Pecados capitales: una historia literaria El pecado ofende a Dios. El delito quebranta el pacto social. ¿Cuál de todos es el más pernicioso? Edgar Krauss
T
ras un breve repaso de los llamados siete pecados capitales, cualquier persona con un ápice de honestidad se dará cuenta de que ha incurrido en varios de ellos, y más de una vez. Somos, pues, pecadores impenitentes. El pecado implica vicio y decadencia moral, que resultan contrarios a casi todos los modelos de vida virtuosa conocidos hasta ahora. Si bien dos de los pecados implican desmesura con relación al cuerpo, como la incontinencia al comer y beber, señalados como gula, o la indomable pulsión sexual
de la lujuria, los demás pecados —ira, pereza, avaricia, soberbia y envidia— están relacionados con los vicios del alma. Si los comparamos, hay al menos dos de ellos que se contraponen: pereza y avaricia, ya que se supone que la ambición jamás descansa, aunque lo cante Gardel en un conocido tango. Por su parte, la ira y la soberbia sí que están muy emparentadas, ya que una de las formas infalibles de exaltar la rabia es ofender el ego de una persona insegura de sí. Nietzsche escribió que nada ofende más a nuestra propia vanidad que la vanidad ajena. En la mentalidad judeocristiana, la idea del pecado implica una transgresión a las normas divinas. El pecado ofende a Dios porque incita a romper su normatividad, y los pecados constituyen una tentación permanente de las almas débiles, que suelen dejarse arrastrar por sus bajas pasiones, como lo describieron los teólogos monoteístas, entre los cuales se cuenta el doctor Tomás de Aquino. El pecado es la consecuencia del imperio de los vicios, que busca imponerse a
La secularización ilustrada de la moral trasladó la falta moral al terreno de la ley civil. 16
costa de la ruina moral de los seres humanos. En este modelo, la postrer victoria del pecado sobre las almas implicaría la catástrofe máxima de la sociedad, que caería en el caos y la anomia sin fin. Este razonamiento hizo larga carrera en la literatura occidental, tan influida por la teología que, a juicio de Borges, es una de las ramas de la literatura fantástica. La lista de escritores que han hallado la inspiración en la noción del pecado tal vez sea interminable. El pecado es, por naturaleza, turbulento y sugerente. En contraparte, catalogar sus creaciones buscando su contenido pecaminoso ya es anacrónico e irrelevante en términos estéticos. Durante siglos, la iglesia católica se empeñó en censurar, perseguir y destruir libros y personas que le resultaban incómodos, como Giordano Bruno, quien fue quemado vivo en el año 1600 por un tribunal de la Inquisición, al ser juzgadas como pecadoras y heréticas sus obras filosóficas. Un ejemplo más reciente de esta intolerancia religiosa es la fatwa que el cruel dictador Jomeini impuso a los libros de Salman Rushdie, por considerarlo apóstata y herético. Entre las obras literarias geniales que se inspiraron en los pecados capitales destacan El paraíso perdido, de John Milton (Cátedra), Macbeth de Shakespeare (Cá-