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Víctimas

Libertad. Tras seis años de guerra, en los países escenario de la contienda más de la mitad de las familias se habían disgregado, lo que creó una crisis de desplazados sin precedentes. En la imagen, mujeres rusas y polacas que fueron forzadas a trabajar en fábricas alemanas, al momento de su liberación del campo de concentración de Jüchen por parte de fuerzas estadounidenses.

Tiempo de nieves, venta de bienes

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El crudísimo invierno de 1946, que empezó a 20 bajo cero, se sumó al hambre de los berlineses y obligó a muchos a olvidar su orgullo herido y quemar lo que fuera para calentarse y vender lo que fuera para comer. Arriba, una familia atraviesa una calle nevada de Berlín cargando sacos.

Degradarse para sobrevivir Lo que padecían los ciudadanos también podía definirse con otra D, pero ésta mayúscula: Dolor. El efecto de la guerra sobre la moral individual y colectiva había sido más devastador que los proyectiles. El valor de la vida y la dignidad humana había caído hasta el fondo de la letrina, acosado por el dragón de las necesidades vitales. Muchos alemanes y muchas alemanas fueron empujados a sobrevivir degradándose. A cambio de una tableta de chocolate, un poco de tabaco o unas medias femeninas, podía conseguirse cualquier cosa. Y se conseguía. Dejar atrás aquel infierno se antojaba una tarea imposible, pero las circunstancias variaban notablemente de unos lugares a otros. Como siempre, las peores condiciones fueron para los vencidos. En el este de Europa, los avances del Ejército Rojo habían desplazado o expulsado sin contemplaciones a 11 millones de individuos de nacionalidad alemana, cientos de miles de los cuales perecieron por el camino. En Alemania no cabía un alfiler. Los

Aguzar el ingenio ante la precariedad. En la Europa arrasada por la guerra, el dinero dejó de ser útil y fue sustituido enseguida por el trueque, el mercado negro, los timos y las argucias: había que buscarse la vida como fuera. En esta imagen de 1945, un hombre con una cesta recorre la desolada ciudad de Friburgo intentando conseguir un poco de comida.

sobrevivientes civiles convivían entre las ruinas con los desplazados, con los miembros de los cuatro ejércitos de ocupación, con los liberados de los campos de exterminio, con cientos de miles de ex presos políticos, con millones de trabajadores forzosos extranjeros y con una ingente muchedumbre de prisioneros de guerra capturados por los nazis en todos los países invadidos. Había tan pocos alemanes libres que apenas se veía a varones por las calles llenas de escombros. Faltaban los muertos, los desaparecidos, los exiliados y los 11 millones de soldados tomados prisioneros por los vencedores, ocho de los cuales lo fueron por los aliados occidentales y el resto por los soviéticos. Un millón y medio no volvería jamás a pisar el suelo alemán debido a las atroces circunstancias que tuvieron que padecer, sobre todo en el territorio soviético, donde los nazis habían asesinado previamente a tres millones de prisioneros del Ejército Rojo de un modo frío y sistemático. Además, el trato dispensado por el Reich a los prisioneros occidentales no tuvo nada que ver con el que padecieron los cautivos soviéticos, y esto se hizo notar en las represalias de las dos partes.

Prisioneros nazis usados como obreros forzosos Con la victoria apareció una variante novedosa de la condición de prisionero de guerra: el preso cedido. Los occidentales decidieron emplear a sus cautivos en la reconstrucción de los países ocupados por el Reich, y de aquella mano de obra forzosa se beneficiaron 20 países. En Francia trabajó casi un millón de estos obreros, los cuales tuvieron ocasión de comprobar la buena memoria de los franceses: mientras trabajaban en las carreteras solían recibir botellazos y pedradas de los automovilistas, y en

Los campos de concentración soviéticos eran duros, pero los que se establecieron en Checoslovaquia tras la liberación se llevaron el récord en cuanto a crueldad. El médico alemán Carl Grimm, que salvó la vida gracias a su profesión, dejó testimonio del día a día en el Tabor 28, un campo pequeño, donde sólo había 1,000 prisioneros. Según Grimm, las palizas eran constantes. Los presos tardaban dos horas en llegar al lugar de trabajo, en el que laboraban otras 14 antes de emprender el agotador camino de regreso para dormir unas horas y volver a empezar. Quince presos enfermos de tisis fueron fusilados para “preservar la salud del campo”. Al comandante a cargo del Tabor 28, Karel Vlasak, le gustaba pasear entre los barracones con un revólver y un látigo de nueve colas. Solía empujar a los presos con el codo, y cuando caían al suelo les pateaba el vientre y los genitales ante los gritos de entusiasmo de sus subordinados. Disfrutaba matando con sus propias manos: asesinó a un joven soldado mutilado, con su propia muleta. Y era amante del espectáculo: en una ocasión hizo que cuatro presos prepararan cuidadosamente sus propios ataúdes delante de él antes de pegarles sendos tiros en la nuca. Fue destituido, pero no a causa de sus métodos sino porque, además, era un ladrón: se quedaba con las mejores pertenencias de los prisioneros, que debería haber entregado a sus superiores.

Testimonio de Grimm sobre el Tabor 28

Reconstrucción en 3D de un campo de concentración soviético en Checoslovaquia. Puede verse en la página web gulag.cz, un museo virtual sobre este asunto.

alguna ocasión les lanzaron incluso granadas de mano. A reconstruir Bélgica fueron enviados 65,000, y 10,000 a Países Bajos. Por su parte, los soviéticos expidieron a 80,000 de sus presos para ayudar a la reconstrucción de Polonia, donde juzgaron y ahorcaron a los que reconocieron como culpables de crímenes y estragos en su tierra. En 1947, dos años después de la rendición alemana, se celebró en Moscú una conferencia internacional sobre el tema de los prisioneros y se resolvió –con la excepción de Polonia y la URSS– que todos ellos debían estar de vuelta en Alemania a finales del siguiente año. Sin embargo, según el historiador Alfred-Maurice de Zayas, en 1979 aún quedaban 72,000 prisioneros de guerra alemanes en la Unión Soviética.

El más cruel invierno La guerra en Europa había terminado en mayo de 1945. Aquel verano fue demencial, y el otoño, terrible. Pero todo empeoró, y mucho, con la llegada del invierno. Solamente en Berlín perecieron unos 60,000 ciudadanos, y hubo centenares de suicidios. Los británicos evacuaron a 50,000 niños de su zona, muchos de ellos huérfanos, en un gesto que los honró. Sin comida, sin techo, sin higiene, pero con muchísima hambre y llenos de piojos, los berlineses morían de frío, consunción, tifus y disentería. De acuerdo con los registros, el de 1945 no fue un invierno particularmente frío, pero las condiciones de vida lo convirtieron en letal.

El que resultó frío de verdad fue el siguiente. El 15 de diciembre de 1946, una semana antes de su entrada meteorológica oficial, la temperatura en Berlín ya oscilaba en torno a los 20 bajo cero. Las cañerías se congelaron y los pocos retretes útiles reventaron, barnizando de marrón los cuartos de baño. Todo lo que podía meterse en una estufa se metió, desde muebles de estilo y alfombras orientales hasta bastones. Los libros nazis encontraron entonces su verdadera utilidad. Los millones de volúmenes cuidadosamente publicados por las prensas oficiales del Tercer Reich y depositados en grandes almacenes sirvieron para calentar las salas de las bibliotecas en las que durante unas horas podía sentirse alguna tibieza, así como las viviendas y los refugios de los bibliotecarios y sus familias.

El dinero no servía de gran cosa, se había convertido en algo absurdo: el sueldo máximo permitido era de 1,000 marcos mensuales y una libra de chocolate costaba 500. Así que se practicaba mayoritariamente una economía de trueque, que desembocó en el mercado negro. Su escenario habitual eran las estaciones ferroviarias, muchas de ellas en ruinas, donde se intercambiaban joyas por sacos de papas; aunque el valor de base eran los cigarrillos estadounidenses, que llegaron a cotizarse en el mercado negro a 100 marcos por unidad, o su equivalente, 115 gramos de pan. De este modo, una cajetilla de Chesterfield o Lucky Strike equivalía al sustento quincenal de una familia alemana, y un paquete, al de cinco meses. Las cotizaciones, sin embargo podían variar (y así sucedía) de un día para otro.

Ingenio y engaño contra la miseria Durante el atroz invierno de 1946, en la ciudad de Baden, que estaba en zona francesa, tres piedras de mechero se cambiaban por cinco huevos, un reloj de pulsera de buena calidad y en funcionamiento por dos kilos de mantequilla, una camisa de hombre usada por dos litros de aguardiente y un cerdo por 200 litros de vino. Los engaños estaban a la orden del día: se vendían latas de conservas llenas de serrín, jabones con centro de madera y diamantes hechos con trozos de cristal de Bohemia. La Segunda Guerra Mundial expulsó de sus hogares y desplazó sólo en Europa a 50 millones de personas.

Ruina física,

mental y moral. La ciudad de Dessau, joya de Alemania que fue sede de la Bauhaus, quedó destruida por completo por los bombardeos aliados el 7 de marzo de 1945, dejando imágenes terribles como ésta en la que una mujer llora recostada sobre los escombros de su casa.

Unos más culpables que

otros. Los tribunales de ocupación debieron establecer el grado de implicación en el nazismo de millones de personas. Abajo, Mathilde Ludendorff, la esposa del general Erich Ludendorff, durante su juicio (1949).

La precariedad aguzó el ingenio. Un modelo de calzado que se hizo común consistía en una tablilla recortada con el perfil del pie y sujeta a la planta por medio de vendas, lo cual produjo numerosas amputaciones porque no servía para la nieve. Cuando el frío arreció, mucha gente se instaló bajo las ruinas o cavó un agujero en el suelo o en un terraplén y se trasladó allí con su estufita y cualquier cosa que se pudiera quemar. Los trabajadores forzosos extranjeros, que habían sido trasladados por los nazis a sus ahora arrasadas o desmanteladas fábricas, trataban de salir de Alemania por todos los medios; algunos terminaron organizándose en bandas de salteadores que mataban por un abrigo o por una bicicleta, porque lo único que abundaba eran las armas de fuego. Una de aquellas bandas llegó a ser tan poderosa que hasta se hizo de un territorio propio en la región de Fulda. Tuvo que intervenir el ejército estadounidense –apoyado por tanques– para vencerlos después de 12 horas de combate. En cambio, los trabajadores forzosos soviéticos no participaban de aquel afán por volver a su patria. Temiendo lo que allí pudiera sucederles, estaban dispuestos a hacer lo indecible y a esperar lo que fuera para ser deportados a América o Australia.

La compleja desnazificación En aquellos años se puso a prueba la tosquedad del juicio humano, que hace tabla rasa de la inmensa variedad entre las personas y las condena por igual sin aceptar que, en todas partes y en todos los tiempos, ha habido personas decentes. El problema de la culpa colectiva se planteó con crudeza cuando se puso en marcha el programa aliado de desnazificación. Era preciso diferenciar a los nazis fanáticos de los conversos, y entre éstos a los que se habían inscrito en el partido por circunstancias de lo más variadas, pero sin convicción, de los que habían sido coaccionados de una u otra manera y, en fin, reconocer a los que sin haber aceptado aquellas ideas se las habían arreglado para capear el temporal. Lo difícil era distinguirlos cuando los documentos habían ardido, que era casi siempre. Nadie se declaraba nazi ante un tribunal de ocupación, aunque hubo alguno que otro que lo proclamó con orgullo. Por otro lado, resultaba difícil encontrar a alguien completamente exento de compromiso con el régimen anterior: Patton afirmó que había dejado en su puesto a los nazis que estaban a cargo de los servicios esenciales porque no encontró a nadie capaz de reemplazarlos, y Eisenhower lo relevó del mando unos días después. Los resultados finales de la desnazificación en las tres zonas occidentales de ocupación arrojaron un balance total de 800 penas de muerte, de las que se ejecutó algo más de la mitad: lo que hubiera costado tomar una cota fortificada apenas un año antes.

Cerebros enemigos en venta Las cifras del sector soviético no se conocen, pero sí se sabe que hasta 1947 sólo se había liberado al 12% de los prisioneros. En aquella zona, los juicios no empezaron hasta cuatro años después de la guerra, y la pena estándar después de un cuarto de hora de audiencia eran 20 años de trabajos forzados. Los polacos y los yugoslavos también fueron muy duros con sus prisioneros de guerra, aunque las cifras oficiales que trascendieron son ridículamente bajas. Los yugoslavos admitieron 6,000 prisioneros muertos, pero los cálculos posteriores suben la cifra hasta 80,000.

La cosa era muy diferente cuando el prisionero tenía algo verdaderamente interesante que aportar a los vencedores. Los adelantos científicos alemanes que la guerra había impulsado en materia civil y, sobre todo, militar fueron absorbidos ávidamente por las potencias ocupantes. Matemáticos, físicos, químicos e ingenieros que habían trabajado activamente para los nazis recibieron interesantes propuestas para trabajar con los aliados. Los estadounidenses desarrollaron su ya famosa Operación Paperclip, que consiguió captar a 1,600 especialistas alemanes, trasladarlos a Estados Unidos y ponerlos

al servicio de su maquinaria militar. Ellos fueron el núcleo de los avances de EUA en balística, energía nuclear e ingeniería espacial que pusieron a Estados Unidos en disposición de afrontar la Guerra Fría. Desde luego, los soviéticos hicieron lo mismo con los científicos capturados en su zona, pero no los trasladaron a Rusia hasta que se construyeron viviendas y laboratorios apropiados para sus investigaciones. Cuando los colegas rusos exprimieron y asimilaron todos sus conocimientos, muchos de ellos fueron devueltos a la Alemania Democrática estrictamente vigilados para evitar contacto y su captación por los estadounidenses, que lo intentaron en varias ocasiones (en alguna de ellas con éxito). Los franceses y los británicos también captaron a científicos y técnicos alemanes que habían trabajado en los motores a reacción, la prometida gran arma nazi del futuro. Ellos pusieron las bases que conducirían a la construcción del primer Airbus.

El aterrador plan Morgenthau El desmantelamiento de la industria alemana supuso el traslado de gran parte de su maquinaria pesada y de fábricas enteras a Gran Bretaña, siguiendo el ejemplo de lo que había ordenado el camarada Stalin para su zona. Cuando aún no había terminado la guerra, Estados Unidos propuso un proyecto a sus aliados para la posguerra, el llamado Plan Morgenthau, elaborado por su secretario del Tesoro, Henry Morgenthau. En esencia, consistía en repartirse Alemania para convertirla en un territorio rústico que viviera de su propia agricultura y ganadería, negándole cualquier oportunidad de desarrollo industrial con el pretexto de que tal desarrollo conduciría fatalmente a su rearme. Entre otras medidas, Morgenthau sugería la posibilidad de castrar a todos los alemanes menores de 40 años, lo que hubiera significado ni más ni menos que el genocidio del pueblo alemán. Afortunadamente, este plan que Roosevelt presentó a Churchill en la conferencia de Quebec (septiembre de 1944) nunca llegó a ponerse en práctica.

Berlín recupera el color. El llamado “milagro alemán”, que hizo pasar a la República Federal de la ruina a la prosperidad en una generación, puede apreciarse en esta fotografía, tomada a finales de los años 50 frente a la fachada del lujoso Café Kranzler.

El novelista estadounidense John Dos Passos publicó una entrevista con un teniente encargado de la desnazificación, la cual revela que aún quedaba un poco de sentido común y humanidad en aquellas circunstancias. El teniente le dijo: “Mire, soy judío y partidario de fusilar a los criminales de guerra cuando se demuestre que son culpables, para terminar de una vez con este maldito asunto; pero lo que estamos haciendo no es... Verá usted: el odio es como el fuego. Hay que apagarlo lo antes posible. La brutalidad es más contagiosa que el tifus, y condenadamente más difícil de curar. Todas estas directrices para no tratar con miramientos a los alemanes han dejado paso a las tendencias criminales que todos llevamos dentro. Cuando veo, muertos de hambre en esas jaulas, a los mismos oficiales alemanes a los que he interrogado y compruebo que se les trata como no se trataría a un perro, me empiezo a hacer demasiadas preguntas...”.

No todos se volvieron locos

El novelista estadounidense John Dos Passos (1896-1970).

Nadie se declaraba nazi ante un tribunal de ocupación, excepto alguno que otro que lo proclamó con orgullo.

De la desmoralización a la reconstrucción Para acercarse a comprender ese tiempo, sirve la historia del soldado Müller. Mutilado y preso en el Frente Oriental, el bueno de Müller sobrevivió penosamente a tres años horribles en un campo soviético hasta que, enfermo y en los huesos, consiguió regresar a su ciudad natal, cuyas ruinas apenas reconoció. Müller buscó a su mujer y a sus hijos, pero su casa, como el resto del barrio, había desaparecido. Durante semanas sobrevivió como pudo en la ciudad sin encontrar a ninguno de sus viejos conocidos, hasta que una tarde creyó ver a su mujer detrás de una ventana. En el momento en que oprimió el timbre, entusiasmado, distinguió que su mujer hablaba muy sonriente con un teniente estadounidense de color. Los dos acudieron a la puerta, ella con un bebé mestizo en los brazos. Su mujer lo miró con un gesto primero alarmado y luego frío. Tras ella, el teniente le preguntó en mal alemán: “¿Qué quiere usted?”. A lo que Müller contestó: “Perdón, me he equivocado”.

Aquel Müller desmoralizado y herido, acompañado de otros millones como él, fue capaz de poner a su país en pie en una sola generación y de asumir los crímenes de un régimen maldito. Tras la derrota, su esfuerzo reconstructivo supuso una victoria en toda regla. Como dijo hace poco un escritor chipriota de visita en Berlín: “Con los alemanes, nunca sabe uno muy bien si admirarlos o temerlos”.

V-2

El gran fracaso de las armas secretas de Hitler L os misiles Vergeltungswaffe-2 (Armas de Represalia) nacieron como parte de un sueño, viajar al espacio, pero en 1935 el proyecto se centró en el desarrollo de un cohete de artillería de largo alcance. En 1942 se iniciaron las pruebas de vuelo y a mediados del 44 se puso en marcha su producción en las factorías subterráneas de Peenemunde y Kohnstein, alimentadas con mano de obra esclava. El invento de Wernher von Braun entusiasmó a Hitler. En la mente del Führer, los demoledores golpes de un arma imposible de detener pondrían de rodillas a sus enemigos occidentales, que pedirían la paz ante la amenaza de ver arrasadas sus ciudades.

El costo del programa ascendió al equivalente de 40,000 millones de dólares para producir unos 6,000 V-2. El primer ataque tuvo lugar el 8 de septiembre de 1944 y hasta el final de la guerra se lanzaron 3,172 V-2, más de la mitad contra Londres y Amberes. En total murieron en esos ataques 7,250 personas, luego cada víctima costó a los nazis más de 5 millones y medio de dólares. Es decir, Alemania invirtió casi la mitad de lo que costó el Proyecto Manhattan para fabricar un cohete que transportaba 1,000 kilos de explosivo a 300 km de distancia y no podía apuntar a blancos de un tamaño inferior a una ciudad.

Los diseños de Von Braun, tras la guerra, volverían a su propósito inicial y ayudarían a dar los primeros pasos de la carrera espacial, pero la fría realidad es que los V-2, siendo como eran un gran alarde tecnológico, carecían de utilidad militar o estratégica real, y la única influencia que tuvieron en la guerra fue la de acelerar la derrota de Alemania al desperdiciarse de forma absurda unos recursos que a esas alturas Hitler, simplemente, no podía permitirse malgastar.

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Los otros cohetes del Tercer Reich

El V-2 (1) y su hermano pequeño el V-1 (2), un misil de crucero desarrollado por la Luftwaffe, no fueron los únicos cohetes diseñados por Alemania. El Rheinbote ( 3), un cohete táctico de 160 km de alcance, también fue empleado contra Amberes, y los misiles antiaéreos Rheintochter ( 4) y Wasserfall (5), este último basado en el V-2, podrían haber sido un alivio frente a la campaña de bombardeo aliada, pero las espectaculares (e inútiles) armas de represalia consumieron tantos recursos que los sistemas de armas antiaéreas nunca llegaron al campo de batalla.

Deflectores de dirección

Un sistema de cuatro aletas deflectoras en la salida de gases permitía controlar la dirección de vuelo del cohete.

Japón, al contrario que Alemania, llevó la guerra a suelo estadounidense. En 1920 el meteorólogo W. Oishi descubrió la corriente en chorro que circula hacia el este en el hemisferio norte, y los militares nipones decidieron usarla para lanzar globos incendiarios hacia EUA. Los Fusen Bakudan eran globos de hidrógeno hechos de papel, capaces de cargar 25 kg de explosivo. Un ingenioso sistema de lastres permitía que el globo soltara sus bombas tras llegar a las costas de Estados Unidos. De los 900 lanzados, al menos 300 llegaron a su objetivo, pero los aliados mantuvieron una férrea censura de prensa para evitar el pánico y Japón cerró el proyecto, creyendo que no había tenido éxito.

Globos bombarderos

Aletas estabilizadoras

Plataforma de disparo

Cuatro soportes aseguraban al V-2 en su posición de tiro. Un cono de dispersión evitaba que el chorro de gases excavara haciendo caer la bomba antes de que se elevara.