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III. Tierras de Valdovento

III. Tierras de Valdovento

Aquella mañana, Carmiña había finalizado pronto las tareas del campo, y regresaba a casa con calma, en un paseo apacible, gozando del tiempo soleado, y menos fatigada que de costumbre. Con la cesta al brazo, su sombrero de paja en la mano, el azadón en la otra, las ropas aún con el polvo del trabajo, las botas llenas de barro, pañuelo en la cabeza... Volvía de las labores de la tierra, como casi todos los días de su vida. Unas veces en la labranza, otras en la siembra, en el regadío, en múltiples e incesantes cuidados... y a la espera, en las fechas indicadas, de la ansiada recogida de la cosecha. Delgada, fibrosa, más bien alta, pecosa de cara, piel curtida por el sol, ojos azules, pelo rubio alborotado... Recia, descuidada en el vestir, de riguroso negro guardando el luto, con botas tobilleras de labriego... y pendiente siempre del trabajo. Pero no por ello, perdía su rasgo femenino en los modales, en el tono de voz, en su caminar... y seguía manteniendo el gracioso atractivo de su mocedad. Sólo su temprana viudez, enturbiaba la frescura de una madura juventud. Con treinta y ocho años recién cumplidos, no dejaba de echar en falta a cada instante a su querido Antón, fallecido hacía cuatro. Su natural gesto risueño y alegre, se veía a menudo ensombrecido, e incluso tenso, por los fantasmas ineludibles de la memoria. Se cruzó por el camino con Venancio, el cartero, que brazo en alto le anunciaba carta. Llega-

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ba de Xanín, y la enviaba don Odilo Blanco, el padre de su difunto esposo. La abrió nerviosa, leyó con prisas, la besó con nostalgia, la releyó de nuevo... y como tantas veces, las lágrimas afloraron a borbotones, y resbalaron por sus mejillas con profusión... “¡O meu Antón!”, dijo pesarosa. Emprendió la marcha pensativa, llena de recuerdos, de sensaciones... ¡Cuántas veces habían recorrido juntos aquel sendero! Entre los maizales, caminando unidos de la mano, ilusionados, hablando de mil cosas: de los niños, de las obras de casa, de los abuelos, de la próxima cosecha, del último viaje por Castilla... Allí mismo, debajo del castaño, se besaron de novios por primera vez... — ¡Carmiña!... ¡Carmiña!... -le gritan desde la iglesia. Un señor pregunta por ti. Carmiña, interrumpida en su cavilar, acelera el paso para no hacerse esperar. ”¿Quién será?”, se pregunta. Debe tratarse de algún parroquiano con trabajo para su hijo Camilo. Cuchillos, tijeras, herramientas... A menudo, los clientes conocidos le llevaban la tarea a casa. Ya lo hacían en tiempos de Antón... y de su padre... y del abuelo... y del bisabuelo... Los Ferreiro siempre tuvieron fama de buenos afiladores... y de honrados y cumplidores. Ya ve al hombre a la puerta de la iglesia, y le resulta completamente desconocido. No parece que traiga ningún encargo. Tan sólo lleva una pequeña bolsa de bandolera... y nada más. “¿Qué querrá?” . A medida que se acerca, comprueba su buena presencia. De mediana edad, alto, moreno, con

bigote, bien vestido, sombrero en la mano... una persona elegante. Llamaba la atención, acostumbrados como estaban por aquellos lares al aspecto tosco y desaliñado de los vecinos. Instintivamente, trató de arreglarse un poco. Se secó la cara, aún húmeda de sus llantos, retiró el pañuelo de su cabeza, ordenó el cabello como pudo, intentó sacudirse el polvo del vestido... — Buenos días, señora. ¿Doña Carmen Fe-

rreiro?

— Buenos días. Soy yo. Dígame usted. — Me llamo Felipe Silva -se presenta, extendiéndole la mano con corrección. Le traigo una encomienda de su hijo Camilo. Llegó ayer a Bande, durmió en mi casa, y al enterarse de que venía hoy por estas tierras, me dio este sobre para usted -y abriendo la bolsa, le entrega el sobre abultado que enviaba Camilo- Le adelanto que es dinero, no vaya a descuidarlo por cualquier sitio. — ¡Ah, muy bien! Muchas gracias... En estas pobres tierras, es algo que siempre es bien recibido... Pero por favor, venga hasta casa, y tome algo... Por lo menos un vaso de vino. Por fin, tras la insistencia de Carmiña, se acercaron a su casa, muy cerca de la iglesia. Primero, le invitó a vino; después, a jamón y a tetilla; y al final, a comer el cocido que ya tenía preparado. — Además don Felipe, ni tenemos que esperar. Vienen por allí las niñas, y de momento -bajando compungida el tono de voz, no hay nadie más por quién aguardar.

<<Camilo es un buen rapaz: sano, cariñoso, trabajador, listo, responsable... –se explayaba Carmiña en la sobremesa– Estoy orgullosa de él. ¿Qué va a decir la madre de un hijo? Ya sé que para estas alabanzas no soy la persona más indicada.

Sale clavadito a su padre. Los dos se tenían verdadera adoración. Mi marido ya le había enseñado todo sobre el trabajo del campo, y siguiendo la tradición familiar, también le había dejado bien aprendido, a pesar de sus pocos años, el oficio de afilador. Desde que Antón se nos fue en la Guerra Civil, mi hijo tomó las riendas del hogar, y ahora, ¡qué remedio!, es el hombre de la casa. Preparamos los campos durante la primavera y el verano, y después de la vendimia, igual que su padre y que sus antepasados, a mediados de septiembre, se va a hacer la temporada de afilador por Castilla, Asturias, La Rioja... o por dónde cuadre, en busca de unas pesetas que ayuden a la economía de casa. Mi abuelo Olegario hasta llegó a Buenos Aires con su rueda de afilar. >> — Entonces, son familia de afiladores desde muy antiguo -interrumpe don Felipe. — Así es. En Valdovento hay un afilador en cada casa... o puede que más. Hace mucho tiempo que llegó el oficio a estas tierras, y desde entonces...

<<Cuentan en la aldea la leyenda, de que un italiano, de esto hace más de un par de siglos, apareció con su rueda de afilar por tierras de Castro Caldelas. En una feria de las de entonces, que

se celebraban al pie de las murallas del castillo, se enamoró perdidamente de Mariana, una joven campesina de Valdovento. Prendado de la muchacha, aquí se quedó con ella para siempre, no sin antes sufrir durante bastantes meses sus continuos desdenes y desplantes. Dicen, que el italiano era exageradamente feo y bastante bruto de aspecto, y además, demasiados años mayor que ella. Pero que en cambio, tenía tal simpatía y tanta bondad, que no tardó ni un par de semanas en ganarse a los vecinos de la zona. Al parecer, era un prodigio tocando la flauta, y contaba unos chistes muy divertidos, que aún resultaban más graciosos por su acento italiano en la pronunciación. En los ratos do lecer, toda la muchachada andaba detrás de Doménico. Muchas veces, acababa por verse acompañado por medio pueblo.

Después de una larga y apasionada insistencia, que duró más de un año, Mariana acabó rindiéndose a su amor. Doménico Lama -que así se llamaba y había nacido en una villa cercana a Florencia- enseñó el oficio a todos los muchachos del pueblo, y una vez aprendido, cual era la forma aconsejable de ejercerlo por el mundo. Y desde ese momento, empezaron a salir afiladores de esta aldea, primero, por las provincias limítrofes, y después, alargando su ruta poco a poco, hasta llegar a los lugares más alejados del país. Con el paso del tiempo, el oficio se extendió por toda la comarca, y fue pasando de padres a hijos a lo largo de muchas generaciones. Los frutos de aquel amor apasionado,

además de sus ocho hijos varones, fueron también los millares de afiladores salidos de estas tierras, que desde aquella época recorren España. Aún hoy en día, perduran en Valdovento los descendientes del italiano. Los Lama, son una saga de tanto arraigo en la aldea, y tan numerosa, que no parece vayan a desaparecer nunca... Y lo que es curioso, todos ellos son gente simpática y divertida... Lo deben llevar en la sangre. >> — Bonita historia... y mejor enseñanza. En tierras de labriegos, el italiano no podía hacer mejor siembra. Tan buena, que se ha conservado con el paso de los años, y ha servido de ayuda importante a numerosas familias para mejorar sus vidas. A Doménico Lama habría que hacerle una estatua... — Ya se está hablando de eso en Luintra -aclara Carmiña. La colocarán en el centro de la Alameda, delante de la Casa do Concello. Buscan por Ourense algún escultor que ejecute la idea, y han acordado que su coste sea sufragado con las aportaciones voluntarias de los vecinos de toda la comarca. Repitieron café, don Felipe se sirvió otra copa de aguardiente, y ambos lo acompañaron con las ricas rosquillas caseras que había servido Carmiña. — Y en esta ocasión -pregunta Felipe, intrigado, ¿cómo Camilo pasó por Bande con su rueda? No es una ruta habitual para un afilador. — ¡Pues no, no lo es! Se lo voy a explicar.

<<Mi marido era de Xanín -perteneciente al Concello de Bande, como usted sabe-, y mi hijo Camilo eligió esta nueva ruta, para acercarse de paso a visitar a sus abuelos, que son bastante ancianos, y por desgracia, no están muy bien de salud. Parece que van a durar poco tiempo. Están al cuidado de sus dos hijas solteras, que viven con ellos.

Mi querido Antón, entre el trabajo del campo, los arreglos de la casa, y la campaña de afilador, nunca encontraba el momento oportuno para llevarnos a ver a la familia. Fuimos con los niños por última vez cuando todavía eran muy pequeños. Carmeliña era casi un bebé, con apenas un año, Xiana no había cumplido los cuatro, y Camilo, tenía doce. Un día por otro... un día por otro... y ¡ya ve!, antes de poder cumplir la promesa pendiente, se nos perdió en la Guerra... -y Carmiña entristecía el gesto, casi a punto de llorar- ¡Qué desgracia! Sus padres no se lo creían... y es que además, ya muy cortos de entendimiento, no había forma de explicarles lo de la guerra. Lo querían mucho, a pesar de abandonar el hogar paterno con muy pocos años. A su Antonciño, lo echaron de menos toda la vida... -y ahora a Carmiña le saltaron las lágrimas. >> — Bueno doña Carmen, eso ya pasó. ¡Hay que pensar en las cosas buenas! Yo, en cambio, me libré de ir a la Guerra, pero le voy a decir a cuenta de qué: de quedarme viudo un par de años antes, y al cuidado de mis cuatro hijas. Llevo ocho años sin mi mujer... y qué le voy a contar que usted no sepa.

Pero la vida sigue. No vamos ahora a hablar de penas... Y entonces, si su marido era de Xanín, ¿cómo se conocieron? — Casualidades de la vida, don Felipe. <<Antón renunció muy joven al trabajo del campo. No le gustaba la rutina diaria del incesante cuidado de las tierras y del ganado, y su espíritu aventurero, pronto lo llevaría a buscar cada vez, tareas distintas y en diferentes lugares. A los catorce años empezó a trabajar de peón caminero. Nos contaba siempre con orgullo, que él había participado en la construcción de casi todas las carreteras, pistas y caminos de la provincia de Ourense. Cuando se iniciaron las obras de la presa de Os Peares, se vino a trabajar a esta zona contratado por la constructora... Y lo demás, ya se lo puede imaginar usted. Nos conocimos en las Fiestas de Luíntra, y enseguida nos enamoramos... Yo era una moza muy guapa, don Felipe, no como ahora –presumía Carmiña, con una amplia sonrisa. >> — ¡Por favor, doña Carmen! ¡No diga eso! Xa non é unha mociña, pero sigue siendo usted una mujer muy hermosa -la interrumpe Felipe con tanta espontaneidad como galantería. — Muchas gracias, don Felipe, pero no hace falta que me diga mentiras -contesta algo ruborizada. Ya me pasó la edad de andar a los mozos... Pero, ¡llámeme Carmiña! — Y usted a mí, Felipe. — ¡Uy, Carmiña! ¡Qué tarde se ha hecho! -exclama el hombre al poco rato, al comprobar la hora en su reloj. Muchas gracias por la excelente

comida, y más aún, por su agradable compañía. Tengo que llegar esta misma tarde a Castro Caldelas, a ver si consigo rematar unos negocios que me quedaron pendientes. Repito, muchas gracias, y hasta otra vez que vuelva por aquí. Vendré a visitarla.

— Aquí tiene usted su casa, Felipe, modesta, pero a su entera disposición... Y también todo mi agradecimiento por sus atenciones con mi hijo. Cuando venga por esta zona, no deje de visitarme. Además de la comida, puede contar con habitación, si es que necesita quedarse alguna noche. — Pues le tomo la palabra, Carmiña. Se levantan de la mesa, Felipe recoge su sombrero, la cartera, y descubre una foto de familia sobre el aparador. Carmiña lo confirma con la mirada: es Antón, con los niños y su rueda a un lado. — Antes de marcharse a sus largas campañas de afilador, solía hacerse fotos con los hijos y conmigo. Luego se las llevaba en la cartera. Al extremo contrario del mueble, Felipe observa a la pareja sonriente en otra foto. “Se les ve muy felices.”, pensó. Carmiña lo acompañó hasta la puerta, y por las escaleras siguieron conversando. — Y al regreso de Castro Caldelas, ¿no vuelve a pasar por aquí? -pregunta ocurrente, y como en busca de un nuevo encuentro. — Si consigo acabar pronto el trato, podría ser. Pasaría mañana de vuelta, antes del mediodía... y entonces, sí que me gustaría invitarla a comer en Luintra.

— No, Felipe. La invitación la dejamos para otro día. Mañana, si acaba a tiempo, comemos en casa. Yo le espero hasta las tres... ¡y qué haya suerte! De paso, le preparo una bolsa para Camilo... si es que aún está en Bande cuando llegue... y si usted, de nuevo, nos hace el favor de llevar el encargo.

— El encargo -sin favor- lo hago por descontado. Y supongo que sí, que Camilo aún estará en Bande. Tenía mucha faena. Cuando salí para aquí por la mañana temprano, él ya se quedaba trabajando. Además de los habituales utensilios de la casa, los vecinos, aprovechando su presencia, le llevaron también una enorme cantidad de herramientas del campo. Por allí nunca pasan afiladores, y para la imprescindible puesta a punto de los aperos, no hay más remedio que trasladarse a Ourense de vez en cuando con todo el material a cuestas. Por eso, la gente de la aldea enseguida acudió a su hijo... y debe de hacerlo bien. Cogió fama al instante, y de boca en boca, todo Bande se enteró en pocas horas... Por otro lado, tengo que confesarle una cosa: no me pareció que se encontrara muy incómodo en la compañía de mis hijas, y ¿quién sabe?, a lo mejor le cambiaron las prisas. — Si las chicas de que me habla salen a su padre, no me extrañaría nada que fuese así. Pero cuidado, que Camilo también es buen mozo... y fácil conquistador, que eso ya lo sé yo. ¿A ver si vamos a tener un idilio? Aunque de momento no es el caso de mi hijo, no sería la primera vez que un afilador se entretiene más de la cuenta por el camino, a veces, aún estando casado y con familia. Pero en

la soledad, Felipe, tampoco es raro que ocurran estas cosas. Usted ya lo sabe... y yo también. A la puerta de la casa se estrechan la mano, y Felipe retiene un instante la de Carmiña entre las suyas. Con mirada suave y gesto de afecto, le vuelve a dar las gracias... y se despide hasta el día siguiente. — Le espero, Felipe. Y si mi hijo ya se fue cuando llegue a su casa... pues, se comen ustedes la empanada, la tetilla, los chorizos y la bica que le voy a preparar.

Por la tierras de Valdovento, el pueblo de Carmiña Ferreiro, todo era grandioso... ¡Bueno!, todo, menos el mismo pueblo. Situado en el Concello de Nogueira de Ramuín, provincia de Ourense, Valdovento se pierde en medio de una imponente llanura rodeada de gigantescas montañas. Desde la carretera, al llegar procedente de la capital, apenas se ve, oculto por completo por unas espesas arboledas que lo cercan. Cuenta con poco más de veinte casas, una humilde iglesia en honor a Santa Eulalia, una reducida plaza en el centro de la aldea, su viejo cruceiro, y un pequeño y bastante deteriorado palco de música para las escasas celebraciones. Lo habitan cerca de cien vecinos, casi todos ellos medio emparentados entre sí. Los Ferreiro, los Lama y los Sotelo, ocupaban aquellas tierras desde muy antiguo, y aunque llegaba sangre nueva de vez en cuando, las suyas seguían predominando por las venas de sus habitantes. Formaban una modesta aldea, entrañable, familiar, hospitalaria, con unas gentes de trato sencillo y

noble, que se ayudaban y compartían las dificultades de sus vidas... Y con un orgullo ancestral: de Valdovento, nadie se iba sin volver... Gallinas, cerdos, algunas ovejas y vacas... huertas caseras con tomates, patatas, legumbres... bastantes frutales... y rodeando el pueblo hasta la carretera, pequeñas parcelas en el campo, separadas entre sí por muros de piedras de algo menos de un metro de altura, y dedicadas por entero a viñedos y al cultivo del maíz. Media docena de carros tirados por bueyes, de uso común para todos los vecinos, se utilizaban en las labores del campo, y en el acarreo de un lado a otro de los aperos de labranza y de las cosechas. La casa de Carmiña era pequeña, como casi todas las de Valdovento, y se encontraba en un lateral de la plaza. En la planta baja, siguiendo lo acostumbrado en las viviendas del campo, se ubicaban las cuadras de los animales y la bodega; la propia vivienda, en la planta alta, disponía de cocina -donde se hacía la vida cotidiana para aprovechar su calor-, tres reducidas habitaciones y una sala-comedor, utilizada tan sólo en el día de la fiesta y en celebraciones señaladas. En un amplio fallado se conservaban los alimentos de todo el año. Balcón en el frente, ventanas a los lados, y una estrecha escalera de piedra que bajaba a la huerta por la parte de atrás. Una huerta muy trabajada y llena de frutales, con el pozo en medio, y el hórreo de la casa al fondo. Se veía una vivienda humilde, pero bien aprovechada, y cuidada con esmero y cariño. En Valdovento pueblo, hasta era pequeño el cura, don Segundo, que no pasaba del metro sesen-

ta, y que atendía también las dos parroquias más próximas... Y la imagen de Santa Eulalia, de noventa y siete centímetros exactos, y que a pesar de su pequeñez, era venerada con devoción en todo el contorno. El día de su festividad, Valdovento se hacía grande por una jornada. Llegaban cientos de devotos procedentes de toda la comarca. La mayoría venía a pie, algunos en bicicleta, otros en carros de bueyes, y muchos, en coches de línea especialmente contratados para ello, y que se trasladaban desde los sitios más lejanos. La peregrinación de Santa Eulalia, el veinte de julio, patrona de los campesinos, era cita inexcusable en toda la zona. El pueblo de Valdovento, era por lo tanto, pequeño, muy pequeño para precisar mejor, un puntito perdido en la llanura y escondido entre los árboles... Pero en cambio, su entorno, desbordaba una exultante grandiosidad. La fuerza serena de su paisaje inacabable; la autoritaria presencia de las montañas rodeando el extenso valle; el Sil, a su paso, cortando el monte a cuchillo; las espesas arboledas cubriendo las laderas hasta el rio; los viñedos escalonados bajando con orden por la montaña; las zonas rocosas, vigilantes, en lo más alto... Era de una belleza tan imponente, que infundía tanto respeto como admiración, y el extraño, llegado por primera vez, se quedaba atónito, sin habla, contemplando la maravilla... En aquel horizonte sin fin, cuando se gozaba de buen tiempo, se perdía la vista en la lejanía, por un lado y por el otro... con los campos, los castaños y robles, el perfil de los montes dibujando el cielo, la hendidura profunda del río en su discu-

rrir, las rocas en lo alto, muchas de ellas famosas, con nombre e historia... También la torre de alguna iglesia con el sonido limpio de sus campanas... El señorial monasterio de Santo Estevo en las alturas, vigilando el orden... Y en los días de fiesta, en los pueblos cercanos, se veía el estallido de las bombas en el aire, dejando el humo flotando, y adelantando con su visión el sonido de las explosiones a punto de llegar... En las noches del verano, se observaba el más hermoso cielo que jamás se pueda ver. Salpicado de brillantes estrellas, más grandes y numerosas que en ningún sitio, extendía su reluciente azul como un manto, cubriéndolo todo con su quietud y majestuosidad, desde el fondo del río hasta las alturas... Con la mirada atenta de las estrellas, el cielo parecía proteger aquellas tierras... y acunar a sus gentes en el merecido descanso tras las labores de la jornada, como susurrándoles ilusiones en el sosiego de la noche, iluminando sueños que estaban por llegar... Todo era pequeño en el pueblo de Valdovento, menos la grandiosidad de su entorno, y por supuesto, el orgullo de sus vecinos, apasionados amantes de su tierra. Y llegado el momento, tampoco era menos grandioso el invierno de Valdovento. Duro, largo, lluvioso, frío... tedioso por lo que duraba... Cuando llegaban sus furias, no a menudo por fortuna, sus gentes desaparecían de la vista, guarecidas en las casas al calor de las lareiras, matando un tiempo inútil con el tute o con la brisca, y con el rezo asustado a Santa Eulalia para que protegiese los campos. Un viento silbante y arrollador arrastraba la

lluvia con él, y en los días de tormenta, traía impetuoso el ruido ensordecedor del trueno... dejando atrás el estallido del rayo y el fulgor serpenteante de los relámpagos. El viento invernal se apoderaba del paisaje con ímpetu, rompiendo la calma y el silencio, moviendo las ramas de castaños y robles con violencia, agitando los frutales, las viñas y los maizales... Era el viento huracanado de la tierra alta, que se enroscaba bullicioso en las montañas, y bajaba enloquecido a la llanura con un peculiar sonido, tan agudo, de silbido largo, tan potente en aquel valle... que hasta había puesto nombre al pequeño pueblo. Todos los inviernos, Valdovento se veía zarandeado sin compasión... y sus gentes rezaban... y Santa Eulalia, al oír sus plegarias, iba calmando al loco paseniñamente... Y por aquel mismo horizonte, al terminar el verano, rematadas la siembra y la vendimia, se perdían los hombres de Valdovento con sus tarazanas en busca de trabajo. Por los insinuantes espacios que iban no se sabía bien a dónde, os afiadores arrancaban por el mundo hasta encontrar con su oficio el apoyo necesario para la familia, que no se bastaba lo suficiente con el escaso producto de los campos y el cuidado de los animales. Desde hacía más de un siglo, gracias a ello, fueron sobreviviendo los pueblos de aquellas tierras altas. Con el fruto de las largas campañas de los afiladores, se reconstruían las casas, se hacían algunas nuevas para los jóvenes, se adquirían terrenos, se compraba ganado, se mejoraban los enseres del hogar, los utensilios del campo... y si algo sobraba, se gastaba en ropa nueva.

Por eso, en Valdovento, había algo más que no era precisamente pequeño: la mirada larga de sus hombres. Tan larga, tan profunda, que hasta miraba por detrás de las montañas para buscar a dónde ir y encontrar el trabajo preciso... Y luego, al cabo de un tiempo prolongado en exceso, para dar con el camino por dónde volver... y traer los frutos. Y en ese momento, el asubio emocionado en el aire se iba acercando en la lejanía... y la madre, ¡de repente lo oía!... y el padre... y la esposa... y los hijos... y entonces, salían todos jubilosos por la carretera a su encuentro. En Valdovento, con aquel orgullo que tampoco era nada pequeño, sabían esperar con paciencia a que volviese él que se había ido.

El río Sil.