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Editorial
Workinprogress
La enseñanza y la educación en general son un campo de trabajo complejo y delicado, que casa mal con generalizaciones e intentos de simplificación toscos. Así, cada vez que se introduce un cambio legislativo para que casi nada cambie, sabemos que habrá titulares de prensa del tipo “Adiós a la repetición”, “Se cargaron la cultura del esfuerzo”, “Vuelve la segregación” y similares que no reflejan una realidad poco titulable (aunque otra cosa es que tampoco lo pretendan).
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La labor docente comprende un compendio de destrezas en las que son imprescindibles la ilusión renovada año a año y el propósito de facilitar a los alumnos que lleguen al mejor puerto posible. Los adolescentes se llaman así porque adolecen, les falta camino, están en engranaje y formación, y todavía cualquier cosa es posible. En los institutos acompañamos e intentamos aportar herramientas de aprendizaje en sentido amplio y, cada vez lo tenemos más claro, no sólo de conocimiento didáctico o práctico, sino emocional y afectivo. Un reto considerable que tenemos cada curso quienes nos dedicamos a esto es atinar en la perspectiva, atisbar las realidades individuales que son tan plurales e influidas por tantas circunstancias, aunque esa sea una labor titánica mientras se mantengan las ratios actuales con aulas de treinta y tantos alumnos.
La pasada semana en la presentación de su libro Convivencia restaurativa nuestro

compañero Juan de Vicente Abad rechazaba que la terminología de víctimas y agresores se utilice en los centros educativos, entendiendo que no hay tales, sino conductas, llegado el caso, que pueden suponer una o continuadas agresiones. La distinción no es baladí. Alumnos que cometen un acto disruptivo pueden estar siendo a su vez o haber sido antes diana de actos similares. No se trata de restar importancia a ello, sino al contrario, desplegar toda la que merece evitando la tipificación y sabiendo que los adolescentes están en proceso, y es esencial hacerles ver las consecuencias de cada acto en los demás y en ellos mismos. Para que sean capaces de discernir esto adecuadamente es importante que el instituto sea un entorno amigable, de respeto y normativo pero también de confianza y diálogo.
Se dice que el fruto de nuestro trabajo en las aulas si lo hemos hecho con cariño y con esmero tarda en aflorar y que a veces ni lo percibimos porque es una apuesta a medio o largo plazo. Eso es cierto, y nunca sabemos además cómo se pondrá de manifiesto si es que lo hace. Pero también los profesores nos encontramos con recompensas inesperadas en el día a día, que nos hacen creer que nuestro trabajo es el más bonito del mundo: un gesto, una palabra, una señal de complicidad o agradecimiento. Son nuestras alumnas y alumnos en proceso, en formación, en tránsito hacia algo, que nunca son malos ni tontos ni pueden serlo. Son, como nuestro trabajo, algo permanentemente inacabado, una esperanza que nadie puede apagar por anticipado.