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FOTOGRAFÍAS YLLA
La gran leona enseña los dientes y a nadie se le ocurre meter la mano entre los barrotes de la jaula, ni a los trabajadores de la Casa de Fieras ni a los grandes ni a los pequeños que pagan su entrada para ver animales cautivos.
En el fondo, todo el mundo sabe que la leona tiene motivos para enfadarse.
Y es que encerrar a un león o a una leona en una mísera caja de madera con unos tristes barrotes de hierro no es un hecho del que se pueda presumir ni estar orgulloso.
Es algo parecido a encerrar a un atleta en un armario normando o a una rata de biblioteca en una sombrerera, o incluso a un estornino, el pájaro que estornuda, en el cajón de una antigua mesilla de noche. Pero lo cierto es que en el mundo hay personas que encierran rosas en carteras y otras que desean poner el sol a la sombra o meter el mar en una botella o a sus hermanos en la cárcel.
Cada cual tiene sus costumbres, sus pequeños hábitos, sus sueños y sus cantares.
Por eso muchas veces los humanos meten a los leones en jaulas, aunque a los leones ni se les pasa por la cabeza encerrar a sus hijos en internados o en correccionales. Y por eso el pequeño león no le teme a su madre, porque sabe que está enfadada, pero también sabe que la cosa no va con él. Él es un león lindo y pequeñito y tiene unas patas grandes y una cabecita redonda y suave y en esa cabecita no hay nada más que los típicos sueños de un valiente y pequeño león.

A su lado está su hermano pequeño, otro león todavía más pequeño que él que se esconde detrás de su madre porque tiene miedo, y si tiene miedo es porque un día un gran granuja con sombrero de paja negra y los dientes estropeados le dio un golpe con el bastón así porque sí, solo para hacer reír y para entretener a sus amigos.
Ese hombre se divierte con cualquier cosa, se ríe por cualquier chorrada, mata el tiempo de cualquier manera y, cuando termina de reír, se vuelve a poner serio y entra en su casa para cenar.
El hombre del horrible sombrero de paja y de dientes negros se sienta cómodamente en su silla estilo Enrique II, y mientras devora unas costillas o un filete de pierna de cordero con habichuelas, les cuenta a sus hijos historias terribles de animales salvajes y depredadores. La calma y la paz regresan por unos instantes a la Casa de Fieras.
Y entretanto, en la penumbra, la leona les cuenta a sus hijos historias de la selva y aventuras de leones en un tono tan bajito que apenas roza el suave silencio de la noche y con una voz que, en vez de sonar amenazadora, como cuando ruge, es dulce como el viento que acaricia la arena del desierto y tibia como el sol de esos países grandes y libres en los que no existe el invierno.
Y el pequeño león escucha a su madre asombrado.
Hay que obedecer a las madres —todo el mundo lo sabe—, pero quizá el pequeño león ya le ha hecho demasiado caso a la suya y por eso en esta imagen aparece solo y perdido en medio del parque. Aprovechó un descuido en la Casa de Fieras para escaparse y poder conocer así el Gran Paisaje, la vegetación virgen, el desierto y el lugar donde los leones van a beber. Se escapó para escuchar el canto del ruiseñor, que es el pájaro que se ríe de los señores, y para conocer a todos los pájaros de mil y un colores. Y corrió tanto que ahora está agotado. No ha llegado muy lejos, pero ya empieza a anochecer y dentro de las grandes y frías casas que alzan sus tristes estructuras de hormigón armado hacia un cielo sin estrellas ya empiezan a encenderse unas luces apagadas.
Y el pequeño león, disgustado y cansado, observa algo que se acerca hacia él: un perro.

