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lA PlAzA boCA ArribA dE CristinA
por áNGEl sTIVal
Querido lector de El avión Negro: lo que sigue es una ocurrencia que nació sin otra intención que divertir con un pretendido ingenio a una platea cariñosa y complaciente. Esta nota no contiene ni una mísera información inédita, ni la más mínima reflexión política, ni un llamado a la acción, ni un alegato. Ni siquiera hay posibilidades de encontrar en ella una moraleja.
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Para reforzar su carácter ficcional, convocamos a Julio Cortázar. Hace 50 años (en 1963 uno tenía apenas 20 y la protagonista de esta gracia apenas 10) empezaba a circular Rayuela, la novela de Horacio y la Maga, y no había joven “progre” que no paseara el ladrillito que era esa primera edición de Editorial Sudamericana bajo su sobaco.
Después nos enteramos, sin embargo, que la mejor muestra del talento de este adelantado del exilio, de su fantasía, de su mente poderosa a la que el ingenio le quedaba chico, eran sus cuentos.
En La noche boca arriba1, la moto ronronea entre las piernas de su conductor que disfruta ese momento mientras piensa que llegará a tiempo a destino. Pero choca, se golpea la cabeza y, en la sala de operaciones del hospital, comienza a sentir un olor a pantano nunca antes olido. “Estoy soñando, es la fiebre”, piensa mientras sueña que corre abriéndose camino entre malezas, huyendo de los aztecas que andan a la caza de enemigos en la tradicional “guerra florida”. Boca arriba en la sala de operaciones del hospital, el motociclista se siente morir, mientras, tras ser capturado, boca arriba en el altar de los sacrificios, el hombre cazado por los aztecas ve venir hacia él, apuntándole directo al corazón, el cuchillo de piedra. Y sueña “un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas”.
El cruce de sueños, de tiempos y de geografías, de paisajes, luces y oscuridades, inspira esta ocurrencia.
Según ella, una joven Cristina (21 años) escucha en 1974 a ese hombre imponente que, desde el balcón, la trata de estúpida, de imberbe, de agente pagada por el dinero del extranjero y una cuantas cosas más. Todavía no cobra dimensión de lo que se apresta a hacer, vaya a saber si sola o acompañada (no por Néstor a quien conoció en octubre de ese año) o simplemente escuchando y obedeciendo las instrucciones de su jefe de grupo estudiantil, en ese tiempo el Frente de Agrupaciones Eva Perón (FAEP), que luego se fusionaría con la Federación Universitaria por la Revolución Nacional (FURN en la que militaba Kirchner), para dar origen a la Juventud Universitaria Peronista de la Universidad de La Plata.
Se va de la plaza aquel 25 de mayo aciago del último discurso de Perón, escuchando sus insultos hacia la otrora “juventud maravillosa”, mientras no le alcanzan los adjetivos para ensalzar a la dirigencia sindical, “la columna vertebral del movimiento”.
“Viejo de mierda”, habrá pensado, mientras sostenía, junto con media plaza que se retiraba humillada como ella, ese cántico hiriente que había desatado la furia del anciano líder: “Qué pasa, qué pasa General, que está lleno de gorilas el gobierno popular”.
Con esas imágenes sueña (o piensa) cuarenta años después cuando está a punto de pronunciar uno de sus históricos discursos como Presidenta de la Nación y líder del peronismo del siglo XXI en la cancha de Vélez Sarsfield.
“Los quiero unidos y organizados”, clama pero no se dirige, como Perón, a los burócratas sindicales, sino a los jóvenes, nuevos jóvenes en los que se mira como en un espejo y en los que deposita la máxima responsabilidad de defender el Proyecto Nacional y Popular en marcha. “Es el camino que alguna vez soñamos cuando éramos muy jóvenes y, como ustedes, saltábamos, gritábamos y agitábamos banderas en tiempos más agitados también. Ustedes tienen una inmensa suerte de vivir en una democracia plena. En una democracia donde cada uno puede hablar, decir, sentir, expresarse, gritar lo que quieren. Esto es algo maravilloso y es algo que debemos defender con uñas y dientes”.
“Soñamos”, dice. Y su sueño es el sueño de los jóvenes que le devuelven con sus cánticos esa plaza, esa cancha boca arriba del 27 de abril de 2012, donde no hay burócratas sindicales porque ella decidió no ceder tampoco a sus presiones corporativas para imponer intereses que no son los de los trabajadores sino sus propios intereses. De señores que no volvieron a trabajar nunca desde que se atornillaron en sus sillones a criar panza y bolsa en simultáneo.
Esos jóvenes ya no necesitan gritar “se va a
pensar un pais con justicia social
acabar, se va a acabar, la burocracia sindical”, como sí cantaban aquellos otros jóvenes, los de la plaza del 1 de mayo de 1974, maltratados por su líder moribundo.
Entre ellos, debía estar la veinteañera Cristina y si no estaba físicamente, su militancia de entonces la haría estar con ellos en el sentido de aquella acción histórica.
Estos jóvenes de hoy presienten que los Moyano, los Venegas, los Barrionuevo ya no tienen un papel protagónico en el peronismo. La rama sindical, que en el pasado funcionó como un núcleo organizador, hoy es una rama seca.
Por eso es que la foto de Hugo Moyano con José Manuel De la Sota, Roberto Lavagna y Francisco De Narváez del 1 de mayo de 2013 atrasa no treinta, sino cuarenta años.
Alguna vez, aunque resulte raro, Moyano, Venegas y Barrionuevo fueron jóvenes y quizá hayan estado presentes también en aquella plaza, escuchando los elogios de Perón (“Quiero que esta primera reunión del Día del Trabajador sea para rendir homenaje a esas organizaciones y a esos dirigentes sabios y prudentes que han mantenido su fuerza orgánica y han visto caer a sus dirigentes asesinados, sin que todavía haya tronado el escarmiento”).
Es triste –e irritante a la vez- que no tengan espejo donde mirarse o que hayan elegido mirarse en el de Mauricio Macri o la Sociedad Rural.
Es la ventaja, la inconmensurable ventaja, que les saca Cristina. Ella sueña que la echan de la plaza, abre los ojos y encuentra ante sí la materialización del “camino que alguna vez soñamos, cuando éramos jóvenes”. Y da vuelta la plaza. La pone boca arriba, como si fuera prestidigitadora, como si fuera Cortázar.
(1) La noche boca arriba es un cuento breve de Julio Cortázar incluido en el libro Final del juego (1956). Este extraordinario relato nos transporta a dos mundos, dos dimensiones. El mundo contemporáneo a través de un joven que sufre un accidente, y el mundo precolombino con un indígena que busca zafar de sus enemigos y su segura muerte. Ambos van intercambiando en el cuento la participación como personajes, y por momentos se funden en un solo relato. En un gran manejo de la narración se describen las pesadillas de los personajes que pelean con desesperación para sortear la muerte.