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La ciudad cerca

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Mario Raimondi

Mario Raimondi

La ciudad cerca de las nubes

Como en el cuento de Cheever, en el que el nadador puede entrar a su piscina y recorrer por ella todo el suburbio, un largo río que conecta todas las casas —la metáfora de un Ulises que viaja en el tiempo y en el interior del American Way off life—, es posible también entrar por una hendidura fantástica, espacial y a la vez temporal, que conecta las cúpulas de esta ciudad entre ellas, y a la vez con otras épocas y otras vidas. Claro que en el cuento del escritor americano se trata de una ficción. Aquí no, aquí esto simplemente sucede, como el amor, como la muerte, que aunque fatal y segura, nos deja al menos el beneficio de la duda sobre el momento de su llegada.

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El primero en saberlo, y por ende la víctima de la incredulidad de los enterados, fue un portero del palacio Minetti. El hombre, atribulado, insistía en afirmar que solía encontrarse con un caballero vestido con una vieja y elegante chaqueta, polainas blancas y zapatos, preocupado por cambiar la orientación de las gemelas que adornan la parte más alta del edificio. Le pedía ayuda para trepar y un cincel, como si con eso fuera suficiente para completar la faena. En efecto, durante la gran depresión de la década del 30, algunos se habían empecinado en hacer girar las estatuas, ya que las espaldas apuntan al norte y eso trae mala suerte, según la creencia entre los hombres de negocios. Hasta aquí el relato no tiene nada de raro, salvo por un pequeño detalle: el portero habló con él hace un año, y ese hombre extraño es un accionista que ocupaba una de las oficinas del último piso, más precisamente en 1931.

Para no revelar la identidad del fallido portero —fue acusado de mitómano, y en el mejor de los casos de demente—, lo vamos a llamar Alfredo, un nombre más o menos parecido al verdadero. Bien, pasamos tardes con Alfredo en el último piso, esperando al hombrecito, hasta que tres meses después del primer intento dimos con él. Estaba tratando de entender el nuevo ascensor, subiendo y bajando sin pausa, un domingo de otoño, frío como el mármol. Yo no conocía el Palacio Minetti hasta estos eventos, un interior colorido por los vitraux y un ejército de mujeres de bronce, prendidas de las puertas. No tengo mucho para decir del aspecto del caballero, hacía juego con la solemnidad bella del edificio y era tal cual me lo había referenciado el portero. Después de presentarnos –Aguirre dijo que se llamaba–, nos llevó a la primera puerta. Está exactamente junto a la ventana del medio entre las más altas, las que pueden verse por calle Córdoba y terminan en una punta de estrella. La transición es breve y que sirva para describir todas las que siguen: un brillo fugaz en la vista, una sensación de extraño vacío en las tripas y ya está uno en otro lugar, en este caso en la cúpula de la vieja inmobiliaria. La vista es maravillosa y a diferencia de la parada anterior aquí había sol y varias palomas rondando la baranda. Bajamos por un pasillo amurado de piedra hacia uno de los departamentos del quinto piso, en dónde nos esperaban con el té. Afuera podían escucharse gritos y algunos estallidos.

La mujer, que dijo llamarse Roberta, nos acercó las tazas y las galletas de jengibre, y con angustia pero resignada dijo: son los radicales. Pasé de largo la biblioteca con los clásicos franceses y galleta en mano fui a la ventana. Bien podría narrar lo que vi por la calle Córdoba, entre los carruajes y las corridas, pero es mejor pasar a la siguiente puerta. De hecho allí también teníamos una excelente vista, pero la de una corrida de toros junto a una plaza de carretas. Supongo que eso ocurría dónde ahora se encuentra la plaza San Martín, porque estábamos en la torre del reloj del viejo Palacio de Justicia. Pensé que esa azotea en donde estaba parado alguna vez iba a arder, y que no podía hacer nada para prevenirlo. Hasta ese momento no había dimensionado la repentina habilidad concedida, la de transformar el futuro actuando sobre el pasado, como en aquel cuento de Bradbury. El recuerdo del incendio de la facultad de Ciencias Agrarias activó esa posibilidad. Le pedí a Alfredo un papel y algo con qué escribir, y fue Aguirre quien me asistió, supongo que más proclive por su profesión a hacer cuentas y notas. Allí redacté un breve mensaje de advertencia y lo escondí detrás del número seis del reloj. Todavía estará allí, si no lo encontraron después del siniestro.

Lo de los mensajes, debo decir, se hizo costumbre. A Alfredo le gustó la idea y dejamos varios; difícilmente recuerde qué decía cada uno. Si el lector siente curiosidad, debe saber que hay una nota con el nombre de la mujer de la que Alfredo está enamorado en el balcón que está por encima del reloj de la Estación Terminal de Ómnibus. Otra igual en una de las habitaciones del Savoy y otras de menor importancia junto a las mujeres desnudas del Palacio Fuentes. A las demás las devoró el olvido y encontrarlas será novedoso para todos.

Imagino lo que está pensando el lector, porque yo pensaría lo mismo. Por qué no bajar de esa ciudad cercana a las nubes y recorrer una Rosario de otra época. Las posibilidades son infinitas: yo, por ejemplo, iría a la vieja casa de mis abuelos por calle Cafferata, dónde ahora está el galpón de Chevallier. O a la vieja cancha de Central, con la tribuna de una bandeja sobre calle Cordiviola. Si diera con el año, trataría de encontrarme a mí mismo siendo niño, o a mi viejo joven, jugando al casín con los muchachos de Refinerías. Juro que lo intentamos, y varias veces. Mientras permanecíamos en el edificio todo seguía su curso, o mejor dicho, todo seguía dentro de ese intersticio mágico que ofrecía el camino de las cúpulas. Pero cuando salíamos a la calle, Aguirre desaparecía, se esfumaba sin más, y volvíamos al mismo día en el que habíamos entrado a la puerta del Palacio Minetti; algo se rompía. Había que volver a empezar y hacer el mismo recorrido. Mientras tanto el tiempo no pasaba para los que quedaban en el presente. Recuerdo que aparecimos en el teatro El Círculo, en aquella gloriosa velada en la que cantó Enrico Caruso. Escuchamos al Rey de los tenores durante dos horas, más el intervalo y el vernisage. Y cuando intentamos salir a la calle otra vez estábamos en la peatonal Córdoba, a la misma hora de aquél día.

Quien más insistía con esos intentos de salir a la calle para ver si se mantenía el hechizo, era Alfredo. Debo reconocer que el argumento para hacerlo sonaba bastante lógico, aunque no sé si es la palabra adecuada. Alfredo decía que simplemente “no había lógica”, que todo era posible, incluso repetir el intento hasta que resultara. Era como entrar en todas las puertas de los edificios de la ciudad, hasta que alguien diera con la que Aguirre nos había indicado. Era exactamente lo mismo. Si yo hubiera querido hacerlo, hubiera estado años hasta que, por casualidad o repetición, encontraría la puerta indicada. Pero después de diez intentos y con la resistencia de Alfredo, abandonamos la testarudez y nos concentramos en completar el recorrido, si es que aquello tenía un fin.

También debo aclarar que no siempre fue una sorpresa agradable lo que encontramos al cruzar las puertas. No hace falta aquí que les pida credulidad, de hecho nadie podría haber continuado leyendo si no la tuviera. Pero quizá en esta parte del relato haya que tener un poco más de sangre fría, o estar dispuesto a no pegar un ojo en una o dos noches, como me pasa a mí cada vez que lo recuerdo. Hay personas sin tiempo que creen que están vivas en un determinado segmento de la vida de los demás, y sin embrago no es así. Decir que son fantasmas quizá sea la forma más simplista y a la vez escalofriante de llamarlos, pero no hay otra. Al no tener tiempo, cualquiera puede verlos. Ustedes podrán cruzarse con alguno, si llegan al lugar preciso y a la hora exacta en la que aparecen. Quizá al estar cerca de las puertas de las cúpulas se los puede ver con mayor facilidad. Cuando llegamos al Palacio de los Leones (cuando todavía no tenía leones, y era rosa como ahora), pudimos ver el progreso del viejo Pago de los Arroyos, los palos anclados en el puerto y una ciudad que se perdía hacia el oeste por sus calles de tierra. Por capricho de Aguirre bajamos, para ver si podíamos encon-

trar al intendente, pero honestamente hubiéramos preferido otro tipo de anfitrión. Una mujer, con una voz atribulada y extraña, distorsionada por el aire y la dimensión, dijo llamarse Yolanda y nos rogó que le avisáramos al sereno que le dejaran la luz prendida. Entre las cosas que nos llamaron la atención, una era que había un sol de mediodía que avanzaba sobre todos los ventanales (lo que hacía extraño el pedido al sereno), la otra que no estaba vestida como una mujer de principios del siglo XX, sino que su ropa era más bien contemporánea. Pero lo aterrador era que en lugar de rostro tenía una especie de deformidad irreal, como si alguien hubiera borroneado su cara en una foto. Algo parecido ocurrió en el edificio de la Favorita. Allí era de noche, porque las luces de gas del centro se reflejaban en la sombra interior. Sobre la escalera, bajo el hermoso vitraux de la cúpula y junto al jarrón erguido en el descanso, lloraba una mujer. Cuando nos acercamos para consolarla, desapareció abruptamente, dejándonos la duda y un escalofrío que nos hizo escapar hacia la próxima puerta. Y podría seguir con otras historias, como la de Vasallo y su mujer, o los telegrafistas del correo que en la madrugada insisten en enviar mensajes que nadie recibe, pero no es mi intención que esta crónica se convierta en un relato de Poe, o de Lovecraft. En definitiva, nada es eterno, ni siquiera las cosas o los recuerdos. Y en este devenir que pudimos burlar entre cúpula y cúpula, nos es extraño que alguien de todos los que se han ido, haya decidido quedarse, o no haya encontrado el camino hacia otro lugar. Quizá estén intentado pasar, una y otra vez, como cuando Alfredo quería burlar esa regla de la calle. En fin, nada allí era lógico. Tampoco lo fue la última puerta, y la consideramos así porque después de ella volvimos al Palacio Minetti. Quién sabe si al repetir el trayecto, no se altere el orden como en el libro de arena. Fue en el edificio de Corrientes y San Luis, galerías floridas y de colores, una primavera o un otoño haragán, porque el calor apenas nos lamía la cara y no era más fuerte que una brisa fresca que venía de la plaza.

Era evidente que estábamos en el siglo XX. También había sido ese tiempo en la cúpula anterior, la del palacio Cabanellas, donde hubo que convencer a Alfredo de que el escudo de la torre nada tenía que ver con Central. Pero ahí, en esas galerías de cuento, me recosté sobre la pared y me dormí; el cansancio, como la regla de salir a la calle, era ineludible. Creo haber estado dormido una o dos horas, nunca lo voy a saber. Cuando desperté Aguirre miraba la calle, la noche caía sobre los plátanos. Le pregunté por Alfredo y sonrió; los dos sabíamos qué había hecho, o mejor dicho, qué había intentado hacer. Era inútil esperarlo, seguramente estaría otra vez en la peatonal, o esperándonos en Minetti para recomenzar el recorrido. Quisimos probar una puerta más y terminamos en el comienzo. Alfredo no estaba y no volví a verlo desde entonces. No responde el teléfono ni ha vuelto a los lugares que frecuentaba. Volví por Aguirre y le pregunté si lo había visto y respondió que no, pero lo hizo con cierta satisfacción. Él piensa que lo logró, que quizá la última puerta nos dé la posibilidad de bajar a una calle de otro tiempo. Si es así me alegro por él. Su teoría habrá tenido éxito entonces, un triunfo sobre ese ánimo timorato y medido que solemos tener los racionalistas, para no decir cobardes. Mientras tanto voy tomando ese coraje, lo voy haciendo despacio, mientras Aguirre insiste en cada uno de nuestros encuentros. Quizá la semana que viene probemos, quizá pueda bajar de la ciudad cerca de las nubes y las cúpulas, a la ciudad eterna. g

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