ASUBIOS DE AMORANTO

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ASUBÍOS DE AMORANTO Luis Alberto Rey Lama

Escudo del Concello de Nogueira de Ramuín.


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© Luis

A. Rey Lama, 2009

Diseño de Portada: Luis Filipe Amaral. iLFoto ® Maquetación: Luis Filipe Amaral. iLFoto ® Corrector: Rubén Rey. Primera edición: Abril, 2009. Editorial PICA Galicia


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________________________________ Me inclino y beso con profundo respeto, con infinito amor, las tierras que pisaron los antepasados: los de mi madre, los de mi esposa, los de mis hijos… y los míos. La Ribeira Sacra, los montes de Cenlle, Bos Aires y Mendoza, los pueblos de Ourense, la ciudad de Vigo… _________________________________


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Al abuelo Camilo, a Papá Felipe y a sus gentes. Algunas, aún viven en el mismo hogar de antaño.

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ÍNDICE PRIMERA PARTE I. II. III. IV. V. VI. VII.

El afilador ”O Listo” Tierras de Valdovento La ruta de los abuelos La familia de Xanín El mar de su bisabuelo El reencuentro

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SEGUNDA PARTE I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX.

El regreso Las sombras del pasado Las nuevas La mano de Dios Una maestra en Luíntra Un paseo por Buenos Aires Las fiestas… y la sorpresa Esperando la boda Asubíos de amoranto

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PRIMERA PARTE

I. El afilador Nunca, hasta hoy, se había visto un afilador por aquellos montes de Bande. Cuando en la limpia mañana de septiembre se oyó a lo lejos su asubío*, las gentes en el campo detuvieron las labores, levantaron la cabeza, y lo buscaron por el camino entre los pinos. Subía lento, cadencioso, empujando la rueda con cansancio, y cada poco, anunciando su llegada con las notas silbantes de su chifre*. “¡Un afiador!”, exclamaron los paisanos con sorpresa... Fue como una aparición... Lo siguieron con la vista, en curioso silencio, observando su marcha... Todo quieto, expectante... hasta parecía que el monte y el campo hubieran silenciado sus murmullos para escuchar mejor el saludo del afilador... As pericas* de Moncho también se pararon, alzaron el morro de la hierba, otearon por el prado a un lado y a otro... y al fin, como contestando al recién llegado, balaron con desorden… pero educadas. Moncho se acercó corriendo al camino, seguido do Mouro, que no cesaba de ladrar, confusos ambos con aquel personaje nuevo que empujaba una extraña carretilla de gruesos barrotes de madera *Asubio. Del gallego. Sonido agudo, silbido. *Chifre. Del gallego. Instrumento que produce un sonido agudo al ponerlo en los labios y soplar. El utilizado por los afiladores para anunciarse tiene una forma muy especial. *As pericas. Del gallego. Las ovejas.


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pequeños maletines a ambos lados, y con una enorme rueda por delante. El joven afilador, al ver al muchacho, se detuvo a un lado, y apoyó las patas del carro en el suelo. Le hizo unas preguntas, el chico respondió con timidez, y señaló con la mano la dirección a seguir. — Muchas gracias, rapaz... ¿Quieres que te afile la navaja? -le dice al verla colgada de su cinturón. El niño duda un instante, inseguro, sin decidirse, pero ante la insistencia del visitante, por fin, aunque receloso, le entregó la navaja. El afilador la coge, se acerca al carro, apoya el pie en un pedal lateral, la rueda gira en el aire... y Moncho, que aguarda vigilante, observa con asombro cómo surge una repentina lluvia de chispas de una pequeña rueda de piedra, donde manipula el hombre con la navaja... El perro ladra enloquecido, y huye unos metros con miedo... sin atreverse a volver. Se la devuelve, le pide que la pruebe... primero lo hace en unas hierbas, después en unas ramas, en una hoja... y entonces Moncho, fascinado, se lo agradece con una amplia sonrisa. — Soy “afilador y paragüero”, y este es mi taller -le aclara con cierto orgullo, señalando la rueda-. Afilo tijeras, navajas, azadones, guadañas… y también arreglo paraguas. Me llamo Camilo. Y tú, ¿cómo te llamas? — Yo, Moncho.


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En sus pocos años -trece desde el pasado domingo-, Moncho nunca había visto un afilador. Al pie del camino y con el perro a su lado aún ladrando, siguió su marcha con mirada interrogante mientras se alejaba. Al desaparecer en la curva, intrigado, se preguntó de dónde vendría, y le pareció que debía llegar desde muy lejos. “¡Qué trabajo más raro! ¡Afilador y paragüero!”. Quedó pensativo un rato, imaginando misteriosos senderos, maravillosas ciudades, gentes distintas, emocionantes aventuras... y se dijo, decidido, que él también se iría por el mundo cuando fuese mayor. Elvira y Pilar, atareadas en las faenas de casa, interrumpieron al instante su trabajo al oír cada vez más cercano el asubío del afilador. Se asomaron a la ventana con curiosidad, lo vieron aproximarse por el camino, y corrieron al balcón para observarlo más de cerca. “¡Es un afilador!”, se dijeron. Ya los conocían de verlos alguna vez por las calles de Ourense, cuando iban de compras con su padre. Pero hasta esta mañana, jamás había llegado ninguno a la aldea, y ellas, dedujeron, que seguramente por estar demasiado alejada de la carretera principal. Camilo subía con lentitud, tocando dulcemente el chifre, y ahora, ya cercanas las primeras casas, proclamaba a viva voz con musical entonación su condición de “afilador y paragüero”. Al ver a las hermanas en el balcón, se detuvo delante, apoyó la rueda en sus patas, y sacándose la boina, saludó con una pequeña inclinación de cabeza. Se interesó por la plaza del pueblo, y le indicaron con la


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mano que siguiera el camino hasta encontrarla, a la izquierda de un crucero que se toparía de frente, antes de llegar a la iglesia. Camilo le dio las gracias, y al observar el pozo de la casa a un lado de la huerta, sediento y sudando como estaba por la larga caminata, les suplicó un poco de agua. Las hermanas bajaron al momento con una jarra y un vaso, le abrieron la puerta del huerto, y lo invitaron a pasar. Echaron el cubo al fondo del pozo, lo suben repleto de agua, llenan la jarra y le sirven en el vaso. El joven bebe con avidez, repite ya con más calma, y Elvira al verlo tan sudoroso, le ofrece el resto del cubo para lavarse. Se refresca el rostro, la cabeza, lava las manos… y se seca con la toalla que le ofrece Pilar. — Muchas gracias, sois muy amables. Si necesitáis afilar algún cuchillo, alguna tijera, reparar algo... me gustaría corresponder a vuestras atenciones con mi trabajo. — ¿Cuánto cobras por afilar los cuchillos? -se interesa Elvira. — De eso ya hablaremos. Traedme lo que haya por ahí, y lo afilo ahora mismo. — Ahora no podemos. Si vas a estar por la tarde en la Plaza de la Tenencia, te llevaremos después de comer todo lo que tengamos para repasar. Antes, debemos esperar a que llegue nuestro padre para que nos autorice. — Bien. Allí estaré mientras no anochezca. Os aguardo para cumplir con vuestra hospita-


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lidad... y también, para ver de nuevo a unas chicas tan guapas y simpáticas. El afilador continúa el camino hacia la plaza, asubía con fuerza al acercarse a las casas siguientes, y entona otra vez su peculiar mensaje: “¡Aaafiladooor y paragüeeero!”... Y de paso, sin apenas darse cuenta, va pensando en las chicas... en la más joven, sobre todo. Las hermanas lo persiguen con la vista, silenciosas, perplejas, y también hay que decirlo, embelesadas con el muchacho. — ¡Qué guapo es! ¡Este sí que es un afilador, y no los de Ourense! -comenta Pilar. — ¡Y qué joven! Haríais una buena pareja tú y él... y le debes de gustar, que te miraba mucho -le dice Elvira riéndose, y tirándole la puya. — ¡Sí, sí, muy buena pareja! -responde orgullosa-. Como para irme con él por los caminos empujando la rueda. — Pues no estaría mal. Yo, casi lo cambiaba por mi Pepiño, que también anda por os vieiros repartiendo cartas. — ¡Nenas! ¡Qué os estoy oyendo! –les grita Herminda desde la cocina con autoridad– ¡Anda, anda! ¡Deixade de tolear!


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— Padre, ha llegado un afilador esta mañana, y va a estar en La Tenencia trabajando. Habría que llevarle todos los cuchillos y las tijeras de casa. Necesitan desde hace tiempo un buen afilado. — ¡Ah, muy bien!... ¡Qué extraño, un afilador por aquí!... Pues ya sabéis, revisarlo todo con Herminda, y lo que haya que afilar, se lo lleváis. Y ya de paso, que vea también los paraguas, que se acerca el invierno, y no sé cómo estarán. Así, nos libramos de llevarlos otro día a Ourense... ¡Ah! Y ajustar bien el precio, que estos afiladores son medio tramposos. — Pues éste no lo aparenta. Por lo que dijo, suponemos que nos va a cobrar poco -contestan las hermanas-. Nos pidió agua, y parece que quiere corresponder de alguna forma a nuestra atención. — ¡Uy, uy, uyyyy! No os confiéis demasiado -advierte el padre-. Los afiladores son gente ya madura y muy andada, y algunos no son de fiar. — Pero éste no, padre. Es muy joven. Como mucho tendrá veinte años. Después de comer, Pilar y Elvira se acercaron a La Tenencia. En una cesta llevaban los cuchillos, las tijeras de la casa, las herramientas de la bodega, y un encargo especial del padre: su navaja de afeitar. Asimismo, colgados del brazo, cargaban con media docena de paraguas. Cuando llegaron a la plaza, el afilador, a la sombra del palco de la música, se encontraba rodeado de vecinos. Todos iban entregándole tareas, que él clasificaba con cuidado para no mezclarlas,


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daba hora para su recogida, y al mismo tiempo, amañaban el precio. — Hola, Camilo. Te traemos mucho trabajo, y aún faltan todas las herramientas del campo. ¿Hasta cuándo vas a estar? Nuestra hermana Digna no llega hasta el atardecer, y ella sí que necesitará que le afiles los azadones, las hoces, las guadañas, los picos... — ¡Uy, Dios mío! -responde agobiado-. No doy hecho con tantos encargos. Tendré que quedarme aquí esta noche, y veré si me da tiempo de terminarlo todo mañana. ¿Sabéis dónde puedo dormir? — Si nuestro padre da el permiso, en la caseta de los jornaleros. Al lado de nuestra casa. Felipe Silva, el padre, había mandado construir en un lateral de la huerta, y pegado a la casa, un pequeño añadido de planta baja. Allí estaban la cocina, la despensa, el comedor y a lareira. Unas escaleras interiores lo comunicaban con la parte alta, donde se encontraban las habitaciones. Diariamente, a las ocho en punto de la tarde, en la casa de Felipe Silva se rezaba el Santo Rosario, al que asistía toda la familia, e incluso visitas y jornaleros si los hubiese en aquel momento. Sentados en largos bancos de madera, alrededor da lareira, seguían, con riguroso turno en su dirección, los fervorosos rezos de padrenuestros, avemarías, glorias y demás. Cuando le tocaba a Digna, la hermana mayor, dedicada a las tareas del campo y media dormida por el cansancio y el madrugón de cada día, se rezaban avemarías de más, hasta que el mur-


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mullo inmediato ponía en orden su cuantía; y con Pilar, en cambio, con más apuro que devoción, se rezaba alguna de menos, mientras el padre no lo advirtiera. Más de una vez se hubo de repetir algún misterio. Cuando llegó Camilo, el afilador, en busca de acomodo, la familia se encontraba reunida en pleno rezo del Rosario. Le abrió la puerta Pilar, le indicó silencio con el dedo en los labios, y sin más explicación, lo sentó en el banco. Rezó pacientemente como los demás, mientras soportaba, entre plegaria y plegaria, las miradas inquisidoras de los presentes, y alguna que otra sonrisilla velada de las chicas. Aún no se había pronunciado el amén final, y ya tenía a su lado a la pequeña Maruxa, siempre revoltosa y preguntona con cualquier nuevo visitante. — ¡Hola! ¿Cómo te llamas? Yo soy Maruxa, y mi muñeca se llama Pepona. — Y yo Camilo, y tengo un osito que se llama Peludo. — ¿Y dónde está? — Está durmiendo en la rueda. — ¿En qué rueda? ¿Es que no tiene cama? — Ven conmigo y te lo enseño. — ¡Maruxa! -le gritan las hermanas-. Deja en paz a Camilo, que está muy cansado de trabajar todo el día. — ¡Dejadla! Es sólo un momento -responde Camilo, llevándose a la niña de la mano


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Mientras salen afuera, Elvira le aclaró al padre que era el afilador, y que venía a dormir a la caseta de los jornaleros, si él lo autorizaba. — Por supuesto que sí. Eso ni se pregunta. Pero, ¡qué joven es para andar ya por el mundo de afilador! Parece un buen chico. ¿Dónde va a cenar? Invitarlo a que cene con nosotros -ordena el padre, siempre hospitalario con todo el mundo. Ante la mirada dubitativa de las hijas, Papá Felipe insiste. — Cuando uno está solo fuera de casa, se agradece la compañía. Al poco rato, entra corriendo Maruxa en la habitación, llena de entusiasmo, y agitando el brazo en el aire con un muñeco en la mano. — ¡Papá! ¡Papá! Camilo me regaló este osito. Se llama Peludo... ¡Y ya le di las gracias! –aclara la niña, antes de nada, cambiando el tono y anticipándose al ajuste de cuentas. — ¡Maruxa! Eres una descarada -le riñen las hermanas-. Seguro que se lo pediste. — ¡No, no! -la exculpa Camilo-. Ella me dio un beso, y yo le di el osito. — ¡Ves, como me lo regaló! -se defiende la pequeña con coraje. Por fin, Camilo se quedó a cenar con la familia. Disfrutó de la sabrosa comida de Herminda, del vino del ribeiro de cosecha propia, del licorcafé de Elvira, de las gracias de Maruxa... y de la acogedora compañía de las hermanas y el padre.


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Digna, la primera en retirarse a descansar, se interesó con Camilo en revisar sin falta los utensilios del campo, y se citaron para la tarde del día siguiente, al regreso de sus tareas en El Pazo, la finca de Trasariz que atendía aquella semana. Elvira se fue a acostar a Maruxa, después de mil besos y un ciento de despedidas de la niña, en sus desesperados intentos de retrasar al máximo su ida a la cama. Cuando ya no era posible más alargue, recogió su Pepona y su Peludo, y todavía no se retiró, sin antes conseguir de Camilo la promesa de que la llevaría con él a La Tenencia a la mañana siguiente. Las airadas riñas de las hermanas no tuvieron la menor respuesta en la pequeña, entre la oculta risa de don Felipe por debajo de su bigote, incapaz de aguantar serio con la simpatía de la hija. — ¡Sí, muy bien! ¡Usted, padre, ríase aún encima! -le recrimina Pilar cuando Maruxa se había ido-. No podemos con ella, siempre se sale con la suya. — ¡No, Pilar! Yo me reía de Camilo, que es el que tiene que aguantarla mañana -disimula el padre, mirando al afilador con complicidad-. ¡Uy, qué tarde es! -cambia de tema al comprobar la hora en su reloj de bolsillo-. Me voy a acostar. Dile a Elvira, que mañana me levanto temprano para coger el tren en Barbantes. Buenas noches, buen descanso... y mejor trabajo, Camilo. Pilar y Camilo, mientras no regresaba Elvira, quedaron solos un momento. Se miraron de frente en silencio, se encontraron sus ojos, sonrieron, desviaron la vista, ruborizados ambos con la coinci-


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dencia de sus miradas... se volvieron a juntar en el aire, sin saber que decirse... y de nuevo, sonrieron. — ¿Qué tal la cena? ¿Lo pasaste bien? –pregunta Pilar con dulzura, tratando de romper el azaroso instante. — Demasiado bien, Pilar. Hace ya mucho tiempo que no estaba tan a gusto. La verdad, es que me hacéis sentir como uno más de la familia, y eso, precisamente eso, lo echo en falta bastantes días del año. Los afiladores pasamos fuera de nuestra casa cerca de seis meses. Muchas veces no volvemos ni en las Navidades, y como es lógico, nos falta el calor del hogar. Muchas gracias por todo, Pilar. Con don Felipe, con tus hermanas y con la cena de Herminda, no es difícil encontrarse bien. Y si aún encima, se le añade tu maravillosa compañía, uno se siente todavía mejor. Lo peor será mañana, cuando tenga que irme, y no pueda repetir con vosotros esta velada... ni volver a verte. — ¡Pero mañana aún no te puedes ir! -le advierte Pilar-. Tienes que revisar las herramientas del campo, y ya sabes que Digna no llega hasta media tarde. Y, ¡ni se te ocurra marchar de noche por esos montes! Dicen que es peligroso. — Bueno, tienes razón. Entonces, ¿nos veremos mañana? — Pues claro... si tú quieres. Cuando estaban en esta conversación, llegó de vuelta Elvira haciendo gestos de agotamiento. — ¡Qué rapaza! ¡Mucha lata da! -se quejaY eso que hoy la dejé sin cuento, que si no, me tiene allí más de una hora.


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<<A mi padre, como a muchos vecinos de la zona, lo reclutaron a la fuerza para ir a la Guerra -les cuenta Camilo en la sobremesa-, y allí se murió, en la batalla del Ebro. Se fue de Valdovento a principios de mayo de 1937, y ya no lo volvimos a ver. No supimos de su muerte hasta pasados dos meses, y sus restos por allá quedaron, por Aragón, perdidos en una de tantas y tantas fosas comunes, junto a miles de soldados muertos como él. Después, nos enteramos de que tan sólo unos días antes de finalizar la batalla, el 10 de noviembre de 1938, una bomba lo había destrozado por completo. El 21 de Enero de 1939, el cartero nos entregaba una carta del Ejército de Tierra, comunicándonos su fallecimiento, y la concesión a título póstumo de una Medalla al Mérito Militar. >> — ¡La Guerra Civil! -reflexiona Elvira en voz alta- ¡Qué tragedia más enorme! ¡Una lucha a muerte entre hermanos! ¡Debió ser algo terrible! Aquí en Bande, en Cenlle, en Xanín... en toda esta comarca, también fue mucha gente a la guerra, y algunos tampoco volvieron, como tu padre. Al nuestro, no lo alistaron por ser viudo y con cuatro hijas pequeñas a su cuidado. En eso hubo suerte. <<Mi madre sufrió lo indecible -continúa Camilo-, y aún hoy en día, después de cuatro años, no acaba de recuperar la alegría de antes, ni de cambiar sus ropas de luto. Menos mal que el trabajo del campo, de la huerta y el cuidado de los animales, le aleja de su permanente melancolía. Fue muy triste para todos, la desolación invadió la casa. Mis hermanas tenían cuatro y siete años, y


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yo, quince recién cumplidos. Su falta dejó el hogar sin rumbo, y tardamos bastante tiempo en reaccionar, a pesar de que las necesidades apremiaban. >> Entre el bizcocho de Elvira, las galletas de Herminda, la repetición de café, y alguna copa de aguardiente de hierbas, la sobremesa se fue alargando. Las hermanas, curiosas con el relato del afilador, le sonsacaban: su origen, detalles de su trabajo, de la familia, del pueblo... y Camilo contaba... <<Nací en Valdovento, un pequeño pueblo al norte de Ourense, en el medio de las montañas que limitan con la provincia de Lugo. Allí me crié, y allí vivo con mi madre y mis dos hermanas. Toda aquella zona es tierra de afiladores: Nogueira de Ramuín, Luintra, Eiradela, Montederramo, Castro Caldelas... El oficio va pasando de padres a hijos desde hace más de un siglo, y en cada casa, es raro que no haya un afilador... o bien, algún carpintero que se dedique a fabricar las ruedas... que dicho sea de paso, es todo un arte. Su fabricación es compleja y difícil, y sus características dependen bastante de dónde vaya a ser utilizada, en el rural o en la ciudad. Mi bisabuelo me contó que su tarazana* se había fabricado en Liñares, en el taller de Xoán Rodríguez. Fue el primero que hubo en toda esta zona. Se dice que empezó a trabajar en 1850, y que el modelo inicial, lo copió de una rueda que un afilador italiano le había llevado para reparar. Hace unos años, su nieto, el señor Manuel, trasla*Tarazana. Del barallete. Rueda del afilador. *Barallete. Jerga utilizada por los afiladores entre ellos para no ser comprendidos por los demás.


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dó el taller a Loña do Monte, y de ahí son la mayoría de las ruedas que ahora mismo andan por el mundo. El trabajo de un afilador depende en gran manera de su rueda, ya que no sólo se trata de su taller ambulante, sino que es también su fiel e inseparable compañera de viaje. Para algunos afiladores, incluso alcanza tal valor sentimental, que ni la cambian por otra, ni se separan de su tarazana en toda la vida. Sobre todo, se necesita que sean fuertes y ligeras, y ambas cosas juntas, no son fáciles de conseguir. La mía, la heredé de mi padre, que a su vez, la heredó del abuelo, y éste, del bisabuelo Olegario. Le había costado cuarenta y cinco pesetas en el año 1898. Es una joya, ya recorrió media España... ¡Hasta llegó a Buenos Aires! >> — ¿Y cómo llegó a Buenos Aires? -interrumpe Pilar, incrédula. — Pues por barco, Pilar -responde Camilo sonriente, ante el gesto airado de la joven-. De aquella, aún no había aviones. — ¡Camilo, no me hagas burla! Tú ya entiendes de sobra mi pregunta. <<Mi bisabuelo Olegario emigró a América en el año 1902. Se embarcó en Vigo, en el “Araguaya”, “el trasatlántico más moderno de la época”, me contaba, orgulloso de haber viajado en él. Pero no se fue en busca de un nuevo trabajo, como era lo normal en todo emigrante. Él partía como afilador a una ruta nueva, tan solo que esta discurría por América, y debía atravesar el océano


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para llegar a ella. Su trabajo iba a ser el mismo de siempre. Por lo tanto, tuvo que llevarse su tarazana con él, la “mismita” que veis ahí fuera. Cómo ya os dije, un afilador sin su taller ambulante no es nadie. “El Olegario de Valdovento”, era el mejor y más famoso afilador de su tiempo. No aguantó más de seis meses en Buenos Aires. La morriña lo obligó a volver a su tierra, a su casa y junto a su familia. Regresó con una pequeña fortuna, y me explicaba, que la casa en la que vivíamos se había reconstruido con el dinero de América. Ya empezó a trabajar en plena travesía. En los veinticinco días de viaje hasta América ya había recuperado con creces el importe de su pasaje. Calculaba que en ese tiempo, entre la tripulación y los pasajeros, debió afilar más de doscientas navajas de afeitar. La navaja de afeitar es la pieza más difícil para un afilador, y es su “prueba de fuego”. Ahí se ve si conoce bien el oficio. Y mi bisabuelo era el mejor. En un par de días, su fama se fue extendiendo por el barco de boca en boca. “Me pude haber quedado de afilador fijo en el “Araguaya”. Siempre tendría trabajo de sobra.”, me contaba cuando de niño salía alguna vez con él. >> — Y tú, Camilo, ¿también vas a emigrar a América? -pregunta Elvira, ocurrente. — De momento, no puedo abandonar a mi madre, ni a mis hermanas. Pero algún día, ¿quién sabe? <<Al acabar de preparar los campos -continua Camilo-, cortar la hierba, el arado, la siem-


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bra y la vendimia, los afiladores salimos por el mundo a completar la economía familiar con el fruto de nuestro trabajo. El campo, la huerta y el ganado, apenas cubren las primeras necesidades de una casa, y por eso, desde antiguo, al llegar septiembre, los afiladores parten a cientos, camino de Castilla, Asturias, La Rioja, El País Vasco... incluso llegan hasta Barcelona... y el bisabuelo Olegario hasta América. Él se paseó por todo Buenos Aires con la rueda que tengo ahí afuera. >> — Y esta vez, ¿cómo vienes por aquí? A Bande nunca había llegado un afilador -preguntan las hermanas con curiosidad. — ¡Vine a conoceros! -responde riéndose... y también a algo más. Eso ya os lo contaré mañana. Pasan de las once, y ¡sintiéndolo mucho!, tengo que retirarme, que me espera una jornada muy dura. Debo madrugar para rematar el trabajo pendiente. Muchas gracias por todo, y buenas noches.


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El balcón de la casa


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II. “O Listo” La aldea de Bande está situada en la montaña, a medio camino entre Ourense y O Carballiño, y bastante cerca de Ribadavia. No se encuentra muy alejada, ni de la carretera principal, ni de estas poblaciones importantes, pero su situación en pleno monte, la deja a desmano de cualquier itinerario. Un destartalado autobús de línea pasa los lunes camino del mercado de Ribadavia, y los jueves, con destino a la feria de O Carballiño. Los vecinos de Bande cuentan con este único medio de transporte para ir a resolver papeleos a estos pueblos, o bien para recibir asistencia médica especializada, o realizar sus habituales transacciones comerciales: llevan legumbres, frutas, huevos, leche... y vuelven con ropa, calzado, utensilios del campo... Y si no es así, no les quedan otras opciones para moverse, que bajar a pie hasta la carretera principal Vigo-Ourense y coger el autobús del Auto Industrial, o bien, dirigirse a la estación del tren más próxima, en Barbantes. En ambas posibilidades, para el camino de ida, casi hora y media andando cuesta abajo; en el de vuelta, el martirio de dos horas cuesta arriba... y por supuesto, tanto en un sentido como en otro, bajo los rigores del sol, o del frío, o de la lluvia... El pueblo no es grande, ni demasiado pequeño, pero su ayuntamiento, en cambio, abarca una extensión enorme de monte, donde se asientan, dispersas entre sí, varias aldeas vecinas: Xuvín,


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Barbantes, Razamonde, Cenlle, Roucos, Sadurnín, Trasariz... Todas ellas dedicadas al cultivo del vino, al maíz, a la huerta, y al ganado. En cada una de las casas nunca faltan, como mínimo, un cerdo, una vaca, y media docena de gallinas que atender, además de la huerta, más o menos grande según los posibles de su dueño. Después de estas labores primarias, el trabajo en el campo, ya sea en alguno propio o como jornalero, ocupa a la mayoría de sus gentes. Los vecinos no llegan al millar, y las casas, aunque desperdigadas sin orden por toda la zona, como es costumbre en tierras gallegas, se encuentran cercanas a la pista que cruza el pueblo, y que los une a la carretera de Ourense y a las aldeas próximas. La Casa del Concello, la escuela, la Plaza de La Tenencia, la iglesia parroquial y el cementerio, o cruceiro, la consulta del médico, la tasca de Tonecas, a fonte do moucho, el Monte de la Pena... son sus lugares más significados. Y como en todos los pueblos, Bande también cuenta con sus personalidades destacadas. No son muchas, ni gozan de la misma autoridad, pero cada una de ellas ocupa su parcela relevante en la actividad de la aldea. Cada cual tiene mando en su terreno, y se supone, que por un acuerdo tácito, nadie se entromete en el campo del otro... al menos por delante, que a sus espaldas... ¡vete tú a saber!... Don Servando, el maestro, lleva más de veinte años enseñando a los niños a leer, a escribir, a hacer las cuentas... y poco más... Los Reyes Católicos, Cristóbal Colón, el Océano Atlántico... Y pa-


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ra eso, esto último lo explica porque siempre hay chiquillos con parientes en Buenos Aires, en Caracas, en Montevideo... y le preguntan cosas... Don Eulogio, el cura, tiene también a su cargo las parroquias de Cenlle y Sadurnín, y anda continuamente con su vieja bicicleta de un lado al otro. Lleno de polvo y sudoroso, o mojado y con barro, según el clima del momento, emplea más tiempo en los repetitivos trayectos de ida y vuelta a sus iglesias, que en la atención a los feligreses. A pesar de ello, los niños son bautizados, hacen la Primera Comunión, y quedan con el catecismo bien aprendido, sabiendo de sobra a qué santos deben dirigir sus plegarias... Y ¡qué decir de los fallecidos!, que a ninguno le faltan responsos, funerales, y misas de réquiem en abundancia. A Manolo Brañas, “O Canicas”, lo acaban de nombrar alcalde de Bande. Dicen los paisanos, que en premio a su labor en la Falange Española durante la Guerra Civil... y dicen también, que hay que andar con cuidado con él, que no es muy de fiar. Don Genaro, el médico de la comarca, sigue cuidando de la salud del pueblo con eficiencia. Es persona querida, y en sus manos estuvo el nacimiento de los nuevos vecinos que llegaron al Concello de Bande durante los últimos quince años. Viaja por las aldeas en una pequeña calesa cubierta, tirada por “Escorpión”, un negro caballo, que está tan cerca del retiro como su amo. “O Pericocho”, aunque no vive en Bande, es también un personaje popular de la zona. Con vi-


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ñedos y bodegas en Ventosela, anda con su bicicleta de un lado a otro mercando vino. Hombre de gran estatura, simpático y bullanguero, pero de carácter fuerte, llama además la atención por llevar un ojo tapado, que parece que perdió a causa de un cohete que, al lanzarlo, le explotó en la cara. Y luego, está Moncho, el más importante y único administrativo del Concello; Pepiño, el joven y nuevo cartero, que sustituye al veterano Graciano, muerto en la Guerra; Tonecas, el dueño de la tasca, que hace también las veces de tienda de ultramarinos; Mariano, el zapatero; Agripina, la costurera, natural de Ourense, y casada con Fulgencio, el carpintero; “O Bugarín”, que perdió un brazo en el Frente, y se encarga de los recados y de pequeñas “chapuzas”; “O Morriñas”, que entierra a todos los muertos de la comarca... ¡Ah!, y sin olvidar al sargento Barros y al cabo Lois, la pareja de la Guardia Civil que hace ronda de cuando en vez por Bande, y se persona si hay algún altercado, por fortuna, casi nunca.


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Pero por encima de este elenco de peculiares personajes, sobresale la sencilla personalidad de don Felipe Silva, ”O Listo”, que al contrario de muchos de ellos, no cuenta con titulación alguna, ni ocupa puesto oficial, ni dedicación significativa que le dé especial relevancia... Tal vez, sea tan sólo su condición de persona más rica del pueblo, lo que le haga destacar entre los demás vecinos... aunque en realidad, los motivos son también otros. Hombre de palabra, honrado, experto para dirigir sus propiedades, despierto para los negocios, tiene fama de persona inteligente, “O Listo” le llaman. Generoso y buen vecino, jamás dejó de ayudar a las gentes de Bande, que acuden a él a pedir consejo para todo: cuando tienen alguna dificultad legal, o problemas de salud importantes, o dudas en los negocios, o peleas de lindes en los terrenos, o de herencias poco claras, o cómo cuidar el campo o el ganado, o el ritual para casar a los hijos, o para enterrar a los abuelos... Don Felipe, “O Listo”, como le llaman con respeto y veneración, se cuida con acierto de velar por los vecinos de su pueblo. Y por eso lo quieren... y por eso lo adoran... porque les da trabajo, les aconseja bien, siempre dispuesto a ayudar, de trato fácil y cercano... y todo ello con cariño, honradez y lealtad. A sus propios campos, herencia de familia, añadió los de su mujer, y en ellos da ocupación a media aldea. Nacido de casa rica, consolidada y aumentada por su buena administración, es persona hábil para encontrar nuevos negocios. Y don Felipe, sin buscarlo, se hace notar en la villa en una época y en un lugar donde la abundancia no suele ser fre-


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cuente... ni tampoco los conocimientos de sus habitantes. Un revés del destino, que como él dice, no excluye a nadie en sus designios, enturbió su aparente felicidad. Don Felipe Silva, se quedó viudo hace unos años. Su mujer fallecía al dar a luz a Maruxa, la pequeña de sus cuatro hijas, a pesar de los esfuerzos por evitarlo de don Genaro y de la comadrona, llegada de Ribadavia. Ya no pensó nunca en volver a casarse. Se mantiene fiel al recuerdo de su esposa, Consuelo, y desde su llorada ausencia, la suplió con acierto en las funciones de madre con las cuatro niñas. Buscó un ama de cría para el bebé, y contrató provisionalmente a una cocinera, Herminda, que pronto se quedaría a vivir en la casa, y terminaría por ser una más de la familia. Ella le ayudó en el cuidado de las niñas mientras fueron creciendo, y durante las ausencias de don Felipe por cuestiones de trabajo, las atendía con esmero y cariño. Desde el primer instante, don Felipe las educó con especial mimo y rigor. Fueron a la escuela con don Servando, al catecismo con don Eulogio, la tía Carmen les enseñó los trabajos domésticos, aprendieron labores con Agripina, él mismo les compraba en Ourense el calzado y las ropas -incluida la ropa interior, aún ahora de mayores-... y en el verano, toman en Vigo sus quince días de baños de mar... Aunque faltaba la madre, se sentía en aquella casa un intenso calor de hogar. A lo largo de los años, y a pesar de la carga de las niñas, no le faltaron insinuaciones a menudo para un nuevo matrimonio. A sus cuarenta y cuatro


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años, se conserva tan apuesto y elegante como de joven. Alto, espigado, moreno, pelo liso con raya a un lado, bigote recortado, porte señorial, vestido con corrección y pulcritud, capa negra en invierno, recio bastón en su mano... No era de extrañar, por lo tanto, que le rondasen pretendientes, y más que éstas, sus propias madres, intentando el compromiso nupcial para alguna hija. Don Felipe Silva tiene su ocupación principal en el negocio de la madera. Compra grandes partidas de árboles por los montes cercanos, y a veces, según la demanda, llega incluso en busca de castaños y robles hasta Nogueira de Ramuín, Montederramo, Parada del Sil, A Peroxa... Partidas que luego vende a los constructores de Ourense y Vigo, donde cuenta con los mejores clientes. En ambas capitales dispone de amplios almacenes, en los que guarda y prepara la madera, a la espera de la mejor oportunidad para venderla. Por entonces, pasados ocho años desde el fallecimiento de Consuelo, el calor de hogar, el orden, el amor entre todos, el sentido del deber... ya se habían asentado con fuerza en la familia. Cada una de las hijas en sus obligaciones: Digna, la mayor, de carácter recio y trabajador, con veintitrés años y a punto de casarse, al cuidado de los campos; Elvira, con veinte, en las tareas domésticas ayudando a Herminda, y con la responsabilidad de la huerta; Pilar, cumplidos diecisiete, y recién acabados sus estudios primarios, aspira a ser maestra, y atiende con singular delicadeza las azucenas, las margaritas, las hortensias, los fresales... que rodean la huerta y la entrada de la casa; y por último, Ma-


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ruxa, la pequeña, el cascabel del hogar y mimada por todos, acude a la escuela de don Servando, y tan simpática como traviesa, anda a menudo extraviada por el pueblo, sin saberse nunca a ciencia cierta con quién podría estar. Herminda, que completa la familia, se quedó huérfana muy niña, con tan sólo doce años. Vivía en As Chavolas con unos primos de don Felipe, que la habían acogido cuando acabó sola. A la muerte de Consuelo, se ofreció desde el primer instante para ayudar en aquel doloroso trance, y atender de manera provisional las necesidades inaplazables de la casa. Ya no se fue nunca. Soltera, de edad madura, rondaría los cincuenta, se encariñó pronto con las chiquillas, ejerciendo como tía sin serlo, y poniendo orden en el hogar. Intentó siempre suplir, en lo posible, la ausencia de la madre. Cuando los vecinos hablan de don Felipe, entre las muchas cosas que cuentan de él, destacan su extrema generosidad. Persona religiosa -dicen que casi en exceso-, nunca deja de atender a los muchos mendigos que abundan por los pueblos en estos tiempos de carestía. A su paso errante por Bande, llega hasta ofrecerles aposento si lo necesitan. Su bondad y rectitud lo llevaron al punto, de echarle un piso más a la caseta de los jornaleros casi siempre vacía-, tan sólo para dar albergue por separado a hombres y mujeres: ellas en el piso alto, y ellos en el bajo. Pero comentan, entre risas, que hay algo en lo que falla don Felipe con estridencia: en el juego. Cuando algún día se para en la tasca de Tonecas para echar una partidita de dominó, o de tute, o de


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brisca, nadie recuerda que haya ganado ni una sola vez. “Se ve que no tiene maña para estas cosas vulgares”, les parece a sus rivales. Claro que, la más anciana de la comarca, doña Daría, con noventa y ocho años y con la sabiduría que da la edad, opina otra cosa bien distinta: “Estes parvos nin danse conta que deixase perder. Con ganarlle “O Listo” xa liscan contentiños pra un mes. E don Felipe o sabe... e coma é tan bo...” En los tiempos de vendimia, “O Listo” es quién decide para toda la zona, el precio que debe ponerse al vino para su venta a los bodegueros de O Carballiño, Ribadavia, Ourense... En asuntos de Iglesia, se entiende con el cura para el orden de las celebraciones, las procesiones en las festividades, el mantenimiento y mejora del cementerio... Con don Genaro habla de la necesidad de un sanatorio para la comarca... y con don Servando, de una escuela mejorada… Con el nuevo alcalde –que no goza precisamente de sus simpatías-, se pelea a menudo por las dotaciones del concello: la mejora y ampliación del tendido eléctrico, el saneamiento, la limpieza, el asfaltado de los caminos... exigiendo con firmeza mejorías necesarias. Lo abruma con sus peticiones. Y entre unas cosas y otras, Felipe Silva, “O Listo”, se hace cada día con méritos sobrados para ser la persona más querida y respetada de toda la comarca. La admiración y agradecimiento del vecindario, no deja lugar a dudas.


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— Buenos días, don Felipe. ¿Qué tal le quedó la navaja? -le pregunta Camilo, muy de mañana, cuando se encuentran en la huerta. — Buenos días, Camilo. ¿La navaja? ¡Excelente, Camilo! Acabo de afeitarme, y va suave como una seda. Le dejé a Pilar otras dos, un poco más viejas que esta, y ya veremos qué puedes hacer con ellas. — Don Felipe, usted bien sabe que la categoría de un afilador se demuestra precisamente con las navajas de afeitar. Y ese arte tan difícil lo heredé yo de mi padre, que en paz descanse. Él me enseñó desde muy niño... y a él, el abuelo... y al abuelo, el bisabuelo. Pero usted sabe bien, don Felipe, que si están demasiado viejas, milagros tampoco se pueden hacer. — Te entiendo, Camilo. Yo conozco a muchos afiladores de cuando voy por tu tierra. A más de uno ya le compré partidas de castaños y robles. Por cierto, ahora mismo me voy a Barbantes a coger el tren, para ir hasta Parada y Castro Caldelas. Si quieres algo para tu casa, me puedo acercar. — ¿Y no sería mucha molestia para usted, don Felipe? Valdovento queda a un par de kilómetros de Luintra. Mi madre se llevaría una inmensa alegría si le llevase un sobre de mi parte. Es el dinero que ahorré en estos días, y le vendría muy bien.


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Durante el camino a Barbantes, Felipe iba pensando que le resultaba simpático el muchacho. Tan joven, y ya peleando por el mundo adelante para ayudar en las necesidades de la familia. Se le notaba decidido, seguro de sí mismo, trabajador, optimista, lleno de energía... y desde luego, a pesar de su juventud, experto en el oficio. Entre tantos afiladores que trataba en sus habituales viajes a aquella zona, había muchos que confesaban su poco conocimiento del oficio cuando empezaron la ruta. Comentaban, que fueron aprendiendo por el camino a fuerza de la práctica, y de hecho, admitían que en sus inicios, se alejaban inmediatamente del lugar donde acababan de trabajar por temor a futuras reclamaciones de la gente. Una tarde, tomando unas tazas en Luintra, contaba Eleuterio, afamado afilador, que en su primera salida al mundo, por Asturias, le dejó inservibles unas tijeras a una paisana. La mujer, enfurecida, se las quiso hacer pagar, y después de un intenso forcejeo de palabras, con tantos insultos como disculpas, y en vista de que el afilador no tenía dinero, acabó perdonándole a desfeita. Años más tarde, concluía Eleuterio, pasó de nuevo por aquel lugar, y entonces, sí pudo ofrecerle a la señora unas tijeras nuevas. Son, en general, gente tosca, austera, vestida pobremente con sus gastadas ropas del campo, y parece ser, que sólo piensan durante sus campañas de afilador, en volver a casa con los mayores ahorros posibles. En el viaje por los pueblos, duermen en palleiros, en alpendres, en los establos... en cualquier sitio en el que se lo permitan. En las ciudades,


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buscan las posadas más baratas, y a veces, comparten habitación con otros viajeros desconocidos con tal de gastar menos. Comen frugalmente, y el jamón, el queso y los chorizos que llevan de casa al salir, les pueden durar todo el viaje. Pero a pesar de su aspecto modesto y descuidado -son confundidos a menudo con pordioseros-, muchos de ellos, después de varias temporadas como afilador, habían aumentado sus propiedades de forma considerable. Se podría decir sin equivocarse, que ya eran casi ricos, sin parecerlo en absoluto. Fueron comprando ganado, terrenos, aperos de labranza... y mejorando poco a poco sus viviendas, incluso reconstruyéndolas de nuevo. Sin embargo, el oficio, tanto en los pueblos como en la ciudad, siempre fue muy poco considerado socialmente, hecho tal vez provocado por su acostumbrada mala apariencia. Pero si se les oye hablar en las tascas, en las posadas, en las ferias... se manifiestan siempre con un alto orgullo de su condición de afiladores... y de su rueda de trabajo, el bien más querido para ellos. Hasta presumen de contar con idioma propio, el barallete se llama, que lo utilizan, sobre todo, para proteger sus intereses y ocultar las conversaciones a los demás... Esta picaresca característica de los afiladores, la emplean mucho, por ejemplo, jugando a la brisca... Por lo general, no dejaban la rueda hasta edad avanzada. Felipe Silva recuerda a su amigo Olegario, de los más famosos, que con noventa años largos, aún acudía con su tarazana a la mayoría de las ferias de la comarca.


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Cuentan que los afiladores recorren media España con su trabajo, y suelen estar fuera de casa largas temporadas, a veces más de seis meses. Pero al acercarse la primavera, y llegado el momento de atender el cuidado de los campos, todos vuelven a su pueblo con puntualidad. Hubo unos pocos que se establecieron con taller fijo en Barcelona y en otras capitales importantes, y al cabo de un prudencial tiempo de prueba, acabaron llevándose a la familia con ellos. Pero este proceder se daba en casos excepcionales. También hubo algunos que atravesaron el Atlántico, y estuvieron por Argentina, por Brasil, por Uruguay, por La Habana... pero éstos, más tarde o más temprano, terminaban regresando. Por los relatos que había escuchado más de una vez, los afiladores que emigraron a América lo hicieron de una forma muy peculiar, con diferencias significativas en su comportamiento al de los emigrantes clásicos. Para empezar, se iban tan sólo temporalmente, y el único cambio notable para ellos, consistía en dejar las tierras de Castilla, de Andalucía, de la Rioja... y sustituirlas por la grandiosidad de las capitales americanas y su entorno. Por otro lado, no viajaban a ultramar en busca de nuevos trabajos, ni de experiencias laborales distintas en dónde ganarse la vida. Su industria la llevaban consigo en la rueda, y seguían allá con las habituales costumbres del oficio, tanto en la tarea de cada día, como en su forma de vida. Llegado el momento, daban por finalizada la campaña, y volvían a casa a reunirse con la familia, a cuidar los campos, el ganado, la huerta... de la


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misma forma como acostumbraban a hacerlo en España. Además, como característica muy curiosa de los afiladores, digna de mención, y de la que presumen, es su condición de trabajadores sin jefe que les dé órdenes. Ellos mismos son su propio jefe, y esto, lo llevan con mucho orgullo. Pero Camilo, concluye don Felipe en su meditar, da la sensación de ser un afilador diferente, de otra generación, un afilador moderno, con distinto estilo... Lleva la rueda como los demás, también viste modestamente, asubía con su chifre como todos, realiza el mismo trabajo, entona con igual cadencia el clásico “aaaafiladooor y paragüeeeeero”... pero arrastra con él una frescura de juventud poco usual en los de su oficio. Es de trato abierto y agradable, lo contrario al acostumbrado comportamiento hosco y reservado de todos ellos. Va limpio y presentable, y según sus hijas, es extremadamente guapo. Se nota en él un afilador de casta, con categoría, con ese carisma especial que da la tradición familiar al artesano, heredero de conocimientos ancestrales. ¡Que le gustaba el muchacho! Hoy conocería a su madre, a sus hermanas, y el pueblo donde vivía.


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III. Tierras de Valdovento Aquella mañana, Carmiña había finalizado pronto las tareas del campo, y regresaba a casa con calma, en un paseo apacible, gozando del tiempo soleado, y menos fatigada que de costumbre. Con la cesta al brazo, su sombrero de paja en la mano, el azadón en la otra, las ropas aún con el polvo del trabajo, las botas llenas de barro, pañuelo en la cabeza... Volvía de las labores de la tierra, como casi todos los días de su vida. Unas veces en la labranza, otras en la siembra, en el regadío, en múltiples e incesantes cuidados... y a la espera, en las fechas indicadas, de la ansiada recogida de la cosecha. Delgada, fibrosa, más bien alta, pecosa de cara, piel curtida por el sol, ojos azules, pelo rubio alborotado... Recia, descuidada en el vestir, de riguroso negro guardando el luto, con botas tobilleras de labriego... y pendiente siempre del trabajo. Pero no por ello, perdía su rasgo femenino en los modales, en el tono de voz, en su caminar... y seguía manteniendo el gracioso atractivo de su mocedad. Sólo su temprana viudez, enturbiaba la frescura de una madura juventud. Con treinta y ocho años recién cumplidos, no dejaba de echar en falta a cada instante a su querido Antón, fallecido hacía cuatro. Su natural gesto risueño y alegre, se veía a menudo ensombrecido, e incluso tenso, por los fantasmas ineludibles de la memoria. Se cruzó por el camino con Venancio, el cartero, que brazo en alto le anunciaba carta. Llega-


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ba de Xanín, y la enviaba don Odilo Blanco, el padre de su difunto esposo. La abrió nerviosa, leyó con prisas, la besó con nostalgia, la releyó de nuevo... y como tantas veces, las lágrimas afloraron a borbotones, y resbalaron por sus mejillas con profusión... “¡O meu Antón!”, dijo pesarosa. Emprendió la marcha pensativa, llena de recuerdos, de sensaciones... ¡Cuántas veces habían recorrido juntos aquel sendero! Entre los maizales, caminando unidos de la mano, ilusionados, hablando de mil cosas: de los niños, de las obras de casa, de los abuelos, de la próxima cosecha, del último viaje por Castilla... Allí mismo, debajo del castaño, se besaron de novios por primera vez... — ¡Carmiña!... ¡Carmiña!... -le gritan desde la iglesia-. Un señor pregunta por ti. Carmiña, interrumpida en su cavilar, acelera el paso para no hacerse esperar. ”¿Quién será?”, se pregunta. Debe tratarse de algún parroquiano con trabajo para su hijo Camilo. Cuchillos, tijeras, herramientas... A menudo, los clientes conocidos le llevaban la tarea a casa. Ya lo hacían en tiempos de Antón... y de su padre... y del abuelo... y del bisabuelo... Los Ferreiro siempre tuvieron fama de buenos afiladores... y de honrados y cumplidores. Ya ve al hombre a la puerta de la iglesia, y le resulta completamente desconocido. No parece que traiga ningún encargo. Tan sólo lleva una pequeña bolsa de bandolera... y nada más. “¿Qué querrá?”. A medida que se acerca, comprueba su buena presencia. De mediana edad, alto, moreno, con


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bigote, bien vestido, sombrero en la mano... una persona elegante. Llamaba la atención, acostumbrados como estaban por aquellos lares al aspecto tosco y desaliñado de los vecinos. Instintivamente, trató de arreglarse un poco. Se secó la cara, aún húmeda de sus llantos, retiró el pañuelo de su cabeza, ordenó el cabello como pudo, intentó sacudirse el polvo del vestido... — Buenos días, señora. ¿Doña Carmen Ferreiro? — Buenos días. Soy yo. Dígame usted. — Me llamo Felipe Silva -se presenta, extendiéndole la mano con corrección-. Le traigo una encomienda de su hijo Camilo. Llegó ayer a Bande, durmió en mi casa, y al enterarse de que venía hoy por estas tierras, me dio este sobre para usted -y abriendo la bolsa, le entrega el sobre abultado que enviaba Camilo- Le adelanto que es dinero, no vaya a descuidarlo por cualquier sitio. — ¡Ah, muy bien! Muchas gracias... En estas pobres tierras, es algo que siempre es bien recibido... Pero por favor, venga hasta casa, y tome algo... Por lo menos un vaso de vino. Por fin, tras la insistencia de Carmiña, se acercaron a su casa, muy cerca de la iglesia. Primero, le invitó a vino; después, a jamón y a tetilla; y al final, a comer el cocido que ya tenía preparado. — Además don Felipe, ni tenemos que esperar. Vienen por allí las niñas, y de momento -bajando compungida el tono de voz-, no hay nadie más por quién aguardar.


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<<Camilo es un buen rapaz: sano, cariñoso, trabajador, listo, responsable... –se explayaba Carmiña en la sobremesa– Estoy orgullosa de él. ¿Qué va a decir la madre de un hijo? Ya sé que para estas alabanzas no soy la persona más indicada. Sale clavadito a su padre. Los dos se tenían verdadera adoración. Mi marido ya le había enseñado todo sobre el trabajo del campo, y siguiendo la tradición familiar, también le había dejado bien aprendido, a pesar de sus pocos años, el oficio de afilador. Desde que Antón se nos fue en la Guerra Civil, mi hijo tomó las riendas del hogar, y ahora, ¡qué remedio!, es el hombre de la casa. Preparamos los campos durante la primavera y el verano, y después de la vendimia, igual que su padre y que sus antepasados, a mediados de septiembre, se va a hacer la temporada de afilador por Castilla, Asturias, La Rioja... o por dónde cuadre, en busca de unas pesetas que ayuden a la economía de casa. Mi abuelo Olegario hasta llegó a Buenos Aires con su rueda de afilar. >> — Entonces, son familia de afiladores desde muy antiguo -interrumpe don Felipe. — Así es. En Valdovento hay un afilador en cada casa... o puede que más. Hace mucho tiempo que llegó el oficio a estas tierras, y desde entonces... <<Cuentan en la aldea la leyenda, de que un italiano, de esto hace más de un par de siglos, apareció con su rueda de afilar por tierras de Castro Caldelas. En una feria de las de entonces, que


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se celebraban al pie de las murallas del castillo, se enamoró perdidamente de Mariana, una joven campesina de Valdovento. Prendado de la muchacha, aquí se quedó con ella para siempre, no sin antes sufrir durante bastantes meses sus continuos desdenes y desplantes. Dicen, que el italiano era exageradamente feo y bastante bruto de aspecto, y además, demasiados años mayor que ella. Pero que en cambio, tenía tal simpatía y tanta bondad, que no tardó ni un par de semanas en ganarse a los vecinos de la zona. Al parecer, era un prodigio tocando la flauta, y contaba unos chistes muy divertidos, que aún resultaban más graciosos por su acento italiano en la pronunciación. En los ratos do lecer, toda la muchachada andaba detrás de Doménico. Muchas veces, acababa por verse acompañado por medio pueblo. Después de una larga y apasionada insistencia, que duró más de un año, Mariana acabó rindiéndose a su amor. Doménico Lama -que así se llamaba y había nacido en una villa cercana a Florencia- enseñó el oficio a todos los muchachos del pueblo, y una vez aprendido, cual era la forma aconsejable de ejercerlo por el mundo. Y desde ese momento, empezaron a salir afiladores de esta aldea, primero, por las provincias limítrofes, y después, alargando su ruta poco a poco, hasta llegar a los lugares más alejados del país. Con el paso del tiempo, el oficio se extendió por toda la comarca, y fue pasando de padres a hijos a lo largo de muchas generaciones. Los frutos de aquel amor apasionado,


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además de sus ocho hijos varones, fueron también los millares de afiladores salidos de estas tierras, que desde aquella época recorren España. Aún hoy en día, perduran en Valdovento los descendientes del italiano. Los Lama, son una saga de tanto arraigo en la aldea, y tan numerosa, que no parece vayan a desaparecer nunca... Y lo que es curioso, todos ellos son gente simpática y divertida... Lo deben llevar en la sangre. >> — Bonita historia... y mejor enseñanza. En tierras de labriegos, el italiano no podía hacer mejor siembra. Tan buena, que se ha conservado con el paso de los años, y ha servido de ayuda importante a numerosas familias para mejorar sus vidas. A Doménico Lama habría que hacerle una estatua... — Ya se está hablando de eso en Luintra -aclara Carmiña-. La colocarán en el centro de la Alameda, delante de la Casa do Concello. Buscan por Ourense algún escultor que ejecute la idea, y han acordado que su coste sea sufragado con las aportaciones voluntarias de los vecinos de toda la comarca. Repitieron café, don Felipe se sirvió otra copa de aguardiente, y ambos lo acompañaron con las ricas rosquillas caseras que había servido Carmiña. — Y en esta ocasión -pregunta Felipe, intrigado-, ¿cómo Camilo pasó por Bande con su rueda? No es una ruta habitual para un afilador. — ¡Pues no, no lo es! Se lo voy a explicar.


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<<Mi marido era de Xanín -perteneciente al Concello de Bande, como usted sabe-, y mi hijo Camilo eligió esta nueva ruta, para acercarse de paso a visitar a sus abuelos, que son bastante ancianos, y por desgracia, no están muy bien de salud. Parece que van a durar poco tiempo. Están al cuidado de sus dos hijas solteras, que viven con ellos. Mi querido Antón, entre el trabajo del campo, los arreglos de la casa, y la campaña de afilador, nunca encontraba el momento oportuno para llevarnos a ver a la familia. Fuimos con los niños por última vez cuando todavía eran muy pequeños. Carmeliña era casi un bebé, con apenas un año, Xiana no había cumplido los cuatro, y Camilo, tenía doce. Un día por otro... un día por otro... y ¡ya ve!, antes de poder cumplir la promesa pendiente, se nos perdió en la Guerra... -y Carmiña entristecía el gesto, casi a punto de llorar- ¡Qué desgracia! Sus padres no se lo creían... y es que además, ya muy cortos de entendimiento, no había forma de explicarles lo de la guerra. Lo querían mucho, a pesar de abandonar el hogar paterno con muy pocos años. A su Antonciño, lo echaron de menos toda la vida... -y ahora a Carmiña le saltaron las lágrimas. >> — Bueno doña Carmen, eso ya pasó. ¡Hay que pensar en las cosas buenas! Yo, en cambio, me libré de ir a la Guerra, pero le voy a decir a cuenta de qué: de quedarme viudo un par de años antes, y al cuidado de mis cuatro hijas. Llevo ocho años sin mi mujer... y qué le voy a contar que usted no sepa.


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Pero la vida sigue. No vamos ahora a hablar de penas... Y entonces, si su marido era de Xanín, ¿cómo se conocieron? — Casualidades de la vida, don Felipe. <<Antón renunció muy joven al trabajo del campo. No le gustaba la rutina diaria del incesante cuidado de las tierras y del ganado, y su espíritu aventurero, pronto lo llevaría a buscar cada vez, tareas distintas y en diferentes lugares. A los catorce años empezó a trabajar de peón caminero. Nos contaba siempre con orgullo, que él había participado en la construcción de casi todas las carreteras, pistas y caminos de la provincia de Ourense. Cuando se iniciaron las obras de la presa de Os Peares, se vino a trabajar a esta zona contratado por la constructora... Y lo demás, ya se lo puede imaginar usted. Nos conocimos en las Fiestas de Luíntra, y enseguida nos enamoramos... Yo era una moza muy guapa, don Felipe, no como ahora –presumía Carmiña, con una amplia sonrisa. >> — ¡Por favor, doña Carmen! ¡No diga eso! Xa non é unha mociña, pero sigue siendo usted una mujer muy hermosa -la interrumpe Felipe con tanta espontaneidad como galantería. — Muchas gracias, don Felipe, pero no hace falta que me diga mentiras -contesta algo ruborizada-. Ya me pasó la edad de andar a los mozos... Pero, ¡llámeme Carmiña! — Y usted a mí, Felipe. — ¡Uy, Carmiña! ¡Qué tarde se ha hecho! -exclama el hombre al poco rato, al comprobar la hora en su reloj-. Muchas gracias por la excelente


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comida, y más aún, por su agradable compañía. Tengo que llegar esta misma tarde a Castro Caldelas, a ver si consigo rematar unos negocios que me quedaron pendientes. Repito, muchas gracias, y hasta otra vez que vuelva por aquí. Vendré a visitarla. — Aquí tiene usted su casa, Felipe, modesta, pero a su entera disposición... Y también todo mi agradecimiento por sus atenciones con mi hijo. Cuando venga por esta zona, no deje de visitarme. Además de la comida, puede contar con habitación, si es que necesita quedarse alguna noche. — Pues le tomo la palabra, Carmiña. Se levantan de la mesa, Felipe recoge su sombrero, la cartera, y descubre una foto de familia sobre el aparador. Carmiña lo confirma con la mirada: es Antón, con los niños y su rueda a un lado. — Antes de marcharse a sus largas campañas de afilador, solía hacerse fotos con los hijos y conmigo. Luego se las llevaba en la cartera. Al extremo contrario del mueble, Felipe observa a la pareja sonriente en otra foto. “Se les ve muy felices.”, pensó. Carmiña lo acompañó hasta la puerta, y por las escaleras siguieron conversando. — Y al regreso de Castro Caldelas, ¿no vuelve a pasar por aquí? -pregunta ocurrente, y como en busca de un nuevo encuentro. — Si consigo acabar pronto el trato, podría ser. Pasaría mañana de vuelta, antes del mediodía... y entonces, sí que me gustaría invitarla a comer en Luintra.


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— No, Felipe. La invitación la dejamos para otro día. Mañana, si acaba a tiempo, comemos en casa. Yo le espero hasta las tres... ¡y qué haya suerte! De paso, le preparo una bolsa para Camilo... si es que aún está en Bande cuando llegue... y si usted, de nuevo, nos hace el favor de llevar el encargo. — El encargo -sin favor- lo hago por descontado. Y supongo que sí, que Camilo aún estará en Bande. Tenía mucha faena. Cuando salí para aquí por la mañana temprano, él ya se quedaba trabajando. Además de los habituales utensilios de la casa, los vecinos, aprovechando su presencia, le llevaron también una enorme cantidad de herramientas del campo. Por allí nunca pasan afiladores, y para la imprescindible puesta a punto de los aperos, no hay más remedio que trasladarse a Ourense de vez en cuando con todo el material a cuestas. Por eso, la gente de la aldea enseguida acudió a su hijo... y debe de hacerlo bien. Cogió fama al instante, y de boca en boca, todo Bande se enteró en pocas horas... Por otro lado, tengo que confesarle una cosa: no me pareció que se encontrara muy incómodo en la compañía de mis hijas, y ¿quién sabe?, a lo mejor le cambiaron las prisas. — Si las chicas de que me habla salen a su padre, no me extrañaría nada que fuese así. Pero cuidado, que Camilo también es buen mozo... y fácil conquistador, que eso ya lo sé yo. ¿A ver si vamos a tener un idilio? Aunque de momento no es el caso de mi hijo, no sería la primera vez que un afilador se entretiene más de la cuenta por el camino, a veces, aún estando casado y con familia. Pero en


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la soledad, Felipe, tampoco es raro que ocurran estas cosas. Usted ya lo sabe... y yo también. A la puerta de la casa se estrechan la mano, y Felipe retiene un instante la de Carmiña entre las suyas. Con mirada suave y gesto de afecto, le vuelve a dar las gracias... y se despide hasta el día siguiente. — Le espero, Felipe. Y si mi hijo ya se fue cuando llegue a su casa... pues, se comen ustedes la empanada, la tetilla, los chorizos y la bica que le voy a preparar. Por la tierras de Valdovento, el pueblo de Carmiña Ferreiro, todo era grandioso... ¡Bueno!, todo, menos el mismo pueblo. Situado en el Concello de Nogueira de Ramuín, provincia de Ourense, Valdovento se pierde en medio de una imponente llanura rodeada de gigantescas montañas. Desde la carretera, al llegar procedente de la capital, apenas se ve, oculto por completo por unas espesas arboledas que lo cercan. Cuenta con poco más de veinte casas, una humilde iglesia en honor a Santa Eulalia, una reducida plaza en el centro de la aldea, su viejo cruceiro, y un pequeño y bastante deteriorado palco de música para las escasas celebraciones. Lo habitan cerca de cien vecinos, casi todos ellos medio emparentados entre sí. Los Ferreiro, los Lama y los Sotelo, ocupaban aquellas tierras desde muy antiguo, y aunque llegaba sangre nueva de vez en cuando, las suyas seguían predominando por las venas de sus habitantes. Formaban una modesta aldea, entrañable, familiar, hospitalaria, con unas gentes de trato sencillo y


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noble, que se ayudaban y compartían las dificultades de sus vidas... Y con un orgullo ancestral: de Valdovento, nadie se iba sin volver... Gallinas, cerdos, algunas ovejas y vacas... huertas caseras con tomates, patatas, legumbres... bastantes frutales... y rodeando el pueblo hasta la carretera, pequeñas parcelas en el campo, separadas entre sí por muros de piedras de algo menos de un metro de altura, y dedicadas por entero a viñedos y al cultivo del maíz. Media docena de carros tirados por bueyes, de uso común para todos los vecinos, se utilizaban en las labores del campo, y en el acarreo de un lado a otro de los aperos de labranza y de las cosechas. La casa de Carmiña era pequeña, como casi todas las de Valdovento, y se encontraba en un lateral de la plaza. En la planta baja, siguiendo lo acostumbrado en las viviendas del campo, se ubicaban las cuadras de los animales y la bodega; la propia vivienda, en la planta alta, disponía de cocina -donde se hacía la vida cotidiana para aprovechar su calor-, tres reducidas habitaciones y una sala-comedor, utilizada tan sólo en el día de la fiesta y en celebraciones señaladas. En un amplio fallado se conservaban los alimentos de todo el año. Balcón en el frente, ventanas a los lados, y una estrecha escalera de piedra que bajaba a la huerta por la parte de atrás. Una huerta muy trabajada y llena de frutales, con el pozo en medio, y el hórreo de la casa al fondo. Se veía una vivienda humilde, pero bien aprovechada, y cuidada con esmero y cariño. En Valdovento pueblo, hasta era pequeño el cura, don Segundo, que no pasaba del metro sesen-


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ta, y que atendía también las dos parroquias más próximas... Y la imagen de Santa Eulalia, de noventa y siete centímetros exactos, y que a pesar de su pequeñez, era venerada con devoción en todo el contorno. El día de su festividad, Valdovento se hacía grande por una jornada. Llegaban cientos de devotos procedentes de toda la comarca. La mayoría venía a pie, algunos en bicicleta, otros en carros de bueyes, y muchos, en coches de línea especialmente contratados para ello, y que se trasladaban desde los sitios más lejanos. La peregrinación de Santa Eulalia, el veinte de julio, patrona de los campesinos, era cita inexcusable en toda la zona. El pueblo de Valdovento, era por lo tanto, pequeño, muy pequeño para precisar mejor, un puntito perdido en la llanura y escondido entre los árboles... Pero en cambio, su entorno, desbordaba una exultante grandiosidad. La fuerza serena de su paisaje inacabable; la autoritaria presencia de las montañas rodeando el extenso valle; el Sil, a su paso, cortando el monte a cuchillo; las espesas arboledas cubriendo las laderas hasta el rio; los viñedos escalonados bajando con orden por la montaña; las zonas rocosas, vigilantes, en lo más alto... Era de una belleza tan imponente, que infundía tanto respeto como admiración, y el extraño, llegado por primera vez, se quedaba atónito, sin habla, contemplando la maravilla... En aquel horizonte sin fin, cuando se gozaba de buen tiempo, se perdía la vista en la lejanía, por un lado y por el otro... con los campos, los castaños y robles, el perfil de los montes dibujando el cielo, la hendidura profunda del río en su discu-


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rrir, las rocas en lo alto, muchas de ellas famosas, con nombre e historia... También la torre de alguna iglesia con el sonido limpio de sus campanas... El señorial monasterio de Santo Estevo en las alturas, vigilando el orden... Y en los días de fiesta, en los pueblos cercanos, se veía el estallido de las bombas en el aire, dejando el humo flotando, y adelantando con su visión el sonido de las explosiones a punto de llegar... En las noches del verano, se observaba el más hermoso cielo que jamás se pueda ver. Salpicado de brillantes estrellas, más grandes y numerosas que en ningún sitio, extendía su reluciente azul como un manto, cubriéndolo todo con su quietud y majestuosidad, desde el fondo del río hasta las alturas... Con la mirada atenta de las estrellas, el cielo parecía proteger aquellas tierras... y acunar a sus gentes en el merecido descanso tras las labores de la jornada, como susurrándoles ilusiones en el sosiego de la noche, iluminando sueños que estaban por llegar... Todo era pequeño en el pueblo de Valdovento, menos la grandiosidad de su entorno, y por supuesto, el orgullo de sus vecinos, apasionados amantes de su tierra. Y llegado el momento, tampoco era menos grandioso el invierno de Valdovento. Duro, largo, lluvioso, frío... tedioso por lo que duraba... Cuando llegaban sus furias, no a menudo por fortuna, sus gentes desaparecían de la vista, guarecidas en las casas al calor de las lareiras, matando un tiempo inútil con el tute o con la brisca, y con el rezo asustado a Santa Eulalia para que protegiese los campos. Un viento silbante y arrollador arrastraba la


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lluvia con él, y en los días de tormenta, traía impetuoso el ruido ensordecedor del trueno... dejando atrás el estallido del rayo y el fulgor serpenteante de los relámpagos. El viento invernal se apoderaba del paisaje con ímpetu, rompiendo la calma y el silencio, moviendo las ramas de castaños y robles con violencia, agitando los frutales, las viñas y los maizales... Era el viento huracanado de la tierra alta, que se enroscaba bullicioso en las montañas, y bajaba enloquecido a la llanura con un peculiar sonido, tan agudo, de silbido largo, tan potente en aquel valle... que hasta había puesto nombre al pequeño pueblo. Todos los inviernos, Valdovento se veía zarandeado sin compasión... y sus gentes rezaban... y Santa Eulalia, al oír sus plegarias, iba calmando al loco paseniñamente... Y por aquel mismo horizonte, al terminar el verano, rematadas la siembra y la vendimia, se perdían los hombres de Valdovento con sus tarazanas en busca de trabajo. Por los insinuantes espacios que iban no se sabía bien a dónde, os afiadores arrancaban por el mundo hasta encontrar con su oficio el apoyo necesario para la familia, que no se bastaba lo suficiente con el escaso producto de los campos y el cuidado de los animales. Desde hacía más de un siglo, gracias a ello, fueron sobreviviendo los pueblos de aquellas tierras altas. Con el fruto de las largas campañas de los afiladores, se reconstruían las casas, se hacían algunas nuevas para los jóvenes, se adquirían terrenos, se compraba ganado, se mejoraban los enseres del hogar, los utensilios del campo... y si algo sobraba, se gastaba en ropa nueva.


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Por eso, en Valdovento, había algo más que no era precisamente pequeño: la mirada larga de sus hombres. Tan larga, tan profunda, que hasta miraba por detrás de las montañas para buscar a dónde ir y encontrar el trabajo preciso... Y luego, al cabo de un tiempo prolongado en exceso, para dar con el camino por dónde volver... y traer los frutos. Y en ese momento, el asubio emocionado en el aire se iba acercando en la lejanía... y la madre, ¡de repente lo oía!... y el padre... y la esposa... y los hijos... y entonces, salían todos jubilosos por la carretera a su encuentro. En Valdovento, con aquel orgullo que tampoco era nada pequeño, sabían esperar con paciencia a que volviese él que se había ido.


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El río Sil.


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IV. La ruta de los abuelos Si el lunes de su llegada a Bande había sido un día muy productivo para Camilo, el martes aún resultó mejor. Y no parecía que se hubiesen agotado los encargos, ya que todavía le quedaba trabajo acumulado para la jornada siguiente. La nueva ruta elegida para ver a los abuelos de Xanín, estaba resultando bien, al menos, de momento. Si a esto sumamos la hospitalidad de la familia Silva, era natural que Camilo se encontrara en el mejor de los mundos. A la tarea abundante que halló en el pueblo, había que añadir el formidable acomodo que se le brindaba: desayuno copioso, con copa de aguardiente incluida; bocadillos al mediodía, servidos en La Tenencia; cena exquisita después del Rosario, y sobremesa con café y copa; alojamiento... y para completar el servicio, también lavandería... Y todo ello, como invitado de la casa, por mucho que intentara, sin conseguirlo, pagar alguna cosa. Aún encima, para superar la ya excelente situación, disfrutaba de una compañía tan agradable que nunca la podría haber imaginado. Desde don Felipe hasta la pequeña Maruxa, eran todos ellos gente afectuosa, educada en extremo, alegre y simpática, generosa... Aunque trataba de rechazar algunas de sus desinteresadas atenciones -por temor a abusar-, nunca se lo consentían, y ante aquella insistencia familiar, no le quedaba otra opción que claudicar. Menos mal que para corresponder, no


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pensaba cobrarle su trabajo, cosa que tampoco estaba seguro de conseguir, porque don Felipe, antes de irse de viaje y en su presencia, había dado órdenes muy tajantes en ese sentido. Pero además de lo fructífero del trabajo, las muchas cortesías recibidas de “los Silva”, la inmejorable acogida del pueblo, el buen clima reinante -importante para un afilador, que acostumbra a trabajar al aire libre-, además de todo esto... estaba Pilar. Desde el primer momento en que la vio en el balcón de su casa, quedó prendado de la muchacha sin apenas darse cuenta, y aunque lo intentaba, no conseguía apartarla de sus pensamientos. Y cuanto más hablaba con ella, tanto más hechizado se quedaba. Su fresca alegría, siempre risueña y con gesto dulce, el trato afectuoso y educado, modales tan femeninos, conversación fácil y atinada... Lucía un peculiar encanto en su forma de ser que lo embelesaba, aún más que su propio atractivo físico, que no era poco. De tez morena, melena corta, ojos azules de mirada limpia, espigada, armoniosa figura en plena madurez... Camilo estaba cautivado con Pilar. Después del Santo Rosario, que se seguía rezando a la hora habitual aún en ausencia de don Felipe, después también de la sabrosa cena servida por Herminda, del café y de la copa, de la amena conversación... a alguien se le ocurrió, para rematar la velada, la idea de echar una partida de cartas. Camilo comentó, que los afiladores, cuando se encontraban en las posadas del camino, acostumbraban a matar las horas libres antes de la cena, jugando a la brisca o al tute... y ¿cómo no?, hablando en baralle-


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te, y evitando de esta forma, el ser comprendidos por los contrarios, que por lo general eran de otros gremios y latitudes. — Pues aquí en Bande también jugamos bastante, pero después de la comida o de la cena -comenta Elvira. — Nosotros no podemos jugar a esas horas, Elvira. Al mediodía, los afiladores comemos de bocadillo y con prisas -como sabéis-, y acto seguido, continuamos trabajando para aprovechar bien la luz del día. Así que por la noche, como hay que madrugar al día siguiente, nos acostamos enseguida, nada más acabada la cena. Nos levantamos todos los días, más o menos, una hora antes del amanecer. Se necesita llegar pronto al lugar de trabajo para poder disfrutar de la luz natural al máximo. Ten en cuenta, además, que en el invierno, a las seis de la tarde es de noche, y la jornada se hace excesivamente corta. Es entonces, a esas horas muertas de antes de la cena, cuando jugamos a las cartas. Nunca a otra hora. Para un afilador, lo primero a considerar es su trabajo, y por lo tanto, debe cuidarse de empezar la jornada en perfecto estado, y a la hora conveniente. Este criterio prevalece por encima de las amistades, las comidas y los pasatiempos. — Entonces en Bande te estamos damos muy mala vida. Ayer, eran más de las once cuando nos retiramos a descansar, y hoy, ya veremos a qué hora te acuestas. — Lo que me dais en Bande es demasiada buena vida. Me tentáis con tantos agasajos y con


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vuestra animada compañía. Estoy cogiendo malas costumbres, ¡ya lo creo!... y lo peor, es que cuando me vaya, las voy a echar mucho de menos... Bueno, ¡vamos allá! — ¡Eh, eh! ¡Un momento! ¿Y qué es eso del barallete? — ¿No sabéis lo que es el barallete? Es el idioma de los afiladores. Aunque nos veáis con aspecto de brutos e ignorantes, tenemos nuestra propia lengua, y la venimos hablando desde hace más de un siglo. — Eso es mentira, Camilo. No te lo creemos –le dicen las hermanas, mirándose entre sí, y confirmando sus dudas. — ¡Ah! ¡No lo creeis!... ¿Sabeis lo que cenamos hoy? “Oreto, longaño con patoas e amece moro”*... ¿Y a que vamos a jugar? “O largaño de todato”*… Vosotras sois unas “belenas”*, yo soy un “naceiro”*, Pilar va a ser una “sabanta”*, noviembre es el mes de las “maragotas”*... y el otro día, en Ourense, “O belva trenou ao naceiro por melador”*... ¿Entendéis algo? -les pregunta finalmente, riéndose a carcajadas. Las muchachas se quedaron tan asombradas, mirándose unas a otras, sin dar crédito a lo que estaban oyendo... que parecía que hubiesen perdido el habla, sólo se reían. *”Oreto, longaño con patoas e amece moro.” Del barallete. “Caldo, chorizo con patatas y vino bueno.” *O largaño de todato. Del barallete. El juego de la brisca. *Belenas. Del barallete. Mujeres. *Naceiro. Del barallete. Afilador. *Sabanta. Del barallete. Maestra. *Maragotas. Del barallete. Castañas. *“O belva trenou ao naceiro por melador”. Del barallete. “El guardia civil metió en la cárcel al afilador por ladrón.”


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Por fin, Camilo les explicó lo que querían decir aquellas palabras... — Y ¿cómo se dice Galicia?, “Galleira”; ¿Hombre?, “belén”; ¿Gallina?, “gulmarra”; ¿Beber?, “chiscar”; ¿Boca?, “garlea”; ¿Novia?, “amoranta”... — ¡Bueno! ¡Se acabó el barallete!...Yo hago pareja con Pilar -y acercándose a su oído, le descifró en secreto algunas palabras del barallete para utilizar en la brisca. El as de triunfo, “o largaño do chián”; la sota de triunfo, “a cigota do chián”; los oros, “os vivelos”; bastos, “fustes”; copas, “pinazas” y espadas, “faíñas”... — ¡Eh! ¡Cuidadito con hacer trampas! –avisan Digna y Consuelo al alimón, adivinando las intenciones de Camilo, mientras Pilar no cesaba de reír. Jugaron a la baraja más de una hora. Primero a la brisca, después al tute... Camilo pronunció palabras incomprensibles para la pareja rival, acompañadas de sus risotadas y las de Pilar, discutieron el juego con ardor, ambas parejas se acusaron de trampas, alternaron las victorias, y al final, el juego se quedó en tablas. Digna fue la primera en retirarse, le siguió Herminda, y el reloj empezó pronto a amenazar la sobremesa. Pero antes... — Camilo, ayer prometiste explicarnos el motivo de tu paso por Bande -le recuerda Pilar-. Ya sabemos que fue para conocernos, pero... seguro que será por algo más. ¿No sería para enseñarnos el barallete?


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<<… no veo a los abuelos desde que tenía ocho años -aclaraba Camilo como respuesta-. Después de tanto tiempo, seguro que ya ni me van a reconocer. Están muy viejecitos, y las tías que los cuidan, en su última carta, nos explicaban que perdían conocimiento de un día para otro. Ya hace cuatro años que murió mi padre, y mamá me insistía casi a diario que me acercase a Xanín a ver a los abuelos, antes de que falleciesen. ¡Por fin!, para cumplir su deseo, y el mío también, vengo a darles un fuerte abrazo, los saludos de mi madre, y tal vez el último beso, pues no parece que vayan a vivir mucho tiempo más. He tardado demasiado en venir a verlos, y eso, que siempre lo estaba deseando. Los abuelos nos quieren mucho, a pesar de habernos visto muy pocas veces en su vida. Escribían a menudo –ahora lo hacen las tías-, y mamá, al contestarles, les envía siempre fotografías de todos nosotros, que ya se cuida de hacer para ellos en los días de feria en Luintra. Los abuelos se conformaban con las noticias recibidas por carta, y cuando encontraban “propio”, no dejaban nunca de enviarnos algún juguete. Una muñeca, un oso de trapo, una cocinita de madera... para Carmeliña y para Xiana. Para mí, lo que más recuerdo, es una caja de soldados de plomo que me regalaron un día de Reyes... ¡Cuántas batallas y desfiles hice con aquellos preciosos soldaditos!... Y también una pelota, cuando ya era un poco mayor. Pero la verdad, es que Xanín queda muy a desmano de Valdovento. La pena es que esta vez, no hubieran venido conmigo mi madre y mis her-


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manas... ¡Y mi padre!, por supuesto. -y entristecía el gesto, asintiendo con la cabeza. Y ya de paso -continuó después de una pausa-, también quiero cumplir un viejo anhelo que tengo desde niño: ir a Vigo y poder ver el mar, del que tanto me habló mi bisabuelo Olegario. >> — Pero, ¿no conoces el mar?... -preguntan, incrédulas, las hermanas-. ¿Ni nunca has estado en Vigo?... Es una gran ciudad, con una ría de una belleza incomparable. El mar es lo más hermoso que se pueda contemplar. Los que somos del interior nunca nos cansamos de admirarlo. — Pues yo, ni estuve nunca en Vigo, ni conozco el mar más que de verlo en las fotografías de los periódicos. No tuve la oportunidad, y eso que me hablaron del mar desde muy pequeño. <<Ya os decía ayer, que mi bisabuelo Olegario -continuó Camilo con el relato-, el afilador más famoso de todos los tiempos -¡lo repito de nuevo para que no lo olvidéis!-, me contó infinidad de aventuras que le pasaron con el mar como testigo. “Es lo más bello que hay en este mundo”, repetía constantemente. Me explicaba, con asombro, que cambiaba de color a cada instante. “Es de un color azul brillante, aunque unas veces más intenso que otras, y algunos días, también toma un tono verde cristalino. Con el mal tiempo se torna en gris claro, incluso gris oscuro, casi negro... Tiene un color distinto cada día. ¡Es una belleza, Camilo!”, me contaba admirado. El bisabuelo había estado en Vigo en varias ocasiones, despidiendo a familiares que emigraban


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a América. Y cada vez que lo hacía, se quedaba con el hormiguillo en el cuerpo, de que él también debería marcharse a conocer aquel mundo del otro lado del mar. Pensaba -después se convenció de ello-, que tendría que ser una experiencia formidable, llena de misterios y aventuras. Ya había recorrido más de media España, desde Galicia hasta Cataluña, desde el País Vasco hasta Andalucía... incluso anduvo con su rueda por Portugal. La tentación de irse, le iba creciendo poco a poco, y llegó a ser tan fuerte, que al morir la bisabuela -inesperadamente, con menos de sesenta años-, y ya sin tener que contar con nadie a quién dar explicaciones, se decidió. Y entre las penas que debía curar por la falta de su compañera, y la ilusión que traía de antiguo, un día, el 20 de septiembre de 1902 -no se olvidaba nunca de la fechase embarcó para Buenos Aires. Con su tarazana a cuestas, allá se fue a las Américas en busca de aventuras, y para cumplir su viejo anhelo. Durante la travesía, de más de veinticinco días de navegación, con escalas en Pernambuco, Bahía, Río de Janeiro y Montevideo, antes del destino final, Buenos Aires, el bisabuelo, como ya os conté, no dejó ni un sólo día de trabajar. Entre otras sensaciones recibidas en esos días de viaje, me relataba con especial énfasis, la fuerte impresión que le seguía causado el mar. “El mar es tan inmenso, que desde el barco, una vez pasadas las Islas Cíes, mires a dónde mires, no se acaba nunca.” Y me explicaba, emocionado, que unos días estaba liso, tranquilo, adormecido... y que al cabo de unas horas, se ponía embravecido


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de tal manera, que las olas atravesaban la cubierta del trasatlántico de un lado a otro, barriéndolo todo. La tripulación y los viajeros tenían que desaparecer de inmediato, resguadarse en el interior, y no osar salir para nada hasta bien calmada la mar. A todas estas, aclaraba, que el “Araguaya” era un barco de los más gigantescos. >> — ¿Vosotras conocéis bien el mar? -pregunta Camilo. — Sí, claro que lo conocemos. Papá nos lleva a Vigo todos los veranos en el mes de agosto. Estamos quince días en un pequeño hotel en la Alameda, muy cerca de su almacén. Vamos a la Playa de San Sebastián por las mañanas, y por las tardes, hacemos excursiones por los alrededores. Vigo es una ciudad fantástica, te va a encantar, y su ría es una maravilla. — ¿Y viajasteis en barco? — Fuimos varias veces hasta Moaña, Cangas, Bueu... al otro lado de la ría, pero nunca salimos de las Islas Cíes. Si el mar está tranquilo, parece que te invita a seguir adelante, hasta el infinito, con ese brillo embaucador... Pero cuando está bravo, te impresiona, te impone mucho respeto, incluso miedo... y te da la sensación de que puede engullirte rápidamente como te adentres en el. — Pues yo sueño con ir a Buenos Aires algún día, como mi bisabuelo Olegario... Y Vigo, ¿está muy lejos de aquí? ¿Cuántos días voy a tardar en llegar? — Si coges el tren en Barbantes o en Ribadavia, llegas en una tarde. Claro que, si vas ha-


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ciendo la ruta para trabajar, y paras en cada pueblo, te puede llevar quince días. — ¿Y encontraré trabajo en los pueblos? Para mí es lo más importante. Si tardo algunos días en conocer el mar, no pasa nada. Ya llevo veinte años esperando para conocerlo. ¿Y qué camino debo tomar? — Lo primero, ir a ver a tus abuelos a Xanín. Después podrías acercarte a O Carballiño, a la feria del lunes, y seguro que encuentras clientela de sobra. Luego, coges el coche de línea, y bajas hasta Ribadavia, al mercado del jueves. Desde allí, y ya en tren, pasas por muchos pueblos dónde podrías trabajar: A Cañiza, Ponteareas, Guillarey, Porriño, Redondela, Chapela... Por último, llegas a Vigo... y al mar. Y una vez en esa enorme urbe, tendrás todo el trabajo que quieras. Es una población enorme, en continuo crecimiento, y con una actividad frenética. — Me parece un plan perfecto. Os voy a hacer caso. Lo que ocurre, es que, aunque haya tarea para meses, el primero de noviembre tengo que estar en casa de vuelta. Es el funeral por mi padre, y en esa fecha debo acompañar a mi madre y a mis hermanas. Don Felipe llegó a tiempo a Bande, para entregarle a Camilo la bolsa de comida que su madre le había preparado. También le traía muchos besos de su parte, un ciento de ellos de Xiana, y Carmeliña dijo que ella le enviaba mil. Ya de paso, le comentó que tenía una madre encantadora. Había disfrutado por dos veces de su


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invitación a comer -“…junto a tus hermanas: Carmeliña, ¡qué graciosa!... y Xiana, ¡qué lista!”-, y pasaron unas veladas tan agradables, que ambos se prometieron repetir el encuentro cuando hubiera oportunidad. — La invité a venir por Bande, y acompañarla a visitar a la familia de Xanín. De manera, que si tú no la traes pronto por aquí, cualquier día la voy a buscar a Valdovento, y me acerco con ella a ver a los abuelos. Tuvo que reconocer que desde la muerte de tu padre, no había salido nunca del pueblo. Pero se mostró animada para hacerlo en cualquier momento... Por cierto, tu madre es una mujer muy guapa. El martes, que llegué sin previo aviso a cumplir tu encargo, volvía sudorosa del campo, polvorienta, despeinada... y aún así, ya me lo pareció. Pero al día siguiente, cuando regresé de vuelta de Castro Caldelas, me recibió toda arreglada, con un vestido gris perla, zapatos de charol, collar de perlas... Me dejó impresionado. Estaba, además de bella, elegantísima. — ¡No me diga que se sacó el luto! -interrumpe Camilo asombrado-. Es la primera vez desde la muerte de papá. ¡Y ya han pasado, nada menos, que cuatro años! Don Felipe, lo debió hacer en su honor. Es usted un milagreiro. — Pues estaba imponente, Camilo. Me pareció otra mujer distinta a la del día anterior. Por suerte, creo que se quedaba con el ánimo muy mejorado, e incluso, dispuesta a salir y a alegrar su vida. Tu madre es una gran persona y os quiere con pasión, sobre todo a ti, Camilo, que te echa


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mucho de menos durante tus largas temporadas de afilador. Cuando le di noticias tuyas, y le comente que me habías causado una buena impresión... sus ojos le brillaban como luceros, de tanta satisfacción... Es en lo único en que piensa, en sus hijos. ¡Cuídala mucho! — Ya lo hago, don Felipe. Al día siguiente, al amanecer, Camilo cogía su tarazana, y se ponía en marcha, camino de Xanín. En el momento de despedirse, sintió una repentina emoción que hubo de contener. Se le atascaban las palabras, y no acertaba a expresar como quisiera, su agradecimiento a aquella buena familia, a la que ya veneraba. Le desearon un buen viaje, suerte con el trabajo, y le hicieron prometer que volvería pronto a visitarlos. Pilar lo acompañó hasta La Tenencia. Caminaron a paso lento por la carretera, en silencio, como intentando impedir, sin declararlo, la inevitable separación. Al poco rato de salir de casa, Camilo busca el chifre en el bolsillo de su chaqueta, y a su paso por el camino, hace sonar por el pueblo su estridente asubío, en un adiós amable y agradecido a unas gentes que tan bien lo había tratado. Muchos vecinos se asomaron a las ventanas, y le respondieron el saludo con afecto. Pilar, que observaba atenta a su lado, se dio cuenta del bonito gesto, y sonrió con agrado. Al rebasar las últimas casas, donde el pueblo ya se acaba, se detienen, se miran de frente a los ojos, una vez más, sin decirse nada... y continúan el


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camino, ahora, aún con mayor lentitud. Llegan al Cruceiro, Camilo se para, le coge las manos, y pregunta: — ¿Cuándo nos vamos a ver de nuevo?


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Los montes de Valdovento


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V. La familia de Xanín En su visita a Xanín, Camilo se encontró a los abuelos más ancianos de lo que esperaba, y lo que era peor, muy enfermos y sin apenas sentido común. Por supuesto que no lo reconocieron, y tampoco estaba seguro de que llegaran a comprender bien las explicaciones que les dio, a pesar de la insistente ayuda de las dos hijas que vivían con ellos. Con sus tías, Eugenia y Amparo, solteras y toda la vida en aquella casa, Camilo mantuvo conversaciones largas y densas, ampliándoles las noticias -enviadas por carta en su día- del fallecimiento de su padre, del disgusto familiar, y de su sentida ausencia en el hogar. <<De un día para otro, tuve que suplir a mi padre en todo. Mamá quedó tan destrozada, que se olvidó de llevar la casa hasta en los detalles más insignificantes. Estaba ensimismada por completo con aquella dolorosa perdida, y no dejaba de llorar. Andaba como atontada por la casa, dando vueltas de un lado al otro sin parar. Otras veces permanecía todo el día sentada en un sillón, sin decir palabra... Parecía que el mundo se hubiera acabado para ella de repente... Sufrió un golpe tan tremendo, que yo temí durante casi un año que se volviera loca. De hecho, ya lo estaba a medias. En muchas ocasiones ni se acordaba de sus tres hijos para nada... En otras, mantenía conversaciones con mi padre, como si estuviera allí, y le daba toda


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clase de recomendaciones: “Antón, antes de marchar... Antón, cuando vuelvas... cuídate mucho... echa al correo la carta de Xanín...” Poco a poco, con el cuidado y el cariño de las niñas, de la abuela, de los familiares del pueblo, de los vecinos... fue saliendo de aquella delicada situación, recuperó el tino, y volvió a sus habituales quehaceres. De todas formas, aún se le aprecia una permanente y profunda tristeza, y durante mucho tiempo, incluso dio la impresión de haberse olvidado de sonreír. Tan sólo, de vez en cuando, las dos pequeñas le hacían recuperar la risa con sus chiquillerías. ¡Con la alegría que mamá siempre llevaba con ella! De manera, que a partir de ahí, tuve que asumir la dirección de la casa, atender a mis hermanas, preocuparme de las labores del campo, del cuidado del ganado... y lo que es más importante, levantar el ánimo de mi madre, misión que resulta, aún hoy en día, bastante difícil. Y ahora, a mediados de septiembre y pasada la vendimia, siguiendo las antiguas costumbres de las gentes de mi tierra, yo salgo también a hacer la campaña de afilador por el mundo. Esta vez, elegí una ruta poco habitual, “A ruta dos avós” la llamo, con la finalidad primordial de venir a visitaros. De paso me busco trabajo por el camino, pero lo más importante del viaje, era eso, acercarme a Xanín, y estar con vosotros unos días. Después, continuaré hasta Vigo, para conocer el mar por primera vez. Aquel mar del bisabuelo Olegario, del que tanto me habló, y “la hermosa ría viguesa”, según decía él, en dónde se embarcó en el trasa-


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tlántico "Araguaya" con destino a Buenos Aires. Por eso le llamo así, “A ruta dos avós”, por los de Xanín y por él de Valdovento. >> A sus preguntas, les informó que el bisabuelo de Valdovento había fallecido hacía poco tiempo, a la edad de noventa y cuatro años. Unos meses antes, aún andaba con su tarazana por los mercadillos de los pueblos cercanos. — La abuela Daría, en cambio, se conserva bien. Ya se acerca a los ochenta, y todavía sigue encargándose del “puchero” de la casa. Desde el fallecimiento del abuelo Modesto, vive con el tío Benito. Hablaron también de su hermana Xiana, que acababa de cumplir once años, de su temprana madurez, y de lo mucho que ya ayudaba en las labores de la casa. Les contaba Camilo, que era una niña responsable, cariñosa, inteligente, estudiante des tacada según decía la maestra... Xiana repetía a menudo, que de mayor quería ser enfermera, o maestra, u oficinista, de esas que escriben a máquina... Parece que hereda de padre el rechazo a las labores del campo, y está claro que no quiere seguir los mismos pasos de su madre, sus tías, sus primas, sus vecinas... — Si es lista para estudiar, capaz de conseguirlo, y eso es lo que quiere, estaría muy bien esa decisión. Yo le apoyaría -comenta Amparo-. ¿Por qué todas las mujeres tenemos que seguir con la misma forma de vida que nuestros antepasados? Los chicos ya van cambiando las costumbres, pero


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nosotras permanecemos ancladas en lo de siempre. Ya es hora de que esto cambie. Y también les contó Camilo, lo guapiña que estaba Xiana, y lo buena moza que iba a ser. “Saldrá a su madre”, pensaron las tías en voz alta. — ¿Y Carmeliña, la pequeña? –preguntaron. — Ya tiene ocho años. Es muy lista y revoltosa. En la escuela participa en toda cuanta actividad organiza doña Encarna, la maestra: forma parte del grupo de baile gallego; hizo de Virgen en el último Nacimiento que representaron en Navidad; ganó el tercer premio del reciente concurso de pintura organizado por el Concello; se disfrazó de Caperucita en Carnavales... No se pierde una, es muy graciosa... y también es la que consuela más a mi madre con sus gracias y sus mimos. Les prometió que antes de finalizar el año, vendría con su madre y con las niñas a hacerles una nueva visita. Aquellas noches, durmió en la habitación que fuera de su padre. Las tías le enseñaron fotografías de cuando era niño, y le fueron relatando muchas anécdotas de su niñez. Recorrió la aldea de un lado a otro, y aunque ya habían pasado más de veinticinco años desde la marcha de Antón a Os Peares, Xanín, según sus tías, se conservaba exactamente igual, tan sólo con las casas un poco más viejas, y con notables bajas en el número de vecinos: unos, por fallecimiento; otros, muertos en la Guerra Civil, como su pa-


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dre; y sobre todo, por la permanente emigración de los jóvenes, algunos a América, otros a Centro-Europa, y la mayoría, a las grandes capitales gallegas. Al pasar por un sendero del campo, se cruzaron con una vecina, Eudosia, de mediana edad, tosca de aspecto, y mujer muy parlanchina por lo que se veía. Hablando a gritos, saludó a las tías, y nada más ver a Camilo, exclamó con asombro: — ¡É mismiño o Antón, “caghado e mexado”! Paseó por la finca de la familia, por las huertas, curioseó en las cuadras, por la bodega, y le dijeron, una vez más, que su padre no había querido ser labriego. Le contaron de Antón, que su joven carácter inquieto lo llevó muy pronto fuera de la aldea, en busca de lugares distintos y de otra forma de vida. Le gustaron siempre las novedades, los cambios de trabajo, conocer a gente diferente, recorrer mundo...y que por eso se escapó muy pronto de la rutina del campo y del pueblo. Por ese mismo afán de aventura, aceptó enseguida el duro trabajo en Os Peares que le propuso el jefe de su empresa. La construcción de aquella formidable presa suponía un reto para él muy tentador. Debía trasladarse a vivir en plena montaña, en unos barracones especialmente preparados para los trabajadores, ubicados justo a pie de obra, y a varios kilómetros del pueblecito más cercano. El radical cambio de forma de vida, y la espectacular obra de ingeniería que le aguardaba, fueron razones más que suficientes para que aceptase la propuesta sin pensárselo dos veces.


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En aquel momento, por esta zona próxima a Xanín, tenía empleo de sobra en la construcción de carreteras y caminos, trabajo que ya conocía muy bien después de varios años en ello. No necesitaba para nada el cambio, pero la tentación de lo nuevo pudo otra vez con él, y acabó llevándolo lejos de la casa paterna. “Y allí conoció a tu madre, como ya sabes seguían contándole las tías-. Carmiña, fue la única persona, lo único en su vida, que lo retuvo estable en un sitio.” Después, ya finalizadas para él las obras de la presa, vino la boda, llegaron los hijos, y mientras tanto, siguiendo la tradición familiar de Valdovento, aprendió el oficio de afilador. Como era normal en él, se adaptó enseguida al nuevo oficio... y por supuesto, con el ánimo bien dispuesto para caminar por el mundo y seguir viviendo aventuras. — Y el resto, Camilo, ya lo conoces tú bien. Nunca quiso volver a Xanín, ni venir a vivir por aquí cerca. Los abuelos, aunque aceptaron resignados su decisión, siempre lamentaron verlo tan poco durante todos estos años, tanto a él como a tu madre, y como a vosotros, los nietos. — Sin embargo -interrumpe Camilo con prontitud-, podéis estar seguras de que papá jamás se olvidó de sus padres, ni de vosotras, ni de esta casa. Siempre nos habló de Xanín con pasión, y ahora, aquí presente, me parece conocerlo todo de antes, de mucho antes. Y no es por otra causa, que por los largos relatos que él me hacía de su aldea, de sus padres, de sus hermanas, de la casa... Las


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andanzas por el prado con O Troulo, el perro mastín que le ayudaba a cuidar las ovejas; los baños en el río durante el verano; su etapa de monaguillo con don Anselmo; las dos vacas, a Pinta e a Moucha, que las llevaba a pastar; las fiestas del pueblo, con las bandas de música y los gaiteros; la vendimia... Y por cierto, ¿qué pasó con O Troulo? Algo me contó papá... Pero no me acuerdo bien. — Sí, es verdad. O Troulo tuvo una curiosa historia de amor, y tan humana, que podría sucederle a cualquier persona. <<Pues ocurrió, que después de toda su vida en nuestra casa, O Troulo, un buen día, nos abandonó. En sus últimos tiempos con nosotros, observábamos que todas las tardes desaparecía, y siempre creímos que estaría por la huerta, o por el monte... con alguno de los de casa. Hasta que nos dimos cuenta de que nadie sabía de su paradero. Al atardecer, regresaba siempre mojado, con su piel negra brillante por la humedad, y con evidentes síntomas de cansancio. Se recostaba al pie de la lareira, y al poco rato, se dormía. Intrigados con el comportamiento del perro, una tarde, el abuelo lo siguió. O Troulo atravesó el pueblo con paso apurado, cruzó a nado el río por su parte más estrecha, y se perdió por la otra orilla corriendo monte arriba. El abuelo lo buscó con la vista entre los árboles, y enseguida oyó unos ladridos desconocidos en la lejanía, contestados de inmediato por los de O Troulo... ¡Por fin se descubrió lo que pasaba! O Troulo se había echado novia. Una perra blanca


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preciosa, de raza “collie”, con pelo largo y sedoso, de andares majestuosos, parecía una perra princesa salida de algún cuento. Todos los días, a media tarde, se citaban delante de la casa de ella, la de los Moreira, y luego, desaparecían por la arboleda cercana. Un lluvioso día de otoño no regresó de su visita amorosa. Estuvimos varias noches esperando su vuelta, y llenos de tristeza por no saber nada de O Troulo. Indagamos por la aldea, y Merceditas Moreira pronto nos aclaró la ausencia: se había quedado en su finca con Linda, su hermosa perra, y por más que lo había intentado, no consiguió que volviera a nuestra casa. Al fin, una tarde, aparece nervioso por la huerta, moviendo el rabo sin parar. Subió rápido las escaleras, lo recibimos jubilosos prodigándole toda clase de caricias, busca inquieto al abuelo, le suplica sus caricias con el morro, y ya tranquilo, como perdonado, se acostó a sus pies. Al cabo de una hora, más o menos, se levanta, se acerca a cada uno de nosotros en busca del mimo de despedida... y ya entonces, se va lentamente por la escaleras. Su novia, Linda, lo esperaba acostada en la puerta de casa. Durante cerca de un año, acudió diariamente y puntual a su visita, repitiendo con exactitud, una vez tras otra, la misma ceremonia del primer día. Subía nervioso por las escaleras, se acercaba a todos ordenadamente, restregaba su hocico en nuestras piernas, y acababa tumbado a los pies del


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abuelo, o lo seguía a dónde fuera... Y siempre Linda lo esperaba en la puerta pacientemente. Un buen día dejó de venir... y al siguiente... y al otro... O Troulo se había muerto. Nos contó Merceditas, que Linda quedó sumida en una honda tristeza, y que diariamente, se pasaba horas y horas recostada al pie del lugar dónde estaba enterrado. >> Al despedirse con emoción de la familia de Xanín, en una mezcla de pena y alegría, las tías le recordaron su promesa de volver pronto, y de llegar acompañado de su madre y de sus hermanas en esa próxima visita. Le dieron de plazo hasta las Navidades, y Camilo aceptó. Y manteniendo las arraigadas costumbres de las gentes del campo, en el momento de la partida, le aguardaba una bolsa repleta de comida: chorizos, jamón, tocino, empanada, pan, bica, manzanas, peras... Pesaban los alimentos más que su tarazana. “Para el viaje, Camilo”, le dijeron las tías con cariño. Entre la bolsa de comida de Xanín, y la de Valdovento que le había enviado su madre a través de don Felipe, podía tener alimento para un mes. Lo de comer, en las aldeas, es asunto de la mayor importancia, aunque después no se tenga un real para comprar un par de botas... ¡Y Dios mío, lo que pesaba la rueda!...


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Después de aquella entrañable estancia en la aldea paterna, y tras la emotiva despedida, se trasladó a O Carballiño para acudir a la feria del jueves. Al llegar al frondoso parque donde se celebraba la feria, quedó asombrado del formidable ambiente que allí se vivía. Llevaba pocas campañas como afilador, y en busca de trabajo, había asistido a todo cuanto mercadillo encontraba en su camino. Por Galicia, por Asturias, por Castilla, por La Rioja... y en ninguna parte vio tanta animación, tanta gente, tanto bullicio, tanto mercadeo... Se podría encontrar en el parque todo cuanto uno fuese capaz de imaginar. Campesinos, ganaderos, capadores, barquilleiros, bodegueros, pescantinas, comerciantes, quincalleiros... hasta había gitanos, con una cabra amaestrada subida a una escalera, y con gitanillas bailando al son de una trompeta y un acordeón... Pero lo que es afiladores, ni uno más, tan sólo él. Se compraba y vendía de todo: vacas, ovejas, cabras, cerdos, caballos... legumbres, hortalizas, fruta... ropa, calzado... bebidas milagrosas que curaban cualquier mal, ungüentos para la piel... mantequillas, quesos, castañas, nueces... estampas de santos, escapularios, crucifijos, rosarios, figuras de la Virgen... pendientes, collares, sortijas... pipas y boquillas para los fumadores... rosquillas, bicas, roscones... Una gitana echaba las cartas sobre una banqueta, y leía el porvenir... Un hombre, con mal aspecto, hacía un juego de naipes sobre la mesa, dejándose perder al principio, hasta que subía la


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apuesta... Un ciego, con un perro gigante a sus pies, cantaba una siniestra canción al compás de un violín, y la gente hacía coro a su alrededor... — ¡Eh, guapo! ¡Morenazo! ¡Ven “paca”! Hacemos un trato: tú me afilas los cuchillos, y mientras... yo te echo las cartas y te leo el porvenir. Camilo no se pudo negar a la propuesta a gritos de la gitana. << Veo una muchacha en tu vida... guapa moza… -y se paraba a cada carta, en éxtasis, con las manos en alto, los ojos entornados- buenas carnes... salerosa y alegre como las castañuelas de mi niña... La conociste hace poco... ya os queréis... ¡Uy moreno, veo un peligro! Hay un muro alto entre los dos... una escalera apoyada con peldaños rotos... Largas ausencias... ¡Veo viajes! ¡Muchos viajes!... ¡Y por mi madre que en paz descanse! exclama la gitana, santiguándose tres veces-. ¿Qué es el agua que veo en la puta de copas?... ¡Que Dios me maldiga si me equivoco! ¡Lo juro por mis hijos que parece el mar! ¡Un mar inmenso!... Estos oros son dinero, harás fortuna... Pasó el tiempo, eres hombre maduro... Veo el amor por el aire... llega volando... sobre un pájaro grande... Hay mucha fiesta, veo unos novios... >> — ¿Acabaste, moreno? -pregunta la gitana de repente, interrumpiendo la lectura- ¡Pues ala, qué tengas muchos churumbeles! -y recogiendo los cuchillos que le entregaba el afilador, lo despidió sin más. Camilo se marchó riendo... pero...


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Luego pasó por los puestos de pulpo, cubiertos por toldos blancos, y con sus mesas y bancos de tablones completamente abarrotados de comensales. No paraban de servir raciones en unos platos de madera, siempre acompañadas de sus correspondientes jarras y cuncas de loza blanca, con vino del ribeiro a rebosar, blanco o tinto... Camilo andaba medio alelado por la feria, de un lado al otro, contemplándolo todo con curiosidad... y olvidándose de la tarea. Si ¡al fin!, empezó a trabajar, fue por las pulpeiras que lo requirieron con urgencia para afilar sus tijeras de cortar el pulpo... Y a partir de ahí, no paró en el resto del día. Doña Silda, que vendía chorizos y jamones en la feria, le alquiló una habitación durante aquellos días. Su casa estaba situada en el centro del pueblo, en la pequeña plaza de delante del Mercado, y allí se instaló con su rueda a la mañana siguiente, a un lado de la fuente. Se mantuvo recibiendo encargos hasta el domingo, y por la tarde, a última hora, una vez finalizada la tarea, decidió marcharse y bajar en el coche de línea a Ribadavia. Al asistir al mercado del lunes, pudo comprobar que la animación no era inferior a la que había vivido en O Carballiño. También aquí encontró trabajo abundante y productivo, pero eso sí, tuvo que seguir soportando el acostumbrado regateo de las gentes de estas tierras, aunque en previsión, ya se cuidó de subir un poco la tarifa para equilibrar la situación. Por Castilla, por La Rioja, por el País Vasco... la gente no regateaba. Era el afilador, el


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que tenía que afinar el precio al máximo, para que los paisanos no lo rechazasen de primeras. Lo que observó Camilo en esta feria, que la hacía bastante diferente a la de O Carballiño, fue la abundancia de artesanos de los más dispares oficios: carpinteros, ofreciendo toda clase de pequeños muebles, y brindándose para hacerlos por encargo a la medida; hojalateros, con variados utensilios de cocina a la venta; joyeros, con un extenso surtido de collares, pulseras, anillos, relojes...; cesteiros, que vendían cestas de todos los tamaños y formas, y las hacían en el acto al gusto del cliente; libreros, vendiendo Biblias, Catecismos y demás libros religiosos; artesanos de la piel, exponiendo cinturones, carteras de varios tamaños, zurrones, maletines...; zapateros, que tanto presentaban zapatos para bodas, como botas para el campo; pintores, con sus obras colgadas en las paredes del puesto, y que también dibujaban retratos al momento... Además del trasiego normal de todos estos productos, a Camilo le sorprendió la enorme cantidad de acuerdos que se realizaban en la feria. Presenció cómo los paisanos se citaban en sus casas con carpinteros, para encargarle diversidad de muebles a la medida; como los zapateros tomaban las medidas del pie “in situ”, y previo un adelanto, fijaban el plazo de entrega; como los marroquineros recibían encargos especiales de correajes para las mulas y los bueyes... e incluso, el de un ganadero, que solicitaba una silla de montar a caballo; como el único sastre que había en la feria, tomaba medidas para varios trajes de novios... y a un cura para una


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sotana; hasta uno de los pintores quedaba con un matrimonio mayor en pasar por su casa con urgencia -“Antes de que me muera”, le dijo el hombre-, para realizar un retrato de familia, al parecer de más de treinta componentes... Más tarde, le contaron a Camilo que una colonia judía asentada en Ribadavia hacía varios siglos, había dejado aquel sedimento en el pueblo y en toda la comarca. Con el paso de los años, los judíos se fueron mezclando con los nativos, y la colonia cómo tal, se acabó diluyendo paulatinamente hasta desaparecer. Pero la mayoría de los oficios que trajeron en su día, se fueron conservando, generación tras generación, y todavía hoy, permanecían muy vivos en la actividad de la zona. A la mañana siguiente, Camilo, desdeñando posibles trabajos que a buen seguro le iban a surgir, pero ya impaciente por llegar a su destino final, cogió un tren directo a Vigo. Dejaba a un lado la idea de apearse en aquellos pueblos intermedios que le habían recomendado en Bande. Al dirigirse a la estación, pasó delante de un taller de ataúdes. Los judíos, al parecer, también se morían... “¡Aquí, sí que se hacen buenos trajes!”, y se sonrió de su propio chiste.


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Costas de Baiona, donde el Atlántico bate con fuerza.


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VI. El mar de su bisabuelo — ¡Rapaz! ¿No querías conocer el mar? Ahí lo tienes. Nada más salir de Ribadavia, Camilo se arrimó a una ventanilla del tren, y allí se mantuvo a lo largo del viaje contemplando ensimismado el paisaje. De pie en el pasillo, lo observaba todo con atención, sin pestañear: el discurrir armonioso del río Miño, los viñedos alineados en el campo, los montes cercanos llenos de pinos, los maizales, las vacas y ovejas pastando en los prados, Portugal -le dijeron- a la otra orilla del río, el continuo subir y bajar del terreno, las estaciones del recorrido... y los numerosos pueblos que se cruzaron en el camino. Le gustaba lo que veía, una tierra muy semejante a la suya, con los mismos colores, los mismos campos y animales, parecidas arboledas, también con un río imponente, montañas no tan enormes... Pero lugares, en cambio, más recogidos, acogedores, tranquilos... a diferencia de los de Valdovento, perdidos en su inmensidad, y a veces, por ello, desapacibles. A lo largo del recorrido, pasaban por rincones que hasta rezumaban hospitalidad, como insinuándose para que te quedases en ellos... Cientos de casas, diseminadas por todo el paisaje, confirmaban la bondad de estas tierras para habitarlas. Camilo, desde la ventanilla abierta, con la fresca brisa de la marcha en el rostro, analizaba con curiosidad las sustanciales diferencias. En todo caso


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-opinaba sin dudar-, ambas tierras contenían una belleza formidable. Mientras meditaba en ello, disfrutando del viaje con el singular paisaje... distinto en cada recodo... comparándolo con el suyo... hermoso aquí, mejor allá... haciéndose mil preguntas... en el fondo, sólo se planteaba esas conjeturas para distraer su impaciencia por la aparición del mar. Escudriñaba el horizonte a un lado y a otro, buscando inquieto entre el hueco de las montañas, y expectante en cada estación... — Al llegar a Redondela -le había informado el revisor-, te encontrarás de frente con ella, con la Ría de Vigo, la más hermosa del mundo. Y allá en el fondo, a lo lejos, en la entrada de la ría, verás las Islas Cíes, dónde vivían los dioses antiguos, según la leyenda; y donde, tan sólo hace tres siglos, se detenían a descansar los piratas del capitán Drake. ¡Ya te contaré! Y así fue… La Cañiza, Guillarey, Porriño... “Es la próxima”, le gritó el revisor desde el fondo del pasillo. Tensó su atención, y al cruzar el puente de hierro que pasa sobre el pueblo... ¡se empezó a ver el mar! El mar del bisabuelo Olegario, el que tanto admiraba, el de los mil colores, el que atravesó en barco en busca de aventuras, el que lo llevó a Buenos Aires... Camilo abrió los ojos hechizado, intentando abarcarlo todo, con prisas, como queriendo en un sólo instante absorber su contenido, y revivir, cuanto antes, las míticas historias del bisabuelo... Sus cinco sentidos trataban con urgencia


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de aclarar, el interrogante que el mar había mantenido sin respuesta durante sus veinte años de vida... Y tal como le habían anunciado, vio a lo lejos, en el remate del horizonte, las famosas Islas Cíes, aquel incomparable paraíso natural del que sólo relatan maravillas. Al rebasarlas en barco, contaba el bisabuelo, se llegaba a un mar infinito que conducía a América después de una larga travesía. <<Esta zona por la que pasamos ahora mismo, es el fondo de la Ría de Vigo. Esa es la playa de Cesantes, y a escasos metros, la Isla de San Simón -le explica el viejo revisor-, tan bella, como puedes ver, como misteriosa y maldita. En siglos pasados fue un lazareto de leprosos, donde los abandonaban en un triste aislamiento, y allí permanecían separados del resto del mundo para evitar contagios. La lepra era por entonces una enfermedad mortal, incurable, y de fácil contagio con el contacto físico. Más adelante, en 1702, ya vacía de leprosos pero abandonada a su maldición, fue refugio y escondite de cientos de soldados españoles, náufragos en la gran batalla que se libró en esta ensenada. Los marineros ingleses, vencedores en la contienda, la incendiaron por completo antes de partir. Y si la historia de la isla ya fue patética en el pasado, en el presente no es mucho mejor. Durante nuestra reciente Guerra Civil, y aún ahora, sirve de cárcel para numerosos presos políticos, muchos de ellos -hace bien poco- fusilados y tirados al mar sin más contemplaciones. >>


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<<La gente de la zona, al pasar por aquí, suele guardar un respetuoso silencio, y al contemplarla, con esa tristeza que se adivina en ella, no puede evitar el recuerdo tan macabro que rodea este bello lugar. Tremendas historias ocurridas en el tiempo, contadas y pasadas de generación en generación... Hasta las que vivimos hoy en día, que todo el mundo silencia. >> Camilo escuchaba atónito las explicaciones del revisor, al que unos viajeros jóvenes le llamaron con cariño “el abuelo Nando”. — Es la persona que mejor conoce la historia de la Ría de Vigo -le aclara uno de aquellos muchachos al oído-. Vive ahí, cerca de la playa de Cesantes, y jura y perjura, que todos los sucesos que nos cuenta son verdaderos. Dice que sus tatarabuelos, hace un par de siglos, fueron testigos de muchos hechos importantes que aquí ocurrieron. El relato de lo sucedido se fue pasando de padres a hijos a través de los años. Así se han conservado, y por eso él los conoce tan bien. — ¡Abuelo Nando! –le anima otro de los chicos- Ahora, supongo que le contarás al muchacho la Batalla de Rande... y lo del tesoro. — ¡Uuuuy! Esa es una historia tan larga... que aún hoy en día está sin acabar... Te la contaré en otra ocasión, Camilo. En Vigo, paro bastante en el Bar Estación, aquí cerca, a cincuenta metros de la entrada. Suelo estar todas las tardes, sobre las siete, un par de horas antes de la salida del “exprés”. Si pasas por allí cualquier día, tomamos


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unas “tazas”, y te cuento la batalla. ¿A qué te dedicas? — Soy afilador y paragüero. — ¡No me digas! Pues no tienes pinta de afilador. Eres demasiado joven para ese oficio. Todos los que yo conozco, que por cierto son bastantes, te doblan... ¡qué digo!... te triplican la edad. Algunos puede que incluso más. El viejo Olegario viajó conmigo en el tren con más de noventa años... — ¿Olegario Ferreira? ¿De Valdovento? interrumpe Camilo- Era mi bisabuelo. — ¡Imposible! ¡No lo puedo creer! ¡Qué sorpresa me das, Camilo! ¡El biznieto de “Ole”! Yo lo conocí bastante. Tenía fama de ser el mejor afilador del mundo... Y honrado y buen hombre como ninguno. Era persona muy querida y respetada por todos sus compañeros, siempre dispuesto a ayudar, y a poner orden en las pequeñas disputas profesionales que surgían entre ellos. ¿Quién me iba a decir a mí, que un buen día me encontraría con su biznieto en el mismo tren? ¡Qué alegría, Camilo! ¡Dame un abrazo! -y “el abuelo Nando”, abriendo los brazos, lo estrechó con afecto-... ¿Y la rueda? — Viene facturada en el vagón de equipajes. Es la misma que usaba él. Y “abuelo”, aunque me vea tan joven, además de la rueda, también heredé sus conocimientos de este trabajo, que deben ser tan viejos como sus historias. El abuelo de mi bisabuelo Olegario ya era afilador... y mi abuelo... y mi padre. Ellos me enseñaron todo el arte del oficio.


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— ¡Estupendo! Pasa mañana por el bar, te traigo los paraguas de casa, mi navaja de afeitar, alguna cosa más... y mientras trabajas, yo te cuento lo de la Batalla de Rande. Camilo recogió la tarazana en el furgón de equipajes, aseguró los maletines en su sitio, y arrancó por el andén en busca del mar. “Siempre cuesta abajo hasta que des con el.”, le había indicado el “abuelo Nando”. A la salida de la estación, se dio cuenta que iba llamando la atención de la gente. Lo miraban sin disimulo, y era evidente que su presencia causaba cierta sorpresa. Camilo dedujo que los de su oficio no debían abundar por la zona. — ¡Chico! ¿Cuánto cobras por afilar unas tijeras y unos cuchillos? –le preguntó un maletero en el vestíbulo cuando ya salía. — Un real por pieza. — ¿Y una navaja barbera? — Una peseta. — Pues tengo bastante trabajo para ti... ¡Y doy por hecho que lo harás bien! –advirtió al verlo tan joven, en tono amenazante- ¿Vas a estar por aquí? — Mañana por la tarde, sobre las siete, pasaré a ver al “abuelo Nando” en el Bar Estación. Si quiere, vengo un poco antes, vemos lo que hay que afilar, y ya comprobará que conozco el oficio. ¿Le parece bien a las cinco? — De acuerdo... ¿También arreglas paraguas?


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— Se hace de todo, señor... ¡Menos milagros, eh! — ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Por qué el afilador no toca la flauta? — ¡Chissss! ¡Calla! ¡No grites! Y no es una flauta, nena. Es un chifre. Camilo, al oír a la niña, lo busca en el bolsillo de su chaqueta, lo acerca a la boca, y por primera vez en Vigo, asubía unas dulces notas en honor a la pequeña, que vergonzosa, pero sonriendo satisfecha, se esconde tras la falda de su madre. — ¡Alicia! ¡Dale las gracias al chico! — No hace falta, señora. Es un honor para mí que me pida que toque. Y de nuevo, acercándose a la niña, Camilo le dedica ahora las primeras notas de “La vaca lechera”… — ... ¡Tolón, tolón! ... ¡Tolón, tolón! –acompañan madre e hija al unísono al final de la estrofa. Se rieron los tres, la niña a carcajadas, mientras la gente, curiosa con el afilador y con su “concierto”, se había ido acercando. Y entre broma y broma, risa y risa, varias personas, igual que el “abuelo Nando” y el maletero, citaron a Camilo para la tarde... “Empieza bien la cosa.”, se dijo. “¿A ver si con tanto trabajo, ni me van a dejar contemplar el mar?” Siguió su marcha, y se encaminó calle abajo en busca del puerto. Iba rápido, poco menos que corriendo, y pendiente de que antes de nada, debía


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pasar por el almacén de don Felipe, en el centro de La Alameda, para presentarse al encargado, el señor Marcelo, que le proporcionaría habitación durante su estancia en Vigo. Pilar le había indicado que el almacén se encontraba muy cerca del muelle de trasatlánticos, a un par de minutos andando sin prisas. Bajó con su tarazana por las calles Alfonso XIII y Colón, y observó de nuevo que la gente se fijaba en él. Varias señoras lo pararon en el camino para interesarse por dónde iba a trabajar. Y también el dueño de un bar, así como una pescantina, con su cesta a la cabeza repleta de pescado. Quedó citado con todos ellos a la mañana siguiente, en la Alameda, al lado del Paco de la Música. -¡Por fin llegó o rei dos afiadores! -lo recibe Marcelo bromeando-. Don Felipe estuvo aquí hace unos días, y ya me hizo mil recomendaciones. ¡Pasa, muchacho, pasa! ¡Bienvenido! Estás en tu casa. Marcelo le tenía preparado un modesto cuarto, a un lado de la entrada del almacén, cerca del baño, y le señaló el sitio más apropiado para dejar la tarazana: delante de una ventana a la calle, con mucha luz. Si algún día llueve -le sugirió-, incluso podría trabajar a cubierto en aquel lugar, y atender desde allí a la parroquia. — Muchas gracias, don Marcelo. Es usted muy amable. Ahora, con su permiso, me gustaría acercarme un momento hasta al muelle, para ver de cerca el mar y los barcos. Es la primera vez que lo veo, y estoy algo impaciente.


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— ¡No me digas que no conoces el mar!... Pues, ¡te impresionará!... Pero anda con cuidado, no te vayas a caer al agua. ¿Sabes nadar? — Si en el mar se nada igual que en el río... claro que sé. — ¿Y no habrás ido nunca en barco? — En barco por el mar, no. Pero en barca, por el río, muchas veces. Camilo, entusiasmado con el descubrimiento del mar, tantos años en su anhelo más íntimo, se detenía a cada paso contemplándolo con admiración. Su mirada iba sin pausa de un sitio a otro, abarcándolo todo, desde las pequeñas olas que rompían en las escaleras de los muelles, hasta la línea infinita que se perdía en el horizonte más lejano, pasando por el navegar nervioso de los pesqueros que entraba y salían bailando entre las aguas. Enfrente, el mar dibujaba la costa del Morrazo -se lo explicó un marinero-, marcando curvas y recovecos, adentrándose en medio de rocas y playas, acercándose en Rande al Monte de la Guía, como jugueteando con él... y más allá, buscando su merecido descanso al fondo de la ría, para adormecerse con placidez... junto a Pontesampaio, en Arcade, por el arenal de Cesantes, por la Isla de San Simón... Hacia el otro lado, donde el Morrazo giraba en redondo hacia la Ría de Pontevedra, el mar abrazaba al Cabo Home en despedida, y acariciaba a las Islas Cíes con mimo, antes de perderse por detrás en la inmensidad del océano.


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— ¡Qué belleza! -exclamaba en voz alta a cada rato. Embelesado, se quedó pensando en las palabras del bisabuelo, y recordaba lo que le decía a menudo: “Cada día el mar es distinto: hoy en calma, mañana bravo; ahora azul intenso, luego gris plomo, a veces negro; en silencio por momentos, ensordecedor en otros...” Se preguntó a viva voz: — Y mañana, ¿cómo estará? — ¡Uy! Mañana no va a estar tan tranquilo como hoy -presagia el marinero- Se anuncia la entrada de una borrasca. Camilo anduvo sin cesar por delante del mar durante todo el día, y se pateó de un lado a otro cuanto muelle encontró a su paso. Recorrió el embarcadero deportivo del Real Club Náutico, repleto de veleros, motoras de recreo, enormes yates...; los muelles comerciales, con gigantescos barcos de carga atracados, en su lento y pesado trasiego de mercancías; la estación marítima de la ría, con un desaforado ir y venir de pequeños barcos llenos de viajeros; el muelle de trasatlánticos, con el buque “Santa María”, de nacionalidad portuguesa -le informó un guarda-jurado-, atracando en aquel momento; y poco después, acabó llegando al Puerto Pesquero, abarrotado de barcos de pesca de todas las formas y tamaños. En su inacabable paseo cerca del mar, no salía de su asombro ante todo aquello que se le presentaba a la vista. El hermoso paisaje, cambiante a cada hora en sus reflejos y colores con el paso del


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sol; la actividad sin descanso en los muelles comerciales; el traslado incesante de gentes de un lado a otro de la ría; la tarea nerviosa del puerto pesquero con las llegadas y salidas de los barcos; las embarcaciones de todas las clases, formas y tamaños, desde el minúsculo bote de remos, pasando por el frágil velero, hasta los inmensos cargueros, y la coqueta belleza del “Santa María”. En el Puerto Pesquero, le insistieron unos marineros en que volviese algún día a medianoche, sobre las cuatro de la mañana, para poder disfrutar de la llegada de la flota de bajura. Regresaban de sus faenas a esas horas, y después de una rápida descarga del pescado fresco, aún vivo a veces, empezaban las bulliciosas y apasionantes subastas de las capturas. Explicaban los marineros, que eran tan famosas en la ciudad, y tan espectaculares, que no había día en el año en que no se notase en la Lonja, la presencia de gente que se acercaba al puerto nada más que para presenciarlas. Enfrascado como estaba en tantos descubrimientos, Camilo ni se dio cuenta hasta bastante después, de que se había hecho completamente de noche. Regresó con prisas, temiendo perderse, y por el trayecto, meditaba confuso, tratando de ordenar en su cabeza la cantidad de novedades que había presenciado en unas horas. Le impresionaba aquella frenética actividad de los muelles vigueses. Era la grandeza del mar que le contaba el bisabuelo Olegario, con la riqueza de la pesca, el transporte de mercancías, el tránsito de viajeros, el deporte del remo y de la vela... y ¿cómo no?, los legendarios


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viajes a América que llevaron a tantos emigrantes gallegos a su aventura. A la hora de la cita, el “abuelo Nando” y Camilo se encontraron puntualmente en el Bar Estación. Tomaron asiento en una mesa apartada, y le sirvieron una jarra de ribeiro. <<En septiembre de 1702 -comienza el “abuelo Nando” la narración- llega a la Ría de Vigo una flota española procedente de La Habana, escoltada y protegida por una escuadra francesa, y se refugian en la ensenada de San Simón. Venían escapando de los navíos ingleses y holandeses que la esperaban en su ruta a Cádiz, para requisarles el valioso cargamento que traían de las Indias. Se decía, que la carga de la Nueva España, nombre de la flota, era la más rica de todas cuantas habían llegado a Europa procedentes de América desde los tiempos de Cristóbal Colón. >> Al oír al revisor en una de sus narraciones históricas, varios conocidos se fueron acercando a la mesa. Unos tomaron asiento, y otros se mantuvieron de pie alrededor. El “abuelo Nando” era toda una institución, y la excelencia de sus relatos ya gozaban de una bien ganada fama entre los amigos y asiduos del bar. <<Por entonces, el continente europeo se encontraba en plena guerra. Con tal motivo, era de vital importancia el requisar todas las riquezas posibles al enemigo, y favorecerse de su doble valor: por un lado, para beneficiarse de ellas; y por el otro, para dejar al contrario sin medios económicos para luchar. >>


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<<El general de la Nueva España, don Manuel de Velasco, avisado del peligro que se cernía sobre ellos, y de acuerdo con el general francés de la escuadra que los escoltaba, decide guarecerse en Vigo. Nada más llegar, siguiendo sus planes, tratan de descargar por tierra el importante tesoro que transportan, y ponerlo a salvo. No sólo traían metales preciosos como plata, oro, joyas... guardados con mil candados en sólidos cofres de madera, sino también, una descomunal cantidad de doblones que llenaban grandes sacas de cuero. Además de toda esta riqueza, tampoco eran de desdeñar los cientos de toneles con diversos productos coloniales de gran valor, como añil, tabaco, azúcar... que más tarde se descubriría, ocultaban en su interior una enorme cantidad de lingotes de plata, en un intento de pasarlos de contrabando y evitar los impuestos reales. Echan anclas en el fondo de la ría, en los alrededores de la Isla de San Simón. Las dieciséis naves españolas, se alinean cerca de la costa para facilitar la descarga; los veinticuatro navíos franceses, en cumplimiento de su misión, por delante, como barrera protectora de la flota española ante posibles ataques. El Gobernador de Galicia, avisado con urgencia, se encarga del transporte de la valiosa carga a lugar seguro, y se elige la ciudad de Lugo, amurallada y distante de la costa, como destino inmediato. La provincia de Tui, a la que pertenecían Vigo y Redondela, debía aportar quinientos carros


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para el traslado del tesoro hasta Pontevedra, dónde se había establecido el primer relevo. Desde allí, seguiría hasta Padrón, luego a Sobrado dos Monxes, y finalmente llegaría a Lugo. >> El “abuelo” hace una breve pausa, bebe un sorbo largo de su taza, y sigue. <<Pues bien, amigo Camilo, entre esos carros requisados por la autoridades en Cesantes, estaban los de mis antepasados. Mi tatarabuelo y sus cinco hermanos hubieron de ceder sus carros de bueyes, y conducirlos a Pontevedra cargados hasta los topes. Más de veinte viajes de ida y vuelta tuvieron que hacer en unos días, y aún encima, con el esfuerzo añadido que suponía el traslado de los pesados cofres desde la playa, hasta el camino donde aguardaban los carros, y luego, al llegar a destino, el último transbordo a los carros del relevo. Y todo este trasiego, sin apenas descanso entre uno y otro viaje. Las gentes de la zona andaban desesperadas, sin poder atender los campos, ni salir de pesca, y además, destrozando los carros con aquella carga, pesada en exceso, y que dejó a los animales tan exhaustos, que muchos murieron por el camino. Para compensarles, les pagaban un doblón por legua de viaje, es decir, una miseria que no les alcanzaría ni para reparar los carros. Cuando aún no se había terminado la descarga de la flota, aparece por sorpresa la escuadra anglo-holandesa, y se inicia la famosa Batalla de Rande. Los sesenta navíos enemigos, preparados para la guerra y dotados de numerosos cañones y


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marinería, arremeten contra franceses y españoles, y en un par de días, en medio del estruendo de los cañonazos, naves incendiadas y hundidas, y cientos de muertos, heridos y prisioneros, se hacen con la Nueva España y con la flota francesa... mejor dicho, con lo que quedaba de ellas, porque los capitanes, viéndose derrotados, habían ordenado la propia destrucción de las naves, hundiéndolas o incendiándolas, para evitar el aprovechamiento del enemigo. Apenas iniciado el ataque anglo-holandés, se produce en la costa un caos incontrolable. Los marineros, ocupados en el desembarco de la carga, y los soldados de tierra, en la vigilancia del transporte, abandonan estos cometidos, y se incorporan con rapidez a la batalla. Y así fue, mi querido Camilo, como parte del tesoro de Rande, en vez de llegar a Pontevedra, camino de Lugo, o quedar enterrado en el mar con los galeones hundidos, o ser requisado por los ingleses... “se perdió” entre los campesinos propietarios de las carretas. Los vencedores de la Batalla de Rande, poco botín se llevaron. Cuatro o cinco naves españolas que pudieron recuperar, otras tantas francesas, y casi nada más, a pesar de anunciar su victoria a bombo y platillo en Inglaterra y Holanda. Antes de abandonar la ensenada de San Simón, arrasaron el litoral en busca de los tesoros de la Nueva España, que desde luego, no encontraron. Dejaron las casas de los paisanos com-


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pletamente destruidas, y como remate final, incendiaron la Isla de San Simón. Mis antepasados, los hermanos Troitiño, y las gentes de Cesantes, San Adrián, Redondela, Meira, Moaña... quedaron en la más completa ruina, con sus casas y campos arrasados e incendiados por los ingleses... Y así se lo hicieron creer a las autoridades españolas, pidiendo ayudas que nunca se recibieron... Pasado casi un siglo de la Batalla de Rande, el tiempo que se consideró prudencial para haber caído en el olvido, el importante tesoro escondido en los montes próximos, fue saliendo a flote a los pocos, de tiempo en tiempo, y jamás llegó a saberse, ni con cuánto se habían resarcido los pobres campesinos y pescadores de las pérdidas de la guerra, ni dónde pudo estar oculto tantos años. Cada familia mantuvo el secreto de generación en generación, y sólo, hace ahora unos cincuenta años, se empezó a conocer algo de la verdad, pero siempre, como un rumor sin confirmar. Mi abuelo, don Paco Troitiño, unos meses antes de morir, me contó todo lo sucedido según lo que a él le había relatado su padre. Mis propios padres ya lo sabían, pero siguiendo la tradición, mantenían un hermético silencio. Me decía el abuelo: “Nandiño, todas estas casas, la mía, la de tu padre, las de los tíos y las de tus primos mayores, se ganaron en la Batalla de Rande. Y todos los campos que tiene la familia por Cesantes y por Redondela, fueron parte del botín de guerra de los bisabuelos. Sólo tuvieron una pega importante en sus vidas: el no poder disfrutarlo. Sus herederos hubieron de


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aguardar cerca de cien años, para disponer del tesoro escondido. De otra forma, hasta sus vidas podían haber peligrado.” Total, que aún hoy es el día, que no se sabe a ciencia cierta dónde se encuentra el resto del tesoro que faltó. Los historiadores opinan que está en el fondo del mar, en el interior de los galeones... y los paisanos de la zona aportan numerosas pruebas de que así es... aunque apuntan también, que unos buscadores de tesoros podrían habérselo llevado hace años, sin comunicárselo a las autoridades para eludir los elevados impuestos... Y todo ello, para encubrir su secreto... >> Al cabo de unos días, haciendo una parada entre su enorme tarea y sus continuos paseos por la ciudad, Camilo le escribe a Pilar la carta prometida. Le cuenta sus andanzas, le explica sus sensaciones, sus morriñas, sus proyectos... A la mañana siguiente, antes de irse a la faena con su rueda, aguarda la llegada de Marcelo al almacén. Necesita aclarar con él algunas dudas ortográficas de la carta. Al final, a petición de Camilo, le echa un vistazo, corrige varias frases, y deciden entre los dos, que la vuelva a escribir para que no lleve correcciones. El escrito salió impecable hacia su destino, y el pequeño secreto quedó sellado, y bien sellado, con la simple mirada de ambos, una pidiendo y otra otorgando. “Suerte, Camilo.”, lo despidió Marcelo.


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La casa de don Felipe


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VII. El reencuentro Pilar no dejaba de pensar en Camilo desde el mismo instante de su partida. Por mucho que lo intentaba, no conseguía apartarlo de la cabeza, y eso, que si algo le sobraba en su vida cotidiana, eran, precisamente, admiradores a quién atender y dedicar sus pensamientos. Le rondaban cada día como moscones, y no sólo los tenía en el mismo pueblo, sino que también, muchos de ellos se acercaban desde villas próximas a cortejarla... y algunos, desde ya hacía bastante tiempo. A veces, hasta le resultaban insoportables por su insistencia. En medio de estas cavilaciones, sin apenas darse cuenta, los iba analizando a todos con detalle: a la mayoría, con el natural afecto que les guardaba, tras compartir escuela y pandilla desde la infancia; a unos pocos, con absoluta frialdad; otros, le resultaban pesados en exceso; algunos, que pretendían ser agradables y atentos con ella, no pasaban de poco más que de simples conocidos; también los había simpáticos, pero... Pedro, el nieto del médico, estudiante de Medicina en Santiago, era un buen chico, educado y culto... ¡pero soso! ; Marcos Brañas, le parecía, en cambio, un fantoche y un voceras, y siempre presumiendo de que su padre era el alcalde; Roquiño, su mejor amigo, resultaba tan simpático como bruto, y se divertía mucho con él... pero nada más; Berto, que trabajaba en la carpintería con su padre, era servicial y atento... y se le veía, sin disimulo, “coladi-


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to” por ella; Xinxo, era el guapo del pueblo, y todas las muchachas de Bande andaban locas detrás de él, pero a ella no le decía nada... y eso lo enfurecía, se le notaba; Yago, “Muy buen partido”, me decía Herminda, era hijo del Juez Comarcal, estudiaba Derecho, y se advertía a las claras su rango social, habitualmente bien vestido y pulcro, con modales correctos; “el Morriñas hijo”, tímido y discreto, sin que ella lo pudiera evitar y sin ninguna culpa por parte del muchacho, le olía a entierro...; Farruquiño ya conducía el camión de su padre, y andaba de arriba para abajo con el transporte... pero sólo sabía hablar de coches, de camiones y de su reparto; Paco, al cuidado del ganado de la mañana a la noche, no conseguía sacarse de encima aquel olor peculiar... y ella, eso no lo llevaba bien; Genarito, el sobrino del cura y su monaguillo, “o mea-pilas” le llamaban los compañeros con maldad, se le quedaba mirando embelesado cuando hablaban, como si ella fuese el mismo Jesús de sus devociones... Al final, concluía, el afilador, en sólo tres días, había logrado interesarle bastante más que los otros en muchos años de trato. En casa, su hermana Digna, la mayor, se iba a casar pronto con Arturo, carpintero de profesión y con taller propio en As Chavolas. Llevaban varios años de noviazgo, y hacían una buena pareja. Se les veía compenetrados, estables, y con suficiente madurez en su relación como para contraer matrimonio. Ya se hablaba de febrero como fecha indicada para la boda.


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Consuelo y Pepiño, en cambio, son novios desde hace algo menos de un año, y de momento, parece que se entienden de maravilla. De seguir así, aún tendrán que pasar tres o cuatro años más para que su padre consienta en el casamiento. Las costumbres en el pueblo marcan ese tiempo como necesario para un enlace definitivo, y Papá Felipe, siempre había sido persona prudente y respetuosa con las tradiciones. Pilar simpatizaba bastante con sus dos posibles cuñados, cada uno en su estilo. A ella la trataban siempre con mucho cariño: Arturo solía interesarse en tono formal por sus estudios y futuros proyectos; Pepiño, le gastaba bromas continuamente, una tras otra. Ambos, la querían bien. Arturo, con cerca de treinta años, se mostraba como persona madura, responsable, ya bregada en la vida... Tosco, noble, de pocas palabras, un poco seco... Atendía, sin embargo muy amable, cualquier solicitud a su alcance que se le hiciera, y aunque con su habitual gesto serio, se le notaba, por lo general, de buen humor. Había pasado cuatro años en el Servicio Militar y le cogió de lleno la Guerra Civil. Por fortuna, salió ileso de la contienda, pero con la huella en su retina de muchas calamidades. Excelente artesano, estaba especializado en la fabricación de barriles, que los hacía de todos cuantos tamaños se pueda uno imaginar. Desde inmensas cubas para los bodegueros, hasta simples miniaturas utilizadas para licores selectos. Abastecía toda la zona del Ribeiro. A su hermana Digna se la veía complacida y segura en su compañía.


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En el último cumpleaños de Pilar, Arturo le había regalado un collar de madera tan bonito, de tantos colores, que fue la envidia de todas sus amigas... y hasta Digna, se celó por no tener uno igual... Claro que, no tardó ni un par de días en recibirlo. El de ella, más elegante y adecuado, en colores marrón y crema. Pepiño, que no llega a los veintidós años, además de más joven, es completamente distinto. Alegre, jovial, siempre con chistes y bromas, prefirió acceder al puesto vacante de cartero para el Concello de Bande, que dedicarse, como la mayoría de los chicos del pueblo, al cuidado de los campos y del ganado. Tenía algo de estudios, que hubo de adquirir para acceder a Correos, y aunque modestos, le daban una pequeña cultura y una distinción que lo hacían destacar de los demás compañeros de la aldea. A Pilar le parecía, que esta condición del cartero, era lo que más le gustaba de él a su hermana. Buen tipo, moreno, pelo revuelto, gestos nerviosos, extrovertido... Andaba con su bicicleta repartiendo el correo por los pueblos del Concello, siempre con prisas y sudoroso. Y como suele ocurrir al desempeñar ese puesto, pertenecía al escogido grupo de personajes populares de la comarca.“¡Demasiado popular!”, se quejaba Elvira celosa, sabiendo de sobra que Pepiño “se veía a diario” con todas las mozas de la zona, y que no dejaban de coquetear con él... de lo que pronto se enteraba. “¡Qué guapo está Pepiño! Ayer me contó un chiste... ¡graciosísimo!”, le co-


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mentaba una amiga para “chinchar”, mientras Elvira bramaba por dentro... Pepiño, ya hacía un año, le había regalado “Mujercitas” en el día de su santo, el libro más bonito que leyó hasta ahora. “Aún eres muy pequeña para esas cosas”, le decían sus hermanas cuando hablaban de chicos. “Ya encontrarás uno por Ourense cuando te vayas a estudiar”. Y la verdad, es que de momento, Pilar nunca había pensado en nada sobre el particular, al menos en serio, a pesar de los muchos moscones que siempre llevaba alrededor. Los trataba a todos como buenos amigos: formaban parte de la pandilla, se acompañaban, compartían planes, y a veces preferían ir con ella antes que con otras chicas, porque era divertida, de fácil conversación, trato amable, y se avenía a cualquier posible entretenimiento -eso, al menos, le parecía a Pilar-. Ya fuera ir de excursión a una aldea vecina, como disfrazarse en Carnavales, o jugar a la pelota en el monte, o rezarle a San Jacobo para que todos aprobasen en los exámenes finales... Pero la buscaban también, porque les ayudó siempre en los deberes de la escuela, y con ese proceder, se había ganado su eterno afecto. No se separaban de ella desde muy niños... Sin embargo, con el paso de los años, tanto ellos como ellas, habían rebasado de largo los límites de la niñez. Los sentimientos de la pandilla, por lo tanto, empezaron a cambiar. Y los chicos mayores, con pocas excepciones, andaban medio enamoriscados de Pilar...


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En aquel lunes soleado de septiembre, la aparición de Camilo en Bande, no sólo había interrumpido la monotonía cotidiana, sino que también había alterado la tranquilidad de Pilar. No se explicaba bien lo sucedido, y no sabía a ciencia cierta, si era la novedad de relacionarse con un chico desconocido, o su particular figura de afilador, o la madurez que fluía de su conversación, o la natural simpatía que mostraba en el trato... o su sonrisa irresistible... Lo cierto, es que no dejaba de pensar en él. Aún encima, para remarcar bien las diferencias mencionadas, el afilador era también muy guapo. Alto, fuerte, atlético, moreno, piel curtida por el sol, pelo negro brillante, gesto sonriente... “No había ni uno parecido en toda la comarca... Ni Xinxo que tenía tanta fama.”, se decía Pilar, convencida de sus razones. Y aunque se daba cuenta perfectamente, de que el afilador se había marchado, y de que, tal vez, no lo volvería a ver más, no por ello conseguía sacarlo de sus pensamientos ni un instante. — ¡Pilar! ¡Pilar! -le grita Pepiño desde la calle-. Tienes carta de Vigo. Al oírlo desde el balcón, Pilar deja apresurada el libro que no conseguía leer, y baja las escaleras casi volando. Se acerca impaciente al cartero, y Pepiño, bromeando como de costumbre, le hace un amago de entrega y se escapa en la bicicleta unos metros... — ¡Pepiño...! - le grita Pilar enfurecida.


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— ¡Calma, Pilar! Fue la “bici” que arrancó sola... ¡Uuuuy! ¡Qué coloraaaada...! –siguió Pepiño con la broma. Era carta de Camilo. Cumplía lo prometido. Se retiro nerviosa a la huerta, buscando intimidad para leerla. Fue abriendo el sobre por el camino, se sentó en el banco de piedra, y... Srta. Dña. Pilar Silva Xuncal Bande (Ourense) Vigo, 25 de septiembre de 1943 Mi querida Pilar: Llegué hace unos días a Vigo, y aún no salí de mi asombro. No sé lo que me impresiona más: si la belleza de la ría, la enorme ciudad plagada de edificios, la multitud de gente que circula por las calles, la cantidad de barcos en el mar... o el abundante trabajo que encuentro por todos los sitios por donde me muevo, que dudo me permitan disfrutar con calma de tantas maravillas como hay aquí. Desde luego, de seguir esto así, en unos meses ahorraría tal fortuna, que no sería necesario emigrar a América, como hizo el bisabuelo Olegario. Aunque recuerda, ya te lo conté, que él reconocía siempre, que se había ido más en busca de aventura que de otra cosa. Dale las gracias a tu padre de mi parte, por la generosidad que mostró conmigo desde el primer día. No sé cómo podré pagárselo.


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Aquí en Vigo, tengo mi hogar en el almacén, y duermo en un cómodo cuarto que me preparó Marcelo, el encargado. Dile a don Felipe que me trata como a un rey... bueno, de hecho, ya me llama “o rei dos afiadores”. Es un buen hombre, simpático, cariñoso, atento... y todos los días, antes de cerrar, me deja en la mesa un par de bocadillos, para que, cuando regrese de noche, encuentre algo que llevarme a la boca. El próximo domingo vamos a ir a Cangas en el barco de línea. Ya estoy ansioso aguardando el momento. En el tren conocí a un revisor, “el abuelo Nando”, que me contó un montón de historias de la Ría de Vigo: la Batalla de Rande, las leyendas de la Isla de San Simón y de las Islas Cíes... y me explicó dónde se había embarcado mi bisabuelo para viajar a América. Cuando nos veamos de nuevo, que espero sea pronto, ya te contaré con calma mis peripecias por Vigo. Aunque estoy bastante ocupado todo el día, y el trabajo me deja poco tiempo libre, me acuerdo mucho de ti, y te echo de menos, sobre todo, al final de la jornada. Tengo muy presente aquellas cenas en tu casa, la afectuosa acogida de tu familia, la sobremesa, las partidas de cartas... y tu compañía, Pilar. En casa, siento a menudo la falta de mi padre, y ahora, cuando voy por el mundo, alejado del hogar, acuso con intensa morriña las largas temporadas separado de mi madre y de mis hermanas. Pero algo ha cambiado desde que te conozco. Tu ausencia, Pilar, la percibo de una forma distinta, con una inquietud que, a veces, hasta me im-


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pide dormir tranquilo. Tu recuerdo me ocupa el pensamiento, y me inunda el alma de ilusiones, soñando con tenerte cerca, y verte, y hablar... o contemplarnos en silencio, como ya ocurrió más de una vez. ¡Cuánto me gustaría pasear contigo por Vigo! A la orilla de este mar de mil colores; o por la arena de la Playa de Samil; o ir a los muelles de O Berbés a recibir a los barcos de pesca, y observar la descarga del pescado fresco; o caminar despacio por la calle del Príncipe, entre la gente, mirando las tiendas... Me consuelo pensando que con estos planes en los que sueña mi fantasía, no sé cuando iba a poder trabajar. Y lo primero es lo primero, el trabajo para atender mi casa, y también, ¿por qué no?, pensando en el futuro. Espero que algún día, ¿quién sabe cuándo?, podamos cumplir juntos estos deseos. Sería maravilloso y, en este momento, una quimera que pueda ocurrir pronto. Lo siento tan lejano, que hasta me entristece sólo el pensarlo... Pero confieso que me veo de tu mano paseando delante del mar, con el murmullo cercano de las olas, el vuelo de las gaviotas, el entrar y salir de los barcos por las Islas Cíes... Me gustaría saber cuándo te vas a Ourense. Según me has dicho, el curso empieza en octubre, pero que irías un poco antes para buscar alojamiento, cubrir la matrícula, comprar los libros... Puedes escribirme al almacén de tu padre, pues aún estaré en Vigo, por lo menos, un mes más. ¡Ya estoy deseando recibir tus noticias!


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En mi visita a Xanín, encontré a los abuelos tan envejecidos que ni siquiera me reconocieron. Las tías, en cambio, están muy bien, y me trataron con mucho cariño, insistiendo que me quedara algún día más. Antes de mi marcha, tuve que prometerles volver pronto, pero acompañado de mi madre y de mis hermanas. Se me está ocurriendo en este instante, que también yo podría acercarme a Bande un domingo de estos. Si el negocio sigue como hasta ahora, me parece que los ahorros me lo permitirán. Cojo el tren hasta Barbantes, y llegaré ahí a media mañana. Quedamos para dentro de dos domingos. ¡Espérame por el camino! No me van a pasar los días hasta que llegue el momento. Dale recuerdos a tus hermanas y a Herminda, y mis saludos agradecidos para don Felipe. Te llevaré un obsequio. Un beso. Firmado: Camilo Pilar leyó una y otra vez la carta de Camilo. Se vio en su imaginación, tal como él le describía, paseando de su mano por Vigo, cerca del mar. Le iba contando, al mismo tiempo, de su estancia en Xanín, de sus andanzas por las ferias de O Carballiño y Ribadavia, de la llegada a Vigo, las historias del revisor... “¡Qué bien escribe Camilo!”, pensó Pilar con sorpresa.


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— Mañana voy a Vigo. ¿Quién quiere acompañarme? Ya sabéis que hay que madrugar anuncia el padre después de la cena, con pocas esperanzas de compañía. — Voy yo, papá -contesta rápido Pilar-. ¿A qué hora pasa el tren? — Si viene sin retraso, cosa que no se sabe, a las siete y media. Por lo tanto, tenemos que levantarnos a las seis, y andar con prisas. ¿De acuerdo? — Está bien, papá. ¿Y a qué hora regresamos? — Volveremos en el “exprés”, que sale de Vigo a las nueve de la tarde. Pilar estuvo inquieta todo el viaje, pensando en que ya no iban a encontrar a Camilo al llegar al almacén. Siempre salía muy temprano a trabajar, no pasaba nunca de las ocho, y la hora de llegada del tren estaba señalada para las nueve y cuarto, y eso, si no tenía retrasos. Apenas durmió en toda la noche, nerviosa por el madrugón -no se fuera a pasar la hora-, ansiosa de ver a Camilo de nuevo, y preocupada de no poder estar con él. Aún encima, para agravar más la situación, iba pensando que Camilo no acostumbraba a volver a casa al mediodía, y en ese caso... Si al menos supiese dónde estaba trabajando, ella se acercaría hasta allí. Pero en una ciudad tan grande, ¡sabe Dios por dónde andaría!


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Pilar bajaba tan nerviosa camino del almacén, que hasta su padre le preguntó qué le ocurría. — Papá, es que si no está Camilo, me voy a quedar sola todo el día. — ¡Ah, era eso! Seguro que Marcelo sabrá dónde poder encontrarlo. Se tranquilizó un poco con estas palabras... Pero al desembocar por la calle Colón en la Alameda, y mirar a la acera de enfrente, la cara se le iluminó con una amplia sonrisa. Una lluvia de chispas conocida, adornaba una ventana del almacén. Era Camilo. Pasaron juntos todo el día. Caminaron por los muelles delante del mar, el tranvía los llevó a Bouzas, llegaron andando hasta la playa de Samil, se mojaron los pies en la orilla, comieron unos bocadillos en el Bar Patouro, regresaron en el tranvía de Baiona, subieron al monte del Castro, pasaron por delante de varios sanatorios... — En este hospital -le explica Camilo, parándose ante la puerta principal-, estoy citado mañana, a las ocho, con una enfermera vecina del almacén de tu padre. Parece que necesitan urgente de mis servicios de afilador, para poner a punto todo el material quirúrgico del centro, desde unas simples tijeras hasta los bisturís más delicados. — ¿Y qué enfermera? ¿Cómo la conociste? -pregunta Pilar... algo celosilla. — Es una señora muy simpática que vive encima del almacén de tu padre. Al verme pasar por la Alameda todos los días, una mañana, que coincidimos en los jardines, me consultó si podría


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acercarme hasta allí. Quedamos para mañana. A veces, me paro a jugar a la pelota con sus dos hijos, y de paso, tengo que dejarles un rato conducir la tarazana... ayudándoles claro, que solos no podrían con ella. Doña Marina, así se llama, fue la que me descubrió una posible clientela, en la que nunca había pensado. De paso visitaré también los hospitales de la zona. — Pues a ver si tienes suerte, porque hospitales hay en todos los sitios, y pueden ser unos buenos clientes en el futuro. ¿Sabrás hacerlo bien? Las tijeras y cuchillos ya sé que sí, pero tanto los bisturís, como el resto de los instrumentos quirúrgicos, deben ser piezas muy delicados. ¡Anda con cuidado! ¡Pon atención! — No sé si podré, Pilar -le contesta, riéndose- Con las enfermeras tan guapas que debe haber, a lo mejor, se me va la vista. — Pues peor para ti. Seguro que van a ser unos clientes estupendos, y además, no te van a regatear como las amas de casa y las peixeiras... Lo único que querrán es un buen trabajo, y rápido. Así que, puedes ponerte a tontear con las chicas... Bajaron por la Gran Vía, por José Antonio -antes de la Guerra conocida por Calle Urzáiz-, y llegaron a la Calle del Príncipe; pasaron delante de la Cárcel, vieron los escaparates de las tiendas, se tomaron un pastel en la confitería Las Colonias, y luego, un helado en La Ibense. Siguieron hasta la Plaza del Capitán Carreró -antes Puerta del Sol-, y Pilar quiso pararse delante de La Villa de Paris, a curiosear las modas del


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momento. Cruzaron a la acera de enfrente para seguir por Policarpo Sanz, y pasaron por El Sport, donde se exponían en sus escaparates un amplio surtido de navajas, tijeras, máquinas de cortar el pelo, navajas de afeitar... — Me gustaría regalarle a tu padre una navaja de afeitar. Esas de ahí -señalando la exposición-, son alemanas, de la marca “Solingen”, dicen que las mejores del mundo. — Pero deben ser muy caras. — Lo son, ya me enteré. Pero don Felipe se merece eso, y mucho más. Al acabar la tarde, Camilo fue a despedirla a la estación, y de paso, le presentó al “abuelo Nando”, que en aquel momento, entraba de servicio en el “exprés”. — ¿De dónde eres? –le preguntó el abuelo. — Soy de Bande. — Seguro que conozco a tu familia. — Soy hija de Felipe Silva. Por cierto, ahí viene por el andén. Al verse, Felipe apresura el paso, y el “abuelo Nando” arranca rápido a su encuentro. Se abrazan efusivos un momento, y el revisor le espeta a viva voz: — ¡Serás cabronazo! ¡Vaya una hija tan guapa que tienes! Hasta en esto eres listo, coño. — ¡Ay Nandiño! Sigues tan exagerado y tan voceras como siempre. Ya sabía yo que ibas a andar por aquí trouleando. Después me buscas por el tren, que hay en la bolsa unas botellas para ti.


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— ¡Estupendo! ¡Nos vemos, Felipe! -le contesta marchando al tren, y despidiéndose con la mano de los jóvenes. Camilo saludó respetuoso a don Felipe, que se interesó enseguida por su estancia en Vigo. Después de responderle que todo iba bien, el joven afilador, una vez más, le expresó su eterno agradecimiento por las numerosas atenciones recibidas, en especial la de Marcelo en aquel momento. Quedó en acercarse a Bande el próximo fin de semana, para ver a la familia, y, por supuesto, a Pilar, antes de que ésta se fuera a Ourense a empezar los estudios. Por primera vez en su vida, el afilador había abandonado su trabajo para dedicarse al ocio... bueno, al ocio no... a otra cosa.


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Un afilador y paragüero.


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El afilador, en plena faena.


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SEGUNDA PARTE I. El regreso Hacía tiempo que no se veía un afilador por aquellos montes de Bande. Cuando en la limpia mañana de septiembre se oyó a lo lejos su asubío, las gentes en el campo detuvieron las labores, levantaron la cabeza, y lo buscaron por el camino entre los pinos. Subía cadencioso, pero rápido, empujando la rueda con esfuerzo, y cada poco, anunciado alegre su llegada con las notas silbantes de su chifre. “¡Un afiador!... ¡É Camilo!”, exclamaron los paisanos con sorpresa, agitando los brazos en el aire... El afilador se detuvo un instante, devolvió efusivo los saludos, y siguió su marcha asubiando con más fuerza... El campo se paralizó alborozado con el visitante, los labriegos levantaron los brazos a su paso... y hasta el viento, enroscado entre los árboles, silbaba fuerte como saludando al recién llegado... y arrastraba en su vuelo nervioso el balar de las ovejas... el mugir de las vacas en el pasto... el canto de los mirlos en el bosque... que también saludaban con regocijo… O Mouro, levantándose de la hierba como un rayo, salió ladrando enloquecido hacia el camino, y subido al pequeño muro que los separaba, esperó inquieto, sin parar ni un instante, agitando el rabo y ladrando sin cesar. Alguien muy querido llegaba...


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Hasta que el afilador, ya próximo, se detuvo a un lado del sendero, y asentando la rueda en el suelo, se acercó al fin, y lo acarició con ternura. — ¿Y Monchiño? –le pregunta al perro, cogiéndolo por el hocico con las dos manos. O Mouro, después de unos ladridos quejosos, señaló con el morro a un muchacho que llegaba corriendo por el prado. — Moncho se fue a Montevideo con el tío Benito. — ¿Eres su hermano? — Sí, soy Roque. Camilo, recordando el encuentro de antaño, le pidió su navaja, se la afiló como entonces a su hermano... y luego, le pidió que la probara en unas hierbas, en unas ramas, en unas hojas... y Roque, encandilado, se lo agradeció con una amplia sonrisa. Aunque Roque, de aquella era muy pequeño, se acordaba perfectamente del afilador. De su melódico asubío, y del entonado “aaaafiladooor y paragüeeeero”, que tantas veces había imitado con su hermano Moncho... y con o Mouro a la escucha, moviendo nervioso el rabo y ladrando al final de la imitación, como pidiendo que se repitiera... o tal vez reclamando la presencia de su amigo Camilo. “Roque, cuando sea mayor, me voy a ir por el mundo como el afilador”, le decía Moncho a menudo. Y así ocurrió, se había marchado hace un mes. El tío Benito, en su habitual visita del verano, se lo planteó medio en broma medio en serio, y al día siguiente, sin pensarlo más, su hermano hizo la


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maleta para emigrar a Uruguay. En la despedida le dijo: “¡Roquiño, crece muy de prisa! Yo te voy a venir a buscar pronto.” Desde su marcha, Roque ya había crecido medio palmo. Se medía todas las mañanas en un manzano de la huerta, ante la preocupada mirada do Mouro, que parecía adivinar en aquel proceder un futuro incierto para él. Camilo continuó su camino hacia el pueblo, acelerando la marcha con impaciencia. Nunca el trayecto le había resultado tan largo como aquella mañana. Siguió cuesta arriba con esfuerzo, empujando una rueda desconocida, tan pesada en ese momento, que semejaba traerse a cuestas todas sus vivencias argentinas... una por una. Pasó la curva con ansias, buscó hueco entre los árboles... y ahora, ¡por fin!, ya se veía cercana la casa. Tras detenerse, se sacó el mandilón de trabajo que también usaba en los viajes, acicaló un poco sus ropas sacudiéndose el polvo, secó el sudor de la cara con un pañuelo, se peinó con cuidado, y de nuevo, echó a andar... pero tan excitado, que cada vez le costaba más arrastrar la vieja tarazana... Y en esta ocasión, rompiendo las costumbres ancestrales de un afilador, se presentaba en la entrada de la aldea en un completo silencio, sin el canto del chifre, sin su voz anunciadora en el aire, casi sin pisar en el suelo, incluso ahogando el sonido de la tarazana al rodar... Al llegar a la casa, delante del balcón, con las bonitas acacias de Pilar inundando la huerta y dándole una delicada bienvenida, detuvo la marcha, apoyo la rueda en tierra, se sacó el sombrero con cuidado, y miró al cielo un instante dando gracias.


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Se santiguó con calma, y rezó a Dios una oración apresurada implorando suerte. Luego, como en éxtasis, arregló el pelo con la mano, lo peinó con rapidez, buscó algo en el bolsillo, y acercándolo a los labios, asubió las más bellas notas que nunca habían salido de su chifre... Pilar disfrutaba de sus últimos días en Bande, a la espera de incorporarse a su primer destino como maestra. A principios de octubre, dentro de poco más de tres semanas, en Luintra, una pequeña villa del norte de la provincia ourensana, comenzaría una nueva etapa de su vida. Hasta ahora, a sus veintiún años, no había hecho otra cosa más que estudiar y aprender, además de divertirse cuanto podía. Dentro de pocas fechas, pasaría a ejercer la docencia, y se acabarían para siempre aquellas largas horas de frivolidad juvenil. Estaba preocupada e inquieta ante el cambio tan radical que se iba a producir, y no encontraba acougo con nada. Sus incesantes pensamientos no la dejaban ni un momento tranquila. A pesar de sentirse dichosa por terminar sus estudios, le invadía una enorme tristeza al verse obligada a abandonar aquel mundo estudiantil, despreocupado y sin responsabilidades, más atento a la diversión que a otra cosa, y en el que había vivido tan feliz hasta entonces. Ahora, dentro de unas semanas, cruzaría sin retorno esa línea imaginaria que separaba la juventud de la madurez. Pasaría al mundo adulto, con sus trabajos, su familia que atender, sus proyectos de


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futuro, sus preocupaciones, sus obligaciones diarias... Pero en este momento decisivo de su vida, a punto de convertirse en realidad sus viejas aspiraciones, se sentía acosada por aquel futuro desconocido que le aguardaba. Y sin embargo, aunque con el natural temor, ya deseaba incorporarse cuanto antes a su escuela. ¿Sería una buena maestra? ¿Enseñaría bien a sus alumnos? ¿Alcanzaría su respeto y consideración?... Mil dudas le venían a la cabeza, y a pesar de que se encontraba animada y segura de sí misma, no por ello dejaban de asaltarle los miedos. Y todavía le quedaban otras novedades que afrontar, que aunque no fueran de la trascendencia de las anteriores, no dejaban por eso de agobiarla. Por primera vez en su vida iba a vivir sola, completamente sola, sin el calor del hogar paterno, y sin aquella camaradería alegre de la residencia ourensana de las monjas. En Luintra, no le esperaban ni familiares, ni amigas... ni tan siquiera, conocidos. Por añadidura, también se encontraba preocupada por la casa a donde iba a vivir, que además de ajena y desconocida, no había mediado para nada en su elección. No sabía si sería grande o pequeña, alegre o triste, qué muebles tendría, si habría huerta... Era la casa que el municipio de Luintra cedía a su maestra. Para más incertidumbre, llegaba a una aldea desconocida, muy lejos de la suya, sin nadie cercano en quién cobijarse, con gente extraña... Y también le surgían serias dudas de cómo recibirían a la nueva maestra, que venía a sustituir a la eterna doña


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Encarna, toda una institución en el pueblo. La maestra que ocupaba este cargo en Luintra, jubilada hacía dos meses, debía ser muy querida en la aldea, a tenor de los comentarios y homenajes recibidos en su despedida. Y por si ya fuera poco el cambio -le había tocado en suerte, de todas las escuelas disponibles en la provincia de Ourense-, la más alejada de su hogar. Luintra era, con mucho, el pueblo más distante. Su padre, buen conocedor de aquella zona, le explicaba con detalle su ubicación en el mapa, y contestando a sus preguntas, le aclaraba, que entre el tren y el autobús de línea, tardaría casi un día en llegar desde casa. “...¡Tranquila, Pilar! Yo te acompañaré en el primer viaje. Todo saldrá bien. Conozco al dedillo aquellas tierras, tierras hermosas, ¡hija mía!, con buena gente, modesta pero honrada y trabajadora...”. También le había informado de paso, intentando animarla, que Luintra se encontraba muy cerca de Valdovento, la aldea de Camilo, el afilador... y al saberlo, algo iluminó su esperanza… ¿Por dónde andaría? Desde su traslado a Ourense para estudiar, habían vuelto a verse poco más de una docena de veces. Suficientes, sin embargo, para que a pesar de las largas ausencias, no dejara de pensar en él cada día. En el pueblo, aún le quedaban bastantes pretendientes, los más apasionados... y algunos, todavía seguían aguardándola, esperanzados en la suerte de un sí... Después de los cuatro años de estudios en Ourense, le surgieron muchos más... con títulos, con amplia cultura, con mundo y rango social, con


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brillante porvenir, de las mejores familias ourensanas... con condiciones, en definitiva, muy superiores a las de los chicos de la aldea... pero tampoco conseguía ninguno de ellos hacerle olvidar a su afilador. “Volveré a por ti, Pilar, cuando sea un hombre de provecho y pueda ofrecerte el futuro que te mereces. Y estudiaré con todas mis fuerzas, para que consigas hablar conmigo de algo más que de afilar tijeras y arreglar paraguas. ¡Espérame!... y si no lo haces, también lo comprenderé.” Eso le dijo cuando se despedían en los muelles de Vigo, antes de embarcarse para América. Quedaron grabadas en su memoria palabra a palabra, sin olvidar ni cambiar ninguna. La dejó llorando, desolada... volvió a hacerlo a menudo... y sus lágrimas aumentaban con sus cartas... la última, de hace quince días, desde Buenos Aires. “Hija mía, si es un hombre honrado, trabajador, leal, y os queréis, su profesión y su condición social no importan. El amor superará cualquier contratiempo. ¡Piénsalo bien, Pilar! Si es así, no tengas dudas.”, le aconsejaba su padre, frente a los molestos comentarios sobre el afilador que la rodeaban. Sus amigas de Ourense, que por otro lado la querían mucho, la hicieron avergonzarse más de una vez, sin que ella supiera nunca cómo responder. El mismo Camilo se lo había confesado en algunas ocasiones:”No soy merecedor de tu cariño, Pilar. Un vulgar afilador y labriego como yo, ignorante y bruto, no puede aspirar a una mujer tan preparada,


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tan bonita y de una categoría social tan superior. Lo razonable es que nos separemos. Te llevaré en el recuerdo para siempre." Y se fue: primero a Castilla, después al País Vasco, a la Rioja... llegó hasta Barcelona... hasta la frontera con Francia... anduvo por Portugal... y un buen día, siguiendo los andares del bisabuelo Olegario, se embarcó en Vigo con destino a las Américas. Al despedirse, ante su insistencia por estudiar, Pilar le había dejado todos los libros de la escuela, y ya antes de irse, a veces, con prisas, le explicó alguna cosa atendiendo sus continuas preguntas. Camilo tenía inteligencia y tenacidad sobradas, pero era tanta la ignorancia que arrastraba, que le sería difícil comprender aquellos libros sin ayuda. En una de sus cartas desde Buenos Aires, le contaba que iba a una academia nocturna -menos mal, pensó-... y que ya sabía quién era Cristóbal Colón... que la Tierra era redonda... dónde se hallaban África y Asia... que multiplicaba y dividía... y muchas cosas más... Pero apuntillaba que, en cambio, a Bande y Valdovento no había forma de encontrarlos en los mapas... A veces, hasta dudaba de que aún existiesen. También declaraba de nuevo, como tantas veces, que por muchos caminos recorridos, cientos de ciudades y pueblos visitados, incluidos los de media Argentina, y después de conocer a su paso a gran cantidad de muchachas, rubias y morenas, altas y bajas, gordas y flacas... nunca había encontrado a ninguna a quién querer como a ella... ni que consiguiese hacerle olvidar a su Pilar un sólo día.


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Pero su misma declaración de amor le traicionaba, porque tan pronto confesaba su creciente pasión, como en la línea siguiente se descartaba para un futuro a su lado, e insistía una vez más en que no era merecedor de su compañía, y que las enormes diferencias entre los dos se hacían insalvables. Menos práctico y más romántico, hasta la inducía, si es que aún significaba algo para ella, a que lo olvidase y atendiese a alguno de los muchos pretendientes que tenía por la aldea y por Ourense... ¡Y vaya si los tenía! Juntándolos, se podría cubrir con sus nombres todo el santoral. Sus compañeras de estudios de Magisterio la recriminaban con frecuencia por sus permanentes desdenes a los chicos. Había dejado buenas amigas en Ourense, que aunque algo tontitas, y algo “miradas”, le tenían mucho afecto, al que ella también correspondía. La habían integrado en su grupo desde el primer día. Participaba en sus paseos, en sus planes, se relacionaba con un sinfín de amistades, y por supuesto, la invitaban siempre a las muchas fiestas sociales que acostumbraban a celebrar. Cumpleaños, santos, despedidas... en casa de unas y otras... se buscaban continuamente algún motivo para organizarlas. Y como es natural, entre la escuela, las celebraciones, los familiares y amigos de la pandilla... había conocido a medio Ourense... y a muchos candidatos que allí quedaron. Entre ellos, más de un hermano de sus íntimas amigas, que aún ahora, acabado el curso y su estancia en la capital, le enviaban sus mensajes a través de las hermanas. Al encontrarse con ellas, pasado algún tiempo, le seguían preguntando: “Pilar, ¿pero aún piensas en el afila-


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dor? ¡Quién nos diera a nosotras a algunos de los que desdeñas!”. Pilar ya sabía que la emigración de Camilo a Buenos Aires, no era más que una huida, un intento de olvidar un “amor imposible”, como él decía. Aunque justificase aquel viaje en repetidas ocasiones como “para hacer fortuna”, igual que su bisabuelo Olegario, ella conocía los verdaderos motivos. “... Para poder ofrecerte lo que mereces, Pilar.”, insistía. Pero siempre tuvo sus dudas, y muchas veces llegó a pensar que no volvería, conquistado finalmente por alguna bella argentina de hablar meloso, aunque él prometiese lo contrario en cada carta que escribía. Pocas personas se mantuvieron a su lado en aquel enamoramiento alocado e imparable. Su padre, Herminda, y también Elvira -mientras no se tuvo que marchar-, le hablaron con claridad de esas diferencias evidentes que había entre los dos, y sólo le pidieron prudencia y tiempo. Si después de sus años de estudio en Ourense, con la oportunidad de conocer otros ambientes, gentes distintas, relacionarse con chicos de superior nivel cultural y social... seguía pensando de la misma forma, y asumía la situación... ¿por qué no? Pero para entonces, ¿en dónde estaría Camilo?, se preguntaba Pilar cada día, dudando de todo... ¿En dónde estaría ahora?... ¿Por qué caminos andaría con la rueda en aquel momento?... ¿Seguiría en Buenos Aires?... ¿Ya no volvería más?... A diario le rezaba a San Antonio... aunque sus continuas plegarias iban a veces faltas de fe. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, y a pesar de los vaive-


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nes de su ánimo, algo le decía muy adentro que regresaría cualquier día de aquellos... ¡De pronto!... ... Las notas silbantes de un chifre irrumpieron poderosas en el aire, la levantaron en vilo del sillón en el que meditaba, la asomaron un instante al balcón, y la llevaron en volandas escaleras abajo... con inmensa locura... y al llegar a donde aguardaba, uno enfrente del otro... se abrazaron en silencio... y lloraron de alegría.


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II. Las sombras del pasado Lo que nunca llegó a conocer Pilar hasta mucho tiempo después, fueron las largas conversaciones que mantuvo su padre con Camilo. Así como la hija se enamoró del afilador casi al primer golpe de vista, también don Felipe le había cogido al chico un afecto especial. Desde su aparición en Bande en aquella tarde-noche, durante el Rosario, y la posterior cena en familia, la simpatía inicial hacia aquel muchacho tan singular, se fue convirtiendo en aprecio sin apenas darse cuenta. Más adelante, al profundizar en su vida, con el conocimiento de su madre, de sus hermanas, y haber estado en su casa en varias ocasiones, su querencia hacia él aumentó. Casi sin saber el por qué, Camilo se había ganado un lugar en el corazón de don Felipe. El joven, en la búsqueda del consejo paterno que le faltaba, acudía a menudo al padre de Pilar para pedirlo, ya fuese directamente, o bien, a través de las muchas cartas que le dirigía a ella y a su madre. En los últimos tiempos, las consultas de Camilo se multiplicaban, y sus dudas no tenían fin. Menos mal que don Felipe las atendía con enorme paciencia y cariño, y haciendo todo lo posible por no crearle al muchacho más confusión de la que tenía. Iba solventado las papeletas con serenidad y buen juicio. En lo más hondo de su alma, Felipe Silva, aún amando con pasión a sus cuatro hijas -suplien-


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do incluso, en lo que podía, el amor de la madre ausente-, siempre había suspirado por un hijo, un hombre en aquel hogar repleto de mujeres, un sucesor... que su querida Consuelo nunca le pudo dar. Tal vez esas ansias ocultas en lo más íntimo de su ser, reberberasen al exterior con la presencia del joven afilador, y lo empujasen, de forma instintiva, a ocupar con él las antiguas carencias... Ya hacía las veces de padre cuando él solicitaba consejo -también su madre se lo pedía para el hijo-, y sin mediar intención por su parte, de manera espontánea, iba asumiendo en esas ocasiones el puesto vacío de padre que tenía Camilo. No lo percibía, ni se paraba a pensar en ello, pero un creciente amor paternal fue invadiendo su alma poco a poco... aumentando cada día... y llenando así el espacio libre del hijo añorado... ... Y además, con el paso del tiempo, también surgieron otras razones de mucho peso que propiciarían aquel padrinazgo... Fue precisamente Carmiña, la madre de Camilo, la que planteó la situación a Felipe cuando éste menos lo esperaba. Había pasado más de un año desde el primer encuentro de los jóvenes en Bande, y aunque él sospechaba de una leve relación entre ambos, fruto de una simpatía mutua, siempre lo tomó como un simple escarceo de juventud. Ni le había dado especial importancia, ni tampoco pretendía, en modo alguno, invadir con preguntas los íntimos sentimientos de su hija Pilar... Y por otro lado, la incuestionable distancia que los separaba


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habitualmente, no parecía indicar la posibilidad de otro trato que no fuera una noble amistad. Pero las mujeres, más sensibles y atentas en estos menesteres del corazón, perciben esas sensaciones bastante antes que los hombres. La madre, no tardó demasiado en adivinar en el hijo sus sentimientos amorosos. Ella estaba al tanto de sus andanzas con las chicas del pueblo, de las aldeas vecinas, y también de las muchas que conocía en los sucesivos viajes -él se lo contaba-. Con la lógica preocupación materna, siempre le aconsejaba lo mismo: “Ten sentidiño, meu fillo, que polo mundo haiche moitas lagartonas.” Camilo se reía, y de tanto oírlo, ya acababa la frase con ella a dúo -aquello de “moitas lagartonas”-, seguido de las correspondientes carcajadas. Pero para sus adentros, Carmiña estaba segura de que a su hijo no lo iba a pescar “ningunha lagartona”. Camilo podría ser de todo, menos parvo, y ella sabía de sobra de los gustos del hijo. Y claro, pasó lo que pasó. Carmiña no necesitó más de un instante para descubrirlo. Al conocer a Pilar, aunque solo fugazmente, y conociendo a su hijo, comprendió muy pronto el motivo de que Camilo se estuviera enamorando con tanta pasión. — Es una muchacha que enamora, Felipe. No me extrañan nada estos amores alocados de mi hijo. Tan alegre, tan bonita, tan dulce, con esa mirada tierna, su porte elegante, femenino, ese trato educado... ¡Es un encanto!... Y tengo que decirte, amigo Felipe, que mi hijo Camilo no será otra cosa, pero a listo... pocos le ganan. Y aunque, por


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desgracia, no es muy sabido, distingue de sobra dónde está lo que vale la pena... ¡Y el pobre, anda tan desesperado! — Calma, Carmiña, todo se andará. Si me lo permites, hablaré con él, como lo haría su padre. — Él sabe que no puede aspirar a tu hija. Lo tiene asumido, Felipe, y yo no sé qué decirle, porque lleva toda la razón. Hay demasiadas diferencias, y Camilo, es el primero en darse cuenta. “Es un amor imposible”, me repite mil veces, y yo no encuentro palabras ni para consolarle, ni para darle consejo. — Carmiña, vamos a darle tiempo al tiempo. Casi nada en este mundo es imposible... salvo acabar en el cementerio. La vida está llena de cosas imposibles... hasta que no lo son. Y si hay algo hermoso en nuestra existencia, ¡y tú lo sabes!, es el amor entre dos jóvenes. Y cuando es verdadero, como parece, puede saltar cualquier barrera que se le ponga por delante. Ni tú, Carmiña, ni yo, vamos a impedir o a obligar a nada a nuestros hijos. Ellos son los que deben allanar esas diferencias que se le hacen insalvables a tu hijo. Nosotros solo podemos aconsejar, y si siguen adelante, bendecir la relación con nuestro amor y comprensión de padres. Ahora -continúa Felipe después de una pequeña pausa-, eso es lo único que nos queda por comprobar, que existe un amor de verdad, sólido y perdurable, tanto en Camilo como en Pilar... que no se trata de un simple arrebato juvenil. No es malo que se separen y pasen largas temporadas sin verse. Incluso, ¿por qué no?, que conozcan a otras gentes...


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— ¡Pero Felipe! -interrumpe Carmiña-. Si Camilo ya ha tenido más novias, que todas las que hayan podido pasar por la capilla del pueblo en sus cuatro siglos de existencia. Y Pilar, ¡no digamos!, aún más. No me refiero a novios de verdad, tú ya me entiendes. Pero a ella, debes saber, que la persiguen por la aldea como moscones desde hace bastante tiempo. Y no solo los vecinos, sino también chicos de todos los sitios de la comarca. ¡Y qué decir de su paso por Ourense! Sé de buena tinta por una de sus mejores amigas, que tiene allí una larga cola de pretendientes, y según ella, a cada cual mejor, es la envidia de la pandilla. Así que, ¿a quién más deben conocer estos dos? — Pues muy bien, Carmiña. ¡Tanto mejor! ¡Vale la pena esperar! Se citaron una mañana de diciembre en Castro Caldelas. Faltaban pocos días para Navidad, y Camilo había regresado a su hogar para celebrar estas fechas en familia. Llevaba tres meses por Castilla, y venía muy satisfecho del resultado de la campaña. Sus ahorros sobrepasaban los cálculos más optimistas, y aunque pensaba salir de nuevo al acabar las fiestas, ya tenía cubierta la temporada. Cuando su madre le anunció la cita con don Felipe, Camilo acudió con la máxima diligencia. Al margen de que fuera el padre de Pilar, le tenía un gran aprecio y respeto. Sentía admiración por su rectitud, su caballerosidad, por el comportamiento generoso que siempre había tenido con él. Y encontraba muchas veces en don Felipe, los consejos que su padre ya no le podía dar.


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— Para salvar esas distancias con Pilar -le aconsejaba-, ¡que sabemos que hay muchas!, además de seguir trabajando con ahínco, lo primero que tienes que hacer es estudiar y mejorar tu formación. Esa es la gran barrera que debes superar. ¿Serás capaz de sacrificarte? Cuando acabes el trabajo diario, en vez de jugar a las cartas, o tomar unos vinos, o distraerte con los compañeros... estudia algo. Poco a poco, sin prisas... — Don Felipe, es que yo tengo prisas -le interrumpía Camilo-. Si no me apuro, perderé a Pilar para siempre. — Pues eso será una prueba decisiva para los dos. Si de verdad te quiere, esperará. Si no lo hace... — Estudiaré, don Felipe, por lo menos lo he de intentar, para dejar así de ser un patán ignorante... y además, ahorraré el dinero suficiente para poder ofrecerle el presente y el futuro que ella se merece. — ¡Fíjate bien, Camilo! Como conozco demasiado a mi hija, tu decisión de estudiar y adquirir una buena formación, es lo más importante para ella... Ahí está, precisamente, el punto más débil de vuestra relación, y el que os puede desunir. Esa es la gran diferencia que existe entre los dos. El dinero, en cambio, para Pilar, poco significa. Después, Camilo -continuaba don Felipe-, todo lo demás vendrá rodado. Y considera, que por suerte, cuentas con una cosa muy valiosa a tu favor, el bachillerato del mundo, que enseña tanto como el colegio de cada día. Anda despierto y aprende de la vida. Si luchas, que estoy seguro que


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lo harás, no dudes de ti mismo. Pilar es una muchacha muy bondadosa, y te ayudará en lo qué sea. ¿De acuerdo, Camilo? — De acuerdo, don Felipe. — ¡Mucha suerte, hijo! -y se dieron un largo y sentido abrazo en la despedida. Había pasado algo más de un año desde que conoció a Pilar, y Camilo recordaba paso a paso todos sus encuentros. La llegada a Bande, las primeras palabras que intercambiaron, los encuentros en la Plaza de la Tenencia, las inolvidables cenas de aquellos tres días... Luego, su fugaz estancia en Vigo, donde recorrieron los muelles, el barrio del Berbés, subieron al Monte del Castro, pasearon por la Calle del Príncipe, por la Alameda, la despedida en la Estación... ¡Qué felices habían sido! Al cabo de quince días, se volvieron a ver en Ourense. Pilar empezaba los estudios para maestra. La había encontrado en la Alameda a media tarde, acompañada de varias amigas, todas muy guapas y elegantes, y al descubrirla desde el fondo del parque entre la gente y los árboles, de lejos como estaba, hizo sonar su chifre con el encanto de aquella melodía que siempre le dedicaba. Pilar se volvió nerviosa como un resorte, orientada por el asubio conocido, y sin más, salió alegre corriendo hacia él y dando saltos... Y ya, en aquel momento, Camilo percibió que algo los separaba. El asombro y las risitas de sus acompañantes ante la sorprendente escena, le quedaron en la retina y en el sentimiento para mucho tiempo. Sus gestos lo decían todo:


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“¿Qué hace Pilar con un afilador?...” Y al instante, notó una repentina turbación en ella después del arranque inicial... — No hagas caso de esas tontas, Camilo - le decía don Felipe-. También Pilar, cuando la voy a visitar a Ourense, contagiada de sus amigas, me dice que se avergüenza de mí, al verme bajar del autobús de los asientos de atrás, los más baratos como tu bien sabes, y ocupados por la gente más modesta. Me recrimina por no ir en los asientos delanteros. “Éi chegar igual ca eles.”, le contesto un día tras otro. Las ourensanas son muy miradas para estas tonterías de aparentar, y la realidad de la vida está muy lejos de esas vanidades estúpidas. ¡Ni caso, Camilo! ¡Ni caso! Pero aunque don Felipe le animara constantemente en sus aislados encuentros, él no dejaba de sentir que algo le fallaba con Pilar. Cuando ella le contaba un sinfín de cosas, de antes, de ahora, de historia, de personajes, de capitales famosas... de las que nada sabía, se quedaba embelesado mirando aquellos ojos, sin poder seguir ni un poco las conversaciones que planteaba, y que aún encima, muchas veces ni comprendía. — ¿No sabes dónde está Londres?... ¿Y París?...¿Berlín?... ¿Y Hitler?... ¿No sabes nada de la reciente Guerra Mundial?... Así que estuviste delante de la estatua de Colón. ¿Sabrás quién era Cristóbal Colón?... Pasaste por delante del Museo del Prado... ¡y no se te ocurrió entrar!


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... Situaciones como estas se repetían a cientos, y al principio, se sonreían comprensivos, pero llegó un momento que ellos mismos notaron en falta algo entre los dos. No bastaba con la atracción mutua, el cariño que se tenían, el bienestar que disfrutaban cuando iban juntos... Ni eran suficientes las risotadas que seguían a sus imponentes chistes, contados con tanta gracia por Camilo... Ni la sorpresa de verlo cocinar espléndidamente para ella... ¿Y cuando le cantaba aquellos boleros?... ¡Lo bien que bailaba! Ya fuera el pasodoble, el vals, el tango... a muiñeira, que se la había enseñado su abuela Anuncia... — ¿Cuando me vas a dar clases, Pilar? — Cuando tú quieras, Camilo. Pero, ¿cuándo?... si te estás marchando a cada rato.


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III. Las nuevas Mientras Herminda y Maruxa dormían la siesta, ellos salieron a la huerta, y cogidos de la mano, pasearon su felicidad en medio de las flores y los frutales que con tanto esmero cuidaba Pilar. Iban en silencio, como exhaustos por las recientes emociones, mirándose a los ojos a cada rato, rezumando en sus rostros la dicha del momento, y casi sin creerse que estaban juntos de nuevo. Habían pasado demasiado tiempo sin verse. Más de un año sin otra comunicación que no fueran las largas y apasionadas cartas que se escribían, y que tardaban, por unas razones u otras, cerca de un mes en llegar. Ella apoyó la cabeza en el hombro de Camilo, y él la rodeo con su brazo por la cintura. — Parece como si hubiese pasado toda una eternidad desde el día de mi marcha. Todavía hoy no me explico cómo pude aguantar tanto tiempo en Buenos Aires. Ahora, una vez de vuelta, cuando pienso en ello, he de reconocer que solo una razón inexcusable me retuvo: acabar el curso en la escuela... y esto -y Camilo, echándose la mano al bolsillo, saca un sobre doblado al medio, y se lo entrega a Pilar-. ¡Ábrelo! Es para ti. Pilar lo coge intrigada, lo abre nerviosa y apresurada, y lee con sorpresa... con asombro... se ilumina su cara... Era el Título de Bachiller Elemental concedido por el Instituto de Educación de Buenos Aires. Se quedó sin habla un instante... y


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girándose, reposó la cabeza en su pecho, y se abrazó a él con emoción. Luego, se miraron a los ojos con intensidad, y se besaron con ternura durante un buen rato. — Gracias, Camilo -dice al fin, mientras unas sentidas lágrimas resbalaban por sus mejillas. — Era una deuda pendiente, Pilar. Por lo tanto, sólo queda tu examen para verificarlo y convalidar el título. Espero que tus primeros aprobados como maestra, me los concedas a mí. Pilar no podía recibir mejor recuerdo de Buenos Aires. Ni la “pollerita” escocesa, ni la “ramerita” crema, ni los selectos perfumes... ni tantos obsequios que le había traído, eran comparables a este último, porque, además, valoraba el tremendo esfuerzo que debió suponer para Camilo. — Bueno, lo del examen lo dejaremos para más adelante -continua Camilo tras una pausa-. Antes, necesito que me pongas al día de todas las novedades. Después de tanto tiempo ausente, algo habrá ocurrido por tu casa, por el pueblo, en la Escuela de Magisterio, por Ourense... Aunque aquí en Bande, a simple vista, parece que todo sigue igual: el camino, o cruceiro, la Tenencia, los campos, a fonte do moucho, la iglesia de don Servando... hasta o Mouro vino a recibirme como antaño. Bueno... todo sigue igual, menos tú, que estás más bonita que nunca -y le besó en la mejilla con ternura. — También tú estás muy bien, Camilo. Te encuentro mucho mejor que la última vez. ¿Te acuerdas? En el puerto de Vigo, antes de marchar


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a Buenos Aires. Llevabas una cara desencajada, un gesto tan triste, se te veía con una pena tan enorme... que me quedé llorando durante una semana entera sin parar. Ahora, en tu regreso, te veo radiante, feliz, también guapo, y además, se te nota muy confiado en ti mismo, en que todo salga bien... y saldrá, Camilo. Yo no te voy a fallar. — Eso espero, Pilar. ¡Dios te oiga! Pero no seré enteramente feliz hasta que tú puedas serlo conmigo. Esta vez no vengo en ruta de trabajo, ni tampoco he venido de visita, ni de vacaciones. Antes de irme, te pedí que me esperaras, y ahora vengo a buscarte. Si me aceptas, quiero que nos casemos enseguida, para disfrutar contigo cada día, para crear un hogar a tu lado, preparar juntos un porvenir, tener hijos... ¿Te casarás conmigo? Sentados en un banco de la huerta, a la sombra de los frutales, Pilar le cuenta a Camilo las andanzas familiares. <<Ya sabes que mi hermana Digna se casó, y se fue a vivir con Arturo a su casa de As Chavolas. Es una casa de piedra muy bonita, con balcones pintados de negro, siempre repletos de plantas con flores, y con un escudo de familia en el alto de la fachada. En el bajo se encuentra el taller de carpintería. Se entra por un gran portalón, que comunica al fondo con la huerta, y tiene a un lado unas artísticas escaleras de madera que llevan a la vivienda. Es la primera casa del pueblo viniendo por la carretera de Ourense. >>


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— ¡Qué pena! -interrumpe Camilo- Pasé por allí esta mañana. De saberlo, me hubiera parado a saludarles. — No sé si los encontrarías. Digna sale al campo de madrugada casi todos los días; y Arturo, a primera hora, suele ir a entregar los pedidos de clientes en el carro. Pero bueno, ahora que ya sabes dónde viven, puedes hacerlo en otra ocasión. — Así lo haré. Le tengo mucho afecto a Digna, siempre tan hospitalaria y cariñosa conmigo. Y además, con Arturo guardo de antiguo una cuenta pendiente. Se comprometió en una ocasión, antes de mi viaje a América, a fabricarme un chifre si le llevaba uno de muestra. — Pues cumplirá lo prometido. Arturo es capaz de hacerte no sólo uno, sino una docena... y en un “periquete”. — Bueno, eso ya lo veremos. Un chifre no es un barril, ni una mesa. Un chifre lleva música dentro, suena, tiene alma. Se sopla, y el ya se encarga de que salgan mensajes y melodías... Unas veces más bonitas, y otras, menos... según para quién vayan. Tú ya lo sabes de sobra... Ya veremos en qué queda el reto. ¡Anda, anda! Sigue contando. <<Pues bien, como te decía, se casaron y tuvieron un hijo, Antón, que va a cumplir dos años, y es una monada. Moreno, pelo rizo, gordecho, anda desde hace poco... “más simpático que las pesetas.” Y ya están esperando otro para principios de año. Se les ve muy felices con seu neniño, y ahora, suspiran porque sea unha nena lo que viene en camino. Por lo demás, en ellos, todo sigue igual. Dig-


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na, con sus tareas del campo, mirando al cielo a cada rato, tratando de adivinar el tiempo que va a hacer, y con sus eternas peleas con los jornaleros. Y Arturo, en la carpintería como siempre, con los toneles y con los muchos encargos que recibe. Por cierto, le hizo una cuna al niño... ¡tan bonita! De colorines, y con dibujos de globos, estrellas, un sol, una luna... ¿Y juguetes? Antón ya tiene un camión, una carretilla, un tren con vagones... Ahora le está haciendo un caballo balancín. Arturo es todo un artista, tan capaz de fabricar un tonel para el vino, como esculpir en madera una Virgen María. Hace poco nos enteramos que la imagen de Santa Eulalia de la Iglesia de Ventosela, había sido una ofrenda suya... Pero no quiere que se sepa... Alguien se debió ir de la lengua. >> — ¿Y Elvira? ¿Qué es de ella, que no anda por aquí? ¿También se casó? <<Elvira y Pepiño se casaron poco después de que embarcases para Buenos Aires. Pero no tuvieron demasiada suerte, y esta es la mala noticia que tengo que darte. Como sabes, para ir desde Bande a O Carballiño y a las aldeas cercanas, hay que cruzar el monte de A Corredoira, que ha sido considerado siempre como un lugar muy peligroso. Los mayores del pueblo hablan de robos, atracos a mano armada, agresiones a caminantes... y que durante la Guerra Civil, y también después, se encontraban a menudo cadáveres tirados entre los tojos, víctimas de los temidos “paseos” y de los ajustes de cuentas


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de la época. Aún hoy en día, da un poco de miedo pasar por A Corredoira. Se respira en el aire una sensación de peligro, de misterio, de tremendas historias... Pues bien, ocurrió que una mañana, al amanecer, encontraron en el monte de A Corredoira a un hombre muerto, desangrado por las cuantiosas puñaladas recibidas. Se trataba de un vecino de Sadurnín, y según su familia, venía de O Carballiño de cobrar una importante cantidad de dinero, fruto de la venta de unas tierras. El dinero no apareció por ningún lado, y cuentan, que una paisana declaró a la Guardia Civil haber visto a aquel hombre con Pepe, el cartero, en la tarde anterior, y que discutían a voces en medio del monte. A simple vista, se podía presumir quién era el culpable. Total, que la noticia enseguida llegó a oídos de mi padre. Conociendo sobradamente el proceder de la Guardia Civil en aquellos tiempos, buscó con rapidez a Pepiño por el pueblo, lo escondió durante todo el día para que no dieran con él, y esa misma noche, acompañados de mi hermana Elvira, salieron los tres para Vigo. A la mañana siguiente, mi padre los embarcó a los dos con destino a Venezuela. Elvira iba embarazada, y tuvo su niño en Caracas hace un par de meses. Felipe, le pusieron de nombre. En casa, como te puedes suponer, tuvimos un disgusto brutal, irreparable, y a mi padre no había forma de consolarle. Andaba lloriqueando por todas las esquinas, y cuando alguien lo recriminaba por tanto lloro, que al fin, no arreglaba


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nada, contestaba con enorme pena: “Ti non choras porque non é teu fillo.” Al cabo de un mes descubrieron al verdadero asesino, un vagabundo que pasaba por allí en el momento de la discusión. Les oyó hablar de dinero, de bastante dinero, y se deduce, por la declaración del culpable, que Pepe no estaba muy de acuerdo con el vecino por la venta de las tierras. Nunca se supo a ciencia cierta el por qué, si fue por la cuantía de la operación, o bien porque él mismo aspirase a comprarlas. Tan pronto se separaron, el vagabundo siguió al paisano, y aprovechando la noche, le asentó varias cuchilladas hasta matarlo. Él mismo se delató disponiendo de un dinero, del que no pudo dar explicación. La Guardia Civil le hizo “cantar” en media hora, pero tardó meses en dar con él. ¡Vete tú a saber qué hubiese sucedido si detienen a Pepe!... ¡Y quién sabe si no le hubiera caído el “muerto”!, y nunca mejor dicho. >> — ¡Qué pena! Me dejas helado. ¿Y qué van a hacer? Volverán pronto. — No lo creo, Camilo. <<Pepe no se fía de la Guardia Civil, y teme, que al haber huido en su momento, lo detengan ahora por obstrucción a la Justicia. Por ahora no piensan volver, y es que además, les va muy bien en Caracas. Aunque la morriña les ataca un día sí y otro también. han decidido que su porvenir está allí. Mi padre se consoló bastante al aclararse los hechos, y más adelante, al recibir buenas noticias de su estancia en Caracas. Pero no por ello,


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deja de lamentarse interiormente cada día. Cualquier tarde de estas, coge el barco, y se planta en Venezuela para abrazar a sus hijos y conocer a su nuevo nieto. No quedará tranquilo hasta que lo haga. >> — Y haría muy bien, si puede. <<Y ahora tengo que darte la sorpresa mayor. He de informarte, mi querido Camilo, que entre nuestros padres debe haber algo más que amistad. Mi padre, con el pretexto del trabajo, viaja a aquella zona mucho más que antes. Con el disgusto que tuvo con lo de Elvira y Pepe, percibimos -Herminda y yo- que tan sólo con tu madre se consuela. Al regreso de sus viajes a Castro Caldelas en los que suponíamos que se veían-, venía mucho más animado. Y desde hace algún tiempo, yo me estoy oliendo el por qué...>> — También yo he notado algo...


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<<A los dos días de llegar a Buenos Aires -contaba Camilo en su turno-, siguiendo los consejos de unos parientes, me trasladé al famoso Centro Gallego, que tanto me habían recomendado visitar durante la travesía en barco. En la puerta, cuando ya me disponía a entrar, me encontré con un señor mayor, de baja estatura, pelo blanco, con gafas de montura gruesa, elegante, risueño... y que al verme con la “rueda”, se acercó enseguida solícito, me tendió la mano con hospitalidad, y me dijo: “Benvido a Bos Aires, rapaz. Xa temos afiador na casa dos galegos. Facíanos falla. Imos pra dentro.” A partir de ese momento, se me abrieron todas las puertas de la capital. Don Alberto Prego, que así se llamaba, resultó ser una persona encantadora, y muy influyente en todo su entorno. No había lugar en Buenos Aires donde no fuera conocido, y solamente invocar su nombre, te recibían con los brazos abiertos. A don Alberto, no sólo lo querían, lo veneraban. Me dio sus consejos, sus recomendaciones, su protección... y ya todo lo demás, fue como una seda. Su cuñado, natural de Ventosón, un pueblecito cercano al mío, también había sido afilador de chico, acompañando de mutilo* a un tío por tierras castellanas, y antes de su emigración a Argentina. Se había casado con su hermana al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, hacía más de cua*Mutilo. Del barallete. Aprendiz.


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renta años -me contaba don Alberto-, y ellos, si que tuvieron la gran suerte de regresar a Galicia, y establecerse en Vigo, donde aún siguen. Don Alberto Prego era persona de mucho mando en el Centro, y él mismo se encargó de presentarme a los responsables del restaurante, del mantenimiento del edificio, del hospital, de la peluquería... de todas las dependencias de aquella sociedad donde pudiera existir trabajo para mí. “Coidarme o rapaz, que é cáseque coma meu fillo.”, les dijo a todos. Dicho y hecho. Tuve trabajo en el Centro Gallego desde el primer día hasta el último, y cuando no lo hice, fue por voluntad propia. A la semana, ya estaba integrado en el Grupo de Baile Gallego, y cuando le dije con timidez a don Alberto que quería estudiar, se levantó como un resorte de la mesa de su despacho, me indicó con la mano que lo siguiera, y en diez minutos, me había convertido en alumno del Bachilletato Nocturno del Centro Gallego. De lunes a viernes, de 7 a 11, don Manuel, mi tutor, me llevó de la mano durante casi un año. Después de empezar con lo básico, como sumar, restar, leer con soltura, escribir bien y sin faltas de ortografía... me fue pasando, bajo su supervisión, al profesor de Geografía, de Matemáticas, de Ciencias, de Historia... y acabé, pasado casi un año, por aprobar el Bachillerato Elemental. No sé aún si quedé más contento por la propia satisfacción personal, o por haber sido capaz de cumplir la promesa que te hice. Y también tengo que contarte la enorme alegría que se llevó don Alberto. Al cruzarme con él por los pasillos, y enseñarle


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el título, me abrazó con fuerza, y después de mil parabienes, me dice riéndose: — ¡Qué, Camilo, estás feito un home! Xa podes casar. Tes traballo dabondo, título de bachiller, es bo tipo... ¿non querrás agora que tamén te atopemos a noiva? — Noiva, aínda que lonxe, xa teño don Alberto. — Entón, ¿quedou na Terra? — Sí, señor. En Bande. — ¡Ah! ¡Moi ben! -y medita un momento¿Déixasme darche un consello? -yo asentí con la cabeza- ¡Lisca a buscala, Camilo!... E queda con ela en Galiza pra sempre. Non volvas.


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IV. La mano de Dios La mirada protectora de don Felipe no dejaba un instante de vigilar los pasos de su querida hija Pilar. De siempre, había tenido una especial predilección por aquella niña, y cuando, desde muy pequeña, decía que de mayor sería profesora, tanto su esposa Consuelo como él se llenaban de orgullo sólo con pensar que podría ser cierto. Soñaban en ello con ilusión, y si por fin, llegado el día, las ambiciones de la chiquilla no cambiaban, estaban dispuestos a brindarle la oportunidad para conseguirlo. Su hija Pilar iba a ser la primera muchacha de toda la comarca que saldría del pueblo para estudiar... y desde luego, la primera maestra del lugar. La pena es que Consuelo no viviría para verlo. Pasados los años precisos, y en el momento justo de ser nombrada para recoger su título de Maestra Nacional -en el solemne acto final de la Escuela de Magisterio-, el padre no pudo aguantar un minuto más, y ocultando la cara con ambas manos, estalló en sollozos, y sus lágrimas fluyeron incontenibles durante un buen rato. Por su mente pasaron en un instante, el recuerdo de su querida esposa Consuelo... de su hija Elvira y de Pepiño... de los abuelos fallecidos hacía poco... ¡Cuánto hubiesen disfrutado todos ellos de estar presentes! Y cogiendo por los hombros a Digna y a Maruxa, que lo acompañaban, se mantuvo emocionado abrazado a ellas, con el sentimiento triste y nostálgico de aquellas ausencias inevitables...


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Como una constante firme durante los últimos años de su vida, las alegrías y las desgracias se alternaban para él con una precisión matemática. No había una que no llevase emparejada a la otra. En escasos minutos, del explosivo júbilo experimentado por el nacimiento de la hija, se pasó a la tremenda tristeza por el posterior fallecimiento de la madre... Y desde entonces, todo se fue sucediendo con alternancias similares. La mano de Dios parecía reservarle ese signo para el resto de su existencia, y aunque le concedía intervalos tranquilos, los hechos no tardaban en volver con la cadencia acostumbrada: a la buena noticia le seguía la mala... o al revés, que también se daba. Y don Felipe, como buen creyente, lo aceptaba con resignación. Echaba la vista atrás, y se encontraba con la insistente repetición de lo mismo. A la suerte de no ser alistado en la terrible Guerra Civil, siguieron pronto las trágicas pérdidas de familiares y amigos, muertos en el frente, y el regreso de otros, ya inválidos de por vida. Después, a la desbordante euforia del fin de la guerra, continuó el brutal ensañamiento de los vencedores con los vencidos. Los espeluznantes asesinatos, encarcelamientos y ajustes de cuentas, no pararon en varios lastimosos años. En casa, el destino se comportaba de manera parecida. A poco de la festejada boda de su hija Digna con Arturo, un incendio, iniciado en un bosque cercano, arrasaba con las cosechas de todo un año en la Tenencia.


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A la muerte de sus padres, con apenas un mes de diferencia, sucedía el nacimiento de Antón, su primer nieto, y la alegría de la familia. La vida lo iba zarandeando sin descanso. Ahora con risas, ahora con lloros... Murió el viejo alazán, nació un ternero... Buena cosecha, peste porcina... Montes en llamas, buen precio de la madera... Y lo más reciente y doloroso: Elvira y Pepiño. Tras su boda, tan divertida como popular, incluso celebrada con bombas de palenque para anuncio a la comarca del acontecimiento, siguió una larga temporada de bonanzas, rematada con la nueva del embarazo de su hija. Pero no había pasado ni un mes desde la feliz noticia, cuando don Felipe no tuvo otra solución que embarcar clandestinamente al matrimonio con destino a Venezuela, para evitar la detención de Pepiño, buscado por la Guardia Civil por una falsa acusación de asesinato. Inmerso en una tristeza permanente, lloriqueando por las esquinas sin cesar, con ciertas dudas sobre lo sucedido... no se empezó a recuperar hasta que al fin, pasado un año, dieron con el verdadero culpable. Sin embargo, el mal ya estaba hecho sin reparación posible. Comprendía, por las buenas noticias recibidas y las razones esgrimidas por Pepiño, que sus hijos no volverían de América. La mala fortuna los había exiliado de Bande, y a cambio, les concedió un hijo hermoso -de nombre Felipe como el abuelo-, y un magnífico porvenir que no pensaban desdeñar.


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Sus ansias más íntimas no eran otras que verlos con urgencia, y conocer a su nuevo nieto. Quería tenderles la mano, apartar dudas injustas, abrazarlos con fuerza, comprobar por sí mismo su boyante situación... y ya después, suponía que con la tranquilidad recuperada, darles su bendición de padre, sin la que se habían ido en aquella huida apresurada. La mano de Dios movía los hilos de su vida a su antojo, para lo bueno y para lo malo... Don Felipe acataba lo que le tocara en turno sin una sola queja, y sus plegarias implorantes o agradecidas, según el caso, se rezaban cada día en la misa o el rosario. Mientras tanto, desde hacía algún tiempo, afrontaba otra situación complicada, llena de interrogantes, que duraría no se sabía hasta cuando, ni tampoco, a ciencia cierta, en dónde acabaría. Pilar y Camilo, Camilo y Pilar... ¡Qué larga incertidumbre padecían estos chicos que tanto quería! En medio de ese continuo vaivén de subidas y bajadas, su preocupación actual se centraba, sobre todo, en su querida Pilar, la hija predilecta... Perfecta en sus estudios de maestra, compañera ejemplar en la Residencia, amiga querida entre la numerosa pandilla, cariñosa como nunca con su padre... Se mantenía en Ourense con la alegría y el afecto intactos para los familiares y amigos del pueblo. En cada una de las muchas visitas de su padre, no dejaba jamás de preguntar por todos, y aunque se encontraba enormemente dichosa en la ciudad, con sus estudios, sus amigas y las monjitas, no por eso se olvidaba ni un solo día de su hogar, de Maruxa,


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de Herminda, de Digna, de Arturo, de su sobrinito Antón... de los hermanos “emigrados”, del nuevo sobrino... Ni tampoco, y ahí surgía el problema, se olvidaba nunca de Camilo, el afilador... Persistía en sus sentimientos con más ardor cada día que pasaba... A partir de la recordada mañana de septiembre, el afilador... y también Carmiña, su madre, habían irrumpido en la vida de don Felipe de forma tan rotunda como inesperada. Y con el mismo sino que Dios le otorgaba en el resto de sus vivencias, los vaivenes con ellos no hacían tampoco otra cosa, más que subir y bajar constantemente. Camilo se había convertido para don Felipe en poco menos que un hijo adoptivo. Sin demanda declarada por ninguno de los dos, y de una manera sorprendentemente natural, el trato entre ambos no era en nada distinto al de un padre y un hijo. Una relación que, por supuesto, carecía de los papeles que abalasen su validez legal, pero que no por ello dejaba de contener un leal compromiso. Entre el afecto adquirido con el muchacho desde el primer día, la nostalgia del hijo varón que no tenía, el respeto y adoración que le mostraba el chico, el afortunado conocimiento de su madre... y lo realmente decisivo, la desbordada pasión de Camilo por Pilar, correspondida por su hija... entre este amasijo de sentimientos encontrados, se veía inmerso don Felipe en su afán protector. Sentimientos, mezclados de tal forma y tan enrevesados de juzgar, que ahora aparecía ejerciendo de Ferreiro, y al rato, lo hacía de Loira... y, en definitiva, para


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protegerlos lo mejor posible a todos. El singular idilio de los jóvenes, tan irreal como apasionado, planteaba sin cesar dudas difíciles de resolver, y por supuesto, de aconsejar. Sin saberlo Pilar, su padre dirigió y aconsejó a Camilo desde su primera aparición por Bande. Al principio, el papel protector se lo tomó don Felipe por el simple afecto que le había cogido al chico nada más llegar. Luego, al día siguiente, al conocer a su madre, Carmiña, aumentó su interés, y ya se inició un cierto compromiso con Camilo. No pasó demasiado tiempo, cuando definitivamente asumió, sin previa declaración, ni excesivas reflexiones, las funciones del padre que le faltaba al muchacho. Desde su primer encuentro en Valdovento, Carmiña fue calando hondo en los sentimientos de Felipe, que hasta bien andado el tiempo, no se percató de ello con claridad. Fiel al recuerdo de Consuelo, su habitual desinterés de muchos años por una nueva compañera -a pesar de las continuas insinuaciones de vecinas y conocidas-, se había ido trastocando poco a poco con la amistad de Carmiña. Sin darse ni cuenta, intentaba verla cada vez más a menudo. En su compañía se encontraba cómodo, y hallaba el ansiado consuelo a las recientes tristezas que le venían embargando. La soledad de ambos durante varios lustros en su inesperada viudez, aquella nostalgia siempre presente del compañero en falta, los momentos cotidianos compartidos con la pareja, y que ya no se repetirían... Hacía algún tiempo que, a raíz de sus encuentros cada día más frecuentes y duraderos, esos recuerdos persistentes


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-sin borrarlos del todo-, se iban esfumando levemente, sin aparente percepción... como una espesa niebla que desaparece con lentitud, sin prisas... Felipe, al compartir obligaciones con Carmiña en el cuidado de Camilo, se buscaba, en el inicio de esta responsabilidad, sucesivos pretextos para visitar la zona. Las decisiones del afilador fueron consensuadas con todo detalle por los tres, a lo largo de más de cuatro años que ya llevaban en la tarea. Tratando de comprobar con exactitud lo cierto de aquellos sentimientos apasionados, decidieron para ello –con la aceptación resignada de los jóvenes-, hacer discurrir sus vidas de forma independiente y separada, sin verse durante largos periodos de tiempo. Los ponían a prueba. Ella, con sus estudios en la Escuela de Magisterio, y sin ataduras de ningún tipo que le obligasen a nada, en la más completa libertad para relacionarse con compañeros y amigos. Camilo, cuidando de su trabajo, de las obligaciones familiares, y con la permanente recomendación de don Felipe, de poner un especial énfasis en sus estudios y en su formación. “Es muy importante en vuestra relación.”, le decía, y Camilo asentía, más convencido que su tutor. Era una tarea delicada, meditada con calma y precisión desde ambos lados. Madre y padre respectivos intentaban asegurarse de que los sentimientos de los chicos, y aquel amor apasionado, no fuese tan solo fruto de un simple impulso juvenil. Carmiña y Felipe, en una curiosa dualidad de posiciones, no querían otra cosa que no fuese la plena felicidad para sus hijos. De la misma forma que Fe-


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lipe con su hijo, Carmiña sentía verdadera adoración por Pilar. — Ya conoces Castilla, La Rioja, el País Vasco -le aconsejaba Felipe-... Ahora te vas a Cataluña, y ¡fíjate bien en los catalanes!, que tienen fama de ser grandes negociantes, y muy avanzados en ideas y formas de vida. Luego, debes ir a conocer Portugal, aunque no sea muy rentable el viaje, es un país más pobre que el nuestro... Y si sigues manteniendo el deseo de viajar a Argentina, como tu bisabuelo, ya lo harás a continuación. Y te repito una vez más, Camilo, ¡estudia cuánto puedas!, lee los periódicos por donde vayas, y abre los ojos cuando andas por el mundo, que la vida enseña tanto como el colegio... Y relaciónate con las chicas que encuentres a tu paso, no huyas de ellas... Si sigues pensando en Pilar de la misma forma, ya llegará el momento. — Camiliño, meu fillo, cúidate mucho -lo despedía su madre en una de las tantas veces en que se iba-. Come bien, y aunque no ahorres tanto, elige pensiones decentes. Ten cuidado con las malas compañías, e sentidiño, meu fillo, que no mundo haiche moitas lagartonas –y Camilo, una vez más, coreaba riéndose lo de moitas lagartonas... Ríe, ríe... que ya sabemos de más de uno al que embaucaron por el camino hasta dejarlo sin un real... En medio de las consideraciones habituales, los múltiples consejos, los repetidos análisis de los hechos... las idas y venidas continuadas de Camilo,


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sus andanzas por el mundo, las anécdotas de los viajes... los estudios de Pilar, su vida social por Ourense, las actividades culturales... los planes de uno y otro... los escarceos diarios que daban sus relaciones... en medio de todo esto, había algo entre Carmiña y Felipe que estaba creciendo sin pausa desde la misma mañana de conocerse. En contraste con el futuro de los jóvenes, tan incierto como imprevisible, el camino de los mayores parecía orientarse con claridad. Ya habían pasado un tiempo prudencial, cuatro años en el próximo septiembre, y en el fondo, sin declararlo explícitamente, sabían ambos que el desenlace estaba cercano. Don Felipe le había gestionado el pasaje en el “Santa María”, un espléndido trasatlántico portugués, que hacía la ruta Lisboa-Buenos Aires, pasando antes por Vigo, y con escala al otro lado del océano, entre otros puertos, en Río de Janeiro, destino habitual de la emigración de Portugal. El 10 de Junio de 1945, en una mañana radiante de sol, Camilo se embarcaba en el puerto de Vigo con destino a Buenos Aires. El barco que lo iba a llevar, ya no esperaba en la mitad de la ría, como le había contado su bisabuelo Olegario. Ahora, atracaba en un enorme muelle, especialmente construido para aquellos colosos que viajaban a América. Aunque la emigración gallega había descendido notablemente con respecto a principios de siglo, el tráfico de viajeros no había variado lo más mínimo. Los más de dos millones de emigrantes al


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otro lado del Atlántico, la mayoría de ellos con nuevas familias formadas en América, generaban idas y venidas continuadas. Unos, de visita a su tierra en las vacaciones; otros, a conocer a la familia gallega; algunos, a recoger a los mayores para llevárselos; muy pocos para emigrar... Y no faltaban tampoco, los que, jubilados, regresaban a casa... En la despedida de Camilo, en pleno muelle, al pie de la escalerilla que ascendía al barco, su madre le daba los últimos alientos y consejos; su hermanas Xiana y Carmeliña le pedían una “pollerita” de recuerdo a su regreso de Buenos Aires; don Felipe, con un fuerte y largo abrazo, como no queriendo dejarlo partir, le deseaba suerte... Momentos antes, en un pequeño apartado, se había despedido de Pilar. “¡Vuelve pronto, Camilo!”, le suplicó ella. “Volveré a por ti, Pilar, cuando sea un hombre de provecho y pueda ofrecerte el futuro que te mereces. Y estudiaré con todas mis fuerzas para que consigas hablar conmigo de algo más que de afilar tijeras y arreglar paraguas. ¡Espérame!... y si no lo haces, también lo comprenderé.” Su vieja tarazana, que repetía viaje a las Américas, ya estaba facturada y acomodada en las bodegas... Y cuando rebasaron las Islas Cíes, asomado en cubierta, Camilo contempló por primera vez aquel mar sin fin del que tanto le hablara el bisabuelo Olegario.


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Al cabo de poco más de un año, Carmiña y Felipe acudían a recibir a Camilo de su regreso de Buenos Aires. Y no lo hacían en los muelles de Vigo, como era la costumbre de toda la vida. La impaciencia por volver, aquella morriña rabiosa que le invadía, las ansias incontenibles de ver a Pilar... no le permitieron a Camilo permanecer más tiempo en la capital argentina. Al aeropuerto de Barajas, en un vuelo de Iberia, procedente de Argentina, llegaría de regreso en esta ocasión. Los inacabables veinte días de trayecto por mar, se convertirían en veinte horas por aire. Ni el elevado costo del viaje, logró frenar su urgencia de regresar. Antes de embarcarse en el “Rio de la Plata” -así bautizado el avión en su ruta recién estrenada-, hubo de consultarlo... En las bodegas de carga le reservaban su espacio. Su viajada y vieja tarazana sería la primera vez que cruzaba el charco por aire. El prudente juicio de Carmiña y Felipe, a la espera de acontecimientos próximos, aconsejó mantener en secreto el regreso de Camilo. A Pilar no se le informó de nada.


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V. Una maestra en Luintra Pilar nunca se pudo imaginar un inicio tan feliz en su nueva vida de maestra. Sólo llevaba quince días en Luintra, y ya estaba perfectamente integrada en su puesto. Se había ganado muy pronto a sus alumnos -por lo menos, eso le parecía a ella-, que, entre otras cosas, encontraban en su juventud una proximidad, que con doña Encarna se hacía cada vez más distante. A pesar de lo querida que era la veterana profesora en la comarca, el trato con los niños le iba pesando demasiado en los últimos tiempos. Nada más llegar, al presentarse en el Concello como la nueva maestra, fue recibida de inmediato por el alcalde, don Fulgencio Fraguas, varios concejales, y el secretario, don Arcadio. Le dieron la bienvenida, se ofrecieron para cuanto necesitase, se sorprendieron de sus pocos años, y le desearon mucha suerte en su cometido... y don Fulgencio, algo bruto pero galante, comentó que por lo menos el pueblo ya empezaba ganando con el cambio: la nueva maestra era mucho más guapa que la anterior... La señorita Pilar, o simplemente Señorita... y al cabo de unos días, sólo “Seño” para los niños, se convirtió en un personaje popular en Luintra cuando aún no había pasado ni la primera semana de clases.


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Antes de saberse algo de sus virtudes para la enseñanza, o de sus “mañas” para llevar a los alumnos, o de su buen o mal carácter... ya se había extendido por la zona un rumor de gran alcance: la belleza de la joven maestra recién llegada. Se ve que al compararla con doña Encarna, que al parecer ni de jovencita fue demasiado agraciada, la diferencia se hacía notable en exceso. Ni que decir tiene que la noticia armó con rapidez un enorme revuelo entre los jóvenes... y los no tan jóvenes. Hermanos, primos y allegados, empezaron a acompañar a los niños a la escuela con asiduidad, tanto a la hora de entrada como a la de salida, conducta que en los hombres del pueblo nunca se había observado. Llevar a los niños al colegio era cosa de mujeres, al menos, eso aconsejaba la sagrada tradición. Acostumbrada de siempre a estar rodeada de moscones, ya fuese en la aldea o en la capital, Pilar no se percató en absoluto de la situación, y consideraba lo más normal que sus alumnos viniesen acompañados por los mayores en sus idas y venidas. Tampoco se dio cuenta de que Anselmo Fraguas, el hijo del alcalde, se acercó con su hermana a preguntar por los horarios de la escuela, cuando estaban perfectamente señalados en el tablón de anuncios; que Xosé se interesó por el comportamiento de su hermano Luis, con sólo una mañana de clase; Paco le preguntó si era familiar de los Ferreira de Valdovento; Manolito, el sobrino del cura, le puso al día sobre los horarios de misas y del rosario; Balbino, lo hizo de los autobuses de línea; y Manuel José, el hijo del juez comarcal, algo más


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echado para adelante, ya la invitaba al baile del domingo en la Sociedad Cultural de Castro Caldelas... — La “seño” ya tiene novio. Así que, ¡no vengáis detrás de ella! -les gritaba Carmeliña a los chicos, toda enfurecida. Al margen del “mosconeo” de los muchachos, Pilar recibía, desde el primer día, pequeñas muestras de la afectuosa acogida que le daban los paisanos de Luintra. Los alumnos llegaban con bolsas de pimientos, cebollas, verduras, fruta... de todo. Hasta un conejo le trajo un lunes el padre de Quique, eso sí, presumiendo de cazarlo el domingo anterior junto a ocho piezas más... y varias truchas recién pescadas en el río Sil por don Arcadio, el secretario del Concello... Tetillas, tartas caseras, membrillo... licor-café, aguardiente de hierbas, vino de la Ribeira Sacra... Y a pesar de que les suplicaba a los niños con su acostumbrada dulzura -no fueran a pensar que era un desdén-, que no le llevaran nada, que ella sola no podía dar cuenta de tantos alimentos... y les decía además, siempre en broma y sonriendo, que se iba a poner más gorda que las vacas de doña Matilde -personaje muy popular en Luintra-... las ofrendas seguían llegando, cuando no de unos, de otros... la última, bombones caseros, una delicadeza del lugar a base de castañas. La mayoría de estos presentes acababan en la casa de Carmiña, que dicho sea de paso, era una excelente cocinera. Ya fuera el conejo, o las truchas, o las verduras frescas... o lo que fuese, los convertía, con aquel don que Dios le había otorgado, en manjares exquisitos. Pilar no los celebraba


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en demasía, pero su padre, cuando venía de visita -tres veces en los quince días que llevaba en Luintra-, se “chupaba los dedos”, y hacía sobradamente los honores a los selectos vinos y licores que le regalaban. A su llegada a Luintra, acompañada de su padre, Carmiña y las niñas ya los esperaban al pie del autobús. Les ayudaron a bajar las maletas y las bolsas, y enseguida, junto a Xiana que le indicaba el camino, se dirigió al Concello a hacerse cargo del puesto de maestra, y a la correspondiente entrega de llaves de la escuela y de la casa. La madre de Camilo la había recibido con los brazos abiertos, y la colmaba de todas las atenciones posibles. Con un cariño desbordante, junto a Xiana y a Carmeliña, le ayudaron a limpiar y preparar su futuro hogar, le dieron los consabidos consejos domésticos, le aclararon las dudas que surgían... También quisieron arreglar un poco el pequeño jardín que rodeaba la casa, pero en esto Pilar no transigió: “Ese placer es solo mío. En mi casa de Bande lo vengo haciendo casi desde que nací.”, les explicó sonriente. La casita de la maestra era una auténtica delicia. Parecía sacada de un cuento de hadas, con su puerta y sus ventanas rojas sobre la piedra encalada, abundantes tiestos con flores por todas partes, la campanilla dorada en la entrada, el pequeño muro rematado con una verja repleta de ramas, el pozo a un lado del jardín, el canto de los pájaros como rumor de fondo... Sólo le faltaba el humo blanco saliendo por la chimenea... una riada de chocolate


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vertiendo por el tejado... y unos enanitos juguetones por el jardín... “Villa Maruxa”, nombre que lucía en la puerta de entrada, era tan bonita y entrañable como axeitada. De planta baja, dos habitaciones –una de ellas adjudicada de primeras a las visitas del padre-, una coqueta cocina, una confortable sala... y aunque amueblada en un estilo un poco clásico para una joven, no carecía de buen gusto. El pequeño jardín que la rodeaba, era para Pilar el mejor de sus encantos, y cuando se enfrascaba en sus cuidados, hasta llegaba a olvidar en dónde estaba. No sabía si en la huerta de casa, en los jardines de la residencia de las monjas, en el claustro de la Escuela de Magisterio, o... Se olvidaba de todo en esos instantes. Antes de la marcha de su padre, se habían reunido todos en la modesta casa de Carmiña, en Valdovento. Con un espléndido cocido en la mesa, disfrutaron de una velada hogareña, llena de afectos, de risas... con los infantiles comentarios de Carmeliña... las bromas de Xiana con la pequeña, la defensa de Pilar de su nueva alumna... y en su protectora madurez, con las miradas tiernas de los mayores sobre sus hijos... Xiana se quedó a dormir con Pilar en su primera noche en la nueva casa. Aunque la maestra le llevaba unos pocos años, la mutua simpatía ya venía desde el mismo momento de conocerse, unos cuatro años atrás. Desde entonces, se vieron en contadas ocasiones, pero en todas ellas se establecía enseguida un flujo de afecto entre las dos. Intima-


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ron pronto, y aquella noche, hablaron hasta muy tarde de sus proyectos, sus ideales, sus aficiones, sus familias respectivas... y, ¿cómo no?, de sus amores. A Xiana, lo normal en una moza en edad, también empezaban a rondarle... Pilar, en cambio, con un futuro firme en esos menesteres, esperaba el momento oportuno para casarse con Camilo... tal vez en marzo. La decisión estaba tomada, con el feliz consenso de ambos padres, y todas sus bendiciones. A la mañana siguiente, cuando aún faltaba un buen rato para el comienzo de la escuela, ya llegaba Carmeliña aporreando la campanilla y petando a la puerta con insistencia. Era la primera alumna de la señorita Pilar... una alumna especial... que la iría a recoger a casa cada día para que no se durmiese... y también para espantarle la cantidad de moscones que andaban a su alrededor... y cumplir así, las obligaciones de vigilancia férrea que le encomendara su hermano Camilo... Pilar se sentía a los pocos días como en su propio hogar, y percibía con claridad, que iba a disfrutar de una enorme felicidad en Luintra. Todo a su alrededor se mostraba favorable para que así fuese. Sus numerosos miedos se disiparon con prontitud, y ni se encontró sola, ni tuvo dificultades como maestra, ni fue recibida con hostilidad en el pueblo, ni podría encontrar una casita mejor que “Villa Maruxa”... Y aunque estaba lejos del hogar paterno, además del propio en Luintra, había encontrado otro muy cercano con el que no contaba, la casa de Camilo, en Valdovento, a quince minutos caminando. Don Felipe, adelantándose a los aconte-


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cimientos, le guardaba en secreto esa sorpresa, y ya en su día, usando de todas sus influencias en Ourense -sin que Pilar lo supiese... de momento-, había elegido ese destino para su hija con toda la sana intención. Al acabar las clases por la tarde, solía acompañar a Carmeliña a su casa, y allí pasaba con Carmiña unos momentos que no olvidaría. Le ayudaba a la niña en sus deberes, aguardaban la llegada de Xiana, y alrededor de la camilla, charlaban... y charlaban... En la ya acostumbrada ausencia de Camilo en aquellas fechas -por entonces, en sus afanes por Vigo-, Pilar encontraba en Carmiña el afecto, el mimo, el consejo, la comprensión de madre que a ella le faltaron durante tantos años. No le podía haber tocado en suerte una futura suegra mejor, porque además, Carmiña la adoraba tanto como su hijo... y se lo demostraba a cada minuto con la espontaneidad de lo que sale del alma... sin ansias de conquista... con la entrega, sin más, de un amor de madre... Hoy hablaban de la escuela, mañana de los proyectos de Camilo, de los estudios de Xiana, de las familias, de los personajes del pueblo, de los viajes del abuelo Olegario, de la bella zona en donde vivían... << ¡Ay miña filla¡ Los que conocen mundo de tanto andar por ahí, hablan a menudo de la belleza incomparable de esta enorme comarca. Destacan sus paisajes paradisíacos, con esas espléndidas montañas repletas de arboledas; los cañones del río Sil, que penetra entre los montes como un


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cuchillo; la abundante pesca de sus aguas; los excelentes vinos de la Ribeira Sacra, cosechados en las laderas que dan al río; los imponentes monasterios e iglesias que abundan en la zona; el enorme caudal de agua de nuestros ríos, que producen energía eléctrica para Galicia y las regiones limítrofes... Todas son alabanzas... ¡Dicen!... y ¡repiten!... que no hay una región igual... Pero la belleza que tanto cantan, ¡miña filla!, no es suficiente para vivir... Y el campo y el ganado de estas tierras no dan más que para una vida miserable. De forma que nuestros hombres, desde hace al menos un par de siglos, salen a buscarse la vida por otros mundos -como tu bien sabes-, para completar la necesitada economía familiar. Es el destino que nos ha tocado vivir a las gentes de esta región. A ellos, abandonar su hogar durante varios meses al año, y soportar una vida muy dura de trabajo y sacrificio; a las mujeres y niños, echarlos en falta durante ese tiempo, y atender las faenas del campo y el ganado sin su ayuda. Pero no solo hay afiladores por estas tierras. Hombres de Nogueira de Ramuín, de Castro Caldelas, de Xunqueira de Espadañado, de Pereiro de Aguiar, de Chandrexa de Queixa, de San Xoán de Río... empiezan a trabajar por Castilla con otros oficios diferentes, y como los afiladores, llegan a los lugares más alejados del país. La Galicia del interior siempre ha sido tierra de emigrantes, y nuestros hombres también lo son, pero con distinto proceder. El emigrante tradicional gallego se va a las Américas, y por lo general no vuelve más, y si lo hace, es de visita en


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sus vacaciones. Los nuestros, en cambio, son emigrantes temporeros, y al cabo de unos meses, regresan a su casa con puntualidad. Y ese es nuestro consuelo, y el orgullo de estos pueblos, que sobreviven sin tener que abandonarlos, y dejar las casas, los abuelos, el ganado, los campos... como ocurre en otros lugares de Galicia. Quincalleiros, cordeleiros, capadores, segadores, barquilleiros, cesteiros... son todos compañeros de viaje de los afiladores, y coinciden a menudo en sus trabajos itinerantes en caminos, plazas y posadas... >> - ¿Y que es un quincalleiro? –interrumpe Pilar con curiosidad. << ¿Un quincalleiro? Es un vendedor ambulante de quincalla, es decir, de productos pequeños, de muy poco valor, pero de mucho utilidad: lentes, calcetines, medias, agujas, botones, navajas de afeitar, preservativos, tijeras, peines, mecheros, ropa interior... Suelen abastecerse de paquetería en Burgos, y de quincalla en Torrelavega, pero siempre andan atentos a lo que pueda surgir. La mercancía la transportan en un cajón de madera, que llevan generalmente al hombro. Si el negocio prospera, terminan por comprar una bestia de carga para aliviar el esfuerzo, y ampliar las rutas, y que a la vez, también les permite llevar nuevas mercaderías, como fardos de ropa de hombre y de mujer, que les dejan mejores beneficios. Los quincalleiros son casi todos del Concello de Nogueira de Ramuín, y pasada la


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fiesta de San Ramón, sus pueblos se quedan sin hombres. Salen incluso los rapaces, a partir de los trece o catorce años, y para conocer el oficio, se inician al principio como criados. El señor Orentino, Serafín de Armariz, Manuel “Chingulete”... son los más famosos e importantes, y llevan cinco o seis criados con ellos. El rapaz que menos dinero recaude en las ventas del día, a la noche tiene que guardar las bestias de carga. Se rumorea, entre otras cosas, que los lentes los compran a diez o doce pesetas, y los venden a ocho o diez pesos. Y así, con un beneficio parecido, en casi todo lo que venden. Parece ser que un quincalleiro llega a ganar unas cincuenta pesetas por jornada, hasta setenta en algún día afortunado, mientras que un jornalero del campo, hoy en día, no pasa de cinco pesetas. Esta temporada cuentan por aquí, que un tal Eladio, de A Medorra, compra patacas de semente en Burgos a 0,50 ptas. el kilo, y las está vendiendo en Ourense a 4 ptas... >> Mientras las niñas estudiaban, las conversaciones entre Carmiña y Pilar se hacían inacabables, y la mayoría de las veces quedaban interrumpidas por el reloj. El último autobús pasaba sobre las ocho y media, y si Pilar lo perdía, no le quedaba otra opción que hacer el camino a pie en plena oscuridad de la noche, cosa que a Carmiña no le gustaba nada. Y aunque Pilar no era temerosa, acostumbrada de siempre a andar por los campos, muchas noches se quedaba a dormir en Valdovento.


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— ¿Y los capadores...? -preguntaba intrigada Pilar al cabo de unos días. <<Los capadores se dedican a capar a los animales, para tratar con ello de restarles fuerzas, y que puedan ser controlados para el trabajo cotidiano. Es un oficio muy delicado, bastante desagradable, y muchas veces, ejecutado sin los debidos permisos legales. El capador necesita contar con un documento, concedido por las Universidades de Veterinaria, que acredite sus conocimientos para desarrollar ese trabajo. Documento difícil de conseguir, porque son los mismos veterinarios los que se oponen a que los capadores invadan su territorio de trabajo. Son muy apreciados en las zonas agrícolas y ganaderas, donde los animales resultan imprescindibles para las labores del campo. De todos los oficios itinerantes, el de capador es el de mayor categoría social, y el mejor pagado, y también el más escaso por sus tremendas dificultades. Está en juego la vida de los animales, y su rendimiento futuro. Los buenos, que se hacen conocidos y adquieren fama, son muy cotizados por las tierras de Castilla y Andalucía, y los campesinos y ganaderos los aguardan de un año a otro. Son excelentes clientes de los afiladores, que tienen que cuidar que todo su instrumental se conserve en las mejores condiciones. Tenazas de varios tamaños, cuchillos, tijeras, pequeñas sierras... Viajan con su maletín repleto de instrumentos. >>


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— Tienes que pedirle a Camilo, un día de los que venga de fin de semana -le decía Carmiña a Pilar en una preciosa mañana soleada-, que te lleve al Balcón de Madrid. Es un mirador en lo más alto de los cañones del Sil, desde donde las familias despiden a sus hombres, cuando salen a trabajar por Castilla en la campaña de invierno. Bajan por las laderas del monte para cruzar el río Sil, y cogen el tren en Monforte. De ahí le viene el nombre al lugar, pues popularmente se confundía el destino final del tren, con el de los trabajadores itinerantes, que se apeaban por lo general mucho antes de llegar a la capital. Es un sitio de una belleza espectacular, y testigo inseparable de las marchas de afiladores, barquilleiros, quincalleiros, cordeleiros... A los cordeleiros les espera el viaje más largo, casi dos días para llegar al Pirineo aragonés y catalán, después de hacer varios trasbordos en el recorrido. Sus cuerdas de montaña, de excelente calidad, y fabricadas “in situ” y a la medida del cliente según sus necesidades, tienen una extraordinaria demanda por aquellos lares. Nuestros cordeleiros son aguardados de temporada en temporada, y en los meses del duro invierno pirenaico se recorren toda la montaña de Huesca y Lleida de un lado a otro. >> Pilar escuchaba con enorme atención estos relatos que le contaba Carmiña. Le iban a ayudar sobremanera a entender a las gentes de Luintra y de la comarca, y a conocer en profundidad su forma de vida. Ahora comprendía el por qué nunca había pa-


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dres cuando los citaba en la escuela, y eran siempre madres, o tías, o hermanas mayores, las que acudían a las reuniones. Ya con anterioridad, se había percatado de la escasez de hombres existente en la comarca. Pero nunca, hasta estos días, encontró una explicación lógica. A su llegada a Luintra, conoció a bastantes padres y familiares de los niños, pero al cabo de una semana, parecía que hubiesen desaparecido todos de repente, sin que ella supiese los motivos. Por eso todos los niños le contestaban de una manera parecida: “Mi padre salió a trabajar. No vuelve hasta dentro de unos meses.” Los hombres que quedaban en Luintra, casi podría enumerarlos uno por uno, y seguro que se iba a dejar a muy pocos atrás. Don Fulgencio, el alcalde; don Arcadio, el secretario; el padre de Quique, el cazador; Venancio, el cartero; los frailes y seminaristas del Monasterio; Benito, el barquero, que sustituía su padre enfermo; Balbino, el recaudador de impuestos, tan antipático como su oficio; don Alfredo, el boticario; Anselmo, el hijo del alcalde, camarero en el hotel de su padre; Manolo, el de la tasca; Moncho, el guarda-jurado de los montes, un cargo de nueva creación; Eliseo, el chofer del autobús de línea; don Nazario, el cura párroco; Amador, el panadero; don Fernando, el médico; Blas, el zapatero... Sin contar a los ancianos, que casi no salían de sus casas, no creía que se dejase atrás a muchos más. Así es como estaba la situación por la comarca, y ella, en sus labores de maestra de Luintra,


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consideraba, que además de enseñarle a los niños lo básico -las cuatro reglas, leer y escribir-, debía formarlos con unas miras modernas, de progreso, distintas... Aquellas hermosas tierras parecían anquilosadas en el pasado, y las costumbres de sus gentes seguían siendo las mismas que las de sus tatarabuelos, sin que se percibiese el paso del tiempo. Y no es que despreciara en absoluto sus costumbres ancestrales. Más bien todo lo contrario, las valoraba en muy alto grado. No en vano, gracias a ellas, los pueblos se conservaban vivos y habitados. No como acontecía por otras zonas -por el Concello de Bande-, donde, a causa de la emigración, las aldeas se habían quedando en manos de los abuelos. En consecuencia, con el paso de los años, la vejez y la salud les impedía cuidar los campos, las huertas, las casas el ganado... y cuando fallecían, ya nadie tomaba el relevo. Dentro de poco tiempo, las aldeas del interior quedarían abandonadas y en ruinas. Pero estudiando el método más indicado para la educación de los chicos, llegaba a la conclusión de que algo se necesitaba cambiar. Más allá de los trabajos de sus padres y de las labores de sus madres, existían para los niños otras salidas a un futuro distinto, que nunca nadie les había propuesto, ni dado a elegir. Su condición de joven maestra constituía por si sola un ejemplo claro de opciones diferentes. Era la primera muchacha de su comarca que salía de casa para estudiar, y la primera maestra del Concello de Bande. Entre las gentes de más de una docena de aldeas, salpicadas por una enorme extensión de monte y campo, Pilar era la única. Hasta


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ahora, todas las mujeres, sin excepción, se dedicaban a las labores del hogar, a tener hijos, y a las faenas del campo y del ganado. Pensó, como dato favorable, que con la ausencia tan larga de los hombres en los hogares, a la fuerza tenían que ser las mujeres las que mandaran en las familias. Ellas administraban la casa, los campos, la huerta, el ganado... cuidaban de la educación de los hijos... atendían las necesidades familiares... Las decisiones importantes estaban en sus manos, y consideraba Pilar, que como madres, podían ser más sensibles que sus parejas a cualquier cambio. Sólo la posibilidad de mejora para sus hijos, constituía motivo más que suficiente para escuchar atentas las propuestas que Pilar quería presentarles.


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Llevaba un par de meses de clases, y un martes, a las cinco de la tarde, citaba a las madres en la escuela. Asistieron puntuales. Desde su llegada a Luintra, percibía de cerca el respeto y cariño que le profesaban las familias. Se lo había ganado a pulso a partir del primer momento, y se daba perfecta cuenta de que los niños la adoraban. Cuando por ellos enviaba algún aviso, las madres, o en su defecto, las tías o hermanas, respondían de inmediato con su presencia. Después de informarles cómo iban los estudios de sus hijos, los objetivos próximos, atender a varias preguntas, planear un par de excursiones formativas, pedir sugerencias... Después de todo esto, digamos que de curso normal, continuó con un tema mucho más delicado, el futuro de los chicos. Quería pedirles a las madres, como primer paso, que permitiesen a sus hijos continuar en la escuela un par de años más. <<No sé lo que hizo mi antecesora durante estos últimos tiempos, pero yo querría hoy hablarles de algo de vital importancia, el futuro de sus hijos. No parece que sea esta una misión obligada de una maestra, pero yo quiero asumirla como tal, en mi deber de educar y formar adecuadamente a los niños. Ya sé que me contestarán que su futuro está muy claro y seguro: el niño va a ser labriego y afilador como su padre, y la niña será ama de casa, tendrá hijos y se cuidará del campo, del ganado y de la huerta, cuando los hombres se ausenten del hogar. Harán lo mismo que han hecho sus antepasados desde hace más de un siglo: sus tatarabue-


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los, sus bisabuelos, sus abuelos, y ahora, sus padres. >> Pilar hace una pequeña pausa, esperando la confirmación de las familiares de lo que estaba exponiendo. Todas asienten con gestos, dando por exactas sus palabras. Aguarda un instante, tratando de provocar en sus interlocutoras el punto de curiosidad conveniente para continuar. << ¿Se han parado a pensar alguna vez, si el futuro de sus hijos podría ser distinto? ¿Si habría otra alternativa para ellos? No se trata de despreciar los trabajos que durante siglos se han desarrollado por estas tierras. Al contrario, merecen todo la admiración y respeto, y la consideración de que gracias a ellos se mantienen con vida las aldeas de estas comarcas. Pero, ¿no les gustaría que sus hombres dejasen de ir por el mundo buscando el sustento? ¿No sería deseable tenerlos presentes en el hogar durante todo el año? Me informan que faltan de casa cerca de ocho meses. Me dicen, que la educación de los niños de Luintra, y en general, de los de todas estas tierras, se limita simplemente a aprender lo básico, y una vez conseguido, más o menos a los doce años, abandonan la escuela para ponerse a trabajar. Ahí se termina su preparación para el futuro, y comienza la rutinaria e inamovible forma de vida elegida por sus antepasados hace muchos años. >> Pilar hace otra pausa, y deja a las asistentes cuchichear entre ellas. Sería bueno que se percatasen con claridad de lo que quería exponer.


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<<Cada día en la escuela, veo entre mis alumnos, chicos con tanta valía, que me da una enorme pena que sus cualidades innatas no puedan ser aprovechadas de otra manera. Muchachos inteligentes, listos, tenaces en el estudio... que podrían alcanzar las metas que se propusiesen si sus padres se lo permitieran. En principio, sólo les quiero pedir que los dejen en la escuela un par de años más, a fin de completar su formación, y confirmar sus cualidades para estudios de mayor entidad. Después, ya tendremos tiempo en su momento, de analizar otras posibilidades para ellos distintas a las de siempre. ¿Por qué no podrían estudiar para maestros... para oficinistas... para enfermeros... o aprender el oficio de electricista, fontanero, mecánico...? Marcela, su hijo llegará a ser médico... Carolina, ¿quiere una maestra en casa?... Doña Amparo, va a tener un nieto músico, ¿qué le parece?...>> El mensaje de Pilar había caído en la comarca como una explosión. Los comentarios iniciales, tal como cabía esperar, tildaban a la maestra de tola, de chiquilla que no sabe lo que es la vida, de desconocer las necesidades de las familias... “¿Que sabrá ella, que aún es una niña?”. “¡Y nos viene a dar consejos...! ¡Como la señorita debe ser de casa rica...!” Pasados unos días desde la reunión, la semilla sembrada con paciencia por Pilar, parece que empezaba a dar sus frutos. Las madres, las abuelas,


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las hermanas, las tías... tantearon con discreción a los niños sobre sus aficiones, e incluso, alguno, que se definió con claridad de ideas, llegó a contagiar de ilusión a la familia. También los hubo que querían ser afiladores como el abuelo y como el padre.


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VI. Un paseo por Buenos Aires Nunca se pudo imaginar Camilo, que aquel soñado viaje a Buenos Aires pudiera ser tan decisivo para su futuro. La vieja ilusión de imitar al bisabuelo Olegario, e igual que en él, más asentada en la curiosidad y en la aventura que en la necesidad, propició un cambio radical en su vida. Haciendo memoria, llegaba a un antes y a un después notablemente distintos a partir de aquella estancia de poco más de un año en Argentina. Había regresado un Camilo nuevo. ¡Qué suerte había tenido! Desde el primer momento de su salida del puerto de Vigo, la fortuna le acompañó en la aventura sin abandonarlo ni un sólo instante. No hubo circunstancias que no le fueran propicias, y las casualidades tan favorables que se iban dando, se repitieron una tras otra, facilitándolo todo, e incluso, allanando una camino hacia su ansiada formación que no acababa de encontrar en su anterior etapa. ¡No se podía tener más suerte! Nada más iniciarse la travesía en el “Santa María", apenas rebasadas las Islas Cíes, le surgió de repente, sin buscarlo, la primera tarea como afilador, y desde entonces, ya no le faltaría el trabajo en ninguno de los días del trayecto. Un camarero del barco, al descubrir su tarazana en la bodega de equipajes, se interesó enseguida por su propietario. Lo que empezó con dos navajas de afeitar, no tuvo fin en todo el viaje. Al camarero,


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le siguieron sus compañeros, el capitán, el contramaestre, los oficiales, los cocineros, el médico y los enfermeros - con todo su material quirúrgico-, el responsable de los comedores, los peluqueros de a bordo, los mismos viajeros... Él esperaba algún trabajito que otro, a tenor de lo que le había contado el bisabuelo, pero no podía sospechar de ninguna manera que la realidad llegase a tanto. Recordaba sus palabras: “Pude quedarme de afilador fijo en el barco...”. Era la pura verdad, él también podría. Entre tripulantes y viajeros contaría siempre con una parroquia segura y numerosa. Total, que veinte días trabajando sin parar, con los gastos incluidos en el pasaje, le dieron no solo para cubrir su costo, sino que se encontró con un inesperado e importante ahorro ya mucho antes de alcanzar su destino.


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Después, al llegar a Buenos Aires, se repetiría otro imprevisto golpe de fortuna con el que no contaba. En el mismo muelle de atraque, ya lo esperaban con impaciencia sus parientes de Xanín, que a pesar de conocerse nada más que de nombre, lo tratarían desde el primer momento con un afecto desmedido, como si fuese a un hijo propio al que recibían. Lo acogieron de inmediato en su hogar, y aunque Camilo intentó al cabo de unos días buscar otro alojamiento, sobre todo para evitarles las lógicas molestias, se lo impidieron tajantemente sin darle la más mínima opción a otra alternativa. Más adelante, procuró colaborar en los gastos de la casa, aportando alimentos o cualquier otra cosa beneficiosa, y de nuevo sus parientes no lo consintieron. Viviría con ellos hasta su regreso, rodeado de atenciones y de cariño. Se trataba de un matrimonio sin hijos, que llevaban emigrados desde antes de la Guerra Civil. Benito era primo de su padre, y tanto él como su esposa Socorrito, lo recordaban de haber convivido juntos durante los años de niñez en la pandilla del pueblo. Así como el padre de Camilo buscó su futuro fuera de Xanín, Benito también lo hizo emigrando a Argentina. Al cabo de un par de años se casó con Socorrito por poder, y una vez unidos, afianzaron su vida en Buenos Aires, aunque con la tristeza permanente de no tener descendencia, y la morriña inseparable de todo gallego. Vivían con desahogo, en un confortable piso, con trabajo estable y bien pagado -por lo que decían-, bien relacionados... pero con una rutina diaria, que la presencia de Camilo rompería a lo largo de todo un año, y los


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colmaría de felicidad. Su compañía, además, les abriría unas perspectivas en las que jamás se le había ocurrido pensar, y con las que ya estaban ilusionados. Algo, la ilusión, que tenían perdida desde hacía tiempo, y que la juventud entusiasta y emprendedora de Camilo hizo resurgir. El primer sueño -si se confirmaba al fin lo esperado-, sería su asistencia a la futura boda de Camilo, y por supuesto, la ansiada visita a Galicia, de la que se habían ido más de veinte años atrás. Y claro está, con vivienda y comida gratis, el rendimiento de su trabajo en Buenos Aires no podía ser mejor. Pero hubo algo para Camilo de mucho más valor que el beneficio material que venía consiguiendo, y no era otra cosa que el cariño y la hospitalidad que le brindaron sus familiares, desconocidos hasta entonces, y que contribuirían a hacer inolvidable aquella estancia en Buenos Aires. Cuando llegó el día de su marcha, y se despidieron fundidos en un fuerte abrazo, en medio de la emoción y de alguna lágrima, se prometieron verse pronto en Galicia. Al cabo de unas semanas de su llegada, Camilo percibió enseguida en el ambiente de la calle, la relación fraternal, solidaria, desinteresada... que existía entre los gallegos. Hasta resultaba llamativa para cualquier observador esa excepcional actitud. Parecía que formasen una misma familia, pendientes a cada momento de ayudarse unos a otros. Y entre estos encomiables comportamientos, destacaba sobre todos, la generosa e incondicional hospitalidad de la colonia gallega en Buenos Aires. Cono-


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ciendo en carne propia las tremendas dificultades iniciales para incorporarse a una vida tan distinta, los gallegos ofrecían a sus paisanos recién llegados una acogida sin límites. Con el corazón abierto, se les brindaba cuanto tuviesen a su alcance, desde su hogar hasta su propia comida, como si fuesen uno más de la familia, y durante el tiempo necesario para encontrar el acomodo más conveniente. Algo, que también le había sucedido a Camilo, con la única diferencia de que a él no le permitieron marcharse. Luego, recordaba el casual y feliz encuentro con don Alberto Prego a la puerta del Centro Gallego. Lo que había sido un simple saludo cordial, se convirtió con el paso de los días en un auténtico padrinazgo, que sería fundamental para su futuro. En lo más profundo de su alma, llevaría siempre presente la figura menuda de don Alberto, con su amplia sonrisa, con su gesto bonachón y entusiasta, con sus generosos consejos, con su cariñoso trato paternal... un verdadero ángel protector que le había destinado la vida. Le pasaban por la memoria momentos cruciales de su estancia en Buenos Aires, y llegaba inevitablemente a su origen. Hasta escuchaba, en su cavilar, las tiernas y fantasiosas palabras del bisabuelo Olegario relatando su aventura. Ahora, transcurridos muchos años, deducía que esa era la valiosa herencia que le había dejado: la ilusión por Buenos Aires. Olegario debió entrever, ya muy cerca del cielo, que aquel era el camino conveniente


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para su biznieto, o aún más, imprescindible para la buena marcha de su vida. Y sólo con recordar el primer baile... su cuerpo, aún sin moverse, danzaba por dentro al instante, con emoción intensa... Aquella tarde, ya lejana, sonó una muiñeira en una radio, en la cafetería del hospital, y hechizado por la música, con la fuerza del alma que manda, se arrancó alegre y poderoso en su danza... y una enfermera lo siguió en el embrujo, e hizo pareja... los brazos volaron al aire, las piernas saltaron arriba y abajo... y el aturuxo vibrante de un gallego afilador subió punzante hasta el cielo... entre pidiendo y dando gracias... ¡Qué momento!... Hubo aplausos... Los bailarines se abrazaron con sentimiento... A la media hora se incorporaba al Grupo de Baile del Centro Gallego. ¡Qué suerte! Fue el primer paso de los muchos que daría durante el año, y que lo llevarían a un cambio tan radical como imprevisto. La actividad cultural del Centro Gallego no cesaba ni un sólo día del año: exposiciones de pintura, conferencias de variados temas, sesiones de cine, certámenes literarios, concursos de pintura, biblioteca... Camilo anduvo asombrado durante varias semanas observándolo todo, y aunque al llegar, no entendía demasiado de lo que allí se ofrecía, comprendió pronto que aquel era el inicio de una camino que buscaba con ansias desde hacía bastante tiempo. Madrugaba más que nunca, y apuraba en su trabajo sin apenas descansar, perdiendo tan sólo unos breves minutos para comer. Intentaba jornada


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tras jornada, llegar con la tarea bien hecha al final de la tarde, para disponer así de horas libres, y poder asistir al programa cultural que se presentaba cada día. De tanto andar con su rueda por los pasillos del Centro Gallego, siempre con prisas de un lado a otro, cumpliendo sus encargos con puntualidad, pronto se hizo popular. “O afiador”, le llamaban, y entre unos y otros no cesaban de gastarle bromas, a las que Camilo respondía con su habitual gracejo. No había pasado una semana, y ya tenía fama de excepcional contador de chistes. Apenas entraba en la cafetería del Centro, o en una sala de estar, o incluso en medio de algún pasillo... ya salía una voz que lo reclamaba: “¡O afiador que conte un chiste!”. Una tarde, descansando en un sillón de la sala, le tocan la espalda, y al volverse le dicen sin más: “Necesito un afilador para nuestra obra de teatro”. Aquel hombre desgarbado, de mediana edad, con barba descuidada, melena canosa, gafas gruesas, chaleco de piel... no era otro que Silverio Lomba, el director. Ante el silencio de Camilo, que no entendía ni lo que le proponían, no le dio elección. Se lo llevó con rapidez, y desde ese preciso instante, quedó convertido en un actor teatral. ¡Lo nunca visto! ¡Camilo, actor teatral! Cada vez que lo recordaba, hasta le daba la risa sólo con pensar que pudiera ser cierto semejante logro. No se lo creía ni él mismo, y a veces, hasta dudaba si no habría sido un sueño. Una más de las muchas casualidades del destino que tanto le favorecieron.


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Ni que decir tiene que su actuación resultó un completo éxito. Salir al escenario con su tarazana, y recibir el primer aplauso, todo fue uno. Entró tocando el chifre, entonó el “¡Aaafiladooor y paragüeeero!” con su esplendida voz, habló algo en barallete, y para rematar su aparición en escena, contó un divertido chiste de afiladores que hizo carcajear a toda la sala. Lo despidieron con una cerrada ovación. ¡Qué suerte! ¡Qué increíble suerte! Lo habían felicitado con entusiasmo, tanto el director como el resto de los actores, y por los pasillos de la sociedad no recibía más que felicitaciones. “¡Camilo, deixa a roda e faite comediante!, bromeaban con él. Fue la noticia del momento en el Centro Gallego. A partir de ahí, ya entró definitivamente a formar parte del Grupo de Teatro. Le dieron papeles cortos y algo vastos, pero Camilo respondió en escena con acierto en un par de obras más. Cada vez lo hacía mejor, y don Silverio, el director, al despedirse, se lamentó muy en serio de su marcha: “Camilo, ahora que estás hecho un actor de verdad, nos abandonas...” ¿Quién se lo iba a decir? Nunca en otra se vio, subido a un escenario, con la sala abarrotada, actuando en un papel... Él, Camilo, que ni había entrado en un teatro en su vida... ni sabía lo que era eso del teatro... Cuando lo contase en Bande o en Valdovento, no se lo iban a creer. Pensarían que se trataba de un chiste más de los de Camilo. Por eso, para demostrar lo que parecía una broma, se cuidó


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de guardar los programas de las obras como un tesoro. “AS ESTRELAS NON FALAN” de Servando Méndez por el Grupo de Teatro del Centro Gallego de Buenos Aires Director: Silverio Lomba REPARTO: Manu Silveira …………………... Mestre Fito Castañal… ………………… Xuíz Comarcal Hugo Canda ……………………. Alcalde Casilda Luengo ………………… Venus. Pastora Benavides ….….…….…. Estrela Polar Marga Bouzas ………………….. Estrela Fugaz Camilo Blanco ….……................. Afiador

Buenos Aires, 18 de agosto de 1946


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Una tarde asistió a la conferencia de un famoso galleguista, Alfonso Rodríguez Castelao. Decían de él, que se trataba del más importante de los políticos gallegos exiliados a causa de la Guerra Civil. Don Alberto me había dado la orden tajante: “Camilo, quiero verte en la conferencia del jueves. ¡No me faltes!”. La sala estaba abarrotada, y el político disertó sobre Galicia durante un par de horas, siendo interrumpido varias veces por los enfervorizados aplausos de los asistentes. Él no había entendido demasiado de lo que se exponía, pero a tenor de la pasión que despertaban sus palabras, dedujo que lo que decía era de trascendental importancia para nuestra tierra. El acto finalizó con el Himno Gallego, entonado por la Coral del Centro, acompañada por toda la sala puesta en píe con solemnidad. Se remató con vítores a Galicia, y el estallido unánime del aplauso patriótico y emocionado de los presentes. Días después, don Alberto Prego me había explicado con mucha paciencia por mi corta comprensión, quién era Castelao, y el amplio contenido de su doctrina política. La política fue algo nuevo en mi vida, como tantas otras cosas hasta llegar a Argentina. Camilo sólo sabía que existía Franco, O Concello, el Servicio Militar, la Falange Española, la Sección Femenina... y poco más.


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Acostumbraba a pasar a menudo por la Sala de Exposiciones, y sin entender nada, se quedaba fascinado mirando las pinturas de Castelao -también artista-, de Laseiro, de Díaz Pardo, de Dieste, de Seoane... y se comentaba en su entorno, que eran los mejores pintores gallegos del momento. Más de uno, al cruzarse con él por los pasillos, le pidió que posara con su tarazana, y siempre, además de darle las gracias con simpatía, le enseñaban los bocetos que se llevaban dibujados en el lienzo. “¿Te gustan?, le preguntaban. “¿Quién sabe si su figura de afilador no se habrá inmortalizado en alguna de aquellas obras de los pintores gallegos? ”, se decía Camilo.


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<< ¡Camilo, no pierdas esta rapaza! -le había dicho autoritario don Alberto Prego con una carta de Pilar en la mano-. Hay demasiado amor en estas líneas como para dejarlo escapar. Se lee en ellas tanta sensibilidad y dulzura... tanta comprensión y entrega... tanta belleza de espíritu... que no me extraña tu pasión por esta chiquilla. Ahora entiendo tu esfuerzo desmedido para alcanzar algo que ella se merece, aún a sabiendas que te espera sin condiciones... Habéis sido valientes para soportar tantas pruebas, y ya es el momento de ponerle el final. Os lo merecéis, ella por su paciencia de enamorada, y tú, Camilo, por tu sacrificio para merecerla. >> Y don Alberto, levantándose de su mesa, se había acercado a Camilo, y después de abrazarlo con el afecto de un padre, sólo le diría: “Felicidades, Camilo.” — Ahora habrá que preparar el futuro con cuidado. ¿Qué planes tienes? Hablaron durante un buen rato, analizando la situación con calma. Camilo, respondiendo a las preguntas de don Alberto, expuso la situación familiar de ambos, y le informó de los estudios de Pilar, que estaban a punto de finalizar. También le dijo, que contaba con unos buenos ahorros, y que podría iniciar su nueva vida con cierta holgura. Se citaron para otro día. Al cabo de una semana se reunirían de nuevo en su despacho, y don Alberto, después de los saludos de costumbre, de interesarse por su trabajo,


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de preguntarle si necesitaba algo... le propuso a Camilo que se estableciera con un taller fijo en alguna de las capitales gallegas. — Así empezó mi cuñado Basilio en Mendoza, y poco a poco, con la ayuda de mi hermana en las tareas comerciales, salieron adelante. Más tarde, como ya te conté en alguna ocasión, tuvieron la suerte de volver a Galicia, y quedarse allí definitivamente. Se establecieron en Vigo, y hasta hoy. Por las noticias que tengo, les va muy bien, a pesar del mal momento que se está atravesando desde la Guerra Civil. — Eso mismo es lo que yo he pensado, don Alberto. Muchos afiladores lo han hecho: a unos les fue bien; a otros no tan bien; y bastantes, echaron tanto de menos su aldea y su caminar por el mundo, que acabaron dejándolo. — Y tú, Camilo, ¿qué has decidido? — Esa es precisamente mi ilusión. Poder afincarme en un lugar, y disfrutar de una vida junto a Pilar y a la familia, sin tener que ausentarme durante tantos meses como lo he venido haciendo hasta ahora, y como le ocurre a todos los de mi oficio. Pero me impone mucho respeto, don Alberto, y tengo miedo a fracasar. Soy un buen labriego, cuido bien de los animales, soy un buen afilador... pero poco más, usted ya lo sabe. — ... Y además, según cuentas tu mismo, eres un hombre con mucha suerte... que siempre te acompaña en todo... que no te falla nunca... Entonces, ¿cuáles son los miedos? — El miedo soy yo, don Alberto.


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— Mira, Camilo. Como persona extremadamente afortunada, vas a tener la suerte a tu lado una vez más. Te voy a dar la solución perfecta. Cuando llegues a Galicia, te trasladas a Vigo, y te acercas a saludar a mi hermana y a mi cuñado en mi nombre. Te acogerán con los brazos abiertos, te invitarán a comer, te ofrecerán habitación... y al final, en cuanto dejen de preguntarte cosas sobre mí, de Buenos Aires, de tu trabajo, de tu viaje, del Centro Gallego... de mil cosas que querrán saber… le cuentas lo tuyo. No podrás encontrar mejores consejeros para tus pretensiones. Lo han vivido todo: la emigración desesperada a Argentina, el oficio de afilador por Castilla, también son de origen labriego, tuvieron un matrimonio muy temprano -María tenía dieciséis años, y Basilio, pocos más-, unos comienzos difíciles en su taller de Mendoza... y el regreso a su tierra. ¡Qué suerte! ¡Eso sí que es suerte! ¡Volver a Galicia!


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VII. Las fiestas... y la sorpresa A la semana siguiente de su regreso a tierras gallegas, sin pérdida de tiempo, Camilo se trasladó en tren a Vigo para planear su futuro. Siguiendo las recomendaciones de don Alberto Prego, nada más pisar la estación, se dirigió con paso vivo a la tienda de la hermana, doña María Prego, situada en la Plaza del Capitán Carreró. Todo fue presentarse a doña María como enviado de su hermano Alberto en Argentina, y transmitirle con timidez sus saludos, abrazos, besos... además de entregarle unos pequeños obsequios de su parte... y la actividad del negocio quedó paralizada de inmediato. Don Basilio, el marido, al oír el murmullo de la conversación en la que se citaba a su cuñado Alberto, salió apresurado de la trastienda. — ¡Ven, ven, Basilio! -le pidió María con impaciencia-. El chico nos trae saludos y noticias recientes de Alberto... y desde el mismo Buenos Aires. El matrimonio, abandonado su posición tras el mostrador, se acercó con prisas a Camilo, y aguardó expectante. Lo que empezaría con educada prudencia, se convirtió al poco rato, en un incesante y desbocado bombardeo de preguntas de toda índole. Las predicciones de don Alberto sobre el particular se cumplían al píe de la letra... y aún se podría añadir, que se habían quedado bastante cortas.


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Lo primero, como es natural, fue interesarse por el estado de salud de Alberto y de su esposa Ana María. — Los deje en Buenos Aires el jueves pasado, los dos perfectos de salud, y con un formidable estado de ánimo. Se les ve contentos, satisfechos, optimistas con sus quehaceres... Son personas muy queridas y bien consideradas en la capital. Sin embargo, don Alberto, como él mismo confiesa, se encuentra más morriñento que nunca... y eso sí, con una tremenda envidia de no poder acompañarme en el viaje. Visitar Galicia, recorrer su aldea de Vilar do Miño, correr por los prados como de rapaz, contemplar el río, caminar por los montes... y sobre todo, abrazar a la familia… son deseos tan fervientes en él, que parece imposible que nunca los haya podido cumplir. Me explicó, que ciertos motivos de índole política lo impedían actualmente, pero me prometió que para el verano próximo, una vez superadas las dificultades, ¡por fin!, vendría a Galicia, estrecharía con fuerza a cada uno de sus queridos familiares, y asistiría a mi boda. — ¡No me digas que va a venir! -exclama doña María, alborozada-. ¡Esa sí que es la mejor de las noticias! Ya me pongo nerviosa sólo con pensarlo. Nos escribimos a menudo, cada quince días, y salvando las inevitables distancias, acostumbramos a estar bastante informados de nuestras vidas. Aunque la realidad, es que ya hace más de treinta años que no nos vemos. ¡Qué emocionante va a ser!... Pero dime, ¿cómo es que los dejaste el jueves


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pasado en Buenos Aires? El barco tarda, por lo menos, veinte días en hacer la travesía. — No regresé en barco, doña María. Vine en avión en menos de un día. Después, seguirían las preguntas sobre su relación con Alberto, y al contestarles Camilo que durante su estancia de más de un año en Buenos Aires, había sido como un verdadero padre para él, tanto María como Basilio, asintieron con un gesto expresivo. Ya sabían de su carácter generoso y protector con cuanto gallego apareciese en su entorno. — A don Alberto -continuaba Camilo-, lo adoran en todo Buenos Aires. Sólo con mencionar su nombre, tienes las puertas abiertas en cualquier lugar. En el Centro Gallego lo consideran persona insustituible, con tanto respeto, autoridad, y con un aprecio generalizado tan singular, que a pesar de no ser directivo de la sociedad actualmente, le mantienen el mismo despacho que usaba en el momento de su inauguración, allá en 1907. Cuando Camilo les informó que era afilador, y vecino de Valdovento, don Basilio no pudo menos que dar un brinco en el sitio, y espontaneamente, abrazarlo con afecto. — ¡Un abrazo, rapaz! -le dijo-. Yo también fui afilador, y soy natural de aquellas tierras, de Ventosón, muy cerca de tu pueblo, como ya sabes. La conversación siguió sin descanso, y Camilo respondía a las sucesivas preguntas, sin casi darle tiempo a completar la respuesta de la anterior. Las andanzas de Alberto por Buenos Aires, los eter-


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nos viajes oceánicos que debían soportar los emigrantes, el famoso Centro Gallego, la imponente Avenida 9 de Julio, la Plaza de Mayo, los típicos asados de carne, el mítico tango argentino, la rivalidad en el futbol de River y Boca, el río de la Plata... No había tema que quedase sin comentar. Llegó la hora del cierre del negocio, y por lo tanto, también la de comer, y no hubo alternativa. — Camilo, tu vienes a comer a casa con nosotros -dijo tajante doña María. Ya por fin, cuando se calmaron las preguntas y quedaron saciadas las muchas curiosidades, Camilo puso de manifiesto con discreción, sus proyectos y las muchas dudas que tenía en poder llevarlos a cabo. Al momento, doña María le salió al paso como un torrente. <<Camilo, eso que tu planeas con tanta indecisión, lo hemos vivido nosotros en tres ocasiones a lo largo de nuestra vida: dos en Mendoza y una en Vigo. Y en las tres, aunque con esfuerzo y tesón, conseguimos siempre salir adelante. Basilio empezó con su taller -continuó doña María- en un pequeño portal de una casa de barrio. Al principio, yo iba por los pisos y los negocios ofreciendo sus servicios, y recogiendo tareas que luego devolvía, una vez solventadas. Pronto cogimos fama, y ya no fue necesario recorrer piso a piso en busca de trabajo. A los tres años justos, ya conseguimos trasladarnos a un buen local, en pleno centro comercial de Mendoza, y ahí, comenzamos también a funcionar como una tienda tradicional. >>


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<<Después de ahorrar lo suficiente, vinimos a Galicia de visita... y una vez aquí, ya nada nos movió de nuestra tierra. Era tan fuerte la ilusión de quedarnos, que no hubo barrera que no pudiéramos salvar. Asumimos el riesgo con valentía, aunque a fin de cuentas, si las cosas no hubieran marchado bien, todo sería cuestión de volver a emigrar. Así que, afortunadamente, nos asentamos para siempre en la tierra madre, y como es natural, empezando de nuevo desde abajo. Y ya ves, Camilo, aquí estamos, desde 1916, y tan felices. >> — En resumen, Camilo, que tu taller ya está en marcha. Yo te buscaré el local axeitado -le asegura doña María sin la menor desconfianza-. Luego, se prepara con todo lo necesario, y después, ya estudiaremos con calma lo que te conviene hacer. Doña María no necesitó ni una semana para encontrar el local adecuado. En la Plaza de la Princesa, la frutera de toda la vida, doña Laura, dejaba su ocupación de más de cincuenta años. En los últimos tiempos, aunque renqueante a veces por alguna dolencia que otra, nunca hizo casi de las continuas recriminaciones de sus hijos por seguir trabajando a edad tan avanzada. Y es que además, no tenía ninguna necesidad material de hacerlo. Pero llevaba un mes medio enferma, y su ya delicada salud acabó por obligarla a retirarse definitivamente. Su local se traspasaba. Durante cerca de dos meses, Camilo trabajó sin descanso para preparar el local, y adecuarlo a sus necesidades futuras. Echando mano de las ense-


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ñanzas de albañilería que le había dejado su padre en herencia, pintó paredes, colocó baldosa nueva, levantó una pared de separación entre el propio taller y el lugar del público, rehízo escaparates... Sobre la marcha, doña María y don Basilio le fueron aconsejando en todos los pormenores. En los momentos finales, antes de abrir, y tal como habían empezado ellos, estudiaron los artículos que se debían vender, y compaginar con las tareas del taller. Cuchillos, navajas, tijeras, máquinas de cortar el pelo, peines, brochas, navajas de afeitar... paraguas de señora y caballero... maletas, sacos... A primeros de diciembre, ”O Taller do Afiador” abría sus puertas. La vieja tarazana, compañera fiel de los afiladores de la familia durante tantos años, presidía autoritaria, en uno de los escaparates, el comienzo de una nueva etapa. Se la veía cansada, llena de golpes y cicatrices, con el brillo perdido en los caminos... pero ahora, serena y en un merecido descanso, conservaba todavía la fuerza carismática de su presencia. No le acompañaba el sonido del chifre, ni el canto de su dueño anunciando el oficio, pero atestiguaba sin palabras, la enorme tradición y arte, heredado de antiguo, que contenía aquella casa. Era como una imagen, impartiendo bendiciones sin gestos, protegiendo a los suyos... y dando garantía a los parroquianos de que se podía entrar. En letras claras, a modo de chifre anunciador, el rótulo en lo alto de la fachada enviaba el mensaje conciso y breve a la parroquia, “O Taller do Afiador”.


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El día antes de abrir, 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada y Día de la Madre, celebraron en la intimidad la puesta en marcha del taller. En la propia tienda, don Nicanor, el cura párroco de Pereiró, y primo de doña María, bendijo el local, y auspició mucha suerte con breves palabras, manifestando con una sonrisa, que sus oraciones nunca habían fallado hasta ahora... que eran garantía de éxito... — No le hagas mucho caso, Camilo -interrumpe doña María-, que este cura lo único que sabe es enterrar a los muertos. Así que, por lo que pueda ocurrir, reza por tu cuenta a Santa Eulalia. Su madre estaba feliz. “Es el mejor regalo del “Día de la Madre” que me podías hacer”, le dijo abrazándose a él. Todos, los más queridos, se encontraban presentes en el acontecimiento: sus hermanas Carmeliña y Xiana, muy guapas con sus vestidos estampados; Papá Felipe, elegante como siempre; sus futuros cuñados, Digna y Arturo, con Antón de la mano, jugueteando sin parar; el matrimonio Loira, cariñoso y entrañable; la pequeña Maruxa, graciosa con sus trenzas, y con Herminda a su lado pendiente de ella; Marcelo, el encargado del almacén, con su esposa; el “abuelo Nando”... ... y Pilar, más bonita que nunca, y resplandeciente de amor y felicidad, sin separarse ni un sólo instante de Camilo.


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Las dos familias pasaron juntas las fiestas de Nochebuena y Navidad en la casa de Bande, Fin de Año en Valdovento y Luintra, y la noche de Reyes, de nuevo en Bande, con visita en la tarde del día siguiente a las tías de Xanín. En Nochebuena, las niñas se hartaron de cantar los villancicos que habían aprendido en la escuela: “Campana sobre campana”, “Los peces en el río”, “El tamborilero”... Los mayores, con más resignación que entusiasmo, las acompañaron; Xiana, con la pandereta, ponía el ritmo; y el pequeño Antón, con cara de asombro, lo aplaudía todo con su gracia infantil. Después, Camilo hizo reír a carcajadas a toda la familia con su inacabable repertorio de chistes, incluidos los argentinos recientemente incorporados. No paraban de reír, y al cabo de un buen rato, no tuvieron más remedio que hacerlo callar, porque ya no aguantaban más... se morían de la risa. En medio del alboroto, Pilar y Xiana pidieron un poco de silencio, y conseguido el ambiente apropiado, entonaron una conocida canción gallega, escuchada con respeto por todos... “Eu namorar. eu namorar, eu namoreime. Eu namoreime na beira do mar...”


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Siguió una canción bullanguera, coreada por mayores y pequeños... “A saia de Carolina ten un lagarto pintado, cando Carolina baila, o lagarto dálle ó rabo. ¿Bailaches Carolina? Bailei, sí señor. Dime ¿con quén bailaches? Bailei co meu amor...” Luego “A Rianxeira”, aquella de “... vai o gato metido nun saco”, “E quer que lle quer”, “O rodaballo”, “Miudiño”... — Y para rematar el concierto de esta noche de fiesta -anuncia Xiana con modales radiofónicos-, la familia le va a dedicar a Pilar y a Camilo una canción muy especial. “Bebín un viño albariño por ver se me consolaba, e o viño como era novo ó ilo a beber choraba. ¡O vivir en Vigo que bonito é!, andar de parranda, e durmir de pé. ¡O vivir en Vigo que bonito é!...” Pilar y Camilo se besaron con cariño, dieron las gracias, y recibieron vítores y aplausos. Ya se sabía que su destino, después de la boda, no podía ser otro que Vigo.


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A continuación llegó la pantomima. Xiana y Pilar a dúo, comenzaron con gestos a imitar a los personajes de Bande, de Luintra, de Valdovento... y las risas volvieron a resurgir a borbotones. <<Uno que rema... Bertiño, el barquero; una bendición a medias y con gesto desplicente... don Eulogio, el cura de Bande; alguien pesca con un pitillo en la boca... don Arcadio, el secretario; otro, apunta al frente... el padre de Quique, el cazador; un hombre de bigotes da golpes en la mesa con mucho enfado... don Servando, el maestro, pidiendo silencio en clase; uno sirve, varios beben... Tonecas, el tabernero; mujer gorda, “muuuuu”... doña Matilde con sus vacas; varios en fila, cabeza inclinada, manos juntas... los frailes del Monasterio; un niño arrodillado, agita una mano en el aire... Genarito, el monaguillo, tocando la campanilla; gesto de mover un volante con violencia... Farruquiño, el transportista; alguien golpea su mano abierta con los nudillos de la otra, y con cara de “malas pulgas”... Aquilino, el recaudador de impuestos; un hombre con una pala hace un agujero en tierra... “O Morriñas”, el enterrador. >> — Y ahora, el acertijo más difícil -proclama Xiana. <<Un hombre empuja una rueda… suena un chifre… viene de muy lejos...>> — ¿Un afilador? — Repuesta incompleta. <<... formidable contador de chistes… se enamora... se enamora con pasión...>>


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— ¿Camilo? — No -con risas, y más risas de todos. <<... hace mucho tiempo… feo... muy feo… toca la flauta a su amada… ella lo rechaza… anda rodeado de chicos... >> — Doménico Lama, el italiano -interrumpe Carmiña con gesto triunfal. En esto, entre el bullicio familiar, una silbante nota musical inunda la sala. Suena un violín que lo silencia todo. Papá Felipe, en lo alto de la escalera, inicia con suavidad la balada, una balada mágica, de amor... Desde la muerte de Consuelo, no se había vuelto a oír su violín... Instante crucial, ya nadie respira, arde el sentir, viene el recuerdo... La ternura de la música, las dulces notas en el aire, los agudos subiendo al cielo... Aquella balada se la dedicaba siempre a ella... Era su balada de amor. Las hijas, atónitas, se paralizan con la emoción, pierden la voz... lágrimas por sus mejillas... y al fin... estallan sus sentimientos, y se lanzan escaleras arriba para abrazarse a su padre... Luego, lo hace Carmiña... las niñas... y por último, los hombres... y en el brazo de éstos, también el nieto, Antón. Pasado un buen rato de ensoñación, Papá Felipe rompe la escena y la nostalgia familiar, y se arranca con una briosa muiñeira... Renace la alegría, los bailarines se sueltan, danzan, piernas que ya se levantan, corren a un lado... Luego fue un vals vienés... un pasodoble torero... una jota aragonesa... una polka de los celtas...


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Las parejas bailan, unas mejor que otras, no falta el arte, sobra ilusión... Digna y Arturo, Pilar y Camilo, Xiana y Maruxa, y la más graciosa, Carmeliña y Antón. ¡Qué momentos! Momentos inolvidables, para soñar bien despierto, para reír sin pausa, para que vuele la imaginación al cielo... Dos familias que se abrazan, son felices... Ya son una... Carmiña lo observa así... Felipe lo vio venir... — ¡Don Felipe, échele un tango! -suplica de pronto Camilo, arrodillado ante él, con aspaviento argentino. No se hace esperar. Felipe inicia la entrada, Arturo pone la voz, las parejas se preparan... “Corrientes, tres, cuatro, ocho, segundo piso ascensor, no hay porteros, ni vecinos. Adentro, coktail y amor...” Pilar y Camilo, bailan, “Como en La Boca”, le dice él. Cuerpos erguidos, caras pegadas, brazos al aire, piernas mezcladas, gesto serio, con pasión bien clara... Lo que nadie en su casa llegó nunca a sospechar, ni la propia Carmiña, fue el hecho de que Papá Felipe llevase un mes recibiendo clases de un afamado profesor. Dos o tres veces a la semana acudía puntualmente a Ribadavia, y culminaba, en el mayor de los secretos, su excelente puesta a punto. De nuevo, al cabo de doce años, volvía a reencontrarse con su amado violín. Se cerraba un tiempo, amanecía otro.


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Al llegar el fin de semana, Camilo acostumbraba a ir hasta Valdovento para ver a Pilar y estar con la familia. Aquella tarde, como tantas otras, antes de acercarse a Luintra en busca de su pareja, pasó por casa a dejar la bolsa y a saludar a su madre y a las niñas. Pero esta vez se encontró con la casa completamente vacía, incluso daba la sensación de un cierto abandono, como si faltasen de ella desde hacía varios días. Todo estaba silencioso, en un orden excesivo, sin rastros de vida... hasta sin el olor al pote diario que inundaba la casa a esas horas... Tan sólo se oía el rumor de los animales en las cuadras. Le pareció algo raro. Su madre sabía de sobra que siempre llegaba a esa hora, al atardecer, y solían aguardarlo cada sábado con impaciencia, deseando verlo, como también le ocurría a él. Quiso restarle importancia al hecho, y se tranquilizó pensando que habrían salido a algún recado urgente, o a dar un simple paseo, o a visitar a alguien... Era la primera vez en un par de meses, que no lo esperaban. Aunque pensándolo bien, resultaba extraño que eligieran esas horas para salir, con el frío intenso que hacía en aquella época. En el mes de febrero, y anocheciendo, la temperatura no debía subir de los cero grados. ¿Qué pasaría? Ya se estaba empezando a preocupar... Cuando se disponía a salir, al cruzar la sala, le llamó la atención un sobre de color crema colocado en mitad de la mesa. Se acercó con curiosidad,


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y comprobó que iba dirigido a su nombre, “PARA CAMILO”, se leía en gruesos trazos... y en la siguiente línea, con letra más menuda, “y para las niñas”. Intrigado, la abrió nervioso, preguntándose qué sería. Valdovento, 5 de febrero de 1947 Queridos hijos: Hoy, jueves, nos hemos casado en la Iglesia de Santa Eulalia. A primera hora de la mañana, en una total intimidad, el cura don Segundo nos impartió el sacramento, y nos dio sus bendiciones. Los dos primos de Valdovento acudieron como testigos. No hubo nadie más. Hasta ahora, no habíamos tomado esta decisión tan meditada, a la espera de confirmar vuestras posibles reacciones. Queríamos asegurarnos de que nuestra boda sería bien recibida por todos vosotros. Después de pasar juntos las últimas fiestas de Navidad, y ver a todos tan felices, conviviendo ya casi como hermanos, nos hemos decidido a dar el paso final. Pensamos que era el momento oportuno, y pedimos a Dios no equivocarnos. A partir de hoy, ya tenéis la madre y el padre que os faltaba desde hace años, y confiamos que entre los dos, podamos sustituir de la mejor manera a esos seres ausentes tan queridos. También compartiremos los dos hogares de ambos, Valdovento y Bande, de forma que podréis estar donde más os guste. Suponemos que,


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unos días en una casa, y otros en la otra. Pero de esto, tendremos tiempo de hablar. En el preciso momento en el que dais lectura a esta carta, nosotros estaremos embarcados en el “Yapeyú”, camino de Caracas. Al fin, cumpliendo mi ansiado anhelo desde su forzada huida, podré abrazar a vuestros hermanos, Elvira y Pepe, y conocer a nuestro nuevo nieto, Felipiño, sobrino para vosotros. Tras su precipitada marcha, a causa de los falsas acusaciones que conocéis, siempre deseé tenderles mis brazos, apretarlos con fuerza, llenarlos de besos, y ya enteramente limpias las dudas, darles mi bendición de padre, desearles la mejor de las suertes... y también, presentarles a su nueva madre. Os queremos pedir que informéis de la noticia a la familia y a las amistades, y tanto en Valdovento como en Bande, estaría bien organizar unas pequeñas fiestas en nuestro honor, y brindar por la nueva parentela. Hasta serían recomendables, unos cuantos “¡Vivan los novios!”. Además, lo más natural es que antes que los hijos, se casen los padres. Hasta sonaría mal que fuera de otra manera. Así que, en todo caso, pedirles explicaciones a Pilar y a Camilo, ellos son los culpables. Muchos besos para Antón, Carmeliña, Maruxa y Xiana. Abrazos para Digna, Arturo y Herminda. Bendiciones para Pilar y Camilo. Firmado: Carmiña y Felipe


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Al leer las primeras líneas de la carta, Pilar dio un brinco en el sitio, levantó los brazos con alegría, brillaron sus ojos, y con gesto resplandeciente, se abrazó a Camilo... y al rato, le susurró al oído: “Ya tengo madre... y tú, Camilo, ya tienes padre”. “Yo ya lo tengo desde hace tiempo, Pilar.”


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Monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil


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VIII. Esperando la boda Habían pasado seis meses desde su regreso de Buenos Aires, y durante este tiempo, Camilo no había hecho otra cosa que no fuera el andar concentrado de cuerpo y alma en la planificación de su futuro, y una vez decidido, en la puesta en marcha de su taller. Absorbido como estaba por el proyecto, tenía abandonado por completo la actividad cultural, que con tanta intensidad vivió en la capital argentina a lo largo del último año. “O Taller do Afiador”, a los tres meses de su apertura, ya había superado con creces las incertidumbres y las lógicas preocupaciones de los inicios. El negocio marchaba bien, y mejoraba cada día con regularidad. Los clientes conocidos supieron enseguida en dónde tenía Camilo su taller, y muchos de ellos, como los de la Residencia Sanitaria, los del Puerto Pesquero, los de los Mercados del Progreso y del Berbés, los del Matadero de Alcabre... recibían su visita semanal para recoger los encargos, que luego devolvía con puntualidad. Sus habituales tareas de afilador se mantenían con el mismo vigor de siempre. También la actividad comercial, propiamente dicha, iba arrancando con firmeza, y aunque con más lentitud que el taller, las ventas aumentaban cada mes, se consolidaban con nuevos artículos, y tal como le auguró el matrimonio Loira, el futuro se mostraba prometedor, tanto en un campo como en el otro. De hecho, Camilo ya tuvo que buscarse un


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aprendiz para que le ayudara en los recados, en las recogidas y entregas, en la atención al público... “O Taller do Afiador” marchaba con paso seguro. A medida que se normalizaba la situación, y una vez rebasados los momentos cruciales del comienzo, Camilo empezó a echar en falta aquella intensa ocupación cultural que había tenido en Buenos Aires, y que tanto contribuyó en su formación. El baile gallego, el teatro, las exposiciones de arte, las conferencias, la biblioteca, el cine... Todos los días pasaba por delante del Teatro García Barbón, y aunque le tentaba continuamente pararse y curiosear, las prisas del trabajo podían más que su interés. Pero una tarde, al cerrar el taller, se decidió a entrar en los vestíbulos del García Barbón, e informarse un poco de la programación, el horario, el precio de las entradas... Se encontró con un conocido cliente, que alternaba en el teatro las funciones de conserje, taquillero y acomodador, y que muy amable, le explicó todo cuanto quería saber. “El próximo viernes -le recomendó- hay una obra fantástica, “Enrique VIII”, del mejor autor de teatro de todos los tiempos, el inglés William Shakespeare. Además, será interpretada por una compañía madrileña, considerada ahora mismo como la primera de España, con los mejores actores y actrices del momento.” Le entregó un folleto informativo de la obra, con una breve reseña del argumento, una biografía del autor, y la presentación y el reparto de la compañía que la ponía en escena.


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Camilo ya no necesitó muchos más estímulos para tomar una decisión: asistir sin falta y sin excusas posibles a la obra teatral. Se aprendió casi de memoria el folleto entero, y aquella misma noche, sabía de la vida de Shakespeare, del drama de la obra, del nombre del director, de los actores... sólo le faltaba conocer al apuntador. Anduvo impaciente el resto de la semana, deseando con emoción que llegara la noche del estreno. Un día antes, al marchar para casa, ya de noche, pasó por delante del Teatro, que le cuadraba justo de camino a la Alameda. Había un camión enorme descargando por una puerta lateral, y al curiosear por allí, se encontró con Jacinto, el conserje, dando instrucciones a los mozos del transporte. “¡Espera, Camilo! -le gritó al verlo-. ¿Quieres ver los ensayos?“. A Camilo se le encendieron los ojos... le subió un repentino calor por el cuerpo... “¿Y puedo?”, preguntó, poco convencido de que fuera cierta la propuesta. <<Los baúles que descargan ahora –le explicaba Jacinto-, contienen el vestuario de cada uno de los personajes de la obra. Fíjate en los letreros que llevan a un lado: Ana Bolena, Arzobispo de Canterbury, Lord Chambelán, Enrique VIII, Duque de Buckingham, Reina Catalina... Ahora los dejarán en el taller para revisar: limpian los ropajes, los planchan, cepillan el calzado, retocan los sombreros, peinan las pelucas... y comprueban que no falte nada. Luego los trasladan en percheros a los camerinos, y quedan preparados para la función de mañana. Los actores escrupulosos, horas


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antes, suelen revisar personalmente su atuendo... y muchas veces, se oye más de un grito, sobre todo, de actrices histéricas quejándose de algo...>> A Camilo le venía a la memoria su corta temporada de teatro aficionado en el Centro Gallego, y recordaba con exactitud la tensión enorme que se respiraba antes de cada obra. Voces alteradas, carreras de un lado a otro, pelea por los espejos para maquillarse, órdenes a destajo del director, lecturas a viva voz recordando los diálogos, recitados al mismo tiempo... Una locura, una completa locura... Parecía imposible que de aquella incontrolada situación, pudiese salir una obra de teatro... El día de su debut en “As estrelas non falan”, faltaba menos de una hora para el comienzo, y cuando se estaba preparando, don Silverio, ya alertado porque la echaba en falta, le increpa desde la puerta: “Camilo, ¿e a roda?” Pegó un salto en el sitio, y se percató entonces, de que la había olvidado. Se puso tan nervioso, tan excitado... que no acertaba a recordar dónde podría estar. Tuvo que ir a todo correr por el edificio... como un loco, preguntando a cuantos encontraba a su paso por las escaleras, por los pasillos... Al fin, dio con ella en el cuarto piso, en la cafetería del Hospital. ¡Qué tensión había pasado! Aún hoy en día le venían los colores, sólo de pensarlo. <<En estas otras cajas -continuaba Jacintoviene parte de la tramoya de la obra: las espadas, las trompetas, las lanzas, los cascos de los soldados... Y mira, ahora están descargando los mue-


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bles: los tronos del Rey y de la Reina, las mesas, las sillas, la cama real...>> Finalizada la descarga, Jacinto lo llevó por unos pasillos privados hasta el mismo escenario. Pasaron por los camerinos individuales, por los vestuarios generales, el masculino y el femenino, por la sala de maquillaje, por el taller... <<Mira, Camilo, están montando los decorados... Por lo que veo, deben ser cuatro o cinco, una para cada acto. El que suben ahora parece un salón de un castillo... y el que van a preparar debe ser la habitación de la Reina... ¡Ven, ven por aquí! Empieza el ensayo con los figurantes. Aquel señor del pelo blanco y gafas gruesas que da órdenes, es el director, don Luis Tamayo. >> — ¿Y qué es un figurante? -pregunta Camilo. <<Los figurantes de esta obra son los soldados, los pajes, las damas de compañía, los criados... que ambientan la escena, e incluso hacen papeles menores, pero que no participan en el verdadero diálogo de la obra. Suelen ser gente de la localidad, que se les avisa para estas funciones. Entre los que se presentan, eligen a los que mejor se adaptan al papel. No les pagan mucho, pero les vale la pena. Algunos son actores aficionados. >> — ¿Y yo podría actuar de figurante? -consulta Camilo con interés. — Esta vez ya llegas tarde, pero para la próxima, si quieres, te avisamos.


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— Sí, sí. ¡Avísame! Me encantaría, aunque no me paguen. El día señalado, Camilo estuvo inquieto toda la jornada de trabajo. No dejaba de pensar en el teatro de la noche, y por más que lo intentaba, no conseguía centrarse en las tareas. Días antes, había invitado a Marcelo, el encargado del almacén, a que lo acompañara. Mostró enseguida interés, y quedó encantado de la invitación. Nunca tuvo, hasta ahora, la oportunidad de asistir a una obra teatral de profesionales. Presenció algunos simulacros en la escuela, dirigidos por la maestra; en la parroquia, promovidos por el cura; también en algún teatrillo de feria. Era lo único que conocía de teatro. Tal vez algo más, pero ya de oídas. Aún faltaba más de media hora para el comienzo, y Camilo y Marcelo, ya ocupaban sus butacas en el García Barbón. Fila seis, en el centro. Su amigo Jacinto se había esmerado. La sala y los palcos de aquel impresionante teatro, se fueron llenando poco a poco, y a la hora del inicio, estaban a rebosar. A las ocho en punto, empezaron a apagarse las luces, se hizo silencio, y suben el telón. A partir de este momento, Camilo ya no salió de su asombro hasta el final de la obra. <<Un imponente decorado simulaba un salón de un castillo medieval; mesas y sillones de la época se repartían estratégicamente por el escenario; antorchas y candelabros iluminaban la sala –Camilo ni respiraba, maravillado con lo que veía-; un sonido de trompetas se oyó lejano entre bastido-


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res... Y al instante, el acto comienza con la entrada arrolladora del Duque de Norfolk por una puerta del fondo; al mismo tiempo, por un pasillo lateral, comparecen el Duque de Buckingham, acompañado de un lord. Se saludan, y se inicia un intenso diálogo entre ambos... >> ¡Qué bien ambientada la escena!... ¡Qué vestuario!... ¡Qué lujo! -pensaba Camilo-... ¡Y qué arrogancia en los actores al moverse y al hablar!... ¡Qué voces espléndidas!... Al principio de la representación, estuvo más pendiente de todos estos detalles, que de los diálogos y el desarrollo de la primera escena. Menos mal que Camilo, se había leído antes el argumento -lo sabía de memoria-, y pudo así, seguir sin grandes dificultades la marcha de la obra. Acabada la escena primera, bajan el telón, el público aplaude, y lo suben de nuevo en un par de minutos. — ¡Increíble cambio de decorado! ¡En tan poco tiempo! -le comenta Camilo a Marcelo con admiración. <<Se veía la Cámara Real: los tronos de los Reyes elevados sobre una tarima; a ambos lados, en un nivel más bajo, los sillones ocupados por los Lores; delante del trono, a la derecha, el sillón del Cardenal. En las paredes, los estandartes reales; en la puerta, dos guardias con sus lanzas... Al sonido de las trompetas, hace entrada en la cámara el Rey Enrique VIII. Llega acompañado del Cardenal. Los Lores lo reciben puestos en píe, y con una respetuosa reverencia; los guardias,


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firmes, con sus lanzas inclinadas. El Rey toma asiento en el trono, después lo hacen el Cardenal y los Lores... ... Se oye ruido afuera, y una voz autoritaria exclama: “¡Sitio a la Reina!”. Entra la Reina Catalina, precedida de dos Duques; se arrodilla ante el Rey, que levantándose de su trono, la alza del suelo, la besa, y la hace sentar a su lado...>> Camilo se encontraba deslumbrado, sin saber a qué atender; si al formidable diálogo, si a los espectaculares trajes y vestidos de los actores, si a la belleza y elegante porte de la Reina, si a la exquisita ambientación... Sigue la obra... Empieza otro acto... <<...En los aposentos reales, las damas de honor rodean a la Reina Catalina. Todas en sus labores, y una de ellas, toca el laúd y canta. En medio, la bella Ana Bolena... ... La Reina es repudiada por el Rey Enrique... Ana Bolena, será la nueva Reina...>> Camilo, más que dormir aquella noche, estuvo de representación, actuando en sueños sin perder minuto. A veces hacía de Enrique VIII, otras era el Cardenal, estuvo de figurante como guardia real, de Cromwell... hasta se vio maquillado, actuando como Ana Bolena...


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Un lunes, de mañana, cuando Camilo se disponía a marchar, llegó Marcelo al almacén exultante de alegría. — ¡Te fijaste qué victoria! -exclama entusiasmado, sin decir ni “Buenos días”- ¡1-3 le metimos al Recreativo! ¡Ya estamos de sextos! Marcelo era un apasionado hincha del Celta, y aquella temporada, parece que las cosas le iban bien al equipo. — ¿No te gusta el fútbol, Camilo? — Pues la verdad, es que vi muy pocos partidos en mi vida. Cuando salía a la campaña de afilador por Castilla, por el País Vasco, por Cataluña... tuve la oportunidad en varios sitios de presenciar algunos encuentros, siempre entre equipos modestos, de los pueblos cercanos. ¡Y había mucho ambiente!... Aunque te confieso que no entiendo nada... — Pero, ¿nunca estuviste en un estadio? -le interrumpe Marcelo. — Ya te lo iba a comentar. En Buenos Aires, estuve en la Bombonera presenciando un Boca-Ríver, partido de máxima rivalidad... ¡Fue algo imponente! Yo no entiendo si jugaban bien o no... pero nunca pensé que el fútbol pudiese provocar la pasión que se vivía en las gradas. Es un campo enorme, y estaba a rebosar, habría más de 40.000 espectadores: la mitad, hinchas del Boca, y la otra mitad, del Ríver. No acabó todo el estadio a piñas de puro milagro. Mi tío Benito, que me había llevado al partido, me explicó que el resultado de em-


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pate, 2-2, había salvado la situación entre las dos hinchadas. — ¡Qué suerte! ¡Estuviste en la Bombonera! Al domingo siguiente, cinco de la tarde, Marcelo se llevó a Camilo al Estadio de Balaídos, a presenciar un Celta-Atlético Aviación. También hubo pasión a raudales, pero al menos en esta ocasión, los hinchas eran todos del mismo equipo, del Real Club Celta. Sus iras, insultos y amenazas iban contra los contrarios, y sobre todo, contra el árbitro, Azón de nombre, que poco antes de acabar el encuentro, hasta le pitó un penalti injusto a favor del Atlético. Resultado final, 1-2, victoria de los madrileños. La Policía Armada tuvo que proteger a los jugadores y al trío arbitral. Contaron al día siguiente, que habían tardado más de una hora en salir del Estadio de Balaídos, mientras no se enfriaron los ánimos de los hinchas, y la Policía consiguió dispersarlos. Había ido a esperar al Atlético y a los árbitros a la salida de vestuarios...


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Una mañana de junio, cuando se aprestaba a abrir el taller, Camilo leyó en la prensa una noticia que le impactó, y le hizo sentir una fuerte nostalgia de su reciente pasado. Tanto en “Faro de Vigo” como en “El Pueblo Gallego” -9 de junio de 1947-, se anunciaba en portada la llegada a España de Eva Perón. En una esplendida foto que ocupaba media página, aparecía radiante en un primer plano junto al General Franco, en el momento de ser recibida en el Aeropuerto de Barajas. Había sido invitada por el Gobierno a visitar España, en agradecimiento al país argentino por su importante colaboración con el suministro de trigo, carne y otros alimentos, frente al aislamiento internacional que nos asolaba desde el fin de la Guerra Civil, a causa del régimen franquista. Un bando del alcalde de Vigo, a toda plana, comunicaba a los ciudadanos la próxima visita de Eva Perón a la ciudad -el jueves siguiente-, e instaba a todos los vigueses a recibir a la primera dama, y tributar en su persona, el homenaje grandioso que se merecía la nación hermana por su valiosa ayuda a España. Llegaría a Vigo en ferrocarril acompañada del Jefe del Estado, Francisco Franco. Desde la estación, se trasladarían a la Plaza del Capitán Carreró para ser recibidos oficialmente por las autoridades viguesas, y donde se citaba a la ciudadanía para impartirles un homenaje multitudinario. Se detallaba con precisión el recorrido de la comitiva, y se pedía a los vecinos que engalanasen sus balcones con banderas de España y Argentina, que se facilitaban en el Ayuntamiento. Ese día,


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jueves, día 15 de junio de 1947, se declaraba jornada de fiesta. Camilo recordaba su llegada a Buenos Aires, y la coincidencia, en su primer mes de estancia, con la campaña electoral a la presidencia de la República Argentina. Aquella efervescencia política, con manifestaciones, pancartas, mítines, proclamas... de unos y otros, le había causado una fuerte impresión. Anduvo por las avenidas y plazas del centro con un asombro permanente, observando atento el apasionado ambiente político de la calle. No salía de su sorpresa, y esta se acentuaba aún más, porque poco entendía de lo que estaba ocurriendo. Se encontraba inmerso en una confusión total, e impotente para aclarar las ideas. En su pequeño pueblo, mientras fue niño, no supo nada de política. Después, acabada la Guerra Civil, empezó a salir con su tarazana por España, y nunca se pudo imaginar, ni tampoco se lo planteó, que un país se pudiera gobernar de distinta forma a como lo hacia el Generalísimo Francisco Franco. Camilo venía acostumbrado de su tierra a un autoritario mando político, que no permitía a nadie opinar de manera pública y diferente. Por eso, al llegar a Buenos Aires, no comprendía nada de lo que allí estaba pasando, y por más vueltas que le daba, seguía sin aclarar sus múltiples dudas. Una tarde se acercó al despacho de don Alberto Prego, y su protector le explicó, con enorme paciencia ante su torpe comprensión, las distintas formas políticas existentes de gobernar un país. Era la primera gran lección que recibía en Buenos Ai-


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res, luego vendrían muchas más. Al despedirse, le advirtió con seriedad: “Cuidado con los militares....”. Camilo percibió de inmediato por sus palabras, que el General Franco no tenía precisamente su simpatía, más bien todo lo contrario. Las elecciones acabaron con el triunfo del coronel Juan Domingo Perón. El 4 de junio de 1946 se proclamaba presidente de la República Argentina. Su joven esposa Eva Duarte, siempre a su lado en la campaña, había intervenido con enardecidos discursos en la victoria final, y ya empezaba en ese momento a ganarse el corazón de los argentinos. Evita, como la llamaba con cariño el pueblo, era el símbolo del triunfo político del gobierno peronista. De familia modesta -vivió en su niñez en el barrio más pobre de Buenos Aires-, se había labrado su futuro paso a paso desde muy joven. Actriz de cine y teatro, popular locutora de radio, llegaba al poder del brazo de su esposo, el coronel Perón -que le doblaba en edad-, con el que se había casado en 1945. Mujer bella, rubia, de hermosa sonrisa, porte elegante, carismática... se había ganado el fervor de los argentinos por las continuas mejoras sociales que se produjeron con su mediación, y por su cercanía con las clases más desfavorecidas. Argentina la adoraba. Durante el año que estuvo en la capital argentina, Camilo había sido testigo en repetidas ocasiones del amor popular que profesaban a Evita, constantemente aclamada por el pueblo en sus apariciones públicas. Unos meses antes de su regreso a España, Camilo la había visto por última vez en el balcón de


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la Casa Rosada, sede del Gobierno. Con motivo del 1º de Mayo, fiesta del peronismo, Eva Perón se dirigía a los bonaerenses que llenaban a rebosar la inmensa Plaza de Mayo, en un discurso apasionado de exaltación política. Como en tantas ocasiones, el pueblo la aclamó con entusiasmo y fervor. El día de la llegada de Eva Perón a Vigo, Camilo estaba en primera fila para recibirla, y tributarle en su persona el homenaje que se merecía Argentina. En su caso, también él se había contagiado de aquella pasión de los argentinos por su primera dama, y además, su estancia en Buenos Aires había resultado tan decisiva en su vida, que por ello, no podía sentir por aquel país otra cosa que no fuese devoción y agradecimiento. Y allí permaneció desde muy temprano, para corresponder de alguna forma, a lo que Argentina le había dado.


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Mientras tanto en Luintra, los meses discurrían para Pilar en medio de un completo revoltijo de sensaciones. Unas veces, sobre todo cuando Camilo faltaba a la cita del fin de semana, le parecía que el tiempo caminaba con una desesperante lentitud, y que no iba a llegar nunca el momento tan ansiado de poder estar juntos. En otras ocasiones, en cambio, percibía con pena que los días en su escuela de Luintra se estaban acabando. Ya no volvería a tener en los pupitres delanteros a sus alumnas preferidas, Xiana y Carmeliña… Ni reñiría más a los gemelos, Xoan y Moncho, tan revoltosos como simpáticos… No habría más consejos para los chicos mayores: Anselmo quería ser constructor de casas… Andrés, músico… “Yo maestra como tú”, le decía Pacita con mirada soñadora. Después del rechazo inicial generalizado, y de que algunas de las madres la hubieran tachado de loca inconsciente, ahora, pasados unos meses de reflexión, ya fueron admitiendo poco a poco las posibilidades de cambio que en su día les propuso Pilar. Consiguió que naciera en ellas una nueva ilusión, y a menudo pasaban a consultarle y a interesarse por la marcha de sus hijos. “¿Podrá estudiar algo?... ¿Aunque sea una carrera fácil y corta?”, le preguntaban, inquietas ante la respuesta. Pilar las animaba con firmeza y abría fundadas esperanzas… y los alumnos mayores, los que terminaban en el actual curso, pasaban trabajando con ella muchas más horas de las escolares. Les explicaba con su pasión docente las posibles opciones, y les orientaba con mimo hacia el futuro más


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adecuado… “Eso no, María, no es para ti.”, le tuvo que decir a alguna. “¿Y enfermera?, le preguntaba entonces con ansias. “Serás la mejor, María.” Pilar ya sabía de sus mañas para cuidar a su abuela enferma y a su tía, pero también conocía las limitaciones de la chiquilla para estudios más elevados. — Mauro, ¿tú qué vas a hacer? — Yo voy a ser afilador, como mi padre. — ¿Y ya estás aprendiendo? — Me está enseñando. En el fondo, a Pilar, aunque no hilaba mucho con sus recomendaciones, le satisfacía enormemente que algunos chicos -al menos serían dos en el grupo- mantuvieran el oficio de su amado. Previo examen en el Instituto de Ourense, quince alumnos acabarían el bachillerato, y la diversidad de sus aspiraciones no dejaba de ser curiosa. Si alcanzaban el final, saldrían de aquella generación dos futuras maestras, un médico, un músico, dos afiladores, un camionero, un sacerdote… Perico quería ser payaso…para hacer reír a la gente… Loliña, modista… Antonio pretendía estudiar para alcalde, como su tío, y poder mandar en el pueblo. — ¿Y tú, Lucía? — Yo quiero ser bailarina. ¿Dónde se estudia eso? ¿En Ourense? — ¡Uy! No creo, pero me voy a enterar. Es una profesión muy difícil. — También me gustaría ser cantante… o artista de cine. “¡Cuántos sueños en el aire! -pensaba Pilar... Y tan lejanos. ¿Quién sabe si se cumplirán?


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Sería fantástico poder adivinar el futuro, y acertar plenamente en los consejos. Con varios alumnos tenía serias dudas de su capacidad, y en el fondo pensaba, que su destino iba a terminar como de costumbre: trabajando las tierras, cuidando el ganado… y seguramente, en uno de los múltiples trabajos ambulantes que se estilaban por aquellas comarcas. A veces, la situación económica familiar de algunos de sus alumnos, no le permitía alimentar falsas expectativas que no se podrían cumplir. Era el caso de Jesús, excepcional estudiante, matrícula en todas las materias, capaz de los estudios más complicados… ¡pero de una familia tan pobre!… Por más que le daba vueltas, no encontraba otra solución que no fuera una beca importante, ya que de no ser así, sería misión imposible pensar en algo distinto de lo habitual. En su casa, con que hubiera algo de comer para los seis hermanos, ya constituía el mayor de los éxitos diarios de su madre, viuda desde la Guerra Civil. Pero aún mantenía ciertas esperanzas de resolverlo, el chico se lo merecía. Ya había hablado con el Alcalde, con la Deputación de Ourense, con el Gobernador… Envió un largo escrito al Ministerio de Educación… Otro, a la VIII Región Militar… Imploró en la Caja de Ahorros de Ourense, en el Banco Pastor, en el Banco de Galicia… Recibió promesas de todos ellos… Estudiarían el caso… Había becas disponibles, pero tenían tantas solicitudes… Un buen día, aprovechando las vacaciones de Semana Santa, se le ocurrió acercarse directa-


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mente a la Universidad de Santiago, y una vez allí, se dirigió a la Facultad de Medicina. Después de explicar la situación, las excelencias del muchacho para los estudios, y su decidida vocación de médico, el Rector sólo le respondió: “Déjame la documentación del chico. Si él es capaz de estudiar, nosotros le enseñaremos… Ya habrá hueco en alguna residencia… Jesús será médico.” Regresó tan contenta a Luintra, que parecía que se tratase de un hijo propio. No hubo persona allegada a la que no se lo contase, y hasta se personó en el Concello para comunicárselo al Alcalde y a sus concejales. “Pilar, lo llevo al Pleno mañana. Luintra también ayudará a Jesús…”, le dijo don Anselmo con decisión. Ahora sólo le quedaba esperar… y en su espera, rezaba a todos los santos… y también imponía a Jesús duras tareas, que para su sorpresa, sacaba adelante con brillantez. “¿Dónde estaría el límite de aquel rapaz?”, se preguntaba.”¡Este va para sabio!” Una tarde, en uno de los muchos momentos de rezo en Santo Estevo, escuchó de fondo las voces firmes y entonadas de los frailes del convento. Procedían del claustro, y en su musical plegaria, subían y bajaban armoniosas en el aire, y el eco de sus cánticos al chocar en los viejos muros, elevaba al mismo cielo la oración de gracias, de súplica, de perdón… “Están ensayando para tu boda. Será nuestra modesta ofrenda a la maestra que da lecciones de vida en el pueblo.” Hasta se puso colorada con


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las palabras de Fray Abundio… que reposando la mano sobre su brazo apoyado en el reclinatorio, añadió de despedida. “¡Qué Dios te bendiga, Pilar! Pilar pasaba muchas horas en el pequeño jardín de “Casa Maruxa”. Cuidaba con especial cariño las flores, las plantas, y ordenaba las ramas rebeldes que subían en libertad por la pequeña verja que coronaba el muro. Cortaba el mirto para darle forma, y aquella mañana, preparaba los ramos de rosas que adornarían el altar de Santa Eulalia durante la semana. Don Segundo, el cura de Valdovento, no le perdonaba la ofrenda, y desde que le llevó las primeras flores a los pocos días de su llegada a Luintra, ya se quedó para ella la obligación. “Pilar, por los poderes que me da la Santa Iglesia, cada flor que le ofrezcas a la Virgen será como si le rezases un Rosario entero.” Y Pilar, con la poca paciencia que tenía para los rezos largos, aceptó el intercambio de buen gusto: flores por rosarios. Don Segundo, negociando con las plegarias, estuvo bien servido durante todo el año… y Santa Eulalia, le daba su bendición con la mirada cada vez que llegaba con las flores. “Cuida de todos, Santa Eulalia.”, le pedía. Y la Virgen también cumplía el trato: cuidados a cambio de flores. Una noche de aquellas, soñando, en medio de un manto suave de nubes muy blancas, Camilo la llevaba con dulzura hacia el Cielo mecida en sus brazos. Ella vestía una túnica larga de color celeste; un cordón oscuro la ceñía a su cintura, y una cinta plateada sujetaba su melena rubia. Sus pies des-


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calzos surcaban las nubes en el aire, mientras Camilo le susurraba al oído palabras de amor. De fondo, sonaba un chifre de afilador, que en sus agudos melódicos se mezclaba entre las nubes, jugueteando con ellas, ahora arriba… ahora abajo… se escondía… dejaba el eco… Una armoniosa voz surgió al viento cantando la poesía, llena de dicha, de alegría, de alborozo, de amor de madre… suspirando feliz, con caricias, con abrazos, con mil besos… bendiciendo… Antón xingraba seu chifre*, Consuelo le daba voz… entonaban su canción, la vieja canción de amor… En el cielo, la música de padre y madre para sus hijos… plena de sentimiento, de emoción, con bendiciones eternas…bendiciendo su unión. Ahora, otro chifre les responde, también con voz… y se unen en el aire con un abrazo de amor… *Del barallete. Tocaba su chifre (de afilador).


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Monasterio e Iglesia de Santo Estevo


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IX. Asubíos de amoranto El día señalado amaneció con un sol radiante. Desde muy temprano, su luz inundaba de colores los campos, las fuentes, los senderos, los montes, las arboledas... El río, en su discurrir lento, sereno, adormecido, brillaba en sus riberas como un espejo... Los verdes viñedos, relucientes en la mañana limpia, bajaban escalonados por las laderas para verse en las aguas... Hasta las rocas, vigilantes en lo más alto, parecían maquilladas de brillantes tonalidades de negros, grises, ocres... Y el cielo, custodiándolo todo, se mostraba más azulado que nunca. Era 21 de junio, el comienzo del verano. Las tierras altas de Valdovento, Eiradela, Nogueira de Ramuín, Luintra, San Xoán de Río, Ventosón... aguardaban engalanadas la hora de la ceremonia, y lucían su hermosura con esplendor. Era el día de la boda, la boda de la maestra y el afilador. La cita, a las once, en el Monasterio de Santo Estevo. Mientras tanto, el coro de frailes y seminaristas, con sus cantos gregorianos inundaban el aire de solemnidad. La iglesia, rebosante de flores blancas y rojas, se iba llenando de niños de la escuela, de padres, de parientes de los novios, de compañeros afiladores -en estas fechas por casa-, de labriegos, de pastores, de vecinos curiosos... Nadie quería perderse la boda, la boda de la maestra y el afilador.


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En los primeros bancos, se acomodaban los invitados de fuera: sor Matilde y sor Aurora, monjas de la residencia ourensana; Marcelo, el encargado del almacén de Vigo; el abuelo Nando, sonriente e inquieto como de costumbre; doña María y don Basilio, siempre cariñosos y entrañables; don Segundo, el cura de Valdovento; don Fulgencio, el alcalde de Luintra; varias compañeras de Magisterio de Pilar, que al final, claudicaron con el afilador; don Genaro, el médico de Bande; sus parientes de Xanín, Socorrito y Benito, que al fin se decidieron a venir a Galicia... ... Y Alberto Prego, con su esposa Ana María, que cumpliendo la promesa, llegaban desde Buenos Aires a su Tierra. Antes de nada, la boda. Venían sin avisar, intentaban la sorpresa... y ¡vaya si hubo sorpresa! A la hora en punto, novio y madrina bajaban de un carro tirado por bueyes, lleno de guirnaldas de flores y ramas, y entraban del brazo en el templo, ahora en silencio. El solemne paseo por la alfombra roja los lleva a su sitio en el banco nupcial, cerca del altar. Antes de llegar, Camilo lo ve, de pie, en los primeros bancos... sonriente, satisfecho, feliz, orondo... le tiende los brazos abiertos... Se disculpa ante su madre... se acerca hasta donde está, y lo abraza emocionado, llorando, sin voz...“¡Don Alberto...!”, exclama al fin en un susurro... y respondiendo a su mirada interrogante... “Es mi madre.” Novio y madrina vestían de fiesta, con los mismos trajes de gala de sus abuelos.


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Carmiña, la madrina: chaqueta negra de raso, corpiño, mantela* bordada sobre la cabeza, pendientes y sapo* en plata de filigranas, camisa blanca con puntillas y cintas negras, refaixo* y mantelo* en negro con bordados finos, abalorios y terciopelos, medias blancas, zapatos negros, pequeña cartera de raso en la mano... La otra, del brazo del novio, su hijo. Camilo, el novio: chaqueta corta marrón con botones de plata, chaleco, tralla de platumela* colgando de su bolsillo, camisa blanca sin cuello con puños bordados, faja ancha en la cintura, calzón, polainas negras, zapato bajo con hebilla de plata y montera en la mano. Al pasar del brazo en su camino al altar, se oían murmullos de admiración en cada banco. Novio y madrina, cumpliendo la tradición ancestral de Valdovento, vestían trajes de más de un siglo de antigüedad. Se decía, que los padres del bisabuelo Olegario se habían casado con las mismas ropas. Costumbres enraizadas de familia, que con estos gestos, rendían homenaje a los antepasados. Al cabo de un instante, la hermosa novia, de blanco inmaculado, entraba en la iglesia del brazo de su padrino. Vestido largo de seda, ceñido en la cintura, suave escote, collar de perlas, pendientes, velo transparente cubriendo el rostro y sus cabellos rubios, guantes largos, ramillete de rosas blancas -cogidas de su jardín- en la mano libre... La otra del brazo de Papá Felipe, el padrino. *Mantela. Del gallego. Mantilla. *Sapo. Del gallego. Collar. *Refaixo, Del gallego. Pieza interior de abrigo que llevaban las mujeres por debajo de la falda. *Mantelo. Del gallego. Mandil. *Tralla de platumela. Del barallete. Cadena de reloj de plata.


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Su padre, de traje negro, ribetes de terciopelo en la chaqueta, también por los lados del pantalón, camisa blanca con lazo al cuello, chaleco abotonado, cadena de oro de su reloj colgando del bolsillo, zapatos abotinados, sombrero y bastón en su brazo izquierdo. Del otro, la dama de honor. El poeta amigo, compañero de estudios de la novia, cantaría después su entrada en el templo. Y al pisar la alfombra roja con andares de princesa, un asubío sonó, llenó el aire de la iglesia. ”Asubíos de amoranto*” que el novio le dedicaba... también en la boda hoy, como ayer, como mañana. Subía al cielo silbante, muy cerca de las estrellas, llegaba al fondo del alma... después bajaba armonioso, dando caricias... besando. “Asubíos de amoranto”... la música de un naceiro... ventuxos de carantar*... asubíos que volaban del cielo a la eternidad... y en su camino anunciaban futura felicidad. Luego de bajar... subía, dando saltos, arrepíos.. ventuxos de calateo*... bailes de enamorar... “Asubios de amoranto”... la música de Pilar. *”Asubíos de amoranto”. Del barallete. “Asubíos de amor”. *Ventuxos de carantar. Del barallete. Vientos de amar. *Ventuxos de calateo. Del barallete. Vientos de baile.


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A un lado del altar, la vieja tarazana presidía silenciosa la ceremonia. Hoy no podía faltar a la fiesta final. Después de rodar por tantos caminos, pisar tanta tierra, tanta piedra, tanto asfalto... tantos viajes rodando... en carros, en autobuses, en trenes, en tranvías... barcos... hasta en avión por los aires... Testigo respetuoso con sus amos -fueron cinco-, anduvo fiel de su mano durante casi un siglo. Ahora, cercana su jubilación, se despide de todos con su presencia, y bendice al niño -al que quiso como si fuese su abuelo-, y se apresta a acompañarlo en el retiro, en el taller de Vigo, contemplando desde la vidriera el paso de la vida nueva. Fray Abundio, con casulla roja bordada con finos hilos de oro, recibe a los novios delante del altar. Le besan la mano, se arrodillan, empieza la Santa Misa, y el órgano, poderoso, da entrada al coro que arranca imponente con la liturgia. Arenga larga del fraile felicitando, dando consejos; luego el Sacramento; al poco la Comunión, anunciada con campanillas por los monaguillos; al remate, mil bendiciones, a repartir entre todos, novios, padrinos y fieles. Después, besos, abrazos, felicitaciones, buenos deseos... para novios y padrinos. Arroz afuera, al salir, en medio de tarazanas que hacen el pasillo y rinden honores al afilador amigo... y a ella. Los naceiros, al compás, xingran* la balada nueva... la dedican a la novia... ventuxos de queirantar... imitando al compañero... “Asubios de amoranto”, cantan todos a Pilar. *Xingran. Del barallete. Tocan.


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Al poco suena una gaita, que sube aguda a los cielos... y una flauta que acompaña... un tambor repiniquea... y la pandereta manda... Todos bailan la muiñeira... el novio y su bella dama, los padrinos, los Loira, Arturo y Digna, las niñas, los alumnos de la escuela, parejas de afiladores, de labriegos, de pastores... y don Alberto y señora, que al bailar, también lloran. Y cuando estaban bailando, un aturuxo se eleva por encima de la gaita, de la flauta, del tambor... aturuxo de naceiro, de alegría, de festejo, de amor... es del novio, es de Camilo, que grita felicidad... Ya se habían detenido, se reían, se abrazaban, se besaban, se querían... varios lloraban... Y ¡en esto!, las notas de un violín surcan el aire con fuerza, mandando vientos de amor, suaves, silbantes, acariciadores... que de pronto se convierten en compás de fiesta loca, animosa, de bailar... cuerpos arriba y abajo, a un lado y a otro, piernas que saltan alegres, se enlazan brazos... es una polka gallega entonada para gozar. Al rato, Papá Felipe se para, se hace una pausa breve, todo en silencio, su violín se prepara, e inicia delicado la balada de la novia, “Asubíos de amoranto”... y la gaita lo acompaña... y la flauta... los chifres de los naceiros ya salen a relucir... y xingran las notas nuevas... “ventuxos de queirantar”.... “ventuxos de calateo”... “Asubíos de amoranto”... que entonan para Pilar.


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Vocabulario en Barallete Barallete - Castellano ABAIXENTA. Abajo. Abigarra. Barba. Abigarreiro. Barbero. Abogadar. Lavar. Abogadeira. Lavandera. Acabentar. Acabar. Afiañar. Vestir. Afoscada. Acostada. Aganzuar. Cerrar. Agañar. Coger. Agardutar. Aguardar. Aguelpada. Cogida. Agustín. Leche. Alambruxo. Alambre. Albara. Gata. Albas. Uvas. Albeiro. Blanco. Albo. Gato. Alibis. Allí. Almadurria. Almohada. Almiranta. Cara. Almirante. Nariz. Alombada. Preñada. Alombar. Llenar, engordar. Altamira. Mesa. Altamiriña. Mesa de noche. Amangar. Emborrachar. Amece cristiano. Vino aguado. Amece moro. Vino bueno. Amecer alombado. Estar harto Amecer fuquino. Estar enfermo. Ameixua. Posada.

Amieiros. Gitanos. Amoranta. Novia. Amoranto. Amor. Amordatar. Reir. Ancha. Castilla. Anchema. Castellano. Andolias. Piernas, pies. Andoliar. Andar. Aparar fusteirazos. Mallar a palos. Apecatada. Confesada. Apicañar. Coser. Apicholada. Casada. Apoular. Vivir. Apurrar. Pagar. Arada. Carta. Arador varil. Escritor. Aradora. Carta. Arañeque. Bacalao. Árbol. Gato. Ardoa. Aguardiente. Arguía de bicudo. Carne de cerdo. Arguía de liria. Carne de vaca. Arnelo. Huevo. Arrancia. Tortilla. Arreador. Afilador. Arromanar. Hablar. Asuar. Arder, quemar. Asuarrar. Quemar la comida. Asurar. Hacer burla.


243 BARBUDO. Cabrón. Barrosa. Feria. Barrosanta de galleira. Gaita. Barrosdante. Música. Bata. Madre. Bate-lo zoco. Perder el tiempo en lugar de trabajar. Bato. Padre. Baturras. Basconia. Bea. Peseta. Beira. Mula. Beiro. Caballo, hilo de coser. Belba. Guardia Civil, agente. Belén. Hombre, patrón, dueño. Belén que non firga. Ciego. Belena. Mujer, patrona, dueña. Bermellos. Oros de la baraja. Bérreo. Maiz. Berria. Asturias. Berriacos. Asturianos. Berrieiro. Hórreo. Berxena. Iglesia. Berxernar. Rezar, ir a misa. Bigarrantes. Barberos. Bigarro. Bigote. Billote. Tacaño. Biqueque. Portugal. Bispo. Horno. Blanca. Nieve. Blanquiñeira. Platería. Bluxumela. Blusa. Bocalar. Tirar. Bocalazo. Tiro. Boquela. Pistola. Boquelo largaño. Escopeta. Bornar. Ahorcar. Bornas. Ciegos.

Branquiña. Plata. Branquiño. Arroz. Brote. Pan. Brote de bérreo. Boroa. Brote de orxo. Pan centeno. Brote de goimol. Pan de trigo. Burlar. Jugar. Buscantar. Buscar. Buxado. Papel, paño. CABALEIRA. Puente. Cachamea. Cabeza. Cachaneazo. Cabezazo. Cachoula. Cabeza. Cadrumeia. OJO Cortello. Cafurrio. Café. Caimana. Cebolla. Caimós. Ajos. Cairolo. Vello. Caitanas. Zuecas. Caixumela. Caja. Caixumelo. Baul. Calateante. Bailarín. Calatear. Bailar. Calcanta. Silla. Calcante. Banco. Calcañeiros. Calcetines. Calcarroeiro. Zapatero. Calcorrea. Alpargata. Calcurros. Zapatos. Caldaña. Cobre. Caleiro. Trozo de pan. Calimbornia. Cabazo para el vino. Callumea. Calle, estrada. Calmanta. Maza. Calmante. Martillo.


244 Calmar. Martillar, batir. Calquetes. Zapatos. Calurda. Calor. Calurrio. Calor. Cambuzar. Mudar, cambiar. Canea. Hora. Caneante. Reloxo. Canear. Andar, marcar las horas. Canouta. Vara del paraguas. Canteirurro. Cantero. Cantufar. Decir, hablar, cantar. Cantufaxe. Lenguaje. Cañota. Vara del paraguas. Capear. Llamar a alguien. Caramojar. Cantar. Carantada. Querida. Carantar. Querer, amar. Carineo. Caro. Carrachas. Habas. Carrián. Espalda. Carumela. Cara. Carruncheiría. Carpintería. Carruncheiro baril. Ebanista. Casateo. Baile. Catroio de chián. Caballo de triunfo en la brisca. Catrollos. Gafas. Caxateo. Baile. Caxetear. Bailar. Caxiga. Abade, cura. Caxigueira. Casa rectoral. Caxir. Dar. Cazurria. Cazuela. Cedórreo. Pronto. Cepas. Castañas.

Cepeira. Castaño. Cercurria. Cerca. Cestocha. Cesta. Cestochas. Hacer cestos. Cigota. Puta, sota de la baraja. Cimbrar. Meter, pegar. Clara. Mañana. Claro. Día. Cobrouzar. Cobrar. Cobrouzo. Impuesto, arbitrio. Cochamea. Cabeza. Cochar. Torcer. Coera. Vergüenza. Coiza. Vieja. Coizareia. Viejita. Colgante. Candil. Conturria. Cuenta. Copurrio. Vaso. Cordurria. Cuerda. Correncio. Ano. Correnta. Cadena del reloj. Corrente. Aceite. Corzo. Real, 25 céntimos. Cotroza. Pera. Couchifadas. Cosas. Courel. Tren. Cuadrumela. Cuadra. Currixel. Candil. Curuxola. Vela. Cuzarra. Cocina. Cuzarreira. Cocinera. Chaira. Tierra. Champar. Poner. Charpela. Cárcel. Charras. Guardias. Charría largeño do Chián. Rey de triunfo.


245 Charrías. Soldados. Charrúas. Militares. Chián. Carro, coche, triunfo en la brisca. Chián do gran oreteiro. Barco. Chiana. Carreta. Chianeiro. Carretero. Chincar. Comer. Chisca. Bebida. Chiscante. Bebedor. Chisqueta. Copa. Chisquete. Vaso de vino. Choulán. Loco. Choulo. Burro. Chusar. Trabajar. DELANTUXO. Mandil. Dentrufo. Dentro. Descoirento. Desvergonzado. Desfoscar. Despertar. Despechentar. Forzar baúles, cajas, puertas. Destrenar. Abrir, poner en libertad. Dexentar. Olvidar. Dexento. Olvido. Doca. Cárcel. Docaira. Juntanza de perros. Doco. Perro. Doupes. Dos. Doquiña. Perra pequeña. Dulzórreo. Azúcar. ENFRASCADO. Cerdo. Enfretado. Frío. Escadumela. Escalera.

Escorromelar. Esparcir. Esgueilado. Huido. Esguelar. Marchar, salir, huir. Estañol de motrete. Queso de vaca. FACORRA. Cuchillo. Facorra de calcurreiro. Cuchilla de zapatero. Facorriazo. Cuchillada. Faiña. Navaja. Faiñas. Palo de espadas en la baraja. Falmega. Barriga. Familurria. Familia. Fandinada. Burrada, tontería. Fandino. Torpe, burro. Farela. Mentira. Farelante. Mentiroso. Feirear. Mercar, vender. Felación. Muerte. Felado. Muerto. Felar. Matar, morir, hacer baza en la brisca. Fiaña. Ropa, traje. Fiaña de xambouca. Boina, gorra. Ficar. Ganar. Fico. Ganancia. Filoco. Feo. Filpar. Cohabitar. Fixo. Pescado. Follatear. Arreglar paraguas. Follato. Paraguas. Foqueira. Barato. Foquinancia. Enfermedad. Foquino. Enfermo. Forato. Fuera.


246 Fosca. Lecho. Foscar. Dormir. Frailurrio. Fraile. Fraguciar. Hablar. Frasca. Mierda. Frascal. Vertedero de basura. Frasquento. Mierdento. Frete. Frío. Frete largueño. Invierno. Frisgadeiro. Espejo. Frirgar. Mirar, ojear, curiosear. Fuello. Malo. Fuenteturria. Fuente para comer. Fulé. Malo, falso, ruin. Furga. Moza. Fusta. Leña. Fustes. Palo de bastos de la baraja. Futrica. Cosa en sentido despectivo, bagatela. GAITA. Sopa. Gaitas. Patatas. Galero. Sombrero. Galleira. Galicia. Galluda. Hambre. Gandainos. Testículos. Gandir. Comer. Garabelo. Bonito. Garamelos. Dedos. Garfelo. Tenedor. Garifar. Recordar. Garipano. La lengua gallega. Garipos. Emigrantes gallegos. Garlea. Boca.

Garlear. Hablar, tragar. Gasumelo. Petróleo. Gaucha. Mano. Gaurra. Noche. Gaurro. Moro. Gobernador. Que gobierna platos y tarteras. Gochía. Puerta. Goimol. Pan. Golpeo. Unto de cerdo. Gorniol. Agujero. Goucha. Mano. Gouchazo. Bofetada, cachete. Gouchezo. Robo. Grabieles. Garbanzos. Gran oreteiro. Mar. Grelas. Berzas. Greleira. Camisa. Greleira de dentrufo. Camiseta. Grilar. Cohabitar. Guaina. Casa. Guaina de tizar. Fonda, posada. Guaina do xinado. Alcaldía. Guchía. Puerta. Guchío. Portal. Ghecho. Pequeño, poco. Gueime. Pan de trigo. Guinchos de dentrufo. Calzones. Guinchos. Pantalones. Guinea. Cabeza. Guineo. Sombrero. Gulía. Cereza. Gulmarra. Gallina. Gulmarreiro. Gallinero.


247 Gulmarro. Gallo. IRMUXO. Hermano. Izagarrá. Manzana. Izagarreira. Manzano. LABREÑADOR. Labriego. Labreñar. Labrar la tierra. Labreño. Oficio, trabajo. Langaño. Chorizo. Lapeta. Carterista. Largaño. Largo, alto. Larota. Hambre. Lascar. Huir, marchar. Latumela. Hoja de lata. Lea. Puta. Lengumela. Lengua. Lera. Hierba. Ligota. Puta. Limporrio. Limpio, aseado. Liria. Vaca. Lirio. Buey. Longaño. Chorizo. Lorda. Mierda. Lordento. Sucio, puerco. Lourenzo. Sol Lourenzo de gaurra. Luna. Ludra. Baraja. Ludrar. Jugar a la baraja o al dominó. Lupantes. Ojos. Luria. Cuerda. MACAIAR. Fumar. Macaio. Cigarro, tabaco. Mamelar. Mamar. Mamelo. Pecho, seno.

Manchado. Construido, fabricado. Mancha-lo pìno. Hacer tiempo, tardar más de la cuenta en un trabajo sencillo y cobrarle de más a un cliente. Manchar. Arreglar paraguas. Mancho. Trabajo, oficio. Manchos. Herramienta que el cerrajero lleva a sus espaldas. Mandurriar. Mandar, ordenar. Mandurrio. Mando. Manxúa. Domingo. Maqueanta da goina. Chimenea. Maquengra. Fumar. Maqueo. Tabaco, humo. Maquina. Calle. Maquinón. Callejón. Maragotas. Castañas. Marelas. Patatas. Margaritas. Tetas. Martilurrio. Martillo. Mea. Oveja. Meia. Oveja. Maio. Carnero. Meixúa. Mesón. Meixueiro. Posadero. Meixuga. Fonda, parador. Meixou. Hotel. Meo. Carnero. Medalor. Ladrón. Melancio. Robo. Melar. Robar. Meleos. Pelos. Mercha. Tienda. Mercha de ganchos. Ferretería.


248 Mesuna. Mesa. Mica. Faldriquera, peto. Michi. Medio. Michi claro. Día, mediodía. Milcos. Vascos. Mirco. Lobo. Mireus. Ojos. Mirxena. Iglesia. Miscar. Catar o probar licores. Miúda. Hierba. Mizcar. Besar. Mordates. Dientes. Moreno. Monte. Moro. Aldea, lugar. Mouga. Vino. Monxurria. Monja. Mutilo. Hijo, rapaz. NACEIRO. Amo, maestro, afilador. Naceiro da ría. Cantero. Nares. Nariz. Negriña. Pulga. Negriñeira. Caldera. Nexo. No, nada. Neblurria. Niebla. Niquis. Nada. Nocas. Narices. Nonarromana. Mudo. Noseces. Nosotros. Obispeiro. Horno. Olfaión. Sastre. Oreta. Agua. Oretar. Llover, llorar, mear, mojar. Oretar pola garlea. Escupir.

Oretar polos mireos. Llorar Oreteira. Fuente. Oreteiriño. Regato Oreteiro. Río. Oreteiro guezo. Regato muy pequeño. Oreto. Caldo, vino. Orrangas. Guardias civiles. PALA. Cuchara. Pallifar. Esconder, hacer desaparecer un documento. Papiloso. Libro. Papuloso. Jornal, periódico. Parrela. Paja. Pategos. Ortugueses. Patoas. Patatas. Peladeira. Higuera. Pelados. Higos. Pelga. Criada. Pereiro. Pote. Pescurrio. Pesacado. Picañar. Coser. Picañeira. Aguja, costurera. Picañeiro. Sastre. Picoa. Puchero. Picolar. Clavar, colocar puntas. Picolos. Clavos. Picona. Costurera. Pildado. Cagado, perdido, roto. Pildar. Cagar, perder, hacer baza en la brisca. Pildaría. Mierda, porquería. Pildarse. Cagar, faltar a la palabra. Pildatorio. Retrete. Pilde. Culo.


249 Piltra. Lecho. Pinaza. Taza grande. Pinazas. Palo de copas en la baraja. Pinza. Moza. Pireiro. Pote. Platuleque. Plato. Platuleque largueño. Fuente para comer. Platumela. Plata. Platumelo. Plato. Proiña. Burro, torpe. QUEICOA. Dios. Queicoas. Santas, imágenes. Queimar. Asar. Queimón. Ajo. Queimona. Cebolla. Queiquiña. Santita. Queirantar. Querer. Queirolas. Vello. Quilé. Nada. Quilma. Mochila. Quilmo. Morral, saco. RABÓN. Mes Rabudo. Mes. Racha. Noche. Raigañas. Tetas. Raigaños. Nabos. Raiola. Estrada, vía del tren. Raleiro. Molino. Rañeira. Sardina. Rañeiro. Jurelo. Rañouta. Sardina. Rebolo. Piedra de asentar de la rueda de afilador.

Recibumelo. Recibo. Recovaxe. Recolecta. Redondas. Naranjas. Redondeiro. Naranjal. Redondo. Naranjo. Relvar. Deber. Rella. Pluma de escribir. Remos. Brazos. Reñeira. Sardina. Requicha. Aguardiente. Ría. Piedra. Rutar. Rifar. Ruxas. Nueces. Ruxeira. Nogal. SABANTAR. Saber. Sabante. Maestro. Sangrumela. Sangre. Sanqueico. Dios. Sapeira. Sal. Senturriarse. Sentarse. Sibis. Sí. Sillumela. Silla. Sinada. Señora. Sinado. Señor. Sitorrio. Sitio. Súa. Fuego, cerilla. Suar. Quemar, arder. Sutas. Patatas. TABLUMELA. Tabla. Tafeno. Portugal. Tafenos. Portugueses. Talasiar. Patear. Talasías das andolias. Medias. Talasíos. Calcetines.


250 Talaxiar. Hablar confusamente, molestar. Talaxías calcañeiras. Medias. Talaxios. Cosa de las que se habla sin nombrarlas, trastos que hay en una casa, paquetes. Talufarse. Caer. Tarazana. Rueda de afilar. Tardufo. Tarde. Tarela. Peseta. Tarelo. Duro, 5 pesetas. Terra. Azúcar. Tintamuza. Tinta. Tiza. Comer. Tizadeiro. Comedor. Tizador. El que come. Todato. Todo. Tofe. Culo. Tolas. Tabernas, tiendas de comestibles. Toleiros. Taberneros, tenderos. Tolme. Pedo. Toura. Rueda de afilar. Tralla. Cadena del reloj. Trasufa. Detrás. Trela. Tabla. Trena. Cárcel. Trenante. Carcelero. Trepes. Tres. Trincantar. Cortar con tijeras. Trincantas. Tijeras. Troles. Testículos. UNACEIRO. Cordelero. Unaza. Cuerda. VAQUETE. Vagabundo, vago.

Vaquetear. Vagar. Varante. Alcalde. Varil. Bueno, fuerte. Varudo. Derecho, erguido. Ventanuxa. Ventana. Ventumela. Ventana. Ventumelo. Viento. Ventuxo. Viento. Verdoca. Verdura. Viaxantes. Pájaros, piojos. Vilón. Ciudad, villa grande. Violas. Cuernos de las vacas. Virxena. Iglesia, misa. Virxenar. Decir u oír misa. Viveleiro. Comerciante de plata y oro. Vivelo. Oro, palo de oros en la baraja. XABARREAR. Capar. Xabeca. Chaqueta. Xabeco. Chaleco. Xabeque. Jubón. Xambernía. Sotana. Xambouca. Cabeza. Xamboucazo. Cabezazo. Xamboucudo. Cabezudo. Xambouquear. Cabecear. Xamonda. Navaja. Xamondada. Navajazo. Xamonda de abigarrar. Navaja de afeitar. Xamondar. Cortar, afeitar. Xamondazo. Cuchillada. Xamondo. Cuchillo. Xaropa. Sidra. Xemba. Gente.


251 Xena. Cabra. Xeniño. Cabrito. Xeno. Cabrón. Xerma. Gente. Xerrumela. Sierra. Xil. Hambre. Xilento. Hambriento, tacaño. Xingrar. Tocar música. Xira. Limosna. Xirante. Tunante. Xirgar. Hablar barallete en voz baja. Xiro. Caliente, bien, bueno. Xotada. Golpe. Xotar. Pegar. Xoulado. Atontado, Xoular. Dormir. Xoulo. Tonto. Xúa. Fuego, cerilla. Xuíña. Cerilla.

ZAFAR. Huir, soltar antes de caer. Zagarra. Manzana. Zapicada. Chocolatada. Zapique. Chocolate. Zarrentado. Cerrado. Zarrentar. Cerrar. Zoina. Cura, abade. Zonarse. Marcharse. Zurita. Peseta. Zurito. Duro, peso. Zuro. Dinero. Zurraxe. Dinero. Zurria. Pierna. Zurria de bicudo. Jamón. Zurrio. Pie. Zuta. Machada. Zutra. Ventana. Zutriña. Ventana pequeña.


252

Monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil (Ourense), 2006. Exposición de ruedas de afilador. A la izquierda el rostro del autor.


253

Escribiendo en el Libro de Honra de la Exposición


254

"Muy cerca de aquí nació mi abuelo, el afilador. En su casa de Eiradela vi ayer su alcoba, su aldea. Vi, desde donde hace un siglo, el abuelo se marchó... en busca de su futuro, pasando muchas mareas para llegar a ultramar. De afilador a emigrante el destino lo llevó. Dejó la rueda guardada, dejó los montes, las viñas, los campos y los senderos, vacas, cerdos y gallinas, un sol y un río tan bellos, y el silencio del lugar. Dejó la Ribeira Sacra, sagrada en la eternidad. Ahora, después de un siglo, ha vuelto el afilador. Mientras reza a Santo Estevo, su rueda en el claustro veo. Está cansada, está vieja, está incluso con sudor. Yo la admiro, la venero, mil reverencias le hago... y pronto siento en el aire el sonido de las notas de su silbante "asubío", -me emociona, me enternece-, anunciando que volvió mi abuelo, el afilador. A Camilo Lama Rodríguez, de su nieto 22 de agosto de 2006


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