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PodEr y libErtAd

por dIEGO TaTIáN

decano de la facultad de filosofía unc

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democracia es ante todo disputa por el sentido de la palabra democracia. Los diez años kirchneristas la dotaron de una intensidad inusual y recuperaron el significado más profundo que aloja su experiencia: el anhelo de igualdad. igualitario; despenalización del consumo de drogas; ley de servicios audiovisuales; expansión histórica de la educación pública; desmantelamiento de los efectos sociales del Terrorismo de Estado, reparación jurídica y reconocimiento de las pacientes luchas Disminuir las desigualdades económicas no es posible -ni en la Argentina ni en ningún lugar del mundo- sin cuestionar privilegios; reducir las desigualdades sociales (expresadas en el modo de la discriminación, la exclusión, la anomia, el saqueo de las vidas y el ultraje de los poderosos) presupone pues una disputa por la ley que destituye la existencia de jerarquías ante la ley. Según la acepción que tiene su fragua en la experiencia latinoamericana actual, democracia se constituye como predominio de los derechos sobre los privilegios y de las instituciones sobre las corporaciones.

Cualquiera sea la posición adoptada en la guerra de las cifras, ninguna de ellas habilita un negacionismo de lo más elemental: desde 2003 ha habido (en la Argentina y en toda la región) un sostenido crecimiento económico, se han reducido la pobreza, la desigualdad, la desocupación, el trabajo precario, la desescolarización, a la vez que la inclusión social es la más elevada en muchas décadas. Pero -seguramente gracias a lo anterior- la mayor conquista colectiva de la década es cultural, institucional y política. La Argentina es un país mejor, en el que las transformaciones son posibles, con las lentitudes y dificultades propias de la vía democrática que desde hace treinta años la sociedad argentina adoptó como forma de vida en común.

En un artículo reciente sobre la reforma al Poder Judicial1, Ezequiel Ipar desmonta el uso de la expresión “mayorías eventuales” (como si las mayorías pudieran ser otra cosa que “eventuales”, como si pudiera haber “mayorías eternas”) por parte de una retórica que ve en ellas no la condición necesaria para transformaciones radicales de las instituciones de un país (la democratización de la justicia lo es), sino el reino de todos los peligros contra los que deben precaverse quienes se autoconciben como los custodios del derecho y la reserva republicana de la nación.

El empoderamiento de mayorías durante mucho tiempo desubjetivadas y al margen de la decisión política, es lo que permite una activación de ciertas minorías (los pueblos originarios, las identidades raras, los campesinos, los peones rurales, las empleadas domésticas…) contra ciertas minorías (la Sociedad Rural, los dueños de los medios, la familia judicial…) que permite una redistribución del poder y con ello una reconfiguración de las libertades. En la disputa por la ley, la conformación de mayorías parlamentarias es condición para una inscripción institucional de derechos hasta ahora invisibles o relegados. Poder y libertad dejan de ser términos antagónicos -como los dueños del poder hacen creer desde hace mucho a quienes se hallan despojados de él- para ser uno condición de la otra y producir por composición la virtù política mayor: una duración democrática sostenida por el deseo colectivo de reforma que desencadena la novedad.

La democracia argentina ha producido en los últimos diez años avances decisivos en el reino de la libertad (ley de matrimonio sostenidas por los organismos de derechos humanos…) y en el reino de la necesidad (recuperación del empleo y el salario; legislación laboral que rescata de la anomia a sectores olvidados; convenios colectivos de trabajo; protección de la infancia mediante la asignación universal…). En otros términos: la democracia que transitamos ha sido capaz de producir igualdades y reconocer derechos, de afectar privilegios y subordinar la economía a la política dentro de una institucionalidad expresiva de los conflictos naturales a una sociedad viva –que los antiguos llamaban República, palabra hoy malversada por derechas de vieja y de nueva laya que la conciben exactamente como su contrario: una pura forma de reasegurar privilegios e inhibir la irrupción de conquistas sociales. Por ello, resulta imprescindible la disputa de los términos. Claude Lefort habla de una irrenunciable dimensión “salvaje” de la democracia, que interpreto como excedencia irreductible a cualquier procedimiento, fondo anómico del que emerge el deseo de (otra) ley. Democracia concebida así como manifestación, incremento, apertura, composición imprevista de diferencias, y nunca como bloqueo del deseo por la forma –que más bien promueve su extensión y su colectivización. Régimen en el que la constitución, las leyes y los procedimientos son instituciones forjadas por la vida popular, por las luchas sociales y la experiencia colectiva que de este modo es siempre autoinstitución. Se trata de acuñar una noción de democracia que nunca presupone la desconfianza de la potencia común, la inhibición por el miedo, ni la despolitización del cuerpo colectivo para su control. Para prosperar, la idea democrática deberá desmarcarse del idealismo que postula por principio del pensamiento una representación de cómo los seres humanos deberían ser (racionales, virtuosos, solidarios, austeros, justos), y en cambio tomar en cuenta el poder de las pasiones sobre la vida humana. Despojada de este legado maquiaveliano, la democracia sería impotente y frágil, vulnerable en lo más hondo y destinada a ser una mera impotencia conservadora. Sólo el poder es el límite del poder. Ello no significa decir que los individuos y las sociedades se hallan condenados a las pasiones tal y como irrumpen inmediatamente, ni que el realismo democrático sea convertible con el puro ejercicio de la fuerza. Al contrario, esta perspectiva procura una idea no sacrificial de república. Según ella, el consenso no es pensado como anulación de las diferencias, ni la institución como supresión del conflicto, ni la libertad es el diezmo a pagar por la obtención de seguridad. Diferencia y consenso, conflicto e institución, libertad y seguridad permanecen términos inescindibles, abiertos a un trabajo del pensamiento y de las prácticas sociales. Esta manera de pensar busca por tanto no contraponer las nociones de república (conjunto de instituciones que confieren una forma a la vida social) y democracia (palabra que designa el mun-

pensar un pais con justicia social

do de los deseos, pasiones y anhelos de los sectores populares), sino que muestra más bien su implicancia mutua. En la actual discusión argentina se suele recurrir a la palabra república, al contrario, como palabra de orden y clausura de lo dado. Es necesario disputar ese término, recordar una proveniencia antigua que no separa la república de los litigios sociales y rescatarla de la acepción vacía que la reduce al solo imperio de la ley.

En sentido profundo (como “democratización de la democracia”), la palabra kirchnerismo no denota principalmente la adhesión a un gobierno, ni el posicionamiento inmediato en una trinchera de la llamada “batalla cultural”, ni -en el caso de quienes dedican su trabajo a la interpretación del presente, y toman la actualidad como objeto de pensamiento y estudio- una apologética sin fisuras en defensa de las medidas de gobierno, cualesquiera que estas sean. Como nombre de una época, el kirchnerismo desborda al kirchnerismo: designa la intrusión -donde antes sólo había procedimientos sin poder de transformación- de un conjunto de condiciones materiales que hacen posible la ininterrumpida invención de derechos; lucha social que impulsa su reconocimiento y su inscripción en la ley. También emergencia de movimientos sociales que, contra la política oficial, objetan la idea neodesarrollista conforme la cual los índices de producción y de consumo son tomados como indicadores únicos de la calidad de vida de una población; visibilización de minorías imposibles de cooptar ni de volver equivalentes para la generación de una hegemonía que considera a la sociedad dividida (sólo) en dos.

Kirchnerismo es construcción de un poder popular y a la vez la irrupción del otro. Hospitalidad de lo minoritario y de lo raro. Posibilidad de tomar la palabra y de recuperar de la alienación la potencia política y social que permite imaginar y realizar transformaciones: creación retórica, jurídica, económica, simbólica y social de condiciones que permiten la reunión de los cuerpos con lo que los cuerpos pueden –es decir de las inteligencias- con su potencia de imaginar y de pensar.

En caso de considerar impropio este uso extenso del adjetivo “kirchnerista”, seguramente podemos recurrir a otra palabra. En cualquier caso, durante el tiempo kirchnerista, gracias al gobierno de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández, y en ocasiones también por fuera de él, la democracia argentina accede a su vitalidad mayor, a su lucidez. No adolece de menos contradicciones, las explicita en contradicciones manifestadas que buscan su forma en una institucionalidad nueva para dejar atrás su condición clandestina y violenta.

En sentido más mediato, kirchnerismo designa una extraña “potencia plebeya” que atesora y conjuga tradiciones muy dispares: la tradición nacionalpopular (de matriz gramsciana y afortunada deriva en la cultura política argentina), el liberalismo (basta sólo pensar que la invención de los derechos humanos es el núcleo filosófico y la mayor conquista de la revolución liberal), el republicanismo (como potencia instituyente y deseo de ley), el socialismo (el hermanamiento con Cuba desde 2003, el elogio de Cristina a Ho Chi Minh y la visita a los túneles de Cu Chi durante el viaje a Vietnam en enero de 2013; antes la vindicación del Che en el viaje a Angola). Textura ideológica que presenta la forma de la agregación bajo el presupuesto de que la composición de tradiciones políticas es potenciadora de todas ellas y la clave de una práctica crítica para impulsar formas eficaces de contrapoder.

La pregunta por la transición del kirchnerismo (a dónde lleva la actual experiencia social y política) no podrá reivindicar ninguna garantía de futuro, ni una condena al éxito, ni estamos como sociedad exentos de una restauración conservadora que desande todo o parte de lo andado. La respuesta a esa pregunta decisiva no es transparente, reclama un trabajo y una responsabilidad: dependerá de la capacidad de desentrañar el sentido de la experiencia acumulada y reimprimirle una orientación emancipatoria; dependerá de la transmisión que las generaciones sean capaces de prodigarse; dependerá de la capacidad de producir las rupturas que permitan la continuidad; dependerá de tomar recaudos -como acaba de decirle Lula a Cristina- para no permitir que la historia de lo que el kirchnerismo ha significado para la sociedad argentina la escriban los otros. Dependerá, en suma, de seguir explorando -sin sucumbir a la repetición- la encrucijada de invención y memoria donde la potencia transformadora de estos (primeros) diez años encuentra el secreto de su perduración.

1 Sobre las mayorías eventuales (y de las otras). Página 12, 13 de mayo de 2013. Disponible en: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-219872-2013-05-13.html

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