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Página I. El afilador

PRIMERA PARTE

I. El afilador

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Nunca, hasta hoy, se había visto un afilador por aquellos montes de Bande. Cuando en la limpia mañana de septiembre se oyó a lo lejos su asubío* , las gentes en el campo detuvieron las labores, levantaron la cabeza, y lo buscaron por el camino entre los pinos. Subía lento, cadencioso, empujando la rueda con cansancio, y cada poco, anunciando su llegada con las notas silbantes de su chifre* . “¡Un afiador!”, exclamaron los paisanos con sorpresa... Fue como una aparición... Lo siguieron con la vista, en curioso silencio, observando su marcha... Todo quieto, expectante... hasta parecía que el monte y el campo hubieran silenciado sus murmullos para escuchar mejor el saludo del afilador... As pericas* de Moncho también se pararon, alzaron el morro de la hierba, otearon por el prado a un lado y a otro... y al fin, como contestando al recién llegado, balaron con desorden… pero educadas.

Moncho se acercó corriendo al camino, seguido do Mouro, que no cesaba de ladrar, confusos ambos con aquel personaje nuevo que empujaba una extraña carretilla de gruesos barrotes de madera

*Asubio. Del gallego. Sonido agudo, silbido. *Chifre. Del gallego. Instrumento que produce un sonido agudo al ponerlo en los labios y soplar. El utilizado por los afiladores para anunciarse tiene una forma muy especial. *As pericas. Del gallego. Las ovejas.

pequeños maletines a ambos lados, y con una enorme rueda por delante. El joven afilador, al ver al muchacho, se detuvo a un lado, y apoyó las patas del carro en el suelo. Le hizo unas preguntas, el chico respondió con timidez, y señaló con la mano la dirección a seguir.

— Muchas gracias, rapaz... ¿Quieres que te afile la navaja? -le dice al verla colgada de su cinturón.

El niño duda un instante, inseguro, sin decidirse, pero ante la insistencia del visitante, por fin, aunque receloso, le entregó la navaja. El afilador la coge, se acerca al carro, apoya el pie en un pedal lateral, la rueda gira en el aire... y Moncho, que aguarda vigilante, observa con asombro cómo surge una repentina lluvia de chispas de una pequeña rueda de piedra, donde manipula el hombre con la navaja... El perro ladra enloquecido, y huye unos metros con miedo... sin atreverse a volver. Se la devuelve, le pide que la pruebe... primero lo hace en unas hierbas, después en unas ramas, en una hoja... y entonces Moncho, fascinado, se lo agradece con una amplia sonrisa. — Soy “ afilador y paragüero”, y este es mi taller -le aclara con cierto orgullo, señalando la rueda. Afilo tijeras, navajas, azadones, guadañas… y también arreglo paraguas. Me llamo Camilo. Y tú, ¿cómo te llamas? — Yo, Moncho.

En sus pocos años -trece desde el pasado domingo-, Moncho nunca había visto un afilador. Al pie del camino y con el perro a su lado aún ladrando, siguió su marcha con mirada interrogante mientras se alejaba. Al desaparecer en la curva, intrigado, se preguntó de dónde vendría, y le pareció que debía llegar desde muy lejos. “¡Qué trabajo más raro! ¡Afilador y paragüero!”. Quedó pensativo un rato, imaginando misteriosos senderos, maravillosas ciudades, gentes distintas, emocionantes aventuras... y se dijo, decidido, que él también se iría por el mundo cuando fuese mayor. Elvira y Pilar, atareadas en las faenas de casa, interrumpieron al instante su trabajo al oír cada vez más cercano el asubío del afilador. Se asomaron a la ventana con curiosidad, lo vieron aproximarse por el camino, y corrieron al balcón para observarlo más de cerca. “¡Es un afilador!”, se dijeron. Ya los conocían de verlos alguna vez por las calles de Ourense, cuando iban de compras con su padre. Pero hasta esta mañana, jamás había llegado ninguno a la aldea, y ellas, dedujeron, que seguramente por estar demasiado alejada de la carretera principal. Camilo subía con lentitud, tocando dulcemente el chifre, y ahora, ya cercanas las primeras casas, proclamaba a viva voz con musical entonación su condición de “afilador y paragüero”. Al ver a las hermanas en el balcón, se detuvo delante, apoyó la rueda en sus patas, y sacándose la boina, saludó con una pequeña inclinación de cabeza. Se interesó por la plaza del pueblo, y le indicaron con la

mano que siguiera el camino hasta encontrarla, a la izquierda de un crucero que se toparía de frente, antes de llegar a la iglesia. Camilo le dio las gracias, y al observar el pozo de la casa a un lado de la huerta, sediento y sudando como estaba por la larga caminata, les suplicó un poco de agua. Las hermanas bajaron al momento con una jarra y un vaso, le abrieron la puerta del huerto, y lo invitaron a pasar. Echaron el cubo al fondo del pozo, lo suben repleto de agua, llenan la jarra y le sirven en el vaso. El joven bebe con avidez, repite ya con más calma, y Elvira al verlo tan sudoroso, le ofrece el resto del cubo para lavarse. Se refresca el rostro, la cabeza, lava las manos… y se seca con la toalla que le ofrece Pilar. — Muchas gracias, sois muy amables. Si necesitáis afilar algún cuchillo, alguna tijera, reparar algo... me gustaría corresponder a vuestras atenciones con mi trabajo. —¿Cuánto cobras por afilar los cuchillos? -se interesa Elvira. — De eso ya hablaremos. Traedme lo que haya por ahí, y lo afilo ahora mismo. — Ahora no podemos. Si vas a estar por la tarde en la Plaza de la Tenencia, te llevaremos después de comer todo lo que tengamos para repasar. Antes, debemos esperar a que llegue nuestro padre para que nos autorice. — Bien. Allí estaré mientras no anochezca. Os aguardo para cumplir con vuestra hospita-

lidad... y también, para ver de nuevo a unas chicas tan guapas y simpáticas. El afilador continúa el camino hacia la plaza, asubía con fuerza al acercarse a las casas siguientes, y entona otra vez su peculiar mensaje: “¡Aaafiladooor y paragüeeero!”... Y de paso, sin apenas darse cuenta, va pensando en las chicas... en la más joven, sobre todo. Las hermanas lo persiguen con la vista, silenciosas, perplejas, y también hay que decirlo, embelesadas con el muchacho. — ¡Qué guapo es! ¡Este sí que es un afilador, y no los de Ourense! -comenta Pilar. — ¡Y qué joven! Haríais una buena pareja tú y él... y le debes de gustar, que te miraba mucho -le dice Elvira riéndose, y tirándole la puya. — ¡Sí, sí, muy buena pareja! -responde orgullosa. Como para irme con él por los caminos empujando la rueda. — Pues no estaría mal. Yo, casi lo cambiaba por mi Pepiño, que también anda por os vieiros repartiendo cartas. — ¡Nenas! ¡Qué os estoy oyendo! –les grita Herminda desde la cocina con autoridad– ¡Anda, anda! ¡Deixade de tolear!

— Padre, ha llegado un afilador esta mañana, y va a estar en La Tenencia trabajando. Habría que llevarle todos los cuchillos y las tijeras de casa. Necesitan desde hace tiempo un buen afilado. — ¡Ah, muy bien!... ¡Qué extraño, un afilador por aquí!... Pues ya sabéis, revisarlo todo con Herminda, y lo que haya que afilar, se lo lleváis. Y ya de paso, que vea también los paraguas, que se acerca el invierno, y no sé cómo estarán. Así, nos libramos de llevarlos otro día a Ourense... ¡Ah! Y ajustar bien el precio, que estos afiladores son medio tramposos. — Pues éste no lo aparenta. Por lo que dijo, suponemos que nos va a cobrar poco -contestan las hermanas. Nos pidió agua, y parece que quiere corresponder de alguna forma a nuestra atención.

— ¡Uy, uy, uyyyy! No os confiéis demasiado -advierte el padre. Los afiladores son gente ya madura y muy andada, y algunos no son de fiar. — Pero éste no, padre. Es muy joven. Como mucho tendrá veinte años. Después de comer, Pilar y Elvira se acercaron a La Tenencia. En una cesta llevaban los cuchillos, las tijeras de la casa, las herramientas de la bodega, y un encargo especial del padre: su navaja de afeitar. Asimismo, colgados del brazo, cargaban con media docena de paraguas. Cuando llegaron a la plaza, el afilador, a la sombra del palco de la música, se encontraba rodeado de vecinos. Todos iban entregándole tareas, que él clasificaba con cuidado para no mezclarlas,

daba hora para su recogida, y al mismo tiempo, amañaban el precio. — Hola, Camilo. Te traemos mucho trabajo, y aún faltan todas las herramientas del campo. ¿Hasta cuándo vas a estar? Nuestra hermana Digna no llega hasta el atardecer, y ella sí que necesitará que le afiles los azadones, las hoces, las guadañas, los picos... — ¡Uy, Dios mío! -responde agobiado. No doy hecho con tantos encargos. Tendré que quedarme aquí esta noche, y veré si me da tiempo de terminarlo todo mañana. ¿Sabéis dónde puedo dormir?

— Si nuestro padre da el permiso, en la caseta de los jornaleros. Al lado de nuestra casa. Felipe Silva, el padre, había mandado construir en un lateral de la huerta, y pegado a la casa, un pequeño añadido de planta baja. Allí estaban la cocina, la despensa, el comedor y a lareira. Unas escaleras interiores lo comunicaban con la parte alta, donde se encontraban las habitaciones. Diariamente, a las ocho en punto de la tarde, en la casa de Felipe Silva se rezaba el Santo Rosario, al que asistía toda la familia, e incluso visitas y jornaleros si los hubiese en aquel momento. Sentados en largos bancos de madera, alrededor da lareira, seguían, con riguroso turno en su dirección, los fervorosos rezos de padrenuestros, avemarías, glorias y demás. Cuando le tocaba a Digna, la hermana mayor, dedicada a las tareas del campo y media dormida por el cansancio y el madrugón de cada día, se rezaban avemarías de más, hasta que el mur-

mullo inmediato ponía en orden su cuantía; y con Pilar, en cambio, con más apuro que devoción, se rezaba alguna de menos, mientras el padre no lo advirtiera. Más de una vez se hubo de repetir algún misterio. Cuando llegó Camilo, el afilador, en busca de acomodo, la familia se encontraba reunida en pleno rezo del Rosario. Le abrió la puerta Pilar, le indicó silencio con el dedo en los labios, y sin más explicación, lo sentó en el banco. Rezó pacientemente como los demás, mientras soportaba, entre plegaria y plegaria, las miradas inquisidoras de los presentes, y alguna que otra sonrisilla velada de las chicas.

Aún no se había pronunciado el amén final, y ya tenía a su lado a la pequeña Maruxa, siempre revoltosa y preguntona con cualquier nuevo visitante.

— ¡Hola! ¿Cómo te llamas? Yo soy Maruxa, y mi muñeca se llama Pepona. — Y yo Camilo, y tengo un osito que se llama Peludo. — ¿Y dónde está? — Está durmiendo en la rueda. — ¿En qué rueda? ¿Es que no tiene cama? — Ven conmigo y te lo enseño. — ¡Maruxa! -le gritan las hermanas. Deja en paz a Camilo, que está muy cansado de trabajar todo el día. — ¡Dejadla! Es sólo un momento -responde Camilo, llevándose a la niña de la mano

Mientras salen afuera, Elvira le aclaró al padre que era el afilador, y que venía a dormir a la caseta de los jornaleros, si él lo autorizaba. — Por supuesto que sí. Eso ni se pregunta. Pero, ¡qué joven es para andar ya por el mundo de afilador! Parece un buen chico. ¿Dónde va a cenar? Invitarlo a que cene con nosotros -ordena el padre, siempre hospitalario con todo el mundo. Ante la mirada dubitativa de las hijas, Papá Felipe insiste. — Cuando uno está solo fuera de casa, se agradece la compañía. Al poco rato, entra corriendo Maruxa en la habitación, llena de entusiasmo, y agitando el brazo en el aire con un muñeco en la mano. — ¡Papá! ¡Papá! Camilo me regaló este osito. Se llama Peludo... ¡Y ya le di las gracias! –aclara la niña, antes de nada, cambiando el tono y anticipándose al ajuste de cuentas. — ¡Maruxa! Eres una descarada -le riñen las hermanas. Seguro que se lo pediste. — ¡No, no! -la exculpa Camilo. Ella me dio un beso, y yo le di el osito. — ¡Ves, como me lo regaló! -se defiende la pequeña con coraje. Por fin, Camilo se quedó a cenar con la familia. Disfrutó de la sabrosa comida de Herminda, del vino del ribeiro de cosecha propia, del licorcafé de Elvira, de las gracias de Maruxa... y de la acogedora compañía de las hermanas y el padre.

Digna, la primera en retirarse a descansar, se interesó con Camilo en revisar sin falta los utensilios del campo, y se citaron para la tarde del día siguiente, al regreso de sus tareas en El Pazo, la finca de Trasariz que atendía aquella semana. Elvira se fue a acostar a Maruxa, después de mil besos y un ciento de despedidas de la niña, en sus desesperados intentos de retrasar al máximo su ida a la cama. Cuando ya no era posible más alargue, recogió su Pepona y su Peludo, y todavía no se retiró, sin antes conseguir de Camilo la promesa de que la llevaría con él a La Tenencia a la mañana siguiente. Las airadas riñas de las hermanas no tuvieron la menor respuesta en la pequeña, entre la oculta risa de don Felipe por debajo de su bigote, incapaz de aguantar serio con la simpatía de la hija. — ¡Sí, muy bien! ¡Usted, padre, ríase aún encima! -le recrimina Pilar cuando Maruxa se había ido. No podemos con ella, siempre se sale con la suya.

— ¡No, Pilar! Yo me reía de Camilo, que es el que tiene que aguantarla mañana -disimula el padre, mirando al afilador con complicidad. ¡Uy, qué tarde es! -cambia de tema al comprobar la hora en su reloj de bolsillo. Me voy a acostar. Dile a Elvira, que mañana me levanto temprano para coger el tren en Barbantes. Buenas noches, buen descanso... y mejor trabajo, Camilo. Pilar y Camilo, mientras no regresaba Elvira, quedaron solos un momento. Se miraron de frente en silencio, se encontraron sus ojos, sonrieron, desviaron la vista, ruborizados ambos con la coinci-

dencia de sus miradas... se volvieron a juntar en el aire, sin saber que decirse... y de nuevo, sonrieron. — ¿Qué tal la cena? ¿Lo pasaste bien? –pregunta Pilar con dulzura, tratando de romper el azaroso instante. — Demasiado bien, Pilar. Hace ya mucho tiempo que no estaba tan a gusto. La verdad, es que me hacéis sentir como uno más de la familia, y eso, precisamente eso, lo echo en falta bastantes días del año. Los afiladores pasamos fuera de nuestra casa cerca de seis meses. Muchas veces no volvemos ni en las Navidades, y como es lógico, nos falta el calor del hogar. Muchas gracias por todo, Pilar. Con don Felipe, con tus hermanas y con la cena de Herminda, no es difícil encontrarse bien. Y si aún encima, se le añade tu maravillosa compañía, uno se siente todavía mejor. Lo peor será mañana, cuando tenga que irme, y no pueda repetir con vosotros esta velada... ni volver a verte. — ¡Pero mañana aún no te puedes ir! -le advierte Pilar. Tienes que revisar las herramientas del campo, y ya sabes que Digna no llega hasta media tarde. Y, ¡ni se te ocurra marchar de noche por esos montes! Dicen que es peligroso. — Bueno, tienes razón. Entonces, ¿nos veremos mañana? — Pues claro... si tú quieres. Cuando estaban en esta conversación, llegó de vuelta Elvira haciendo gestos de agotamiento. — ¡Qué rapaza! ¡Mucha lata da! -se quejaY eso que hoy la dejé sin cuento, que si no, me tiene allí más de una hora.

<<A mi padre, como a muchos vecinos de la zona, lo reclutaron a la fuerza para ir a la Guerra -les cuenta Camilo en la sobremesa-, y allí se murió, en la batalla del Ebro. Se fue de Valdovento a principios de mayo de 1937, y ya no lo volvimos a ver. No supimos de su muerte hasta pasados dos meses, y sus restos por allá quedaron, por Aragón, perdidos en una de tantas y tantas fosas comunes, junto a miles de soldados muertos como él. Después, nos enteramos de que tan sólo unos días antes de finalizar la batalla, el 10 de noviembre de 1938, una bomba lo había destrozado por completo. El 21 de Enero de 1939, el cartero nos entregaba una carta del Ejército de Tierra, comunicándonos su fallecimiento, y la concesión a título póstumo de una Medalla al Mérito Militar. >> — ¡La Guerra Civil! -reflexiona Elvira en voz alta- ¡Qué tragedia más enorme! ¡Una lucha a muerte entre hermanos! ¡Debió ser algo terrible! Aquí en Bande, en Cenlle, en Xanín... en toda esta comarca, también fue mucha gente a la guerra, y algunos tampoco volvieron, como tu padre. Al nuestro, no lo alistaron por ser viudo y con cuatro hijas pequeñas a su cuidado. En eso hubo suerte. <<Mi madre sufrió lo indecible -continúa Camilo-, y aún hoy en día, después de cuatro años, no acaba de recuperar la alegría de antes, ni de cambiar sus ropas de luto. Menos mal que el trabajo del campo, de la huerta y el cuidado de los animales, le aleja de su permanente melancolía. Fue muy triste para todos, la desolación invadió la casa. Mis hermanas tenían cuatro y siete años, y

yo, quince recién cumplidos. Su falta dejó el hogar sin rumbo, y tardamos bastante tiempo en reaccionar, a pesar de que las necesidades apremiaban. >> Entre el bizcocho de Elvira, las galletas de Herminda, la repetición de café, y alguna copa de aguardiente de hierbas, la sobremesa se fue alargando. Las hermanas, curiosas con el relato del afilador, le sonsacaban: su origen, detalles de su trabajo, de la familia, del pueblo... y Camilo contaba... <<Nací en Valdovento, un pequeño pueblo al norte de Ourense, en el medio de las montañas que limitan con la provincia de Lugo. Allí me crié, y allí vivo con mi madre y mis dos hermanas. Toda aquella zona es tierra de afiladores: Nogueira de Ramuín, Luintra, Eiradela, Montederramo, Castro Caldelas... El oficio va pasando de padres a hijos desde hace más de un siglo, y en cada casa, es raro que no haya un afilador... o bien, algún carpintero que se dedique a fabricar las ruedas... que dicho sea de paso, es todo un arte. Su fabricación es compleja y difícil, y sus características dependen bastante de dónde vaya a ser utilizada, en el rural o en la ciudad. Mi bisabuelo me contó que su tarazana* se había fabricado en Liñares, en el taller de Xoán Rodríguez. Fue el primero que hubo en toda esta zona. Se dice que empezó a trabajar en 1850, y que el modelo inicial, lo copió de una rueda que un afilador italiano le había llevado para reparar. Hace unos años, su nieto, el señor Manuel, trasla-

*Tarazana. Del barallete. Rueda del afilador. *Barallete. Jerga utilizada por los afiladores entre ellos para no ser comprendidos por los demás.

dó el taller a Loña do Monte, y de ahí son la mayoría de las ruedas que ahora mismo andan por el mundo. El trabajo de un afilador depende en gran manera de su rueda, ya que no sólo se trata de su taller ambulante, sino que es también su fiel e inseparable compañera de viaje. Para algunos afiladores, incluso alcanza tal valor sentimental, que ni la cambian por otra, ni se separan de su tarazana en toda la vida. Sobre todo, se necesita que sean fuertes y ligeras, y ambas cosas juntas, no son fáciles de conseguir. La mía, la heredé de mi padre, que a su vez, la heredó del abuelo, y éste, del bisabuelo Olegario. Le había costado cuarenta y cinco pesetas en el año 1898. Es una joya, ya recorrió media España... ¡Hasta llegó a Buenos Aires! >> — ¿Y cómo llegó a Buenos Aires? -interrumpe Pilar, incrédula. — Pues por barco, Pilar -responde Camilo sonriente, ante el gesto airado de la joven. De aquella, aún no había aviones. — ¡Camilo, no me hagas burla! Tú ya entiendes de sobra mi pregunta. <<Mi bisabuelo Olegario emigró a América en el año 1902. Se embarcó en Vigo, en el “Araguaya”, “el trasatlántico más moderno de la época”, me contaba, orgulloso de haber viajado en él. Pero no se fue en busca de un nuevo trabajo, como era lo normal en todo emigrante. Él partía como afilador a una ruta nueva, tan solo que esta discurría por América, y debía atravesar el océano

para llegar a ella. Su trabajo iba a ser el mismo de siempre. Por lo tanto, tuvo que llevarse su tarazana con él, la “mismita” que veis ahí fuera. Cómo ya os dije, un afilador sin su taller ambulante no es nadie. “El Olegario de Valdovento”, era el mejor y más famoso afilador de su tiempo. No aguantó más de seis meses en Buenos Aires. La morriña lo obligó a volver a su tierra, a su casa y junto a su familia. Regresó con una pequeña fortuna, y me explicaba, que la casa en la que vivíamos se había reconstruido con el dinero de América. Ya empezó a trabajar en plena travesía. En los veinticinco días de viaje hasta América ya había recuperado con creces el importe de su pasaje. Calculaba que en ese tiempo, entre la tripulación y los pasajeros, debió afilar más de doscientas navajas de afeitar. La navaja de afeitar es la pieza más difícil para un afilador, y es su “prueba de fuego”. Ahí se ve si conoce bien el oficio. Y mi bisabuelo era el mejor. En un par de días, su fama se fue extendiendo por el barco de boca en boca. “Me pude haber quedado de afilador fijo en el “Araguaya”. Siempre tendría trabajo de sobra.”, me contaba cuando de niño salía alguna vez con él. >> — Y tú, Camilo, ¿también vas a emigrar a América? -pregunta Elvira, ocurrente. — De momento, no puedo abandonar a mi madre, ni a mis hermanas. Pero algún día, ¿quién sabe?

<<Al acabar de preparar los campos -continua Camilo-, cortar la hierba, el arado, la siem-

bra y la vendimia, los afiladores salimos por el mundo a completar la economía familiar con el fruto de nuestro trabajo. El campo, la huerta y el ganado, apenas cubren las primeras necesidades de una casa, y por eso, desde antiguo, al llegar septiembre, los afiladores parten a cientos, camino de Castilla, Asturias, La Rioja, El País Vasco... incluso llegan hasta Barcelona... y el bisabuelo Olegario hasta América. Él se paseó por todo Buenos Aires con la rueda que tengo ahí afuera. >> — Y esta vez, ¿cómo vienes por aquí? A Bande nunca había llegado un afilador -preguntan las hermanas con curiosidad. — ¡Vine a conoceros! -responde riéndose... y también a algo más. Eso ya os lo contaré mañana. Pasan de las once, y ¡sintiéndolo mucho!, tengo que retirarme, que me espera una jornada muy dura. Debo madrugar para rematar el trabajo pendiente. Muchas gracias por todo, y buenas noches.

El balcón de la casa