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Tribus urbanas

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Mario Raimondi

Mario Raimondi

El sol sale para todos. ¿Por qué venir a Trude? me preguntaba. Y ya quería irme. Puedes remontar el vuelo cuando quieras —me dijeron—pero llegaras a otra Trude, igual punto por punto; el mundo está cubierto por una única Trude que no empieza ni termina, sólo cambia el nombre del aeropuerto. Las ciudades invisibles de Italo Calvino.

Nuestra ciudad —como todas las ciudades, supongo— se construye sobre una trama compleja. Y es a partir de esa trama de complejidad desde la cual hay que abordarla. En ese entramado dialogan diversas identidades que nada tiene que ver con lo sedentario o estable sino todo lo contrario. Estas identidades son contingentes en su esencia. No se las puede situar en algún lugar rígido como así tampoco se los puede ubicar en un ámbito o barrio sino que pululan, cambian y se transforman siguiendo tendencias propias y ajenas, generando hábitos y costumbres nómades por naturaleza.

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Así podemos ver a las llamadas tribus urbanas —y me pregunto si esta nominación no constituye en sí mismo un oxímoron— emergiendo en zonas de la ciudad donde muestran sus diferencias y similitudes con el resto de sus contemporáneos. Frente a la costa del río Paraná, a los pies de las escalinatas del Parque de España, dos pibes con sus tablas de skate bajo el brazo hablan entre sí con los auriculares puestos. Ríen, mientras uno de ellos revisa su celular y continúan –sin ningún tipo de alteración a la vista– con el diálogo que vienen sosteniendo desde hace unas cuadras. ¿Qué pensarán? ¿Qué quieren ser? ¿Se preguntarán algo de este orden o soy yo quién; imbuido por un interés literario, me atravieso en su camino formulando estas preguntas? En el momento en que los interrumpo para conversar veo que en el grupo los hay de diferentes edades pero, en su mayoría, no pasan los veinte años. Los otros, los que son mayores y se calzan los patines, sobresalen del resto parados sobre cuatro ruedas en línea desafiando el código de época. Los más jóvenes van y vienen hacia el grupo con el que se referencian. Para cerrar la escena, junto a ellos, hay un auto con el baúl abierto del cual emerge un tema “al palo” de Miss Bolivia que hace fruncir el ceño a los adultos mayores que circulan por allí en plan de caminata. Cuando les pregunto por qué hacen lo que hacen, la mayoría de ellos, después de desconfiar explícitamente de quien suscribe, responde acerca de la libertad que sienten al realizarlo y quizás, de manera similar que en las páginas de Facebook, contestan lánguidamente y sonriendo: porque “me gusta”.

Tanto a los skaters de la plaza seca de 27 de febrero y Maipú, tapizadas sus paredes de grafitis donde se mezcla el registro propio intercalado con causas nacionales como el derecho soberano a recuperar nuestras Islas Malvinas; al circuito indoor sobre la costa del río a la altura de calle presidente Roca; la gente se para a observarlos. Es un espectáculo en sí, donde los padres con sus hijos en brazos los observan fascinados y pasan allí largos ratos. En la pista, como en el galpón sobre el río, los riders (chicos que andan en bicicletas modo freestyle) emprenden su perfomance sin ningún organizador externo sino que, tácitamente, nadie pisa a nadie a la hora de mandarse a la pista a realizar sus piruetas. Hay un código implícito que solo lo enseña la experiencia y los años de batalla en ese entrenamiento.

2. En las grandes ciudades se genera un punto de tensión entre el centro y la periferia y las tribus urbanas hacen un culto de ello. Esto no tiene que ver sólo con el lugar por donde se mueven sino con un sentido de identidad y generación de signos culturales que los aleja de lo otro: pelos teñidos, vestimenta, tatuajes, hábitos, música, códigos propios. Y, deteniéndome en esta tensión, es que surge esta pregunta: ¿es casual que se ubiquen allí o es el lugar que les dejamos? Van a contrapelo de todo: a poca distancia de ellos, las chimeneas de las fábricas dibujan sueños de sacrificio, los puertos cargan y transportan una cantidad inconmensurable de distancia y ellos siguen allí: estoicos. Batiéndose al sol.

Hay que saber leerlos o encontrarlos. Como atávicas pinturas rupestres, los grafitteros y militantes del Street art dejan su impronta sobre las paredes de la ciudad tatuando su piel como hace tiempo. Imponiendo una estética con colores y tipografías específicas, alterando el tiempo y la norma, haciendo de los murales, una galería alternativa de arte. Apropiándose de un paisaje urbano en el cual dejar su huella. Provocando a los distraídos transeúntes con poesías que desafían al canon literario de turno o popularizando una frase de autor expandiéndola en múltiples haces de luz, erigiendo una producción de sentidos desde las paredes o murales de la ciudad: alteran, modifican, franquean. El deseo en danza, en movimiento contínuo.

3. Están para alterar. No es la idea pasar desapercibidos. Es imposible que no metan ruido en ese pensamiento único, ese corset cultural urbano que quiere establecer prerrogativas universales. Es más, están para eso: una flecha que —tanto estruendosamente como silenciosa— apunte e interpele políticamente en el sentido más inclusivo y revolucionario del término. En todo caso, hay un común denominador que las contiene y las envuelve: el sol que puede observarse en el cielo sobre la costa en la Florida o sobre el Monumento Nacional a la Bandera es el mismo que ilumina a cualquier barrio de la ciudad, llámese Tío Rolo, Saladillo —con sus tambores repicando cada tarde en la vigilia de vaya a saber uno qué ritual— o en barrio Azcuénaga. Y esa, es una verdad insobornable. g

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