Revista Surgente No. 15

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Surgente, Letras Informales Año VIII - No. 15 / mayo, 2014 ISNN 1909-6895

ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ GOBIERNO SEGURIDAD Y CONVIVENCIA Alcaldía Local de Usme Gustavo Petro Urrego Alcalde Mayor de Bogotá Leonardo Andrés Salgado Ramírez Alcalde Local de Usme John Freddy Jiménez Coordinador General Escuelas Locales de Formación Artística Jorge Ariza Equipo Coordinador Leidy Johana Díaz Maestra formadora Rodolfo Celis Editor General Álvaro Lozano Llerly Darlyn Guerrero Rodolfo Celis Comité Editorial Rodolfo Celis Diseño Gráfico e Ilustraciones Surgente, letras informales es una revista alternativa que tiene un tiraje de mil ejemplares de libre distribución. Prohibida su comercialización. Las opiniones expresadas en cada artículo son responsabilidad de sus autores y no corresponden necesariamente con el pensamiento de la Revista. Se permite la reproducción total o parcial del material publicado siempre y cuando se cite la fuente original.

Escritores Invitados: María Cristina Nieto Jerson José Hernández Leidy Johana Díaz Luis Gabriel Rodríguez Leidy Carolina Zapata Kilgore Medina Jeisson Camilo Hernández Diana María Cardona Fausto Fuquen John Freddy Silva Margarita Turriago John Alexander Díaz Mónica Tatiana Jara Contacto: colectivosurgente@gmail.com www.facebook.com/revista surgente http://issuu.com/revistasurgente


EDITORIAL Después de tantos números y tantos años, todavía podemos decir que Surgente es, sobre todas las cosas, un acto de fe en la palabra y una apuesta contra el futuro. Esta vez, como ya ocurriese en otros tirajes precedentes, nos emociona presentar un número monográfico dedicado al género de la crónica, en el cual se publican los mejores trabajos desarrollados en el Taller de Escritura Creativa realizado entre noviembre del 2013 y marzo del 2014 en la Biblioteca Pública La Marichuela. Así pues, este número contiene trece crónicas escritas por igual número de autores locales, entre los cuales hay diez personas que publican por primera vez en esta revista, lo cual nos demuestra que Surgente sigue siendo una plataforma de lanzamiento para las diversas voces que emergen de esta Localidad. El lector que se anime a surcar estas páginas encontrará en ellas una serie de textos que, desde su polifonía, constituyen un paisaje del territorio y de sus habitantes. En ese sentido, cada crónica funciona como una mínima pieza de un relato mayor que se teje con muchas manos y que nunca termina; un relato con muchos vasos comunicantes entre textos. Finalmente, más allá de la literatura siempre están las personas: los nuevos amigos, la gente que se suma a este sueño, los escritores, los lectores de siempre y la gente que ya no está, pero que aportó su granito de arena para construir esta bahía editorial. A todos, gracias infinitas por su generosidad. -El Editor

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Buenaventurados los pobres

Texto y Fotografías: María Cristina Nieto Alarcón


A Willington y Mateo, por soportar pacientemente la ignorancia de los viajeros..

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os nueve viajeros mirábamos atentos al mar como en busca de galeones perdidos. La dirección no importaba. Con los ojos muy abiertos, cada uno deseaba ser el primero en encontrar el tesoro. Al cabo de quince minutos, el barquero, tranquilo y experimentado, nos señaló una mancha gris que se movía al unísono de las olas. Todos volvimos la cabeza para ver el espectáculo: silenciosa y sosegada se nos presentó la ballena Yubarta, el Leviatán. Por unos segundos nos mostró una parte de su lomo, luego se sumergió y la perdimos de vista. Mateo, nuestro guía, nos dijo que era probable que emergiera otra vez o que saliera su cría, que ellas sí saltan y juegan. Un mes antes navegaba en Internet buscando planes de aventura. Pretendía celebrar los temidos treinta años con un rito que valiera la pena ser recordado: montar en parapente, saltar en paracaídas, lanzarse en bungee jumping o tomarse una foto con una serpiente enrollada al cuerpo. Quería superar la idea de que cumplir años es sinónimo de decadencia. Fue así como encontré el plan de avistamiento de ballenas. En su oferta se describía prolijamente cómo las aguas cálidas del Pacífico son ideales para que las yubartas recién paridas críen a sus ballenatos. Finalmente, mi decisión fue confirmada por un comercial de la marca país Colombia es la respuesta, que mostraba a una ballena retozando con su cría. Fui presa de la publicidad. Se veían tan felices que no dudé en hacer el viaje. Los caseríos de Juanchaco y Ladrilleros, en Buenaventura, fueron los lugares escogidos para mi hazaña hippie. Visitar el Pacífico es conocer esa otra Colombia exótica y olvidada, es pararse en una tierra que hace parte de las 34 zonas de mayor concentración de biodiversidad del mundo, pero, también, donde el 65% de la población vive en la pobreza.

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legué a Buenaventura en un avión minúsculo, a un aeropuerto de una sola pista al que se comen entre la selva y el río. La humedad hace que la ropa se pegue al cuerpo y que sea obligatorio tomarse la gaseosa con pitillo, pues la boca de la botella se oxida con la tapa. En el recorrido por la ciudad, para llegar al puerto, vi una diversidad de árboles, tupidos y frondosos, de los que no sabía el nombre. Para llegar a Juanchaco se toma una de las lanchas que salen del puerto, a las diez de la mañana, a la una y a las tres de la tarde. Si el viaje no se cancela, cuando el mar está picado, al cabo de una hora se llega a un lugar apto para ver a las ballenas. Nuestro grupo salió en la lancha de la una, pues llegamos sobre las diez, pero ya todos los cupos estaban vendidos. Mientras esperábamos sentados, en una plataforma que se movía al vaivén de las olas, nos acompañó Willington, un guía experimentado que, con el acento de la Cevichica, nos explicó cómo sería el avistamiento. También nos contó de su experiencia como guía y los chismes corrientes: que si es casado, que si tiene hijos, que dónde vive y qué hace cuando no están las ballenas. Ese mar verde oscuro y monocromático, contrario a su nombre, no es nada pacífico. La lancha se movía como un toro mecánico que embestía los muros de agua. Cada tanto tiempo, pasábamos junto a islotes montañosos; en algunos se leían anuncios de hoteles pintados sobre las piedras, en un lugar donde el litoral es de roca maciza, de tal manera que no hay arena, ni playa. Vimos algunos pescadores acompañados por bandadas de gaviotas que gravitaban a su alrededor y, finalmente, dimos con la única presencia visible del Estado: la Base Naval Bahía Málaga, que está en la zona desde hace veinticinco años y que por un tiempo alojó marines estadounidenses. Juanchaco es un pueblo costero conformado por tres largas calles sin pavimentar y un puñado de casas, que

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no cuentan sino con luz eléctrica, pues el agua para el consumo humano se recoge en tanques que se llenan con la lluvia. Todas ellas fueron construidas en madera y tienen largas bases que parecen zancos para protegerse del mar. En esas casas funcionan restaurantes, discotecas, agencias de avistamiento, panaderías, tiendas de líchigo y el kiosko Vive Digital, donde se puede navegar, pero en la Internet. Detrás del caserío hay un pozo en el que desembocan todos los desechos de los habitantes, el cual es limpiado periódicamente por la marea.

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ientras íbamos en la lancha, Mateo nos explicó cómo son las ballenas, por qué están en la zona y los riesgos del avistamiento: -Las ballenas están por acá porque el agua es calientica y pueden enseñarle a los hijos a respirar y a quitarse los piojos. Ante nuestra mirada incrédula nos contestó: -Los piojos que ellas tienen no son como los de nosotros. Son unos animalitos que se les pegan y les hacen turupes y la única forma de quitárselos es saltando.

En la punta de la lancha, el muchacho le daba órdenes a su tío sobre el trayecto que debíamos tomar. Él le hacía caso, pues nos dijo que su sobrino es de suerte, que siempre que salen juntos fijo ven algo; en cambio, que Willington es un salao y que por eso ya no sale. La lancha se detuvo. Se apagó el motor. Yo tenía el ánimo confuso. En silencio, esperábamos ver a algún ballenato haciendo maromas o a una madre dando clase. Agudizamos los sentidos. ¡Qué fortuna! Salió una cría, nos mostró todo su lomo, respiró, sacó su aleta, se hundió. Al mismo instante, se escucharon los clicks de las cámaras y los gritos que tanto nos prohibieron. Emergió una ballena madre. Nos enseñó tres de los quince metros que tiene de largo, respiró como si fuera un géiser marino con aroma a pescado y se sumergió otra vez, dejando un rastro aceitoso sobre las olas.

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n ese momento recordé las palabras de la directora del Parque, quien nos enumeró los daños del avistamiento: muertes prematuras, desorientación y estrés. Nos lo explicó con este símil: -Es como si una madre, que estuviera amamantando a su hijo, la metieran dentro de una campana y alguien la golpeara desde afuera.

Después, nos hizo una descripción de las ballenas y de los mínimos riesgos del avistamiento:

Me imaginé tal dolor, angustia y desesperación, que no pude hacer otra cosa sino llorar y llorar.

- Las ballenas, a pesar de lo grandes, tienen una garganta tan pequeña como el puño de una persona.

La sonrisa de Mateo se desvaneció. Con la responsabilidad propia de un guía me preguntó:

Rápidamente, alcé la mano y le pregunté: -Entonces, ¿cómo hizo la ballena para comerse a Jonás? -Ahhh, pues eso sí son misterios de mi Dios. Sonrió un momento y continuó diciendo: -No se preocupen, las ballenas no atacan a las embarcaciones, porque se espantan con el ruido del motor. Yo le pregunté: - Si saltan, ¿nos pueden destripar? -No, no, no. Esas imágenes que se ven por la televisión de las ballenas saltando son mentiras. Bueno, eso pasa, pero es muy difícil, toca hacer muchos viajes, estar mucho tiempo y tener paciencia. Las ponen así pa que la gente se anime a venir. Mateo nos repitió las mismas precauciones que la directora del Parque Nacional Umbría Bahía Málaga: que tengamos puestos los chalecos salvavidas, que no estemos más de veinte minutos en el mar, que no gritemos porque ellas escuchan todo y que no las persigamos, mucho menos si están con las crías.

-¿Le pasó algo? ¿Se pegó en la mano? Con un gesto le tranquilicé y mi compañero le explicó el motivo de mi llanto; entonces, Mateo se sentó a mi lado en silencio. Mis lágrimas no pararon hasta cuando volvimos a la playa. Cuando nos bajamos de la lancha me dijo: -Niña, no llore por eso. A ellas no les duele. Usted no está haciendo nada malo. Yo le sonreí, cómplice de su mentira. La dueña del restaurante, que es tía de Mateo, nos preguntó: -¿Cómo les fue? ¿Vieron algo? -Sí, vimos a un bebé que sacó la aleta- dije. -Pero, imagínese tía, que la niña no hizo sino llorar, porque pensó que a las ballenas les duele. ¿Verdad que eso no les pasa nada? -Ahhh, pues en eso sí tiene razón. Hace tiempo no había que salir en lanchas. Yo las veía desde aquí. Yo creo que en unos años ni volverán. En ese momento decidí creerle a Mateo, para no sufrir, para poder pensar.

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sus trece años, Mateo ya tiene un cuerpo robusto. Mide más de un metro con sesenta, tiene los pectorales desarrollados y en los brazos ya tiene “la pepa”, que muestra con orgullo a los más chiquitos. Él creció con el turismo, enseñando sobre las ballenas, haciendo de guía en las lanchas, cargando equipaje, remando en kayak, haciendo mandados, corriendo de un lado a otro por la gaseosa, el pan o las cocadas. Corre de la pobreza, del abandono, de la violencia y del miedo, que la guerrilla de las Farc y los grupos neoparamilitares, como La empresa, Los urabeños, Los rastrojos y Los machos, han instaurado en la región, a través de prácticas como el descuartizamiento de sus víctimas. Mateo todavía es un niño que dice cosas como: -A mí no me gusta la cerveza, eso sabe muy a feo… No quiero novia porque eso le quita tiempo a uno... Mi mamá quiere que estudie en un internado y no es que yo esté loco, pero allá lo educan mejor a uno. Su inocencia me recuerda que, a pesar del dolor de las ballenas, los habitantes de esta zona subsisten del turismo que ellas generan; que Mateo puede tener una casa, comida, vestido y aspirar a una mejor educación por el arduo trabajo que toda su familia desarrolla para atender a los turistas, especialmente Willington, su padre; y que, sin ello, estarían condenados al desamparo total del Estado. Tan es así que la única construcción en ladrillo de Juanchaco es la iglesia cristiana que allí funciona. Y es que atender turistas tampoco es que sea un trabajo de ensueño.

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ntre las indicaciones que la agencia de turismo nos hizo para que el viaje fuera un éxito se contaban: vacunarse contra la fiebre amarilla y llevar bloqueador, repelente y cantimplora. Además, todos los elementos debían empacarse en bolsas plásticas para evitar la humedad. Con ello, de entrada se nos dijo que esta salida al mar es muy diferente de los circuitos turísticos caribeños, como Cartagena, Santa Marta o San Andrés. Este es un plan para viajeros extremos, amantes de la naturaleza y de la aventura.

Entre las caminatas, los viajes en lancha y las comidas juntos, nos dimos cuenta que, efectivamente, la mujer y los dos hombres viajaban por separado y que, por pequeño que fuera el grupo, las cosas tampoco eran tan fáciles. Esa primera noche, mientras íbamos en un jeep destartalado rumbo a la cabaña, me sentía tan cansada y somnolienta que no presté mucha atención a las conversaciones ajenas; sin embargo, un infidencia frecuente me peturbó. El bogotano señalaba a las mujeres que veía por la calle y preguntaba al conductor: -Y esa, ¿será prepago? Él no respondía, solo reía nerviosamente. Finalmente, ante tanta insistidera, le dijo: -Ahí cerquita de donde estábamos hay un bar, puede que allá encuentre a alguna. El problema es ver cómo se devuelve. Ya tarde no hay carros. La obsesión del bogotano por las mujeres afro se le contagió al llanero solitario. Desde ese momento, esos cuatro ojos solo miraron tetas y traseros. En ese momento comprendimos por qué viajaban solos.

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ontrario a mi espíritu aventurero, montar en kayak no estaba entre mis planes. Mateo me prometió que él me protegería, pero solo de pensar que me cayera en el mar se me quitaron las ganas. Así que me quedé en el restaurante de la tía descansando de mis compañeros. En la playa, entre los troncos de las palmeras, las botellas de coca-cola, las bolsas plásticas y la basura que los ríos vomitan ahí, muchos niños comían y jugaban. Por ejemplo, Miguelito refunfuñaba porque su compañero llenaba de arena las tapas con que jugaban al bócholo. -Ahhh no, así no juego más. No haga trampa o le quito las tapas. Yo sonreía viendo la seriedad con que asumían el juego.

Nuestro grupo de viaje quedó conformado por una pareja de esposos, una londinense, un bogotano, un llanero, Rodman y yo. Un pequeño clan que al principio nos hizo pensar que la logística sería sencilla.

Una hora después regresó el grupo de excursionistas. La londinese no paraba de sobarse la cabeza, pues el kayak comandado por Mateo se volteó y la golpeó. ¡De la que me salvé!, pensé. Los esposos se sentaron a descansar, mientras los hombres solitarios desenvainaron los celulares y empezaron a fotografiar a los niños.

-Tan rara la gente que viaja sola-, me dijo Rodman.

- Vengan, ¿por qué no bailan un poquito?-, le dijo uno de ellos a un grupo que estaba alrededor nuestro.

-¿No será que los dos manes vienen juntos o alguno es novio de la nena?

-Es que estos negros si tienen tumbao desde chiquitos.

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uando se buscan referencias de Buenaventura en Internet, además de saber que es el Distrito Especial, Industrial, Portuario, Biodiverso y Ecoturístico del país, y que mueve más del 60% del comercio nacional; se aprende que allí hay presencia de comunidades indígenas y que en una de sus playas se filmó El vuelco del cangrejo, dos cosas que explotan eficientemente las agencias de viaje. Así pues, en nuestro circuito turístico para llegar a La Barra, el escenario de la película, pasamos por el resguardo de la comunidad embera-waunan. En contravía de la imagen que se ha construido sobre lo indígena, no vi malokas, gente que hablara en lenguas, bailes exóticos, ni vestimentas coloridas; solo un letrero que dice que la comunidad existe. Algunas mujeres a la vera del camino vendían sus artesanías y otras, junto a sus familias, cargaban agua y biche, un licor que comercian como típico del lugar. Nos saludaron cortésmente. Los dos solteros les ayudaron a mover los galones, pues el camino era una pendiente. Un indígena aprovechó el momento para intentar vendernos una botella de biche, por lo que pasó una prueba para animarnos. -No, muchas gracias, yo no tomo-, le dije. Dejé pasar la copa. -Oiga señor, ¿y esto solo lo toman ustedes o también la gente?-, preguntó el llanero.

Respiré profundo, mientras pensaba que los indígenas tampoco se salvan de los prejuicios, que, para muchos, no dejan de ser gente salvaje o títeres de reivindicaciones absurdas. Si los afros han sido discriminados, a ellos no les ha ido mejor, dado que el reconocimiento de su condición depende de la existencia de hidrocarburos en sus territorios o de que sean tan raros como para salir en televisión y tan nobles como para bendecir presidentes. Obviamente, nuestros compañeros de viaje aprovecharon para tomarles fotos. Mientras ellos capturaban su mejor ángulo, compartí una atávica creencia de que las cámaras nos roban el alma. Aunque no estoy segura de si es posible tal despojo, sí creo que con cada click es posible arrebatar la humanidad de las personas, pues cuando se retrata a un ser humano sin preguntarle, sin pedirle permiso, se le asimila a un animal, a un árbol o a una cosa, casi siempre inferior al fotógrafo.

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hora nos vamos para la casa de Cerebro a disfrutar una noche de música afro -nos dijo Willington-, mientras tanto, escuchen las historias de mi tío, él también salió en la película. Para alejarme del ruido del motor y de mis compañeros de viaje, me quedé en un extremo de la lancha. Me preguntaba si en la página web de la agencia o si entre los habitantes de la región, alguien

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llamaba a Cerebro por su nombre. Al parecer, a nadie le importa que este señor, antes de figurar en una película, tenía una vida, tal vez un hogar y un trabajo, con sus alegrías, necesidades y preocupaciones; tal vez sea un hombre mezquino o un líder comunitario, no lo sabré nunca, porque ahora él es un objeto, una imagen en la carátula de una película que se consigue por dos mil pesos. Y sí, Cerebro tiene un nombre: - Arnobio Salazar Rivas, para servirle. Así como Cerebro, la población afro solo es reconocida, en el mejor de los casos, a través de los estereotipos de los bailarines y los futbolistas. En el peor de los escenarios, se sigue creyendo que son esclavos, inferiores, casi animales. Por ejemplo, nuestros compañeros turistas hacían que Willington cargara sus maletas y uno de los solteros, al ver el aspecto fornido de Mateo, hizo que lo llevara a cuestas.

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ra el último día del viaje. En el puerto de Buenaventura nos separaríamos. Ellos tomarían el bus y nosotros el avión. Mientras esperábamos, compartimos el almuerzo. - ¿Cómo les pareció el viaje?-, nos preguntó Willington. -Bien... Bonito... Extremo... Interesante-, respondimos. Para amenizar la conversación, el esposo de la otra pareja preguntó: - ¿Ustedes sabían que el VIH es un virus que se inventaron los científicos en un laboratorio? Nos miró para verificar que le prestábamos atención. -Sí. Se lo inyectaron a un mico, después un negro tuvo sexo con él y así fue como se transmitió a los humanos. En aquel momento agradecí no compartir otras diez horas de viaje con ninguno de ellos. Terminé deprisa mi comida y me despedí sin esperar el intercambio de números telefónicos o correos electrónicos. A pesar de mi asombro por la particular forma de relación de estas personas con lo que ellos consideran “otros”, creo que en estas prácticas, tal vez, se evidencia el fracaso de nuestro proyecto de nación, pues solo somos poblaciones fragmentadas por las tierras y las costumbres. Cuando salía, me encontré con la mirada imperturbable de Willington, que tal vez soporta estos ultrajes para no espantar a los turistas. Ese es el precio por un trabajo medianamente digno. Mientras tanto, las yubartas y sus crías continuarán el mismo camino que siguen desde hace millones de años, sorteando los arpones, las redes y el ruido aturdidor de las embarcaciones, en el eterno retorno de la supervivencia. Mi destino es más efímero. Un día después de mi cumpleaños, como el mítico Jonás, regresé a la seguridad de las tierras altas, perturbada por la imagen de una ballena.

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Las tres cruces e s e espejo verde Por: Jerson José Hernández de la Cruz

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A Yudi.

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s cierto ese consejo de los que suben montañas: si uno ya está cansado de patonear y todavía falta camino, lo mejor es bajar la cabeza y mirar únicamente el pedazo de tierra donde se va a poner el próximo paso. Aquel día yo no conocía ese tip, por eso mantuve la mirada fija en esa berraca cumbre con tres cruces de madera que mantenían allá arriba. Esas cruces siempre estaban lejos, no importaba cuantos pasos diera, siempre estaban lejos; incluso, cuando parecían cerca, el pedazo que faltaba remontar resultaba complicado. Antes de llegar a la cima había una pendiente bastante inclinada y estéril, desnuda, del mismo color del ladrillo: el último reto con el último suspiro. No recuerdo la fecha exacta de la primera visita, pero de acuerdo a mi diario fue entre el 12 de junio y el 14 de julio del 2011. Mientras lo escribo me parece que fue hace mucho tiempo, pero siento que para mi cuerpo es un hábito apenas adquirido. Fuimos los dos, cada uno con su mascota: Tacha y Pandora. Yudi conocía el camino que, incluso, desde la Boyacá o la Caracas se podía distinguir. Era un paso despejado, una zanja larga, abierta con los pasos de todos los que alguna vez habían subido. Ella llevaba un buff, un bastón de trekking y unas zapatillas verdes; yo llevaba mis botas negras y la seguridad de que mis rodillas amortiguarían cualquier impacto durante el ascenso. Cuando era pequeño pensaba que la capacidad de caminar durante largos recorridos me iba a servir en el futuro para algo importante. Con Jorge, nos íbamos los sábados, cada quince días, desde la iglesia del Olaya hasta la del barrio El Carmen, apresurados, siempre a su ritmo, el de un flacuchento de 1.80 que nos hacía gastar menos de hora y media en el trayecto y que, al final, nos metía a una panadería a desayunar buñuelos con coca-cola con la plata que habíamos ahorrado de los buses. El ascenso nunca había sido tan duro. Me faltaba el aire, sentía un dolor agudo en el estómago, podía sentir el sudor palpitando en mi cabeza. Tenía un dolor penetrante desde los glúteos a los talones. El calor de

la mañana me incomodaba en la espalda y cuando me pasaba la mano por el abdomen salía empapada de sudor. Mientras subíamos, conversábamos, siempre conversábamos. Esas palabras grises y cansadas salían de mi boca, mientras iba pensando en mi pésimo estado físico, en mi sedentarismo de costal arrumado. También pensaba, para animarme un poco, en la cola que iba a sacar si tomaba este ascenso como un hábito. Entre el cansancio y los pasos arrastrados, podía oler las flores que estaban a los lados del camino; veía cómo Tacha y Pandora corrían entre los arbustos; escuchaba a los pájaros que cantaban escondidos: -Chouc, chouc, chouc, chouc; pris, pris, pris, pris; fuífu, fuífu, fuífu, fuífu; chic, chic, chic, chic… En mi boca guardaba un sabor amargo, que se hacía más espeso con cada escupitajo que estrellaba contra el suelo y, de vez en cuando, veía largas lombrices de tierra que esquivaba para seguir cada uno con su camino, para seguir arrastrándonos. Cuando llegué a la cima, todo lo malo, todos los insultos mentales y el montón de pensamientos pesados, desaparecieron después del primer salivazo áspero que bajó por mi garganta. Tras el último paso, pude sentir de nuevo el viento frío en mis orejas, entre la chaqueta que para entonces tenía abierta, entre mis piernas calcinadas de dolor. Respiraba con impunidad para que mis pulmones se llenaran del aire que allí se encontraba. Recuerdo que Yudi celebró por ganar la cumbre, chocamos nuestras palmas, pero el aire no me alcanzaba. Un sudor frío me palpitaba en la cabeza y sentía mi estómago profundo y vacío; los momentos previos al desmayo –pensé yo-, pero no me alarmé y seguí respirando hondo. Yudi me preguntó si estaba bien y, como buen macho, le dije que estaba perfectamente. Me fui recuperando poco a poco, apoyándome en una de las cruces de la cima. No recuerdo más, excepto que al día siguiente me dolían bastante las piernas y que prometimos volver.

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o sé cuantas veces subí la montaña. La mayoría fue con Yudi, pero no tengo el número exacto. Como el camino siempre era igual, los recuerdos se superponen sobre el mismo lugar, como si la montaña fuera una máquina del tiempo donde habitan todos estos momentos en un único instante. Visitábamos Las tres cruces con frecuencia: nos veíamos tres veces por semana –día de por medio para dejar descansar las rodillas- a las 6:30 de la mañana frente a la Iglesia de Santo Tomás de Aquino. Caminábamos por el separador de la Avenida Boyacá, entre el fragor de los carros y el paso veloz de los trotadores, hasta el relleno sanitario Doña Juana. A la derecha buscábamos un par de mojones sin alambre de púas e ingresábamos a la montaña. Al comienzo del recorrido caminábamos entre ropa sucia y basura: botellas plásticas y paquetes de papas fritas, cajas de cigarrillos, colillas, bolsas de jugo y de bon ice, palitos de bombombum y bolitas de chicle. Después, el paisaje reverdecía: nos agarrábamos de grandes piedras, frías a esa hora de la mañana, que agradecían ese contacto de las manos; pasábamos junto a flores de fragancia dulce que de tantas visitas comenzaron a perfumar nuestra ropa.

Las apariciones de don Alirio en el camino se hicieron menos frecuentes. La última vez que lo vimos llevaba la misma chaqueta, pero había cambiado las alpargatas por unas zapatillas oscuras. Nos saludó despacio y nos dijo que ya no visitaba la montaña tan seguido, porque el médico le había detectado un desgaste en las rótulas que le impedía realizar actividades físicas con regularidad. Nos despedimos por última vez para verlo alejarse en ese trote terco que lo llevaría de nuevo a la cima.

El cerro nos presentó a don Alirio, uno de sus más antiguos visitantes. Normalmente, cuando bordeábamos las primeras curvas del sendero, sentíamos de pronto que un hombre se acercaba trotando, nos saludaba con la mano y seguía su camino. Llevaba un par de alpargatas, una pantaloneta y una chaqueta verde impermeable. Subía con paso ágil y al devolverse se despedía de nosotros resollando, con una corona transparente de sudor y un gesto de orgullo inconfundible. Una mañana lo encontramos antes de empezar el ascenso y nos contó que había sido el más gordo de su familia, por lo que en un paseo a Las tres cruces fue el único que no conoció la cima. Desde entonces, comenzó un peregrinaje diario al cerro que le quitó la barriga y le devolvió el honor perdido.

Con el tiempo nos dimos cuenta que Las tres cruces es una montaña tan pequeña que cualquiera puede coronarla. Pequeña no es la palabra: humilde. Un animal prehistórico, verde y generoso, que encorva su cuello para perder altura, para que cualquiera pueda sentir la dicha del paisaje desde su cima. Veíamos a la izquierda la planicie lejana del centro de la Ciudad, que a esa hora se cubre con una capa de humo; la Avenida Boyacá, de sur a norte, con sus automóviles lentos, que cuando pitan se alcanzan a escuchar a esa altura; el Portal de Usme; las canteras a los lados de la Avenida Caracas; al frente nuestro, el edificio Colpatria entre dos montañas; casas y más casas amontonadas sobre las pendientes de San Cristóbal, Molinos, La Aurora, Marichuela y Santa Librada; a la derecha, más lejos todavía, avistábamos

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udi y yo visitábamos Las tres cruces con los pasos tranquilos de la costumbre. Solo cuando la mañana estaba gris o cuando había llovido días antes, posponíamos la caminata, porque el suelo se convertía en una trocha amañada, un camino de greda que nos molía las piernas. Poco a poco, dejamos de escalar la montaña para caminarla. Por esta presencia constante nos dimos cuenta del cambio frecuente que padecían las tres cruces, esos palos altos que le dan nombre a la montaña.

Siempre dimos por descontado que eran tres, pero entendimos que disminuían o Con el tiempo logramos distinguir entre mantenían su número de la vegetación al retamo acuerdo a la época del año. espinoso, especie exótica Si subíamos después del considerada una de las Parece que las cruces crecen 31 de octubre las veíamos más peligrosas del mundo, ya que se impone sobre como una planta más del cerro... tiradas a los costados de la montaña. Este trabajo la vegetación nativa y, en arduo lo hacían, según las época de calor, produce una conjeturas, grupos satánicos: herejes, locos y sustancia inflamable que propicia los incendios borrachos; pero, si subíamos después de semana forestales. Aprendimos a espiar al gavilán que santa, encontrábamos cruces nuevas, altas y planeaba sobre las montañas al amanecer. Ahora, recién enterradas. Eran esbeltas, de eucalipto y las urbanizaciones lo obligaron a cambiar sus amarradas con alambre de púa. Parece que las hábitos, por lo que es posible verlo al mediodía, cruces crecen como una planta más del cerro; en un horario trastocado, o en los pastizales estirándose, cogiendo esa altura respetable que alrededor del Portal de Usme cazando las ratas las hace visibles desde abajo, hasta que vuelve del caño. También, encontramos unas semillas la subienda que las arranca de raíz, solamente blancas a los lados del camino, dulces como para que vuelvan a crecer. golosinas de monte.

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entre la niebla al pueblo de Usme; a nuestras espaldas, una cantera profunda donde los camiones, que a esa distancia parecían pequeños, socavaban la tierra morena interminablemente. Mirábamos el sol que salía frente a nosotros y descendíamos antes de que el cuerpo se nos enfriara. Cuando subíamos allí, la sensación de plenitud no se imprimía en los sentidos, ni florecían pensamientos sublimes. Nos hallábamos en ese estado que sugiere Tomás González en uno de sus poemas: “No había dolor ni compasión ni miedo; no había paz ni falta de paz; aún no había amor ni falta de amor; nunca, tal vez, habrá sabiduría”. Lo único que siempre había era hambre, porque subíamos en ayunas, tal vez comprometidos con ese mito según el cual el ejercicio en ayunas es más saludable. Al descender, desayunábamos con ganas, tomábamos chocolate, preparábamos huevos pericos humeantes y picábamos trozos grandes de piña, que licuábamos con hojitas de hierbabuena. Yudi se fue a Ecuador hace un par de años y la recuerdo con el agradecimiento y la admiración de los grandes amigos. Me quedé solo con Las tres cruces. Cada mañana, cuando abro los ojos, veo que Dios puso de su parte con un amanecer maravilloso; que en mi armario me espera la chaqueta gris Fila chiviada, esa que me place ver porque cuando me la ponía mi cuerpo se ensanchaba, se preparaba para las ráfagas aturdidoras de aire frío que me topaba desde que salía de la casa. Pandora me espera en el patio estirando las patas y moviendo la cola. Intenté ir a la montaña solo, pero no es lo mismo: faltan las palabras, el impulso anímico que ofrece la compañía, hace falta ver a otro sudando, respirando fuerte, acalorado, indeciso entre quitarse la chaqueta, porque el sol ya se asoma, o mantenerla puesta, para protegerse del viento escandaloso que sopla y sopla.

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oy regreso a Las tres cruces. José, mi papá, me acompaña. Es domingo y el cielo está arropado con nubes púrpura. Al pie de la cuesta, me pregunta: -¿Esa es la montaña que usted sube? Tengo puestas las mismas botas negras, la chaqueta gris, un bastón de trekking y un buff verde. En los bolsillos guardo el collar de Pandora y papel higiénico para limpiarme la nariz. Mi papá tiene un par de zapatos de cuero y un jean negro. Hay más basura que antes y parece que una familia está viviendo en las faldas de la montaña. Mientras subimos, él se queda atrás, camina despacio, entonces disminuyo el ritmo de la caminata. Sé que mi papá está cansado, puedo escuchar cómo respira por la boca. También sé que si le pregunto cómo se encuentra, me va a decir que bien, mientras mira el suelo. A ratos, se detiene a observar el paisaje que vamos ganando y, en cada parada, además de mirar aprovecha para respirar hondo. Le alcanzo el bastón para que suba más fácil, pero me lo devuelve unos pasos más adelante. A mitad de camino, me pregunta de nuevo: -¿Y siempre subieron hasta arriba?-, le digo que sí y, resignado, me sigue el paso. Al llegar a la cima, mi papá respira profundo, golpea con sus dedos una de las cruces que le devuelve su eco profundo. Miramos la cantera, las otras montañas y la Ciudad. Intentamos ubicar nuestra casa con el dedo. Caminamos sobre el espinazo de la montaña hasta la torre de energía, que se encuentra a nuestra izquierda. Descendemos entre las ramas carbonizadas por el último incendio que devoró este lado del cerro. El único que se mantiene en pie es el antipático retamo espinoso. De regreso a la casa, nos encontramos con unos amigos de mi papá. Los saluda orgulloso y después les dice:

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-Venimos de caminar por Las tres cruces.


Con la muerte en las espuelas

Por: Leidy Johanna DĂ­az Ramos

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Van llegando los valientes con su gallo copetón y lo traen bajo del brazo al sonar de la partida pa’ jugarse hasta la vida con la fe en un espolón. Pelea de gallos / Antonio Aguilar

09:00 PM

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scar juega su primer gallo por un millón de pesos y tiene otros veintinueve ejemplares enjaulados, listos para salir al ruedo. He esperado toda la noche la pelea de mayor valor para hacer mi apuesta, así que le pregunto a los galleros que me acompañan, en torno al redondel, por el nombre y las bondades del animal. Me dicen que es un NN que pertenece a Oscar, el hombre que esta noche es responsable del desafío en El Marañón, una gallera en la vereda Chiguaza de Usme. Como no tengo una característica particular para confiar en mi gallo, me resigno. Le entrego $20.000 al gallero y espero el inicio de la contienda. El animal al que apuesto es un colorado de tres libras de peso y diez meses de edad que, minutos atrás, fue puesto en una balanza y ofrecido a pelea a un contrincante de iguales condiciones físicas. Un hombre joven, moreno y de ojos verdes, que lleva bajo el brazo un colorado del mismo peso y edad, es quien casa la riña con Oscar. Casar dicen los galleros cuando llegan al acuerdo de jugar su gallo contra otro y definen el monto de la apuesta, que en esta localidad va desde los doscientos mil hasta el millón de pesos, pero que en galleras como la San Miguel, en el centro de Bogotá, sube hasta los diez millones. Ahora, los rivales entregan el dinero y los animales a los jueces. Mi gallo tiene una cinta de color rojo atada en la patapiojo en la que se acomoda la espuela; el otro tiene cinta color azul, eso quiere decir que los gallos ya están calzados y listos para atacar. El juez, petiso y canoso, pasa un limón por los espolones de carey para eliminar cualquier sustancia extraña que puedan tener, activa en doce minutos

el reloj electrónico que cuelga en el centro del ruedo, duración máxima de la pelea si es que antes no hay un gallo vencedor, suelta los gallos, se recuesta al lado de la valla y sigue atento la contienda. Los colorados se miran como dos boxeadores, se acercan poco a poco, se rozan los pescuezos, hacen fintas y, finalmente, empiezan a darse picotazos en la cabeza. Saltan sobre el espinazo del enemigo para clavar su espolón. Oscar mira a su gallo que da golpes contundentes, mientras la gente alrededor grita: - ¡Hágale gallito! ¡Hágale gallito! Yo tengo ansiedad de triunfo, como el gallero principal, y apoyo silenciosamente al emplumado de patas rojas. El reloj marca seis minutos diez segundos, la pelea va por la mitad y siento que vamos ganando. El público se levanta y se oyen los gritos en todos los rincones del palenque: - ¡Vamos, papito! ¡Eso es gallo! - ¡Levántese gallo, usted puede, dele en la jeta! - ¡Otra vez papá! - ¡Eso gallito! ¡Lesiónelo! ¡Dele! - ¡Otra vez, jódelo gallito! Como no soy apostadora de gallos, ni experta en el tema, desconozco cuál es el animalito que va perdiendo. Además, como es mi primera visita a una gallera, no entiendo mucho lo que pasa fuera del círculo naranja del ruedo. Esperaba que el dueño llamara al gallo por su nombre, pero pronto me doy cuenta que ninguno de estos galleros bautiza a sus ejemplares y, entonces, el primer difícil descubrimiento es que estos animalitos bravíos son unos sin nombre, que mueren sin identidad, ni gloria, ni pena.

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00:00

L

a curiosidad por las peleas me nació de ver todos los días a una treintena de gallitos tomando el sol en un parque frente a mi casa. Los animales, separados entre ellos a una distancia de unos tres metros, se amarran a unas estacas clavadas en la tierra y allí permanecen por lo menos cuatro horas diarias. Los cuidan Oscar, su esposa, sus hijos o un amigo, quienes están pendientes de que no se suelten, no peleen, nadie se los lleve, pasteen, estiren las patas y entrenen un poco para liberarse del encierro de las jaulas. Me acerqué al cuidador para preguntarle más sobre el entrenamiento que realizaba con un par de gallos. Él es un hombre de tez morena, dos entradas de calvicie, cachetes grandes, bigote poco tupido y una cicatriz no muy visible, que le atraviesa en diagonal el lado derecho de la cara. Tiene el aspecto de un hombre tranquilo, bonachón, parrandero y jugador, con un modo de caminar pausado y una sonrisa amable. En su casa, viste de ruana sin camisa debajo, pantaloneta y chanclas. Me invitó a que volviera otro día a ver las jaulas y, también, al desafío gallístico que estaba preparando para un domingo de febrero en Usme Pueblo. 06:00 PM

E

l domingo señalado, Einer, el hijo de Oscar, me recoge en mi casa. Me dice que la gallera queda a cinco minutos del parque central de Usme. Me subo a la moto. El aire empieza a correr frío. En el camino, vamos dejando atrás las casas de Monteblanco, la estación de Policía y el parque Cantarrana. Ya se empiezan a ver las montañas verdes, las vacas que rumian tranquilas y algunos campesinos, con ruanas y botas pantaneras. Aspiro profundo hasta sentir el olor del pasto y de la tierra húmeda, mientras pienso en el largo viaje. Einer me cuenta que a su novia también le gustan los gallos y que se conocieron en la gallera de El Destino. Debe ser una coincidencia. Por pura curiosidad, cuando nos detenemos un momento en el pueblo, le pregunto a una señora si conoce la gallera. Me contesta asombrada: -¡¿Aquí hay gallera?! Otro campesino, apostador quizá, me indica el camino para llegar al Club Gallístico El Marañón, que según me cuenta pertenece a don Manuel Álvarez.

ubicar entre la multitud a Oscar. Está con Millán, su esposa, en la caseta del aviso “Calzadores de gallos”, la de la mitad. Viste una chaqueta negra, camisa blanca, jeans y botas Brahma. Lleva un bolso pequeño terciado y recibe el dinero que uno de los hombres le entrega. Me saluda amablemente. - ¿Va a tomarse una cerveza?-, me pregunta. Yo afirmo con la cabeza y me traen una póker. - A las cinco y media se jugaron los primeros gallos-, me dice y me deja allí sola, mientras entra a la gallera. Mi madre me dijo, antes de salir, que las galleras son peligrosas y yo me puse unas botas rudas, que por suerte no fueron necesarias. Me detengo a detallar el lugar. La primera caseta corresponde a la zona de baile, allí hay más bullicio y se oye la música del Joe Arroyo. Hay hileras de cajas de cerveza, mesas y sillas rímax amarillas, distribuidas a los lados de la pista de baile. El piso está afinado con cemento. Algunas parejas bailan. Las mujeres están sentadas hablando y los niños corren por el lugar. Einer programa la música en el computador y ya se ven algunos hombres borrachos. En la segunda caseta, hay una hilera de jaulas azules en las que se guardan los gallos y que cubren todo el fondo. También, hay una zona de pesa y alquiler de espuelas. En este espacio se concentran los apostadores y se casan las apuestas, después de pesar los animales. Los jugadores, campesinos de Usme o habitantes de Santa Librada, se reúnen alrededor de la balanza, un peso típico de mercado, donde pesan sus gallos y les encuentran un rival de pelea. Cada tanto se escuchan conversaciones en que se negocia un duelo: - ¿Le echamos un millón a este? - ¡Listo, hagámosle! Allí se calzan los gallos según el tamaño de la pata o el número que el gallero acostumbra a usar, de 47 a 50. También se alquilan las espuelas, a diez mil pesos cada par, marcadas previamente con el nombre de la gallera, con lo que se garantiza la transparencia del juego. Todas las espuelas proceden del mismo lugar y esto evita que se les aplique cualquier sustancia extraña.

Un letrero grande, de color verde y letras doradas, me revela que hemos llegado. La moto gira a la derecha para entrar en un parqueadero que tiene tres casetas de madera, con tejas de zinc y una luz tenue de bombillos amarillos de sesenta vatios.

La gallera es una caseta de cuatro metros de altura por seis de ancho, forrada en plástico, con tejas del mismo material y una puerta pequeña. Dos mujeres, jóvenes y enruanadas, controlan el ingreso. Cobran a diez mil pesos la entrada para las gradas generales y el doble para la zona VIP frente al ruedo.

Nos acercamos a la entrada y empiezo a escuchar la música de Pastor López. Me bajo de la moto e intento

Yo me ubico frente al círculo naranja de la pelea, en una silla rímax amarilla, mientras la mayoría de personas

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WORLD’S CHAMPION

Peso Gallo se ubican en los tablones de madera que conforman el público general. Los tablones son peligrosos y bajar de ellos es una aventura para equilibristas. - Déme la mano que estoy borracho-, me dice un hombre que baja las gradas. Dos ancianos conversan sobre el maderamen, un hombre duerme y una señora toma caldo. Las plumas flotan en el espacio, mientras una mujer de bufanda rosada no deja de gritar: - ¡Vamos colorado! ¡Vamos colorado! Hay alrededor de cincuenta personas, la mayoría parados junto a la cerca que separa el área general y la VIP. El público grita cuando se termina una pelea: - ¡Ganamos, ganamos! Como fondo musical suena la canción Tabaco y ron. Salgo de la gallera y me detengo en la zona de los cazadores de apuestas. A mi lado hay dos hombres acordando una pelea. Cada uno pesa su gallo en la balanza. El primero pesa tres libras, el segundo, un poco menos. - Vamos a una onza, dice el dueño del gallo más pesado.

El otro, después de un momento de indecisión, acepta. Su gallo va a ser jugado contra un adversario una onza más pesado. Aceptar la diferencia es aceptar la desventaja en el juego. No hay hombres armados, ni peleas. Millán se acerca, me trae una copa de aguardiente. Me cuenta que en la gallera La Esmeralda en Santa Librada o en la Hueso de marrano, en la Primera de mayo, requisan a los galleros antes de entrar. En Alfonso López, Monteblanco y Comuneros no pasa eso. Además, me dice que el único día en que no trabajan las galleras de Usme es el martes, el resto de semana hay riña segura. Oscar se mueve de un lado a otro, saluda a los amigos, se escabulle entre los que bailan y casan apuestas. Para él es un día de trabajo. El alquiler de la gallera le costó cuatrocientos mil pesos. Cada domingo alguien la toma para un desafío. Mi amigo va a recuperar la inversión.

El jugador

O

scar es gallero desde hace treinta años. Lo suyo es una herencia familiar. Su padre trabajó para la gallera de San Antonio, un pueblo en el Tolima. En la finca donde creció, estuvo rodeado de esos animalitos.


Sus tíos tenían criaderos y le enseñaron todo sobre el oficio. Lo primero que aprendió fue a alimentar los pollos, dándoles maíz y sobras de comida en la mañana y en la tarde. Al cabo de un año jugó su primer animal, al que había bautizado con un nombre que ya no recuerda. En esa pelea perdió a su gallo y sintió tanta tristeza que huyó del ruedo para no llorar en público.

Un millón de pesos sin duda significa una gran pérdida para los derrotados. Yo, que he apostado solo veinte mil del cace total, tampoco quiero perder mi dinero; al contrario, me emociona pensar que puedo tener el billete duplicado. El público sigue frenético. Hay algarabía y gente con el puño arriba que grita: ¡Dele gallo!

En su finca del Tolima todavía nacen sus gallos, de un cruce entre un gallo de pelea y una gallina fina. Él los alimenta, les aplica vacunas, los cría en manada hasta los siete meses. A esa edad los trae para la casa que tiene en Bogotá, los aparta para que no se maten entre ellos y empieza la fase del entrenamiento, que consiste en una serie de ejercicios leves que mantienen al gallo en forma.

El animal de la cinta azul salta encima del mío y le clava la espuela en el costado derecho. Este pierde el equilibrio, cae sobre el tapete color arena que cubre el piso y que ahora se pinta de rojo. El gallo herido da dos vueltas sobre su cuerpo, no logra levantarse, aunque lo intenta. El juez pone a correr el reloj, el público se sienta. - Fue un pechugazo-, dicen.

Oscar considera que su negocio es rentable. Cada tres o cuatro días lleva sus gallos al ruedo. De cada pelea ganada, le queda el 20% de la apuesta, si alquila los animales a un tercero, y el 80% cuando es el principal apostador. En promedio, sus ingresos semanales son de 600.000 pesos. Juega más de cien gallos al año.

Alguien me aclara que con este golpe el gallo se desequilibra y ya no vuelve a levantarse. A mi lado un hombre le dice al otro: - Tome sus veinte mil-, y le arroja un billete. Mientras tanto, veo que Oscar resignado le entrega un millón de pesos al juez. Su rival agita los brazos en señal de victoria. En ese millón van veinte mil pesos míos.

Los gallos que tiene en casa se distinguen por el color: el jaibao, el colorao, el pinto, el gallinero, el jiro. Están puestos en jaulas cuadradas, de cincuenta centímetros de ancho.

- Cuando uno está de buenas está de buenas-, dicen en el público. A lo mejor tienen razón.

Millán también se crio en una familia de galleros, por lo que entiende de gallos y le gustan. La pareja nunca ha tenido problemas por su trabajo.

Oscar sale tranquilo del ruedo y sigue en lo que estaba antes, en la zona de calzadores, pesando los gallos, recibiendo el dinero del trago, supervisando el negocio.

09:30 PM

E

l gallo del millón de pesos sigue peleando por su vida. El juez pone un reloj electrónico de color verde al lado del gallo caído y marca un minuto. El animal se levanta al segundo 37, así que el combate continúa. De los doce minutos reglamentarios, todavía quedan cuatro. La gente en las graderías sigue casando apuestas: - ¡Voy veinte a veinticinco!-, grita alguien. - ¡Apuesto cuarenta a cincuenta!-, vocifera otro. Eso último quiere decir que el apostador paga cuarenta mil si pierde o recibe cincuenta mil si gana. Esta es la apuesta más alta de la noche. El público en la gallera se agita. Afuera, otras cuarenta personas siguen bailando y tomando. Los jugadores le hacen barra a su correspondiente gallo. A mi lado, gritan, saltan y, a cada rato, me piden perdón por los pisotones. Yo, que todavía no entiendo cuál de los dos gallos colorados está perdiendo, me animo al ver a mis acompañantes entusiastas cuando el animalito se levanta y sigue luchando. Entiendo que el gallo que acaba de levantarse es el mío.

12:00

H

e visto morir un gallo y no dejo de experimentar un sentimiento desconocido que me hace llorar como si se me hubiese muerto alguien. Esa imagen del animalito caído, en sus últimos estertores, luchando por levantarse, cayéndose hacia un lado, girando sobre el tapete, sangrando por un costado, derrotado valientemente, es tan fuerte que no la saco de mi cabeza. Ahora, cuando algo me duele mucho pienso en ese gallo agonizante y sufro un poco la muerte, después me levanto, como querría hacerlo él. En estos días, pienso en el juego como una puesta en escena, una obra de teatro, una sublimación de la muerte, una extensión de nuestras manos. La catarsis que permite la vida.

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La metamorfosis de un escarabajo urbano Por: Luis Gabriel RodrĂ­guez


E

s viernes, son las cinco de la tarde y el calor es calcinante. Suelo repetirme antes de cada recorrido que me gusta esto y no lo cambiaría por nada. Hoy no es la excepción. A pesar de mi fatiga, llevo a cabo mi ritual, realizo un ligero inventario de mis cosas, inhalo profundo y tomo rumbo. Mi punto de partida es la Universidad Nacional y tengo como destino un barrio de Usme llamado La Marichuela. Debo recorrer los mismos 17.94 kilómetros que ya transito por partida doble los semestres en que asisto a clase toda la semana. No acabo de emprender mi viaje cuando me surge una pregunta frecuente: ¿qué me motiva a hacer este recorrido? Puesto que no sé cómo responder, trato de olvidar la pregunta. Pero no solo eso. Procuro olvidar también todo aquello que podría agriar mi naciente itinerario: el cansancio amontonado de la semana, los casi 18 kilómetros en horizontal que me esperan, los 138 metros de ascenso, la congestión de la hora pico y la posibilidad de un accidente. Al final, lo único que me queda, es concentrarme en mi viaje y en el paisaje urbano que develo a medida que avanzo. Eso, y mucho cuidado, es todo lo que necesito para dar comienzo a uno de los 450.000 viajes que se hacen en bicicleta diariamente en la capital colombiana.

Los huevos y la eclosión

Y

o había tenido una adolescencia lúcida en términos académicos. Sin embargo, para el 2007 renuncié a estudiar una carrera profesional que no me satisfacía e ingresé a un pregrado menos glamuroso, pero más apasionante. Cuando mis padres se enteraron, habiéndome ya matriculado en el nuevo programa, armaron un alboroto colosal. Al final, tal como lo sospeché, la cuestión concluyó con el cierre del grifo financiero que para asuntos escolares siempre había estado abierto. Digamos que mi picardía pagó su precio y la financiación de mis primeros semestres no fue sencilla en lo absoluto. Tenía que conseguir dinero para la matrícula, las copias, el bus y hasta para malgastar. Como estudiaba de día, no tenía tiempo para trabajar; pero si trabajaba, no tenía ya tiempo, disposición, ni concentración, para estudiar. Abrumado por este dilema fue como se pusieron y encubaron los huevos.

Con el tiempo, desistí de la idea de poseer dinero para malgastar. Renuncié a un trabajo que tenía y con oficios esporádicos cultivé el arte de financiar mi educación de manera austera. Evadí buena parte del gasto de las copias aprendiendo el complejo funcionamiento de la biblioteca universitaria y de los recursos bibliográficos que pululan por Internet. Pero eso, aunque resultó ser un excelente auxilio, no pudo resolver mi problema económico. Muchas veces tuve que poner mis prioridades en la balanza: las copias o los buses. Torturado por estos escollos logísticos, dejé pasar varios semestres hasta que un buen amigo me sugirió conseguir una bicicleta y ahorrarme así el dinero de los buses. La idea no era precisamente novedosa, de hecho yo mismo la había contemplado en varias ocasiones. No obstante, la rechazaba porque no podía olvidar cuando, siendo un infante, iba casualmente a la ciclovía. Al comienzo no hay sino regocijo. Bajas a gran velocidad desde la localidad de Usme por toda la Boyacá y en menos de veinte minutos estás en lo que es propiamente Bogotá: un terreno tan plano que, si no fuera por algunos desniveles, el impulso inicial bastaría para atravesar la ciudad entera. La desazón y el arrepentimiento se manifiestan cuando decides volver. Solo hasta que superas lo llano y alcanzas eso que hace algunas horas fue un jovial descenso, es que recuerdas el pagamento que le debes a la montaña. Una deuda que se debe reintegrar con la moneda del cansancio. Cuando le conté al conocido mis tristes anécdotas no hizo más que bufonearse. Después de la mofa, empero, tenía una actitud más serena y con un aire bastante grandilocuente me ofreció algunos consejos. Me dijo que mi temor no era infundado, que nadie nace aprendido en los rudimentos del ciclismo y que al comienzo es bastante duro. Me dijo también que eso no representaba ningún problema. Según él, con el tiempo uno se acostumbra y si bien nunca considera fácil la empresa, sí aprende a habérselas mejor con ella. Por último, me ofreció su vieja bicicleta que ya no usaba. Tras mucho pensarlo, tomé la decisión que hizo eclosionar los huevos encubados desde varios semestres atrás. Le pedí prestada la bici y me juré no faltar a clases por culpa de los impases económicos. Ya todo mi dinero, el poco que conseguía, serviría solo para hacerme a las copias que necesitaba.

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El estado larval

E

l tramo inicial de mi recorrido me lleva desde la Universidad Nacional hasta la quebrada Chiguaza, que colinda con la cárcel La Picota y es el límite natural de Usme por la Avenida Caracas. La distancia recorrida oscila, dependiendo de la ruta que elija, entre los 11.5 y los 12.3 kilómetros. Normalmente, gasto entre 30 y 50 minutos en este trecho. El tramo es llano y relativamente fácil. Su dificultad depende, más que de las condiciones del terreno, de la hora del día y de la congestión de la avenida. Mis opciones, por lo general, contemplan tres posibilidades. La primera es ir por la Calle 26 y conectar con la Avenida Caracas en un recorrido de 12.3 kilómetros que atraviesa el centro de la Ciudad. La segunda es un tramo de 11.7 kilómetros que se cruza primero por la Calle 26 y luego por la Cra. 30, la única autopista medianamente decente de Bogotá. Y la tercera es un viaje de 11.5 kilómetros por la Carrera 50 y otras vías alternas. Desistí de la primera opción hace algún tiempo porque es la más demorada. El primer inconveniente es que por esa ruta cada dos bloques hay un semáforo. El segundo, esas avenidas permanecen atiborradas de carros, motos y bicicletas, lo que las hace particularmente intransitables en horas pico. La tercera molestia es que toda la Caracas está atestada de desagües ubicados a la derecha de la vía. Las alcantarillas que no están destapadas se hallan varios centímetros a desnivel del asfalto. Son pocas las que parecen transitables sobre una bicicleta. Añadamos que, según la Ley, los ciclistas estamos obligados a transitar a la derecha y máximo a un metro de distancia del andén. ¡Justo el espacio donde florecen estas trampas que podrían costarnos desde una raspadura hasta algunos huesos! La segunda opción es agobiante tanto para el ciclista como para su caballito de acero. A lo largo de la Carrera 30 hay cicloruta, pero esta es un dolor de cabeza. Dado que se sitúa en la acera peatonal, cada vez que alcances una calle tendrás, montado en tu cicla, que bajar el andén, cruzar la calle y subir al siguiente. Esto sugiere que si tomas la calzada te arriesgas a una multa de cuatro salarios mínimos diarios por no usar tu carril nativo y a otra del mismo valor por abalanzarte sobre una vía arterial. Pero, además de los descalabros económicos,

están los peligros propios de una autopista: automóviles que viajan a unos treinta kilómetros por hora y para los cuales solo eres un obstáculo andante. Mi decisión de hoy se decanta por la tercera posibilidad. Atravieso Corferias, uno de los salones de eventos más grandes del país; me dirijo hacia la Zona Industrial, donde pululan fábricas, ventas informales y contrabando; circulo un laberinto urbano compuesto de avenidas destartaladas y llego, por fin, al límite entre Usme y Tunjuelito: la quebrada Chiguaza. Esta ruta es relativamente amplia, rápida, segura y tiene menos vehículos que las otras dos. El único problema que se me ocurre, un factor común de la movilidad bogotana, es que el aire no se respira, se come. Los exostos de los vehículos expelen un gas oscuro tan denso que no cabe por tus fosas nasales, se cuela con fuerza en tu boca y te deja un sabor a hollín que te atragantará, te aturdirá y te acompañará por el resto del camino. La Secretaría de Movilidad estima que, en promedio, los capitalinos en cada viaje recorren 7 kilómetros en bicicleta, demoran 25 minutos y se mueven a una velocidad de 17 kilómetros por hora. No dejo de pensar en ello mientras pedaleo, o mejor dicho, no desisto de mi anhelo por creerlo. Esta distancia y este tiempo son poco menos de la mitad de los que debo superar diariamente para ir desde la universidad hasta mi hogar. Son las seis menos veinte. Me siento radiante. He disfrutado de un viaje relajado y fresco, pues con el sol

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también cae la temperatura. Dado que el camino hasta aquí es en su mayoría plano, creo ingenuamente que mis capacidades físicas están intactas. El verdadero reto, Usme, se encargará de mostrar cuán equivocado estoy. Cuando alcancé el estado larval, es decir, cuando adquirí mi flamante bicicleta nueva, estaba francamente entusiasmado. Tenía marco y ruedas grandes, guardafangos ostentosos, frenos de varilla rígidos y le hubiera quedado bien una parrilla y hasta una canasta. Esos tipos de ciclas fueron concebidas para moverse a través de las ciudades. Pero, se crearon pensando en metrópolis lisas y Bogotá, por lo que a mí concierne, no resultó ser así. En la Ciudad me desenvolvía con facilidad. Fluía por el tráfico y las ciclorutas con tal soltura que creía haber encontrado mi estado de naturaleza. Cuando volvía a Usme y me enfrentaba con las lomas que se atravesaban en mi camino comprendía que el ciclismo no necesariamente era lo mío. Mientras subes cualquier cosa que sea un peso muerto sobra. Empecé a considerar entonces que los guardafangos eran unas latas inservibles y que los frenos de varilla, el marco y las ruedas, eran unos trastos desmesuradamente pesados, cuya única función consistía en anclarme a la colina. Con el tiempo, conseguí algo de dinero y compré unos frenos de cable y un manillar caído, de esos que tienen las bicicletas de carreras. Bajé los guardafangos, cambié los frenos y el manubrio e, incluso, pinté

la bici. No hay como la seguridad que produce la ignorancia. Yo, que me sentía satisfecho con mi trabajo, salía regularmente con el monstruo que había creado. Era horrible. Claramente, el marco y el manillar no eran el uno para el otro. El marco, demasiado largo, me obligaba a estirar los brazos más de lo requerido, mientras, el manubrio, exageradamente caído, me hacía agachar hasta casi acostarme. El resultado no fue diferente al augurable. Cada vez que salía con la cicla terminaba con un dolor de cuello y espalda tan crueles que resultaba impedido para usarla al día siguiente. Ese marco, esas ruedas y ese manillar no debían ir juntos. Así fue como alcancé los saberes propedéuticos de mi nueva carrera ciclística y debo decir que fui un desastre. Nunca con esa bicicleta pude superar la subida que se yergue por la Caracas a partir del barrio La Aurora. Llegaba tan cansado de la lomita que bordea el Portal de Usme que ni me atrevía a continuar sobre dos ruedas. Simplemente me bajaba y caminaba orgulloso de haber podido arribar hasta allí desde la universidad. No me atrevía tampoco a usar la cicla todos los días porque el cansancio y los dolores de espalda y cuello, en realidad eran soberbios. A veces, iba donde mi novia, que vive en la llanura bogotana, y dejaba la bici allá por varios días, mientras me armaba nuevamente de valor. Aunque no económicos se leve mejoría me conseguirme mi

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rodaba a diario, mis problemas disiparon considerablemente. Esta permitió soñar con la posibilidad de propia bicicleta. El problema era que


necesitaba algo económico y mis opciones eran tan escasas que me hallé en una encrucijada de dimensiones éticas: usada o robada. Tras mucho pensarlo decidí adquirir una bici honradamente. Por $120.000, de los que tuve que pedir prestados $40.000, conseguí una semicarreras, con unas ruedas delgadas y un marco de acero tan liviano que, comparada con el peso de la que ya poseía, rayaba en lo irreal. La llevé a casa y en el laboratorio en que había creado el monstruo anterior, di a luz a una nueva cicla. Bueno, no. En realidad solo cambié el manillar que traía por el que había comprado anteriormente. Me gustaba así, era el minimalismo hecho bicicleta: un marco, unas ruedas, un manubrio, los piñones y ya está. Nada de frenos, nada de cambios y, por supuesto, nada de peso innecesario. Tenía todo lo que quería. Estaba eufórico y me prometí, esta vez en serio, no volver a ausentarme de clases por falta de dinero o por físico cansancio. No era solo un asunto económico, la situación se tornó en una cuestión de honor que me exigió una metamorfosis contundente.

La Pupa

S

on las seis en punto y circulo por la Avenida Caracas. Este tramo de 3.62 kilómetros comienza frente a la cárcel La Picota y acaba justo en la avenida principal del barrio La Aurora. Mis músculos me recuerdan lo cansado que estoy. No dejo de preguntarme qué me obliga a continuar con el itinerario. Este trayecto puede alcanzar, en sus 47 metros de ascenso, una inclinación máxima de tres grados. ¡Yo sé, casi nada! No obstante, es lo suficientemente empinado como para aumentar tus pulsaciones cardiacas, tu temperatura corporal, el ácido láctico en tus músculos y hacerte transpirar. En general, tiene lo poco que se necesita para dejarte mamado. El camino que circulo es apenas el abrebocas, el calentamiento para el ascenso real. Cuando arribe a La Aurora tendré dos opciones diferentes de subida: la Caracas o la Boyacá. Quien desconozca Usme no creería que estas dos avenidas, que en Bogotá se separan hasta unos sesenta bloques, por estos lares incluso se cruzan. Esto, que para mí ya no ofrece ninguna novedad, resulta ventajoso, porque ambas avenidas me conducen igualmente a mi destino: hogar, dulce hogar. La Caracas tiene a su favor que es una subida corta. Son solo 1520 metros, pero los primeros 820, que llegan hasta Santa Librada, son putamente empinados. El problema no es la vía, soy yo. Dado mi desaliento, esa cuesta se me antoja vertical: un acantilado inclemente que para escalarlo no requiere equipo de ciclismo, sino de alpinismo.

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La segunda vía, en comparación con la primera, no es una pendiente tan abismal. En sus 2650 metros, casi todo el trayecto goza de las mismas condiciones y, una vez que te adaptas, no hay sobreesfuerzos. El único problema es la extensión relativa. Digo «relativa» porque esa subida, con este agobio, parece inacabable. El cansancio es tanto que te sientes como Sísifo condenado a una tarea absurda por infinita, solo que tu castigo eterno no es empujar una roca hacia una cima para verla rodar de nuevo, sino subir indefinidamente a un monte que carece de cumbre. No sé qué camino seguir y para ser sincero empiezo a considerar plausible una tercera opción: bajarme de la bicicleta y caminar. La adquisición de una nueva bicicleta ocasionó en mí una metamorfosis fecunda. Lo primero que evolucionó fue mi dotación. Pasé de tener una bici a poseer todo una pila de accesorios imprescindibles para el ciclista de ciudad: la bomba de aire, el kit de despinche, las herramientas de mecánica, las luces y los reflectivos, la cadena de seguridad, los guantes, el casco, la chaqueta cortavientos y el impermeable. Y con el equipo agregado viene el peso adicional. A la maleta con útiles escolares y almuerzo hay que añadirle ese kilogramo de instrumental deportivo. Lo segundo que cambié rotundamente fue la forma de usar y entender la bicicleta. El piñón fijo significa eficiencia en el pedaleo y esto al final se traduce en velocidad, mucha velocidad. La carencia de frenos y lo engorroso de su mecanismo aparejaban una responsabilidad: prudencia. Estos dos factores pronto se aunaron para concebir un sticker que adherido al marco funcionaba como una premonición de lo que podría pasar si no era un ciclista precavido: Ride Fast Die Young. El último paso necesario para una metamorfosis completa fue la práctica constante del ciclismo urbano. La primera vez que subí la cuesta que se erige por la Caracas frente al barrio La Aurora fue un día en que la Universidad Nacional se encontraba en paro. Como no había salido en toda la semana me sentía henchido de endorfinas y centelleante de ánimos. Aproveché que debía ir al Éxito de Altavista y salí decidido a ganarme mi primer premio de montaña. Yo había aprendido los rudimentos del frenado que exigía la naturaleza de mi extraña bicicleta, pero, cuando llegaba a descensos como la bajada que debía enfrentar, no era capaz de ejercer la fuerza suficiente sobre el pedal y tenía que atravesarle el pie a la rueda. La fricción entre la suela del zapato y la goma del neumático bastaba para detenerme en seco.


Ese día cayó una llovizna que empapó el asfalto, convirtiéndole en un gigante y resbaloso tobogán de automóviles. Las ruedas y mis zapatos terminaron tan húmedos que no lograron la fricción necesaria para detenerme o disminuir la velocidad que iba ganando. Bajé por la Caracas a una aceleración que aumentaba proporcionalmente a mi temor de un accidente y al chorro de gritos que iba soltando. Esquivé taxis, buses y un furgón que, afortunadamente, dejaron el espacio suficiente para que yo me deslizase. Al final llegué sano, salvo y aterrado a un tramo llano donde pude frenar. Estaba intacto y, excepto por un zapato perdido, podía contar el cuento. Ride Fast Die Young pasó de ser una mera advertencia a convertirse en un sacramento. La subida de regreso fue tortuosa, pero no imposible. Ese día es inolvidable para mí porque fue cuando nacieron varios hábitos de ascenso que marcarían mi transformación. Primero tomé la decisión de no retirar mis ojos del suelo. No era capaz de mirar hacia adelante porque flaqueaba cuando veía todo el trayecto que aún me faltaba recorrer. Ahora trato de evitar esta costumbre porque, aunque fue utilísima, se tornó problemática desde que me volvió distraído. Tanto me concentraba mirando el piso y olvidando el mundo que, en alguna ocasión, no vi una volqueta detenida adelante. Cuando estuvo en mi campo visual el tiempo de reacción fue tan pero tan breve que solo atiné a cerrar los ojos para recibir el golpe. ¡Y qué porrazo! Mi segundo hábito fue una especie de autoayuda. Para darme ánimos no dejé de recordar la perseverancia y el coraje de muchos de mis héroes de infancia. Mientras que, el último hábito, subsidiario del anterior, fue hacer del ciclismo una cuestión de honor. A partir de ese día ya no era una simple cuesta lo que se alzaba frente de mí, era una ofensa contra mi disciplina que exigía avasallar la colina y moldearla al calor del pedaleo. Estaba listo. Y aunque el asunto se tornó tan serio que todavía siento mi orgullo mancillado cuando no puedo dominar una cima, debo decir que he cumplido el objetivo de no faltar a clase por razones económicas. Salí por fin de la crisálida y me convertí en un escarabajo urbano.

El Escarabajo

A

estas alturas, lo último que quiero saber es la hora exacta. Evalué mis condiciones y concluí que la pared de la Caracas era insuperable. Tomé la Boyacá y aquí estoy. Por el occidente hay un amplio espacio sin urbanizar desde el cual se puede divisar el relleno sanitario Doña Juana. Yo no quiero hacerlo, eso no llama mi atención, nada llama mi atención.

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El aire que aspiro no basta. Tengo que abrir la boca y jadear como si después de cada bocanada no hubiese más. Dicen que si uno respira de esa manera se cansa más rápido. La verdad es que no puedo hacer nada, estoy al tope. Me es imposible respirar de otra forma, renunciar a este dolor de muslos o agotarme más. Casi no puedo ni meditar: el jadeo, el esfuerzo y el agotamiento se apropian de toda mi concentración. La única pregunta que no se ha desvanecido con el cansancio es ¿qué me obliga a este suplicio todos los días? Según cifras oficiales el uso de bicicleta es más frecuente en los estratos 1, 2 y 3, mientras que solo el 1% de los capitalinos pertenecientes a los estratos 4, 5 y 6, la utilizan. Quizá ahí está la clave para responder a mi pregunta, quizá hasta ahora soy consciente de lo evidente. Para quien vive en lo plano es sencillo justificar el uso de la bici con argumentos como la necesidad, el gusto, la salud, la rapidez y hasta el servicio que se le presta al medio ambiente. En la llanura uno no se agota tanto, no sortea inclinaciones tan abruptas y cuenta, además, con una red vial creada solo para bicicletas. Si se vive en una zona montañosa como Usme, la historia es otra. Uno, si pudiera, no elegiría jornadas tan agotadoras. En cuanto al medio ambiente, es preferible viajar en buses, que contaminan, pero que no fatigan. Y de la rapidez ni hablar. A excepción de algunas rutas, el transporte motorizado es mucho más veloz. Estoy a pocos metros de acabar mi recorrido, me relajo un poco para repasar mis penas y glorias. Entre mis triunfos cuento que desde que me convertí en un escarabajo urbano, no he dejado de utilizar la bicicleta como transporte. He recorrido buena parte de la capital y de las poblaciones cercanas. Pero más allá de eso, mi verdadero orgullo es que pocas veces me he bajado para caminar. Mi mayor pena es el honor herido por la realidad. El escarabajo urbano a fin de cuentas no es más que un híbrido entre lo peatonal y lo vehicular. Es una combinación de dos mundos, sin ser de ninguno. El ciclista no es un peatón porque tiene ruedas y en la acera es un peligro para las personas de a pie, pero, tampoco es un vehículo porque no cuenta como tráfico y su derecho a la vía está marginado al costado derecho. El ciclista urbano no pasa de ser un insecto despreciable que habita en una urbe caótica.


Por: Leidy Carolina Zapata En memoria de Oscar Javier Molina

Entre el cielo y el infierno

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Si parece real, es una ilusión, por cada momento de certeza, hay confusión en la vida. El amor podría ser la solución… “Heaven and Hell” - Black Sabbat

V

iviana y Maira, hermanas, trabajaban los fines de semana en un restaurante de comida ejecutiva. Maira, la más joven, tenía un novio artesano. Viviana resolvió, a última hora, acompañarla a encontrarse con su nuevo amor. La noche del 25 de julio del 2004, las hermanas se dirigían al sector de Plaza de las Américas, un sitio ideal para ir de rumba. La música es muy alta y los jaladores buscan entrar casi a las malas a las parejas desorbitadas. Es ahí, así es, es el cielo y el infierno, una y otra vez, con esas personas y en ese ambiente, donde se conocieron. -¡Qué linda!, pareces una Barbie. Eres hermosa-, dijo Javier. -Ja ja ja... Me llamo Viviana. Tras unas miradas, palabras, risas y coqueteo de ambas partes, intercambiaron teléfonos. Ocho días después se encontraron nuevamente. Javier llegó primero al almacén Alkosto de la Avenida 30. La esperó con flores, la invitó a su casa y le preparó comida: pasta, pepino y, de principio, unas cervezas. Después, vieron una película y, a partir de ahí, empezaron a salir. Viviana todavía recuerda aquellos días con emoción: -Me enamoró su intelectualidad. Hablaba de todo, sabía mucho, era muy inteligente. Él se mostró como era. Yo lo conocí en su locura. Me gustaba más cuando me decía que era su cielo entre todo este infierno, que yo era su polo a tierra. Continúa hablando del trabajo que él hacía: -Me gustaba mucho su trabajo. Me acuerdo que el año pasado, él me llevo a una abrazatón, donde se invitaba al ciudadano a abrazar al habitante de calle. Él ejemplificaba la actividad y lo hacía sin ningún tipo de antipatía. Lo hacía con el corazón, era muy sincero al abrazar.

Hombre extraño, sí. Residuo social, no soy. ¿Cómo puedo ser yo residuo social y cómo puedo ser si dejo a otros por mi pensar? ¿Cómo puedo ser yo y cómo puedo ser si dejo a otros por mi actuar? Nunca lo haré, nunca lo haré.

H

“Residuo social” - Kraken

eaven and Hell era nuestro bar de preferencia, pues como el cielo reunía a un buen grupo de amigos que compartíamos el gusto por el Metal y los tragos fuertes. Ser metalero es una decisión como casarse para toda la vida. Te enamoras de las tonadas intensas, agresivas y rápidas, que las diferentes bandas dan a conocer en sus letras. Un sábado nos reunimos con una amiga en el bar, pedimos cerveza y nos sentamos a hablar del robo a la tienda de su suegra. –A esos cabrones los deberían matar, decíamos. Javo, como lo apodábamos, nos miró con una risa burlona y desafiante. Se recogió el cabello, mientras se acercaba a la mesa, y nos dijo: –Ellos también tienen derecho a una segunda oportunidad. Son seres humanos, comunes y corrientes, como ustedes y como yo. Siempre me impactó su uso de un lenguaje callejero y el tono alto de su voz. Esa noche cruzamos algunas palabras de más y ese es el primer recuerdo que tengo de su amistad.

L

e pido a Viviana que recuerde alguna anécdota de Javier y me cuenta la historia de la mudita.

-Íbamos para el parque San Cristóbal, a una actividad de su trabajo y llevábamos a algunos de los usuarios en un bus, cuando ellos comenzaron a hacer comentarios burlones: - Pongan a hablar a la mudita. ¡Ja ja ja!... - Yo no entendía a qué se referían, entonces le pregunté que cuál mudita y él me contó que días atrás, mientras trabajaba dentro del hogar de paso en el turno de la noche, tenía que estar pendiente del patio, los dormitorios y el comedor, para que los usuarios no estuvieran buscando problemas, ni consumiendo drogas. Él estaba inspeccionando y cuando pasó por los baños escuchó unos gemidos; entonces, entró y apoyándose en sus brazos se montó por las paredes y encontró a una mujer que era mudita, con otros tres usuarios del hogar, teniendo relaciones sexuales.

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Me di cuenta que el habitante de calle no sólo es un drogadicto, que su condición se debe a un problema de desigualdad y pocas posibilidades. - Oscar Javier Molina.

J

avier estudió Licenciatura en Pedagogía Reeducativa en la Fundación Luis Amigó, después de haber vivido un par de años en la Calle del Cartucho. Quizá por eso, él buscaba rescatar a personas que han creado su propio estilo de vida en la calle -invisible para algunos, el infierno para muchos-, aferrándose a ella con el retaque, pidiendo comida en los restaurantes, consumiendo el dinero obtenido durante la jornada y olvidando su identidad. Ñero, gamín, desechable, sucio, andrajoso, son adjetivos con los que denominamos a los habitantes de calle. No somos capaces de mirarles a los ojos y si les damos unas monedas es para curar nuestra conciencia moral al verlos mendigar. Con eso ya nos ganamos el cielo y ellos el infierno, sin comprender las necesidades humanas que los llevan a entregarse a las mafias. Los reeducadores buscan rescatar a las personas de la calle, pero para hacerlo bien tienen que estar seguros de su labor, amar su vocación. Por ello se destacaba Javier, porque veía luz en los ojos de seres nauseabundos, escuchaba sus necesidades, les daba un abrazo sincero, unas manos fuertes para levantarlos y les hablaba en un lenguaje apropiado a su situación; en conclusión, los trataba como seres humanos.

H

acia 1980, en Pereira, el señor José Molina llevó a su hijo a las afueras de la ciudad. El padre debía arreglar un problema de electricidad que se presentaba en una finca donde lo solicitaron. Mientras el chico jugaba junto a la piscina, se llenó de emoción por el olor a cloro y por su color azul. Sin que nadie se diera cuenta, se aproximó a la orilla, cayó, chapuceó y empezó a ahogarse. El padre, que vio a su hijo sumergido, tragando agua y agotado, se lanzó a su rescate y logró sacarlo casi asfixiado. El siguiente domingo, el niño comenzó clases de natación. Iba a la piscina después de acompañar a doña María, su madre, a la iglesia. A ella le gustaba rezar, asistir a misa y hacer plegarias. Él la observaba con dedicación, como un buen hijo, como estando en el cielo. Meses después su madre empezó a sufrir fuertes dolores en el abdomen, vómito y malestar general. La enfermedad se complicó, la fuerza de su cuerpo se desvanecía y su memoria no reaccionaba a los recuerdos. La mujer tuvo una muerte rápida y dejó desconsolados al hijo y al esposo. Ambos se unieron en el llanto y empezaron a vivir en un infierno. El padre comenzó

a beber y a despreocuparse por las cosas de la casa, mientras el chico, que se sentía solo, encontró en los juguetes de la calle una manera de curar su soledad.

J

avier disfrutaba crear archivos digitales de su trabajo, los que guardaba como su diario de campo. Eso que hoy es materia de investigación para la Fiscalía, ayer era su vida. En esos archivos se muestra una realidad cruel: ciudadanos consumidores; personas de todas las edades que se encuentran en un coctel de drogas; bebés metiéndose los dedos a la boca, chupándolos con desespero; niños pegados al bóxer en sus juegos incoherentes; adolescentes con miradas perdidas y palabras vacías; adultos quebrados por el olvido, con la piel agrietada del mugre y las líneas de expresión que señalan su abandono. El infierno huele a basura. Una alfombra húmeda, de colores oscuros, ocres y variados, donde la materia fecal es evidente, pues la droga no da espera y pone a cagar a los consumidores en cualquier parte.

E

n septiembre de 1995, en Cali, nació Daniel, su primogénito y único hijo. En aquél entonces, Javier buscaba acercarse a su padre, al que tenía olvidado, pero, las heridas sin cicatrizar tras la muerte de su madre los mantuvieron distantes. Vivía un carnaval. Un año después, la ruptura con Jennifer, la madre de su hijo, le generó un nuevo vacío afectivo que lo llevó a Bogotá y a su zona de consumo. La pipa, es un demonio. Es como la película Jumanji, en la que usted lanza unos dados y no sabe qué le depara el destino. Jáber Cruz, habitante de calle.

H

ace diecisiete años, Javier pagaba una habitación en el centro de Bogotá, donde se internó por culpa de las drogas. Ahí ayudaba a los propietarios de las casetas de venta y consumo. El casetero, llámese así a la persona que lideraba el lugar en que se vendían estupefacientes, tenía un hombre de confianza con el que criaron un pastor alemán. El casetero le entregó a su hombre de confianza una bomba, para que la vendiera fuera del lugar. Este aceptó la labor asignada, pero se desapareció con la mercancía. Tiempo después apareció en el mismo lugar sin el dinero. Esa noche el casetero bajó al sótano a alimentar a la mascota, cargó un arma y llamó al deudor, que dejaba de ser su mano derecha y se convertía en un jíbaro más.

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El muchacho quiso explicar por qué no tenía el dinero, ni la mercancía. El casetero aparentaba escucharlo, mientras el perro comía, pero abruptamente se giró y le disparó. El perro reaccionó y mordió a su propietario. El dueño se llenó de ira y también le disparó al perro. El jíbaro salió corriendo, asustado, con vida. Nunca más se volvió a saber de él. El casetero se quedó llorando a su perro muerto. Javier siguió atendiendo el negocio como si nada, mientras reflexionaba: -Al faltón lo van despareciendo.

G

loria Cristina conoció a Javier cuando ella tenía veintiún años. En ese entonces, estaba en el hogar de paso haciendo sus prácticas universitarias. Allí, fue cautivada por el estilo que tenía él para acercarse a las personas en proceso de resocialización. Días después, empezaron a salir, como si dos mundos diferentes se unieran. Ella, una chica de su casa, y él, un hombre con mucha experiencia en la calle. De ese tiempo, ella recuerda: - Javier era un personaje. Era terco, malgeniado y gritón, pero me enamoraron sus demostraciones de afecto por los más necesitados, la entrega desinteresada. Era un hombre inteligente con estrella. Después, me cuenta de la última vez que hablaron: -Yo le escribí y después hablamos por teléfono. Tenía una voz diferente, me dijo: “Estoy cansado. Me preocupa que las cosas en el Bronx están difíciles, además estoy saliendo tarde, mejor dicho, tengo problemas en el trabajo, pero te cuento bien cuando nos veamos”. En los últimos seis meses Cristina dice haber perdido a los dos hombres que más ha amado en la vida: a Javier y a su padre. Su dolor es evidente.

Exponiendo el arte de la tranquilidad en un marco de luto, sangre y terror, obligándonos a observar su cruel e irresponsable solución.

J

- Sádico Death Metal Bogotá

avier buscaba seguridad, satisfacción de sus instintos humanos y la confianza de sentirse amado, querido, respetado. Quería tener una cama limpia, comida fresca y caliente, cerveza, una mujer que lo esperase en casa; quería transformar la vida de otros seres humanos y producir música. Una y otra vez lo cumplió. La música fue la que sacó a Javier de la calle. Un día cualquiera vio a alguien tocando una guitarra y se imaginó haciendo lo mismo hasta llegar a grabar un disco. Ese fue el motor para tomar la decisión que cambió su vida. Así lo recuerda Viviana: -A Javier no le gustaba la quietud, por lo que se levantaba temprano, aunque trasnochara. Tocaba la guitarra por gusto, por vocación, para desahogar las vivencias, los sucesos observados, la indiferencia de la gente. Él la había vivido en carne propia. En todo lo que hacía era un luchador, un guerrero de la calle y ante su pasión no iba ser distinto. Ella sigue recordando sus andanzas: -Muchas veces lo acompañé a casas musicales, sobre todo cuando estábamos comprando los primeros amplificadores, la batería, las guitarras, el bajo, la consola, mejor dicho, montando el ensayadero. En su trasegar como músico fue guitarrista de Lucturian, una banda de death metal de la zona quinta, de la que se retiró por razones personales. Después, con el propósito más vivo que nunca, pues lo que no mata te hace fuerte, creó a su hijo musical Sádico Death Metal Bogotá a comienzos del 2010. El grupo se formó con los hermanos Mauricio y Camilo Valencia que tocaban la guitarra y el bajo, Julián Reyes en la batería y Jimmy Modesto en la voz. El proyecto empezó a rodar con la


creación de temas propios, los cuales dan cuenta de la realidad cotidiana de nuestro país. En la actualidad, Sádico se prepara para grabar su primer álbum y un video clip, sin su creador y en honor a él. La calle del Bronx es una calle normal. Lo que no me gusta de la calle del Bronx es la permisividad que tienen algunos organismos del Estado frente a lo que pasa, frente a las situaciones… El habitante de calle, más allá de ser un victimario o alguien potencialmente agresivo, dañino, también es víctima de una sociedad como la que nosotros tenemos, en la que se roban los recursos públicos, en la que se invierte más en una calle que en hacer una escuela para los niños. - Oscar Javier Molina

J

avier era consciente de que por cada cien personas que buscan rehabilitarse solo uno se trasforma. Él era ese hombre. Cierto día, Miriam Cantor, su jefa, iba a ser atacada por un usuario dentro del hogar de paso, pero él se dio cuenta de la situación y quiso controlarlo; sin embargo, la rabia del hombre fue tal que lo hirió, enviándolo al hospital.

U

n día, mientras preparábamos el almuerzo, Viviana me contó la anécdota de los pantalones:

-La ambición rompe el saco, como él decía. Nosotros vendíamos artesanías, piratería y otras cosas en La Aurora, y ahorrábamos las ganancias en un libro. Un día me llamó y me dijo: -Viviana tráigase $50.000 de los ahorros. Tengo el negocio, me llegó un tipo con pantalones Diesel y Levis, que son como robados, y la invito a almorzar. ¡Véngase ya! Nos encontramos, almorzamos, paró un taxi, me subió con una lona y me dijo: -Váyalos revisando y ahorita la llamo. Me subí y me fui para la casa. Al llegar, empecé a sacar los pantalones. (Suspiro). Javier me llamó y me dijo: -¿Qué tal están los pantalones? -¡Horribles! La verdad, esos pantalones están usados, con los bolsillos rotos, con una sola pierna, ¡horribles! ¡Nos robaron! -¡Hijueputa, me dieron en la cabeza! ¡Soy un tonto, tonto, tonto, tonto! Y, eso no es nada, cuando llegó, se cogía la cabeza, se puso de mal genio y duró maldiciendo por varios días.

Aquella vez, ingresó a urgencias con una herida de puñal en el tórax.

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is abuelos decían que se nace con el destino marcado. Si es así, Javier nació con el don para embarrarla, levantarse y superar las dificultades; siempre con la frente en alto, con el corazón en la mano y la conciencia de querer ayudar a los demás. Su ejemplo de vida será recordado por los rescatados de la calle, por su esposa y su hijo. También por sus amigos, que éramos su familia más allá de la sangre. Por eso, esperamos que su asesinato no sea un número más entre los muchos crímenes que los noticieros muestran antes de las secciones de deportes y farándula, que los temas cantados por Sádico sean escuchados como himnos que inmortalicen a este líder social sacrificado, que las mafias que lo mataron asuman la responsabilidad penal por su acto infame y que se aclare su homicidio para que su alma descanse.

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El escritor y la piedra Por: Kilgore Medina

D

on Francisco Antonio Jiménez fue absorbido por el tiempo. Ya no queda nada de esa gloria de finales del setenta. En ese entonces no se preocupaba por mujeres. La genética le había regalado el carisma de un actor hollywoodense y la tez de un cantante español. Por sus ojos azules era Robin Williams, por su color de piel era Julio Iglesias. Siempre ha llevado el cabello con corte argentino. Jamás ha dejado su blazer y su corbata. A don Francisco le gusta imitar, en parte, al gran Gardel. -El tango es vida, muchacho -me dijo el propietario del castillo-. Además, es una melodía muy sensual. Al entrar observé un perro criollo. Ladraba encima de una estatua esbelta. «Shhh», sonó cortante. El animal ipso facto quedó como la estatua que lo acompañaba. Así nos fuimos introduciendo al castillo. Asimismo, don Francisco iba contando su historia por pedazos.

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-Fui un cocacolo sin ser hijo de papi y mami. Me encantaba la parranda los sábados. No lo niego, fui mujeriego. Me encantaba ser el centro de encanto ante las mujeres. ¿O para qué tanta pinta? En una de esas mi esposa me vio con una vecina. No me dio tiempo para explicaciones y me botó de la casa —dijo con la mueca burlona del actor Robin Williams. Recordó que sus maletas volaban sin rumbo por la principal del barrio Marco Fidel Suárez. En ese entonces un barrio a medias, donde coger transporte era una odisea. No habían estaciones y el sobrecupo en los buses amarillos hacían sobresalir esos ramilletes humanos que solo buscaban un objetivo: llegar temprano a sus trabajos. -La que es hoy la Caracas era una trocha —me aclaró el dueño del castillo—. No se llamaba Avenida Caracas, era la Avenida Usme. El hecho es que ese «me botó» le cambió la vida a don Francisco. Entonces miré detalladamente la estatua compañera del perro, era la representación del signo virgo. El arquitecto me leyó los pensamientos y me dijo: -Sí, es la figura del zodiacal virgo. Mi esposa es de ese signo. Quería de alguna manera petrificar su presencia. Sus ojos azules brillaban como si su juventud hubiese vuelto. Después del incidente salió a encontrar nuevos rumbos. La odisea duró aproximadamente 730 días. Él tenía dentro una brújula, pero a esta no le funcionaba la manecilla. Le dolía no tener un puerto fijo, así que buscó algo que los distrajera. En pocos meses halló trabajo como vigilante y ahí se gastó veintiún años de su vida. En esa soledad conoció a una buena mujer que era propietaria de varias casas del barrio Diana Turbay. Ella misma cobraba sus arriendos. Nunca le faltó el dinero. -Tengo una platica para construir nuestra casa, ¿qué crees?- le dijo un día la dama al hacedor del castillo. -Buena idea, desde que lo hagamos los dos- le respondió don Francisco todo entusiasmado. A los quince días fueron a ver un lotecito al barrio San Carlos. Lo apartaron con $5000. Después, ella le dijo: -Sobran $13000 para construir la casa y hay otros $15000 para que nos casemos. -¿Casarnos? Creí que era comprar un lote e irnos a vivir juntos —le aclaró disgustado don Francisco—, ahora es casarnos. -Cásate conmigo —insistió ella.

Tajante le respondió él: -Pero, ¿estás loca? Apenas tenemos dos meses de habernos conocido. No todo es plata y lo-te-ci-tos. Mejor quédese con el lo-te-ci-to y a mí déjeme en paz. Así terminó su última oportunidad de conseguir una esposa de nuevo. -Al fin de cuentas, ella no le tocaba ni los tobillos a…—miró meditabundo la estatua de virgo con esos ojos apacibles—. No, hay cosas que son reserva del sumario. Fueron días extraños para “El Loco del Castillo” —como se autodenomina—. Sin embargo, Alá es inmenso en sus intenciones trayéndole de vuelta al barrio El Consuelo. Un domingo negoció con Humberto Porras, uno de los urbanizadores de la zona. No fue fácil la empresa porque hubo muchos inconvenientes con los Pardo, la competencia del contacto de don Francisco. Era la lucha de los originales tierreros. Los dos tierreros querían el dinero solo para ellos. Nadie quiere compartir sus riquezas con nadie. El Consuelo empezó a poblarse a principios de los setenta. La época expansionaria de nuestra Capital. El Loco del Castillo me contó que muchos urbanizadores se hicieron ricos de la noche a la mañana vendiendo la tierra que no era de ellos. Unos edificaron casas de lata, otros armaron viviendas de cartón. En ese entonces se contrabandeó la energía y el agua. -Y en el 97 dejamos de ser invasión -rememoró don Francisco-, fue feo, ahora si nos correspondía pagar impuestos. El resto ya es historia —suspiró con nostalgia el constructor—. Hicimos pacto con el señor Hernando. Fui a observar el lote. Me gustó. Adquirí cincuenta metros cuadrados por $420000. Hoy por hoy solo tengo este castillo que se derrumba por pedazos. En la década del 80 tomé la decisión de construirlo. Me inspiré en las revistas gnósticas, en especial la de La Orden Rosa-Cruz Cabalística, fundada en abril de 1928 por el maestro Arnoldo Krumm Heller. Después retomé mis precarios conocimientos de construcción. Sin más, comencé tan majestuoso proyecto. Lo que no dije antes es que el castillo tiene una ligera fachada. Al entrar no se hayan los tapetes persas que cualquier visitante espera. Sus pisos son de hormigón. En su patio se observa la tierra común de la sabana capitalina. Lo que más llama la atención es el aroma del recuerdo que vuela por los aires. Sus habitaciones son pequeñas y las dos escaleras son angostas. Si creen que van a encontrar un castillo ostentoso, no lo esperen. Recuerden, es sólo la visión de un supuesto loco. Ahora, lo extraordinario es la visión del artista, la de saber que don Francisco Antonio Jiménez vive su fantasía,

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ese sueño egoísta de todo creador, la de ser inventor de su propia torre de marfil. Tal vez sea muy rústico el castillo, pero, en parte, entendí al constructor. Él es el escritor de la piedra, porque dejó su mejor escrito ahí al frente de la imperfecta Avenida Caracas. -Mi padre ayudó a fundar Bavaria —continuó don Francisco. Me relató que en 1890 zarpó un barco directo hacia Colombia. En él venía un tal Leo Kopp (cincuenta años después sería el oidor de las desgracias capitalinas, porque don Leo escucha y concede milagros a los miles de desamparados de la Ciudad). Junto a él viajaban más extranjeros y, entre ellos, sobresalía Francisco Ximénez, padre del constructor. -Mi padre conoció a don Leo sin un peso en el bolsillo. Se vino de Alemania, según me contó mi papá, porque en su tierra ya no había esperanza-. don Francisco me observó expectante de que le dijera algo. Al no escuchar contestación siguió con su relato-. Mi padre era portugués y se introdujo con don Leo a Colombia para encontrar una mejor estrella.

Tiempo después, don Leo se organizó en el Socorro, Santander. En esta población fundó su Bavaria Kopp´s Deutsche Bierbraverei, que después se llamaría Consorcio de Cervecería Bavaria S.A. Entonces, El Loco del Castillo me mostró sus recortes de periódicos amarillentos. Incluso, me indicó dónde estaba su padre en una de las fotos. -Mi padre trabajó en la primera industria de Bavaria. Hay algo de los Ximénez en esas fábricas-, de nuevo le brillaron sus ojos azules. Me siento orgulloso de ser parte de una de las primeras familias precursoras de la economía colombiana. Ahora, mi afición a la construcción es gracias a mi padre. Él se consideraba un escultor de casas y me transmitió sus conocimientos mientras le construía, como pasatiempo, casas a los ricos. Así que la arquitectura la llevo en las venas. Mi papá también fue un héroe de la Guerra de los Mil Días. Combatió en Peralonso, Santander. Después, don Francisco me contó sobre el castillo: -Empecé esta ardua tarea en 1981. Primero construí la parte oriental. Ya le dije, leí muchas revistas de La

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Orden de la Rosa-Cruz Cabalística, que no hace un hombre solo en las horas de la noche. Recuerdo que por esa época estaba cambiando el primer punto de Aries o el equinoccio vernal —detalló el constructor—. Esa torre de allá apunta directo al norte, se puede comprobar con la brújula. Ese año mi hijo menor me siguió la cuerda y me ayudó a construirlo. Nos tomó un año larguito edificarlo como mi mente me lo decía. Los vecinos al principio se sorprendieron, algunos hasta me felicitaron por el castillo. Sin embargo, unos años más tarde, se convirtieron en mis peores enemigos. Me tildaron de extraño y de brujo. Argumentaron que la edificación de un castillo en pleno sur solo viene de alguien que ha hecho pacto con el diablo.

Hubo un tiempo que él presentó papeles a Colcultura para que el castillo fuera un monumento capitalino. Más los que saben de cultura al parecer no escuchan. La última vez que fue le negaron su solicitud y le dijeron que por favor no insistiera más. Por curiosidad, unos arqueólogos de la Universidad Nacional le hicieron la visita. Observaron con detalle sus esculturas y al rato le dijeron que imitaba muy bien las figuras precolombinas. Otra vez le golpeó en la puerta un señor. Se identificó y le contó a don Francisco que él había vivido, años atrás, en la India. Después de observar con firmeza el castillo le dijo que así era como hacían los hindúes sus construcciones para estar más cerca al Hacedor de constructores.

Luego habló de las esculturas de piedra. Una vez El Loco del Castillo las incrustó en la Caracas, pero los vecinos al verles sus genitales al aire, de inmediato llamaron a las autoridades. Lo amenazaron y lo llamaron viejo puerco y pervertido. Incluso, entre los más pequeños, surgió la leyenda de que don Francisco tenía de amigo al diablo. A la semana debió entrarlas, volviendo así más mágico el encanto del fortín, ya que el castillo y su constructor toman más vida conviviendo con sus habitantes de roca caliza.

-Así fueron pasando los calendarios y yo me fui cansando. A lo último ya casi no dejo entrar a nadie a mi morada —comentó triste el constructor-. Digo que el castillo se está derrumbando porque lo cruza un tubo madre del acueducto. Expuse, hace años, la queja. Y lo que me argumentaron era que salía más barato comprar el castillo. No me gustó para nada la idea. Además, creo que el castillo se cae por la apatía de los transeúntes. Las personas no entienden que es el castillo del sur. En el norte tienen el castillo Marroquín. Todos sabemos que los individuos y las cosas se desvanecen por culpa de la indiferencia.

Desde el balcón se veían sus canes adorados: El Manchas, el Bravo y sus cuatro compañeras. El Bravo se sube al Sagitario (la estatua que lo tildó de morboso). Al lado está Jesús de Nazaret con una dama que suspira clemencia. Al principio se cree que es María de Nazaret. -No, es María Magdalena-, confirmó don Francisco. Al lado hay un rostro que mira al cielo, es la exacta efigie de Osama Ben Laden. El rostro da a entender como si su escultor hubiese escarbado hasta el centro de la tierra para toparse con él. A lo lejos se observan las gárgolas. Ellas miran directo hacia el barrio Meissen y las lomas de Ciudad Bolívar. La edificación es la perfecta abadía de una lejana Mancha calcando un solemne castillo. -Tomé la idea prestada de la película de Las mil y una noches (Il fiore delle mille e una note de Pier Paolo Pasolini) -continúa narrando don Francisco-. Desde niño me ha gustado la cultura árabe por su misticismo. Quise escribir en piedra los emocionantes relatos de Scheherezade. Aunque en ocasiones me arrepiento, el Distrito me cobra más de lo que tengo en solo impuestos. No obstante, lo más espinoso fue nivelar el terreno. Jamás pudimos quitar la inmensa roca del patio. Mis esculturas están hechas gracias a ese peñasco volcánico milenario. Pobrecitas, ellas aquí encerradas esperando que el castillo lo vuelvan museo, porque, aunque de roca, ellas quieren ser observadas. Es muy triste que en Colombia dejen a la deriva a los artistas empíricos.

Aunque él tuvo sus quince minutos de fama. Fue entrevistado por el periódico El Tiempo y la revista Cromos. Me mostró unos artículos amarillentos donde se ve en la flor de la vida. Se observa orgulloso de ser el constructor de la única fortaleza del sur. Ahora, El Loco del Castillo y sus habitantes de piedra esperan en la soledad que sean visitados. Hoy, los transeúntes solo corren afanados hacia sus ocupaciones diarias, ni uno observa, al menos por curiosidad, los ladrillos blancos que se están volviendo grises por el smog de los carros. Así, el tiempo, absorbe sin descanso a don Francisco y a su encantador castillo. -No quiero limosna, solo quiero que la alcaldía local no deje morir mi monumento. Usted sabe, el tiempo se esfuma volviéndonos sabios y hasta el más obstinado se doblega ante él. Así que lo mejor es quedarme callado. Seguir viviendo de mi pensión y de la providencia de mis siete hijos -finalizó el escritor de las porosas piedras. Don Francisco Antonio Jiménez se quedó ahí en el balcón observando la nada. Mostró esa paz que solo los hombres consiguen cuando han pagado sus deudas con Alá. Su figura muestra que es un hombre que ha hecho lo que el destino le dictaminó, porque ¿quién de los tantos habitantes de Bogotá han construido un castillo?

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Un caso cualquiera

Texto e ilustraciones: Jeisson Hernรกndez

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28 de enero del 2013. 8:30AM

S

e abre la sesión. Estaba a punto de completar los requisitos para inscribirme en la Academia Superior de Artes de Bogotá. Solo me faltaba pagar un dinero en el banco Caja Social. Era una suerte llegar a ese momento. Antes, creía perdidas mis esperanzas al quedar solo en condición de opcionado, sin embargo, en casi tres días de plazo pude conseguir los documentos requeridos. Con suerte, esa misma tarde los entregaría. Mientras me aproximaba al banco, caminaba ansioso, distraído. Miraba al piso, pensaba en los militares. En ese tiempo estaban en cualquier parte, en calles, esquinas, puentes y portales de Transmilenio, esperando jóvenes incautos que acabasen de cumplir dieciocho años para enlistarlos al glorioso Ejército Nacional de Colombia. Los enviaban en un camión a un distrito militar, del que, dependiendo de su suerte, no saldrían en un buen tiempo. -Buenas tardes caballero. Papeles por favor. -¿Qué? Levanté mi cabeza y vi un camión con tres tipos con caras de más decepción que la mía. Más allá, un militar descansaba en el pasto; en el camión, otros dos; obviando, claro, al que tenía enfrente.

camión. Vi a dos tipos en mi situación, entonces les hablé como tratando de llevar las cosas con tranquilidad. Uno de ellos se salvaba, pues tenía un hijo y, curiosamente, cargaba los papeles de su nacimiento con los de su matrimonio. Entre prestar servicio o tener la vida de él, no sé cuál sería peor condena. No pensé mucho en ello. El otro no tenía nada que lo salvara. Había un tercer tipo que tenía una herida atrayente en la muñeca, por su apariencia reciente. Contó que lo habían atracado, de ahí la herida. Poco más y le hubiesen cortado las venas. Entonces, fue a su casa a recoger los papeles para recibir atención médica, pero de camino al CAMI se topó con el camión. Así llegó. Sentí más odio que él, que estaba más preocupado por reprobar el examen médico que por cualquier otra cosa. Le inquietaba ser declarado inhábil por culpa de la herida. Decía que estar en el Ejército era lo mejor que le podía pasar. Su padre era zapatero. Él creía que enlistarse le daría mejor vida. Su nombre sería respetado en la familia. ¡Qué estupidez!, pensé. No tenía ganas de hablar mucho, no entraría en discusión con él. 3:30 PM

D

-No-, dije con frustración. ¡Corra!... ¡Espere!… ¡Puede ser peor!... (Pienso). -¿No qué?-, preguntó el soldado. -No tengo la libreta. Me dije: ¡Qué estúpido!... ¡Ahora cómo salimos! - ¡Suba al camión! ¡Puta! ¡No, ahora no! Unos pasos más y llegaría al banco. Entonces, estaría estudiando, antes no. Trato de explicarle la situación al camuflado que parece tener mayor rango: -Es que yo voy a estudiar… -¡Suba!

espués de un viaje de casi siete horas, cuatro paradas, un esquizofrénico, un herniado y ocho incautos más, llegamos a un condominio ubicado en el barrio Puente Aranda. Allí nos bajaron como a un cargamento de convictos, condenados por el crimen de haber cumplido dieciocho años, vivir en el sur, no tener un padre militar y tropezarnos con el camión recolector de infantería. Nos acomodaron en fila. Iban a empezar los exámenes físicos. Un camuflado de rango mayor, como un docente llamando a lista, empezó a preguntar: -¿Quién es hijo único?... ¿Quién es desplazado?... ¿Quién está estudiando?... ¿Quién tiene hijos?... ¿Quién es cabeza de hogar?... ¿Quién es indígena? Palabra dicha, pelagato salvado.

-Solo tengo que pagar algo…

-Disculpe, es que yo ya fui admitido en la ASAB.

-¡Suba!

-¿Ya pagó?

-Es que ya fui admitido… -¿Ya pagó la matrícula? -No. ¿Cómo decirle que estaba en esas diligencias y que por eso llevaba una carpeta llena de papeles? -¡Suba! Palabras más, palabras menos, no le importó. Subí al

Después del anuncio solo quedamos poco más de diez. Entonces, llegó el momento. La fila se movió hacia unos dormitorios, donde uno por uno seríamos juzgados físicamente. El juzgado: un espacio pequeño entre una fila de camarotes y una pared; la jueza: una despiadada mujer con el alma en el zarzo que ignora todo soporte médico. Si sus manos no lo sienten, no está. Los otros entraban con la cabeza gacha al juzgado (ya más que convictos parecían ganado) y salían igual.

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No tiene nada: culpable. Condena: doce meses en Zipaquirá. ¡Siguiente! Era el último. Mientras llegaba mi momento, el hijo del zapatero discutía con los camuflados sobre qué debería decir para aprobar los exámenes. Ellos le decían que mintiera. De esa manera, entre todos, crearon una versión de la historia ante la cual la médico no diría nada y lo declararía apto. Me seguía pareciendo un pendejo, pero ¿qué podía hacer yo?, tenía mejores cosas en qué pensar, como ¿qué me inventaría para que me rechazaran en el examen psicológico? Desde que estaba en el camión, el miedo y las ganas de mentirle al psicólogo, me hacían actuar como un tipo desequilibrado. Recreaba posibles guiones en mi mente que le recitaría a la doctora, como que si me daban un arma los mataría a todos. También podría responder despacio y errado a todo lo que me preguntara (eso realmente era importante); si me dijese que doblara una hoja y la dejara en el piso, la arrugaría y se la tiraría a la jeta.

dígame que tengo un problema con la tensión por todas las fritangas que me he tragado, bañadas en aceites tan oscuros como sus intenciones. Algo, lo que sea. -¿Y esto qué?-, dice, dejándome en suspenso. Enseguida, su extrovertida mano se lanzó hacia mi entrepierna. Sentí el frío del látex con el calor de su palma y sus dedos veloces. Este puede llegar a ser un trabajo arduo, pero conmigo, al menos, no fue difícil. Por suerte los guantes eran nuevos, a diferencia de tantas historias sobre guantes comunitarios, los cuales acumulan todo un álbum de bacterias, virus y enfermedades ajenas. Masajeó con expresión dudosa… Más masajeo, más duda… Hasta que de pronto: -Usted tiene varicocele. -¿Qué?-, pregunté ansioso. -Sí. Usted no es apto... ¡Siguiente!

Ese era mi turno. Con pasos temblorosos avancé hasta el estrado, donde no había nadie más que una doctora, con una caja de guantes quirúrgicos, y una asistente que sostenía un listado; sin embargo, contrario a lo que esperaba, la médico era una joven de apariencia agradable, que ya había declarado aptos a casi todos los que iban delante. Seguí, porque ya qué.

Mientras salía del lugar, junto a otro sujeto, supuse que a esa hora el joven de la muñeca cortada estaría haciendo todo lo posible para ser admitido y que tantos otros, que creyeron no ser aptos, aún seguían adentro, quizá pensando cómo se cura una hernia de la noche a la mañana o cómo fue que, estando sin preocupaciones al comenzar el día, por culpa de una batida ilegal de los que protegen la Ley, acabaron ahí por los siguientes doce meses de su vida. Así, sin más.

-¿Nombre?-, preguntó con voz dulce, como si me quisiera enviar a prestar servicio en Zipaquirá.

4:00 PM

-¡Siguiente!-, dijeron en la corte.

I

-Jeisson… -¿Alguna cirugía o enfermedad? Recordé que tenía a mi favor que estoy medio ciego y las órbitas de mis ojos no suelen mirar la misma cosa a la misma vez. Pensé que, tal vez, todo no estaba perdido, y respondí optimista: -Sí. Uso gafas desde que tengo memoria; además, tengo una cirugía por estrabismo-, le dije, mientras le entregaba el soporte médico de mi cirugía, que llevaba en la carpeta. -Ahhh, pero esto fue hace harto. A ver, ¡míreme! La miré... -Si ve, no pasa nada. Era el fin. Ese era mi único as bajo la manga. Realmente, todo estaba perdido. Era el fin. Volvería a pensar en qué le diría a la psicóloga. No sabía ni siquiera para que continuaba. Si me hubieran apuñalado la muñeca tampoco le importaría. -¡Desvístase!-, ordenó ella. Ya que más daba, pensé. En menos de lo que canta un gallo estaba sin ropa, rogando: que no sea apto, que me haya jodido cuando pequeño, ojalá que respire mal,

ba en la buseta hacia Usme, aun agradecido con Dios. Tal parecía que no era apto. Tenía una malformación de la que hasta entonces no me había dado cuenta. Era grave, tal parecía. Menos mal. 16 de abril, 6:00 AM

D

esperté con ganas de que mi visita al distrito militar no tuviera ninguna anomalía, que fuera como la batida, pero dentro de un batallón. Como iba de afán, me tragué mis bostezos, que sustituyeron el desayuno, y me subí en un Tampa, que no tarda más de treinta minutos. El cantón militar está en frente de la cárcel, por lo que cuando vi las rejas de La Picota, como se llama la susodicha, timbré y me bajé. Atravesé la calle con sumo cuidado, dada la alta peligrosidad de una vía de doble calzada y sin un andén central. Entré al Distrito 52 un poco desanimado. Después de anunciarme a un soldado detrás de las rejas, continué hasta una oficina de atención. Crucé la puerta de vidrio y me encontré con un grupo de asientos a mi lado derecho, sucedidos por una pared del color blanco más insípido que recubre todo el lugar, un blanco que te quita las ganas de pensar. A mi lado izquierdo había unos cinco puestos de atención de color

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café claro, todos con avisos pequeños que indicaban la funcionalidad de cada uno. Me acerqué al último que era de servicio al cliente. -Buenos días. Disculpe, es que en el colegio me dieron una citación para venir hoy a definir mi situación militar-, dije dirigiéndome a la secretaria. -¿Tarjeta de identidad?-, respondió con su mal humor de la mañana. -9501110… -Usted es remiso. Tiene que venir a una junta de remisos para resolver eso. Pero, ¿cómo hijuepu…? Ahora era remiso. La condición de remiso es complicada. La causa de la misma es la siguiente: como el servicio militar es obligatorio en Colombia, todo joven mayor de dieciocho años debe acercarse al distrito más cercano para inscribirse en la base de datos. En algunos casos, el colegio inscribe a sus estudiantes de undécimo grado y les entrega una citación como la mía. Con el tiempo, me enteré que pocos de mis compañeros de colegio fueron inscritos. A muchos les dijeron cosas como: “Usted no está registrado en el sistema” o “Esa citación es un error del sistema, venga otra día por otra”. Solo conozco a otro que ha sido declarado remiso. ¡Qué suerte la mía! No sé realmente lo que le dijeron al colegio, pero si se pide información sobre el asunto, el Instituto no lo sabe. No tienen idea de por qué casi todos sus estudiantes no fueron inscritos o tienen una situación militar dificultosa. 27 de noviembre, 6:15 AM

P

uta fila. Ahí estábamos unos doscientos jóvenes remisos por situaciones parecidas. Algunos se presentaron a la cita impuesta, pero no los registraron en el sistema. A otros les sucedió algo parecido, al llegar a la cita les dijeron que ya era tarde; hasta uno era menor de edad, pero por ahí estaba. A todos se nos entregó un formulario que debíamos diligenciar. ¿Por qué somos remisos? ¿Por qué no deberíamos prestar servicio militar? y más chorradas habituales. Debíamos responder todas las preguntas y anexar los soportes legales que indicaran que lo que escribíamos era cierto.

de una característica especial: en Colombia, los remisos pueden ser incorporados en las filas del Ejército Nacional a la fuerza y solo pueden definir su situación militar en una junta de remisos, la cual se lleva a cabo aproximadamente cada seis meses. En ese tiempo lo más probable es que no pueda trabajar, ni estudiar, porque en todas partes piden la libreta como requisito, aunque según el Artículo 111 del Decreto 2150 de 1995, esta no se debería exigir para acceder a ningún empleo. Aun así lo hacen. Un último punto, quizás el más importante, es que a los remisos se les cobra una multa.

Después hicimos otra fila, realmente grande, para pasar de uno en uno ante el nuevo juez, un soldado de rango, al que se le debía decir nuestra ocupación del momento y el motivo por el que éramos remisos. Me pareció un trámite innecesario, pero para ellos eso tiene completo sentido, tanto que, una vez pasamos todos, nos pidieron volver otro día para decirle lo mismo a un militar de estatus mayor que el anterior.

Sí. Hay una multa que aun no comprendo por completo, pues la Ley dice que si un ciudadano es remiso debe pagar el 20% de un salario mínimo legal vigente por cada año en esta condición, la que se le sumará al precio de la libreta militar. Sin embargo, en más de una ocasión vi que el camuflado de mayor estatus no perdonaba. Llegaba a cobrar hasta dos millones por libreta. Aparte de que solo por quedar remiso, se tiene que pagar la multa de un año. Al respecto, un “primero” nos dijo:

Este militar debe decidir si cada uno se merece la multa que se ha ganado por su condición de remiso, que es cosa seria. En realidad, la condición tiene más

-Si usted habla por teléfono y se gasta treinta segundos, ¿qué le cobran? ¿los treinta segundos o el minuto?

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-¿Que está haciendo ahora? -Lo que salga, trabajando. -¿Por qué no vino a su citación?-, preguntó a la espera de una confesión corta. -Es que la citación de mi colegio decía otra fecha-, declaré señalándole el papel. De inmediato decreta mi sentencia. Con un bolígrafo como mazo y un escritorio como estrado, escribe su juicio: ya no tengo una multa, pero, en cambio, me entregó una nueva citación para hacer lo que debí haber hecho desde el principio, definir mi carnavalesca situación militar. 10 de diciembre, 6:16 AM

L

Las maneras en que se puede resolver el problema son las siguientes: se puede prestar servicio militar, con lo que se salda su deuda, o se puede esperar una junta. En esta se puede tratar de eliminar tanto la remisión como la multa. Sin embargo, no son las únicas alternativas, aunque sean las más indicadas. Una tercera opción sería apelar a un intermediario. ¿Qué es un intermediario?: un camuflado de rango que tiene el poder de resolver cualquier situación militar, por la que cobra un dinero y no suele trabajar barato. En ocasiones es preferible acudir a uno de ellos antes que pagar una multa. El intermediario tiene el poder de eliminar el incidente, por lo que cobra hasta tres millones por libretas que podrían costar cinco. 28 de noviembre, 6:00 AM

E

n esa fecha debía hablar con el juez curador de multas, al que no conocí en la citación anterior. Estaba en su pequeña oficina que solo contenía un par de sillas, una mesa de madera y un archivero de metal, aburrido en una esquina como el capitán mismo, que hojeando mi caso preguntó:

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legué a La Picota más adormilado que tranquilo. Aun así, me quedaba fuerza para aguantar a los camuflados y a sus horrendas filas. ¡Vamos, envíenme lo que tengan! Me daba casi igual. Además, ya iba a coronar. ¿No?... Entré, atravesé la primera oficina y avancé hasta el fondo. ¡No podía ser! Bueno, sí podía ser, pero no lo creía. Era como si me hubieran escuchado. Ante mí estaba la fila, una jodida fila, la más grande hasta ahora. Rodeaba la oficina, superaba el primer edificio y llegaba hasta un busto en el patio central, unos cien metros más allá. Hombre tras hombre, tras hombre, maldecían el frío, la lluvia, los camuflados, el sistema y el sueño, que como saltamontes iba de boca en boca. Luego de buscar pendejos o héroes o voluntarios, un militar pequeño gritó a todo pulmón: -Hablo con los que tienen soportes. ¿Quién está estudiando? ¿Quién es hijo único? ¿Quién tiene hijos? (embalados). ¿Quién es cabeza de hogar? (más embalados). ¿Quién es homosexual? (¿eso es una exención?). ¿Quién tienen a los padres fallecidos? ¿Quién es desplazado? ¿Quién es indígena o pertenece a otra etnia? ¿Quién tiene alguna inhabilidad que no lo haga apto para el servicio? Se hicieron filas para cada exención. Hubo tres en la de homosexuales.


2:00 PM

Siempre hay algo, pensé.

os que teníamos algún soporte de nuestra inhabilidad para el servicio todavía esperábamos nuestra audiencia. Nos dejaron de últimas respecto a las otras condiciones. No tenían nada que perder. Finalmente llegó nuestro turno. Nos hicieron levantar del piso y formar una fila para seguir hasta un cuarto blanco, con una ventana enorme y una mesa para los presentes, en el que tres doctoras y un médico preguntaban a cada uno de los presentes cuál era su inhabilidad. “Clavícula rota”, “radio dislocado”, “cirugía en la rótula”, “vena varicocele”, “hernia”, “cirugía de puñalada”… El médico verificó los soportes, levantaba la cabeza ocasionalmente y al final, sin ningún interés, dijo:

-No. Yo estudié en el Instituto…

L

-¡Listo, ninguno es apto, vengan el viernes!

-En ese caso, hay que corregir el dato. Necesito una fotocopia de tu cédula al 150%, con una fotocopia a color de tu acta de grado y del diploma. Media hora después, estaba de vuelta. ¡La Picota! ¡Timbre! No se detiene… No se detiene… Ya se pasó… ¡Se detuvo! -Mire, estos son los papeles que me pidió para arreglar lo del colegio. -¡Listo!, entonces ven el miércoles de la otra semana para lo de la liquidación, pero, para más seguridad, ven el lunes después de la semana que viene. –Bueno, gracias.

En cinco minutos se resolvieron casi ocho horas de espera. Toda una prueba de eficiencia.

28 de enero 13 de diciembre, 6:00 AM

T

ampa a mil. La Picota. Fila. Me ubiqué a la espalda de cualquier sujeto. Algunas personas con las que fui declarado no apto me preguntaban mi condición. Hasta que llegó mi turno: -¡Mucha chocha! Venga después de veinte días hábiles a ver si ya está registrada su inhabilidad-, me dijo el pequeño milico que tenía la lista, en la cual casi nadie aparece inscrito.

N

o tengo mi libreta militar. El país no tiene un nuevo héroe. Un año ya han cumplido de condena, en un batallón, aquellos jóvenes con más cara de decepción que la mía, que un día se despertaron sin preocupaciones, ignorando que doce meses de sus vidas serían decididas así, sin más. Se cierra la sesión.

Salí. Tampa a mil. 9 de enero del 2014, 10:00 AM

Q

ué más faltaba. ¿Sería que ya era el momento?, ¿Esto ya se acabaría o ahora qué seguía?… ¡La Picota! ¡Timbre! No se detiene… No se detiene… Ya se pasó… ¡Se detuvo! Entré tranquilamente. Adentro ya no había más filas largas, solo unos cuatro sujetos que esperan turno, así que no habría mayor problema para que me atendieran: -Buen día. Disculpe, vengo a verificar si ya estoy registrado como no apto. -Bien, ¿su número de cédula?-, respondió la secretaria. -1023001… -Sí. Usted no es apto. ¿Estudió en el Colegio Marruecos?

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O C N I C I T N I E V A S E N CANCIO A R O H R O P S O R T E M KILO a Ruíz aría Cardon Por: Diana

M


B

ueno, primero que todo, muy buenas noches para todos…

Después de un largo silencio, poco a poco la voz entrecortada de algunos viajeros se reveló para responder al saludo que dos aparecidos, armados con una guitarra y un cuatro, lanzaron para ellos. -Me presento: Soy Andrés y este es mi amigo Luis. Somos estudiantes de la Universidad Pedagógica y este es mi trabajo. Les cantaremos una canción, esperando que no resulte incómodo para ninguno de ustedes… Si esto llega a pasar, les pedimos disculpas… La canción que vamos a interpretar para esta ocasión es de un grupo de música andina llamado Illapu y va en un ritmo llamado candombe, que es un ritmo festivo y sabrosón; así que espero que lo disfruten y lo gocen. Se llama Candombe para José y dice así… En sus caras se dibujó una larga sonrisa, que combinó con ese sabor a nervios que se percibe en sus bocas temblorosas y en sus mejillas sonrojadas, de siete a diez de la noche, generalmente. El escenario, un bus de Transmilenio, ojalá biarticulado, ya que este garantiza tres vagones a la vez, lo que significa ganar más dinero, aprovechar mejor el tiempo, tragarse el miedo de un solo bocado y tener menos posibilidades de ser pillados por la Policía.

Y

o detesto montar en Transmilenio por muchas razones, pero la más importante de ellas es que JAMÁS puedo viajar cómoda. Siempre hay algo que me molesta, como las sillas que me obligan a estar alerta, porque en cualquier momento te traicionan y sales deslizado hacia delante, expuesto a cualquier accidente. Normalmente, los buses están demasiado llenos y viajar en estas condiciones implica que el cuerpo sufre toda clase de vejámenes: pisotones, jalones, robos, manos que, sin o con culpa, se posan en las partes íntimas de hombres y mujeres. Pero, trabajar en Transmilenio es completamente diferente a viajar. Esto no quiere decir que las molestias desaparezcan, sino que son de otra clase.

L

os dos músicos plantaron bien sus piernas, separadas y firmes, puesto que la incomodidad del bus no podía interferir con la melodía que interpretaban. Estuvieron muy atentos a no confundirse en las notas musicales, a no desafinar sus voces, a entrar en el momento exacto de los coros y a ubicarse en el vagón de tal manera que desde las estaciones no fueran visibles a los policías, cazadores en busca de su presa. Andrés Palomar empezó en este trabajo hace cinco años. Desesperado porque no encontraba un empleo para cubrir sus gastos de estudiante, y aconsejado por un amigo que vendía manillas en el transporte urbano, agarró su guitarra, se subió a un bus y empezó a cantar. Ese primer día se sintió intimidado, sobre todo por aquellos conductores malacarosos que desafió para alcanzar la famosa tarima de cuatro ruedas. Por fin, uno de ellos le dijo que sí, entonces, con manos sudorosas, pasó de la puerta trasera a la parte delantera del bus. Cuenta que los pasajeros, expertos en ver subir y bajar a diario toda clase de vendedores, cantantes, recatadores o raperos, identificaron su cara de “primíparo”, de esos que avanzan de manera torpe y tienen un discurso todavía enredado. Cantar a su público tampoco sería fácil. Iba en una de esas rutas que desde el barrio 20 de Julio se dirigen hacia el Centro. Había olvidado el agarre de su guitarra, así que esa vez, el reto era doble. Nunca se había subido a un bus a cantar, ni sabía cómo sostenerse en pie, con las manos ocupadas, mientras el vehículo circulaba por esas calles bogotanas, atiborradas de sobresaltos. Después de aquello, continuó cuatro años más en los buses, con esa misma cara sonrojada que todavía no se le quita y que le sirvió para romper la barrera del qué dirán. De esta larga experiencia le quedaron varios aprendizajes, como la regla primordial: -Nunca, pero nunca, tomar la ruta del Centro. - ¿Por qué? Lo explica con una cara de esas que expresan un mal recuerdo.

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– Pues… se acumula mucha gente, que es bueno, pero… al igual, hay mucho vendedor y hay mucho chirri. Es como peligroso. Cada esquina ya tiene dueño y hay cierta complicidad entre los conductores y los vendedores. Aprendió que Bogotá también está sectorizada en el campo de la venta informal sobre ruedas. – Hacia el sur la música no pega tanto. Bueno, a menos que sean raperos, pero igual, no mucho. En ese sector, la gente consume más galguerías que otra cosa, debe ser porque salen de sus trabajos con hambre y con esto la embolatan hasta que llegan a la casa y comen de verdad… Así que hay que pegar para el norte, donde la gente disfruta un poco más la música y a uno le va mejor. Después de muchas experiencias en los buses, observó preocupado que con el tiempo estos escaseaban, mientras aumentaban los vendedores en las esquinas; entonces, decidió probar una idea que se le ocurrió un día al salir de la universidad: trasladaría su trabajo al Transmilenio.

momento paró y dijo que estaba enfermo de la garganta y que no podía seguir. Así que el de la guitarra como pudo se levantó, se sostuvo con dificultad y empezó a entonar una canción. Al verlo cantar me di cuenta de lo joven que era, diferente al hombre que lo acompañaba. Seguramente no practicaban este ejercicio hacía mucho tiempo o, por lo menos, no juntos. Parecían más bien dos sujetos que con una necesidad equivalente decidieron aliarse para rebuscarse la vida. Mientras eso sucedía en el vagón trasero del biarticulado, en el siguiente, un hombre pedía dinero a cambio de pregonar la palabra del Señor. El joven de la guitarra cantaba temeroso y se equivocaba en algunos acordes, seguramente intimidado por los dos músicos que lo miraban atentos. Al finalizar, dijo la retahíla que se usa para pedir la famosa colaboración. Los músicos que venían conmigo le dieron unas monedas que el otro recibió apenado. Yo seguía en silencio. Los miraba fijamente, como abstraída, cuando escuché: -Pero cantamos desde la cuatro cinco.

Aprovechó que con la inauguración del Portal del 20 de Julio, por fin Transmilenio le sería útil para llegar a su casa. Antes no le servía porque no había cobertura.

Era Luis quien lo decía con una expresión decidida.

- Al principio la gente me miraba como sorprendida, como ¿este man qué?, pero ya después se relajaban y empezaban a colaborarle a uno.

Al llegar a la estación Calle 45, tomamos la ruta D20 que va del Portal Usme al de la calle 80. Esta ruta tiene una particularidad que la hace una de las preferidas para este tipo de ejercicios. Desde aquí no vuelve a parar sino hasta la estación del Polo, por lo que, fácilmente, se recorren los tres escenarios con los que cuenta un transmilenio biarticulado y se disminuye el peligro de ser descubiertos por los policías.

En poco tiempo y sin el trajín de antes, recogió igual o más dinero. Desde ahí empezó su aventura en Transmilenio.

C

uando nos subimos al primer biarticulado ya había dos muchachos que se disponían a cantar. Eso no lo nota uno como pasajero. Lo notan ellos, los músicos, que poco a poco empiezan a develar un código que han construido sin intención, pagando el precio de la cotidianidad laboral. Yo simplemente vi que hacían un gesto como para saludarse. Pensé que se habían encontrado con un conocido. Impaciente por verlos cantar, pregunté por qué no empezaban de una vez. Uno de ellos me comentó en voz baja que ya había un turno, que este vehículo, al contrario de lo que yo pensaba, lo estábamos usando como los demás pasajeros, es decir como medio de transporte, no como una oportunidad laboral. Volteé a mirar y ahí sí me di cuenta que los otros llevaban una guitarra. Esperé en silencio. Al poco tiempo, un sujeto se levantó. Con una voz muy gastada contó su terrible situación y presentó a su compañero, que permanecía sentado con la guitarra sobre las piernas. Este, al ser señalado, hizo un gesto con la mano. El de la guitarra empezó a tocar, mientras el otro cantaba. Su cara demostraba dolor. En un

-Sí, todo bien-, contestó Andrés.

H

e reiterado lo mucho que se cuidan estos músicos de la Policía. La razón: está prohibido cantar o ejercer cualquier actividad diferente a viajar en Transmilenio. La Policía lo castiga generalmente con una noche en la UPJ. A veces simplemente los sacan del sistema con la advertencia de que la próxima vez les irá peor y, otras tantas, registran sus datos sin un propósito aparente: -Están armando una base de datos para después decidir qué se hace con ustedes-, le dijo un agente a Andrés en una ocasión. La noche anterior, estos músicos fueron pillados y, aunque corrieron con la suerte de que no los llevaran a la UPJ, los sacaron del sistema en la estación de la Jiménez con Caracas como a las once de la noche. Andrés cuenta que, como en todo, hay auxiliares, e incluso policías, que son buena gente. Uno de ellos le contó que por cada noche de UPJ que pasara un capturado en el sistema, los auxiliares eran premiados con un día de descanso y los patrulleros con tres. Así que había que tener cuidado.

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Sonríe cuando recuerda la primera vez que fue pillado por los policías; pillado no, más bien denunciado, porque la cosa sucedió así: -Yo iba cantando normal, pero me di cuenta de que algo andaba mal cuando vi que el transmilenio paró en una estación que no estaba programada, en la que no tenía qué parar. El conductor empezó a pitar como loco, se abrieron las puertas y, de la nada, apareció un policía que me hizo un gesto para que me saliera del vehículo. Yo actué normal, ¿ya qué podía hacer?, simplemente me hice el sorprendido y le expliqué que no tenía ni idea de que eso estaba prohibido. El man era como buena gente. Me tomaron los datos y me sacaron del sistema, pero, después me colé porque no tenía plata para llegar a la casa.

Y

o he viajado mucho en Transmilenio y he visto la multiplicación de este proletariado móvil. Como a muchos, me molestan sus discursos gastados, lo grotesco de algunas situaciones y el mal uso de las palabras, en fin... Sin embargo, cuando los músicos empiezan a cantar, me sorprende una sensación particular. Ese no es solo mi caso. Al momento del saludo algunas personas contestan con una seca indiferencia, que se transforma con sus voces y las melodías de los instrumentos. Los viajeros que tienen audífonos se los retiran y sonríen tímidamente. Otros tantos tararean las letras. Cuando finaliza la canción hay unos pocos segundos de un silencio incómodo en que nadie dice nada. Silencio que se repite cuando cierran con el discurso común y piden la colaboración. Silencio que demora lo que tarda algún decidido en aplaudir y, después

del primero, todos con él. Lo mismo ocurre cuando otro levanta la mano y hace sonar algunas monedas, lo que en algunos casos se convierte en una avalancha de manos que suenan al compás. No solo reciben monedas, algunos tímidos billetes de mil, dos mil y cinco mil, aparecen en algunas oportunidades. Estos músicos tienen un repertorio variado y para todos los gustos, desde la salsa más popular hasta la balada romántica, que moviliza los corazones y trastorna a los despechados. En cada vagón cantan una canción diferente. No tienen una sola manera de realizar cada presentación. Después de cantar Tabaco y chanel, un par de chicas como de dieciséis años, que habían tarareado la canción de Bacilos, colaboraron con algunas monedas. Andrés las recibió sin perder la oportunidad de agradecerles con un gesto coqueto. Los músicos continuaron en el vagón siguiente con Idilio de Willie Colón. Las jóvenes sonreían y los miraban, mientras se decían: - ¡Ay, sí ve!, allá están cantando la canción que me gusta. -¡Pues vámonos pa’ allá! Pero la pena no las dejó. Un hombre no perdió la oportunidad de llamar a su novia para decirle que le dedicaba esa canción y mantuvo el audífono apuntando hacia los músicos, mientras estos seguían cantando. Otro, que hablaba por celular, le pidió permiso a su interlocutor para terminar la llamada. Aplausos, monedas y despedidas.

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E

l gremio de los músicos que trabaja en Transmilenio es respetuoso y solidario. Tienen turnos de espera y códigos de entrada y salida. Esto no pasa con los otros gremios:

-Digamos, tú llegas a una estación y, según el orden de llegada, se establecen unos turnos para entrar al bus. Eso lo respetamos nosotros los músicos. Pero llega un rapero, un vendedor o cualquiera y se botan ahí, sin importar nada. Según me cuenta Andrés, solo se les puede llamar músicos a quienes cantan acompañados de un instrumento (generalmente una guitarra) y tienen un conocimiento más académico de la música que interpretan. Los músicos ya se conocen entre ellos, se preguntan cómo está la cosa con los policías, cómo ha estado el día, qué rutas están buenas para trabajar. Tienen merecidos momentos de descanso en los que se evalúan las rutas, la hora y las condiciones de trabajo.

E

l lugar del receso de Andrés es estratégico: la estación Héroes, pues esta cuenta con una zona de sillas al aire libre donde descansa cómodamente, con un cigarrillo en la boca, sin que nadie lo moleste. En esa pausa, habla con su amigo Luis de la situación en la universidad, ya que para estos días tiene que reunir lo suficiente para pagar su semestre. – Fresco, hoy estamos trabajando para lo suyo, hoy no me dé nada-, le dice Luis. Andrés le contesta, con cara de preocupación: - ¡Uy no, parce! No aguanta, porque hoy usted está trabajando como un día normal. -Sí, pero usted necesita esa plata más que yo. ¡Fresco!, después cuadramos. - Bueno, pero lo tomo como un préstamo. Cuando yo acabe con esa vuelta, un día trabajamos los dos y usted coge la plata que hagamos. Luis afirma con la cabeza, ve un Transmilenio apropiado para trabajar, salen corriendo y empieza la historia otra vez. -Bueno, muchísimas gracias... (aplausos)... Eso era y espero que les haya gustado. Como se imaginarán, este es mi trabajo, así que si les gustó y me desean apoyar con esto... Si lo pueden hacer, si tal vez creen que mi trabajo tiene algún valor, o algo así, les agradezco sinceramente... Si, por el contrario, no les gustó o se incomodaron, o en este momento no pueden apoyar, o simplemente no quieren, pues nada, no se preocupen y muchas gracias por su atención. Y, por favor, todos pasen un bonito día. ¡Sean felices!

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MILICIA AL ESTILO

FOQUEO por: fausto fuquen

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F

oqueo era el apodo con el que lo conocían sus lanzas de esa época. Nelson Fuquen, bogotano de nacimiento, el segundo de tres hermanos, pero quien más dolores de cabeza le causaba a su madre, nunca escapó de una pelea, tal vez porque quería probar que era más grande de lo que su cuerpo mostraba.

Esta afirmación puede parecer un poco dura, pero Nelson no lo dice sin razón, puesto que había crecido en Usminia, un barrio tan nuevo que solo tenía un par de casas y una pila central de la que todos los habitantes tomaban el agua. Allí, el respeto se ganaba a las patadas.

En una época en que los problemas se resolvían a golpes, Nelson siempre andaba de pelea en pelea, a veces por cosas tan triviales como un perrito de peluche. Era muy hábil para meterse en líos, por eso en más de una ocasión llegó a casa con la mollera rota.

El entrenamiento militar le fue impartido por el teniente Prada, apellido que al ser mencionado hizo surgir automáticamente en Nelson una exclamación como inherente a él:

-Desde pequeño siempre quiso andar con los más grandes-, me dice doña Claudia, -por eso siempre anduvo con Eliécer, el hermano mayor, y sus amigos. Cuando estaba en la escuela era tan cansón que el maestro lo colgaba de un perchero para que se estuviera quieto. En esa época encerró en un baño al profesor “copitos”, apodo que él mismo le había puesto. Hasta llegaron a decir en el Miguel de Cervantes Saavedra, colegio donde terminó su bachillerato, que no volverían a recibir a ningún Fuquen, pues allí también había estudiado Eliécer, que a decir verdad tampoco era un angelito. Nelson prestó su servicio militar durante un año en Bogotá. Estuvo en dos batallones, primero en la Escuela de Artillería No. 13, en la localidad de Usme, donde recibió el entrenamiento, al cabo del cual lo transfirieron a la Brigada 21 de Puente Aranda, de donde lo regresaron, otra vez, a la Artillería. -Yo era de la Compañía de Logística, pero éramos el arma que más entrenamiento recibió-. A continuación, me explica que el arma es cada una de las especialidades del Ejército. Nelson fue entrenado en el uso de diferente armamento y en diversas especialidades de la milicia, como las secciones de antiexplosivos, antimotines y policía militar. - En mi Compañía estaban los manes más lacras del batallón. Habían paisas, que eran como el 30%, y caleños, que eran otro 30%; pero, los más lacras eran los de Bogotá, porque habían manes de las periferias, de barrios como Santa Librada y Meissen, mejor dicho, de los colegios de donde salían los más lepras de la Ciudad.

– ¡Ese man era loco! Yo no diría que era loco, más bien era un sádico. En una ocasión, el pelotón de Foqueo patrullaba por la Avenida Boyacá. De regreso al batallón, el teniente los obligó a andar de rodillas medio kilómetro por entre el barro que había dejado el aguacero de ese día. En otra oportunidad, durante el entrenamiento de policía militar, los hizo ir a las caballerizas de exhibición, supuestamente a recibir una charla, pero cuando estaban todos allí reunidos, los dejó encerrados e hizo que les arrojaron granadas lacrimógenas. - Nos habían enseñado que a menos de veinte centímetros de altura el gas no pega tan duro; entonces, me tiré al piso, pero como era de arena alcancé a tragar un poco, porque tenía la cara bien pegada al suelo, aun así, el ardor en los ojos me hizo llorosear. Prada también los hacía practicar combate cuerpo a cuerpo, lo que él llamaba street figther. Los llevaba a una parte solitaria del batallón donde escogía parejas de soldados para que se enfrentaran. –Cuando nos tocaba pelear con un amigo, nos disculpábamos primero y acordábamos no dejarlo pasar a mayores. Apenas se acababa la pelea, listo, ahí moría todo. Un día, un dragoneante no aguantó más el abuso y denunció a Prada, quien, por órdenes de los altos mandos, detuvo ese entrenamiento a lo Van Damme, aunque era tarde para Foqueo, que ya había soportado aquello. Como me causaba curiosidad el apodo de Foqueo, le pregunté a Nelson por qué lo llamaban así y él recordó que le habían puesto ese sobrenombre el 4 de septiembre

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– Los paisas se las daban de muy varones, pero ese día eran los más asustados, hasta terminaron diciendo que la guerrilla ya se había entrado a la Artillería, cuando eso nunca pasó. Disparaban a la loca, para todo lado. Solo arriesgaban y asustaban a los compañeros. Foqueo me cuenta esto empezando la frase con una sonrisa burlona, pero terminándola con un gesto desaprobatorio. Apenas sonaron los primeros disparos provenientes del sector oriental, por donde está la cárcel La Picota, se apagaron todas las luces del batallón. -Yo pensé que el estallido había afectado el sistema eléctrico. Después me pareció más lógico que las hubieran apagado para impedir al enemigo ver con claridad a donde disparaba.

de 1996, durante su etapa de entrenamiento. Esa noche, las milicias urbanas de las FARC realizaron el ataque conocido como “El hostigamiento a la Artillería”. Los despertó un roquetazo que impactó en el muro del alojamiento y que hizo desplomar la pared.

Los soldados se escabulleron hasta el armerillo donde tomaron los fusiles, sin prestar atención a su número de serie. Como cada soldado tiene un fusil asignado, siempre verifican el serial para asegurarse de que agarran el de su propiedad, pero en medio de semejante situación ¡quién demonios se iba a fijar en eso! Un sargento llegó, les exigió calma y les ordenó que lo siguieran. Usaron lo aprendido en esos días para desplazarse por el sur de la Artillería hasta llegar al costado occidental, donde el superior los distribuyó

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uno por uno para que vigilaran la retaguardia, porque pensaba que, tal vez, el tiroteo desde la Caracas era solo una distracción para rodearlos y atacarlos desde la Boyacá. –En esos días del hostigamiento, en el batallón estaban los del grupo Cacique Timanco, que en esa época eran quienes más duro le daban a las guerrillas. Fueron estos quienes finalmente avanzaron abriéndose paso hasta llegar al punto exacto desde donde se disparó el rocket, que resultó ser un artefacto fabricado artesanalmente. Pasado el peligro, el sargento fue a recoger a los soldados a la retaguardia, pero cuando llegó donde estaba Nelson lo encontró durmiendo o, como quien dice, lo encontraron foqueando. Así surgió el apodo. Doña Claudia me contó que al día siguiente del ataque había visitas. Ella fue a visitar a Nelson, como de costumbre, acompañada de Patricia, la esposa de Eliécer, pero debido a lo sucedido dieron orden de acuartelamiento y restringieron que los soldados recibieran a sus familiares. Fue muy duro para ella tener que saludar a su hijo desde lejos, tanto que todavía su voz se llena de dolor cuando cuenta que ni siquiera lo dejaban acercarse a la reja a recoger lo que le llevaba. – Yo lloraba con Patricia, que me decía que no llorara, pero cómo no hacerlo al ver que no me dejaban acercar a mi chinito y el pollito que le llevaba se lo tuve que tirar en una bolsa, por encima de la reja, como a un animalito. Después me cuenta que, cuando sus hijos eran niños, ella salía a trabajar en la madrugada y los dejaba durmiendo. Al llegar su padre, que laboraba de noche como vigilante, les daba el desayuno y luego se dormía junto a ellos hasta bien entrada la tarde. Luego, al salir otra vez para el trabajo, los dormía de nuevo. Si aún estaban despiertos, cuando ella regresaba en la noche, les daba la cena y se dormían otra vez, por lo tanto permanecían dormidos la mayor parte del tiempo. –Por eso mis hijos son tan dormilones-, dice su madre queriendo excusar a Nelson. Pasaron varios meses antes que Foqueo tuviera la oportunidad de demostrar su temple. Le faltaban solo quince días para terminar su año como militar, cuando le ordenaron prestar guardia junto a un recluta, o sea un recién llegado al servicio, en la garita del costado nororiental de la Artillería. Eran las últimas horas de la noche cuando el recluta le aseguró que tenía frío y le apetecía un café. Entonces, saltó el muro hacia la calle y se perdió entre las casas. Pasados unos minutos, regresó con un par de tintos, se los entregó a su compañero y se encaramó de nuevo en su puesto. Un rato después, dijo que tenía ganas de una empanada.

-Entonces le dije que tranquilo, que yo iba por las empanadas. ¡Qué tal dejarme echar tierra de un recluta! Foqueo saltó el muro de la misma manera que su compañero, con tan mala suerte que justo en ese momento pasaba un automóvil por la Caracas de sur a norte. El sonido de un frenazo en seco llamó la atención del soldado que volteó a mirar. En el carro iba un capitán que lo llamó, así que Foqueo cruzó la avenida y se paró al lado del vehículo. El superior le dijo: –¡Soldadito hijueputa! ¿Usted no sabe que evadirse es un delito que incluso tiene cárcel? –¡Sí, mi capitán, ya me devuelvo! -¡No! ¡Súbase al carro que yo mismo lo voy a llevar! Foqueo asegura que, en ese momento, de verdad le pareció que la cosa estaba pesada, porque si evadirse es un delito, abandonar la guardia y el armamento es una falta aún más grave. Como llevaba puesto el fiyat encima del uniforme, el capitán no había visto la escarapela con su apellido, ni sus presillas, por lo tanto, no sabía quién era él, ni a qué contingente pertenecía. Se quedó un rato al lado del carro, mientras el capitán le repetía que se subiera. En ese momento decidió escaparse, motivado por la película de una posible reclusión formada en su mente. Estaba esperando la oportunidad para pasar la avenida, porque a esa hora de la madrugada el tráfico ya era nutrido. Atravesó la calle corriendo para entrar al barrio Tunjuelito, donde estaba seguro que podría escapar. Sabía que el capitán se demoraría dando la vuelta en el carro y, efectivamente, el capitán no pudo girar hacia occidente hasta que no tuvo el espacio para hacerlo. Nelson zigzagueó por varias calles, pero cuando se sintió seguro vio aparecer al carro del oficial que venía a gran velocidad. Empezó a correr otra vez, tratando de hacer valer las pocas cuadras que había tomado de ventaja. El automóvil se acercaba rápidamente, pero entonces la astucia de zorro iluminó al prófugo. Se metió por una bocacalle que solo tenía paso peatonal para virar hacia el sur buscando perderlo. - Tal sería la rabonada del capitán que se bajó del carro y dejó las puertas abiertas por perseguirme. Foqueo dio vueltas hasta llegar donde el capitán había abandonado el carro. En ese momento lo detuvo el cansancio y algo de sensatez. El oficial lo estaba alcanzando, porque estaba fresco, mientras que él ya sentía la fatiga de la carrera anterior. Si seguía corriendo lo atraparían de cualquier modo y cuando eso pasara estaría tan cansado que sería una presa fácil. Se decidió a esperarlo en posición de pelea, aunque sabía que iba

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a enfrentar a un hombre con entrenamiento en muchos tipos de combate cuerpo a cuerpo. El capitán llegó, se puso en guardia de la misma manera y lanzó el primer golpe que le dio en plena cara a Foqueo, reventándole la nariz. Después, le hizo una zancadilla, pero este se le agarró al cuello y tras caer al suelo, quedó en mejor posición. -¡Eso parecía la UFC, porque yo quedé con un brazo libre y empecé a darle codazos! Viéndose en desventaja, el capitán apeló al orgullo, que en todo hombre es enorme. –Listo soldado, ¡suélteme! ¡Déjeme parar! ¡Vamos a darnos como hombres, pero déjeme parar! -¡No, mi capitán! ¡No, mi capitán! Foqueo vio que el capitán estaba muy pálido, tal vez afectado por los golpes o porque la llave con que lo sujetaba del cuello lo estaba asfixiando. ¡Esta era su oportunidad! Se la iba a jugar. – ¡Listo mi capitán! ¡Vamos a darnos! ¡Lo voy a dejar parar, pero déjeme parar también! Se fueron soltando poco a poco hasta que de un tirón se incorporaron. Quedaron frente a frente y, con los puños en alto, empezaron a girar uno alrededor del otro. - Fue ahí cuando me di cuenta que todos estaban asomados a las ventanas disfrutando el espectáculo. Cuando Foqueo quedó del lado de la Avenida Caracas, salió a correr para atravesarla de nuevo, auxiliado por una fortuna extraordinaria, pues su carrera y el tráfico se sincronizaron para permitirle pasar sin problemas. Apenas llegó a la acera contraria se le subió a un bus que no detuvo su marcha. Mientras se alejaba, pudo ver por la ventana que el capitán llegó a la esquina y miraba para todas partes tratando de encontrarlo. Nelson se bajó unas cuadras más adelante, pasó por el centro comercial Caracas y entró a una panadería, donde pidió el favor que le permitieran un poco de agua. Una señora le pasó un vaso lleno, que bebió de un solo sorbo. El momento de alivio no duró mucho porque ya solo faltaban quince minutos para el cambio de guardia. Debía volver antes de que notaran su ausencia, pero el capitán podría estar buscándolo aún por el sector. – Como en la noche hace mucho frío, yo me ponía la pijama debajo del uniforme y encima el fiyat. Pidió más agua para lavarse la cara y compró una bolsa negra donde guardó el fiyat y el uniforme. Así, vestido solo con la pijama, cuyas mangas estiró para tapar las botas, y con el pasamontañas puesto, para ocultar el corte militar, quedó disfrazado y listo para emprender el peligroso viaje de regreso al batallón. Paraba en cada esquina para mirar que no estuviera por

ahí el capitán. Cuando llegó a la última calle se detuvo a esperar que de nuevo quedara un espacio en el tráfico para poder cruzar la avenida; cuando esto pasó, corrió hasta el muro, lo trepó como un gato y saltó al otro lado, donde su compañero de guardia, preso del susto, le apuntó con el fusil. - ¡Tranquilo lanza que soy yo! ¡Soy Fuquen, el que estaba de guardia con usted! - ¿Fuquen? ¿Qué le paso? - Después le cuento. Nadie se vanagloria de una hazaña sin completarla. Existía la posibilidad de que el capitán llegara a preguntar a los vigías de la zona si sabían sobre la fuga de un soldado. Todavía podía tropezarse con él y todo el esfuerzo habría sido en vano, incluso, sumaba la insubordinación a los cargos por los que podían acusarlo. Entonces, corrió a buscar al sargento encargado del relevo. - Fuquen, ¿usted qué hace acá?, ¿no debía estar prestando guardia? - Sí, mi sargento, pero tengo náuseas y dolor de cabeza. Me siento muy mal. - ¿No podía esperar un par de minutos a que lo relevaran? ¡Deme veinte de pecho y vaya a dormir! Foqueo me cuenta lo emocionado que estaba: - Ese día nos daban licencia, así que no estaría por la Artillería. Apenas llegué al alojamiento, cogí una tabla y empecé a golpear los catres. Gritaba: “¡Me salvé! ¡Me salvé!”, porque después saldría de civil para mi casa y el capitán ya no me podía atrapar. ¿Lo había logrado? ¿Ya era libre de las rejas que forjó en su imaginación? Aunque la Artillería es muy grande y en ella hay miles de soldados, en realidad aún le faltaba un último encuentro. Después de terminar el servicio militar, volvió por una recomendación personal que les había prometido un teniente. Iba de salida cuando lo vio que venía en la otra acera en sentido contrario. El capitán hizo una breve pausa como la de quien ve a alguien que le parece familiar. Nelson no se detuvo, ni cambio de dirección, eso lo pondría en evidencia. Agachó la cabeza y siguió de largo sin voltear; sin embargo, un poco más adelante, miró hacia atrás. El oficial estaba a unas centenas de metros observándolo todavía. – ¿Lo reconoció? - No sé. Solo se quedó ahí parado, mirándome. - Seguro lo reconoció, pero ¿por qué no le dijo nada? - No sé, tal vez pensó que en realidad esa era la milicia que necesitaba nuestro Ejército.

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MIEDO Y RUIDO

Ejercicio No. 1: Catarsis

Por: John Freddy Silva


A

quel lunes marcó el punto de partida de lo inevitable.

-¡Amigo mirón, únase al montón, su abuelo es campesino y usted es trabajador!

A las 4:30 de una tarde soleada de agosto, empaqué una ruana con la ansiedad del momento. Esa ruana, gris por un lado y blanca por el otro, primero fue de mi padre. Cuando la metí en la maleta, donde solía llevar revistas, frutas y hasta un portátil, supe que medía catorce pulgadas. Eso sí, doblada y doblada y doblada hasta donde ya no más.

Sombreros, cacerolas, pitos, ruanas, capuchas, pancartas, gritos, mujeres, rimas, ironía. Todo junto era el combustible para llegar a la meta simbólica. Yo marchaba adelante, pero no gritaba, a veces la confusión enreda mi audición. Percibía el sentimiento del coro indignado. La consigna insurrecta se abría paso a la Plaza de Bolívar. ¿Se redimiría la indignación acumulada por el silencio mediático?

La palabra indignación adquiría por aquel tiempo una fuerza insospechada para algunos, pero vital para quienes veían en los arbitrariedades de las últimas semanas una causa justa para cuestionar el poder. Las imágenes de los militares cometiendo actos de barbarie en contra de campesinos indefensos, llegaban como tristes mensajes desde todo el país. Ese país que no sale en televisión. - ¡Parce, ya estoy aquí! Estaba en pleno centro de Bogotá a las seis de la tarde llamando a un amigo, para saber cuánto tenía que esperar hasta que llegara. De mi hombro colgaba una almohada con estuche, o al menos así se veía mi maleta, que me atravesaba el pecho de izquierda a derecha. - ¡Parce, yo no tengo papeles! El programa había cambiado de un dueto a un solista. Me despedí con un: “Todo bien. Haga lo que pueda”. Desde el norte venía llegando a la carrera séptima con diecinueve un sonido extraño que interrumpía la rutina zombie de la calle.

E

scudos y cucharas, tapas sin ollas, voces que cantaban, un ejército sin armonía. Un ejército indignado. Las personas que sí existen estaban ahí. La verdad los despertó del sueño que pagaba los recibos y los puso a caminar juntos. Me uní a aquel ejército, que con sus sonidos metálicos y voces sinceras hacían eco en los edificios de la séptima. Una y otra vez rebotaba su coro desafiante, porque estaban putos. Los caminantes reflejaban su indignación en los rostros desprevenidos de los transeúntes, televidentes sin televisor, desorientados sin la pantalla. Eran ocho calles de preámbulo, para algunos más, para otros menos. El ruido era más fuerte que mis pensamientos. Había pasado un momento desde que empecé mi caminata con aquel grupo y, como si fuera parte de un entrenamiento riguroso, solté las correas de mi maleta. Así liberé la fuerza que le otorga a una persona común el uniforme de la razón justa. La ruana caminaba conmigo. La ruana existía. El Paro Nacional Agrario y Campesino marchaba en Bogotá.

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El entusiasmo después de cada rima era extraño, así como la sensación de seguridad que generaba. El cielo estaba pleno. No llovió. La Plaza esperaba a sus invitados musicales. Allá parados en una hilera, sobre las escalinatas del Capitolio Nacional, con la oscura servidumbre que deshonra la libertad, el escuadrón de las mentiras esperaba detrás de sus escudos. Eran tan pequeños (¿Los escudos o el escuadrón?). Las vallas de contención nos separaban a nosotros de ellos y a ellos de la realidad. La ira acumulada por la injusticia se hizo sentir con fuerza en la sinfónica de patadas y sacudones que siguió. Las vallas comenzaron a sentir al colombiano puto. Al comienzo, dos o tres personas; luego, diez o veinte; después, como si abriera un sendero, me uní al grupo. La barrera entre lo que está o no está bien se debilitó a jalonazos. Lo que estaba pasando no figuraba en ningún manual o, al menos, no en uno conocido. Vale la pena aclarar que para todo hay manuales, caletos pero los hay. Lo comprobé después. Derribadas las primeras vallas, las otras cayeron fácilmente. Todas estaban unidas, como las mentiras oficiales. La puerta se abrió. -¡Vamos pa’ arriba! Mientras aquellas personas llenas de orgullo avanzaban por las escaleras, yo solo me acordé de la imagen de una mujer que, con el pecho desnudo y sosteniendo una bandera, guiaba a la gente hacia la libertad. Bueno, de eso y de una escena de El Patriota con Mel Gibson. Irónico, ¿no? Desde las escaleras tomadas vi la magnitud de la convocatoria. Entre ruidos metálicos y consignas, la plaza comenzó a llenarse. Yo, unos peldaños más abajo, ayudé a alguien a arrancarle la lámina a una de las vallas caídas. Primero a patadas, como matando al diablo. Cuando ya estaba suelta de un lado, la halamos hacia arriba. El armazón pelado se veía como el esqueleto de un monstruo abatido. Ahora era de nosotros, un instrumento para traducir la rabia.


La furia incontenible de la gente se puso a prueba cuando, en un intento desesperado por retomar el control de la situación, una tanqueta y una avanzada del grupo de reacción irrumpieron por un costado del Palacio de Liévano. La respuesta fue espontánea. Ahora que los de verde eran el centro de atención, los manifestantes arremetieron hacia ellos, decididos a lo que fuera. Los policías retrocedieron. Más tardaron en llegar que en irse, expulsados por la multitud, entre chiflidos y puños arriba. Ese lugar no les pertenecía, nunca les ha pertenecido.

C

on un refuerzo metálico de la valla violentada improvisé lo que a un tambor vendría a ser una baqueta, un golpeador, no sin antes darle a la misma lata con la mano desnuda. Los bordes filosos del instrumento me causaron algunos cortes en los dedos. Con la destreza cavernícola del caso (a porrazos) logré darle una forma más o menos redondeada a lo que transversalmente parecía una U con dos pestañas en los palitos. Por el resto de la semana, me acordé de aquella noche ruidosa cuando metía las manos en los bolsillos. Antes de ser un percusionista invitado, había estado entre la gente que parecía querer asaltar el Capitolio. Ahí, en el último escalón, a unos centímetros de la hilera de niños-robot, con una mezcla de tristeza y rabia, les preguntaban cosas como: - ¿Por qué son así? ¿Por qué hacen esto? Otros les recordaban su condición: -Sus papás son campesinos. A ustedes también los explotan. Las estatuas no contestaron. Ahora me asalta una pregunta: ¿si alguien lo hubiera exigido con el ejemplo, habríamos entrado al Capitolio? La duda me surge cuando me acuerdo que alguien gritó: -¡Que se sienta que estamos putos! A lo que otro más contestó: -Ellos no saben qué hacer. No hay nadie que les diga. Mientras la gente vitoreaba su ira y su reciente dignidad, de espaldas a aquella hilera de negro, perdió terreno ante una arremetida que duró un paso. El escuadrón antidisturbios (con acento en turbios) quería intimidarla haciendo alarde de su organización. No surtió efecto. Los gritos se intensificaron. La gente seguía llegando. La ira ya no dormía. Todos querían ir, gritar y pararse allá, al final de esas escaleras sin significado, sin gloria, sin dueño, donde el e.s.m.a.d defendía la idea que los alimenta. A ritmo de tambor, la música se abría paso también. Una fila

de unas veinticinco personas, más ruidosas y alegres que las otras, entonaba cánticos y mantras. ¡Sí! Los que no podían faltar, para exorcizar la estupidez de todos los años, bailaban, cantaban, subían y volvían a bajar, como si fuera una fiesta, como si no hubiera temor. Todos agarrados a la cintura del último monje naranja. Krishna participaba con una delegación. Algunos simplemente tomaron posesión de esas escaleras con el derecho que les otorgaba una pancarta gigantesca. Era como llegar a la cima de la montaña soñada. Desorden de banderas, discursos de Gaitán por megáfono en bicicleta, muchas ruanas, agua aromática, tombos, cacerolas, metaleros, amas de casa, gaitas, fotógrafos, estudiantes… El evento parecía tener ciertos picos de atención con la llegada de malabaristas, payasos, monociclos y gente que escupía fuego, con lo que disminuía la tensión reinante. Era el circo, literalmente. Entre ese caos aparente, la Plaza se volvió una sola melodía cuando esa locomotora imparable, que consume el miedo y lo vuelve batucada, comenzó a sonar. ¿Cuántas mujeres eran?: ¿tres?, ¿cuatro?, ¿cinco? No eran muchas, pero fueron las más estruendosas. Retumbaron como cien tambores de batalla, como millones de voces que hacían de la frase “La revolución es una fiesta” una ruidosa realidad. Le pusieron sabor a la cosa. - ¡Déle más duro! Mis oídos y mis manos comenzaron a debilitarse tras una hora y algo más de percusión liberadora. Mi ruana se convirtió en un sauna incómodo. Una voz acogedora me susurró al oído. ¡Sí! ¡Había alguien conocido en aquel carnaval! Aunque nos habían presentado hacía unos pocos meses, la inesperada visita me refrescó. Solo duró un instante aquel encuentro de sonrisas confusas, pero sinceras. Como llegó se fue, de sorpresa. Dos conocidos que se encontraron en un momento extraño, eso fuimos. Otros dos compañeros del barrio se acercaron después y chocaron su indignación contra mi puño, como quien se encuentra en tierras lejanas y se alegra de compartir una experiencia que no captura la cámara.

E

l tiempo vuela y ese lunes dura dos horas y algo más en mi memoria. Si preciso recordar aquel día, solo guardo algunos segundos de metraje (el cerebro selecciona lo que es útil y descarta el resto), imágenes de vuvuzelas, sombreros, cucharas, voces, tambores, pancartas, ponchos... A las 8:30 de la noche, sin frío, algo ansioso y con un nivel de sordera considerable, decidí marcharme. No había miedo. Le di mi golpeador a alguien que acababa de llegar y que ablandaba otra lámina a mano limpia. Me despedí. El martes tenía que volver a la Plaza.

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Intentábamos recuperar algo perdido.


ENTRE LATAS Y PERROS MUERTOS Por: Margarita Turriago


H

acía varias semanas me rondaba una idea o, mejor dicho, una preocupación. Por eso cuando lo vi me dirigí a él con un poco de temor y recelo. Era un hombre de rostro quemado por el sol, contextura mediana y cabello un poco largo, con mechones que salían de su cachucha negra. Tenía un overol azul parchoso por la mugre y unas manos gruesas y percudidas, que sumados a la falta de los dientes frontales, le daban una apariencia extraña. -¡Señor, señor!-, lo llamé. Me miró con asombro. Un rato después, salió de mi casa con un televisor al hombro. Así fue como saqué de mi casa aquel aparato. Su imagen era distorsionada y había que ponerlo a calentar para que prendiera. Fue un buen acompañante. De ahí salieron muchos seres que me causaron frustración, alegría y, a veces, tristeza. Personajes que te ofrecen desde un té sin azúcar hasta un automóvil último modelo. Era mi televisor el que ahora pesaba en el hombro de Jorge. Mientras se pasaba la mano por la frente llena de sudor, me dijo: -En este trabajo uno se jode mucho. A mí me ha tocado reciclar desde los ocho años, porque mis padres se separaron y me tocó llevar del bulto.

D

esde un barrio del sur de Bogotá, en el último rincón del cerro, Jorge sale apresurado de su casa antes del amanecer. Lleva un palo en la mano y un costal que le cuelga del hombro derecho. El frío le congela los huesos, pero no importa, hay que estar en la jugada antes que alguien pase primero y le gane la recogida. Llega a un montón de basura. Empieza a romper una bolsa negra, mete sus manos y saca pedazos de papel, una cebolla podrida, un pan viejo, una botella desportillada y hasta una rata muerta.

Jorge abre ilusionado la bolsa. Saca una lata de cerveza de la que cuelga un pañal cagado, sin ningún escrúpulo la limpia con un trapo y la mete dentro del costal. Seguimos caminando. La gente nos mira, unos cambian de acera, otros no. -Los niños me tienen miedo. Yo oigo cuando las mamás les dicen: “Córrase pa’ este lado que ahí viene el señor del costal”. También los asustan conmigo. Les dicen: “Ahí viene el loco, el patas o el chiras, que se los va a llevar por no hacer caso”. Su semblante cambia en ese momento. Se torna serio y a la vez triste. Sus ojos siguen buscando en cada montón de basura, en cada trasto viejo, tal vez un sueño, tal vez una ilusión. La ilusión de conseguir unas monedas para comprar algo con qué hacerle el almuerzo a sus tres hijos: uno está en el jardín, los otros dos están en la primaria. -Yo sí les pienso dar estudio, así me toque partirme el lomo. Ya Bienestar Familiar intentó quitármelos diciendo que yo no les puedo dar una vida digna, por eso les he demostrado que sí los puedo mantener.

D

espués de caminar varias cuadras nos detenemos en otro montón de basura, pero ya habían llegado unos vagabundos. Algunos perros se le habían adelantado. Un grandulón mete con fuerza el hocico dentro de la bolsa, mientras saca algo de comer. Otros perros tratan de alejarse tímidamente cuando los espanta con el palo. Lo veo sacar un tarro de leche, lo pone en el suelo y lo aplasta con los pies. Ese tarro que para mí no vale nada, a él le representa una moneda de cincuenta pesos. Hala unas cajas de cartón que despedaza y organiza una sobre otra. -Chiros viejos no me gusta recoger porque nadie los compra y uno se encarta cargándolos-, me dice. Levanta una bolsa que muestra:

-¿Si ve? ¿Si ve? Es que la gente revuelve todo. Si, por ejemplo, la gente separara lo que sirve y lo que no, a uno le quedaría más fácil. El olor de la rata me hace alejar unos pasos. Veo venir un hombre bien vestido. Trae en sus manos una bolsa negra que lanza cerca de nosotros. Se limpia sacudiéndose las manos, al parecer, como si quisiera limpiar su conciencia.

-Mire como botan la comida. La abre y mira: era arroz y papas con guisito. -Se ve como bueno-. La vuelve a dejar en el suelo. -Dejémosela a los perros, que se la coman. Unas voces interrumpen este momento. Llegan dos hombres que también cargan costales al hombro, sus

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rostros demacrados, las uñas negras. Hacen un barrido con esos ojos rojos llenos de agresividad. Luego se alejan tambaleándose. Jorge se da cuenta que estoy un poco asustada, sonríe y me dice: -Esos también reciclan, pero lo que cogen se lo consumen en vicio. Hay que tener cuidado porque cuando están llevaos son peligrosos. Hace una pausa, toma aire y continúa: -Sin embargo, son peligrosos. Todas las mañanas al salir de mi casa me los encuentro y me da miedo que me atraquen. He visto como han atracado a varios.

L

a tercera parte de los residuos que botamos pueden ser reciclables. Esto pudiese ser el 35% de los desperdicios que llegan al basurero Doña Juana. A todos nos atañe y nos afecta la calidad de vida. Por cada mil kilos de papel reciclado se pueden salvar quince árboles. Eso no lo entiende Jorge, él no conoce de cifras. Estudió hasta segundo de primaria y solo sabe sumar y restar las pocas monedas que se gana, con los kilos que entrega en la chatarrería conocida.

S

on las once de la mañana. Jorge se ve un poco cansado. Escarba más lento entre las bolsas que va apartando. Tiene los labios resecos y la cara enrojecida por el sol. Sin embargo, no pierde la concentración en su trabajo. Selecciona cada lata, cada tapa metálica, cada papel o cartón y cada botella de vidrio, de esas que muchos sacamos de nuestra casa por no encontrarles utilidad. Esa es la vida laboral en la que se desempeña Jorge. Él recoge lo que los demás consideramos inútil y desechamos en bolsas negras los días en que sabemos que los carros recolectores pasan limpiando las calles.

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Ya completamos seis horas de camino desde que salimos de su casa. El costal que lleva sobre el hombro lo hace ver más pequeño entre la montaña de reciclaje que le cae por la espalda. De todos modos, no nos detenemos. Jorge sigue cargando y descargando el costal en cada montón de bolsas negras, que encuentra tiradas en las esquinas o en la mitad de las cuadras. Él sabe que estoy cansada. Me mira por debajo de su cachucha, percudida con la mugre, y por detrás del overol azul, que destila un fuerte olor entre sudor y hedores insalubres. Hago un gesto de desagrado para evitar no incomodarlo, pero él se da cuenta y me dice: -Esto no es nada. A veces uno se encuentra perros muertos, de esos que atropellan los carros, y eso sí que huele maluco.

L

os vuelvo a ver. Son dos hombres jóvenes de ojos rojos y costal al hombro. Si no estuviera con Jorge los hubiese evitado, me habría devuelto de la cuadra en la que fuera, girando por otra esquina, o simplemente me habría metido en cualquier tienda con la excusa de comprar algo innecesario. Era Jorge, eran ellos. Cuando pasamos por su lado, el hedor fétido se triplicaba. Finalmente, no les encuentro diferencia. Nos encontramos juntos separando lo comprable entre lo reciclado en la puerta de la chatarrería. Ellos también venden allí donde lo hace Jorge. Aunque mucho es reciclable, una tapa llena de barro, un cartón manchado con jugos orgánicos, pastas de cuadernos y libros, se convierten en basura que volverá a hacer parte de ese 60% de desperdicios que llegan al basurero Doña Juana y que Jorge no pudo rescatar.


Guayabo del fútbol Por: John Alexander Díaz

G

El fútbol y el hombre

uayabo saltó con incredulidad frente al televisor, en una reacción dual de alegría por el gol que se estaba gestando y un no-te-lo-puedo-creer por la frustración que dirigió en segundos el travesaño con su propia batuta. El zapatazo firme de Teófilo Gutiérrez contra la pelota se perdía por la irrupción del palo e’ mango. Eran las tres de la tarde y la Selección Colombia buscaba la clasificación al mundial, después de dieciséis años sin asistir a una Copa del Mundo. Teníamos un pie en la escalerilla del avión rumbo a Brasil 2014 y el alma puesta en ese partido. Íbamos perdiendo tres a cero contra Chile y, tras un primer tiempo desastroso, era muy difícil cambiar la historia. El segundo tiempo arrancó con una pelota confusa que pegó en el palo y un cuasi gol que antes fuera palazo, lo que prendía de nuevo la fiesta en el estadio. Era el hombre y el fútbol juntos, el ave fénix de una nación. Así lo vi venir. Trayendo consigo la tranquilidad de un muchacho de veintipico de años, pero el agite de las responsabilidades de la vida. Estaba contento. No sé claramente el motivo de su dicha, pero irradiaba los matices de quien es feliz con lo que hace. Aquella era la primera vez que lo veía.


Estreché su mano panelera de kilo y medio de peso y soporté con la mía su temeroso saludo. Es buena persona, argüí. Mientras me calzaba los tenis rotos, en la cancha de microfútbol, supe que compartíamos algo, con solo intercambiar el saludo y alguna frase monosilábica. Al fondo calentaba el equipo rival. La luna estaba enorme, blanca, sobrepuesta como un gigante foco sobre la noche. A nadie le importó. Guayabo rodeó la cancha una y otra vez como si buscara algo. El silbato metido entre sus labios llamó la atención de todos. Se paró sobre el círculo blanco de la mitad, en su papel de réferi, imitando, con sus dos brazos largos como las hastas de un helicóptero, a cualquier árbitro que invita a los jugadores a que lo rodeen para dar las últimas instrucciones antes del partido. Me temblaba el pecho. Hacía mucho frío y los nervios me invadían como a un principiante. Fui hacia él, subiendo y bajando las piernas en actitud de calistenia. Hasta ahora era el primer pitazo y todavía planificaba con su escuadra el tipo de juego que quería mostrarle a los espectadores. Guayabo hacía de juez y entrenador de turno. Lo vi correr como una gacela hasta la tarima para anunciarle por micrófono a la comunidad del barrio Cazuca el partido programado para las seis de la tarde. Ese fue el primer asombro que me llevé en la noche. No eran las seis de la tarde, sino las siete y un ratico. No importó. Aunque la luna estaba bien puesta sobre el cielo negro, no se veía claramente. Sonaba un dance en los parlantes estrepitosos y los zapatos desgastados de Guayabo venían a pararse otra vez sobre el círculo blanco de la cancha. Tercer pitazo. El partido que iba tres a cero en Barranquilla hacía que las uñas se desgastaran en los dedos colombianos. Todos nos las comíamos; sin embargo, Falcao, Teófilo y Pékerman nos seguían inyectando tranquilidad, como una enfermera que apacigua profesionalmente a su paciente agitado por la despedida. Perdíamos. Todos nos los metían. Estaba exaltado, pero no perdía la confianza del equipo. El técnico no la tenía. Me sacó del partido. No entendía del todo, pero pude ver en su rostro apresurado una acusación por codazos, amarres de camiseta y zapatazos al aire. No era el mejor partido para ninguno. De nuevo olía a pan. No había dicho que oliera, pero de nuevo olía a pan. Salí. Se acababa para mí un partido que había empezado como una exhibición de buen deporte y demostración de superación personal, y se había desarrollado entre riñas de amigos, luego superables. Nos miraban los niños y sus padres desde las tribunas. No podían ser olvidados: eso pensé luego con la cabeza en frío. Seguía oliendo a pan.

Volteé la cabeza. Venía el negro con el balón a tres dedos con intensiones de pegarle al arco. Fue gol. Ahora el partido iba tres a uno. Se podía empatar y eso gritábamos con el técnico que animaba desde afuera. Recordé a SúperPékerman, el técnico de la Selección Colombia, que no se inmuta ante la adversidad, sino que sereno replantea las jugadas para conseguir lo que todo equipo y todo hombre quiere conseguir: ganar. Sacarle un triunfo a la vida. Así empatamos. La analogía con el partido clasificatorio del combinado nacional frente a Chile nos salió perfecta. Igual, de todos modos, no dejaba de oler a pan. Parodia simple de Pandillas, Guerra y Paz

L

o vi de nuevo. Venía tranquilo con las manos metidas entre los bolsillos de unos pantalones dos o tres tallas más grandes que él, una camiseta desgastada por fuera de la pretina y una gorra con aleta en tubo que le tapaba toda la frente morena. Le di la mano y bajamos por las calles, empinadas como rodaderos, hasta su lugar habitual de trabajo: la cancha de fútbol. No era cierto. Guayabo era panadero. Eso me dijo cuando le pregunté de qué se mantenía. Pasó un déjà vu. Todo olía de nuevo a pan fresco. Las calles venían detrás nuestro cayendo en recta escuadra como queriéndonos atrapar con su gigante mano en batea. Todo seguía oliendo a pan. Sentía que bajaba por la falda interna de un volcán sin lava camino al averno. Nadie me recomendó no mirar atrás. De todos modos, eran las tinieblas a las que caíamos llenas de muchachos de ojos rojos y colas de caballo en corte zeta. Estaban parados en las esquinas, con sus pantalones caídos; las camisetas de Nacional, América o Millonarios y las zapatillas de cordones amarrados en ojales largos, que con los pasamontañas les daban la perspectiva de ser cantantes de rap. Ahí casi que entendí donde nacen y se hacen los Mc, cantantes flow de los buses, la escena bogotana del reguetón y los jóvenes compa-ñeros de la city city. Estaba otra vez frente a las Gotas de Rap de Las Cruces, el Big-Boy sabanero, los Wisin y Yandel de la montaña, The Old School Of Cazuca. A eso sonaba. No me asusté, a pesar de que brotaban de todas partes con su caminado de pato defecado. No tuve tiempo de tonterías. Esto era serio. Guayabo ahora era panadero y todo su historial se me revolvía. Era su vida un símil con un guayabo de farra. Necesitaba pronto encontrar un analgésico que le diera coherencia a mis pensamientos. Muchos antecedentes me oprimían. Casas elevadas por encima de mi cabeza que se soportaban con sus uñas de acero sobre los desfiladeros de la montaña. Un serial de muertos sin asesino presentados en todos los periódicos, que aparecen por ahí botados regularmente. Una continuidad recurrente de perros. Señores malacarados y silencios al paso del desconocido.

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Miré a Guayabo. Él estaba tranquilo. Se movía como flyper en sus aguas, como Falcao en las canchas de fútbol, como los émulos de raperos en las esquinas del barrio, como los niños que pateaban la pelota soñando su mejor partido, con los zapatos rotos y las piernas chorreadas de varios días de mugre arriba. Jugaban en lo que parecía un lote baldío, una precaria explanada, un pedazo de tierra que no es finca, no es casa, menos antejardín. Allí sueñan a ser Falcaos y eso es lo mejor, que sueñen. -Mejor que estén en la cancha y no en las esquinas, mirando a quién robar o fumando marihuana, oliendo perico o hasta bazuco-, eso me dijo tranquilo. Tres niños jugaban mete-gol-tapa y, media cuadra más arriba, un grupo de mini-raperitos intentaban no ser vistos mientras se metían a horcajadas en un lote baldío. Parece de mentira. -Mírelos-, me dijo, mientras señalaba con su mano grande y joven, -Esos de allá no salen. Se meten allá y luego al rato los vuelve a ver uno con los ojos metidos entre el culo y vienen luego a pedir monedas con un pisquero a veces hasta a bazuco. Esos parecen ya estar perdidos. Parecía crudo, un poco severo. La realidad no era como yo hubiese querido que fuera, solamente la parodia repetida de una novelucha del canal RCN, prime time infantil, llamada como la cotidianidad de muchos barrios pobres: Pandillas, Guerra y Paz. Era verdad y se veía a simple vista, a tiro de águila. Todo parece un resumen. Algunos niños, y otros menos niños que llegaban a la cancha, lo saludaban con el apodo respectivo: Guayabo. Esos niños ya no respetan, ¿cierto?, pensé solamente, mientras él los ordenaba en equipos. Parecía el comienzo de una nueva historia. Sin embargo, no era más que el hilo consecutivo de la labor de vida de Guayabo. Llegaban más niños y más niños. Otros menos niños, igual que los primeros, venían en grupos de dos en dos, de dos en tres, de tres en tres, a sentarse en las gradas, a reunirse en los pastales de piedras y barro alrededor de la línea blanca; sobre los horizontales de las arquerías, de donde Guayabo los bajaba a voces; encima del pequeño morrocote de tierra inclinada, que en momentos es tarima y que sirve de línea horizontal, contraria a las gradas que se llenan constantemente con niños y menos niños. Reuniones enormes de niños y niños y niños, de las que me hablaba Guayabo, tras el gusto de una pelota y la voz de su líder. El fútbol los convoca. A veces, cuando miro los partidos, pienso al contrario de mi mamá, que realmente el fútbol no son solo “once pendejos detrás de una pelota”, sino que sí sirve de algo. Como país podríamos tener a un Tigre Radamel que

vendiera droga en las esquinas de Santa Marta, que asaltara señoras a la salida de un centro comercial, a un cabecilla de cualquier grupo o, simplemente, a un hincha furibundo que cada domingo destrozara los estadios y apuñalara a otros hinchas de camisetas con colores distintos. Ahora pienso: menos mal hubo un descubridor del buen fútbol a tiempo. Ya no era el único. Compartíamos con Guayabo, además de los zapatos rotos de aquel juego nocturno, el trabajo de enseñanza con los niños y la idea de que el fútbol, aunque parezca el juego más tonto del mundo, puede revivir las conciencias de las personas y traerlas, con las únicas ganas de soñar, hasta una cancha embarrada. -Muchas veces es difícil, pues solo es invitarlos para brindarles únicamente juego, juego de fútbol-, me decía Guayabo y lo entendía casi a la perfección. A mi alrededor, veía niños con los mocos por fuera, los pantaloncitos cortos desliéndose de viejos y sucios, los ojos redondos y grandes de tantas experiencias vividas en el barrio, las vulgaridades más grandes que las groserías y estas más grandes que ellos, las peleas monumentales por una simple moneda, el hambre criándose en madriguera dentro de sus cuerpos, para luego reproducirse en más pobreza y necesidad, que posiblemente los llevará a pararse en las esquinas, dimitiéndola con drogas baratas o siguiendo el olor a pan del único Guayabo que cosecha niños contentos de fútbol y no guayabas frutales. Tiro y empate

M

e extrañé. ¿Cómo así que panadero? A Guayabo yo lo había conocido como mensajero de Radio Rumbo de Soacha, líder de la fundación Tiempo de juego, instructor de fútbol, DJ de la emisora comunitaria de su barrio, árbitro de partidos, productor de eventos, animador de programas barriales y repartidor de agua y gaseosa en un triciclo por Teusaquillo. Ahora me enteraba que también trabajaba en una panadería. ¡No jodás! Quise preguntarle en algún momento ¿por qué un joven que no tiene un trabajo asegurado, ni una vida laboral fructuosa, dedica su tiempo a robarle niños y jovencitos a las drogas, a la violencia, al asalto y a las esquinas? No obtuve respuesta. De nuevo recordé a Pékerman que, cuando tuvo que manejar taxi después de su retiro como futbolista, no dejaba de buscar jugadores por gusto, soñando ser algún día técnico de una selección nacional. Le di mi mano antes de irme y lo dejé con su olor a pan, encantando a los niños de Cazuca con el fútbol y haciendo soñar a un país con que muchos de estos niños quizás nos llevarán a los mundiales del futuro.

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DE PASEO EN MI MEMORIA Por: M贸nica Tatiana Jara

Fotograf铆a: Morris


No nos bañamos dos veces en el mismo río -Heráclito

Y

la vida pasa. Lo difícil es recordar qué es eso que fuimos, qué somos, qué seremos. Un viaje por los recuerdos de lo que fui para ahora ser, una resistencia ante el olvido. Cuando supe que viviríamos en Usme, recordé de inmediato las caminatas matutinas de los domingos hacia este pueblo que tiene la panadería en la esquina de la plaza, los piqueteaderos, las carnicerías, donde mi madre compraba la carne de res porque allí es más barata que en Bogotá, la registraduría donde saqué mi tarjeta de identidad, el parque en el que me inicié como jugadora de baloncesto, el hospital en el que me cosieron la cabeza y el río. Cuando el río suena, piedras lleva, y este sí que me estremece; sin embargo, para llegar a conocerlo y sumergirme en él tuvo que pasar bastante tiempo.

H

ace mucho no se celebraba tan fervientemente año nuevo en casa. Cuando se podía usar pólvora, acostumbrábamos a quemar el muñeco del año viejo. Era divertido ver cómo en cada esquina del barrio había una hoguera. Dejamos de hacerlo cuando un vecino, entrado en tragos, encendió el volador del muñeco haciendo que revoloteara sobre nosotros justo antes de quemarse por completo. Vivíamos en Monteblanco, en una casa prefabricada. Como el lote era grande, disfrutábamos de la cosecha de los árboles de durazno y brevas. Para llegar a la avenida Usme debíamos subir alrededor de media hora o más, dependiendo de las condiciones climáticas, porque la pavimentación era apenas una ilusión; así que las calles eran unos barrizales enormes, sin alcantarillado, por donde los excrementos viajaban a lo largo del camino. Mientras los adultos bailaban, con mis amigos usábamos las hojas de periódico y los cuadernos del año anterior para encender la fogata y así poder jugar a las escondidas. Siempre me gustó la cercanía de la quebrada Yomasa, el sonido constante del agua pura que bajaba a tan solo unos metros de distancia. Me escondía muy cerca a la orilla, pero el sueño vencía el juego a eso de las tres de la madrugada. Era hora de descansar. Nuevo año. “No hay clase” anunciaba el letrero puesto en la entrada de la Escuela Serranías. La felicidad me invadió, quería irme a mi casa, pero, entonces, vi a mi hermana mayor que, abrazada a su primer novio, me dijo: -¡Vamos pa’l río! Tranquila, que no pasa nada. Eso me generó desconfianza. Nunca habíamos salido tan lejos y sin permiso. Ir hasta Usme fue todo un reto. No me gustaba caminar. Después adquirí ese hábito. Finalmente, llegamos. Como era la más pequeña me dejaron cuidando los uniformes de todos y no pude hacer nada más que observar el agua cristalina, parecidísima a la que llega por el tubo a mi casa. Aquella tarde, me dieron ganas de llorar cuando mi madre preguntó cómo nos había ido y qué tareas teníamos. Me sentí usada, todos ellos de quinto y yo apenas una impúber de segundo. Además, ni siquiera me mojé en el Tunjuelo, terriblemente frío, según decían todos.

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C

on mi hermana menor jugábamos en los potreros donde ahora quedan el Portal de Usme y el centro comercial Altavista. Había una laguna que funcionaba como piscina para algunos, pues varias veces vimos personas que allí se bañaban. Nunca nos metimos, pero sí incursionamos por ese potrero desértico en el que solo se hallaban árboles a lo largo del muro que rodeaba la ladrillera Santafé. Una vez encontramos la casa de un habitante anónimo, vagabundo. Había un colchón, material de reciclaje: plástico, madera y cartón. Supongo que entramos por el baño, olía hediondo. Sentimos miedo de pensar que llegara el dueño, por lo que abandonamos el sitio rápidamente. Después de una oleada de violencia, nos prohibieron bajar por allí solas. La loma era baldía, solitaria, pero bella, al fin y al cabo. Un contraste de paisajes que me gustaban. Nos atraía caminar sin rumbo y por ello fuimos a dar al bosque que atraviesa todo el Danubio Azul, por Cuatro caminos. Por ahí baja la quebrada Hoya del Ramo, que ya estaba contaminada entonces. De ese lugar tengo malos recuerdos porque allí encontramos a Jerry, nuestro perro de toda la vida, muerto por envenenamiento. Era un sitio pantanoso, enrastrojado y lleno de basura. Algunos contaban que en él se ahogaron varias personas y una manada de cerdos. Contra el muro de la ladrillera, donde se leía el grafiti: “¿Qué éramos y qué hicimos?”, desembocaba todo lo que se tiraba al caño desde la Fiscala Alta. Hace poco regresé al barrio y las urbanizaciones revolvieron mis recuerdos. Yo vivía en el sector del Porvenir conocido como El Plan, frente al cerro y al lado de una ladrillera. Adentro se escuchaba el ruido de las máquinas y había un pozo de agua para el corte y lavado de los ladrillos. El bosque ahora tiene senderos de cemento y señalización. Uno puede pasar con facilidad la quebrada por unos puentes de madera, cosa que no era posible hacer antes, pues solo había una pequeña calzada de tierra. En Cuatro Caminos se adecuó el paso peatonal, aunque todavía uno puede mirar hacia donde antes estaba el muro e imaginarse como era toda la zona, porque aún no se ha construido nada allí. Asimismo, las ranas le cedieron su charco a los habitantes de Altos del Portal. A veces evoco el canto del cucú cucú todas las noches. El desierto se acabó y ni hablar de los oasis.

E

n Usme todavía me siento como parte de una invasión. Mi familia celebró el hecho de adquirir casa, pero en el pueblo se escuchan voces contra las urbanizaciones. Debía levantarme temprano y eso significaba dormir poco. A media noche aún estaba despierta. Salí a congraciarme con mis vecinos. La escasa pólvora y el reflejo de los juegos pirotécnicos me

presentaron este nuevo año. La música no ha cambiado y ahora soy yo la que baila con Los 50 de Joselito, mientras los niños juegan en el parqueadero, vigilados de cerca por el celador para que no dañen ningún carro. Al cabo de unas horas, estaba llorando por culpa de la cebolla, pero el tomate me sirvió de remedio. El cilantro me recordó a doña María, la que llega hasta mi casa recogiendo los hollejos para los marranos y ofertando la cosecha: las habas, el cilantro y el nabo para los pájaros. Los fines de semana la veo echando pola en El campeón y pienso que se lo merece como recompensa a la rutina diaria de la ganadería. María huele a tierra y viste siempre con botas campaneras y cachucha. Un día me contó cómo fue que llegó a Usme. Vivía en Nazareth, un corregimiento de Sumapaz, desde donde se tardaba dos días en bestia, guiándose por el río, para llegar hasta la estación del ferrocarril de La Requilina. En uno de esos viajes se enamoró y se quedó viviendo aquí. Le pregunté por el lago de la hacienda La Esperanza, que estaba donde ahora solo hay apartamentos. Me dijo que ese era un lago artificial construido por un señor de apellido Matallana, un antiguo dueño de estas tierras, famoso por maltratar a sus trabajadores. También me contó que donde ahora está la estación de servicio Santa Librada había una laguna natural en la que decían que el patrón arrojaba a sus obreros muertos cuando se le iba la mano en los castigos. El carro del mercado estaba listo: carpa, leña, papas, carne y ají. Emprendimos el descenso hacia el típico paseo de olla en familia. Cansada como iba, pensé en lo fácil que les tocaba el transporte a los que viven a solo treinta metros del Tunjuelo. La orilla estaba completamente llena: carros, buses, motos y una infinidad de carpas. Debíamos encontrar un rinconcito para nosotros. Mi madre miraba el escenario con amargura. Nos había advertido que llegáramos temprano. Cuando nos acercamos a un lugar que creímos despejado, unas personas vestidas solo con chingue nos advirtieron que aquel rincón ya era usado como baño público. Al menos ese mierdero no iría directamente al río. La gente se sentía feliz sumergiéndose en el agua. Yo no pude. No he podido. No sé nadar y creo que es por miedo. Un miedo que debe sentir el Tunjuelo, que cruza por entre canteras y cemento, desviado de su curso natural, que lo obliga a inundar los barrios de su cuenca baja. Miedo de morirse solo, porque los capitanes, sus peces de antaño, abandonaron el barco. Miedo al agua. Miedo que sentí cuando tuve que aprender a coger bus para mi casa. Aquél año terminaba mis estudios en La Fiscala, pero ya vivía en Usme y el paso por el camino de la ladrillera era peligroso. Miedo que me hace ser más usmeña que antes.

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