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Hacia un nuevo mundo

Por: Santiago Osorio Moreno Director del Colectivo Convicción

Hay un viejo proverbio chino que dice: “Antes de iniciar la labor de cambiar el mundo, da tres vueltas por tu propia casa”. Parece lógico, pero algo que es válido preguntarse es la razón por la cual, a pesar de esa sensación relativamente unánime, que tenemos esa sensación de saber qué hacer para erradicar los grandes problemas de nuestro mundo; no se ha visto un cambio significativo al final. Situaciones como la pobreza extrema mundial, la sobrepoblación, el calentamiento global, el hambre desmedida, la discriminación y la desigualdad son en sí mismos universos de problemas cíclicos que parecen no tener fin. Y es allí cuando, coincidencialmente, la pandemia por el coronavirus nos recuerda lo necesario que exista un orden mundial, en el que prime el consenso democrático de todas las naciones y no de unas cuantas poderosas. Dejemos que los expertos nos lo expliquen con ejemplos sencillos.

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La paradoja de la falsa estabilidad social

Carl Jung, uno de los principales teóricos de la psicología de las masas, sentó las bases del denominado “Inconsciente Colectivo”, que consiste en que compartimos una misma idea y unos mismos sentimientos hacia algo determinado, todo sin darnos cuenta. Lo interesante es que parte de ese planteamiento, que fue por supuesto usado para entender el impresionante control de sociedades como la nazi o la bolchevique, permitió entender que en realidad vivimos en una falsa sensación de estabilidad social. Es decir, luego de la Guerra Fría, la entrada de la globalización y del neoliberalismo, percibimos gran parte del mundo con una sensación relativa de paz en la que, al menos, ya no estamos frente a la amenaza real de una guerra mundial y, en cambio, sentimos que podemos vivir tranquilamente nuestras vidas en un sistema de capital en el que de alguna forma nuestro principal objetivo es acumular riqueza. Por supuesto que somos conscientes de que hay problemas que nos respiran en la nuca, como el calentamiento global; pero, a fin de cuentas, son problemas que se pueden ignorar desde lo individual, haciendo que nuestro inconsciente colectivo prefiera tener una sensación de confort con el orden actual de las cosas.

El problema es que, al final, una de las grandes enseñanzas de esta teoría (que con claridad podemos ver en esta actual pandemia por el coronavirus), es que nuestra estabilidad social es en realidad tremendamente frágil. Es algo así como el ojo del huracán: sentimos que las cosas están en calma, pero cualquier mínimo empujón puede llevarnos inexorablemente a un caos desmedido. Hasta hace apenas dos meses nadie se imaginaba que el mundo entero estaría paralizado por un virus. Lo veíamos sólo en la ciencia ficción de los cines. Y ahora, apenas sesenta días después, estamos preguntándonos seriamente, qué puede pasar en el futuro. Uno pensaría que a problemas mundiales se requieren soluciones mundiales, pero allí viene el segundo problema: la ausencia del control.

El fin del poder y otras anomalías

Seguramente más de uno habrá notado la alta discrepancia que suele existir entre lo que nos hacen creer de las grandes naciones y lo que realmente vemos de ellas. A eso comúnmente se le llama soft power: la capacidad de una nación para construir poder no desde sus capacidades militares o económicas sino desde culturas, pensamientos, discursos, percepciones y demás. Todas las grandes naciones lo han hecho y, sucede, cuando en el cine vemos por ejemplo a EE.UU.; desarrollando heroicamente la vacuna contra la enfermedad. Más allá de que ello suceda o no, es válido preguntarse por qué en el mundo real esas situaciones no suceden y, en cambio, vemos a estas grandes naciones confrontadas entre sí, sin que esto ayude (como EE.UU. y China), una falta de confianza de instituciones de talla mundial (como las recientes acusaciones a la OMS por encubrimientos intencionales) y un empobrecimiento a pequeñas naciones (por su capacidad claramente menor para confrontar estos problemas), entre otras distopías.

Frente a esto, Moisés Naím, uno de los pocos teóricos que le cabe el mundo en la cabeza, planteó la teoría del fin del poder. Consiste en entender que, contrario a como sucedía hace siglos, ahora “el poder” es mucho más inestable y difícil de manipular: Mientras que desde la antigua Egipto y Roma veíamos imperios enormes y muy duraderos, con una capacidad de control social muy alto y con monarcas altamente poderosos; ahora vemos naciones frágiles que se configuran socialmente una y otra vez, con mandatarios que a veces poco o nulo control tienen sobre su nación y con otros actores (como las multinacionales o los medios de comunicación) con cada vez más poder que incluso muchos gobiernos.

Esta llamada “atomización del poder” o fragmentación en muchos actores, explica por qué en el mundo actual vemos a una OMS deslegitimada y sin la capacidad de coordinar a los países en esta pandemia, a unas naciones “poderosas” que cada vez tienen menos control sobre lo que sucede dentro y fuera de sus países; a algunas naciones pequeñas abandonadas y otras dinámicas de nuestro frágil desorden mundial. De nuevo, se hace visible una urgente necesidad: A problemas mundiales, soluciones mundiales. Pero nuestro modelo está diseñado para que ello no sea así.

El (des)orden mundial

Supongan que en su hogar viven unos quince familiares y que, cada mes, se reúnen tres para decidir lo que se hará en toda la casa: vamos a pintar tal pared, vamos a intervenir la cocina, vamos a limpiar el cuarto de tal persona, y así. Ahora, imagínese que usted, de esa familia, nunca tiene la posibilidad de decidir si está de acuerdo o no con esos cambios, incluso si lo afectan a usted directamente. Es injusto, sí. Y, de hecho, como en ese hogar hipotético, así funciona nuestro modelo global en la realidad.

En las Naciones Unidas, que es la única organización que incluye a la totalidad de la comunidad internacional, se manejan dos tipos de decisiones: las decisiones vinculantes y las decisiones no vinculantes. Las decisiones no vinculantes son las de la Asamblea General, en donde discuten casi todas las naciones del planeta. Las decisiones realmente vinculantes son las del Consejo de Seguridad, que tiene sólo 15 miembros y que, apenas 5 de ellos, tienen silla vitalicia, siendo los únicos que tienen poder de veto (es decir, si alguno de ellos no está de acuerdo, no se hace y punto): EE.UU., Rusia, China, Inglaterra y Francia. Nadie más. Además, no es negociable.

Para el que sepa de historia, sabrá que eso es así por el final de la Segunda Guerra Mundial: una vez terminada, los países ganadores impusieron la necesidad de tener una organización que buscara el orden y la paz mundial (que sería la ONU) y que, necesariamente, debería tener una silla vitalicia para estos países. Lo increíble es que, en la práctica, se ha demostrado que ha sido más un instrumento de dominación global que de real paz: la totalidad de las intervenciones del Consejo de Seguridad han sido para intervenir países pequeños en los que alguno de los cinco tenía intereses geopolíticos. Jamás ha funcionado para el control de grandes naciones, como la contaminación en China y EE.UU., por ejemplo. Por obvias razones: simplemente se oponen, y ya.

Distópico, pero es así como funciona nuestro planeta actualmente. Es así como se toman las decisiones. Y muchos podrían hablar del importante valor de una declaración de la Asamblea, pero en el fondo son meros simbolismos. Nada es vinculante.

En ese sentido, muchos teóricos, entre ellos incluso John Rawls, legendario autor de la “Justicia como Equidad”, hablaron de la necesidad de una coordinación global ante problemas globales. Es necesario cambiar este modelo hacia uno en el que exista un organismo que tome decisiones vinculantes de manera democrática. Incluso, si en algún momento de la historia futura llega a existir una suerte de “Gobierno Mundial”, siempre será necesaria la decisión y el control constante de todas las naciones. No de unas cuantas.

Pero por supuesto, por ahora es más ficción que realidad. La historia nos ha demostrado que, lastimosamente, se requieren crisis muy grandes para que cambios mundiales existan: las guerras mundiales fueron las que irónicamente trajeron los Derechos Humanos, la ONU, las Cortes Internacionales y otras instituciones. No obstante, la pandemia por el coronavirus no deja de ser irónicamente el inicio de un cambio urgente para el planeta: A problemas globales, soluciones globales.

MOISÉS NAIM

CARL JUNG