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El idioma de los

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Alejandro Vila

Alejandro Vila

Una ciudad con identidad y habla propia(s)

Dicen que los rosarinos nos comemos las eses. Y es cierto. Pero más allá de ese problema de concordancia que padecemos, ¿tendremos un modo de hablar que nos identifique? ¿Seremos, igual que los cordobeses o los jujeños, identificables por la mera tonada?

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Ahora bien, para hablar de una manera propia, es necesario tener una manera propia de ser. El quid de la cuestión, entonces, es si los rosarinos tenemos o no identidad, si somos algo como nosotros mismos, y no apenas un enorme barrio de Buenos Aires. Este interrogante, como todo interrogante que se precie, tiene dos posibles respuestas, más allá de los matices de ambigüedad que puedan agregarle los indecisos. Nosotros nos jugamo(s): la respuesta es “sí”.

Lo que quiero decir con ese “sí” es que Rosario es un paisaje inconfundible e intransferible. Que a pesar de no haber tenido fundador es una ciudad con un carácter único. Que tenemos un lenguaje propio que está en construcción (como todo lo que está vivo) y también somos dueños de una historia, un periodismo, una literatura, una plástica, un teatro, un cine y una música propios, tal como tenemos equipos de fútbol, bares y costumbres bien nuestros.

El idioma de los rosarino(s)

Hagamos nombres: Antonio Berni, Litto Nebbia, Leónidas Gambartes, Felipe Aldana, Mateo Booz, Chacho Muller, Manuel Musto, Jorge Riestra, Roberto Fontanarrosa, Augusto Schiavoni, Gary Vila Ortiz, Luis Ouvrard, Facundo Marull, Fito Páez, Angélica Gorodischer, Edgar Spinassi, Juan Grela, Héctor Zinni, Lucio Fontana, Antonio Agri, Cristián Hernández Larguía, Juan Carlos Baglietto, Rafael Ielpi, José Cura, Ovidio Lagos, Juan Álvarez, Eugenio Filipelli, Raúl Gardelli, Eduardo D’Anna, Alfredo Guido, Gabriel Carrasco, Norberto Campos, Estanislao Zeballos, Julio Vanzo, las hermanas Olga y Leticia Cossettini, Rubén Naranjo, Hugo Padeletti, Alberto Olmedo, Sebastián Chiola, Félix Reinoso, Hugo Diz, Reynaldo Sietecase, Agustín Magaldi, Roger Pla. Todos juntos, los que aún caminan con nosotros y los que nos miran desde las nubes: el anterior es un seleccionado de rosarinos que son auténtica marca de fábrica de la ciudad.

Pero, ¿y la gente? ¿Sabe “la gente” –como se le suele decir– quiénes son aquellos que nombramos, y se siente partícipe de una ciudad que tiene una indudable –y potente– cultura propia?

Dar una respuesta a esta pregunta resulta más complejo. En este caso, no me inclinaría por el fervoroso “sí” y tampoco por el pesimista “no”. Optaría por un cauteloso “ni”. Y me explico: en gran parte por culpa de los medios de comunicación, y también en parte por responsabilidad nuestra, que muchas veces miramos hacia otro lado y no cuidamos el espacio que nos rodea, da de comer y abriga, muchos de quienes andan por las calles de la ex Chicago argentina no la conocen demasiado bien y acaso –aunque duela decirlo– tampoco la quieran.

Sin embargo, la identidad está viva y late en los colores de las camisetas de Central y Newell’s, y también de Central Córdoba y de Argentino. Está en los viejos bares que perduran, en el Museo Castagnino, el Teatro El Círculo, la Biblioteca Argentina, la Vigil y los pujantes barrios, en los maestros que enseñan y los artistas que crean. Pero sin dudas no está en los “no lugares”, esos espacios que son idénticos en todo el mundo, vaciadores de identidad, ladrones de sentido (es fácil reconocerlos: los identifican palabras en inglés, como “shopping” o “country”).

De algo corresponde estar seguros: la ciudad tiene una fuerza única. En el escaso tiempo de desarrollo histórico que ha vivido (si se la compara con Buenos Aires, Córdoba o Santa Fe) Rosario ha sobrevivido, luchado y crecido, casi siempre lejos de la mirada de los intereses centrales, tanto en la Provincia como en la Nación. Y acá está, fuerte como nunca después de tantas crisis, asimétrica y multiforme, intensa y despareja: la ciudad, en realidad, no tiene un lenguaje propio, sino varios.

Hija, en efecto, de la caudalosa migración interna pero también externa, en Rosario conviven muchas hablas, no sólo vinculadas con el interior nacional sino con los países limítrofes: en la geografía urbana, auténtico caldero donde bulle el idioma, se confunden los modismos típicos de las provincias del norte y noreste con los matices que llegan del Perú, Paraguay o Bolivia. Toda esa riqueza se asimila, a la vez, al rico trasfondo del pasado local, nutrido por la savia italiana y española.

Se gesta así un universo complejo, donde la diversidad, como un líquido de múltiples colores, pasa a través de un embudo para dar forma a un mar nuevo. Una de las características del habla de Rosario es la carencia de pausa y de dulzura, tan típicas de las regiones de vivir más sereno. Signada por el ansia de crecimiento económico y la competencia inter pares, la ciudad ha parido un modo de hablar veloz, casi frenético en su necesidad de comunicarse de manera breve. Tajante, concreto, hasta brusco, el rosarino escucha lo necesario y habla lo justo, agobiado por la rutina y la dura lucha diarias (debe ser por eso que se come las eses: por una simple cuestión de economía).

La velocidad de ese río sólo amaina en ciertos sitios y circunstancias: en los cafés y bodegones, que no casualmente hoy se baten en retirada; en las charlas femeninas, donde el intercambio de información suele ser exhaustivo, y en la paz del almuerzo dominguero o el rito inmemorial del asado nocturno. Son los escasos remansos que admite la corriente. g

Bruniard + Serón

compañeros en la vida y en el arte

Las ciudades se construyen con materiales, máquinas, herramientas. Se piensan, se planifican, se adaptan, se modifican. Sin embargo, algunos de sus componentes más importantes suelen ser impredecibles: las personas. Sus manos, sus mentes y lo que sale de ellas son partes indispensables en la cimentación de una ciudad. La idiosincrasia de Rosario no sólo tiene que ver con el río, el Monumento, los espacios verdes, los numerosos barrios o los tradicionales edificios céntricos. El andar de la gente, las huellas que dejan tras sus pasos, los sabores, los olores, los colores, la música y las formas son también ingredientes importantes. Todo eso hace a una marca cultural local que muestra a los rosarinos ante el mundo.

Mele Bruniard y Eduardo Serón son artistas, creadores, constructores, vanguardistas y representantes de la cultura. Compañeros en el arte y en la vida. Sus obras, sus ideas y su trayectoria están guardadas en distintos lugares de la ciudad. Ver su producción, escucharlos y leerlos es otra forma de conocer Rosario.

Mele Bruniard y Eduardo Serón. Ver su producción, escucharlos y leerlos es otra forma de conocer Rosario.

Mele y Eduardo nacieron en 1930, él es rosarino de nacimiento y ella por adopción, ya que llegó con su familia desde Reconquista cuando tenía 10 años. Son marido y mujer pero también son alumnos y maestros, y se profesan admiración mutua. Eduardo transitó el camino de la arquitectura y la pintura, pasando por distintas corrientes artísticas e introduciendo audaces aportes al arte local, atreviéndose a ser pionero en Rosario en la investigación del arte concreto, una vanguardia artística abstracta en la que predomina la forma sobre el color. Mele se ha destacado en el dibujo y el grabado, técnica que aprendió y perfeccionó junto al maestro Juan Grela, destacado artista autodidacta argentino que comparte con ella el hecho de haber llegado a la ciudad en la infancia para formarse, trabajar y construir en este lugar participando en la formación de su identidad. A través de las herramientas que adquirió con Grela, a quien describe como un “maestro humilde pero certero” y quien la “iluminó” enseñándole todas las técnicas, Mele ha sabido construir un lenguaje propio, un estilo inconfundible que mezcla el legado de antiguas culturas con relatos locales, creando imágenes de gran simplicidad pero nutridas de una frescura y una imaginación creativa incomparables.

Mele rememora sus épocas de maestra de arte en el Normal 2, emblemática escuela de la ciudad, y comenta también la experiencia actual con su nieto de seis años, con quien disfruta sentarse a dibujar. A partir de esas vivencias, se maravilla con el poder imaginativo de los niños, con la libertad que poseen a la hora de crear y que, tanto ella como Serón, supieron mantener a lo largo de toda su carrera, hasta la actualidad. “Todo es pequeño pero tiene una base. Yo me acuerdo cuando empecé a enseñar en la primaria. Me paraba en el medio del salón y hablaba con los chicos de todas las cosas que formaban la Tierra, que era nuestra casa. No puedo describirles los dibujos que hacían mis alumnos, la época más feliz de mi vida fue la de esos pequeños creadores, que dibujaban con libertad y dignidad”, recuerda.

Además, la artista ahonda en la simplicidad de la construcción de los niños indicando que “no necesitan buscar modelos”, que usan las líneas descubriendo los movimientos que pueden darles y dibujando lo que les va surgiendo en el trayecto. De esta manera, y casi sin darse cuenta, hace referencia también a su propia tarea: “Vas haciendo la recta, la pequeña curva, la curva más larga del mundo y todo se va trasponiendo, todo sale. Me encantaba dibujar así, no pensaba en hacer el gran dibujo, sino lo pequeño, lo que me correspondía a mí, a mis manos, a mis ojos y mi voluntad. Si la gente supiera que es mucho más sencilla la cosa. No hay otro misterio, y es una maravilla dibujar así. Es todo tan simple”.

La forma es la apariencia externa de las cosas, es un conjunto de líneas y superficies. Eduardo Serón ha dedicado su vida entera a trabajar “la forma” desde su arte y entre su obra se destaca la serie “Señoras formas”, que realizó durante una etapa de exploración, en la cual dejó de lado la geometría que poblaba sus trabajos y abrió paso a una estructura más orgánica, en la que las formas pasaban a ser protagonistas de casi toda la extensión del lienzo. Según las propias palabras del autor, “cuando una forma tiene identidad por sí misma, es una señora forma”. Mediante la utilización de este concepto, el artista brinda una identidad al arte más allá de la imitación de una forma “real” tridimensional. Serón explica que el momento en que surge esta serie, fue una época en la que estaba en auge la negación de la forma. Por eso, la manera de responder a ese auge fue potenciar las formas, darles fuerza, dejarlas que hablen por sí mismas.

Se puede planificar la construcción de una casa, de un edificio, un parque o una ciudad misma. Se construye y se crea, se agregan partes a un rompecabezas y se modifica lo que ya estaba. Esto es así en la arquitectura, en el arte, en la vida. La libertad para crear no es algo fácil de conservar, y Mele Bruniard y Eduardo Serón han podido hacerlo.

Los dibujos de Mele no sólo pueden verse en museos y libros (ya que ha realizado incontables ilustraciones), sino que también se pueden apreciar en forma de murales en distintos puntos de la ciudad, en edificios que ya forman parte del paisaje cotidiano de los rosarinos. “Son todos animales creados por mí, sacados de mi corazón, de mi vida, de mis ojos. No lo quiere creer la gente, pero no hay que buscar en la tierra, en el árbol, en lo que está hecho. Yo no he tenido en mi vida un gato y he dibujado miles de gatos”, afirmó la dibujante, docente y grabadora.

Por otra parte, la obra de Serón se ha manifestado siempre como una constante “persecución de las formas”. En esta búsqueda es en la que el artista se ha basado para recorrer un extenso camino y dejado de lado prejuicios formales y estereotipos. Toda su vida ha participado de exposiciones en galerías y museos de Argentina, América y Europa. Sin embargo, el también profesor de prestigiosas instituciones educativas, vive y trabaja en Rosario. En 2014, parte de su obra fue replicada en los portones del Centro de Expresiones Contemporáneas (CEC), por lo que no sólo está en los museos, sino también en la vía pública. Serón demuestra por sobre todas las cosas una gran coherencia en su trabajo y a la hora de los reconocimientos, al igual que su esposa, se muestra humilde. Dice no ser consciente de que forma parte de la construcción de Rosario, sino a través del cariño que recibe de los jóvenes alumnos y de sus colegas.

A pesar de que, pictóricamente, las obras de Bruniard y Serón son muy distintas, en ambas se puede ver un sentido de síntesis de construcción, que es común a todos los oficios. “Todos los que nos entregamos a crear tenemos una igualdad. Construimos nuestra pequeña ciudad, dentro de la ciudad. Todo está adentro de cada uno y cada uno lleva en sí la imagen de lo que necesita hacer”, define sabiamente Mele.

Crear es hacer algo que nunca se ha visto, a través de la mente, la imaginación y las herramientas que brinda la naturaleza, el estudio, la investigación y la experiencia. Es modificar lo que existe y transformarlo en algo nuevo. Construir es poner en pie algo desde la nada, o desde pequeñas cosas. Es innovar, es valerse de modelos y romperlos, transgredir barreras, saltar prejuicios y animarse. Mele Bruniard y Eduardo Serón han mostrado a lo largo de su extensa trayectoria artística cómo a partir de lo simple, de formas, de elementos cotidianos, de técnica y talento se puede hacer arte, se puede generar un estilo propio y ser referencia a la hora de repasar la cultura de una ciudad. Sin dudas, han colaborado en la construcción de Rosario y su impronta cultural. g

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