ASUBIOS DE AMORANTO

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III. Tierras de Valdovento Aquella mañana, Carmiña había finalizado pronto las tareas del campo, y regresaba a casa con calma, en un paseo apacible, gozando del tiempo soleado, y menos fatigada que de costumbre. Con la cesta al brazo, su sombrero de paja en la mano, el azadón en la otra, las ropas aún con el polvo del trabajo, las botas llenas de barro, pañuelo en la cabeza... Volvía de las labores de la tierra, como casi todos los días de su vida. Unas veces en la labranza, otras en la siembra, en el regadío, en múltiples e incesantes cuidados... y a la espera, en las fechas indicadas, de la ansiada recogida de la cosecha. Delgada, fibrosa, más bien alta, pecosa de cara, piel curtida por el sol, ojos azules, pelo rubio alborotado... Recia, descuidada en el vestir, de riguroso negro guardando el luto, con botas tobilleras de labriego... y pendiente siempre del trabajo. Pero no por ello, perdía su rasgo femenino en los modales, en el tono de voz, en su caminar... y seguía manteniendo el gracioso atractivo de su mocedad. Sólo su temprana viudez, enturbiaba la frescura de una madura juventud. Con treinta y ocho años recién cumplidos, no dejaba de echar en falta a cada instante a su querido Antón, fallecido hacía cuatro. Su natural gesto risueño y alegre, se veía a menudo ensombrecido, e incluso tenso, por los fantasmas ineludibles de la memoria. Se cruzó por el camino con Venancio, el cartero, que brazo en alto le anunciaba carta. Llega-


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