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Una fábrica del olvido llamada recuerdo

Por: Yéssica Tuberquia Agudelo

“¿Para qué me leo? Para hallar nuevas preguntas que ahuyenten el olvido. Para no olvidarme” -Gilmer Mesa

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Caminar por las calles de esta ciudad, mi ciudad, es como tratar inútilmente de mantenerse a flote en ríos de sangre afilada. El cielo parece una gran mentira de libertad y salvación, pero todos lo sabemos... es un secreto no contado porque no necesita contarse... tenemos un deseo oscuro en el corazón. Nosotros, en Medellín, vivimos el cuento vivido de Algo muy grave va a suceder en este pueblo, sin embargo, no nos hemos ido y los chismes de abuela se han convertido en terrores reales, cuya simple mención bastaría para abrir heridas profundas sobre las cicatrices más antiguas de mis desamparados lectores y de mi propia alma. Claro, no se confundan, seguimos aquí; vivimos “cagados de miedo”.

El cielo siempre había sido azul, los pájaros siempre habían cantado y yo no podía darme cuenta de la profecía de muerte que cargábamos todos nosotros, determinados ya por los espantos de estas montañas. Paisa, mujer de curvas, ancestros de pueblo y zonas populares, y ni una sola de mis uñas, intactas en sus cuencas, ha sido tocada por la violencia real, porque los floreros no representan nada para mí, porque las planchas siguen siendo planchas, y la lengua de todos los que co nozco sigue en sus gargantas. Simple, presente, sin pesadi llas de las que se amanece llorando y no se recuerda nada. Quiero vivir en esos terrores de ansiar más la muerte que la vida para tratar de olvidar, pero yo ya olvidé.

Me he olvidado de la sensación penetrante y cálida de las jeringas oxidadas en mis venas, de cuando fui mi tío, el hijo temeroso y drogadicto de una mujer consumida y consumada por la culpa. Me he olvidado de la adrenalina que inundaba mi joven corazón, de sus pálpitos desbocados por haber conocido el miedo antes que el amor, y es que cuando fui mi prima, la que huyó, no tenía yo la culpa de que se hubiese enamorado de mí el cabecilla más sádico de nuestro barrio. Me he olvidado de mi mano temblorosa, desacostumbrada al tacto frío del acero, cuando fui mi padre, de mis ojos mirando atrás, a mis dos hijos y luego al horizonte, asegurándome de que no estuviera cerca el hijueputa que amenazaba con matármelos si no le “colaboraba” un poquito.

¿Acaso tenemos memoria? ¿acaso sabemos algo sobre nosotros mismos? Cuénteme sobre sus muertos, sobre los ataúdes que cargó sobre sus hombros, sobre aquellos que llenos de aire pesaron más que aquellos que contenían dentro un rastro de lo que fue el pariente amado, sobre la sangre que ha visto, sobre su propia sangre: no la azul y heráldica que corre por sus venas, sino la otra, la roja, que se escapa de los cuerpos inertes de sus hermanos. Si quiere, siéntese a leer. Estoy reconstruyendo mi Medellín, de montañas contaminadas, campesinos, narcotraficantes, niños, asesinos y memorias sepultadas bajo el cemento faraónico de un parque biblioteca.

Corren los años, trotan, se cansan y se paralizan. Los recuerdos retornan, reales y presentes. Y aquí nos encontramos, usted ante esta hoja (posible computador) y yo, por ahí, olvidando poco a poco estas letras; pero estamos uno frente al otro, con unas gotas de sudor frío en nuestras frentes, como sabiendo que uno de los dos no sobrevivirá al encuentro. La reconstrucción del ayer es imposible, no sabemos quién fue usted la última vez que me mataron, ni quien fui yo cuando su garganta reclamaba venganza sin que el aire pudiese llegar hasta su boca. No obstante, ambos sentimos clavados los detalles... de las miradas que no se conectaron, las miradas que se vieron por última vez antes de que alguno soltara el primer disparo, las miradas de las madres ante los ataúdes de sus hijos, las miradas... la suya y la mía, porque contemplamos las calles de esta ciudad tan viva de muertos.

Una ciudad sin recuerdo es una ciudad perdida en su espejismo, repitiéndose cruelmente, como el chisme de la abuelita convencida de que algo terrible va a suceder en este pueblo. ¿Le suena familiar? Medellín, la ciudad donde los muertos no tienen nombre ni sepulcro, y los números, que reemplazan a los hombres, desaparecen ante los dictados de nuestros modernos Creontes, convencidos de que sus acciones son por la paz de nuestra masacrada Tebas. VAYAN Y DIGÁNSELO FRENTE A FRENTE a los cadáveres llorados y jamás encontrados. ¿Seremos capaces de tomar la mano del otro? ¿Huiremos ante su dolor, que es el nuestro? No nos digamos mentiras, ni aunque viviéramos en una burbuja podríamos escapar de los rasguños de la destrucción masiva de querer acabar con nosotros mismos.

Quise abrazarme. Quise abrazarlos, a todos ustedes, decirles que todo iba a estar bien. Sentí miedo, pesar, dolor, recordé a sus hermanos, sus entierros. Recordé el sonido de los disparos, el vómito de los borrachos, las lágrimas de las madres. ¿Usted no?