Revista La Sílaba #8

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Nùmero 8 Septiembre

México 2021

SÍ LA

BA LA

revista

César Panza, Luis del Villar, Ayelén Medail Aideé A. Rivas, Fernando Flores, Marco Hernández Sofia Maria, Ana Félix, Luscinda De, Daniel R. Leyte, Yessika Rengifo, Frida Sánchez, Antonio Rubio, Julio Herrera, Miguel García, Ángel Emiliano

Fotografía de la portada de Alejandro Gánem



LATÓNICA Queremos empezar agradeciendo a las personas que se suman en esta edición al proyecto de la revista. Estamos muy contentxs con el alcance que hemos tenido con amigxs y personas de muchos lugares distantes al nuestro; sobre todo, también porque sentimos que es grande la confianza que nos brindan, al enviar‐ nos colaboraciones de gran calidad y trabajo. Nos emociona mucho ser el espacio donde cualquiera pueda ver sus creaciones publicadas en una revista digital y sentirse orgullosxs de que lo que hacen es valorado por otrxs, espera‐ mos que sientan que La Sílaba es un espacio siempre abierto para perder el mie‐ do a mostrarnos. Tenemos la ilusión de que algún día estos espacios puedan ser capaces de retribuir las colaboraciones de quienes crean y dedican su tiempo y esfuerzo a escribir y hacer arte, por lo pronto sólo podemos brindar el espacio y agradecer que podamos ir creciendo juntxs. Hace un año no imaginábamos tener en nuestras páginas el material que ahora nos llega desde diversos estados del país y de otros países, sentimos que las pa‐ labras viajan cada vez más lejos y es valioso que entre quienes integran cada nú‐ mero y todas las ediciones podamos conocernos a través de lo que hacemos, es decir de lo que somos. En este número, podrán encontrar cuento, poesía, traducción y fotografía, tal vez en colaboraciones tan diversas entre sí el/la lecto‐ ra pueda jugar a conectar esas piezas de imágenes e ideas que nunca nos son del todo ajenas. Creemos y vivimos en torno al lenguaje escrito, las palabras, es por ello que sabe‐ mos que la potencia de nuestra enunciación construye todos los mundos posi‐ bles. Sin embargo, también las palabras pueden herir y destruir la posibilidad de pensar que otros mundos son no sólo posibles, sino necesarios. Queremos enunciar nuestro respeto a todo lo diverso y diferente a nosotrxs, incluso a aque‐ llo y aquellxs que no somos aún capaces de comprender mínimamente; La Sílaba es el espacio para todas, todos, todes, todxs, tod@s, todoas, porque pensamos que detrás de la enunciación vive la vitalidad de la interlocución y de la dignidad del ser nombradxs como queremos y necesitamos.

Desde las coordenadas pandémicas y disociadas de la choza y casa editorial El Gatito Espejo


SYLLABUM César Panza Carta ficticia de un consumidor anónimo Ayelén Medail Full Time Aideé A. Rivas Aideé A. Rivas Julio Herrera

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No me veo al espejo Luis del Villar Criaturas que brillan

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Fernado Flores Martínez Polvo nocturno

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Marco Antonio Hernández Aguilar Sobreviví

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Sofia Maria Missiato Barbuio Lejos,verdadeiramente lejos, solo se va para adentro

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Traducción Ana Lilia Félix Pichardo Ojos de Agua de Conciençao Evaristo

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Ángel Emiliano Nunca dejes de llorar

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Contradicciones o la vida pensada Luscinda De

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Tres Poemas Daniel R. Leyte

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Hay un árbol en casa Antonio Rubio Reyes

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El culto a la muerte en México Frida Virginia Sánchez Reyes

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Tranquila, solamente es un cuento Miguel García Ramírez

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Cuarteto Yessika María Rengifo Castillo

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Carta Ficticia De Un Consumidor Anónimo, Promedio Y Sobre Todo Insatisfecho César Panza

Para Ánuar Zúñiga Naime, poeta mexicano nacido en los ochenta

Estimado poeta, me sirvo de la plantilla epistolar de uno de mis nu‐ merosos y sin embargo ocasionales trabajos en negro para dirigirle esta breve comunicación. En medio del cut&paste encontrará una serie de razonamientos y dudas dirigidos a usted, en su calidad de creador pub‐ licado, y relativos a su trabajo. Espero sean de su interés y merezcan al medio y a su recepción. Un cordial saludo para usted, de parte mía y de nadie más. No debe ser la primera ocasión en que alguien le diga lo aludido y tocado que se ha sentido por sus poesías, sea con un carácter positivo o nega‐ tivo. En cuanto mi experiencia, no logro distinguirlo bien: no sé si al leerlas, me placen o me disgustan. Lo que sí es cierto es que no es neu‐ tralidad. Por supuesto, asumo que es vano el intento de ligar esa vaci‐ lación a la calidad de su trabajo, así que no espere que lo reprenda o que lo celebre ya que, la siguiente confesión no es autoindulgente, el conjunto de mis conocimientos literarios, artísticos y culturales está restringido, por razones estructurales, al arbitrario rizoma de re‐ ferencias de las blockbusters, la TV basura & en el mejor de los casos, a Wikipedia. Es decir, nada que posea una jerarquía de saber catalogable, es solo propaganda. Por lo tanto, y como tal, es insuficiente para en‐ tender “desde afuera” el efecto particular de sus textos, dosificación y 6


contraindicaciones. No reniego de ello, todo lo contrario, tales son el contexto y las circunstancias. Y eso en buena medida lo entiendo por su propio trabajo, como si se tratase de una suerte de fármaco textual donde él mismo sería su cuña publicitaria y prospecto de composición, instrucciones de administración, advertencias y lista de responsables públicos de su circulación por lo que, en esa infeliz confusión trifásica y sin letra chiquita, no sería documento legal para ir a reclamarle nada a nadie en caso de las reacciones adversas. Las condiciones de mi vida cotidiana podrían explicar el apuro: los usos de lenguaje en los que estoy inmerso, junto a mis allegados, se restringen a programas de radio matutina donde los locutores saltan, en una muy precaria economización del tiempo al aire, de la reseña de un evento noticioso a una promoción mercantil y de allí a la opinión de un supuesto experto, un miembro de tal ONG y un adiestrado orador de cuál gremio; y de ahí, nuevamente, a corte co‐ mercial, para repetir tan violetamente el ciclo en su riel de 25 o de 45 minutos. La confusión de mensajes es inminente: ¿qué es lo que nos están intentando vender, además de noches de hotel, repuestos au‐ tomotrices, servicios médicos? Solamente la cínica senectud de mis padres ha podido orientarme en ese desorden de puntos y rayas: no hay tal cosa llamada “momento de publicidad” (1), también la entre‐ vista, la canción, la nota de prensa, el orden de los titulares, son espacios de venta. ¿Y usted, poeta, qué champú para la calvicie, qué galleta de la fortuna, qué resort de paraíso prostibulario, qué ex‐ periencia única de viaje al desierto, ha estado intentando vender‐ me? Mi padre y yo tenemos una serie de juegos para sobrevivir a la mo‐ notonía del rito nocturno de ver The Mentalist en maratón involuntario (2) a través ese arruinado y explosivo canal con el que se sancionan a los adultos mayores a cultivar y cuidar de sus demencias y escaras, quién sabe por qué pecados, eso es irrelevante a esta comunicación. El caso es que al momento en que aparecen los comerciales intentamos adivinar en los primeros 5 a 10 segundos y 7


a la carrera, qué producto han puesto a la venta: ¿será un insecticida o un perfume? Esos son fáciles de distinguir. ¿Será la clásica bebida carbonatada o un “nuevo” vehículo? ¿La freidora de aire, la pastilla para el dolor de vientre? ¿Servicios telefónicos e internet, página de quinielas deportivas o juegos de póker? ¿Pastilla de infomercial LLAMA YA mal doblado a la castellana? Este es de cerveza, éste y éste y este también. Cuatro marcas distintas. ¿Educación a distancia en carreras trending, seguro de responsabilidad civil? ¿Deliverys, he‐ lado o falso yogurt con macrobióticos? ¿Cursos de inglés, snacks salados, portal web de ventas, seguridad y alarmas, aerolínea, agencia de hotelería? ¿Máquina rasuradora, toalla sanitaria, pasta dental para dientes sensibles? Los algoritmos que programan la transmisión son soberbias, el orden en que aparecen realmente da la sensación de aleatoriedad y gran diversidad. Por más que probemos con otros canales, el juego posee una estrategia ganadora y se decide solo por la velocidad, por más comprometida que esté nuestra memoria, pues solo hay un número pequeño de maquetas como los hay de aromatizantes, colorantes, conservantes, antioxidantes, aci‐ dulantes, edulcorantes, espesantes, emulsionantes y saborizantes, aunque la combinación de agregados parezca inagotable. Los pub‐ licistas más duchos ahorran gastos de producción al reciclar campañas de valores y nichos básicos, los más ambiguos, y nos es‐ tropean el juego al estamparle la marca en una esquina inferior del segmento, ansiosos porque compremos el susodicho desodorante de ambientes. Pero no lo logran, pues ahí el juego toma otro sentido, un giro sugerido por una participación estelar de mi hermana: enu‐ merar a qué otro producto puede servir esa límpida escena blanca de amor familiar, esa coreografía de hija malcriada ensimismada en su música privada que comparte con nosotros espectadores en forma de clip de hit musical vuelto jingle, esa voz en off religiosa que predica a nosotros compradores los beneficios específicos del pro‐ ducto x. La tercera variación lúdica ocurre en los canales comple‐ tamente “amparados” por la SCJohnson o la Unilever, pero dada su naturaleza ligeramente procaz, políticamente incorrecta y defini‐

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tivamente íntima y familiar, me reservo de compartirla con usted. Bien sabrá la delgada línea que hay entre lo ridículo y lo sublime, casi sin lí‐ nea de sombra, la misma línea divide a lo cruel de lo humorístico. Es cu‐ rioso, eso sí, que allí donde hay monopolio hay más atrevimiento, una comedida licencia creativa que se columpia entre lo simple y lo abi‐ garrado, obviamente hay más colores y conceptos por la cantidad de recursos disponibles. Me inquieta pensar que tal es el nivel donde se alcanza el máximo de la libertad creativa, en el punto en donde el obje‐ tivo del comercial no es posicionar la marca ya preferida. Me gustaría saber qué opina al respecto. En fin, tales son las experiencias de lenguaje que no solo impregnan mi vida, mi limitada vida cotidiana...; siento que debo decir más bien que la someten de acuerdo al intercambio dictado por la necesidad de “en‐ tretenimiento” e “información” junto a la limitación de acceso a otros sistemas de esparcimiento más personalizado y ¿culto? Pero qué se le hace, he sido expuesto al anticlímax vital de mi edad por la 7up® en su reciente campaña, "Quedémonos con lo refrescante", y no me dio risa ni ganas de salir a comprar la azucarada espumante; todos mis héroes han sido seres de ficción producto de mezclas moduladas de rockstars dañados, protagonistas de videojuegos, variaciones de Tyler Durden, lemas sarcásticos e infértiles tipo Matt Groening, y anodinos filósofos callejeros sin obra ni renombre, tan fragmentarios como incoherentes. El diagnóstico realista es trivial: hedonia depresiva crónica. Más pareci‐ da a la abstinencia de maltodextrina y diglicéridos que a las postrime‐ rías una decepción amorosa, un luto por una pérdida familiar, un desalojo imprevisto, una desorientación ideológica, un revés financiero, un éxodo obligado, una deuda estudiantil, un costoso tratamiento mé‐ dico, una relación laboral infame, una renta en variación inversa a mi ingreso o, en suma, un típico y recurrente episodio de injusticia social. Y allí estaría todavía, cualquiera fuese el caso, persiguiendo acrí‐ ticamente placeres y gratificación inmediatas y desechables, según lo que esté a la venta y a mi alcance... de no ser por sus simples textos que me han sacado a punta de desconcierto y humor oscuro de tal dinámica. No digo que me han salvado porque a esta altura del juego, venir a hab‐ 9


lar de trascendencias es de pacatos angustiados. Además, sé que el efecto de sus denodados juegos textuales es transitorio, y sospecho que tan fútil como una papa frita con sabor a sal y vinagre. De allí mi apremio por saber qué es lo que está usted vendiéndome, para salir ya a comprarlo antes de que sea demasiado tarde y deba volver al genéri‐ co modo de vida que otros publicistas más aventajados que usted me ofrecen. Es muy importante que me lo revele lo más pronto posible para re‐ solver el canje pues, en mi condición de latinoamericano promedio no solo la relación entre la unidad de cuenta nacional y la moneda uni‐ versal cambia abruptamente, y con ella la escala de todos los valores (3), sino que pronto volveré a percibirme a mí mismo perdido en la incapacidad de realizar mi específica y atípica individualidad a través del mercado, y empezaré a resentir de mis vecinos y compatriotas, de las autoridades locales, de las limitadas soberanías nacionales, del gentilicio o de las prácticas gregarias tan obstinadas en anular todo lo que esté fuera de orden, todo lo extemporáneo, lo intempestivo y sui generis que me hacen único, hasta la impertinencia o la irrelevancia. De otra forma, la brecha gigante que se abre entre la realidad de mi estado bancario, la naturaleza de mis trabajos y el potencial de mis aspiraciones de vida me tragará vivo tal una patología colectiva, o un accidente ecológico. No se confunda, no estoy pidiéndole abono para “el cultivo de una identidad perdida” en la selva oscura, en mi vía perdida, donde la ma‐ nera en que experimento mi singularidad absoluta y fugaz no afina con la de comunidad relativa y estable en la que participo —me abs‐ tengo de dirigir esta carta desde otro lugar que no sea el anonimato, la máscara y la ficción, en cuanto a que todo nombre cifra un origen étnico, una definición de género y raza, que además ata fatalmente a una geografía, un paisaje y una historia—. No, no soy un presumido. Ni esto es un set de televisión o un estudio de radio. (“¿Sabían que ellos no son realmente policías, así como tampoco Patrick Jane es un mentalista?” Nos dice mi hermana, medio en serio medio en joda, cuando nos sentamos a ver el show en cuestión) Solamente preciso de 10


extender el desconcierto que me producen sus poemas para espantar el aletargamiento que la vida cotidiana produce en mi atención, el embota‐ miento a mis sentidos, y poder así trabajar un poco más en el descubri‐ miento y realización de las funciones vitales que mejor alineen mis des‐ eos y necesidades, sin estorbosas intenciones románticas y universales. Le pido pues, encarecidamente, que me diga qué es lo que usted está vendiendo, y si además hay una promoción especial, una oferta o un combo, dígalo, descontando que en modo alguno ello garantizase su éxi‐ to. Lo cual, realmente, no importa, porque justamente sé que se trata de eso. Agradecido por la oportunidad, Un lector.

Anotaciones marginales a la carta (1) A ese señalamiento sobre el encubrimiento del dictado transaccional, el lector podría expresar tímidamente aquello que Mark Fisher señaló con suma precisión al decir que “no existe una tendencia progresiva del capitalismo a desnudarse, desenmascararse y mostrarse «tal como es»: rapaz, indiferente, inhumano. Por el contrario, el rol principal de las «transformaciones incorpóreas» realizadas por el branding, la publicidad y las relaciones públicas muestra que, para poder operar efectivamente, la rapacidad del capitalismo depende de la utilización de diversas formas de enmascaramiento”, en “Realismo capitalista ¿No hay alternativa?”, Caja Negra 3, Traducido por: Claudio Iglesias (2) Acá el lector comete un equívoco intolerable. No hay tal cosa como maratón voluntario, como bien lo demostraron Doug y Claire (representados por Armisen y Bronwstein) al perder el control de su vida tras un episodio más de Battlestar Galactic, en Portlandia S02E02. (3) En 2021 la inflación en Latinoamérica se ha ralentizado, con una o dos excepciones artificiosas, pero esta es la económica. El lector podría acercarse a la idea de Bifo en torno a la inflación semiótica: “Si la inflación económica se evidencia cuando una cantidad creciente de dinero compra una cantidad decreciente de mercancías, la inflación semiótica se evidencia cuando una cantidad creciente de signos compra una cantidad cada vez menor de significado” apunta Franco Berardi en Respirare, bajo traducción nuestra.

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Ayelén Medail

FULL TIME Trabajo con Liliana desde hace siete años, somos como hermanas, pero ella es mi patrona. Siempre me lo recuerda cuando mis senti‐ mientos cruzan los límites del profesionalismo. Decidí trabajar con ella después de que terminamos la carrera, durante los años de co‐ municación en la UNL nos habíamos hecho muy amigas. Ella viene de familia pudiente, mi caso es el contrario, soy la primera profesional graduada de mi familia. Con la plata de la herencia que le dejó el padre, ella abrió una pequeña editorial de literatura infantil, pues siempre le gustaron los chicos. A mí no. Es una editora pequeña, tra‐ bajamos sólo cuatro personas, dos de las cuales trabajan desde casa. Yo, en cambio, como soy la mano derecha de Liliana, trabajo junto a ella en el escritorio que construyó en uno de los garajes de su casa. Yo me encargo de casi todo: contacto a los autores, a veces hago traduc‐

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ciones, soy la que prepara y revisa los textos, pido los presupuestos a la imprenta y la ayudo con la parte de diagramación. Ella es buena diagramando, la editorial ganó su fama por la estética que tiene su proyecto gráfico, cautiva a los nenes, ¡es impresionante! Hace tres años nació Mateo, su hijo. En realidad, Liliana es madre soltera – casi – pues el papá de Mateo (apenas lo conozco con el nombre de padre de Mateo o padre de la criatura), no le da mucha bola. Liliana y el padre de la criatura nunca fueron novios, pareja o algo así, eran amigos con derechos, como se dice. Cuando llegó Mateo nuestra relación se intensificó, ya que gané más responsabilidades, además de ser la mano derecha en el trabajo, soy la tía de Mateo. No es algo que a mí me guste, ¡ojo!, no me gustan los niños, creo que ya lo dije. Pero al gurí le gusta estar conmigo, no sé qué me vio, la ver‐ dad. Liliana dice que él pregunta por mí y que a veces sólo deja de llo‐ rar cuando ella le dice que yo voy a ir a visitarles. Ayer, mi jefa-amiga-hermana-comadre, me pidió que le cuidara al niño. No me dijo que lo tenía que hacer, pero el tono del mensaje de audio que me envío no parecía muy preocupante, sólo me dijo que precisaba salir y no sabía con quién dejarlo y que, como él me quiere tanto, pensó en que yo podría cuidarlo por algunas horas. Ayer fue domingo. Domingo no se trabaja, por ley. Pero la ley y la amistad son diferentes, ¿no creen? Le dije que sí, claro, cómo podría negarme después de todos estos años, además el niño se comporta cuando está conmigo. Bueno, no es que nos hemos quedado a solas alguna vez, en verdad sólo lo veo en los ratos de pausa en la editorial. Fue así como, el domingo al mediodía, me encontraba en mi lugar de trabajo, pero esta vez había entrado por la puerta de la casa y no por la del laburo. Cuando llegué, Liliana ya estaba pronta, la cartera en la silla que que‐ daba al lado de la puerta principal, el abrigo acomodado en la articu‐ 14


lación del brazo y la llave del coche en la mano derecha. Estaba maquillada, ese rojo cereza le queda bien en su boca. Vestía ropa normal, diría yo, por eso descarté la idea de una cita romántica que me había creado en el viaje de ómnibus camino a su casa. No me dijo nada, sólo gracias y que había ñoquis de espinaca gratinados en el horno, que po‐ díamos comer todo, ya que ella volvería a la tardecita. La tardecita en el otoño santafecino es, aproximadamente, a las seis de la tarde. Hice unos cálculos mentales de seis horas con la criatura a solas, me calmé, sonreí y le dije que no se preocupara. Salió sin darme un beso, pero, al cerrar la puerta, se volteó, me clavo un beso en la mejilla, sujetándome la cara con sus manos y se largó de vez. Esperé a escuchar el arranque del coche antes de ir a buscar a Mateo. Sé que dije que éramos casi hermanas, pero yo no frecuentaba su casa, sólo el garaje que nos servía de editorial, el patio con piscina al que daba el garaje, a donde a veces fumaba unos cigarros antiestrés, y la casita del fondo donde guardábamos los libros en stock y otras papeladas. Bien, debo decirlo, la casa era espeluznantemente hermosa. Todo en tonos claros con detalles rústicos. En la sala amplia, bien iluminada por el ven‐ tanal que daba al mismo patio que yo conocía, se destacaban los bor‐ dados gigantes, al mejor estilo Violeta Parra, encuadrados y colgados en dos de las paredes, en la tercera pared estaba el ventanal que ya dije y, en la otra, una televisión tan grande que no podría aventurarme a decir la cantidad de pulgadas. Había también en la sala un sofá enorme, de esos en los que puedes dormir toda estirada, tal vez más cómodo que mi cama, y una mesita ratona con adornos de piedra. La biblioteca y la sala estaban divididas por la escalera, quise echarle un vistazo antes de subir

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a ver dónde estaba el nene. Era también mayoritariamente clara y amplia, sin un rastro de polvo en sus estantes, con los coloridos de los lomos de los libros destacándose en el pulcro blanco. Subí la escalera en silencio, quería darle una sorpresa al niño. Cuando llegué al pasillo ancho que daba a los dormitorios, percibí que él no estaba. Las puertas de los seis cuartos se encontraban cerradas, entonces fui abriendo puerta a puerta. Cuarto de huéspedes, nada, ¡pero qué belleza de espacio! En el dormitorio del niño, tampoco estaba; en el baño principal –diría que mayor que mi dormitorio– tampoco. Entré al cuarto de Liliana y ahí lo vi. Mateo estaba sentado en el medio la cama, el cubrecamas blanco y peludito había sido atingido por un momento creativo del niño, con manchas de labiales, corrector de ojeras y base clara. Me miró, se sonrió y continuó con su tarea de quitar, una a una, las perlas de un collar lo suficientemente largo, como para tener un arroyo de estas cayendo desde la cama al estilo catarata. No le dije nada y proseguí rumbo al baño en suite. La criatura había abierto todas las cremas y perfumes importados de la madre para crear una piscina de chantilly en el lavabo. Estipulé un cálculo rápido de los prejuicios eviden‐ tes y me sentí aliviada. El valor total se comparaba a mis aguinaldos de los últimos tres años. Liliana decía que el aguinaldo era realmente una limosna que los patrones daban a sus empleados y que debería ser optativo, no una ley. Miré nuevamente al niño y me consolé a mí misma: la venganza se sirve fría. Ahí estaba él destruyendo su propio patrimonio.

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Aideé A. Rivas

PATOS SALVAJES No sé mucho de patos, en realidad aún no he visto uno. Me quedé con la vaga idea de su salvajismo, del color de las plumas y los largos picos que aparecen en las ilustraciones. Sé que se aparean en primavera y que usan técnicas algo persuasivas y bruscas con la hembra para lograr re‐ producirse, también que se quedan con ellas hasta lograr el objetivo. Los animales no tienen mucha diferencia de los humanos. Lo único que nunca entendí sobre los patos es la forma de sus graznidos, el ruido des‐ entonado como un alarido que comienza a media garganta y explota con una abertura total cuando intentamos imitarlos. Jorge es cinco años menor que yo, lo imagino como uno de esos polluelos a los que la mamá cuida de noche y día; huele a hombre, aunque apenas y es un universitario de beca y materias acumuladas. Su voz es áspera como el graznido de un pato adulto. Tiene una complexión delgada, pero su anatomía es fácilmente una obra de arte tallada por Miguel Ángel; cada músculo de su cuerpo calza perfecto con su piel acanelada. Sus ojos son como un salto al vacío de la seducción, una que carece de voz en la que sólo existe el graznido frecuente, el revoloteo de su cami‐ nar cada que lo pienso y unas pestañas tan abrumadoras como alas. 17


Jorge no es mi alumno, no podríamos ser ese cliché de amantes, tampoco es mi vecino o el amigo de mi hermano, aunque bien pudieran serlo; él es en cierta manera la forma en la que el universo me retribuye lo perdido. Lo conocí dando vueltas en una galería de música punk, para ser honesta eso no va conmigo, ni iba con él, pero supongo que la primavera; el calor llegando y colándose por los zapatos, el sudor frío de una buena cerveza y un sábado por la tarde muy aburrido nos llevó al encuentro. Como dos náufragos quedamos atónitos ante el descubrimiento del tedio en aquella galería; nos miramos fijo y sonreímos como quienes expiran un deseo vo‐ raz. Me miró y el cuerpo se incendió de a poco, me llenó de escalofrío y el titiriteo comenzó a danzar como una especie de seducción torpe, como si una bomba hubiera detonado en mi entrepierna. No sé si Jorge lo supo en ese momento o si algo similar le pasó a su cuerpo, no lo sé porque de su boca no salen palabras, sólo gemidos y graznidos. Caminamos de la mano sin decir nada a un pequeño parque desolado, con la fluidez de dos personas que llevan media vida amándose. Así surgió lo que muchos pueden llamar la desgracia del hombre o el acto constitutivo de la vida, ese cortejo irradiante por la energía del acto sexual; una vibración que se siente en todo el cuerpo, que columpia las caderas más allá de la voluntad. El momento heroico en el que dos animales se pertenecen sin saber por qué ni por cuánto tiempo se perpetuó de la nada en un viento fresco, el sonido de la ciudad a espaldas y el murmullo de voces que se paseaban cercanas al parque se conjugaron con el deseo que Jorge me miraba, en ocasiones se trastornaba en furia y yo lo sentía en todo mi cuerpo, cuando sus manos me tocaban o cuando su aliento quemaba los poros de mi piel; su boca cálida en un vaivén entre mis orejas y cuello, mientras sus manos trataban de aprenderse el tamaño de mis caderas y el grosor de mis 18


muslos. Me dejaba ir con el viento fresco que oleaba mi falda y los cabe‐ llos tomaban forma sobre nuestros rostros. Duramos acariciando al otro como quien siente que es real por primera vez en su vida cerca de dos horas, sin culminar el acto, sólo tocando nuestros cuerpos y mordisqueando como dos niños los algodones de azúcar que eran nuestras bocas. Luego nos despedimos sin mirarnos a los ojos porque sabíamos que volveríamos a vernos, que nos encon‐ traríamos en algún paseo nocturno; en un domingo de café y cigarrillos o con suerte en uno de esos lunes asfixiantes y agotadores, cuando no nos quedara más que la desolación y el apetito ejecutados en una elegante tina de baño de motel, con vino barato y el aroma a jazmines marchitas. Sabíamos bien que nuestro primer encuentro sería el deto‐ nante para muchos más hasta que supiéramos cómo hacer para perte‐ necernos. Cuando Jorge se marchaba acariciándome el mentón, giré la página y de nuevo aparecieron los patos, sus trece especies representativas, unos vestían plumajes en color café y tonos grises; otros eran una mezcla de tonos claros, rojizos, blancos, incluso había unos con un verde jade hipnotizante y luego estaba ahí, Jorge y su criadero de Patos salvajes. Al final del artículo su foto y su biografía que hacían alusión a su amor por la música punk.

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Julio Herrera

NO ME VEO AL ESPEJO Recuerdo la última vez en que me digné a pararme frente a un espejo. Hace ya algún tiempo que no lo hago. Cuando era más jo‐ ven y contaba con más inocencia, me consideraba una persona de desagradable apariencia, ahora soy más bien feo, o peor que eso. Así lo descubrí cuando no logré conseguir ni siquiera una palabra de compasión de Celeste hacia mí. Celeste, ¿cómo no puedes comprenderlo? No entiendo la razón por la cual ha re‐ chazado mi buen corazón. Ella conoce la intimidad de mi vida, ella, tan noble y bella, ¿acaso es porque soy feo, Celeste…? Esa no‐ che reparé mi desesperación en un exacerbado enojo, más que nunca, gracias a los eternos consejos de todos, ¿cómo se atreven a pedirme que cambie mi actitud? Como si fuese esa la razón por mis desafortunadas relaciones con los que me rodean, ¡es porque soy feo!, se los digo, hace apenas unos momentos acababa de ver‐ me al espejo: tenía gruesas e incontables líneas de expresión en 21


mi rostro, aunadas a un ceño tan fruncido que comenzaba a tomar de‐ formidad, unos pómulos tan grandes y un par de ojos tan profundos y roji‐ zos que causaban verdadero terror. No pude verme más que unos segun‐ dos, no lo soporté. Me había convertido en una persona horriblemente desagradable. Por eso dejé de atormentarme frente al reflejo de mi amorfo semblante. Siempre he sido la misma persona, no creo que algo haya cambiado en mí. Ni siquiera el interés por Celeste ha desaparecido, ese interés por cos‐ tumbre que otros creen que tengo. Que ellos sean los que me digan qué se siente pensar en alguien por costumbre y no por amor, y si así fuese, ¿cómo evitarlo?, ¡no hay manera de hacerlo! Es por esto que decido no torturarme con algo que no se puede cuestionar. A propósito de ello, hace poco me encontré con Celeste, y aunque sólo crucé unos cuantos diálogos con ella, me causó gran disgusto verla, o explicado de mejor manera, estar frente a ella. —Por favor no seas tan insistente esta vez, ten compasión tú de mí —me dijo dando un paso hacia atrás. —¿Compasión? Por Dios, Celeste, yo soy quien da todo por ti. Me pregunto si acaso no merezco ni siquiera un poco —respondí antes de que me interrumpa. —¡Date cuenta de quién eres! Vete en un espejo, contémplate y pregúntate qué tanto daño te has hecho como para querer dañar a otros. Cambia, por favor, pero hazlo por ti, no por nadie más, tú eres el que lo necesita. Deja ya de preocuparte por sandeces, no te frustres más, vete al espejo y descubre lo que realmente hay en ti. No quiero hacerte más daño del que tú mismo te haces día con día.

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Días después, de súbito, como si obedeciera a Celeste, decidí verme al espejo, animado por una idea constante: me pregunto si es real lo que veía en el espejo, si realmente soy feo, pues estos muestran claramente una imagen, pero siempre invertida. Me puse de pie para hacerlo rápi‐ damente, sin arrepentirme antes. Ahora lo comprendo todo. Cada conducta infame agregaba a mi rostro un desperfecto. Me sentí por ins‐ tantes el más impuro y el menos digno de vivir, tan indigno de Celeste. No soy una persona de desagradable apariencia, pero en el espejo vi la ima‐ gen invertida de una persona con una mente tan áspera y horrible, que hubiera deseado jamás conocer.

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Luis del Villar

CRIATURAS QUE BRILLAN El albor de la noche, la luna llena reflejada en la ladera de la montaña, una helada masa de aire fluía desde lo alto hasta la base de la montaña como si de un espíritu se tratara, flotando sobre el árido escarpe y, sin tocar apenas el suelo, provocando que los desganados retoños de la fría primavera se arrepintieran de salir de la tierra. En la cumbre del cerro quemado, Tamat‐ zi Kauyumari se encontraba tumbado observando el fondo de la cañada. Observó las luces trémulas apagándose una a una mientras los últimos hombres cedían al sueño, después de un día de trabajo. Hace tiempo habían llegado para quedarse, hombres de aspecto huraño y amargo, el trabajo en la obscuridad de las entrañas de la tierra los había vuelto sombríos, sus ropas manchadas de hollín se volvían grises con el tiempo, también sus facciones, su interior, su corazón, con el tiempo hasta sus hijos nacían ya grises. Ninguno de esos hombres había sido llamado por él a su lugar de descanso, ellos llegaron guiados por el aroma de las ro‐ cas, se alimentaban de rocas frías y brillantes, que extraían de los abismos 25


que ellos mismos construían. Llegaron cargando la imagen de un Dios de otra tierra, a quien le ofrecían sus vidas a cambio de más rocas brillantes para comer. El Dios de los otros hombres permanecía lejos del cielo y el viento, alumbrado por fuego; por eso ninguno de ellos, nunca, subió a su montaña a presentar sus respetos. El suplicio era la espera. Aunque pronto sus hermanitos llegarían otra vez, tal vez menos que la última vez; la última vez vinieron menos que la anterior. Los hermanitos comenzaron a dejar el camino al lugar sagrado cuando conocieron a los nuevos dioses, cuando los templos de piedra fueron levantados. Kauyumari no tenía problemas con los nuevos dioses. Había estado rodeado de espíritus siempre, algunos tan antiguos que sus rostros y nombres habían sido olvidados; muchos de esos espíritus volvieron al todo y algunos se quedaron en el monte convertidos en piedra, algunos transmutaron en criaturas legendarias como el coyote, y luego se dedicaron a existir alejados del hombre. Cuando sus hermanitos nacieron, él nació con ellos para acompañarlos y brindarles el sustento, para el cuerpo y para el alma. Pronto vendrían y él estaría esperando para recibir sus pesares y entregarles el alimento sagrado. Se encontraba perdido en sus ensueños y viendo con nostalgia los confi‐ nes de su hogar, cuando reparó en un extraño destello que parecía subir desde el pequeño pueblo de roca. Poco a poco se acercaba aquel extraño ser de luz, Kauyumari se levantó y se irguió en toda su extensión, de astas a pesuñas. No podía ser el abuelo, él siempre llegaba del oriente y ascendía sobre Wirikuta, alimentando la tierra con su inmenso poder. Esta luz, sin embargo, era trémula, no por eso dejaba de ser bella, y cálida como el fuego pequeño con que se alumbraban los otros hombres. Cuando aquel ente se presentó ante él, no parecía sorprenderle en el ab‐ soluto su presencia. Parecía un hombre, pero un aura dorada emanaba de 26


él como si de una pequeña estrella vieja se tratara, entonces no era hombre, era una criatura. El extraño se sentó sobre una roca y colocó su bastón sobre las piernas. Y comenzó a hablar, no en la lengua de sus her‐ manitos, ni en la de los otros hombres. Los sonidos del todo emanaban de su boca como los había escuchado del viento y del su abuelo. Era un espíritu. –Nunca había visto yo un animal azul. –Exclamó. No existen. Kauyumari lo medito un poco y dijo –Yo existo –El extraño espíritu sonrió. –Eso es cierto, existes tú tal como existo yo, o es que tal vez exis‐ tes tú como aquel que a mí me hizo. –El venado azul observó la expresión nostálgica del espíritu y contestó. –Eso es cierto, tú alguna vez fuiste car‐ ne, y yo solo soy, somos diferentes. –Esa afirmación hizo que el aura del espíritu crepitara, se tornara de un azul fuerte y brillante. –Ahora somos más parecidos, no es un color fácil de conseguir –A Kauyumari le pereció interesante, un poderoso color. –¿Cuál es tu nombre espíritu? Y ¿Por qué has subido a mi montaña? Después de tanto tiempo. –Volviéndose al animal, el hombrecillo dijo. –Mi nombre fue Francisco, esto cuando fui carne, hoy me puedes llamar amigo. –Kauyumari nunca había tenido un amigo, su padre era su padre, su madre era su madre y sus hermanitos su razón; le agradó la propuesta. –Te llamaré amigo, pero aun así debes decir a qué has venido. –Luego de un largo silencio contestó. –Se trata de los niños, los que están aquí, y los que vienen cada año. Los que están aquí se retiran, se acabó la plata. Y los que vienen cada año, ya no vendrán. Nos quedaremos solos aquí, tú y yo, compartiendo la montaña. –Kauyumari sabía que sus hermanitos terminarían por no venir, consu‐ midos por la nueva vida. Aun así, le causaba cierta tristeza la posibilidad de quedar solo junto al espíritu brillante. –Dicen que sabes hacer milag‐ ros, amigo, haz muchos y ellos vendrán a ti. –Yo no puedo ni debo hacer mucho más que esperar, yo soy su hermano, no su Dios; yo les brindaré el alimento, aunque ellos no vengan a mi montaña y si algún día dejan de 27


buscarme, solo me convertiré en una bestia esperando a ser cazado y volveré al todo. –La calidez del abuelo sol comenzaba a brillar sobre el horizonte. –Siempre creí que el campo es mejor que el templo –Dijo Panchito. –Nunca he tenido un templo como el tuyo, esta montaña es el mío, de aquí nació todo y todo es sagrado aquí –Contestó Kauyumari. El anciano volteó y afirmó. –Hay un mundo mucho más grande alrede‐ dor de esta montaña, campos más grandes, lagos y mares, cómo pudo salir todo de aquí –Kauyumari eligió sus palabras. –No sé qué hay más allá, siempre he estado aquí desde que vinimos del mar, hace ya tanto tiempo, lo único que sé es que algún día recorreré esa ruta de vuelta a mi origen –El espíritu sonrió. Tal vez había atinado el punto. Pero el otro dijo lo que terminó por sellar su amistad en esa montaña helada. –Como piensas que podría dejar a mi nuevo amigo azul a merced del duro paso del tiempo, como te comentaba, me pareces extraordina‐ rio; cuando fui carne hubiese tratado de borrar tu recuerdo de la mente de tus hermanitos, hoy, sin embargo, ante el alba de un nuevo día te declaro, nunca serás olvidado. Estuvieron observando el amanecer otro rato, Kauyumari daba vis‐ tazos de reojo al rostro cansado del ente. Había paz, pero una venida del cuerpo mortal, era un don de paz otorgado. De vez en cuando Panchito también volteaba a ver al venado, Kauyumari se pregunta‐ ba qué veía en él, se preguntaba si tal vez a través de su mirada se lograban asomar sus dones, tal aquel que era el padre de su padre, también le había entregado la inmortalidad al santo. –Ahí viene él –Murmuró apoyándose sobre su bastón para ponerse de pie. Y co‐ menzando a caminar hacia el pueblo dijo “¡Bendito seas Dios To‐ dopoderoso, en todas tus criaturas!” 28


El gran venado azul lo vio alejarse montaña abajo hasta que el tenue resplandor fue opacado por la luz cegadora del abuelo fuego. El viento helado lo golpeó en la cara, mientas huía del primer calor matinal. Kau‐ yumari volvió a echarse sobre la hierba a esperar el crepúsculo, meditó todo el día y días siguientes después de las visitas del ser de luz ¿Cómo es que alguien tan diferente podía amenazar su existencia y a la vez te‐ ner la posibilidad de exaltar su divinidad frente a los hombres? Nunca contestó esa pregunta, pero aún espera a que algún día, él y su viejo amigo Panchito puedan reunirse en el todo, como todo ha de ser.

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Fernando Flores Martínez

POLVO NOCTURNO Anoche pasó otra vez, por la ventana del pasillo se escurrían esas cándidas risas, tan dulces, tan inocentes, penetraron el mosquitero y como cañón retumbaron en toda la habitación, de inmediato abrí los ojos y no pude evitar contestar con una sonrisa y su ligero des‐ tello aperlado opaco por los cinco tabacos diarios, que se desva‐ necía quedito dejando el cuarto de nuevo a oscuras donde mis ojos se fundieron con el vacío del adobe que me rodeaba. Temeroso de los insectos que habitan en las hendiduras, cerré los ojos e imaginé que ellos dormían también, pero la imagen de una araña durmien‐ do no es tan placentera y mi mente lo sabía, fue entonces que un escalofrío recorrió de sur a norte por todo mi cuerpo, -¿acaso es un insecto subiendo por mi pierna?, ¿se habrá percatado que no estoy dormido?. ¿La diáspora de insectos por fin se las cobrará de tantos homicidios accidentales que he cometido?, pensé… Cerré los ojos y los apreté tan fuerte que pequeñas baldosas de colo‐ res aparecieron como magia, formaban paredes infinitas que rompieron al estruendo de un chiflido.

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Abrí los ojos y a la par de mis pupilas adaptándose al vacío de nuevo escu‐ ché sus risas y juegos nocturnos, la pelota, los encantados, las escondidas, todos jugaban y la luna de testigo iluminando la calle de esquina a esquina, el nulo alumbrado de la colonia que sirve de forma intermitente no hizo falta, que días atrás beneficiaba al amor tanto como a la delincuencia, ano‐ che no fue así. ¿Por qué a altas horas de la madrugada juegan a las escondi‐ das?, ¿Qué hacen durante el día?, ¿acaso le temen al sol?, o ¿será que padecen de una deformidad que les avergüenza?, aunque esta mañana he ido al mandado y he pasado por su casa, como siempre todo en silencio, pareciera abandonada, si no es por esas pequeñas huellas en la entrada que se marcan cada día. Pero he visto a uno de ellos y se ve como cualquier otro, no he tenido tiempo de contarle los dedos o mirarle fijamente para inspec‐ cionarlo para no evidenciarme en mi intento por descifrar el enigma de esa casa, así que sólo observé lo que pude por el rabillo del ojo y cuidando de no tropezar de regreso a mi casa, di por hecho que la última de mis conjeturas se iría al carajo. —no podemos jugar así, ¡nos falta uno! Quise salir y completar el equipo, así me uniría a ellos y les pondría cara a esas risas y regaños por faltas a las reglas de un viejo juego que a otros les parecería tonto, pero todos sabemos que si tu ficha “come raya” es válido y puedes seguir jugando al bebeleche, o que si gritas “portero ambulante” puedes salir, atacar y meter un gol, hay quienes no entienden las sagradas reglas del juego, pero ¿por la noche serían las mismas?, jamás he jugado de noche, al menos no a estas horas. —¡Aquí! Grité de forma tan muda como mi sonrisa, esta vez con los ojos cerrados, imaginando que llegaba corriendo donde dobla la esquina, detrás de las montañas de arena con mis viejos tenis negro con rojo que me apretaban, 32


pero no le decía a nadie, y mi balón recién parchado por el descuido de patearlo hacia la nopalera. Entonces todos me mirarían, pero al querer ver sus rostros la luz me lo impedía, creo que a lo lejos dis‐ tinguía al pequeño que miré esa mañana por el rabillo del ojo, corrí para llegar hacia donde estaba, pero la calle se alargaba a cada paso que yo daba, sus risas ya eran ecos y entonces el sudor de mi frente resbaló a mis ojos obligándome del ardor a ceder en mi tregua con los insectos de mi habitación, tuve que abrirlos y separarme de aquella escena que imaginaba. No me percaté que me había quedado dormido escuchando sus ri‐ sas y gritos que resonaban en el pasillo hasta mi habitación, me sequé el sudor que emanaba a chorros, era de esas noches de canícu‐ la que te basta una playera ligera y un short deportivo para dormir sobre la sábana más fresca que se tenga a la mano. Prendí la luz unos segundos y advertí que los insectos seguían dormidos en sus hendi‐ duras, la apagué de inmediato, las risas siguen y los reclamos porque alguien no respetó las reglas se hacen notar cada vez más. Miré el reloj y marcaba las dos de la mañana, en ese instante algo se rompe dentro de mí, ya es muy tarde para estar despierto queriendo jugar en la calle de la vuelta donde dobla la esquina con los tenis neg‐ ros con rojo y el balón recién parchado, porque debo despertarme en cinco horas. ¿Ellos no tienen que levantarse temprano?, ¿también tendrán una tregua con los insectos de su casa?... Mañana que pase a la vuelta donde dobla la esquina, me asomaré por la ventana y así los conoceré… Pensé mientras me quedaba dormido profundamente pensando en la falta que me hace divertir‐ me y volver a usar esos tenis rojo con negro que me apretaban, o usar la clásica rajuela de cantera que era más pesada que la de todos y siempre ganaba al bebeleche. 33


Espero esta noche suceda otra vez, pensé al cerrar la puerta de mi casa lentamente para no hacer tanto ruido, a las cinco de la mañana todo suena más fuerte, siempre lo he pensado. Así que por más que quisiera no pateo las latas de cerveza que amanecen por la calle, me reservo ese momento para cuando regrese del trabajo, siempre y cuando no haya gente viéndome desde su balcón, porque pen‐ sarán que tomar vuelo y patear una lata gritando “gooool”, no es el comportamiento apropiando para alguien como yo. Espero esta noche suceda otra vez y por fin armarme de valor y correr hacia la calle de la vuelta donde dobla la esquina, saciar mis dudas y te contaré todo, hasta el más mínimo detalle porque sé que también te carcome la curiosidad, como esa noche que te quedaste a dormir en mi cuarto y tus sueños se vieron interrumpidos por la avalancha de risas que entraba sin pagar cuota por la puerta de enfrente y giraba por el pa‐ sillo atravesando ese mosquitero y cimbrando cada bloque de adobe. Sé que esperarás con ansias el día de mañana que llegue a tu lado con el par de vasos de café, uno con leche para ti, uno sin azúcar para mí, y te cuen‐ te a santo y seña cómo es que resolví nuestro bonito enigma. Porque esta noche al escuchar sus risas y golpeteos de balón romperé los miedos que me atan a mi habitación y develaré ese misterio que es lo único que puede mantener en sigilo a un viejo de 80 en estas noches de canícula, donde sudo a chorros y la valentía que me queda se esfuma al apagar la luz, dejándome a merced de esas lúgubres hendiduras en el adobe y sus pequeños inquilinos.

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Marco Antonio Hernández Aguilar

SOBREVIVÍ —Sobreviví, hoy fue un buen día… Camino en un mar de personas con la nariz y la boca cubiertas por un trozo de tela que ha adquirido un significado nunca antes pen‐ sado: civilidad y empatía. Vivo en un mundo en donde no lavarse las manos es un acto tan irresponsable como tener sexo sin condón. Camino entre personas cuyo tema de conversación gira en torno a la vacuna que les será suministrada para protegerse de la enfermedad: la china, la rusa, la gringa… No, mejor me espero a la mexicana, no vaya a ser. Soy uno más de los millones que creen que cumplir su sueño es estar en contra de los cánones “democráticamente” establecidos. Soy eso que muchos llaman un soñador, lo que otros muchos califican como un pendejo que se cree muy nalga. No hay pedo, lo importante es que soy lo que quiero ser (y no, no es comercial de muñeca plástica, ja). Camino con una guitarra a la espalda, como espadachín en un futu‐

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ro postapocalíptico en que el arte, si no es exhibido en alguno de los mu‐ seos de alguno de los hombres más ricos del país (ustedes saben quiénes son), no es arte. La pinche ironía de las viejas costumbres en una época en la que, se su‐ pone, vivimos en un valiente mundo nuevo. Lo cierto es que al caminar por las calles de la ciudad me siento como personaje de alguna novela escrita por Carlos Fuentes. Nada más lejano de mi realidad. Hay ciertas afirmaciones que me invitan a conmemorar lo poco que he vivido en estas últimas semanas. Ser artista callejero, ser músico pide monedas, es enfrentarse a diversas circunstancias ajenas a la realidad de muchos. Desde el carnal que te grita “consíguete un trabajo, pinche nini” hasta el que grita “yo también puedo hacer eso y no estoy pidiendo limosna”. En fin, estamos llenos de algo que nos parece muy natural como sociedad (mexicanísima, por cierto): el clasismo. Cuando me ven moreno, llegando con mi guitarra a pedir chance en algún lugar para tocar algunas canciones, comienza la obra llamada “quién es quién en el clasismo”, cuya actriz y actor principal son la seño‐ ra y el señor aspiracionista. —Buenas tardes, con lo que guste cooperar. Sigan disfrutando de su día y recuerden, vida sólo hay una y debemos vivirla al máximo. Sonrío estúpidamente como si el cubrebocas no tapara mi mazorca. Hoy fue un buen día, saqué 350 varos. Más de lo que ganaría en una maquila, menos de lo que ganaría si yo fuera diputado, jajaja.

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Claro que hay días gachos en los que nada más no sale nada. Hay días en los que tanto negocio cerrado es como recibir una patada en la entrepierna. La pandemia vino a agudizar los síntomas de mi an‐ siedad y a aumentar el nivel de mi estrés. Pero la vida es como el círculo de sol: sencilla, pero sabrosa si se sabe meterle ritmo. Espero que la vida, en su nueva normalidad, pueda dejar atrás el modo zombi en el que estamos viviendo actualmente y regresar a los días en el que no te veían gacho por traer un cubrebocas sucio o gastado. La discriminación ya no es sólo por el color de piel, sino por no poder quedarse en casa. Repito, por no poder quedarse en casa. Las viejas costumbres adoptan nuevos rostros, pero no dejan de ser viejas costumbres. Pero, bueno, hoy fue un buen día: 1. Regresé a casa con dinero 2. No llovió y regresé con los pies secos 3. Caminé por la ciudad, casi casi como protagonista de alguna no‐ vela de Fuentes (aunque no tan fifí, jaja) Mañana será otro día, ojalá que las viejas costumbres queden atrás. Estamos en semáforo rojo de la epidemia de desigualdad… ¿Habrá una vacuna pronto?

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Sofia Maria

LEJOS, VERDADEIRAMENTE LEJOS, SOLO SE VA PARA ADENTRO Escutar: 1. transitivo direto) estar consciente do que está ouvindo. 2. transitivo direto) ficar atento para ouvir; dar atenção a. -perceber (som, palavra) pelo sentido da audição

A transformação chega a passos lentos. Tento decifrar essa trilha sonora que não para de cantar em meus ouvidos. São ruídos inaudíveis ao ou‐ vido humano, mas que estão por aqui, bem perto. Sinto um presságio, com o ar rarefeito, quando o pouco vento que sopra distante pode estar sem humidade ou então vir de outro lugar, de outro alguém. As vozes querem me dizer algo toda vez que reservo um tempo maior para o silêncio e me pergunto o motivo de não ter tanta paciência para escutar ou ao menos ouço o que consigo. Às vezes é na calmaria que a expressão acontece por transbordar, algo que devia ter sido derramado há muito e não escutei com calma. Mas sinto que a palavra atrapalha o conceito, são definições limitadas ao significado. Eu que quero definir. Deparome com a fuga ao ser muito entretida por ela. Ela é muito mais ins‐ 39


tigante que o sofrimento de me encarar. Quem corre movimenta, sem chegar a lugar algum. São Paulo é uma teia para a metamorfose. O que se passa com tal alma perturbada? Os prédios-tentaculares tentam de todas as formas atacar o processo de formação daquele que ousa escutar a mú‐ sica. Dizem que guardar o brilho é a habilidade de colocar limites em nossa própria singularidade. Não sei de minha trajetória e realmente ninguém sabe. A angústia acontece, assim que buscamos olhar de frente algo que não existe de fato. Coragem. Tanta gente passou e disse que não se ausen‐ taria e hoje não está mais aqui. Segura minha mão. Eu disse para a vida. Um dia decidirei ser eu e nunca mais voltar as memorias que confundem a estabilidade psíquica. Não me importo como as coisas poderiam ser, me importo como elas são, mas e quando elas não forem? Tento exercitar todo dia as convicções profundas que tenho, sem divagar demasiado. Quando você olha pra mim, por quanto tempo fica? Por quanto tempo fica o momento, o alento. O abraço perdido do que foi. Escuta - a música ainda está tocando. Por quanto tempo fica a memória, sua voz? As vezes esqueço seu nome, seu rosto ou o que me ocorria quando te via perto. Sua escuta está atenta ao significado da percepção? Das pessoas e das ações sobre elas e com elas. Sensibilidade eu dizia.

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Pedia a profundeza. Você dizia sim. Seu toque na minha mão era real. A Permanência do olhar em mim e no mundo. Cada ser pode ter o poder de aprofundar. O estar e o partir.

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Traducción de Ana Lilia Félix Pichardo

OJOS DE AGUA Concienção Evaristo

Una noche, hace años, desperté bruscamente y una extraña pregunta explotó de mi boca. ¿De qué color eran los ojos de mi madre? Aturdida, me costó reco‐ nocer el cuarto de la casa nueva en que estaba viviendo y no logré acordarme de cómo había llegado hasta ahí. Y la insistente pregunta martillando, martillando. ¿De qué color eran los ojos de mi madre? Aquella duda había aparecido hace días, hace meses, puedo decir. Entre un quehacer y otro, me quedaba pensando de qué color serían los ojos de mi madre. Y lo que al principio había sido un mero pensamiento dudoso, aquella noche se transformó en una dolorosa pregunta cargada de un tono acusador. Entonces ¿yo no sabía de qué color eran los ojos de mi madre? Siendo la primera de siete hijas, desde temprano busqué hacerme respon‐ sable de mis propias dificultades, crecí rápido, pasando por una breve adolescencia. Siempre al lado de mi madre, aprendí a conocerla. Descifraba su silencio en las horas de dificultades, así como también sabía reconocer, en sus gestos, señales de posibles alegrías. En aquel momento, mientras tanto, 43


me descubría llena de culpa por no recordar de qué color serían sus ojos. Me parecía todo muy extraño, pues me acordaba nítidamente de varios detalles de su cuerpo. De la uña enterrada del dedo meñique del pie izquierdo… de la verruga que se perdía en medio de una cabellera crespa y bella… Un día, jugando a peinar la muñeca, alegría que mi madre nos daba cuando, dejando por unos el lava-lava, el planchaplancha de las ropas ajenas, se convertía en una gran muñeca negra para las hijas; descubrimos una bolita bien escondida en su cuero cabe‐ lludo. Pensamos que era una garrapata. Mi mamá dormida y una de mis hermanas, afligida, queriendo liberar a la muñeca-madre de aquel padecimiento, jaló rápido el bichillo. Todas nos reímos y reímos y reí‐ mos de nuestro engaño. Mi mamá rio tanto que se le salieron las lágri‐ mas. Pero ¿de qué color eran sus ojos? Me acordaba también de algunas historias de la infancia de mi madre. Ella había nacido en un lugar perdido del interior de Minas. Allí, los ni‐ ños andaban desnudos hasta bien grandecitos. Las niñas, hasta que los senos se les empezaban a notar, ganaban las ropas que habían sido de los niños. A veces, las historias de la infancia de mi madre se me confundían con los de mi propia infancia. Me acuerdo de que muchas veces, cuando mi mamá cocinaba, de la cazuela emanaba cierto olor. Era como si cocinara, allí, sólo nuestro deseo desesperado por comer. Las llamas, sobre el agua solitaria que hervía en la cacerola llena de hambre, parecían reírse del vacío de nuestra panza, ignorando nues‐ tras bocas infantiles en que las lenguas jugaban a salivar el sueño de comida. Era justamente en esos días de poco o ningún alimento cuan‐ do ella más jugaba con nosotras. En esas ocasiones el juego preferido era aquel en que mi mamá era la Señora, la Reina. Ella se sentaba en su

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trono, un pequeño banquito de madera. Felices, agarrábamos flores cultivadas en un pedacito de tierra alrededor de nuestra casa. Las flores eran solemnemente distribuidas por sus cabellos, brazos y regazo. Y de‐ lante de ella hacíamos reverencias para la Señora. Nos postrábamos en el suelo y sacudíamos la cabeza para la Reina. Nosotras, princesas, alrede‐ dor de ella, cantábamos, danzábamos, sonreíamos. Mi mamá sólo reía de forma triste y con una sonrisa mojada… pero, ¿de qué color eran los ojos de mi madre? Yo sabía, desde aquella época, que mi mamá inventaba ese y otros juegos para distraer nuestra hambre. Y nuestra hambre se dis‐ traía. A veces, al final de la tarde, antes que la noche tomara conciencia del tiempo, ella se sentaba en el umbral de la puerta y, juntas, nos quedába‐ mos contemplando el arte de las nubes en el cielo. Unas se volvían corderitos; otras perritos; otras gigantes adormecidos y había aquellas que eran sólo nubes; algodón de azúcar. Mi madre, entonces, estiraba el brazo, que iba hasta el cielo, tomaba aquella nube, la partía en pedacitos y nos metía rápido uno en la boca a cada una. Todo tenía que ser muy rá‐ pido, antes de que la nube se derritiera y con ella nuestros sueños se desvanecieran también. Pero, ¿de qué color eran los ojos de mi madre? Me acuerdo todavía del temor de mi mamá en los días de lluvias fuertes. Arriba de la cama, agarrada de nosotras, ella nos protegía con su abrazo. Y con los ojos inundados de llanto, balbuceaba rezos a Santa Bárbara, te‐ miendo que nuestra frágil casita se derrumbara sobre nosotras. Y no sé si el lamento-llanto de mi madre, si el ruido de la lluvia… Sé que todo me causaba la sensación de que a nuestra casa la balanceaba el viento. En esos momentos, los ojos de mi madre se confundían con los ojos de la naturaleza. Llovía, lloraba ¡Lloraba, llovía! Entonces, ¿por qué no me lo‐ graba acordar del color de sus ojos? 45


Y en aquella noche, la pregunta me continuaba atormentando. Hacía años que yo estaba fuera de mi ciudad natal. Al salir de mi casa en busca de una mejor condición de vida para mí y para mi familia, ella y mis her‐ manas habían quedado atrás. Mas yo nunca olvidaría a mi madre. Reco‐ nocía su importancia en mi vida, no sólo de ella, también de mis tías y de todas las mujeres de mi familia. Y también, ya en aquella época, entonaba cantos de alabanza a todas nuestras ancestras, que desde África venían arando la tierra de la vida con sus propias manos, palabras y sangre. No, yo no olvido a esas señoras, nuestras Yabás, dueñas de tanta sabiduría. Pero ¿de qué dolor eran los ojos de mi madre? Y fue entonces que, abrumada por la desesperación por no acordarme de qué color eran los ojos de mi madre, en aquel momento decidí dejar todo y, al día siguiente, volver a la ciudad donde nací. Necesitaba buscar el ros‐ tro de mi madre, fijar mi mirada en la de ella, para nunca más olvidar el color de sus ojos. Así lo hice. Volví, afligida, pero satisfecha. Vivía la sensación de estar cumpliendo un ritual, en el que la ofrenda a los Orishas debería ser descubierta por el color de los ojos de mi madre. Y cuando, después de largos días de viaje para llegar a mi tierra, pude contemplar extasiada los ojos de mi madre. ¿Saben lo que vi? ¿Saben lo que vi? Vi sólo lágrimas y lágrimas. Mientras tanto, ella sonreía feliz. Pero eran tantas lágrimas , que me pregunté si mi madre tenía ojos o ríos caudalo‐ sos sobre el rostro. Y sólo entonces comprendí. MI madre traía, serenamente en sí, corrientes de agua. Por eso, llantos y llantos inunda‐ ban su rostro. El color de los ojos de mi madre era el color de ojos de agua. ¡Aguas de mamá Oxum! Ríos serenos, mas profundos y engañosos para quien contempla la vida apenas por la superficie. Sí, aguas de mamá Oxum. 46


Abracé a mamá, rocé mi cara con la de ella y pedí protección. Sentí sus lágrimas mezclándose con las mías. Hoy, cuando ya recordé el color de los ojos de mi madre, intento descubrir el color de los ojos de mi hija. Juego a que los ojos de una se vuelven el espejo para los ojos de la otra. Y un día de estos me sorp‐ rendió un gesto de mi niña. Cuando las dos estábamos con ese dulce juego, ella me tocó la cara, contemplándome intensamente. Y, mien‐ tras jugaba a ver el de ella en la mía, preguntó bajito, pero tan bajito, como si fuese una pregunta para ella misma o como si estuviera buscando y hallando la revelación de un misterio o de un gran secreto. Escuché cuando, susurrando, mi hija dijo: “mamá, cuál es el color tan húmedo de tus ojos?

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Ángel Emiliano

NUNCA DEJES DE LLORAR Tenía trabajando alrededor de nueve horas continuas pero los ojos inyec‐ tados en sangre, el dolor de lumbalgia y el rigor autómata de los dedos sobre las teclas —que hasta entonces reprodujo un sonido detestable— habían reducido la intensidad de sus molestias al filo de la medianoche, cuando el cuerpo se abstrajo tanto hasta no ser más que el recipiente de livianos pen‐ samientos. Después sonó el celular, irrumpiendo con vibraciones cada vez más insis‐ tentes y prolongadas. Un rato inmóvil, esperando la siguiente vibración. La pantalla encendida. Contestar y esperar un hola, bueno, ¿Felipe?, buenos días, porque ya eran días aunque por la ventana el cielo aún se vislumbrara copiosamente estrellado. La madrugada cayó de súbito sólo cuando las dos, en el reloj digital, iluminaron un oscuro rincón de la estancia. Faltaban cuatro cuartillas. —¿Hola? ¿Qué pasó? —Todo –dijo con convicción. 49


La respuesta la dio al tiempo en que ponía el punto y aparte de un párrafo limpio y revisado cuya impecabilidad prorrumpió en una instancia de vani‐ dad. Entonces ahora sí, qué pasó, qué es todo, pero ya sabía las circuns‐ tancias que la empujaron a hacer esa llamada. —¿Puedes venir a mi casa? No aguanto más, estoy llorando con todo el cuerpo. La tenuidad de la voz, sumada a las deshoras, corroboraba la naturaleza de su súplica. Siempre había creído que no la merecía. Por supuesto que iría; saldría corriendo, abrigado y acicalado sólo un poco, cualquier cosa, para que no se note (nunca se nota) la intención de querer ir presentable. —Espérame, ahora llego. Fue necesario atravesar la sala con astucia, luego la puerta de calle rogando silencio, ningún rechinido, que el aire no silbara en el común absorber de una casa que se abre por las noches ventosas, frías; tener tacto para no cerrarla recio y despertar a sus padres, a Octavio metiche, que si lo descubría iría a avisarles: papá, mamá, Felipe se salió. El silencio fue benévolo y colaboró como fiel cómplice. A decir verdad, la colonia Juvenal no era el mejor trayecto que alguien pudiera desear como amante dispuesto, pero se tenía que cruzar inevitablemente para llegar a la de Cecilia. Es decir: pasar inadvertido de los cholos, los que a tan altas horas de la noche se juntan bajo la imagen de la Virgen María a tomar caguamas, platicarse los conflictos con el barrio antagónico que todo buen cholo de barrio debe tener, echar churros de mota, cigarrillos, persignarse ante su sa‐ grada madre no con el objetivo de la redención, sino por costumbre, sino por ampárame madrecita, protégeme, y uno, ya en aquellas circunstancias, por agnóstico que sea tiene que decir protégeme madrecita, ampárame, porque da miedo cruzar la colonia y con miedo cualquiera, aunque hipócrita, parece descubrir la bondad de los ídolos. Durante la noche hay más ojos, había llegado a pensar. O no es que haya más, pero están más atentos que los de la mañana y, a veces, con peores intenciones. Pero todo era por Cecilia, triste, 50


bonita, aunque tuviera los ojos hinchados. Imaginándola se encuentra el valor que se necesita siempre, indispensable para hacerla recuperar la templanza. El cuerpo se embotó frente a la puerta de su casa, luego la sonrisa de rigor, para uno mismo, por llegar completo y haber esquivado los peligros de la no‐ che. Sólo dos golpecitos, muy en lo quedo, para que los padres de Cecilia no despierten, para que Cecilia sepa de quién se trata. Siempre a disposición suya, en plan de espantarle las tristezas. —Qué rápido llegas, ¿no te pasó nada? —No, nada, nada. ¿Qué sucede? Ella suspiró hondamente. —Me la volvió a hacer, Felipe, otra vez, otra vez, otra… —y su voz se perdió en un murmullo tácito que la tormenta diluyó en sus aguas. Escondió el rostro entre sus manos, como deteniéndolo, quizá pensando que se caería sin la intercepción de sus manos, que entonces era lo único de su cuerpo que parecía no temblar. Se instalaron en la sala y las miradas se prolongaron en un rato de silencio. Cecilia buscaba sosiego antes de hablar; cuando parecía hallarlo abría la boca, pero súbitamente las lágrimas inun‐ daban su garganta, ahogando sus palabras, encerrándola en una nueva afo‐ nía. Y entonces ¿por qué debe ser así? ¿Por qué esa necesidad absurda de ab‐ negación y desasosiego? ¿Qué no me miras, dispuesto? Dos de la mañana y aquí me tienes, contigo, por ti. Fugándome, deseando ser sombra para que los cholos del Barrio Triste no me vean ni interfieran con mi camino; intercalando mi aliento y pasos con el silencio que se alarga en la brevedad tras los alardes tempestuosos de los rayos, porque si mis padres se enteran van a decir Felipe, tonto, cómo te arriesgas así por una mujer, cómo se le ocurre preguntarte si puedes ir a verla, sabiendo todo el mundo la situación de ahora, allá afuera… Dejándolo, Cecilia, acabarías con el sollozo en que las palabras mueren, que se ciñen en tu garganta, labios, ojos; palabras rotas 51


que gesticulas y después guardas en las ojeras, y luego en tu palidez y en la boca partida. Dejándolo, también, pondrías fin a mis odiseas noctámbulas, a las posibilidades de que algún cholo abandone sus rezos para atacarme, a que pesque un resfriado o me enferme de cualquier cosa por culpa de los vientos cortantes y la lluvia fría; acabarías con mi terror de cruzar la Juvenal en tu encuentro, por tus lágrimas, a tu tristeza… «Quisiera dejarlo, tengo que». Pero antepuesto a tus males, el encuentro de nuestro silencio, ceder a una comprensión mutua descubriendo en nuestros ojos un claro o legible entendimiento y un saber que siempre vamos a estar a disposición del otro; y a esta maligna certeza debo que se circunda a mis pasiones con la pregunta de qué haré el día que dejes de llorar, si a las dos de la mañana sonará mi te‐ léfono y tu voz quebrada, si volverás a necesitarme o a creer que soy tu mejor consuelo… «¿Qué hago, Felipe?». Por eso recapacito antes de dar mi opinión, por eso sólo pienso que lo dejes, pero no lo digo, y mejor dale una oportuni‐ dad, saldrán adelante, sigue a su lado, para que nunca dejes de llorar.

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LUSCINDA DE

CONTRADICCIONES O L A VIDA PENSADA Definitiva y no, imperturbable y no Melancólica vanidad, profusa dicotomía Tres miradas ciegas y sin tiempo Absurda y no, inexorable y no Contradicción es la palabra Destino y libertad, vivos, bailan a muerte Indudable y no, insumisa y no Una ventana o una trampa Sentir o la inmediata felonía Entender o legalizar Razonar o justificar Innegable y no.

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TRES POEMAS DANIEL R. LEYTE

LA GARGANTA DE LA NOCHE Ebrio con el corazón hecho añicos intentas llegar a casa pero recuerdas que para tu padre eres un lote baldío continúas enardecido en medio del asfalto el alumbrado público te ilumina como a un rockstar. Encendiendo un cigarrillo recuerdas los momentos alegres y los tristes quemando las naves entregándote al tarro de pulque reposado eliges alguna banqueta algún parque algún hotel de mala muerte pero no existe nada de valor en tus bolsillos sólo la cavidad de una ciudad ausente/ intranquila. 54


Arrojas tu cigarrillo y los perros aúllan la melodía de tus veintitrés años. Te miras perdido/ melancólico pero a pesar de estar desvencijado sabes que perteneces a la generación que se convirtió a una religión que puede medirse por su capacidad de revivir a los muertos la bendición de nacer en la era de antes y después de Jim Morrison de vivir con delincuentes/ ángeles caídos con la banda de corazones solitarios. Penetras la garganta de la noche embarras acidez sobre el calvario de un cristo traicionado. Esta es la imagen trémula de lo que jamás pudo pasar. Alabados sean el Rey Lagarto y San José Cuervo. Hágase su voluntad.

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AMNESIA Siembran sombra y crían cuervos que les sacarán los ojos, desnucarán cabezas calvas, poblarán noches no guardadas en ningún rincón de la memoria. —Max Rojas

Amo a una mujer anticipada al día de mi procesión. Me refugia para no andar por el mortuorio vericueto de las tempestades que aún no conozco. Somos sutiles/ amnésicos que siembran sombra y cosechan lo indeleble de los sueños/ relámpagos convulsionando fieramente. No importa si al final ella termina con el suicida preparado para ejecutar su acto transformista. Pronto seremos una oscuridad terriblemente melancólica/ rostros sin voz/ encarnación de pánico/ recuerdos que desnucarán cabezas calvas y poblarán noches no guardadas en ningún rincón de la memoria. Seremos el falso rumor de que un día el amor existió.

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ÀNGEL INTOXICADO Ella perdió el control bella ha vuelto a perder el control, gritó estirada en el suelo: Amigo eh vuelto a perder el control. Joy Division

Melancólica y terriblemente jodida ella perdió el control víctima de un dios quejumbroso dañada por la ausencia del padre de un amor que se creía indestructible. La envolvió una brisa de confusión resultándole imposible conciliar la calma sus ojos lo decían todo: ha vuelto a perder el control. Infortunio de su propia destrucción no puede contenerse quiere huir pero no sabe a dónde. Piensa en follar para ahuyentar el deseo de muerte beber hasta arrastrarse fumar hasta incendiar el alma convulsionar en el abismo de su eterna caída. “Ángel intoxicado de la noche estoy tan miserable recoge este ataúd de carne porque ya no soporto ésta mierda de vida.” dice la nota junto a la ventana donde trastornada se arrojó a los brazos del demonio desplomándose como el cuervo que busco el suicidio por el rechazo de la golondrina. 57


ANTONIO RUBIO REYES

HAY UN ÁRBOL EN LA CASA I. Hay un árbol en la casa. Habla la lengua de mi abuela cuando me leía el evangelio: cada mañana florecía no por la gracia del sol sino por la lectura de mi abuela. Sus palabras siguen creciendo desde su urna, se sacuden ciudad y ceniza: están hechas del hueso de los libros y aún hay sangre en esos versos que escucho desde el árbol. II. El árbol guarda un reloj en el vientre. —Mírame crecer, es el tiempo que quiere escaparse por mis ramas. III. La palabra árbol es la única que puede dar sombra. 58


IV. Durante el otoño guardaban debajo de mi cama las secas ramas del árbol: Para ahuyentar a las brujas, decía mi madre. Para que los grillos encuentren un hogar donde cantar después del aguacero, decía mi padre. A mí me sedujo ese canto precioso con el que las brujas solían arrullarme después de las tres de la madrugada cuando las hormigas subían a la cama y me iban trayendo en pedacitos la carne de mis padres. V. Debajo del árbol enterramos al perro. Por las noches desde las hojas escucho aún sus ladridos. VI. La palabra árbol es la única que puede incendiarse. VII. Ya sé qué se siente no tener hogar. Dejas pedazos de ti en todas partes. Allá tu casa que ya no es tu casa donde me miran como un extraño, el fantasma soy yo.

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Soy la estatua de un pasado que solo el árbol recuerda. En tu calle que ya no es tu calle naufrago igual que ciertos árboles de otros tiempos y arrastro una luz como de tierra. En toda lejanía, se alza tu casa. Quisiera yacer en ese milagro del agua. Con el tiempo, toda piedra se desvanece en el aire. VIII. Había soñado con un árbol. Me miraba con resignación como los ojos del perro al que sacrificamos porque creímos que su sufrimiento fue más grande que el amor que nos confesaba. La mosca que sensualmente baila en la telaraña pues ha perdido el miedo a la muerte. Era un árbol enorme. No le contaré a nadie sobre ese sueño. Nadie sabrá que desperté llorando. Quiero que exista algo en el mundo que sea exclusivamente mío.

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FOTOGRAFÌA

EL CULTO A LA MUERTE EN MÉXICO FRIDA VIRGINIA SÁNCHEZ REYES

Nací en Fresnillo, Zacatecas en el año de 1996. Soy egresada de la Licenciatura en Historia por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ac‐ tualmente soy colaboradora en el Centro INAH, Zacatecas en la sección de Historia, lugar en el que desarrollé mi servicio social. Mis líneas de investigación son la Historia Cultural, los temas que he desarrollado son migración menonita y culto a la Santa Muerte, este último fue presentado en octubre de 2020 en el coloquio estudiantil “La brujería en América Latina: prácticas ancestrales y contemporáneas” por parte del Colegio de Estudios Latinoamericanos. En México, la idea de la muerte forma parte de nuestra vida co‐ tidiana, en un País en donde el desempleo, la inseguridad, y la pobreza predominan, consciente o inconscientemente la muerte está allí, no es entonces de extrañarse que exista un culto a ella, o sea considerada como “Santa” o como el antropólogo Claudio Lomnitz la refiere en su libro Idea de la muerte en México: “el tercer tótem nacional” después de la Virgen de Guadalupe y Benito Juárez. Las siguientes fotografías han sido tomadas entre 2018 y 2021. “El culto a la Santa Muerte es un reflejo de la debilidad del estado, negar este culto es negar la realidad social que enfrenta el país”

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Miguel García Ramírez

TRANQUILA, SOLAMENTE ES UN CUENTO A mi madre, que todo se lo debo y que todo se lo cuento

—Yo ni siquiera tengo padre —dije, sin más remedio que agachar la cabeza, mientras mis cejas sangraban empapándome el rostro, —Discúlpenme, se los ruego, no les estoy mintiendo… Apenas terminaba mi discurso y un palazo cayó sobre mi espalda, haciéndome gemir como el más moribundo de los gatos. Mis manos temblaban de dolor y mis ojos, que de por sí ya eran lo bastante miopes, veían borrosamente a donde quiera que miraran. Mi boca sangraba, estaba rota, descocida, desfloreada, y apenas podía medir el dolor que sentía a partir del encharcamiento de sangre que aumentaba más y más conforme iba recibiendo los golpes. —¡Habla de una vez por todas! –dijo el encapuchado, mientras to‐ maba nuevamente el bate y lo levantaba por los aires con una sola mano —Tan putito que te veías, y mira, aguantando como el mejor de los machos… ¡Habla de una chingada vez! Todos tenemos padre, pero sobre todo tenemos un dios, sea cual sea, nadie tiene los hue‐ vos de recorrer el infierno por sí solo… ¿Cuál es el tuyo?

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—Pero ya se los dije… –murmuré, mientras más y más sangre y saliva brotaba de mi boca, —El único dios en el que confío es el hombre, la mujer, yo mismo. El bate de béisbol golpeó mi cabeza, haciéndome ver una especie de fuegos artificiales y volándome un diente, el único diente postizo que tenía, lo vi caer sobre el charco de sangre que parecía cada vez más y más espeso, y cada vez más y más grande. Los tatuajes en mis brazos eran figuras irreconocibles, y el nombre de mi madre, tatuado casi a nada de llegar a la axila, me recordó el largo camino que quedaba por delante. —Pobre pendejo, mira qué vida llevas…–dijo otro de los encapu‐ chados, mientras se tentaba los huevos como buscando motivación, —Vamos a empezar de nuevo putito: ¿quién cometió el grandísimo error de venirse dentro de tu madre? —De verdad no comprendo –dije, en un segundo aire, —Podría men‐ tirte, pero eso, me haría más hombre que todos ustedes juntos, y pre‐ feriría morir ahora mismo. Un silencio incómodo invadió el inmueble. El piso se había manchado de rojo, y mis costillas estaban tan rotas que crujían como un montón de hojas secas siendo pisoteadas. —¡Hijo de puta! –exclamó el tercer encapuchado que, hasta ahora, no había participado —¡Dinos de una vez quién chingados eres! Tu padre debe estar tan avergonzado de su hijo, pobre imbécil, procrear una bestia… ¿A qué te dedicas pedazo de mierda? —Pues… ¡escribo, escribo, es todo lo que hago! Cuando tengo suerte, y también cuando no.

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El hombre del bate me recetó el más enardecido de los golpes, sentí cómo mi columna se fragmentó al igual que alguna vez las tierras se alejaron unas de otras, deformando continentes, separándonos indi‐ ferentemente a unos de los otros y a unas de las otras. Otra vez el bate impactó sobre mi mandíbula, sentí mi cuerpo caer sobre mi charco de sangre, esparciéndolo todo de golpe. Como resultado del porrazo una cortina negrísima como los ojos de un ratón fue descendiendo sobre mí. Apenas podía sostenerme sobre mi brazo izquierdo para no aho‐ garme con mi propio charco de sangre, brindándoles así algunos segundos para una última pregunta: —¡A ver hijo de tu chingada madre! –gritó el tercer encapuchado, que bien pudo ser cualquiera de los otros, —Dinos el nombre de aquel po‐ bre hombre que te trajo al mundo, de aquel desgraciado que segu‐ ramente recibirá el perdón divino, no como tú, que no tienes remedio… Nadie podrá tocarle, seguramente ha sufrido ya bastante con semejante vergüenza de vivir sabiéndose padre de una porquería como tú. Bueno, ya y sin mamadas, ¡es la última chance! Un escalofrío me recorrió enterito, se me vino a la memoria mi primer toque de marihuana, se me vino el silencio infinito de observar un mar quieto y desolado, se me vinieron los ojos taciturnos de mi madre (cuando solía ponerme una horrible chamarra antes de salir al colegio) y la suave mano de mi compañera tomándome para cruzar alguna ave‐ nida, siempre fui pésimo para cruzar las calles. —¡Ya se los dije! –exclamé con mi penúltimo aliento, reservándome para el mejor de los finales, terminando la historia igualita a como la había empezado, —Yo ni siquiera tengo padre.

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YESSIKA MARÍA RENGIFO CASTILLO

CUARTETO MEMORIAS Nos negamos a olvidar y hemos vuelto a hablar. Soñamos con que la pes‐ adilla trae días de luz a casa y al país. Los silencios se marchitan entre vo‐ ces que recuerdan; un pueblo que no soportó sonidos de guerra. Los dia‐ rios son titulares de esa paz que soñaron el gran Gaitán, Pizarro y Galán, danzando con criaturas de pensamientos distintos. Memorias de un país que se negó a olvidar, hombres y mujeres que hacen historia en días de sombra. Fin

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TIEMPO Las silenciosas calles traen los días de arcoíris que cantan himnos de amor. Estaciones del tren jugando con ecos del sol recuerdos del ayer. Nuestra historia se esfuma en las melancolías del olvido que no perdona tu corazón. Mis lágrimas no cesan llamándote cielo mío sin sentido en noches del mayo frio. Tiempo… Necesitan mis caminos desde que te has ido, rosa mía.

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EPISODIOS, EL VENDEDOR DE DULCES Dicen que sus episodios se escribieron en días de verano. Días en que las margaritas besaban al sol con cantos del ruiseñor. Hoy de eso sólo quedan recuerdos; caminan en distintas aceras y, no es malo hacerlo, no soportaba la obsesión de Diego por los grafitis, las calles solitarias y verla desnuda. Esa última obsesión hacía que los días de Diego fueran más placenteros y llenos de un amor desmedido. Amaba todas las ma‐ nifestaciones de su cuerpo, la naturaleza hacía maravillas. El ver sus pechos inclinados a las estrellas ante sus caricias estremecían su piel, ni hablar de sus caderas frente a sus agitadas guerras de calor que aceleraban su corazón. Verla desnuda era robar días con la luna, pero su tiempo culminó. Ama verla en leyes, defensa de los animales y los cantos en los ba‐ res del centro de la ciudad. Él sigue siendo el vendedor de dulces recorriendo la plaza de Bolívar, contemplando las palomas que vuelan en sus cielos. Fin

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ÁNGELES EN EL CIELO

No queremos que llores acá no hay sufrimiento, las estrellas son tan bellas, estamos extasiados. La luna no deja de acariciar nuestros cabellos estarías sonriendo si la vieras. Ángeles en el cielo en esos nos convertimos, siguiendo tus pasos. Seca tus lágrimas y cada vez que te sientas desfallecer, sólo mira al cielo ahí estamos, continuidad de nuestro amor.

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XICATENCÁTL EL VIGÌA

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La sílaba 2021 México Ediciones | El gatito espejo * Ciempiés encuadernación


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