Pero aquellas películas que empezaron en la infancia son algo distinto. No sólo eran exclusivas para mí, sino que además era necesario, diría que excluyente, que yo mismo fuese el protagonista. A veces eran la remake de una historieta que había leído por esos días o de alguna película. Otras veces las inventaba de cabo a rabo, recogiendo pedazos de otras vidas, de la historia humana que podía percibir por fragmentos, con seres extraños que imaginaba de las sombras imprecisas que proyectaba la oscuridad. En los años de la infancia las historias eran de terror. Tampoco es posible compararla con los juegos. Quizá alguien lea esto y piense que no es nada nuevo ni excepcional, que todos lo hacíamos. Yo también imaginaba historias para jugar, pero la diferencia es abismal. Allí el lugar está definido por el entorno, el cuerpo imaginado también está definido por nuestro propio cuerpo, que inevitablemente está en el juego. El cuartito de la terraza de mi casa de calle Córdoba y Castellanos fue la nave de Gilgamesh, la cabaña en la que se refugiaba Mark de los mutantes, la cárcel en dónde Nippur esperaba paciente para escapar y recuperar su trono. Yo fui todos ellos, pero en el juego el límite estaba marcado por lo que ya estaba inventado por la realidad. En cambio en las películas de mi cabeza no hacía falta buscar disfraces, ni ignorar elementos que no tenían que ver con la época ni con el relato. Todo era como yo quería. Si necesitaba trasladarme a Budapest, a Moscú, al Amazonas, no había problemas, cerraba los ojos y viajaba. Recuerdo que no veía la hora de ir a la cama para poder retomar la historia que había dejado la noche anterior. El horario de la proyección era ese, la noche. Los primeros minutos eran para retomar el hilo y después arrancaba. He completado dos o tres historias memorables, películas que todavía puedo proyectar como si estuvieran disponibles en alguna videoteca personal de la memoria. Las mejores, las que han dejado su marca, son las que he imaginado íntegramente. Hubo una que terminé en una semana. Yo era miembro de un ejército rebelde o algo por el estilo (las miradas sobre los héroes y sobre los bandos fueron cambiando con los años) y era herido en una emboscada, producto de una traición. La música que había elegido para los momentos de intensidad amorosa era la canción para piano de Blade Runner. Una mujer, en este caso una conocida del club, me encontraba agonizando y me salvaba la vida con sus curaciones. Después me ayudaba a encontrar al “topo” que había dispuesto la celada. Quizá tenga alguna reminiscencia de Adiós a las armas, pero bueno, esas huellas son inevitables en cualquier tipo de ficción.
MSR EDICIÓN LIMITADA #3
Si siento pasión por algo es por el cine. Ni siquiera podría superarlo mi vocación literaria, a la que sin duda llegué también a través del cine. Más allá de que sean lenguajes distintos, cada cual con sus mañas y sus códigos, ambos cuentan historias y yo las cuento desde que veo películas, mucho antes de descubrir los libros. Creo que por eso, desde que tengo uso de razón, hago películas en mi cabeza. Las hago para mí. Tuve siempre también esa necesidad de que otros escuchen mis historias, quizá el germen de lo que después, ya adulto, se convertiría en un oficio.
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La rosa pálida de Londres