se fue marcando una distinción abismal entre los otros niños y ella, a pesar de que se llevaban solo un par de meses. Clemencia y sus hijos, bajo el temor que le habían infundado con el cuento de que si se porta mal se la lleva el loco, cometían un sinfín de abusos con ella. Prueba fehaciente de que como dice Martín Descalso “La educación no hace descender los grados de barbarie de la humanidad, pueden existir monstruos educadísimos”. Con una década en la Tierra, Pilar ya entendía el costo de la vida, sabía que nada es gratis, que para obtener algo hay que trabajar y conocía los alcances de la maldad humana.

E

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stas dos historias de adultos de diez años, prematuros, prematurísimos, que parecen separadas e inconexas, se consuman en el amor de una parejita que hoy día anda junta en un barrio de Usme, en un rinconcito del mundo, donde cuentan en reuniones familiares pequeños fragmentos de su vida. Me gustaría creer que son historias de hace medio siglo, que son casos aislados, pero ni siquiera es necesario acudir a las estadísticas para saber que no es así. Como diría Pedro Lemebel, hay tantos niños que van a nacer con un alita rota y yo quiero que vuelen, compañero.

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Esa noche te pusiste triste Por Karen Yaritza Benítez Ilustración de Jeisson Hernández

Q

ué dirá tu hijo, cuando te vea sin sombrero.

Esa noche te pusiste triste, porque querías que te mataran, pero apenas te tocaron. Eliécer me cuenta ahora que te vio pasar, que pasaste llorando. Pero vaya uno a creerle. Quizá escuchó que llorabas, porque… La luna estaba menguante y no creo que en la oscurana te haya visto las penas. De cualquier modo, a mí no se me olvida que tu negra se pasó toda la tarde espantando a un carrao. Si me hubieras dicho, yo mismo te habría encestao un disparo en la frente, entonces la negra no habría tenido que espantar más al animal, y todos lloraríamos de veras… pero no, nunca me dijiste nada. Y eso no te lo perdono. Tú deberías acordarte bien de esas épocas, Eliécer. No habían llegado los guates, o apenas unos pocos, que se dedicaban a inventar carreteras. En ese tiempo, Eliécer estaba pálido y flaco de tanto pasar hambres, y míralo ahora, fuerte como un cuarto e’milla. Tienes la cabeza pesada, afilados los huesos. Nos pesan tus pies, como si estuviésemos caminando por ellos, como si el camino fuese doble. Atrás están el caporal y los arucos. Esos mismos que dicen que no quisiste colaborarles. El caporal se niega a cargarte porque apenas te ve esos ojitos tuyos, negros como pepas de parapara, se le oscurece el corazón. Atrás va, llorando jipiao… pero tú no te pongas triste, no le hagas caso, no nos hagas caso, quédate en paz, que en alguna parte nos vemos. Y a tu hijito lo voy a cuidar yo. Cuando crezca un poquito, le voy a decir que se acerque a la madrina y escoja el caballo que más le guste, un caballo… y… y si sale mayero, un cuatro de cedro, uno de esos que hace la Candelaria, que tienen luceros en la barriga… ya te lo digo, en alguna parte nos vemos, pero eso sí, a mí no me engañas. Ahora me doy cuenta de que aquella noche pasaste llorando, porque te dejaron la vida enterita y con ella los problemas que ya venías enroscando. Te lo vuelvo a decir porque somos como hermanos. No te perdono. Una amargura como esta no se olvida, no se deja de saborear, la voy a tener siempre pegada entre los dientes. Hemos caminado tanto que ya me olvidé de las piernas, si no fuera por el miedo, hace rato me habría acostado boca arriba, pero ni siquiera se puede mirar de reojo para atrás. Eliécer, que siempre ha sido medio retozón, torció la mirada cuando veníamos pasando por Los Trompillos, por eso ahora tiene una totuma en el pescuezo. No se queja. Tiene los ojos altos, a pesar de tantos golpes. No te creas, los arucos tienen nombre propio, aunque parezca que son animales de monte. Yo mismo me encargaré de maldecirles el nombre, cada vez que me acuerde de lo que ha pasado. Estoy seguro de que falta poco para llegar, así que voy a contarte unas últimas cosas. Resulta que encontraron petróleo en el hato de los Burgos. Mi morenita fue a llevarles un poco de mañoco con la excusa de esculcar en la noticia y allí mismito le contaron. Ahora están ofreciendo trabajo, pero a mí no me parece tentación. Prefiero trabajar llano. Además, no quiero alejarme mucho de mi mujer. Imagínate… antenoche me confesó que está embarazada. Me puse contento. La conocí en una fiesta, iba vestida de rojo, me miró sin parpadear, debe ser por eso que me enamoré. ¡Si pudieras ver la cadenita de la virgen de manare que cargo

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en el bolsillo! Trae la imagen más bonita que he visto. La compré para ella… y aquí va, junto a tus dientes. Los recogí uno a uno. Cuando lleguemos a tu finca, le daré uno de los dientes a tu negra, los demás los voy a echar en tu tumba. Eso sí, habrá que tener paciencia, porque los arucos no nos dejarán a solas contigo hasta que hayan hecho sus desmanes, hasta que nos obliguen a pasar contigo casa por casa. Vamos llegando. El día ha empezado a florecer entre los espinitos. ¿Qué dirá tu hijo cuando te vea sin sombrero? Alguien tendrá que decirle que han matado a su padre… pero tú no te preocupes, tú quédate en paz. Yo lo criaré bien, para que algún día se olvide de los rencores. Ya estamos cerquita a la vereda. Ten paciencia. Yo sé cuánto te gustaba mi sombrero, apenitas podamos te lo voy a poner en esa cabeza tuya que pesa tanto y que casi no reconozco. Te destrozaron la frente. Preferiría haberte matado, a ver lo que te hicieron. Vuelvo a decirte, en alguna parte nos vemos. Fíjate nomás, ya llegan las petroleras… Esas son peores que los arucos, que andan siempre armados, esas tarde o temprano acabarán hasta con la soga y el sombrero… y ahí sí, como dice el Cholito cada que puede: “Que me muera yo primero pa no tener que llorarlos.”

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Elevar la voz Por Hogla Marín Pabón Ilustración de Jeisson Hernández

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rdor en la planta de los pies, cosquilleo en los dedos. Supresión total de la conciencia del cuerpo. Repasar en la cabeza, asegurarse de entender todas las correcciones. Sonríen, apoyados en la entrada. Luego, salir en fila. Los segundos de aquí para allá son eternos. Encontrar un espacio para ubicarse. Las luces, los reflectores y las tablas. Volver a canturrear un poco para eliminar la opresión en el pecho. Solo recordar los eventos de por la mañana. El sol, el canto de los pájaros, las ramas alargadas de los árboles frente a la ventana con sus coquetas flores de clima cálido. El ensayo. Recordar todas las instrucciones, tratar de esquivar los errores.

que nos señalaba por la armonía del movimiento brazo-mano, que era la misma cuerpo-alma, debía salir de todas un suspiro de vida misma. Y ese suspiro se prolongó por algunos minutos, suficientes para agotar al más duro de los hombres. Juguetonamente, se convirtió en cantos fuertes, delgados, suaves, transparentes, maquinales, alegres, festivos, enérgicos. Se convirtió en el roce del vestido de una mujer bendita, en la promesa de salvación para una raza perdida, en el arrullo a un niño, en el lamento por la pérdida del amante. Se convirtió en un canto para la tierra, en la celebración de la conformación estrafalaria que determina las cosas del mundo.

Sonríen. ¿Quiénes? Nunca se sabe. Pero lo hacen. Al frente todo está apagado, hay oscuridad plena... incertidumbre. Lo disponen así para que no haya distracciones. Pero es seguro que allá si nos ven. Si no ¿por qué sonreirían? Al lado derecho, entra el acompañante. También sonríe: él si es visible. Y mientras siguen hablando atrás, no hay otra opción que calmarse mirando al lado, a las únicas caras familiares. Sienten lo mismo. Alivio: no se está solo. El pánico y el mareo se disipan cuando se oyen las palmas. Las fervientes palmas. ¿Empezó a llover? No.

Mientras todo esto pasaba, las miraba. Y la mirada bastó para volvernos cómplices y poseer juntas la magia con la que nos permitíamos manejar el mundo a nuestro antojo, de la facilidad con la que deteníamos el tiempo a voluntad. La cercanía que procuraba la dicha nos convertía en el gozo mismo, y no había conciencias fuera de las nuestras. La vanidad de los problemas y los problemas de vanidad quedaron disminuidos al toparse con nuestro canto, acompañado con el piano. Acabó el ritual. Después, se soltó el aguacero. Suficiente para justificar la embriaguez que me embargaba.

Me olvidé de mi insignificante individualidad y entendí que podía ser algo más grande con otros. Con otras. Con ellas. Hacía solo seis horas que me había dado cuenta de que había que vivir el goce de estar en el mundo, de hacer con ellas lo que más amaba. Por eso estábamos tan nerviosas. ¿Seríamos capaces de mostrar lo que habíamos aprendido? Antes, todo se reducía a un concurso de gritos para saber quién resaltaba más. Ahora se trataba de mirarnos a los ojos y darle espacio a la voz que nos unía, para convertirla en un solo himno.

Dejé parte de mi alma allí. Y, después de salir para ver el escenario desde la parte oscura, sentí que todos los otros dejaban sus almas particulares, para unirlas a la mía, a las nuestras. No los conocía, pero el inexplicable lazo fraterno que se extendía con lentitud entre nuestras voces nos hacía aplaudirles, admirarlos. Valorarlos sin prejuicios. Apreciarlos por su capacidad.

Momentos después, llegó la paz. Decir entender es mucho: no podría explicarla. Pero solo puedo traducirla en sensaciones diversas. Entró la maestra. Nos sonrió con esa sonrisa blanca que solo le he visto a ella. Sabía que lo que venía me iba a gustar más que como me había gustado en otras ocasiones. Aguzar el oído, esperar. Al instante, después de que ella marcara, instantáneamente empezaba el piano. A un tiempo,

Si esto es la vida, quisiera hacer esto para siempre. Pero sé que es paz. Ojalá todo mi país se subiera a un escenario. Ojalá todos mis paisanos sintieran lo que sentí esa noche. Si el mundo cantara más a menudo, no volveríamos a saber de discordias.

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QUISIERA SABER Por William Velásquez Estepa / Ilustración de Janeth Vanessa Moreno

Y

de Cajamarca con una intensión: entrar a la cocina de cada casa de la zona y surtirse de víveres.

qué pasó con la tía? Dos segundos en silencio.

Es la misma pregunta que, como un escrutador del pasado, hago a una señora con varios centenares de canas que evidencian el paso del tiempo, unas arrugas cuyos pliegues hoy en día son un buen ejemplo de que la alegría nunca la abandona y unos ojos que poco a poco van perdiendo el color terroso, tornándose más claros y frágiles, pero que, certeros, acompañan lo que una boca con voz firme va relatando. Sé que debo tener cuidado con la pregunta; cada vez que la formulo siento una adrenalina súbita e insana; la culpa por querer saber algo que a lo mejor es necesario dejar en el pasado. —Un, dos, un, dos, ¡alto! Ustedes vayan allá ¡Hey, usted! Venga, por acá.

—A ellos había que atenderlos como querían, ¡jum¡ vaya uno y no lo hiciera… Junto a la cocina, había una niña delgada, de tez trigueña, trece años tendría en ese entonces. Al comandante de la tropa le pareció bonita y nos dijo que se la iban a llevar, ninguna opuso resistencia. Jorge, Tomás y Eduardo estaban escondidos bajo las camas, calladitos, pues esos bandidos iban buscando liberales para matar. A las mujeres nos tocaba atender a esos soldados, así que tuvimos que acceder. Yo, por mi parte y por temor a que nos pasara algo, solo pude rogar una vez para que no se la llevaran. Finalmente, la vi partir.

Marchan al son de un compás, es una tropa, algo buscan, calzan botas pantaneras negras.

De esos ojos cristalinos, cada vez que escucho narrar aquella historia, veo correr una pequeña lágrima que es borrada por una voz dura y firme que pide cambiar de conversación.

Todo el mundo sabía que a las seis de la tarde no debía moverse ni una mosca. Los niños tenían que permanecer en silencio. Nos tocaba dejar listos los alimentos para el desayuno, apagar las luces y echarse a dormir. Sin embargo, esa tarde fue diferente, con la caída de la tarde aquel batallón de hombres vestidos de un verde oliva, sudorosos por el clima, cuyo rostro estaba manchado por la tierra y ésta adherida por el sudor a su piel, se detuvo en lo alto de una vereda

Antes de cambiar el tema, veo a aquella mujer en silencio por unos segundos y me hace lagrimear. Deseo indagar más pormenores de ese día, saber qué hicieron sus tres hijos luego que se fueron los hombres que daban órdenes, preguntar por el abuelo, ¿dónde estaría ese día? Sé que lo debo preguntar, pero me queda claro que he de esperar otra ocasión, una similar, donde pueda sentirme a gusto cuando pregunte qué pasó con la tía.

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DOCE EN PUNTO

M Por Aura Cristina Gómez Ilustración de Jeisson Hernández

amita usted tiene que estudiar para ser alguien en la vida, tiene que estudiar algo que le de plata, porque eso es lo que mueve hoy al mundo, comprar carros, casas, mansiones, viajes, usted no se puede quedar ahí arrancada como su mamá y como yo de guisos, tiene que ser una profesional, que cuando la vean le vayan abriendo las puertas, la doctora, montarse una empresita o alguna vaina, por eso es que su mamá y yo nos jodemos tanto, para darle buen estudio a usted y que pueda salir adelante, eso no sea bobita, usted no está para tener novio, usted está muy chiquita, sumercé solo tiene que preocuparse por estudiar, estudiar y estudiar, ¿ para qué quiere un ñero de esos que no sabe hacer nada? Esos manes solo quieren una cosa y usted lo sabe, se lo digo yo que yo soy hombre, no sea que terminen llenándole la panza de huesos para luego tenerla ahí de manteca

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limpiando pañales y aguantando humillaciones, no señora, usted sabe que llega a meter las patas y se me va de la casa, acá yo no voy a alcahuetear esas maricaditas Alexandra recordaba, en instantes de lucidez cuando se quedó sin consumir casi por 72 horas, en esos momentos toda la vida le desfiló al frente, sentada en el frío concreto. No pudo evitar que se le saltaran las lágrimas, cómo la querían en su casa, ay… todos esos regaños y esas cantaletas que parecían eternas solo tenían como propósito cuidarla. Verse en donde había terminado era una decepción enorme para ella misma. Justo ahora, qué no daría por un abrazo sincero, por la sonrisa de su mamá, por ese techo y esa comida que nunca esperaba nada a cambio, deliciosa, tibia y servida a la mesa. Lloraba, lloraba sin consuelo —mis papás tenían razón, la cagamos, negro, la cagamos refeo— hablaba a la tumba fría, de aquel amor que la había arrastrado hasta donde estaba ahora, en la calle, enviciada y a quien pese a todo nunca le pudo guardar rencor, porque en verdad lo amaba, tanto que no le hubiese importado morir aquel día cuando su cuerpo yacía sangriento y débil tras una riña callejera. Esa fecha oscura ni la droga se la haría olvidar, de eso estaba segura. Aquella mirada que le lanzó Julián, tranquilo y quietecito en el pavimento, esa mirada que le penetró el alma con su último brillo. Desde entonces él vive en ella, en los recuerdos pegados a la retina, en el olor a cigarrillo, en la sensación de la metanfetamina. Hoy lo recordó cuando estaba en el barrio. Un pelao bien, coqueto y travieso, jugando micro sonriendo, siempre sonriendo. Perdón, negro, perdóneme, yo no lo dejé solo, a mí también me cascaron ese día y cuando lo encontré ya era tarde ¿Cierto que usted lo sabe? ¿Usted se dio cuenta, verdad? Dígame que usted se dio cuenta que no lo iba dejar, yo jamás lo haría. La incertidumbre la atormentaba, sabía que en sano juicio era inútil, entonces deseó consumir, más que por necesidad física adictiva, lo hacía por necesidad de él. Sollozaba pasito y se resistía a la ansiedad. En ese momento decidió volver a su casa, por lo menos lo iba a intentar, su familia era lo único que le quedaba. Una fuerza superior la impulsaba, era como si diosito la estuviera viendo. Alexandra se había dedicado a robar en tiendas. Como no tenía sino quinientos pesos en el bolsillo, se haría lo del día y con eso cogería bus derechito para la casa, se iba a comprar una pinta bien bacana para que la familia la recibiera bien, con lo que le quedara se iba a madrugar y se pagaría parte de las mensualidades que le alcanzara para el internado, no pensaba volarse, está vez hablaba en serio, ahora si estaba dispuesta a volver, por fin iba a terminar el bachillerato, sí que lo haría, hoy mismo tiene que

irse, ya vería cómo se las arreglaba con Julián, que siempre le pedía consumir, no perdería su vida un minuto más, esa motivación no cesaba, y no esperaba que lo hiciera, es más, ya mismo se iba a hacer la vuelta, nada más que esta vez iba sola para que no hubiera la tentación, para que nadie le ofreciera. Pese a que vivía en la calle, Alex se podía camuflar entre la gente bien, se iba a coger lo del pasaje y se marcharía. Con el plan en mente oró en el cementerio, pidió ayuda divina y, de paso, perdón, hizo un voto, juró no robar después de esto, usted me saca de ésta y no lo vuelvo a hacer, se lo juró diosito. Acarició la lápida de la bóveda en la que yacía Julián, le acomodó las flores, le dio un beso sentido y se marchó sin mirar atrás. Menos once y cuarenta, ya estaba en un barrio cercano, recorría sus calles cuando vio un supermercado, pero hacerlo ahora era mala idea, había mucha gente afuera, quizá porque se acercaba la hora de almorzar, su estómago se lo advertía, las señoras iban por lo del almuerzo, no iba a amedrentar a nadie. Igualmente, ingresó, algo se le tenía que ocurrir. Vio a un hombre de mediana edad con un celular de alta gama, si lo conseguía fácilmente se haría hasta un millón. Agarró unas pringles, solía comerlas mucho en casa, pensó también en llevarse una gaseosa sabor a uva, pero no, mejor no encartarse tanto para el momento de emprender la huida, ya en casa iba a tomar lo que quisiera, iban a estar todos muy contentos de verla. Cuando vio que el hombre se disponía a pagar se acercó sutilmente, a hacer dizque la fila, el hombre prestaba atención al cajero y ella raponeó con fuerza y decisión el celular, agarró a correr y el man se le fue detrás. Había un par de personas por la estrecha e infinita cuadra, escuchó gritos, sabía que venía detrás pero también sabía que jamás la alcanzaría. De repente y sin retroceso se oyó la pistola escupir uno, dos, tres balas, todas acertaron y cayó al suelo. El líquido precioso rojo huía de su cuerpo, salía con presión, pronto se encontró en un charco de sangre, primero se sintió débil, luego fría, muy fría y tranquila, no escuchaba a nada ni a nadie. Las pringles habían caído un par de metros más allá. Once y cincuenta y siete: ya no volvería jamás a casa. Once y cincuenta y ocho: la paz le invadía, no le importaba que un par de miradas curiosas se acercaran a su cuerpo, de hecho no las percibió. Once y cincuenta y nueve: era como tener mucho, mucho sueño, y no podía ni quería resistirse, iba a caer profunda, nada ni nadie más importó. Doce en punto, la dama de vestido negro aparecía en la escena, ese olor inconfundible a sangre invadía el ambiente, el reloj de Alexandra González Salazar se había detenido y la mujer, de traje negro y aroma a rosas, con afilados accesorios lo cerró entre sus manos y se marchó antes que la incontenible corriente roja que caminaba por el asfalto llegara a sus pies.

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El matiz de los cigarrillos

Por: Blas Medina / Ilustraciรณn de Jeisson Hernรกndez

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Avivando el hedonismo

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o primero que aprendí fue a fumar. Siempre andaba pendiente de las colillas que botaba al piso mi viejo. Allí, en cuclillas, me las fumaba. Mi padre me decía que no fumara, pero qué me iba a decir mi padre, si él empezó a fumar desde los doce años. En cambio, yo apenas tenía diez, en aquel entonces. Y conozco muy bien las consecuencias, las he visto en revistas de medicina, pero me vale, la naturaleza fue creada para aniquilarnos, así que lo mío son pendejadas. Cinco años después, mi viejo me agarró con las manos en la masa. Me quedé como de piedra. No dije nada, ni hice nada. No tuve tiempo ni de botar la colilla. Estaba concentrado pensando en el futuro. Creía, ingenuamente, que las nubes de humo me iban a conceder la clarividencia. Claro que también mascullaba con mucho seso el ofrecimiento de trabajo que me hizo el gordo Valenzuela. La cosa es sencilla, solo debo pararme en una esquina y mirar si aparecen los tombos, después debo marcar al Nokia 1100 del Gordo; hablar, colgar y salir caminando como un buen samaritano. La vuelta se hará en el local del cucho Guzmán, el dueño de la papelería. Él mismo grita a viva voz que la plata ni le sobra ni le falta y, en serio, que a los quince años sí hace mucha falta. Tengo entendido que el dinero no da la felicidad, pero ayuda en algo para encontrarla. Igualmente, me da pudor andar con el mismo jean Sergio Valentes comprado en la navidad pasada. En cambio, el gordo Valenzuela, muy creído, se pavonea con su Levi´s 501 azul rey y sus zapatillas Adidas L. A. Trainer por todo el vecindario y dejando ese tufo benigno que solo da la ropa nueva. —Hay otras maneras de perder el tiempo —me dijo mi viejo, mientras observaba con tesón el cartel de los Cypress Hill.

capitalistas tumbaran el muro, bueno, pero a ¿quién le importa la Guerra Fría? Además, no se me quita de la cabeza el escarmiento que me prepara mi viejo. Mi padre es un experto para los castigos. Recuerdo la vez que pilló a mi hermano Matías en las casas vecinas haciéndose competencia de pajazos con los amigos del barrio. Todos soñaban con desvestir a Margarita. Y Margarita, muy tierna, jugaba con todos ellos. Ella sabía muy bien que su forma movía sin descanso al aburrido mundo. Matías estaba concentrado en su labor, iba de primero en la fila. El viejo lo vio a lo lejos con los calzones en los tobillos, a Matías le faltaba poco para el fusilamiento. —¡Matías, te volviste huevón! ¡Esto no se hace en la calle! Lo cogió de una oreja. Lo sacó a empujones. Y no permitió que Matías se subiera sus pantalones. Lo hizo caminar así por toda la cuadra. Ingresaron a casa, mi padre le ordenó que se acomodara los pantalones y, acto seguido, le dijo con absoluta calma a Matías: «Luego hablamos». Y mi viejo pensó el castigo por una semana. En el almuerzo, delante de todos, tomó la mano izquierda de Matías y se la metió al congelador de la nevera. Le gritó a mi hermano que aprehendiera fuerte el hielo con la mano y luego lo obligó a que permaneciera así por más de una hora. Mi viejo solo se apoyó en la puerta de la nevera y espero como un monje zen hasta que el estar de pie lo aburriera. El pobre Matías estuvo con la mano adolorida por quince días. También perdió el movimiento del meñique. Y mi hermano, apenas cumplió los dieciséis años, dejó el polvero. Sólo le aseguró a mi mamá que volvería el día que el viejo ya no estuviera. Recuerdo esto mientras me fumo un cigarrillo entero fuera del colegio. Boto la colilla y espero que mi hijo no siga mis funestos pasos. Me olfateo los dedos, me encanta el olor de la nicotina que queda en ellos.

No dije nada, solo ponía mi mejilla para aguantar el tortazo.

—¿Otra vez perdiendo el tiempo, Néstor?

—Con tal, siempre he creído que solo eres un vil marihuanero. Luego hablamos y, por el amor de Dios, bota esa colilla, los hombres fumamos cigarrillos enteros. Lo miré iracundo. Apunté el pedazo de colilla para que atinara cerca a sus zapatos. El viejo me miró sin hacer ningún gesto. Solamente destripó fuerte la colilla. No hizo nada más. Luego se sentó y empezó a ver las noticias del mediodía. Esa era su rutina todas las tardes, jamás se cansaba de ver todo lo que los medios le daban.

—Lógico. Debo fumar todo lo posible. Y también preparo la nalga, mi viejo me pilló fumándole una de sus colillas. —Ya le he dicho que los verdaderos hombres se fuman los cigarrillos enteros. —Lo mismo dice el viejo —le reproché al gordo Valenzuela. —Pero fresco, hermano. Nadie se muere en la víspera. ¿Qué ha pensado del trabajo? No lo olvide Néstor, no es que tenga tanta paciencia como su viejo.

Mi familia y yo llegamos al barrio en el 86. Estaban en auge las baladas de Bon Jovi. Faltaba poco para que los

Mi madre objeta que mi papá es violento no porque quiera, él simplemente es el fruto del 48. Mi madre

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la lluvia se me empapó la hoja del examen.

lo llama el año de los colores primarios. Según ella, Colombia es el único lugar del mundo donde los problemas se solucionan a machetazos. Ahí toma asiento frente al televisor y, mientras ve la novela de la tarde, me vuelve a contar la historia que, años atrás, había escuchado del viejo. La oí por primera vez un viernes santo. Mi padre había llegado borracho, pero esa vez estaba nostálgico. No se cansaba de repetirnos que la semana santa la hicieron los curas para reflexionar sobre las cosas malas que tenemos en el pasado. Ese también fue la segunda vez que lo vi llorar, la primera fue cuando murió mi hermano gemelo. Pero ese dato es para otro cuento.

—Entiendo, don Néstor, eso es como tener mamá, pero muerta. Por eso, para subirle el ánimo, le sugiero revisar la miscelánea 144 y la 145 del álgebra de nuestro apreciado Baldor. —Pero, profe… —Pero… ¿qué?… ¡tras de cotudo con paperas! Sonó el Himno de la alegría. Cambiábamos de clase. La psicóloga, meses atrás, había implementado el método de la música clásica para el cambio de clases. Según ella, así íbamos endulzando el oído para entender mejor las órdenes de nuestros futuros regentes o algo así entendí. El gordo Valenzuela me hizo una seña para que me le acercará. Me llevó a un lugar aislado. —Sí nota, Néstor. La sociedad nos ve como míseros obreros. ¿Se le apunta al trabajito o no?

La propuesta

E

se lunes llovía a cántaros. Llegué —Sí, Gordo, de una me le empapado al colegio. El apunto. ¿Qué debo hacer? gordo Valenzuela llegó en su R4 blanco. No se —Pero, qué memoria. Es lo dejaron parquear, sencillo. Nuestro barrio es una un estudiante no podía ye, ¿cierto? Y todos sabemos tener carro, ya que los que los tombos siempre vienen profesores andaban en por el camino del medio, bus o a pie. Al entrar ¿cierto? Entonces, apenas vea Calavera de un lagartijo / J. G. Posada al salón recordé la asomar los cascos blancos en tarea extra de matemáticas. Debía realizar toda la la lejanía, usted marca de su celular y me manda una miscelánea 143 del álgebra de Baldor. Fue el castigo llamada perdida. Apenas haga eso, usted camina hacia que me impuso el profe Nacho por no haber resuelto ellos, se hace el huevón, como lo que es, los cruza, un problema de cálculo. Entiendo la matemática, pero se detiene en la otra esquina, me marca de nuevo y a los quince años a quién le importa definir curvaturas me cuenta qué van hacer los tombos esos. Y listo, que siempre llegan a punto infinito. No me gustan trescientos mil pesos ganados por hacer nada. ¿Cierto? esos ejercicios, porque es como si la inmortalidad pateara a la mortalidad. Además, esos ejercicios no —Así habladito suena hasta fácil. Pero en la práctica lo concuerdan con mi lema personal: «Vive rápido y sé dudo mucho. Y lo otro, no tengo celular, Gordo. un féretro hermoso para los gusanos». —A la salida le paso un celular, lo cuida. Y recuerde, Faltaban diez minutos para que se acabara la clase. Néstor, todo lo que nos rodea está hecho para Aun bajaba algo de lluvia ácida por mi rostro. asesinarnos, así que es un riesgo más que se toma. Y pregunto esto por última vez, ¿lo toma o lo deja? —¡Néstor!, ¿hizo la miscelánea? —Claro, profe, por quién me toma. Lo malo es que con

—Lo tomo, Gordo. Y gracias por la oportunidad.

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El castigo

—¡Gordo, ya van para allá!

M

—¡Que vengan!

i padre fue predecible. A los ocho días exactos me impuso su castigo. No fue nada del otro mundo, me ordenó fumarme una cajetilla de pielroja completa. Así, según el viejo, me olvidaría de fumar por el resto de vida. Mi papá no lo entendía, yo fumaba por voluntad propia, él no era el culpable que adquiriera ese hábito, el problema era el aburrimiento de los seis lados de mi cuarto. Las hebras de tabaco se me enterraban en la boca. Eran amargas. Lo difícil fue encender los veinte pitillos.

—¿? No me gustó esa respuesta. Además, esa no era la voz del gordo Valenzuela. Deseé tener un cigarrillo en la boca. Los policías se acercaban cada vez más. Entonces pensé, es ahora o nunca. Tal vez me equivoqué en un número. Revisé el número del celular en la pantalla, sí, ese era. Volví y le marqué al gordo Valenzuela. Esta vez timbró una sola vez. —Diga…

Ahí tosí. Me ahogaba. El viejo me miró desafiante y me advirtió que fumar era malo. «No quiero que fumes, no quiero que sigas los malos hábitos de los Soler, ¿entendido?», me dijo sin quitarme los ojos de encima. Yo simplemente caí. Por ese día no quería pensar en cigarrillos. No se me quitaba de la mente la propuesta del gordo Valenzuela, era la mejor salida para demostrar que yo era un ganador.

—¡Gordo, están cerca los policías! —¡Usted otra vez, no entiende, número equivocado! Era la voz de una mujer. Llegaron los policías donde el cucho Guzmán. Vi que el Gordo se asomaba con los otros compinches, estos no lo dudaron ni un segundo, empezaron a dispararle a los policías. Yo, calmado, cogí hacia cualquier lugar. Escuché el zumbido de un avión jumbo. Miré hacia arriba, entonces me percaté que el cielo se empezaba a pintar de un rojo plomizo.

La ye del barrio

L

a panadería del Buñuelo estaba atestada. Vi al gordo Valenzuela despedirse de su novia. Entró y se sentó en mi mesa. —Bien, Néstor. Al fin decidió hacerse libre, ¿no? En buena hora. —Pues Gordito, el futuro se mueve bajo mis pies. —Me gusta que no se acobarde —me pasó un papel extremadamente doblado—. Ya sabe, Néstor, nos vemos a las once en la esquina señalada. —Listo, listo. Y de nuevo, gracias Gordo. Se levantó y pagó los tres cafés que me había tomado. Me quedé un buen rato meditando la travesía del viejo para hacerse hombre. Ahora era la carne joven la que le hacía su relevo, yo sí me sumergiría en lo delgado del embudo, pensé. Abrí el papel y vi los garabatos del Gordo. Era su número de celular. Lo grabé en mi teléfono y luego me comí el papel. —Listo para esos trescientos mil. —Listo. —Bien, en la jugada con los tombos. Esto es un ejercicio de cinco minutos, listo. Hablamos. Juro que escuché El bandolero de Antonio Aguilar. Me comía las uñas y no apartaba la vista del camino del centro. Entonces asomó el primer casco blanco. Saqué el celular y mandé la perdida. Luego me fui caminando hacia ellos y me ubiqué en la otra esquina. Volví y marqué, el celular del Gordo timbró tres veces.

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Regálame Paz Por Jennyfer Stefanie Galviz Fotografía de Francisco Vanegas

A la memoria de Jango. Aunque ya no estés a mi lado, tu recuerdo me mantiene en pie.

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R

amón era un pequeño que no sabía el porqué del miedo, el porqué de las balas. No sabía si en la guerra había buenos o malos. Él solo pensaba en jugar, comer, dormir y volver a jugar. Tenía menos de un año de edad y era muy listo. Podía expresar cuando tenía hambre, sueño e incluso cuando tenía ganas de cagar.

—¡Quiero a las mujeres de este lado, hombres mayores de doce de aquel lado!

Era un chico alegre y era mi mejor amigo. Eso lo hacía diferente a los demás o, por lo menos, para mí lo era. No tenía igual. Iba conmigo a todas partes y, aunque no hablara, yo sabía que era feliz cuando estaba a mi lado.

A las niñas las alejan del grupo. Las oigo gritar. Sé que mi amigo está asustado. Nos vigilan todo el tiempo y aun no sé qué hacemos aquí.

Yo no aplico para ningún grupo, acabo de cumplir los nueve y soy tan hombre como el mismo comandante. Me intriga saber si por no cumplir los requisitos puedo irme, sin embargo, me aterra preguntar.

Una tarde salimos de la vereda hacia el pueblo a traerle sal a mamá. Nunca habíamos llegado tan lejos. No se veía una alma por allí. La carretera desierta no me hacía sentir tranquilo. Mis piernas temblaban de miedo, sin embargo, tenía que demostrar alor; así que inflé el pecho y mientras se me quebraba la voz le dije: —¿Vamos o qué? Sus ojos enormes, posados en mi rostro, me demostraron que también tenía miedo. Decido, por los dos, que seguiremos adelante. Puedo jurar que suenan pasos, escucho las piedras crujir, pero no quiero alarmar a mi compañero de viaje. Un hombre viene de frente. Hay algo en su rostro. No logro descifrar qué es. Se nos acerca y no se pa dónde agarrar. De repente, otros hombres nos rodean, no sé qué hacer. —Es mi amigo. ¡Suéltenlo!

E

l camino se ha tornado oscuro, una venda rodea mi cabeza. Sé que voy con más personas, pero no sé hacia adónde. Mis ojos se han descubierto y veo cómo el atardecer se posa sobre los árboles, hay unos muy grandes aquí; han llegado unos cuantos niños más. Algunos observan el panorama en silencio, otros lloran desconsolados. Yo me siento un poco más tranquilo que los demás, porque tengo a mi amigo. —Es de suma importancia que se tranquilicen —dice un hombre enmascarado—. Les entregaremos uniformes y las cosas que necesiten. Por si no les quedó claro, no se pueden apartar del grupo. Al que intente escapar se le aplicará un castigo ejemplar. No sé a quién le serviremos. Me aterro con tan solo imaginar las tareas que deberé realizar. Hay un hombre mayor al que llaman comandante Sánchez, no se ve muy amable. Es un tipo bajito, con cara de estar bravo todo el tiempo, se nos acerca diciendo:

Ya es de noche, pero no tengo sueño. Esa agua de panela no logró calmar mi hambre. Siento frío. No esperaba estar tanto tiempo aquí. Ramón está en mis piernas. Temo más por su vida que por la mía. Acaricio su cabecita hasta dormirlo. Algunos hombres permanecen de pie. Al parecer, no pretenden dormir. Sus armas están alerta. No sé de qué. Deben ser la una o las dos de la mañana. No veo a los vigilantes. Ramón, despierta, susurro. Él muy sigiloso se baja de mis piernas y empieza a caminar. A gatas sigo sus pasos. Nos alejamos. No veo más que el pasto alto, muchos árboles y la luna acompañándonos. El amanecer nos sorprende en el monte. No logro encontrar el camino a casa. Ramón está cansado y hambriento, igual que yo. Siento que hay alguien más. Escucho voces, pero no es claro lo que dicen. Echamos a correr loma abajo. Ramón va más rápido, lo pierdo de vista, ¡BOOM! Bajo corriendo lo más rápido que puedo. —¡No! ¡No puede ser! ¿Por qué? ¡No! No tuve tiempo para apreciar cómo la vida se alejaba de su cuerpo. No tuve tiempo para rescatarlo. No hubo un adiós. Mi peludo amigo, de él no queda nada, todo él es lo que ahora puedo recordar. Mis berridos llaman la atención. Son tan fuertes que no puedo pensar claramente. Me agarran por la espalda. ¡No! ¡No, otra vez!

M

is ojos están cubiertos de nuevo. Estoy de rodillas. No sé en dónde. No sé por qué. Pienso en Ramón y mis ojos se humedecen. Escucho de nuevo un ¡boom! Esta vez el sonido no es tan fuerte, atraviesa mi pecho, caigo al suelo. Veo a Ramón y todo se torna blanco, muy brillante.

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Cuando el ruido del monte se apaga

Por Nicolás Antolínez Parrado

A

ndrés va a la escuela y, aunque no es el niño más aplicado, es el tipo de persona que cae bien a quien lo conoce. En las tardes, trabaja con su padre en la carpintería. Los fines de semana se dedica con su madre a las dos parcelas, que aunque no son suyas legalmente, las tratan con el mayor de los cariños. Ese día madrugó como siempre; la escuela se encuentra a varios kilómetros de su casa, en realidad, nunca los ha contado.

parpadeo, los niños empiezan a esconderse bajo sus puestos. Lo hacen como si fuera un reflejo desarrollado con el tiempo. De inmediato, empiezan a escucharse las ráfagas de fusil. Andrés, sin ningún temor, aprovecha para sentarse en el suelo a pensar en el problema escrito en el pizarrón. Su maestro está cagado del susto: lo que sólo eran historias y testimonios desgarradores en la prensa, lo acecha ahora mismo.

Está en clase de matemáticas, no se le dan muy bien, pero lo intenta. Su profesor es joven, recién llegado, un citadino que conoce el campo solo por periódicos amargos que hablan de masacres, desplazamientos y combates entre el ejército, la guerrilla y los paramilitares. La escuela, que es muy pequeña, se encuentra entre dos riachuelos y un par de montañas. En ella se dan clases para todas las edades; asisten indígenas, afros y mestizos; es un hermoso festival de colores.

Andrés recuerda a sus amigos, muchos se encuentran en las filas de la guerrilla y, aunque el deseo de que permanezcan con vida es intenso, no quiere que el enfrentamiento tenga ganadores. El profesor intenta que los niños mantengan la calma, pero es inútil, porque realmente ninguno está asustado. Los niños tienen suficiente experiencia en eso de los combates entre diferentes grupos. Solamente hay que agacharse y permanecer en silencio, le dicen al profesor, con una paciencia casi aterradora.

Andrés, de siete años, no termina de comprender el tema, no deja de pensar en las cosas que tiene que hacer en casa y en el partido de la otra semana. La escuela cuenta con una cancha mágica, una en la que se realizan partidos simultáneos de diferentes deportes, con reglas variadas y distintos narradores; verla, al otro lado de la ventana, no lo ayuda a concentrarse.

Después de unos minutos todo se calma, la conmoción ya ha pasado. El pobre citadino no sabe qué hacer, quiere huir lejos de aquel lugar que a su vista parece abandonado por la mano de Dios. Se calma, mira a los niños y les pide permanecer sentados, en silencio, que no se asomen a las ventanas y por ningún motivo salgan del salón. Pero, justo antes de salir en busca de su superior, escucha algo que le congela el corazón:

El ruido del monte caucano se apaga. Los animales, que pastan frente a la escuela, se esconden. En un

—Profesor, todavía no entiendo el problema del tablero —le dice Andrés con la mano levantada.

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Mi ultima noche en Mosul Por Henry Esteban Pérez Fotografía de David Barragán


N

unca imaginé ver a Mosul como está ahora. En mi niñez hacia poco más que odiar a mis padres, pero, en este momento, agradezco haber estado solo y no tener a nadie irremplazable en mi vida, sería un verdadero calvario soportar más perdidas.

Las cosas que hicieron los radicales dentro de la ciudad fueron horrorosas, pero ellos me dieron una oportunidad de ir en paz y simplemente descansar, aunque con eso causé dolor a los demás. Creo que soy un egoísta, espero que Alá pueda perdonarme.

Sigo caminando por las calles algo solitarias, que ahora mismo, son poco más que caminos ominosos rodeados por edificaciones derruidas. El conflicto fue brutal, los combatientes no se rindieron, estaban dispuestos a morir, por lo que creían que era correcto.

M

Los chillidos de un niño, que aparenta unos once años, me sacan de mi estado de ensimismamiento, grita con desespero “Mamá”, tiene la cara manchada de sangre y la ropa sucia. Vaya infancia difícil que le espera. No puedo evitar rememorar mi propia infancia, un período de mi vida muy duro, los hijos de puta del orfanato tenían un negocio turbio con una red de tráfico infantil, hombres pecadores que vendieron su conciencia por unas cuantas monedas. Hace un poco más de frío, ya está anocheciendo, hoy hay una hermosa luna llena. Me doy tiempo para admirarla. Esta noche me recuerda a ella, mi amada fue como la luz de la luna, hermosa y fugaz, ella, ella…. Ella era mi todo, una mujer buena, sin duda, que sacó del camino incorrecto a un chico problemático y terco como fui yo a mis veinte años. Ella dijo que yo no era un asesino, que solo fui un mensajero de Alá para castigar a los malvados. Ella dijo que guardar rencor a mí mismo sólo condenaría mi alma y eso sí que me convertiría en un pecador, pero como una cruel jugarreta del destino la traición manchó mi cama, entonces, cuando aquella iracunda bestia arrancó la vida de sus ojos, la ilusión de mi vida se fue con ella. Odio con las entrañas a esa bestia, quisiera verla muerta, pero he sido un maldito cobarde, no he tenido la valentía de arrancarle la vida también, pero hoy por fin se acaba todo, para mí y para él. Miro a mi alrededor y está mucho más transitado, cada vez estoy más cerca de mi destino. Avanzo a paso apresurado. Quiero terminar con esto lo antes posible, quiero simplemente ser libre. El bullicio ensordecedor se hace cada vez más cercano, cada paso más cerca del cielo, del infierno, del final.

e tomo un pequeño instante para ver la luna, la plaza, tanta gente ajetreada moviéndose de aquí para allá, caras de angustia. Mosul aún respira por la herida, pero con sólo oprimir un botón la preocupación de tanta gente se iría, con sólo oprimir el botón que tengo oculto en la manga. Yo y todo lo que esté a mi alrededor sería purificado por el fuego. —Señor, por favor estoy sola con mi hermana menor, y tenemos mucha hambre —una chiquilla interrumpe mi reflexión, está desesperada, al parecer va a llorar, debe tener unos ocho o nueve años. Saco de mi bolsillo todo el dinero que llevo conmigo. Cuando se lo entrego dice: —Muchas gracias, señor, es usted una buena persona, que Alá lo proteja. En ese momento se abren mis ojos y lo entiendo. Todo lo que viví me llevó a este momento, los caminos de Alá pueden ser retorcidos, pero ahora mismo él habla conmigo, me puedo ir tranquilo. —No es nada, hoy es mi última noche en Mosul.

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***

e informa que en la plaza principal de Kanisa, de la recién liberada Mosul, se perpetró un atentado suicida que hasta el momento ha cobrado la vida de veintiséis personas. Las investigaciones arrojaron que el terrorista es Ahmed bin Zeid, un joven de clase media que residía en Bagdad. Sus vecinos declaran que tenía conductas extrañas, esto aunado a la misteriosa desaparición de su esposa. Su vecina más cercana, última persona en verlo antes del atentado, declara que el día que desapareció estaba especialmente extraño. “Él solía ser amable y cordial, sin embargo, ese día pasó sin saludar, parecía distante e inquieto”. La policía continúa indagando en el caso, sin duda, un duro golpe para la perla del norte. En otras noticias….

Apenas llego a la concurrida plaza hay una bandera nacional con la frase “Hemos Vencido”. Hace demasiado poco el ejército iraquí, apoyado por la coalición internacional, tomó el control de la ciudad.

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La visita Por Jeison Camilo Reina Fotografía de Francisco Vanegas

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oy es día de visitas en el centro de reclusión para mujeres Villa Cristina. Carmen se toma su tiempo para vestir a su nieto, quien esta mañana está mucho más adormecido que de costumbre. Anoche los dos estuvieron hasta entrada la madrugada frente al puteadero del barrio Berlín vendiendo cigarrillos y tinto. Fue la primera vez que Jairo vio a una puta tan joven: una muchacha con profundas ojeras pendiendo de sus ojos y que el maquillaje mal aplicado no lograba esconder. Hoy a Jairo le parece que se están levantando muy temprano y no sabe por qué o para qué. Él solamente obedece. Hace ya más de cinco años que está acostumbrado. Solamente obedece. Jairo llegó a casa de su abuela un par de semanas atrás, la próxima tendrá que iniciar un tratamiento con un terapista del lenguaje y con la trabajadora social que los acompaña hoy quién sabe adónde. Los cinco primeros años de su vida los tuvo que vivir en una casa del bienestar familiar en Calarcá. Allí escuchaba casi todos los días cómo lo llamaban hijo e’marica, sin siquiera saber quiénes eran sus padres. Aparentemente, los demás niños sí lo sabían por boca de alguien más que nunca se atrevió a contárselo a él. Daba igual. Jairo, recién llegado al hogar de paso, pensaba con tranquilidad que esos pelaos lo estaban confundiendo con alguien más, así que tímidamente sonreía y seguía su camino. Sin embargo, cuando los insultos pasaron al contacto físico, no propiamente amistoso esas sonrisas cambiaron por lágrimas de odio, así como cambió el patio soleado por un camarote húmedo y maloliente.

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a tarde en que Carmen llegó a Calarcá, no podía soportar el calor y su cuerpo se hinchó de tal manera que tuvo que andar con los zapatos en la mano por las calles del pueblo. A su llegada al centro de bienestar familiar aceptó el agua que le ofreció la secretaria y tomó unos papeles del escritorio para abanicarse. En seguida apareció por la puerta una mujer sollozante que al parecer era la encargada del lugar. Se sentó en una silla sin decir palabra. No dejaba de mirar su celular. Por fin, unos segundos después pareció notar la presencia de alguien en la oficina. —Buenos días —dijo la mujer mientras se limpiaba la nariz con una toalla— usted debe ser la abuela de Jairo. —Cómo le va. No sé todavía cómo se llama el muchacho. Creo que tiene cuatro años. —Sí, es él. Igual usted es la única cita que tengo para esta semana. En medio de un carrasposo silencio, solamente interrumpido por el abanico de Carmen, la encargada diligenciaba unos documentos para autorizar la salida de Jairo. Carmen era analfabeta. Por la ventana del patio varios niños se asomaban curiosos; todos veían en esa señora a una posible tía o una abuela o una mamá, algo que nunca había pasado, mientras que Jairo seguía encerrado en su cuarto.

Cuando le dijeron que su abuela lo iba a ir a buscar, corrió al pequeño cuarto que olía a orines y bocas sucias en donde pasaba la noche. No quiso salir en todo el día. Esa abuela era una palabra enorme para él, era una palabra nueva, y frente a lo que representara novedad —había aprendido— tenía que correr. Tenía que aferrarse a lo que nunca cambiaba: los golpes en la cabeza que le daban los demás niños, los insultos, los almuerzos robados, el pelotazo en la cara, las tardes de encierro, las meadas de medianoche que mojaban su barriga desnuda y que después resbalaban por el plástico que envolvía el colchón. Eso era la vida, la garantía de pertenecer a un lugar donde, a pesar de los abusos, tenía un nombre, o al menos un apodo, y tenía contacto con alguien más, así fuera violento.

Carmen, mientras permanecía sentada y en silencio en aquella silla, pensaba en cómo recibiría a su nieto, el primero y único hasta ahora. Recordaba, lejos en el tiempo, la primera vez en que Mauricio llevó una novia a la casa; la última vez que recordaba haber dado afecto a alguien. Un muchacho guapo, pretendido en el pueblo por varias niñas, rodeado de amigos, feliz. Pero su primera novia tuvo que ser una prepago de diecinueve años. Cuando esa relación terminó, fue Carmen quien tuvo que consolar el desengaño de su hijo. Más que un fracaso, era una ofensa. Aquel pensamiento constante de frustración sumió a Mauricio en un aislamiento total durante algunos meses. ¿Cómo pudo ser posible enamorarse de una prostituta? ¿Por qué nadie le dijo nunca nada? Solo tenía a su mamá, la vieja que nunca le recriminó, porque ella también era consciente de su realidad:

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en el mundo solo lo tenía a su hijo. Fue entonces la primera vez que Carmen sintió un abrazo tan profundo, tan necesario, tan suyo, que desde entonces se decidió a no abrazar a nadie más. Sus abrazos serían solamente para su hijo. En el centro regional del bienestar familiar sentía tal perplejidad al escuchar que ese pequeño niño le preguntaba por su mamá y ella estuviera pensando en su hijo. Recordó que antes de venir, la psicóloga del centro le había recomendado, y casi que le ordenó, usar el nombre de Magdalena, que no fuera a confundir al criaturo con cuestiones que ni siquiera ella comprendía. El acercamiento de Jairo fue tímido y calculado. Aquella señora no le generaba confianza, no la sentía cercana ni se sentía protegido por ella. Salieron después de despedirse secamente de la sollozante jovencita que apenas los abrazó y cerró la puerta tan pronto estuvieron afuera. Jairo, de repente sintió una leve necesidad de despedirse de los niños con quienes había compartido los primeros años de su niñez y que estaban agolpados en los balcones viendo cómo uno de ellos se iba, algo que hacía mucho tiempo no ocurría. Volteó la espalda y levantó su mano, que luego apretó en el aire como un pacto de olvido con esos pequeños que mientras más rápido iban creciendo, menos opciones tenían de salir.

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a señora del servicio social que está justo en el asiento del frente, no deja de mirar a Jairo y de preguntarle cosas sobre Urabá. Él, que hasta ahora se entera que el lugar en el que nació se llama Urabá, no tiene palabras para responder a sus cuestionamientos. Jairo encuentra en el brazo de Carmen un refugio. Se esconde detrás de su abuela para evitar la inquisitiva cara de la señora del labial rojo. Gloria sonríe y voltea a mirar por la ventana. La conversación no es con ella. Antes de ingresar al patio donde aguardan las presas hay que pasar por un riguroso chequeo de los guardias del Inpec. El almuerzo que Carmen cocinó muy temprano esta mañana, pese a estar empacado en un portacomidas de plástico transparente, que está dentro de una bolsa hermética también transparente, es revisado con cucharas que han tocado todo tipo de comida el día de hoy. Carmen recuerda el nombre: Magdalena, no Mauricio. Magdalena.

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dentro, en el patio de la prisión, la ansiedad de una mujer sobresale sobre la de las demás. Vestida con una falda roja llena de hebras desprendidas, espera Magdalena por ver a su madre y a su hijo. Será la primera vez que lo ve desde que se desmovilizó del quinto frente de las Farc que operaba en los municipios de Turbo y Necoclí. Allí fue a parar por voluntad propia después de sufrir una decepción amorosa en su pueblo. Una tarde, pasadas las tres,

viéndose solo en su casa, Mauricio, alcoholizado y aturdido por la humillación que había significado su relación con una de las putas del pueblo, decidió coger una maleta e irse con dos pantalones y una camisa. Su mamá, luego de llegar del trabajo, no lo encontró en casa. Quedó sola. Pasaron algo más de tres meses para que tuviera que irse a vivir a la ciudad. Buscó una pieza pequeña en el barrio Berlín, en el centro de Armenia y un trabajo como auxiliar de cocina en un restaurante. Desde su llegada a Armenia hasta hoy han pasado cinco años, tiempo suficiente para que haya encanecido la cabeza y arrugado la cara, que solamente reflejaba soledad y tristeza. Cinco años en los que Mauricio tuvo un hijo con una guerrillera más joven que él y de quien empezó a enamorarse. Sentimiento que debía mantener oculto en la selva para que no lo fueran a cambiar de frente. Unos meses después de tener a su hijo, hicieron el intento de escapar los tres. Bastaron cinco horas para que los encontraran. A Claudia, la joven madre, la mataron en el acto, sin respetar siquiera la presencia de su bebé, a quien dejaron escondido en medio de unos arbustos frente a una casa donde las luces estaban apagadas. Mauricio fue aprehendido y lo acusaron de traición y ¿rebelión? De tanto en tanto, los capitanes de la cuadrilla lo sodomizaban y le recordaban que si Claudita no se hubiera puesto de chistosa, la estarían violando a ella y no a él. Que eso le pasaba por marica, arica, rica, ica, ca, a... Pasar por la dura circunstancia del encierro y el haber soportado las vejaciones de las que fue víctima, le pareció un precio muy alto que pagar por haber cometido un error en su vida. La ausencia de palabras, el asco por el contacto de una piel con la suya, la repulsión generada por los olores de la carne excitada, el desamparo que velaba y arrullaba con su canto insoportable cada una de las noches en que sus pupilas naufragaban dilatadas por charcos de incertidumbre pisoteados por un par de botas sucias. Tantos pensamientos que nunca cesaban. Un precio muy alto. La prisión de los barrotes, sin embargo, no le importaba a Magdalena. En aquél patio, rodeada de mujeres, pudo escuchar, por primera vez, la voz de la libertad. Esa voz que llegaba a sus oídos llamándola Magdalena. La resurrección en el asfalto de un cuerpo que murió en la selva; el ahogo de una avalancha de gritos y balas que ya no inundaban ningún espacio más en su cabeza. La certeza del día, cada vez más cercano, de su alumbramiento, todo cesó. Solamente le bastó un momento para reconquistar un abrazo que le pertenecía tras recibir a los dos que venían desde el barrio Berlín, pero volvió dentro de sí nuevamente cuando escuchó dos interrogantes simultáneos: ¿mami?... ¿hijo?...

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Que no llegue el jueves Por Yeimy Paola Chacón Fotografía de María Cristina Nieto


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o pudo probar el amor, se lo negaron. Era la menor entre seis hermanos hombres. Tenía una madre desgastada de tanto trabajar y un padre que no sabía en qué gastarse el dinero, si no era en parrandas con Lucho Bermúdez de fondo, que se consumían los primeros años de unos hijos a los que no vio crecer. Ella no sería partícipe de tal dicha que parecía estar siempre ausente.

En una de esas tardes, de pie frente al árbol que solía descascarar, sorprendió a un hombre que parecía estarla asechando. Su pecho se enfrió al notar que una presencia recientemente conocida la miraba en lo que era una de sus actividades más secretas. Su primo la había visto en su momento más preciado. No se dijeron ni una palabra, sus ojos tropezaron y siguieron como si nada.

Creció atareada, desde muy temprano, con los quehaceres de la pequeña casita, que sus abuelos le habían construído a sus padres cuando se casaron. Permanecía ocupada con las tareas de limpieza y organización, mientras no estaba vendiendo en el pueblo la panela que fabricaba su padre. Las mujeres se quedan en casa, repetía él, alzando la voz cuando ella pedía ir al colegio, cercenando sus ilusiones.

Días después, él le habló por primera vez para decirle que le enseñaría a leer, para que así pudiera descifrar aquellas combinaciones de figuras extrañas. Esa parecía ser la única manera de acercarse a ella, cuyos ojos se iluminaron y mientras se encendían también se iban apagando, pues le sonaba imposible la idea de que esto pudiera hacerse en casa.

Pasó la niñez, la adolescencia y parte de la juventud en medio de la aguapanela a las cuatro de la mañana, la búsqueda de leña a las diez, las hojas de plátano para guardar el almuerzo de su padre a las once, las largas esperas de un médico que viera a su madre hasta la una de la tarde, las caminatas con costales de panela hasta el pueblo desde las dos, y entre unos hermanos que se la pasaban en peleas a causa del trago, ejemplo de su padre, desde las ocho de la noche. El resto de su familia, tíos y primos, no solía asomarse sino en fechas como navidad o año nuevo; sin embargo, hubo alguien que siempre la observaba. Por entonces, llegó un primo al que nunca había visto. Buscaba un lugar dónde quedarse al volver de la guerra. Impresionó a su padre y demostró a sus otros primos la valentía y el coraje de un hombre “hecho y derecho”, que se forma sólo en este tipo de situaciones. Mientras tanto, ella pensaba en lo que su estadía significaba: una boca más para la comida, más pantalones que lavar en el río, menos tiempo a solas. Sus padres, en un gesto de amabilidad y construcción de buenas relaciones con esa familia distante, decidieron abrirle las puertas de la casa. Durante sus agradables, pero limitados minutos libres, solía tomar a escondidas los cuadernos de hoja amarilla de sus hermanos que sí habían ido al colegio, como si los entendiera a la perfección. Imaginaba, al ver sus escritos, que podía leerlos. Recitaba cuentos que su imaginación dirigía hacia sus labios y que, en voz alta, explicaban, según ella, las raras letras dibujadas y las combinaciones que su mente podía descifrar. ¿Quién podía decirle lo contrario?

Se las ingeniaron para reunirse después de la venta de panela, ante la presencia de gigantescos árboles. Ella sentía cómo su corazón se invadía de sensaciones nuevas al escuchar el sonido de las palabras y cada una de las letras. Era como si le estuviesen revelando el secreto de su vida, como si no existiera nada más. Por más absurdas que parecieran sonar las combinaciones, permanecía inmóvil, sonriente. Pasó el tiempo y con él la partida de algunos de sus hermanos, la muerte de su madre y su padre cada vez menos en casa. Él fue prudente para que el amor hacia ella no fuera evidente para los demás, aunque lo ignoraban y subestimaban, excepto para ella, que, a escondidas, vivía agradecida por haberle enseñado a leer y escribir. Él siempre la estaba observando, miraba sus manos y todo lo que con ellas tocaba, podía imaginar sus dedos como pinceles que iban de un lado a otro pintando cada parte de la casa. No había espacio en el que no hubiese estado, no había sitio que no hubiese pintado. Su vestido siempre en movimiento era el compañero que él quería ser, deseaba cobijar su cuerpo de día y de noche, poder tocar su cabello siempre amarrado con un mucho hacia atrás y verla reír. De pronto, todo se volvió más intenso. Ya no podía despegarse de su presencia, quería verla cada mañana, aun cuando la había visto durante el día anterior. Le dirigía pocas palabras, excepto las que le enseñaba, mientras leían. Su corazón, que no aguantaba verla ajena por más tiempo, lo mandó a tomar una hoja de aquellos cuadernos y escribirle como pudiera una carta de

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amor, que luego le leería. Le estaba proponiendo matrimonio. Ella, que había visto el matrimonio de sus padres y que había tenido todo el tiempo del mundo para analizarlo, lo rechazó de inmediato. Se negaba a la idea de casarse con su primo. La aterrorizaba el hecho de construir una familia y terminar como su madre, con una hija que viviera lo que ella había vivido. La valentía demostrada en la guerra, las incesantes horas de agobio, las difíciles situaciones y todo lo demás, con lo que él se había ganado el corazón de la familia, le serían suficientes para que, en poco tiempo, ellos también se hicieran a la idea de lo que podía suceder y apoyaran la situación en su favor. Sin embargo, ella no sentía por él nada más que agradecimiento. El corazón de este hombre se arrugaba ante una propuesta que ella respondía, serena y clara, con una negación. Él ya no podía aguantar verla cada día cuando ya la había imaginado como su esposa. Dentro de él, ya era suya. Evitaba la comida que ella le servía. Sus ojos empezaron a olvidarse de aquella emoción amorosa. En medio del desespero, las negaciones y los rechazos constantes, prometió que acabaría con su vida si ella no se casaba con él. Juró que lo haría y que ella sería la responsable, que no sería un suicidio sino un asesinato. La familia temía que lo hiciera y realmente lo creía, especialmente después de haberle escuchado numerosas historias de cómo se había librado de sus enemigos durante la guerra. Sus insinuaciones, los señalamientos de la gente del pueblo que ya conocían la situación, la insistencia del padre y los hermanos, y la sensación reiterada de sostener en su espalda el peso de una muerte que no pidió ni llegó a sentir, poco a poco la llevaron a hacerse la idea de que finalmente casarse con él sería su destino. Seguiría la vida como siempre la había tenido, pero ahora con el título de esposa. ¿Era esto el amor tocando desesperadamente a su puerta?, ¿un amor no correspondido?, ¿un amor infeliz? Lo vio en su abuela, en su madre. Sería el turno para ella. La boda se realizó. Su rostro era el reflejo de una resignación infinita, mientras que su esposo no podía extender más las comisuras de los labios. Él haría todo para que ella le diera un poco del amor que guardaba en su interior. Le enseñaría, también, lo que era el amor, la vida matrimonial y la tarea de formar su propia familia.

Esta pequeña sensación de felicidad se alejaría de la nueva familia con el nacimiento del primer hijo. Los recursos ya no eran suficientes. Descuidaba los quehaceres de la casa con todo el tiempo que le tomaba hacerse a la idea de la maternidad. Un año después, nació el segundo hijo. Entonces, aparecieron las malas palabras y las discusiones ocurrían con mayor frecuencia. Hacer el amor no significaba nada para ella, más que prestarle el cuerpo para que saciara su hambre, hasta que minutos después se quedara dormido. Entonces, allí, volvería su tranquilidad. Se sentía impotente. Ahora tenía dos pequeños y esperaba el tercero. Quería soltarse y correr, pero era una idea que no podía contemplar. Estaba sujeta al matrimonio. Le caería una maldición en caso de hacerlo. Además, lo necesitaba con ella, sus hijos lo necesitaban, no podría sobrevivir mucho tiempo sola. Mientras transcurría su siguiente embarazo, recordaba frases como “satisfacer al marido”, “consentir al esposo”, “atenderlo como a un rey”. Entonces, empezó a notar que él cada vez llegaba más tarde a casa. Supo que se desviaba por el camino para tomarse un par de cervezas, por el olor que desprendía cada vez que llegaba tarde. Los niños también lo notaban. Este olor para ella era más intenso cuando, loco de ira, abría como podía la puerta, la buscaba para insultarla, le lanzaba lo que encontraba y hasta le tiraba los zapatos encima. La escena era catastrófica. Los niños gritaban, los objetos volaban por el aire. La madre desmoronada, suplicaba no más golpes. La orquesta de palabras, enredadas con licor, acompañadas por el sonido al tacto de los objetos y los empujones, retumbaba todos los jueves, los viernes y los sábados. Los domingos, cuando la borrachera había terminado y lo agobiaba la resaca, volvía a amar profundamente a su esposa. Esperaba el caldito de costilla que ella preparaba desde el miércoles para su estado. Por unos días más, regresaban las risas y los juegos con los niños, las palabras de amor eran frecuentes, y un aire de armonía reinaba entre las paredes que juntos levantaron. Todo era alegría y tranquilidad hasta que amanecía el día jueves, entonces, todos en casa se preparaban. Finalmente, ¿este era el amor?

Los detalles, las flores que le llevaba cuando volvía del trabajo, los mimos y cariñitos, poco a poco fueron despertando una sensación que ella denominó amor. En su interior, creía que al fin lo había conseguido; entonces estaría garantizada su felicidad, el amor se había despertado en ambos corazones. La tradición gris de sus antecesoras se quebrantaría.

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NOCHES AZULES Texto y fotografía de David Barragán

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stá oscuro y húmedo aquí dentro, algo sofocante. Hay vetas de luz que se cuelan en las aparentes ranuras de este espacio metálico, que salta y gira y deja entrar rastros de neón.

Tengo un sabor a sangre en lo que podría ser mi boca, que si bien no parece estar en el lugar que le corresponde, donde quiera que esté, se comunica conmigo por medio de un hilo invisible que de seguro nos une en este espacio, algún tipo de resonancia límbica. Dos partes separadas jugando el juego de la partícula fantasma y toda la mierda que eso pueda significar, donde una se modifica y la otra se desprende y ambas exhalamos y ambas nos pudrimos. Hoy, ahora, mi cuerpo se siente como una serie de pilares mórbidos y húmedos, deslizándose entre sí, jadeando, babeando, encerrados en algo más grande, hermético, algo que se traga


toda la luz y la convierte en moscas y sudor negro. Los ojos se desplazan como buscando algo, ángulo izquierdo, arriba. Ahora que lo pienso, sísísí: Él siempre esperaba afuera de todos los sitios, boliches, remiserias, facultades. Siempre el mismo corte de pelo, las mismas botas, el mismo pantalón camuflado que cualquiera puede comprar en cualquier lugar del Centro. Creo que tenemos una relación, él también lo sabe: sabe que es mi vecino, que todos los días lo veo junto a su Chevy azul cobalto frente a la casa que le alquilo al Polaco (que es dealer y babea y toma fármacos psiquiátricos después de vivir media vida en España). Con aquel sujeto siempre nos miramos, limpia su auto todos los días. Nunca habla, no escucha música. No se distrae, le dedica horas. Siempre se me exhibe como así, medio enfermo, un juego enfermo, casi invitándome a adentrarme en él y en sus fierros, en la negrura abismal que resuma de su auto. El olor y la forma de su baúl palpitan. Quieren mi sangre. Nos atraemos como en un baile. Sé que nos vamos a encontrar y con la suerte corrida, no habrá mucho que pueda hacer. Le temo, casi tanto como a vos. Giro brusco, salpicaderas contenidas, masas aplacadas unas con otras. —¡Plaf!— Es cierto, es verdad: El tipo que me alquila y yo celebrábamos el 25 de mayo. Me manda a comprar fideos. Comemos en la misma habitación en donde murió Mario la semana pasada. Como se acostó ahí mismito se quedó, quietico y tieso. En medio de la noche se le olvidó respirar. El Polaco escupe su verborragia resentida sobre toda la juventud argentina actual, en el auto que está abandonado en el jardín hay dos planchas de paraguayo de 25 kilos cada una, traídas por sus amigos polacos desde el otro lado del país y que venderá a muchachos venidos de todos los rincones de Villa Cramer. Vivió en España un tiempo, en Ibiza (se pronuncia ibifsa). Toda la fiesta europea lo quemó para siempre, consume pastillas psiquiátricas, me alquila la mitad de su casa viejísima que se cae sola de la humedad, podrida como su dentadura y el pequeño pedazo de alma que le queda detrás de esos ojos nebulosos. Mi casero pudre el aire que exhala y con él me hundo en esta humedad de mayo, celebrando, casi sin hablar, el día de la Patria Argentina. He visto demasiadas cosas que no debería

haber visto, la estela de muerte y destrucción acabará por alcanzarme en algún momento. Como un cierre perfecto. Líneas que se cortan a la mitad (líquidos y bilis aturdida suspendida en el aire hasta chocar de nuevo, Newton y el post-reposo de cuerpos trémulos, caldo de recuerdos que saltan eléctricamente): ¿dónde está mi cerebro, en dónde mis ojos?, ¿será que si me esfuerzo puedo llorar o gritar? Cuánta sonrisa y cuánto autismo, cuánta calidez en este lugar desconocido, tan tibio como placenta. —¡Bluf! ¡Blup!—. Esa vez viniste a buscarme con el paraguas apuntando a mi pecho desde lo lejos. Buenos Aires tenía ese hedor de basura caliente, humedad de merca peruana barata que te deja resaca de huesos por días, el tipo de enfrente miraba tu culo y mis manos. Me preocupé por ti unos días. No quise que volvieras más. La noche anterior habíamos estado en la casa del chico de dieciséis que había querido dispararle a mi hermano la otra vuelta. Tuvimos que ir a su casa, niños por todos lados y perros y un feísimo piso de tierra con agua yema. Decirle de manera amable que por favor se abstuviera, mientras Ramiro a mi lado me ofrecía la posibilidad de matarlo ahí mismito, sin que nada pasase ya que el barrio era suyo, y en su zona él era el dueño de esas pequeñas almas y yo diciéndole ¡¡¡tranquilo, tranquilo!!! que no hace falta, que seguro así está más que bien. Aquella noche pude volver a casa, tuve la conversación de arte y política que siempre había querido tener con vos, pero con otra persona agazapada en mi cama. Miré al espejo y hasta de pronto lo sentiste, me acordé de Diana Sacayán, a quien le saqué unas sonrisas una semana antes de que fuera asesinada a puñaladas en el vientre por un amante suyo. Y la señora de Constitución que estaba conmigo en la parada del 98 a las tres de la mañana esperando el colectivo que la llevaba a Cañuelas. Violada en Glew y a quien aun así le gusta salir a bailar con su amiga de General Paz los fines de semana; mujer de resaca y cachengue. Estaba con ella y su hijo acompañándola (nos). Los tres cagadísimos de frío. Gerónimo, un niño de cuatro años al que se le acaban de caer todos los dientes de abajo y espera que de algún lado le llegue dinero y me lo pide a mí. Como hay que esperar tanto jugamos a la pelota con una botella de esas de Ferné-Coca-Limón que ya viene preparado, listo para tomar. Debo arrodillarme para atar sus cordones una, dos, tres veces. Una transgredida madre robada y

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golpeada en varias ocasiones por Calle Salta. Yo le digo que a esa hora es como si uno debiera cabalgar la oscuridad de Avenida Juan de Garay y ni decir de Brasil. Los tres comemos panchos con roquefort y mayoliva y el pibe salta y patea basura de la calle y corre de un lado para otro. Se sienta en los bancos de metal que están en los andenes donde hay un montón de gente caída, borracha y en otra. Nos despedimos. Soy liebre desperdigada corriendo-corriendo, viendo lo majestuoso en la avenida y sus luces, deslizándome por todos esos cables y esos tejados. Puente Pueyrredón, Sarandí: pibes en motocicletas encañonan y roban a pibes con camioneta. Tranqui 120, a esa hora los ojos fueron más pequeños que de costumbre. La capital estuvo llena de basura y horribles pinturas de Milo Locket. De fondo el terrible rugir de ese Chevy Azul. De convicción poeta De formación puto De-construcción puta

Un hombre puede buscar una nueva vida en algún rincón de Zona Sur y solo encontrar cierto dejo de muerte y miseria. Y ese sonido, Mmmmmm, el de los neumáticos, línea por línea, olisqueándome. ¿Cuánto tiempo estuviste esperando la noche justa?, el apagón total, tu cena. Desde atrás me llaman por mi nombre y todo se oscurece. Un hombre casi destrozado camina por Bernal y un momento después se convierte en trozos de aproximadamente cincuenta centímetros de carne embutidos en bolsas grises rímax con manchas de sangre y líquidos que las oscurecen en algunos tramos y les confieren la capacidad de convertirse en hermosos hongos enfermos de muerte. ¿Cómo te enterarás vos de todo esto estando tan lejos? Soy un fiambre, hay pedazos de mi cuerpo regados por toda Zona Sur. Seré el envoltorio, el rincón oscuro y tibio del asesinato. Residirá en mí el odio de todas las víctimas del odio del Conurbano. Trozos de mi cuerpo son hermosos cristales brillantes en un muro de piedra gris.

Últimamente despierto siempre con el mismo peso en la espalda, siempre el temor de que esas punzadas en el pecho sean más que simples punzadas y pertenezcan más al orden de los objetos oscuros y viscosos que pueden invadir un cuerpo humano, como planetas sombríos, estoy a punto de perder la conciencia por fin. Es verdad que puedo sentir la noche última y su devenir, ya casi se me apaga todo, aunque parece que aun puedo recordar lo soñado:

Y así relucen…

Soñé entonces que éramos hermosos faunos cristalinos, sumergidos en tibias y diáfanas aguas sin densidad alguna, como mares de metano, ¿me entiendes? Hay bellezas incontables en tus abismos. He visto la vorágine de todas las cosas que te llaman palpitando en tus ojos. Hay cosas inconcebibles y profundas en el agua. Lo que escondemos nos define -somos los fuegos que ocultamos. Bellísimo pájaro venido de otros rincones, oscuro y violáceo, estrella errante. Te desprendes como las hojas de los árboles. Todo el silencio del universo contenido en tus ojos. Todo el vacío, el aire austral seco. Me acurrucaré en rincones oscuros hasta ser tierra negra negra-pequeñísima. Iré aplacando mi voz hasta que ésta desaparezca. Veo el último retazo tuyo cruzar la calle Vos sos Agathe sangrienta y yo demasiado ingenuo. Tal vez sean mis ojos los que deban sellar tu abismo. Te pareces chapola negra a los fuegos que ocultamos. Atraviesas las vías de Bernal y te pierdes para siempre.

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DETRÁS DEL FUSIL Por Yessica Paola Gómez Fotografías de Francisco Vanegas

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os árboles se estremecían como si sus hojas fueran parte de un río caudaloso. Se aproximaba la tormenta y debía correr para llegar al campamento. —Estas ollas me molestan, su ruido es irritable, me rechinan los dientes. Apenas llegué, dejé los utensilios sobre el tablón y regresé a formar. Vi al comandante Suárez alzar su ceja y me dijo con un tono de voz muy grave y seca:

— ¿Usted cuántos años tiene? Le respondí: —Quince. Yo voy.

—¿Usted dónde estaba? —No me da tiempo para contestar y prosigue:

Entonces hicimos el cambio. Albeiro y Yerly comenzaron a llorar, pero cuando el camión arrancó, ellos no se atrevieron a moverse de su sitio.

—¡Conteste! o es que acaso le cortaron la lengua—Le respondo:

En el camino comencé a pensar en mi familia, en si había tomado la decisión correcta o no. Miraba a los lados, a los otros muchachos. Uno de ellos con los puños apretados me preguntó por qué había decidido venir.

—Andaba lavando los trastes. —Ya veo, ¿cuánto tiempo necesita para lavarlos? Me quedo en silencio y el comandante cambia de tema:

—Porque sí —le respondí.

—Ya es tarde, necesito reorganizar a los que van de guardia.

Él me dijo, sin haberle preguntado, que había venido porque estaba cansado de las injusticias de este país. Además, porque era la única forma para proteger a la familia.

Apenas los organiza, me llama: —Rodríguez, pase al frente. Sigo sus órdenes. El comandante Suárez me dice: —Prepare esta noche las armas con López, Bolaños y Villamil —asiento con la cabeza y digo sí señor. Luego, nos pide que nos retiremos. Inmediatamente, mis compañeros y yo, preparamos las armas. Son las 11:30 de la noche, ya es la hora de dormir, menos para mí, porque mi sueño no puede ser profundo. Siempre debo estar alerta a cualquier situación que se presente. No ha parado de llover desde que regresé al campamento, no puedo dormir de sólo pensar que mañana será un nuevo día de guerra.

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ecuerdo que antes de ser parte de las Farc, vivía en Arauca, un lugar donde la guerra era permanente, donde no podía pronunciar palabra alguna acerca de lo que sucedía. Tenía que andar como si nada pasara, teníamos prohibido escuchar ciertas emisoras de la radio, en especial la del Ejército. Uno no era libre ni siquiera de sus propios pensamientos: ver a mi madrecita con cara de preocupación mientras preparaba el desayuno era devastador. Esa mañana nos preparábamos para ir a la escuela, lo que no sabía era que no volveríamos. Íbamos de camino a clases cuando sonó el primer disparo. Todos salimos a correr, cuando de repente unos tipos se bajaron de un camión, venían armados. Todos

quedamos paralizados. Uno de ellos señaló a Albeiro, el hermano que me seguía. De los tres yo era el mayor, la diferencia de edad no era mucha, tan sólo nos llevábamos dos años. Podía ver el miedo en sus ojos cuando lo señalaron. Lo iban a subir al camión cuando me ofrecí a ir en su lugar. Uno de ellos me preguntó:

Luego nos bajaron del camión y nos dijeron que formáramos filas. A medida que íbamos pasando nos entregaron un uniforme y nos explicaron lo que teníamos qué hacer. Ese día nos mandaron entrenamiento. Recuerdo que esa noche no dormí nada, sabía que de ahora en adelante tenía que ser fuerte, el problema era pensar qué iba a hacer al otro día, qué iba a hacer con una arma. No quería imaginar nada más al respecto, así que empecé a recordar el día en que estábamos pescando con mi familia a la orilla del río. No teníamos mucho dinero pero podíamos ser felices al menos un instante. De un momento a otro, un tipo acuerpado y con tono de voz brusca entró a la caleta y me despojó de mis cálidos pensamientos. Creo que eran las cuatro de la mañana. En fin, nos mandaron a entrenamiento. Después de cinco meses, le cogí gusto a compartir con ellos, muchas de sus historias antes de que llegaran eran similares a las mías, otras eran totalmente diferentes. Nos sentábamos todas las noches a contemplar el fuego mientras compartíamos canciones, pero no dejaba de pensar en mi familia.

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n día, el comandante me llamó y me dijo que ya estaba listo para el enfrentamiento. No se me hizo raro que lo dijera, pues suponía que ya era hora. El problema era el momento que tenía que vivir.

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Mientras me equipaba, mis pasos se aceleraban así como mi corazón. Tenía miedo, miedo de ver a mi primera víctima, sin embargo debía estar listo. Nos apresuramos para ir al campo. Sonó el primer disparo y se armó la grande. Un hombre del Ejército estaba listo para disparar, me temblaban las manos, una gota de sudor caía de mi frente, hasta que apunté. Vi cómo salió la bala. En realidad no le di al blanco como para matarlo, solo lo herí en el hombro. Salí corriendo de ahí y dejé a mi compañero solo. Uno de los del Ejército le disparó y este si fue directo. Vi como mi compañero caía lentamente. No hice nada, quede totalmente paralizado, hasta que uno de los de mi grupo me haló y me saco de ahí. Tuvimos muchas muertes. Al llegar de nuevo al lugar de formación, el comandante Suárez, me preguntó por mi compañero. La voz me temblaba y asustado le respondí: —Por allá en el campo se quedó, le dispararon, no pude hacer nada. El comandante quedó en silencio por unos largos segundos. Luego me dijo: —Qué le pasa, uno no debe dejar al compañero solo, el uno debe responder por el otro, se deben cuidar la espalda. A la próxima no respondo, y esto va para todos, esto es más que una regla. Me dijo que me retirara, que agarrara las ollas, que ya sabía lo que tenía que hacer, y así, después de esa, ya no volví a cometer el mismo error.

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Y

aquí estoy no por gusto sino porque se convirtió para mí en un deber. La guerra es símbolo de inconformidad, ninguno de los que estamos aquí está porque sí, tenemos nuestras razones. Pero la verdad es que sueño con la paz, esa que te da calma para luchar por razones justas de la mejor forma. Es horrible ver cómo el día llega y tienes que cargar un muerto encima, ver cómo muere gente inocente, estar en esta posición no es fácil. De la paz a la guerra hay un solo paso, y es que estar detrás de un fusil es como un portal que te lleva directo a la tumba. Ahora solo sueño con despertar de esta cruel realidad, volver a ver a mi madre directamente a los ojos y decirle que no tenga miedo, decirle lo mucho que la amo, que de ella aprendí a ser valiente, a forjarme una esperanza, atreverme a soñar, aprender a perdonar, y a construir nuevos recuerdos.


Terror en la vida real Por Luisa Fernanda Díaz Ilustración de Luisa Fernanda Bustos

SOFÍA

E

mpezó a cortarle los dedos con una leve sonrisa en el rostro. Saboreó sus labios lentamente, mientras la miraba con las pupilas dilatadas como un perro sediento. Ella gritaba, temblaba a punto de un infarto. Él se excitaba más. Pasaron unos quince minutos, contados por Sofía, antes de que terminara de desgarrar su dedo meñique. Lo puso sobre un plato, levantó la cabeza de la niña para que lo viera y entendiera la advertencia: —¡Si te vuelves a negar, te cortaré otra vez! Sofía soñaba con ser una artista apreciada por el público, de esas que moldean la basura para convertirla en arte. Por eso, cuando Jhon le mutiló su herramienta de trabajo, el corazón se le volvió negro. Impactada por el terror, entró en shock. Tenía la mirada perdida, oía risas de niños de su primera escuela, luego solo retumbaba en su cabeza la risa de Jhon. Al ver que no se movía, él decidió quemarle el dedo para detener el sangrado. Improvisó una venda con un trapo sucio, la desató y la llevó a una cama vieja. Las paredes estaban llenas de cucarachas y por el suelo había mierda de ratas.

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Pasó un día. Él quiso tocarla de nuevo, penetrarla como un salvaje. Ella ya no sentía dolor, tenía la vagina desgarrada de tantas veces que la había violado. Solo evitaba mirarlo para que él no se diera cuenta del asco que le producía su respiración, como la de un cerdo, sus manos sucias, el cabello grasoso, la mugre de los meses pasados en el monte, las uñas largas y el olor putrefacto de animal muerto. Todo en él era un asco. Cada violación duraba una eternidad. Él empezaba dándole un baño, le enjuagaba el cabello, le deslizaba los dedos por el rostro, le daba un beso en la frente: —Tranquila chiquita, ya empezarás a disfrutarlo. La colocaba sobre la cama, mientras ella temblaba de frío, chorreando agua. La penetraba sin piedad. Sofía daba un grito que se perdía en el aire y empezaba a resistir, a contar, cien, ciento cincuenta. Después, la recostaba contra la pared, le preparaba una aguadepanela caliente y se la servía. Él tenía un horario establecido, a las nueve, a las dos, a las seis y a las diez. Ella solo quería dormir y no despertar jamás. Pasó otro día. Mientras estaba dándole el baño, tocaron a la puerta muy fuerte:

la primera vez que tocaban a Sofía. Se iban a llevar a las dos niñas, pero Karen empezó a gritar. Uno de los hombres, al parecer el comandante, le disparó en la cabeza. María suplicaba de rodillas que no les hicieran más daño. Jhon tomó a Sofía y le dijo: —Si mañana no se ha ido, la matamos, la cortamos en pedacitos y aquí mismo la enterramos—. Luego se marcharon. María esperó un rato para estar segura de que ya no estuvieran por allí. Tomó a su hija muerta y la arrastró hasta la carretera. Una furgoneta las llevó al hospital, pero ya era demasiado tarde. María sacó fuerzas de flaqueza y fue hasta la comisaría a denunciar lo sucedido: —Señora, eso está en manos del Ejército, quédese callada y agradezca que está viva— le dijo el comandante. María regresó a su casa envuelta en llanto. Como no tenía dinero para enterrar a su hija, decidió abrir un hoyo en la finca y dejarla allí, como hacía con sus animalitos más queridos. Pasó una semana y los combatientes no regresaron como le habían advertido, entonces María decidió pedir ayuda de unos hombres con fama de matones, que habían tenido una pelea en un billar por una apuesta. Uno de ellos ganó, pero José, el contrincante, no tenía para pagarle, así que no vacilaron en sacar los machetes y marcarle la cara.

-¡Salga, hijueputa, sabemos que está ahí y que tiene a la niña! Jhon se asustó. Tiró a Sofía contra el suelo, se subió la cremallera y corrió hacia el patio de la casa. Escaló con mucha dificultad el muro del fondo, lo saltó y se escabulló como una rata.

—Para que se acuerde que a nosotros nadie nos queda debiendo —le dijeron.

LA MADRE

M

aría era una señora de 52 años. Vivía con sus hijas de once y catorce años en una vereda de Santander. Su vida era sencilla, cultivaba papa y ordeñaba unas vacas. Siempre llevaba puestas unas botas de caucho, una ruana, por si hacía frío, un sombrero roto en la parte izquierda y ropa vieja. Le gustaba cocinar. Los viernes hacía caldo de gallina, los lunes ajiaco y los demás días variaba entre los fríjoles y el marrano. Una mañana, María vio por primera vez un chulo sobre el techo de la casa. Era negro, de pico largo, la miraba fijo como queriendo decirle algo.

Ella les ofreció unas cadenas de oro que habían pertenecido a su abuela. Aceptaron y empezaron la búsqueda. Descubrieron que Jhon vivía en una vereda cercana, se armaron de machetes y se dirigieron hacia allá. Cuando entraron, vieron a Sofía desnuda, tendida en el suelo. María la auxilió, mientras los hombres perseguían al bandolero. Lo acorralaron contra una cerca y de un solo machetazo su cabeza rodó como un balón por el suelo —¡Cerdo! —le dijo uno de los matones. Los hombres volvieron adonde María y le dijeron que se fuera, porque esos bandidos buscarían venganza. Ella se fue hasta la finca con la niña, recogió sus cosas en dos cajas y se subió a un bus con rumbo a Bogotá.

—¡Qué tonta mi abuela, creía que estos bichos traen malos augurios! La basura debió atraerlo. ¡Chu, chu, largo de aquí! En la tarde, llegaron unos hombres vestidos con uniforme militar. Se mostraron muy amables, tanto así que María no vaciló en hacerles almuerzo. Cuando terminaron, el rostro les cambió. Sacaron pistolas, una metralleta que ella solo había visto en películas, le dispararon en la pierna y la llevaron con sus hijas a uno de los cuartos. Las desnudaron y las violaron. Era

Ahora vive en las calles de La Aurora, un barrio de Usme. Pide limosna para darle de comer a su hija y cuenta las partes más aterradoras de su historia para generar lástima en las personas que la escuchan. Yo le di quinientos pesos.

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APARTAMENTO 402 Por Diana Carolina Hernรกndez Ilustraciones de Luisa Fernanda Bustos

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L

a cerveza en las seis botellas estaba por terminarse. El bar estaba lleno y la música de Creadle of File daba al lugar un ambiente propicio y amañador.

—¡Víctor, despiértese!

Víctor miraba su cerveza.

—Alan, ¿qué hora es?

—¡Qué! ¿Otra rondita? —preguntó uno de los otros dos muchachos.

Abrió los ojos que se segaron por la luz que invadía la habitación. —Parce, las dos de la tarde.

—¡Sí! —contestó la dulce voz de una de las muchachas que los acompañaba.

—¿Y las chicas? —Se fueron. ¿No se acuerda de nada?

—yo paso —dijo Víctor— me siento cansado, me voy.

—¡No! —contestó Víctor tajantemente.

El hombre se levantó de la silla, dejó dinero en la mesa y dijo, disculpen, saliendo del lugar.

El resto de la tarde, Víctor transcurrió entre el guayabo y la confusas imágenes sobre lo que había pasado.

Caminó algunas cuadras hacia el norte. La noche era joven y el ambiente de rumba estaba por doquier. Se apuntó la chaqueta y se metió las manos en los bolsillos, mientras dirigía a un edificio en la calle 22.

La noche cubrió con su oscuro velo las pasiones de la ciudad. Víctor se tapó la cabeza y no tardó en volver a dormirse. —¿Que hace ahí? ¡Levántese!, al menos muéstreme su asquerosa cara.

Subió por las escaleras hasta el apartamento 402. Cuando entró, tiró la puerta con fuerza y arrojó las llaves. Siguió hasta el fondo donde se encerró en el estudio. Se quitó la chaqueta con aberración. Subió en un banco e introdujo su cabeza en la soga que había dejado preparada. Se balanceó bruscamente hasta caer del banco. Sintió las contorsiones de su cuerpo y cómo se le oprimía el cuello hasta cerrarle la garganta.

Víctor destapó su cabeza y vio a Alan que lo miraba con hastío. —¿Qué le pasa? —¿Ya está chillando otra vez? Usted es el ser más miserable y estúpido que conozco. Mírese ahí como un vegetal.

Al cabo de un rato, el peso del cuerpo, frío y desgonzado, venció la cuerda, que se rompió dejándolo caer sobre el banco. Víctor reacomodó sus huesos y sentándose, se quitó la soga. Se levantó desesperado, se arrojó sobre el escritorio de la habitación del que se apresuró a sacar un revólver, propinándose dos balazos en la cabeza, que lo tiraron de inmediato al piso. Su mirada se fijó en el techo. La sangre brotó de sus heridas.

—No me joda, cabrón. Acaso usted quien es para hablarme así, le guste o no, yo estoy por encima suyo, usted es basura ¡estúpido! —gritó Víctor, lanzándose sobre Alan.

V

Inhaló con fuerza y gritó desgarradoramente hasta acabar con todo el aire que le quedaba, para luego comenzar un llanto desesperado. —¿Otra vez, Víctor? No sea ridículo. Resígnese. Usted no va a morir. Mejor disfrute de la situación —dijo una voz en tono burlón. Víctor se levantó y miró al hombre sentado sobre el escritorio y le arrojó el revólver. —¿Qué quiere? ¡déjeme en paz! Lárguese. Yo, yo no quería esto. —No lo quería, pero lo pidió. Usted aceptó el pacto. —¡Ya! —gritó Víctor negándose a aceptar lo que escuchaba.

íctor quedó sentado de golpe sobre la cama. Se limpió el sudor de la frente con las manos y se levantó sin hacer ruido. Tomó un baño y se puso ropa cómoda. Salió a la calle buscando despejar su mente. Caminó unas cuantas cuadras al sur, hasta llegar a la Biblioteca Luis Ángel Arango, donde vio a una mujer que iba entrando. Avanzó rápidamente hacia la entrada para seguir mirándola, y grabarla en su memoria. Cuando ingresó la buscó por todos lados expectante, pero no la encontró. Le preguntó al vigilante si la había visto, pero este le dijo que no. Salió de la biblioteca y retomó su rumbo, pensativo, inventando una imagen de la mujer. Cuando volvió en sí se hallaba llegando al barrio San Isidro. Se apresuró a la carrera décima donde tomó el primer autobús que pasó con destino al centro de la ciudad. Descendió del autobús en la calle 22 con carrera

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décima. Caminaba rápidamente. Llegando a una esquina, tropezó con una mujer. Ella cayó al piso con todos los libros que llevaba en brazos. Aunque Víctor cayó sobre ella, se levantó rápidamente para auxiliarla.

desayuno. Pero ¿va a comer algo?

—¡Discúlpeme! ¿Está usted bien? No la vi.

—Solo salí a caminar.

—Tranquilo —contestó la mujer, mirándolo.

—Bueno, camine le sirvo y hablamos.

Era ella. La misma mujer que había visto en la biblioteca. Estaba agachada recogiendo los libros del suelo. Él no dijo nada más. Solo podía mirarla, contemplar su largo cabello ondulado que le caía por su espalda, sus ojos maquillados de negro que se debatían entre los libros que recogía y él; su suave olor en el viento y sus delgados labios sonriéndole para romper la tensión.

Víctor se sentó a esperar. Alan le entregó un plato.

Víctor permanecía idiotizado. Tomó algunos de los libros que apiló en el montón y un cuaderno.

—Víctor, ¿qué le pasó? ¿Está bien huevón?

—¿Adónde fue? Se demoró mucho.

—Hágale —dijo Alan. Víctor miró asqueado el plato lleno de tripas pútridas y gusanos que se retorcían en él. Sintió un nauseabundo hedor. Se tapó la nariz y la boca con asco y fue corriendo hacia el baño a vomitar. Alan golpeó la puerta del baño —No me siento bien —respondió con la voz interrumpida por el vómito.

La chica se levantó, le dijo gracias y sonrió. —Eh, de verdad, discúlpeme. No fue mi intención— por fin contestó, casi tartamudeando, al ponerse de pie.

—Víctor, ¿qué pasa ahí?, ¿está bien? Hombre, no comió nada… ¿Necesita ayuda?

Ella le sonrió por última vez y continuó su camino. Aunque el breve encuentro no tardó más de un minuto, a Víctor se le detuvo el tiempo, lo suficiente para saber que se había enamorado. Continuó caminando hasta el edificio y al sacar las llaves notó que, sin querer, se había quedado con el cuaderno de ella. Entró, caminó hasta la cama, se recostó y al abrir el cuaderno vio que en la parte inferior decía Carmen Arias, taxonomía. No necesitó ver más… Tenía una imagen qué recordar y un cuaderno de apuntes con su nombre. Eso era suficiente para ser feliz. —¿Qué es esa mierda? —dijo Alan, entrando en la habitación.

—Ya salgo —contestó Víctor; lavó su cara, salió del baño y ahí estaba Alan, esperando con una toalla en la mano. —Tome, parce, séquese y, si quiere, acuéstese, descanse. —Gracias, no sé qué me está pasando. Creo que realmente necesito un descanso —dijo Víctor secándose y caminando en busca de su cama. —Me voy a recostar un rato, en verdad estoy… quiero dormir. —Descanse, yo voy a estar en el estudio. Si necesita algo me avisa —dijo Alan, mientras lo arropaba. Víctor se recostó, intentando dormir; tal vez intentando despejar su mente para encontrar el sosiego que tanto anhelaba.

—¿De qué habla? ¿Qué le pasa? Alan le rapó el cuaderno antes que acabara de hablar. —Ay, ¡Carmen! Taxonomía. No me diga. Yo adivino ¿Es el diariecito de la perra de mierda que está tratando de clasificarlo en la naturaleza?

P

—Entréguemelo —dijo Víctor. —¡Qué imbécil! —dijo Alan tirándole el cuaderno a los pies. Víctor se agachó a recogerlo y sintió como su cabeza era oprimida contra el suelo por Alan. —Lámbame los zapatos, gusano inservible. Víctor cerró los ojos con fuerza. Sintió como su ser se invadía de odio. Levantó la cabeza y movió sus brazos al ataque, golpeando todo sin mirar. Cuando abrió los ojos, se halló sentado sobre la cama, sólo, con el cuaderno en las manos. —Qui’ubo Víctor. No me di cuenta cuando llegó, hombre, como se fue bien madrugado, no esperó ni el

—Sí, gracias.

ronto sintió la necesidad de caminar. Se levantó presuroso, tomó el cuaderno y salió. Se detuvo en la primera esquina para ver más del cuaderno y los apuntes que había en él: ¡Víctor te amo! ¡Víctor y Carmen! ¡Poemas a Víctor! ¡Víctor! ¡Víctor! ¡Víctor! De todas las formas, tamaños y colores, en todas y cada una de las hojas; de taxonomía no tenía ningún apunte. En realidad, solo tenía pensamientos de amor hacia Víctor. Antes de cerrarlo, levantó su mirada y justó ahí, del otro lado de la acera estaba ella de nuevo. El viento golpeaba su pálido rostro y despeinaba su cabello. Víctor se lanzó a la calle, intentó cruzar para hablarle y decirle que él también la amaba, pero antes de continuar sintió como era jaloneado hacia atrás. —¿Ya se va a suicidar otra vez? Usted si es que es muy

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viento, que lo golpeaba de frente como empujándolo para que se marchara.

imbécil, parado ahí mirando a esa perra, ni siquiera se dio cuenta que no ha cambiado el semáforo —era nuevamente Alan.

—¡Víctor, ¿se siente bien, parce? —preguntó Alan, moviéndolo para que despertara.

Víctor forcejeó con él hasta soltarse y cruzó la calle sin voltear atrás. Para ese momento ya había perdido de vista a Carmen. Se había ido, dejándolo ahí solo, por culpa de Alan. De nuevo, la mujer de sus sueños se había marchado.

—¿Ah? Estaba soñando —dijo, abriendo los ojos y sentándose sobre la cama.

Se mezclaron en ese momento mil sensaciones dentro de él. Sentía frustración, tristeza y odio hacia Alan, quien parecía más su peor enemigo, que su mejor amigo. Miró a su alrededor, pero Alan tampoco estaba, solo quedaba él con su soledad. Siguió caminando con la vaga esperanza de encontrarse con alguno de los dos y sentir ya fuera amor u odio. Su mente comenzó a divagar, mientras el mundo a su alrededor desaparecía. Trató de pensar en algo, pero su mente no funcionaba. Solo sus pies, que lo llevaban por el camino con voluntad propia. Llegó hasta el reloj del Parque Nacional, donde miró hacia arriba para apreciar esa hermosa inercia que envidiaba. Fue bajando su mirada para contemplarlo en su totalidad y, justo ahí, en la parte inferior del reloj estaban Carmen y Alan besándose. Ella, tan hermosa como siempre, dándole su amor, sus labios perfectos al traicionero aquél que se decía su mejor amigo. Sus pies lo habían llevado hacia la traición. No pudo moverse, ni hablar; solo sentir como los ojos se le llenaban de lágrimas, que caían por su rostro y se enfriaban con el

—Hombre, está empapado, ¿Se siente bien? Lo escuché quejándose y vine a ver qué tenía. —No, no me siento bien —dijo Víctor, frotándose las manos en la cara, para tratar de confundir su llanto con el sudor de su frente. —¿Le había dicho que su amada es una perra?, ¿que fornico con ella todos los días?, y ¿que ella cree, tanto o más que yo, que es un desperdicio que exista alguien como usted? —¡Cállese! ¡Cállese ya! No quiero escucharlo. No quiero saber nada… —¿Qué le pasa, Víctor? ¿Qué es lo que no quiere saber? ¡Cálmese! No sé de qué habla, pero todo va a estar bien, yo lo voy a ayudar —dijo Alan con la voz entrecortada, abrazándolo, con una notoria angustia. —Parce, ¿quiere hablar? ¿Quiere contarme qué pasa? —Solo es que no he dormido bien. Me he sentido enfermo, pero nada más —dijo Víctor, tratando de ser convincente, para despreocupar a su amigo. –¿Seguro?

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—Sí —dijo Víctor, mirando a Alan a la cara. Odiaba decir mentiras, pero desconfiaba de todo— Me quiero recostar –dijo, concluyendo la conversación y acostándose de nuevo.

esa odiosa luz pegándole en los ojos. Despertó bruscamente y miró a la cama que estaba vacía. No supo en qué momento su conciencia lo había traicionado. Morfeo le había ganado la batalla. Se levantó afanado, aun torpe por el sueño. Se dirigió hacia la puerta, al abrirla Carmen estaba ahí, a punto de tocar.

—Está bien —dijo Alan, dándose cuenta que Víctor mentía, pues lo conocía muy bien. Lo arropó y se retiró.

A

lan, preocupado, decidió realizar una llamada: —¿Por favor, Carmen?

—Supongo que es muy grave lo que pasa, por la forma en que me recibe. —Carmen, siga por favor. —¿Dónde está?

—Soy yo.

—Habla Alan, el amigo de Víctor. Él hace algunos días se comporta extraño… —¿Extraño?

—No sé. Me quedé dormido y cuando desperté ya no estaba. —Debió salir a caminar. Siempre lo hace. —Pero, podría pasar…

—Sí. Está muy intranquilo. No duerme bien y vomita seguido. Él me dice que está bien, pero yo sé que no. Está enfermo. —Pues, no sé. Él es muy extraño. Preferiría no verle. —Por favor, no le dé la espalda, él necesita ayuda. Usted es la única persona que sabe cómo ayudarlo. Por favor… —Está bien, iré mañana en la tarde. —Gracias. No la llamaría si no fuera urgente. —Adiós —dijo Carmen y colgó el teléfono.

—¿Lo peor? Por favor, Víctor no sería capaz de suicidarse. Él no es consciente de nada y usted debería saberlo. Es un enfermo. No sé para qué me hace venir hasta aquí, si sabe que no quiero tenerlo cerca, por todo lo que él… —¡Maldito traicionero! Yo sabía que usted me estaba volteando —dijo Víctor, interrumpiendo a Carmen, desde el pasillo— ¡Quiere matarme para quedarse con mi Carmen! ¡No lo niegue! –gritaba, mientras sostenía algo que ocultaba en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, apropiándolo con ambas manos. —Víctor, ¿dónde estaba? ¡Cálmese!, todo va a estar bien —dijo Alan.

Alan se quedó pensando en la situación. Especulaba sobre lo que pasaba en la mente de Víctor. Recordó cuando lo encontró en un bar totalmente ebrio, desesperado, con una botella rota en la mano, amenazando con cortarse las venas. Lo convenció de que salieran de ahí, antes de que lo llevaran preso. Lo convenció, también, de que no terminara con su vida y le juró cuidarlo y estar con él hasta el final, sin importar las consecuencias.

—Yo he venido a ver cómo te encuentras… —dijo Carmen. —Yo sé que usted la ama, pero ella es mía. Yo la amo desde antes y ella me ama a mí —dijo Víctor, con la voz temblorosa.

L

as horas pasaban y se hacían cada vez más largas, interminables. Alan cuidaba de Víctor, sentado en una silla al lado de la cama. Parecía que Morfeo esperaba paciente en la habitación a que se descuidara un segundo para reclamar su tiempo; pero, como cancerbero, no pensaba rendirse. No quería cerrar los ojos un momento, sin antes haber ayudado a su amigo. El polvo de Morfeo caía sobre los parpados de Alan, que se hacían cada vez más pesados. Le era difícil mantenerse lúcido, aunque no quitaba su mirada de Víctor ni un instante; quería vigilar que no entraran los malos sueños en su mente. No dejaría que ahora, que parecía tener sosiego, fuera interrumpido.

—Deje de decir maricadas, Víctor, yo a usted no lo amo, entienda que usted es mi hermano —gritó Carmen, notoriamente enojada. —¡Sí! Yo sé que usted me quiere sacar del camino para quitármela —dijo Víctor, dirigiéndose a Alan— Yo no voy a dejar que nos separe, porque nosotros nos amamos. —Víctor, ¡cálmese! ¿De qué habla? —dijo Alan, acercándosele. —Yo estoy cansado de esto y estoy cansado de usted. Estoy cansado y ahora encontré la forma de por fin terminar esta miseria.

El sol del mediodía entraba por algún agujero de la persiana cerrada, apuntando a Alan, que sintió

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Poema II Por Laura Daniela Lesmes

D E S

R A

A M

Es amar

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R


Poemas de Héctor Mario Ballesteros

VERANO DE URABÁ Cómo no extrañar el canto de los grillos interrogar sus inquietudes Cómo no apelar a las nubes del verano mientras silenciosamente el arrullo del mar llegaba Cómo olvidar a las gallinas, su parloteo brillante que ponía las orejas rojas y detenía las agujillas del reloj mientras, serenamente, esparcían sus plumillas… ¡Cómo olvidarlo, cómo olvidarlo! Ahora el verano no encuentra un lecho para sus tempestades Las grietas de las flores se convirtieron en pesadillas La tierra removida sus sueños vituperados el deseo aplastado el tiempo agotado la angustia en un grito de impotencia

INVITACIÓN Nada me queda de esta tierra donde los pájaros reanimaban a los enfermos donde la risa apelaba, redonda, a la tranquilidad de la llovizna y la melosería de viejos alcahuetas se compenetraba en un jardín de inclementes risotadas Nada me queda de esta tierra estéril que enamoró al hombre con sus lágrimas donde tiranizar conejos con zanahorias era una muestra de poder indescifrable Nada me queda de ti, donde tus ojos tamizaban mis paisajes Nada me queda de ti, cuando respiraba el último puchero de mis tardes Nada me queda de ti, cuando mi niñez insoportablemente escuchaba: Nada se pierde con vivir, ensaya y perdona

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CALETA En ese rinconcito oscuro cuando las velas hacían naufragar nuestras sombras y los besos arrullaban nuestros cuerpos y las miradas sobre la piedra de los sacrificios nos traían todos los recuerdos posibles, yo te digo deslizando mi corazón en mis labios que aunque no hayas encontrado una salida —aunque no necesites de ninguna— en la tierra de todos junto a los desposeídos propietarios de los sueños marcharemos para que la visita de tu sombra no se te haga extraña para que el pan brote de nuestra generosidad imperiosa y pueda ser tan sincera como el golpe de un ataúd en la tierra y allí en ese mismísimo lugar nunca esperar para encontrarnos

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Poemas de Ginna Paola Urueña

EL PUEBLO ES SOBERANO Desde el polvo un hombre examina su vida Fue arrojado al mundo entre manos mulatas caminó en arroceras y platanales aprendió el secreto de los árboles y lo entregó a sus hermanos Al morir la madre conoció la soledad el silencio los peces las mujeres que recogían del río la rabia de sus hombres Y creció como hombre en una tierra amansada a plomo Alzó la voz sobre el grito del campo y en la misma tierra los puños que lo escucharon cayeron abiertos La bandera de un pueblo se alzó con sus nombres El hombre comprendió que a los héroes los legitimó la muerte

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ABUELO Con el requiebre de las tímidas cigarras sale a caminar La atarraya terciada al hombro una mochila de palma un cigarrillo la voz de sus ancestros

MONTAÑA Puedes atravesarla sin mirarla sin oírla tocarla sin notar la tibieza de su piel sin llenarte de su aroma a tierra a semillas a flores sin sentir que te expande el pecho y te atraviesa

Ella será camino

Ilumina la vereda solitaria con su pálida memoria y arrulla las piedras del camino hasta que en un susurro el río le pide silencio

Puedes verla desde lejos desearla hurgar su virginal silueta y creerte dueño primero y último atravesarla sin volver a ella Ella olvidará

Enmudece sus pasos Sube a la canoa Desemboca en la amplia noche

Pero si la miras en silencio si tomas sus manos con manos infantiles si besas su tierra y semillas y flores si te reconoces pequeño abrirá sus venas te tomará como hijo Ella hablará

Como una oración lanza sus redes y espera En el espejo de agua dulce duplicadas lo acompañan las estrellas Imagina un día como ellas vigilar los mangos las ceibas las acacias al pescador que mira el cielo mientras espera Un pez rompe el cristal

Amanece

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MEMORIAS DE GUERRA Por Lina Sofía Pérez

Un Agosto en Inzá Cálida, voraz, densa, de olor verdoso la montaña marchita la vida Cuenta los pasos, u n o, d o s llega tarde al ranchito Mamá lo va a regañar —Al menos, trae piquis nuevas en sus bolsillos— Los grillos no cantan el patas anda cerca Empuja la puerta observa que tienen una bandera en la manga No sabe quiénes son Nunca lo sabrá Llorando dice que su pelaíto sólo tiene ocho años No entiende nada Lo retienen, le prohíben acercarse a María, a mamá El Patía está caudaloso porque recoge las lágrimas de la guerra

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Titulares colombianos regulares La cancha Rostro de una masacre Setenta y cinco horas de terror Fusiles repletos de pólvora Patria bañada de sangre Dolor Tortura Fiesta de muerte El fantasma antioqueño Clásica masacre paramilitar

Cristal Sus miradas en el monte se ven como casas desiertas Casas vacías Casas penantes con las ventanas rotas El cristal el brillo de los ojos Se quiebra Y sus pedazos también lastiman

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Poemas de Leidy Esperanza Umaña

SINROSTRO Desrostrados, la soledad a cuestas les perfora el aliento. Ensueños ambiciosos anidan en andenes, pieles asfaltadas soportan la desidia, el desprecio; dolientes compañías de pasos desandados, callejones húmedos sus únicos encuentros. El medallón blanco pende en la noche aguardando el ahogo del que muere, las voces cansadas perecen en silencio. Desrostrados, los sentidos inquisidores de los farsantes emiten el juicio, te despojan el rostro ignorando que existes, la voz responde al silencio, los ensueños renombran tu presencia, la vida socava su valor. Desrostrados, es tu carne vieja y cansada la que deambula la noche, tus ojos quienes viajan en la acera, el dolor la compañía en tu camino. La mirada de los farsantes te hace un sin rostro.

VOCABLOS Estamos hechos de palabras Octavio Paz

Se extingue sutilmente, pocos lo notan. Los yo se propagan, en los encuentros matutinos no hay más que solapados recuentos de lo hecho. Sumergidos en la multitud los tú/usted (doble naturaleza: próximos/distantes) se difuminan en silencio, los yo los recrean a su antojo sin cederles la palabra. Poco distinto es el rumbo de los él, de las ella, disputan un lugar que rehúsan compartir, se automarginan. Los yo con sagacidad fingen reconocerlos: los exilian. La comunión de los usted (el tú es solitario) no es garantía de cambio, continúan sin tener la palabra. La comunión de los él y de las ella es ahora una disputa a gran escala; nada que decir de los yo, pululan con desfachatez. ¿Han notado quién se extingue? ¿Dónde entra en comunión un todos?

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Poemas de MĂłnica Tatiana Jara

MESURA Deambulo por la orilla de una calle sin tiempo atascos a lado y lado ignoran mi presencia Camino, simplemente camino Ato mis zapatos para continuar andando en lĂ­nea recta hacia la nada Ambiguos horizontes de tranquilidad

DESAPARECIDA Otilia Otili Otil Oti Ot O Sigues caminando, supongo

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AL NIÑO QUE HABLA Por Michael Benítez

I Siempre me gustaron los Súper Campeones los veía todos los sábados a las tres de la tarde en el televisor de la casa el único que había en toda la vereda Era muy chévere: sudando nos sentábamos después del partido mis primos, mis vecinos y el balón (pues sabíamos que él también era nuestro amigo) Un día, cuando llegamos de jugar ni mi mamá ni mi papá estaban en la casa y del televisor surgió una lluvia de moscas que nos cubrió los rostros No sabíamos qué pasaba: el cielo se puso rojo y de las nubes surgieron burbujas de sangre que explotaron en nuestros ojos De la calle un ruido negro —y no me digan que no llore— subía el telón y dejaba ver la noche: ellos también jugaban a los Súper Campeones y el balón —su amigo era la cabeza de mi padre.

II En el colegio todos nos la llevábamos muy bien a pesar de que el gordo el más grande de todos era un poquito alzado A veces no nos gustaba estar con él y en parte se lo merecía porque nos hacía bataneo cuando jugábamos con canicas y le pegaba a los más pequeños Pero en el fondo lo queríamos mucho Por eso nos dolió tanto cuando su mamá nos dijo que se lo habían llevado para el monte la tarde en que dios olvidó que también había sido niño III Ahora vivimos en Bogotá y para el que no sabe cómo es se la voy a presentar: Bogotá es una ciudad muy fría pero no me refiero al clima porque —y no me vayan a decir que es bobo— para eso hace tiempo se inventaron la ropa gruesa y las cobijas Bogotá es fría porque la gente tiene un gran cementerio en su corazón.

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