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El descubrimiento

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Mario Raimondi

Mario Raimondi

Aveces intento imaginar cómo era la ciudad que vieron mis abuelos al llegar, cuando el barco los dejó en Buenos Aires y emprendieron el camino hasta esta ciudad donde hoy vivo. Seguro que habrán llegado en tren, que lo primero que vieron son las construcciones bajas del barrio de Pichincha, un revuelo de maleteros, algunos caballos en mitad de la calle y pocos, poquísimos autos circulando. No hay registro que ellos hayan dejado de esa primera visión de Rosario. En ese entonces la fotografía era lo más parecido a un lujo. He revisado algunas cartas que cruzaron con algunos familiares que quedaron del otro lado del mar y solo aparece un comentario a una excursión que hicieron un domingo de 1926 hasta las “lejanas” quebradas del Saladillo “para quitarse los calores del verano”.

Todo indica que desde la estación ubicada en la zona norte, cruzaron la ciudad hasta algún conventillo ubicado en el cruce de las calles San Juan y Dorrego. Y que allí, en alguna de las decenas de casas de inquilinato que hacia los años veinte se desparramaban por el ejido urbano, habrán dejado sus atados de ropa para inmediatamente salir a conocer la orilla del mundo a la que habían llegado. Hacia comienzos del siglo XX la gran mayoría de inmigrantes viajaba sin mapas, sin demasiadas advertencias acerca del lugar de llegada. Subían a los barcos en algún puerto europeo y se lanzaban al mar. El santo y seña, el rumbo, era América. El resto lo diría Dios o el destino.

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Así que aquí, sin tener siquiera la lengua para interpretar o traducir los signos nuevos, sin conocer lengua ni costumbres debieron construirse una vida. Y a medida que la inventaban también inventaban la ciudad en la que habían elegido por azar vivir. Rosario es, como toda ciudad forjada por inmigrantes, un producto del sueño de los que a ella llegaron, un mapa de sus deseos y de sus obsesiones, de sus miedos y de sus esperanzas, también de sus frustraciones. Nueva York lo es, Santiago lo es, también, a su modo, San Pablo y Caracas, ciudades de este lado del Atlántico muy nuevas, demasiado jóvenes si se las compara con las que del otro lado del Atlántico conocieron un lento proceso constructivo sostenido a través de milenios.

Las nuestras en cambio, muchas de nuestras ciudades, son tan jóvenes en sus cimientos como la edad de sus constructores. Por eso es inevitable que al encontrarnos en un escaparate de objetos usados con esas fotografías en color sepia donde se retrata la urbe del 1900, uno no pueda advertir más que un puñado de construcciones elevadas, alguna torre de alguna iglesia, y el resto, casas bajas frente a calles de tierra o adoquinadas que derivan hacia un horizonte que culmina en el río o en el campo cercano.

Ninguno de los habitantes de esos comienzos del siglo imaginó que Rosario se transformaría del modo que lo hizo, fundamentalmente en las últimas décadas, cuando no solo comenzó a abandonar su imagen aldeana, rayana en lo pueblerino, para transformarse en una urbe cuyos límites se amplían a ritmo vertiginoso. Ese crecimiento fue contemporáneo a la consolidación de una identidad urbana que a esta ciudad le costó construir, porque hasta bien entrados los años ´80 del siglo pasado, Rosario carecía de una identidad propia que fuera reconocible. No es que no la tuviera, sino que no era del todo evidente. A diferencia de Buenos Aires que supo forjar fuertes mitologías identitarias ligadas a sus barrios y suburbios, celebradas en novelas y poemas, Rosario carecía de ellas o si las tenías, las ofrecía débilmente. No hay más que revisar el testimonio de tantos escritores viajeros que pasaron por nuestra ciudad en los comienzos del siglo XX para confirmar este vacío referencial en sus cartas y diarios de viaje.

Pero hubo un momento en que algo cambió, un momento en el que la ciudad dejó de ser la que era para comenzar a ser otra, y es cuando Rosario deja de mirar exclusivamente la tierra firme y se apropia del Paraná y sus orillas. A partir de ese momento nada volvió a ser igual. Es como si de golpe la ciudad hubiera reconocido su verdadera identidad, la más fuerte, la más poderosa, agazapada detrás de las rejas del puerto, a la espera de ser nombrada y dicha.

Fue allí, con ese descubrimiento o con ese “reencuentro” que comenzó su gran transformación, porque la visión del río, su presencia allí, a la vista de todos, fue leída como una invitación a transformar las costumbres y los hábitos. Si a mediados del siglo XX eran las alejadas cascadas del Saladillo hacia el sur y la Florida hacia el norte unas de las pocas excepciones a la aridez urbana, desde los ´80 del siglo pasado, la ciudad comenzó a recostarse sobre el paso majestuoso del Paraná y a preguntarse cómo había sido posible no haberlo visto durante tantos años, cómo fue posible vivir sin tener en cuenta esa presencia natural que transforma el alma de quien la observa.

La ciudad, esa aldea a la que llegaron mis ancestros, solo perdura en la frágil memoria y en la nostalgia. Ha mutado, ha cambiado de manera irrefrenable, como le sucede a cualquier ciudad del mundo. A veces, cuando quiero dimensionar la medida de ese cambio, pienso en esa breve mención epistolar de mis abuelos, la excursión dominical al Saladillo, casi un viaje de aventuras hacia los márgenes de la ciudad que ellos debieron emprender para gozar del río.

Ahora el río está aquí, frente a nuestros ojos, y lo podemos “tocar” con la mirada. No hay viaje alguno que necesitemos hacer para apreciarlo. La distancia que hay entre las “lejanas” quebradas del sur y esta visión cercana del río que hoy todos tenemos, es la medida exacta de la transformación de esta ciudad a lo largo de un siglo. Y el descubrimiento de ese paisaje líquido y su extrema cercanía a nuestras vidas, es acaso una de las conquistas más poderosas que hemos logrado alcanzar los rosarinos. g

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