Escritos en el mar C - VV. AA. / Federico Delicado

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La verdadera muerte del pirata Sandokán

Margarita García Gallardo

Muchas son las historias que se cuentan sobre cómo fue la muerte del Tigre de Malasia, pero solo una es la verdadera. Unos pocos de entre sus fieles tuvimos la desgracia de conocer su final. Y, de esos pocos, soy el único que queda para relatar cuál fue el cruel destino del mejor capitán de los mares de Malasia, del más valiente y feroz de los piratas.

Sandokán.

Un hombre de una generosidad sin límites, de una fuerza y energía tan extraordinaria que mereció morir como un héroe. Sin embargo, él, que a tantos dio la oportunidad de caer con honor en la cubierta de un buque enemigo, abatidos por las cuchilladas, los cañonazos y las balas, murió como un cobarde, sin tan siquiera poder repartir con su cimitarra tajos a diestra y a siniestra.

Mi capitán tuvo una muerte infame que nadie se explica, un misterio que se pierde en la inmensidad del océano. Y todo comenzó, o terminó con su buena estrella, según se mire, una noche de abril con luna llena y mar calmo.

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El viento apenas movía los velámenes del parao. Llevábamos días recorriendo la costa meridional de las islas Romades, buscando un buque extranjero al que una expedición había avistado. Sin haber podido dar con él, regresábamos ya a nuestra guarida en la isla de Mompracem. En la cubierta, el capitán, tras la frustración de no haber podido saciar su sed de sangre, contemplaba la lámina plateada de agua que se extendía ante nosotros.

–Bonita noche, malayo –me dijo apoyando su mano sobre la empuñadura de oro macizo de la cimitarra que le colgaba de la cintura.

Enseguida reconocí aquella mirada nostálgica que se perdía en el oscuro horizonte. Solo el recuerdo de una mujer, a quien amó más que al mar, era capaz de apagar el fulgor de aquellos ojos que hacían bajar la vista a cualquiera que los mirara: lady Mariana Guillonk, la Perla de Labuán, la reina de Mompracem. El cólera le había arrebatado la vida años antes, pero él jamás la había podido olvidar.

–Sí, mi capitán –contesté yo, de pie, a su lado–. Aunque es en las noches de luna llena cuando los fantasmas andan sueltos.

–¿Y crees que yo temo a los fantasmas? –me preguntó él, burlón.

–No, mi capitán. Son ellos los que deben temerlo a usted.

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El pirata soltó una formidable carcajada. Yo no me reí. Había pronunciado aquellas palabras solo por agradarle. De sobra sabía que el Tigre de Malasia jamás había temido a la muerte. Pero los fantasmas son peor que la muerte, porque pueden hacer, incluso, que la desees.

Resonaba todavía su risa en la cubierta del barco cuando, como un disparo, nos sacudió la voz del vigía desde el mástil:

–¡Pecio a sotavento!

Algunos hombres no tardaron en traer faroles y proyectaron su luz sobre el agua. Nuestros ojos escudriñaron atentamente la negra superficie del mar.

–¡Allí! –gritó uno de los marinos. Todas las miradas confluyeron en un bulto que sobresalía entre la espuma, a poco menos de un cuarto de milla. El capitán ordenó bajar una chalupa para que investigaran si se trataba de los restos del buque extranjero que andábamos buscando.

–Mucho me temo que algún pirata de las Romades se nos ha adelantado –dijo el capitán apretando con rabia los dientes–. Aunque es extraño, porque llevamos tiempo por estos parajes y no hemos oído ningún cañonazo.

La chalupa maniobró acercándose a lo que resultó ser el trozo de la cubierta de un barco. Junto a ella,

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flotaban un par de toneles. Los piratas los recogieron por si tenían algo de valor en su interior. Cuando ya regresaban al parao, algo los detuvo. Sobre un pedazo de madera, se dibujaba la sombra de lo que parecía ser un cuerpo. Al iluminarlo, descubrieron en él un rastro de vida, pues, con las pocas fuerzas que le quedaban a aquel desgraciado, sus brazos se aferraban al madero. Lo subieron a la chalupa y lo trajeron hasta el barco. En el mismo instante que lo izaron a bordo, la luna se ocultó tras una gran nube negra.

El capitán se abrió paso entre la tripulación que rodeaba al náufrago. No sé si fui el único que se dio cuenta, pero su rostro se alteró al verlo. Fueron unas décimas de segundo en las que una mueca de terror borró cualquier rastro del pirata sanguinario y despiadado que era. Pensé que, quizá, en los rasgos de aquel hombre que yacía sobre la cubierta, el Tigre de Malasia había descubierto un fantasma al que temer.

El náufrago era un hombre blanco, vestido a la europea, de cejas pobladas y enormes bigotes oscuros. Hasta tumbado, se notaba que era de corta estatura. Su pelo escaso descubría una frente triangular, invadida ya por una palidez mortecina que anunciaba que, si su alma no había descendido todavía a los infiernos, le faltaba poco.

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–Aún respira, capitán –anunció el contramaestre al inclinarse sobre el cuerpo–. ¿Se lo echamos a los tiburones?

Al tiempo, le entregó a su jefe la cruz de esmalte blanco que acababa de arrancar de la solapa de la chaqueta del superviviente.

El Tigre de Malasia se quedó mirando aquella condecoración, sujeta por una cinta blanca y roja que ostentaba en su centro una corona sobre fondo azul. Parecía ser el único objeto de valor que el hombre llevaba encima. Apenas tenía un filo de oro, pero le valió la vida al náufrago.

–No –contestó al cabo el pirata, cerrando la mano sobre la cruz–, puede que sea alguien importante y quizá podamos pedir un rescate por él. ¡Bajadlo a las bodegas!

Mientras mis compañeros, los «tigres», como el capitán nos llamaba a sus hombres, se llevaban el cuerpo, él se quedó pensativo apretando la medalla en su puño.

–Debió haberlo devuelto al mar, capitán –le dije–. Los fantasmas toman a veces la forma de humanos para engañarnos.

Él levantó la cabeza y me taladró con la mirada.

–Entonces –tronó su voz–, ¡pasarás la noche con él, vigilándolo para que no nos ataque en medio del

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sueño! ¡Y procura que no se muera o serás tú el que alimente a los tiburones al amanecer!

Maldije la hora en que se me había ocurrido hablar. Obedecí y descendí hasta la bodega. Sin ninguna piedad, mis compañeros habían dejado el cuerpo en el suelo junto a los barriles de ron. El hombre parecía haber revivido y temblaba de pies a cabeza, aunque seguía sin conocimiento. Recordando la amenaza de mi jefe, fui a por unas mantas, le quité las ropas mojadas y lo acomodé entre la lana. La fiebre parecía devorarlo. Mojé sus labios con agua. Era seguro que moriría antes del amanecer, y yo con él, así que decidí pasar mis últimas horas en compañía de una botella de tuba.

No había pegado ni dos tragos cuando aquel tipo empezó a delirar. Lo hacía en una lengua incomprensible para mí. Lo cierto era que se asemejaba a la del portugués Yáñez, aunque la del náufrago era más melodiosa, tanto que parecía que aquel hombre estaba can-

tando:

–Ladri, ladri…! La portano via… Ida, amore mio…!

De repente, abrió los ojos, que estaban inyectados en sangre y tenían una mirada perdida, siniestra, y se incorporó en el lecho dando un grito espantoso. Del susto que me llevé, me quedé paralizado.

Por suerte, volvió a derrumbarse sobre las mantas, pero continuó con sus delirios:

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–Solo la morte placerà el mio dolore…

Sin duda, en aquel tipo habitaba un espíritu infernal, y yo no pensaba quedarme a solas con él toda la noche. Con la excusa de saber lo que estaba diciendo, por si era importante para conocer su identidad y pedir el rescate, me decidí a ir a buscar a Yáñez de Gomera.

Era la mano derecha del Tigre de Malasia y, más que su amigo, era casi su hermano y tenía mejor carácter que él, así que fie mi suerte a su indulgencia.

El portugués se despertó blasfemando y maldiciéndome, pero, al final, accedió a bajar a la bodega.

Cuando llegamos, el hombre proseguía con sus delirios:

–Pirati…, pirati! –gritaba–. Sono loro…! Donath…

Speirani… Bemporad…

Al oírlo, Yáñez se olvidó de su mal humor.

–Es italiano –me aseguró–. Y dice algo de unos piratas que lo atacaron.

Durante un buen rato, el portugués lo escuchó atento. Según lo que entendió, se trataba de un hombre de mar muy viajado, porque tan pronto hablaba de la India como del mar de las Antillas, de las selvas africanas o del desierto.

–Sono il capitano Guido Altieri –afirmó entonces el náufrago, en lo que parecía un momento de lucidez.

–Es marino –aventuró el portugués inclinándose sobre él para escucharlo mejor.

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El delirio fue a más y se convirtió en unos relatos inconexos, donde continuamente aparecía el nombre de su amada: Ida. También hablaba sobre piratas y el dinero que le habían robado.

–Creo –concluyó Yáñez– que lo asaltaron esos piratas de los que habla y se llevaron a su esposa.

Y mucho me temo que se trata de piratas europeos que han invadido nuestros mares. El capitán debería estar al tanto de esto.

Sin importarle lo intempestivo de la hora, Yáñez fue en su busca. Al rato, ambos se presentaron en la bodega.

–Malayo –me preguntó el Tigre al ver el estado en que se encontraba el náufrago–, ¿le has dado de beber?

–Sí, mi capitán. Le mojé los labios con agua.

–¡Torpe! –me insultó–. ¡No me refiero a agua!

El jefe de los piratas de Mompracem recorrió la bodega con su mirada de águila, hasta que sus ojos chocaron con la botella de tuba. En un gesto rápido, cogió el vino, incorporó al hombre y vertió en su boca un buen chorro. Después, lo dejó caer con brusquedad.

No sé si fue efecto del golpe o del alcohol, pero el hombre abrió de nuevo los ojos. En esta ocasión, tenía la mirada más serena. El capitán se puso delante de él para que pudiera verlo. Lo que sucedió a continuación nos dejó llenos de asombro.

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–Sandokan –exclamó el hombre al reconocerlo–, il più formidabili dei pirati!

En el rostro del náufrago, se formó una sonrisa de incredulidad. Miraba al capitán con arrobo, casi como un padre miraría a su hijo. Por primera vez desde que lo conocía, vi al capitán turbado. Pensé que la causa era el haber escuchado la lengua materna de lady Mariana, quien había nacido bajo los bellos cielos italianos. El Tigre no hablaba aquella lengua, pero, al parecer, sí que era capaz de entenderla.

–Pero ¿qué dice? –me dirigió la pregunta, con los ojos llameantes y el ceño fruncido–. ¿¡Me conoce!?

Estoy seguro de que, durante aquel instante de perplejidad, recordaba mis palabras sobre los fantasmas. Y es que poquísimas personas conocían la verdadera identidad del Tigre de Malasia. No le dio tiempo a decir nada más, porque el náufrago estiró el brazo con una fuerza increíble y lo agarró por las solapas de su casaca de terciopelo azul.

–Salvimi, Sandokan! Salvimi dai pirati! –le gritó, pegando su cara a la de él.

Casi al mismo tiempo, desde lo alto del palo mayor, se oyó una voz:

–¡Alerta a sotavento!

El capitán se soltó con violencia del agarre del hombre y subió a cubierta junto a Yáñez, seguidos por mí.

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–¿Qué ves? –preguntó el capitán al marino que había quedado de vigía en el mástil.

–Dos velas, Tigre. Y se acercan a nosotros a una velocidad endemoniada. Juraría que son cruceros ingleses, pero no llevan bandera.

Con la agilidad de un mono, Sandokán subió a la cofa y le arrebató el catalejo al vigía. La luz espléndida de la luna, liberada de las nubes, confirmaba sus palabras.

–Deben de ser ellos: los piratas de los que habló el náufrago. Es nuestra oportunidad de demostrarles quién manda en estos mares. Tigres, ¡a vuestros puestos!

Apenas había terminado de dar la orden, cuando sus fieles ya habíamos obedecido.

–¿Cómo sabes que son ellos? –intentó detenerlo Yáñez–. Ni siquiera llevan bandera. El viento empieza a soplar más fuerte. Aprovechémoslo para dejarlos atrás y seguir rumbo a Mompracem.

–¡¿Cuándo ha rehusado la lucha el Tigre de Malasia?! –le gritó él enfurecido–. ¡Mira a mis hombres! ¡Todos quieren morir sobre el puente de un enemigo! ¡Iza mi bandera, hermano! ¡Esta noche correrá la sangre!

El portugués, que conocía la tenacidad de su compañero, renunció a insistir más:

–Sea pues. –E izó la bandera, roja con una cabeza de tigre en el centro, hasta la punta del palo maestro.

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Al instante, la tripulación se unió con un enorme y entusiasta grito:

–¡Viva el Tigre! ¡Viva nuestro capitán!

Después, todos aquellos fieles, presos de una gran exaltación, continuaron con los preparativos para la batalla.

Por si alguien duda de la verdad de lo que aconteció a continuación, juro que tengo pruebas de que fue cierto, de que aquella fue la más extraña y terrible aventura que jamás viví.

Me preparé para la lucha ocupando el lugar que me correspondía en el abordaje, que no era otro que detrás del Tigre de Malasia, para cubrirlo con mi propio cuerpo si era atacado. Así, pegado a él, vi cómo el mar, que hasta aquel momento había estado en calma, comenzaba a picarse. La luna desapareció totalmente bajo un manto de nubes negras y se levantaron enormes olas, que chocaron con furia sobre el barco.

–¡Mucho mejor así! –gritó enloquecido Sandokán desde la amura de popa, mientras el viento agitaba sus largos cabellos.

Seguro de sí mismo, desafiaba la repentina tempestad y a aquellos piratas invasores, que abrían los brazos y lanzaban unos alaridos animales. El barco subía sobre las crestas de las olas y caía a los abismos haciendo crujir los palos. Toda la noche rugía.

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Pero nada de aquello lograba doblegar el ánimo del Tigre de Malasia que, ignorante, no sabía que se enfrentaba a algo sobrenatural.

Sus hombres lo seguíamos en su locura y, tras preparar las armas y los garfios de abordaje, agarrados a las jarcias y flechantes, a horcajadas sobre las vergas, esperábamos el momento de abordar al enemigo.

De repente, como si hubieran sido dirigidos por la mano del diablo, los dos barcos enemigos aparecieron, uno a costado de babor y otro a estribor, rodeando al parao y cerrándonos la salida. Nunca habíamos presenciado una maniobra similar realizada a tanta velocidad. Durante el tiempo que estalla un relámpago, los piratas dejamos de respirar y el silencio se apoderó del barco, incluso del mar; hasta que la temible voz del capitán rompió el hechizo.

–¡A las armas!

Fue como si se hubieran abierto las puertas del infierno. Un estallido de gritos, sables y detonaciones lo cubrió todo. Las balas y la metralla silbaban entre las velas. Los piratas enemigos aparecieron de la nada por cientos, pero los tigres, sin desanimarnos, no nos paramos a contarlos. Luchamos encarnizadamente y con un enorme valor, fruto de la desesperación.

Entretanto, el capitán empuñaba su cimitarra abatiendo a unos y a otros mientras su voz se alzaba en el estruendo para darnos ánimos:

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–¡Ánimo, mis tigres! ¡La victoria es nuestra!

Pero de sobra sabía él que aquella partida no estaba igualada. Por un adversario que matábamos, caían diez de los nuestros. Pronto nos vimos rodeados de moribundos y cadáveres desmembrados. La sangre corría en la cubierta y nos hacía resbalar. A los veinte minutos de la batalla, solo quedaban vivos una docena de los fieles tigres, incluido Yáñez, el capitán y yo mismo.

Cuando ya nos preparábamos para morir como valientes, sucedió algo que nunca podré explicar. De pronto, la lucha cesó. Fue como si una fuerza superior nos aplastara y nos impidiera movernos. La batalla quedó paralizada en el tiempo: una escena donde los contendientes nos habíamos convertido en estatuas de carne y hueso. Los tiradores de las cofas y las cruceras se quedaron en posición de disparo; los artilleros, encendiendo la mecha de los cañones; las balas inmóviles, flotando sobre las cabezas.

Mi capitán se había petrificado blandiendo su cimitarra en el aire mientras yo, a su espalda, asestaba una puñalada a un enemigo. El portugués Yáñez, en cambio, peleaba en el suelo contra un fornido pirata. Incluso las enormes olas de aquel mar enfurecido se habían quedado congeladas y amenazantes sobre el navío.

Fue entonces, en mitad del silencio sobrecogedor, cuando en la cubierta del barco apareció él.

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El náufrago.

Vestía sus ropas, ahora secas y sin una sola arruga: la camisa, blanca, y la pajarita, del mismo color, chaqueta y chaleco en color añil y pantalón claro; sobre la cabeza, un ridículo sombrero de paja adornado con una cinta, que no supe de dónde lo había sacado. Además, se había aseado el enorme bigote, enroscando sus puntas hacia arriba.

Era el único ser que tenía vida en aquel escenario. El resto, supongo que al igual que yo, si la tenían, solo podían pensar. Con las manos a la espalda, con un andar lento, como quien pasea por un jardín exótico, caminó entre los piratas y se detenía a admirar a unos y otros. Después, se acercó al capitán.

–Creo que usted tiene algo que me pertenece –le dijo en un idioma que entendí perfectamente.

A continuación, introdujo la mano en uno de los bolsillos de la casaca del Tigre y sacó aquella condecoración que traía puesta cuando lo rescatamos. Con solemnidad, la prendió en su solapa.

–¡Caballero de la Corona de Italia! –dijo con orgullo, subiendo la barbilla y señalándola con la palma de la mano derecha.

Acto seguido, y presa de un repentino ataque de melancolía, derrumbó la cabeza y se puso a sollozar.

–¿Y de qué me ha servido? –se preguntó entre gemidos–. ¿De qué…?

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Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las lágrimas.

–Sí, estoy llorando –se encaró con el Tigre de Malasia, como si él se lo estuviera reprochando–. Los capitanes también lloran, amigo, aunque usted nunca lo hiciera.

Luego, permaneció unos segundos en silencio, tratando de recomponerse.

–¿Que por qué lloro? –prosiguió en su monólogo–. Buena pregunta… Puede que por quien llegué a ser y por quien nunca fui.

Se quedó callado de nuevo, se quitó el sombrero, lo sacudió y se lo volvió a poner. Después, se acomodó la ropa.

–¡He aquí, ante ustedes, a su creador! –exclamó con orgullo, y se estiró todo lo que pudo, recorriendo el barco con la vista–. ¡El grandísimo escritor Emilio Carlo Giuseppe Maria Salgari, el famoso ilusionista que hizo brotar fantásticas aventuras de piratas, exploradores, espadachines, vaqueros y forajidos con la magia de su pluma! Historias de héroes, de tesoros perdidos, de relatos de amor o de naufragios en lejanos mares. Una celebridad reconocida allá por donde pisaba… ¡Cuántos lectores me han admirado! ¡Cuántos me han reconocido y me han aplaudido!

En alguna ocasión, había oído hablar de tipos como aquel que, sin oficio ni beneficio, malgastaban su vida escribiendo libros para divertir a la gente. Yo, aunque

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sabía leer, nunca había tenido interés en perder el tiempo con aquellas historias que llenaban la cabeza de pájaros a los pobres ignorantes que caían en su trampa.

¿Cómo había llegado un tipo de semejante calaña hasta nuestros mares?

–Sí, mi éxito recorrió el mundo –prosiguió aquel loco–, y ahora me pregunto: ¿de qué me ha servido? Todos me presuponían una vida llena de las mismas aventuras trepidantes que inventaba, de emociones, peligros y viajes. Y la verdad, la única verdad descarnada que se impone ante la cercanía de la muerte, es que he vivido como un esclavo. Encerrado, atado a la mesa de trabajo, escribiendo miles de páginas para poder dar de comer a mis cuatro hijos y cuidar de mi mujer enferma, Ida…

El hombre volvió a llorar y, otra vez, tras un gran esfuerzo, se calmó.

–¿Qué vida he tenido? Ni siquiera logré mi sueño de ser capitán de barco. Todo ha sido una constante mentira; he vivido la vida de otros, de mis personajes.

¡Canalla! ¡Traidor! ¡Me robaste mi existencia! –le reprochó al Tigre de Malasia, mirándolo con rencor–.

¡Y eso no te lo perdono…!

Si mi capitán hubiera podido moverse, si no hubiera estado bajo aquel embrujo, no hubiera consentido semejante afrenta, y estoy seguro de que habría acabado a golpes con aquel hombre.

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–Confieso –prosiguió él, alejándose de nosotros–que llegué a creerme esa otra vida, mucho mejor que la mía, alejada de la rutina y de los problemas. Sí, me gustaba escribir, pero hubiera deseado no tener que hacerlo para sobrevivir, sino para vivir plenamente.

Y ahora aquí, en medio de esta batalla, arruinado, me siento viejo, triste y cansado; vencido por los verdaderos piratas: Speirani, Donath, Bemporad y tantos otros editores que me explotaron. Trabajaba catorce horas al día para que, luego, me pagaran una miseria, mientras ellos se enriquecían con mis novelas. ¿Dónde estabais vosotros entonces –se dirigió una vez más al capitán–, los héroes luchadores y decididos a terminar con las injusticias? ¿Por qué no vinisteis a mi rescate…?

O quizá sí lo hicisteis y fuisteis mi refugio y mi salvación… Hasta hoy, que ya no encuentro el camino, perdido en este mar de angustia, en este barco a la deriva que se dirige al único y definitivo puerto.

En aquel instante, sus ojos brillaron con determinación. Sacó una pluma de escribir del bolsillo interior de su chaqueta y la rompió. Luego, se acercó hasta el capitán con el rostro desencajado y, empinándose sobre las puntas de los pies, logró arrebatarle la cimitarra que el Tigre, inmóvil, blandía en el aire.

–Ahora –aulló como poseído, sujetándola en alto–, piratas y bucaneros de los siete mares, ¡gritad conmigo!

¡Viva el capitán Salgari!

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Y, en un gesto de desesperación y locura, agarró el sable con las dos manos y se abrió el vientre de un tajo. El hombre cayó de rodillas, desangrándose al tiempo que sus tripas se esparcían por la cubierta como un enjambre de serpientes sanguinolentas.

–¡Yo soy… el capitán… Salgari! –susurró con su último aliento.

Y, entre horribles estertores, entregó su alma al diablo. Porque solo a él podía pertenecer aquel ser capaz de detener el tiempo a su antojo; capaz de jugar con la vida y la muerte de aquellos piratas que, de pronto, ante mis atónitos ojos, habían desaparecido. No podía creer lo que acababa de suceder. Ya era capaz de moverme con libertad; no tenía sobre mí aquella fuerza opresora que me paralizaba, pero el barco estaba completamente vacío. Ni siquiera el cuerpo abierto del hombre quedaba en la cubierta. ¿Qué demonios me estaba ocurriendo? No estaba borracho y no tenía fiebre que me hiciera delirar. ¿Sería una pesadilla?

Recorrí el barco de proa a popa buscando a amigos y enemigos, sin éxito. Grité el nombre del capitán, de Yáñez, de quienes habían quedado vivos tras la lucha. Solo la noche, que había recobrado la serenidad, con la luna esparciendo su luz azulada sobre un mar en calma, me devolvió el eco de mis gritos. Tenía que haber una explicación para lo que estaba sucediendo.

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En mi desesperación, busqué alguna señal de vida en los camarotes de proa y en el casco. No hubo un rincón del barco que no recorriera, hasta que terminé en la bodega. Tampoco tuve allí suerte. Sin embargo, encontré algo a lo que aferrarme para mantener la cordura. En un rincón, estaban los dos toneles que habíamos recogido junto al náufrago; la única prueba que tenía de que no había sido un sueño, de que todo había ocurrido de verdad.

Con un hacha, hice saltar la tapa del primero. Para mi sorpresa, en su interior tan solo había libros. Conté más de ochenta y en todos ellos estaba estampado, en letras de oro, el nombre de Emilio Salgari. Aunque la palabra «capitán» no aparecía por ningún lado, supuse que eran los libros que había escrito aquel loco. En el segundo tonel, tan solo había unas notas en italiano y un libro pequeño que apenas constaba con unas pocas cuartillas. Al abrirlo, de su interior cayó un sobre en el que se leía en mi idioma: «al pirata sin nombre».

Con curiosidad leí su contenido.

A ti, pirata sin nombre, al único personaje que no me llevo conmigo en mi postrero viaje, te dejo mi legado; un último relato para que se lo hagas llegar a aquellos que verdaderamente me han amado: mis lectores.

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Sin comprender muy bien qué quería decir aquel hombre, abrí el librillo y comencé a leer:

La verdadera muerte del pirata Sandokán

Muchas son las historias que cuentan los marinos sobre cómo fue la muerte del Tigre de Malasia, pero solo una es la verdadera…

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