Mollete literario 36

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El Mollete Literario indicadorpolitico.mx

Director: Carlos Ramírez

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Agosto 15, 2016, Número 36, Tercera Época

Los intelectuales inventaron a Fidel Castro Por Carlos Ramírez /pág. 9


El mundo se divide, sobre todo, entre indignos e indignados, ya sabrá cada quien de qué lado quiere o puede estar...

Eduardo Galeano

Editorial Encuentros y desencuentros de intelectuales y Fidel Castro

2 El Mollete Literario

En este mes que Fidel Castro cumplió 90 años, tras casi una década de su retiro, El Mollete Literario retoma la relación compleja y cuestionada de intelectuales con el líder guerrillero de la Revolución Cubana. En el amplio análisis del maestro Carlos Ramírez titulado “Los Intelectuales Inventaros a Fidel Castro”, se explica el complejo proceso de los encuentros y desencuentros que tuvo el líder cubano y sus métodos duros para gobernar, que llevaros a muchos inconformes al paredón. En esta revisión de la compleja relación de ilusión y desencanto de los intelectuales, se explican las etapas por las que pasaron éstos con Cuba, Castro y la Revolución Cubana. Entre ellas, hay una que muchos críticos de la fase estaliniana del castrismo quisieran olvidar: cuando los intelectuales convirtieron a Castro en un intelectual-revolucionario o en un revolucionario intelectual. También en esta aguda revisión, se revelan las críticas de intelectuales a la decisión autoritaria de Castro de fusilar a tres cubanos que habían secuestrado una lancha para huir del país y de encarcelar a 75 disidentes en el 2003, las cuales llamaron la atención no tanto por la crítica al endurecimiento político en Cuba sino por las firmas, en donde aparecieron intelectuales que apoyaron en el pasado a la Revolución Cubana, y que convirtieron a Castro en el prototipo de los intelectuales revolucionarios.

El escritor Por Luy

Índice 3

Letras Torcidas Por César Cañedo

5

Carencia de razón Por P.I.G

6

La otra Bovary Por José Camarena

7

Cortázar y las manías del amor Por Paul Martínez

9

Los intelectuales inventaron a Fidel Castro Por Carlos Ramúrez

16

Dios salve a la reina Por Ximena Cobios

18

Memorias de un personaje que no existe Por Ulises Casal

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El pez gordo Por Canuto Roldán

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José Gómez Nava: De la nota roja al paraiso Por Luis Villalón y Monserrat Méndez Lunes de libros con El Imparcial

El Mollete Literario Mtro. Carlos Ramírez Presidente y Director General carlosramirezh@hotmail.com Lic. José Luis Rojas Coordinador General Editorial joselrojasr@hotmail.com Monserrat Méndez Pérez Jefa de Edición y Diseño Consejo Editorial René Avilés Fabila Wendy Coss y León Coordinadora de Relaciones Públicas Raúl Urbina Asistente de la Dirección General

El Mollete Literario es una publicación mensual editada por el Grupo de Editores del Estado de México, S. A. y el Centro de Estudios Políticos y de Seguridad Nacional, S. C. Editor responsable: Carlos Javier Ramírez Hernández. Todos los artículos son de responsabilidad de sus autores. Oficinas: Durango 223, Col. Roma, Delegación Cuauhtémoc, C. P. 06700, México D.F. Reserva 15670.


100 metros planos (Primera parte) Por César Cañedo @chocorrols chocorrol_x@hotmail.com

R

econocí el olor a popo de gallinas, a patio grande y a naranjitas y eso me dio confianza al llegar a esa casa de dos pisos mal pintada de azul verde agua, al lado de una extinta Conasupo, en la colonia Aurora. Nunca había estado en Culiacán, ni porque tenía primos ahí, pero a mi mamá no le gustaba, “muy peligroso, mucha gente de malas maneras”, decía con su habitual indiferencia de pueblo; pero me aprendí el nombre de la colonia porque era como La Bella Durmiente, una de mis favoritas de Disney. En el jardín del portal nos esperaba una robusta y simpática doña Lola Rosales, que nos recibió ansiosa y secándose las manos en el mandil blanco y seboso que cubría su amplia bata vestido de flores azules. La tarde caía, las gallinas ya estaban acomodándose en los árboles. —Mijos, pásenle, están en su casa, qué cara traen, seguro tienen hambre, voy a hacerles machaca con huevo. ¿Sí les gusta la machaca con huevo? –preguntó, aunque el tono no daba pie a negativa. Tímidamente sonreí, mientras mis dos compañeros, más altos, fornidos y desenvueltos, contestaron que sí, entraron con naturalidad y confianza a la casa, como si fueran sobrinos de aquella señora mantecosa que al parecer vivía para la cocina y para cuidar a niños pubertos deportistas, quienes por la edad no tenían derecho a cuarto de hotel en las competencias estatales. Los seguí hasta la cocina con mi maleta en mano, los otros habían aventado sus cosas en la sala y estaban ya sentados esperando a que les sirvieran de comer. —Pon por ahí tu maleta, mijo, con confianza, hombre. Orita que coman los subo al cuarto donde se van a quedar. Es muy grande y caben muy bien los tres, tiene

dos camas. Es el cuarto de mi muchacho. Quién sabe si ya llegó, estudia mucho mijo, va muy bien en su primer año de medicina en la UAS—. Doña Lola se acercó a la puerta de la cocina, que estaba abierta, y desde ahí lanzó un grito llamando a su hijo. Entró sonriente y al verlo de pies a cabeza vi que era más alto de lo que yo me había imaginado y eso me turbó. Era jovial, delgado aunque fornido, de piel blanca como de leche deslactosada, cabello muy negro, desparpajado y quebrado. Me recordaba a algún torero o a algún actor francés de una de esas películas que veía a escondidas. Lo imaginé erguido, desafiando la embestida del toro. Era diferente, no era como los otros, toscos y escupidores, me pareció que el hijo de doña Lola era un poco como yo y sentí unas ganas de conocerlo, de ser como él, de ser platicador con otros muchachos, ¿por qué yo no podía ser así? Se sentó a la mesa. Tomó de un solo trago el agua de mango que ya estaba servida en el vaso y dijo: —Me llamo Felipe, están en su casa. Me da mucho gusto que estén aquí. ¿Quiénes son?, ¿de dónde vienen?, cuéntenme, hombre. Los otros, que ya habían platicado largamente con doña Lola, que eran primos entre sí y que venían de un pueblo de Guasave, respondieron al instante. —Yo soy Juan Preciado, mucho gusto. —Yo soy Julio, Julio Preciado, mi compa. —¿Como el que canta? –dijo mordaz Felipe. —Ey, es mi tío. No entendí por qué cuando pregunté que si era en serio, todos se rieron. Aunque eso bastó para que las miradas se posaran en mí, como esperando a que por fin me presentara. —Yo soy Augusto, soy de Los Mochis.

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Ilustración: María Bazana Técnica: Mixta

Sentí un destello en la mirada roja de Felipe y lo miré también, porque al tenerlo de frente noté que iba a decirme algo más y traté de adelantarme. —Vengo al estatal de atletismo. Felipe sonrió, como si se diera cuenta de que trataba mentalmente de ser más rápido que él y siguió el juego. Yo de verdad quería ganarle y esperaba el siguiente ataque de preguntas. —Ah, mira, qué bien. A mí me gusta correr, aunque no sé mucho del atletismo, pero sé que ahí hacen varias cosas, ¿no?... —Sí, saltos, carreras, lanzamientos. —Ah, entonces tú… —Yo corro 100 metros. Sonreí. Felipe hizo lo mismo y después preguntó a Juan y a Julio que a qué venían. —Halterofilia, mi compa, qué no ves –dijo Juan, doblando el brazo para hacer fuerza y mostrando un conejo bastante nutrido. Felipe se rio y dijo: —Órale, pues sí, se ve que son

buenos con las pesas, está buena tu cañaña. Julio interrumpió: —Cuando quieras unas vencidas, de apuesta. —¡Arre! –dijo Felipe retador. —Ya pónganse a comer que se va a enfriar –dijo doña Lola, haciéndose un taco de machaca con las tortillas de harina que preparó y logrando que todos, menos yo, la imitaran. —Juego de manos es de villanos, aquí en la mesa dedíquense a comer. ¿Por qué casi no comes, mijo? Me vi sorprendido, sin las manos en la masa, y como respuesta tragué dos bocados sin respirar, rápido, un dos, un dos, mastiqué pensando en cualquier cosa menos en el huevo que tenía la machaca, ¿por qué a toda la gente le gusta con huevo? Me pasé el bocado dándole un gran trago al agua de mango y hacía mi mayor esfuerzo para no vomitar. Felipe me observaba. Tomé más mango. Pinchi huevo. —Ay, mijo, ¿así cómo vas a correr rápido? —Déjalo, amá, si no quiere pues que ya no se lo coma. Se me hace que está nervioso por la competencia, ¿ya habías venido al estatal? —No, es mi primera vez –dije, y vi a Felipe mientras sentí una compenetración entre nuestras miradas. Me ruboricé y empecé a temblar por dentro. Felipe se dio cuenta y volteó a ver a su madre. —Ya ves amá, seguro nunca había viajado solo. ¿A que no es su primer año? –dijo viendo a los guasaveños. —N’oooombre –dijo Juan–, es la segunda vez y además el año pasado fuimos al Nacional, nos tocó pasearnos mucho, fuimos a Mérida y agarramos un curón, estuvo bien chilo, pero no ganamos. —Ahora nos la van a pelar –terminó Julio, haciendo un movimiento de su brazo de arriba a abajo con el puño cerrado. —¿Quién compite mañana? –preguntó doña Lola. —Nosotros –dijo Julio. —Ah bueno, a ustedes los llevo yo, ¿tú hasta el domingo, mijo? —Sí, señora. —¿A qué hora tienes que estar en la pista? —A las nueve. —Yo te llevo –se adelantó Felipe, y de nuevo me estremecí.


Carencia de razón

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llos me llaman loco; habría que hacer primero la aclaración de qué entienden ellos por locura o por principio de cuentas quiénes son “ellos”. Los demás, los que no forman parte del círculo íntimo de la locura, nos llaman locos como quien, carente de fundamentos, puede señalar y llamar manso al manso y ciego al ciego. Con ese cinismo se atreven, no obstante, sin pruebas, a llamarnos locos. ¿Pero acaso no es la locura el único estado mental que permite al ser humano estar consciente de la misma y por ende obliga al ser humano a considerarla benigna o al menos normal, y encontrarla obvia en todas las demás personas excepto dentro de sí mismo? Bajo esa lógica, el loco puede llamar locos a los demás y lanzarse a recorrer la aventura de la vida con la mente tranquila, pues cualquier calificativo podría definir su personalidad, cualquiera excepto la locura. ¿Entonces por qué llamarme loco a mí? ¿Qué hay si los locos son ellos y no yo? ¿Qué pasa si soy un loco al considerar que ellos lo están por considerar que yo lo estoy? Si estoy loco es porque ellos me han orillado a serlo, y asumo mi responsabilidad por admitirlo, así como también asumo las consecuencias por afirmar que Cristo estaba loco y por eso mismo murió en la cruz, porque Poncio Pilatos —que era un loco— creyó que a los locos había que empalarlos, mientras que “el hijo de Dios” consideraba una burla morir en una cruz y que los castigos de los locos, no castigos como tal, son una farsa, no existen. Se confió y he ahí las consecuencias. Loco el que crea que la locura es sinónimo de salvajismo, y es por eso que los salvajes nos tildan de locos. Si soy un loco, entiendo, pues, que existen locos a mi alrededor, cuyas palabras y mensajes entre líneas entiendo a la perfección, situación que un loco cualquiera no entendería. ¿Uno es loco por creer que lo es, aunque no lo sea? Aunque todos deberíamos representar el contenido del mismo costal, hay quienes consideran que existen diferentes clases de locos y que les respondan aquellos que se han atrevido a dividir en clases y razas todo cuanto existe.

Nos consideran locos por no compartir sus cánones, pero somos incluso más locos porque no podemos siquiera alcanzarlos; y si dichos cánones fueron creados por gente consciente de su locura, no pueden más que considerarse absolutos actos de locura insana, pues cuántos de “nuestros locos” han asesinado siquiera por placer o peor aún por necesidad. Los nuestros miran, casi con masoquismo, morir un animal a través de la ventana; los suyos salen a cazarlo gustosos de su práctica. Contando los pasos que doy mientras camino rumbo a mi hogar, me pregunto si seré el único loco en esta vida, que ensimismado en la absurda tarea de conocer la cantidad de pasos que existen entre mi trabajo y mi casa me olvido de saludar, de dirigir palabras o de mirar el color de los semáforos y no reparo en absoluto en el andar de los demás transeúntes, si es que acaso reparo en su existencia tan sólo porque se mueven. ¿Y qué si soy el único cuerdo en este mundo lleno de locos y por eso es que todo mundo me mira con desdén porque parezco un advenedizo en estas tierras? ¿Cómo saber entonces quién es loco: si ellos por señalarme como tal o yo por creerme su argumento y defenderme a su vez señalándolos como locos por llamarme loco a mí? Quiénes son para juzgar, si carecen de la mínima capacidad de encontrarle un concepto adecuado y medianamente aceptable a la palabra locura. Locos podemos ser, individuales o en conjunto, porque la locura llama a la locura. Así, pues, nos comportamos como locos, vivimos y respiramos como locos, y los demás se acercan a nosotros y entonces la locura deja de ser mal vista. Como cuando Cristo a todos habló acerca de su paraíso celestial repleto de ángeles y bellos paisajes; nadie creyó su mentira salvo cuando el número de seguidores aumentó hasta tornarse peligroso. La locura de la vida eterna rodeada de placeres dejó de considerarse una mentira y volvióse realidad, y entonces Cristo —un loco— se vio rodeado de miles de locos que creyeron en él. Por eso creo que la locura es peligro y pone a temblar a muchos, por eso sus etiquetas negativas, por eso el afán por desprestigiarla. El problema de los locos es que sólo unos cuantos están conscientes de que lo están; el resto prefiere creer que aquellos que mandatan y señalan a los demás como locos y peligrosos tienen la razón absoluta. Mientras los locos no estén conscientes de su plena locura, los falsos locos podrán continuar insistiendo que todos, menos ellos, están locos por el simple hecho de que así se rige este mundo, pero no porque realmente sea así. Yo les digo, con toda la seguridad que brinda la locura, locos a todos, que todos los son y todos lo están, y ni siquiera sé si me toman en cuenta.

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La otra Bovary Por José Camarena camarenajp@gmail.com

He plantado para ella, en la huerta, debajo de tu cuarto, un ciruelo de ciruelas de cascabelillo, y no quiero que lo toquen si no es para hacer después compotas, que guardaré en el armario para cuando ella venga. Extracto de “Madame Bovary” de G. Flaubert

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lla se llama(ba) Berta. Pero eso realmente no importa. Porque para los estudios narratológicos clásicos ella pasaría a ser un personaje secundario; para los críticos, un accesorio; para la literatura, una olvidada. ¿Qué vida no merece ser vivida? Incluso entre las páginas de un libro, la presencia de un personaje, de un nombre, de un atisbo de ser se convierte en la posibilidad de una existencia. ¡Qué melancolía casi ser alguien! Berta es la hija del matrimonio Bovary en la novela de Flaubert por la que fue acusado y enjuiciado debido a la afrenta moral que representaba para la sociedad arribista de su tiempo, más deformada por calamidades que por una perspectiva clara de futuro. Esa pobre Berta no sólo es la representación novelada de esa misma sociedad que acusó al escritor, es, también, el resultado de sus pre(ten)siones. Lo mejor que hizo esta mujer fue conseguir un trabajo e independizarse mediante una bajada jerárquica en el escalafón burgués. Hija de algo, terminó siendo hija de sus propias manos. Lo peor que hizo fue ser fea, tal como la adjetiva Madame Bovary cuando recién la tiene en sus brazos. Lo peor que hizo fue abandonarse en el regazo de su nodriza, dejarse vivir por alguien más y sucumbir ante el peso de un apellido que ya estaba llagado cuando lo recibió. La historia de la literatura tiene, de esos casos, varios. Y no me refiero a personajes secundarios sino a personajes olvidados cuyas vidas narrativas tienen un peso considerablemente más significativo del que se ha querido darles. ¿Qué no Romeo, antes de su Julieta, estaba enamorado de otra mujer? Si no mal recuerdo, tenía una amplia frente y un lindo pie y respondía al nombre de Rosalina… Romeo y Rosalina, no suena nada mal. Pero nadie se acuerda de esta última aunque ella haya sido, tal vez, el catalizador del amor romántico perpetuo que conocemos hoy con el cliché del enamoramiento verdadero. Rosalina empuñó todo lo que era sano en el amor y desapareció tras la forma de un idilio que se convirtió en arquetipo. Marco Denevi hace una reflexión con sorna: “Cuando, evocados por mí, se presentaron los famosos amantes de Verona, les dije, como si de pronto se me hubiese ocurrido una idea (pero yo había sobado esa idea durante algún tiempo): Aprovechen esta oportunidad. Es la primera y quizá la úni-

ca vez que se reúnen en un escenario sin que así lo haya querido Shakespeare, quien siempre los condena a amarse y en seguida a suicidarse. Libres de él, líbrense también de ese aciago destino.1 Así también se le condenó a Rosalina, a ser alguien cuya vida no se narró y se fue entre bastidores. Está también la paciente Teresa Panza, la verdadera afectada por las lecturas/locuras de Don Quijote. Ella, que también es Juana Gutiérrez o Tere Cascajo, tiene mayor vínculo con el asno que se lleva su esposo a las aventuras despavoridas en las decenas de versiones del libro de Cervantes. En ese mismo grado, el bienaventurado mozo de cuadra que vanagloria al rocín más célebre y tumultuoso aparece al inicio de la novela y se va caminando hacia un destino que nunca conoceremos. O Lorenzo Corchuelo, el padre de Dulcinea que, a diferencia de Charles Bovary, no pudo heredar su apellido ni su linaje en su progenie. Lo que cala no es el olvido, sino volverse compulsivo al pensar en todas las majestuosas posibilidades de creación alrededor de estas personalidades en la mano de majestuosos talentos. Duele, también, que no se puedan abarcar todas las vidas y que la literatura cree una jerarquía que luego se convierte en fama (basta recordar a los Buendía, los Páramo y los Holmes, familias reconocidas por uno de sus miembros, cuyo sonido se ha enquistado en antologías, páginas de historias y remakes). Cuando volví a leer los pasajes de Madame Bovary en donde aparece Berta, me emocionó recordar que le enseñaron a leer, a regañadientes, pero a leer. Eso me hizo pensar, tan absurdo como suena, en la posibilidad de que ella leyó otras vidas y otros personajes, y que se reconoció en sí misma en otras figuras olvidadas, casi convertidas en elementos como objetos, pero que guardan un sentido en donde tal vez se esconda el significado real de existir. Tal vez sólo leía mientras dejaba pasar el tiempo en una fábrica, también olvidada, y esperaba al esposo que la hiciera sentir un poco mejor que lo que había visto reflejado en la vida de su pobre madre, que al final no fue tan “pobre” porque una novela llevará su nombre por siempre.

1

En su libro Falsificaciones.


Cortázar y las manías del amor Por Paul Martínez sparring_loto@hotmail.com

“Mi regla del juego era maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada frente a mí, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada de mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la ventanilla…”. Julio Cortázar.

P

robablemente no encontremos un escritor que nos provea de mejores circunstancias, como Julio Cortázar lo hace, para entender la medida de lo azaroso que puede resultar el viaje y la aventura que conlleva el acto amoroso. Cortázar, no es mérito descubrirlo, es un maestro del azar, a lo largo de toda su obra nos encontramos con este elemento siempre dispuesto a la aparición, siempre inesperado, siempre sorprendente, el azar en Cortázar es un elemento indispensable al momento de construir su literatura. Por otro lado, la experiencia amorosa se presenta a menudo como un acto del destino, algo que debe suceder, y al mismo tiempo, como un acto inesperado, es decir azaroso, que ocurre sólo porque los medios están dispuestos en el momento preciso. En su relato Manuscrito hallado en un bolsillo, Cortázar nos narra la historia de un personaje que establece una búsqueda a través de la complicada red de estaciones del metro de París, mediante la cual pretende encontrar “alguna felicidad”. La historia tiene como resultado un encuentro que rompe lo azaroso y permite al personaje saltar

sus propias barreras para entrar en un mundo que se parece por mucho a lo que él llama felicidad. Sin embargo, no tardará en darse cuenta de que hasta no cumplir con los caprichos que él mismo se ha impuesto y que en gran medida dependen de la suerte, la felicidad no será completa. En los tiempos que corren, la búsqueda del amor se ha ido fabricando atajos que presumen evadir el error. Buscadores como Tinder, proveen a las almas solitarias de herramientas que permiten establecer matches, con personas que cumplen con los requisitos previamente dispuestos. Establecemos búsquedas que filtran desde el color de cabello, hasta los gustos musicales o las preferencias por determinado tipo de clima. Animamos encuentros que evitan cualquier contratiempo de horarios, que presupuestan el lugar de encuentro y que pretenden asegurarnos que nada puede salir mal. Por medio de los buscadores de pareja, nos proveemos de una selección más que de una búsqueda, eliminamos las opciones con menor posibilidad de éxito. Sin embargo, todavía estamos condenados a la elección, es decir, a la posibilidad de equivocarnos y a tener

que confiar en el destino. En el relato de Cortázar, el personaje establece con antelación una serie de requisitos, o mejor dicho, variables a tomar en cuenta para que el juego pueda funcionar: entrar en el submundo del metro, sentarse como al descuido en un lugar que permita encontrar el reflejo de una ventanilla, establecer un contacto mudo, esperar luego la coincidencia al bajar en las estaciones, aguardar la salida exacta para que todo sea un destino y no la simple aparición del azar. El amor cortazariano es el resultado de una serie de coincidencias hechas a medida, un encuentro preciso entre el azar y el destino. Los modernos cupidos algorítmicos pretenden manejar la información que vertemos en ellos para encontrar la perfecta compatibilidad. Proponemos a la máquina una serie de variables que al conjugarse se postulan como el resultado esencial de nuestro ser amoroso, para sólo así mostrarnos aquellos otros seres con quienes encontramos compatibilidad. Filtramos gustos, oficios, saberes, intereses, presupuestos, horarios y en general formas de vida. ¿Qué tan distinto resulta el juego

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de Cortázar con el hecho de llenar un formulario para encontrar la pareja perfecta a través de la red mundial? ¿Cuál es la diferencia entre el hecho de meterse al metro, buscar una asiento vacío, buscar el reflejo en la ventanilla y luego establecer el contacto que permita entra al juego, con el acto de encender el computador, abrir la ventana del buscador, esperar a que nos dé el espacio en blanco para establecer los filtros y esperar los resultados? A simple vista, el algoritmo es algo que nunca falla, nos ofrece exactamente lo que estamos buscando, siempre y cuando sepamos exactamente lo que buscamos, es decir, que desde ambos lados del formulario se establezcan los requisitos compatibles en el momento adecuado. En el juego cortazariano el encuentro es posible sólo a través de la ruptura con las reglas, el personaje decide por una vez, que no es necesario seguir todas las reglas hasta el final, la coincidencia ya no es tal, sino que se torna en un encuentro motivado por la ansiedad, es el deseo de encontrar por una vez “la felicidad” lo que mueve al personaje a romper con su maniática rigidez. ¿No es acaso la misma ansiedad la que nos mueve, a nosotros los amantes modernos, a entrar en el juego de los matches en busca de la felicidad hasta ahora negada? Si bien desde esta perspectiva no existiría una diferencia esencial entre el

juego cortazariano y los buscadores de pareja en internet, podríamos sin embargo aventurar que existe en la forma un indicio de que algo dentro de la búsqueda del amor se ha transformado por completo. El acto amoroso es en todo momento un acto complejo y cambiante. Enraizada en el proceso cultural, la búsqueda del amor no puede permanecer siempre igual. Los relatos clásicos apuestan casi siempre por el destino, algo que nos ha sido determinado por fuerzas superiores y que hagamos lo que hagamos, se ha de cumplir. Cortázar incluye dentro de sus variantes el azar, la posibilidad de que lo que debiera ser, no sea. Los modernos buscadores parecen apuntar hacia la selección, eliminando de antemano la posibilidad del error, sustituyendo al destino por la elección. ¿Qué es lo que ha cambiado entonces desde el modelo clásico hasta el nuestro? Aunque en principio se puede afirmar que el amor sigue siendo un juego entre el azar y el destino, son las variables que introducimos las que alumbran la transformación. ¿Cuánto azar cabe en una búsqueda que nos permite establecer afinidades casi tan precisas como una ecuación matemática? ¿Qué tan parecido es el amor a un algoritmo? Si bien es cierto que aún habita entre nosotros la idea del encuentro con “el alma gemela”, la realidad es que cada vez es más común encontrarnos con que este concepto ha ido trasladan-

do su sentido hacia el del “alma compatible”. Seguimos buscando la esencia del acto amoroso, sin embargo ahora lo hacemos como un acto de practicidad, intentamos simplificarlo hasta donde nos es posible, como si se tratase de una tarea más que debemos completar. Cortázar propone el juego del destino, como una necesidad interior de su personaje, algo que aparece como un movimiento de “arañas en el estómago”, que precisa del jugador un tiempo precioso para jugarlo. Los juegos de matches, por el contrario, pretenden adaptarse a los horarios del jugador. ¿Cuál sería entonces la diferencia entre el juego cortazariano y los buscadores de pareja? La relación entre el tiempo necesario y el tiempo concedido para la búsqueda de la felicidad aparece, cada vez más, dominada por la urgencia. El imperativo de ser feliz que propone la época se va instalando con mayor fuerza en los comportamientos humanos, intentando simplificar lo que por esencia debiera ser complejo. Si bien es cierto que continuamos condenados a la posibilidad del error, la sola pretensión de eliminar esta posibilidad nos da ya una idea de cómo se ha modificado nuestra relación con eso que llamamos amor. En tanto valor cultural, la esencia del acto amoroso debiera tender a la complejidad, pues en la complejidad se encuentra lo más humano, desprenderlo de dicha cualidad equivale en cierta medida, a deshumanizar el acto. Ahora bien, es cierto que las variables a tomar en cuenta al momento de la elección de pareja se han transformado, que hoy en día puede ser más valorada la coincidencia en horarios o presupuestos, que el hecho de compartir ciertas afinidades musicales, sin embargo, la complejidad del amor parece seguir a salvo, y si bien se han modificado las formas, al final del día, seguimos en esencia la misma búsqueda. Cambiamos las manías de entrar al metro, de buscar el reflejo en la ventanilla, de sonreír al reflejo y esperar la respuesta, por las manías de coincidir en horarios, en presupuestos, en regiones y en modos de transporte. Se sigue manifestando la necesidad de amar, mordiendo como arañas, en el estómago.


Los intelectuales inventaron a Fidel Castro Por Carlos Ramírez

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L

os intelectuales inventaron a Fidel Castro como un héroe y luego lo padecieron como un verdugo. Fueron los intelectuales progresistas, lo mismo Guillermo Cabrera Infante que Regis Debray y muchos otros

que después abjuraron de su creatura. Y Castro los usó y después los desdeñó.

La relación de los intelectuales con Cuba, Castro y la Revolución Cubana ha pasado por etapas. Entre ellas, hay una que muchos intelectuales críticos de la fase estaliniana del castrismo quisieran olvidar: cuando esos intelectuales convirtieron a Fidel Castro no sólo en el jefe

de la revolución socialista mundial, sino en un intelectual-revolucionario o en un revolucionario intelectual. Como Sísifo, esos intelectuales subieron cargando a la montaña una pesada roca llamada Fidel Castro, pero luego esa roca se viene pendiente abajo. Y otros intelectuales le

entran al relevo para volver a subir la roca hasta lo más alto de la montaña. Las críticas de intelectuales a la decisión autoritaria de Castro de fusilar a tres cubanos que habían secuestrado una lancha para huir del país y de encarcelar a 75 disidentes en el 2003 lla-


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Regis Debray

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maron la atención no tanto por la crítica al endurecimiento político en Cuba sino por las firmas. En los “abajo firmantes” aparecieron intelectuales que no sólo apoyaron en el pasado la Revolución Cubana, sino que convirtieron a Fidel Castro en el prototipo de los intelectuales revolucionarios. Castro, en realidad, era un político, un revolucionario y un abogado. Pero nunca había publicado algún ensayo o novela, salvo sus largos discursos. De los intelectuales que antes apoyaban a Castro y que luego rompieron relaciones ideológicas y sentimentales con la Revolución Cubana, pocos —casi ninguno, en realidad— hicieron algún acto público de razonamiento sobre su ruptura. Si acaso, el peruano Mario Vargas Llosa allá por comienzos de los setenta a raíz del caso Padilla; el chileno Jorge Edwards justamente por haber sido uno de los protagonistas del caso Padilla y haber sido echado de Cuba como persona non grata por reunirse con el poeta Heberto Padilla, y el francés Regis Debray con su libro de autocrítica Alabados sean nuestros señores. Los demás tienen en su pasado ese encumbramiento de Castro como revolucionario y como “intelectual”. Debray fue un caso singular. Como estudiante nacido en 1940, Debray había hecho su primer viaje a Cuba en 1961. Ahí recopiló datos para su ensayo, escrito a los 25 años, “El castrismo: una larga marcha de América Latina”. Luego de haberlo leído, Fidel Castro invitó a Debray a La Habana en 1965. Y de

inmediato lo incorporó a tareas revolucionarias. El ensayo había sido publicado en julio de 1965 en la revista Les Temps Modernes, dirigida por Jean Paul Sartre. Durante una visita a París, Ernesto Che Guevara había leído el texto. Atraído por su contenido, Guevara lo tradujo y se lo envió a Castro. Y Castro lo cooptó. De 1965 a 1967 Debray publicó, bajo el influjo de la Revolución Cubana, varios ensayos sobre América Latina para culminar en 1967 con su clásico “¿Revolución en la Revolución?”, un texto promotor del foquismo guerrillero. Ese mismo 1967, Castro lo ayudó a viajar a Bolivia para entrevistarse con el Che Guevara, pero éste lo mandó de regreso porque el intelectual francés carecía de preparación guerrillera. Apenas salido de la zona del Che, Debray fue aprendido junto con el argentino Ciro Bustos. La historia aún debate quién de los dos proporcionó los datos de ubicación del Che, pero el ejército, asesorado por la CIA, arrinconó al Che, lo aprendió y lo asesinó. Debray estuvo detenido hasta 1970 y fue exiliado a Chile. Ahí tomó relación con Salvador Allende hasta el golpe militar de 1973. Más tarde regresó a Francia, rompió con los comunistas, se afilió al Partido Socialista Francés, asesoró a Francois Mitterrand en el partido y en la presidencia. Y finalmente se dedicó a la reflexión sin partido. La firma de Debray no sorprendió en los comunicados públicos de abril de

2003 en contra de Cuba y de Castro. Lo que sí debió de haber sorprendido a muchos fue el hecho de que Debray había sido uno de los más entusiastas promotores de Castro y la Revolución Cubana. Sus textos “¿Revolución en la Revolución?”, “El castrismo: la larga marcha de América Latina” y “América Latina: algunos problemas de estrategia revolucionaria” —incluidos en su libro Ensayos sobre América Latina, de Editorial Era en 1969— contribuyeron a teorizar sobre la lucha guerrillera como la vía para acceder al poder. Debray fue el promotor de la tesis de que “lo decisivo para el futuro es la apertura de focos militares y no de focos políticos”. Asimismo, Debray consideró al castrismo como “un leninismo hecho práctica”. Pero Debray fue más allá. Se convirtió en uno de los primeros en razonar el papel de Fidel Castro no sólo como líder guerrillero y factor revolucionario sino como intelectual. Era, ciertamente, la época romántica de la Revolución Cubana. Y los intelectuales extranjeros, infectados de ese romanticismo revolucionario, habían comenzado a subordinar su capacidad creativa a la prioridad de enaltecer a la revolución y a los revolucionarios. En el número de marzo-abril de 1966, la revista Casa de las Américas —un centro de agitación de la propaganda intelectual de la Revolución Cubana— publicó el texto de Debray titulado “El papel del intelectual en los movimientos de liberación”. El razonamiento de Debray fue, de origen, el del compromiso. Escribió que correspondía al pueblo, el campesino y el obrero, concluir si “sienten en su lucha la necesidad del intelectual”. El intelectual debería, en consecuencia, esperar el llamado directamente del pueblo, a menos, decía, que el intelectual “haya participado realmente en un combate armado”. Debray fue el promotor de la “teoría del salto cualitativo del intelectual”: pasar de “intelectual” y “sabio” a la fase de “revolucionario”. A partir del papel del intelectual como factor revolucionario, Debray dio su propio salto cualitativo: convertir al intelectual en revolucionario. “Corresponde igualmente a los intelectuales desencadenar (subrayado de Debray) la lucha: Fidel, Luis de la Puente, Douglas Bravo


y tantos otros”. Debray consideraba que en un país sin pasado obrero y sin organizaciones revolucionarias, los intelectuales deberían asumir el liderazgo revolucionario de la sociedad. “El castrismo reclama mucho del intelectual: le pide que sepa aprender una humildad alerta”. Pero la propuesta de Debray tenía un punto de partida audaz: asumir a los líderes de la Revolución Cubana no sólo como intelectuales —en realidad eran clase media ilustrada y educada: Castro como abogado y el Che como médico— en funciones de acto revolucionario, sino como prototipos de intelectuales. A partir de los modelos de Ernest Hemingway, John Dos Passos y André Malraux —los dos primeros combatieron en la guerra civil española junto a los republicanos y Malraux también en la resistencia francesa contra los nazis—, Debray encontraba una fusión a priori. Su análisis se sustentaba, por cierto, en una opinión de Malraux sobre el hecho de que el acto intelectual no se consumaba en libros sino que se refería a la posesión de “una sola idea, por elemental que ésta pueda ser”. Para el Debray revolucionario, en consecuencia, el valor del intelectual no se agotaba en la reflexión sino que se consumaba en la acción: intelectual y además revolucionaria. “El secreto del valor del intelectual no reside en lo que éste piensa, sino en relación entre lo que piensa y lo que hace”. Pensar no basta, escribió el Debray de 1966; es “necesario aprender de y en la lucha revolucionaria”. La conclusión de Debray se convirtió en uno de los factores del estalinismo intelectual de Castro desde aquellos años hasta el 2003 del encarcelamiento de disidentes por no pensar con la Revolución Cubana: “hombres nacidos de esta América, como Fidel Castro y Ernesto Guevara, ¿no delinean, sin ellos ni nosotros saberlo, la verdadera figura del intelectual, elevada a su más alta incandescencia?”. Si la función del intelectual es la de pensar la realidad para criticarla, Debray había subordinado la tarea intelectual a los objetivos de la revolución.

Lo escribió claramente en las conclusiones de “¿Revolución en la Revolución?”: “no escapa a nadie que hoy, en América Latina, la lucha contra el imperialismo es decisiva. Si es decisiva, todo lo demás es secundario”. Esta reflexión de 1967 de Debray es exactamente la misma de Fidel Castro en su ofensiva represiva del 2003: acallar la disidencia porque la lucha contra el imperialismo norteamericano es decisiva para Cuba. La Revolución Mexicana había radicalizado a los intelectuales. En septiembre de 1967, Debray envío una “Carta a sus amigos” para razonar su papel como intelectual subordinado a la Revolución Cubana. Lo interesante era que a Debray le había tocado vivir de cerca el primer conflicto de Castro con los intelectuales: la crisis del documental P.M. que había llevado a la ruptura en el suplemento Lunes de Revolución, que dirigía Guillermo Cabrera Infante. Ante la necesidad de controlar la crítica, Castro había lanzado ya su apotegma: “dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”. Debray había asumido sus propias palabras de darle prioridad a la revolución por encima de la labor como intelectual. La prueba de fuego ocurrió durante su encarcelamiento. Debray había sido acusado de ser guerrillero y él aclaraba que no pero agregaba que estaba en camino de serlo. “Cuando se ha escrito lo que yo he escrito, se debe necesariamente, como una necesidad teórica y moral, llegar a ser un simple combatiente un día u otro. Sin fusil, pésima pluma; sin pluma, pésimo fusil”. Como intelectual y “si escribir es un acto de compromiso”, Debray se declaró “responsable de haber justificado y ensalzado la guerra de guerrillas y acepto esta responsabilidad como un cumplido”. Años después, Debray habría de asumir su realidad diferente. En 1973 publicó el libro La crítica de las ar mas para reconocer el fracaso de la guerrilla. La decepción por Castro ocurrió en 1989 —el año del desmoronamiento del campo comunista y de la caída del Muro de Berlín— con el caso del general Arnoldo Ochoa, héroe de la Revolución Cubana fusilado por Cas-

tro luego de un proceso irregular. Debray escribiría con dolor en Alabados sean nuestros señores: “desde esta fecha yo llamo, a Fidel, ‘Castro’. El cambio de nombre no se ha llevado a cabo sin animosidad. Con tristeza y en silencio, como después de una derrota íntima. No estoy seguro de haber envejecido mejor que mi antiguo mentor —sin duda más expuesto a las desfiguraciones de la edad que un memorialista marginal—. Hay que tener cuidado de no odiarse a sí mismo en los padres difuntos”. Las razones políticas eran entendibles. Pero en ese texto doloroso, Debray habría de reflexionar —después de pasar por la experiencia práctica— sobre los motivos intelectuales de la imposibilidad del intelectual de ser político. Se trataba, pues, del Debray que había encontrado en Castro y Guevara la síntesis filosófica del intelectual con el político revolucionario: “con la gran desventaja de sus lealtades, es cosa probada que el hombre de pensamiento sería más fácilmente lapidable que el corazón de oro. Abraza la lógica de las ideas, cuando seguir la lógica de las fuerzas es el destino de la gente del poder. Porque es más rigurosa, luego más abstracta, la inteligencia exige líneas rectas, mientras que la voluntad zigzaguea para ajustarse al acontecimiento; por lo que el intelectual es más propenso a traicionar al político”. La reflexión de Debray fue hasta el fondo filosófico: “el qué filosófico se vuelve contra el quién político, porque a menudo el quién se acomoda a cualquier qué. Como el juego de las fuerzas cambia más rápido que nuestras ideas, buenas o malas, el hombre de acción habrá tenido tiempo de cambiar tres veces de chaqueta antes de que el doctrinario a su lado se percate de que se ha cambiado de ortodoxia. Pero es el práctico quien, al simbolizar para las multitudes la causa que de hecho niega, fijará en definitiva la norma de lo recto y lo desviado”. La fábula del príncipe y el cantor había llegado a su fin. “No me vanaglorio de mis abjuraciones”, razonaba Debray en Alabados sean nuestros señores. “Son otros tantos remordimientos. Me despiertan antes del alba”. Y más adelante: “necesité diez años para

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dejar a Fidel Castro”. Y su ruptura fue de fondo. En La crítica de las armas ajustó cuentas consigo mismo y con su propuesta de “¿Revolución en la Revolución?” Debray había estado en la cárcel y había pasado por el fracaso del Che en Bolivia, los golpes de Estado de derecha en AL y la derrota de Salvador Allende en Chile, así como otras evidencias de derrotas guerrilleras en el continente. En este contexto, Debray había cambiado de parecer en pocos años. “Fue un libro de un momento”, escribió sobre su ensayo de exaltación del foco guerrillero. Su pasión por las armas formaron parte, reconoció, de “fiebres hoy mitigadas”. El calentamiento intelectual de un lustro, de 1966 a 1971, había registrado el dato de que “todo el mundo dejó plumas y muchos la vida”. Además, Debray consideró que su ensayo había sido tomado casi como libro de texto. Y Debray se asumió como el tercero en discordia: “no fui más que un chivo expiatorio ideológico y ‘¿Revolución en la Revolución?’ no habría causado jamás todo ese sobresalto de no haber permitido a los portavoces latinoamericanos de determinada ortodoxia vaciar su rencor largo tiempo comprimido por no haber tenido la audacia de dirigirlo a quien correspondía, a la dirección de la Revolución Cubana”. Pero el daño ya estaba hecho. Los intelectuales habían sido los responsables de encumbrar a Castro, de endiosarlo hasta dotarlo del don de la infalibilidad y luego ver cómo la roca camusiana de Sísifo se iba pendiente abajo. En 1969 el escritor colombiano Óscar Collazos habría de tropezarse con la piedra debrayiana. Trabajando en la Casa de las Américas de Cuba, Collazos publicó un ensayo en la revista uruguaya Marcha, de Carlos Quijano. Titulado “La encrucijada del lenguaje”, el texto causó escozor: era una crítica a la novela 62/ Modelos para armar, de Julio Cortázar, a declaraciones de Mario Vargas Llosa en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre y a Carlos Fuentes por su novela Cambio de piel. En 1969 acababa de pasar la polémica por el primer desencuentro

del caso Padilla: la premiación del poemario Fuera del juego, en medio de un debate sobre la libertad del creador frente a la revolución. Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes eran escritores reconocidos internacionalmente en el contexto del boom literario latinoamericano, como lo calificó en crítico Emir Rodríguez Monegal. A muchos molestaba en el fondo la fama de los escritores, sobre todo porque los había alejado del apoyo a la Revolución Cubana. Collazos era de la opinión de que la Revolución Cubana había parido al boom de narradores. Los escritores habían, por su parte, simpatizado y apoyado a la Revolución Cubana pero sin perder su cosmopolitismo. El debate abierto por Collazos tocaba la relación del intelectual y la revolución. Vargas Llosa ya había roto con Cuba, Cortázar se mantenía dolorosamente fiel porque tenía que pasar por constantes agravios a su literatura fantástica y alejada del inmediatismo revolucionario —aunque en lo personal siempre apoyó a las revoluciones socialistas— y Fuentes se encontraba deslumbrado con la experiencia revolucionaria cubana. Vargas Llosa y Fuentes aparecieron firmando el desplegado de abril del 2003 contra Castro por los fusilamientos y encarcelamientos. La discusión atendió al dilema de subordinar la literatura a la revolución o la revolución a la literatura. La crítica de Collazos a Cortázar y Fuentes radicaba en el alejamiento de las obras literarias del tema revolucionario. 62/Modelo para armar era un desprendimiento del capítulo 62 de Rayuela. A pesar de su propuesta de revolución del lenguaje y la creatividad, Rayuela había sido recibida en Cuba con mohines de disgusto por su cosmopolitismo y su alejamiento de las luchas revolucionarias de América Latina. Cambio de piel fue leída en La Habana como una apología de la clase media alta en decadencia y sus vicios. Collazos le reclamaba a Cortázar y a Fuentes regresar al cuento “Reunión” que trataba sobre el Che y a La muerte de Artemio Cruz, como la capacidad de invención de una obra literaria que pudiera manipularse a discreción. Collazos usó la polémica para sentar

la tesis de que la revolución estaba por encima de la literatura. Su razonamiento no fue filosófico sino pragmático: Castro era el ejemplo del intelectual revolucionario. Collazos lo escribió sin rubor: “pienso cómo en los discursos de Fidel Castro se traduce una manera de decir, un discurso literario, un ordenamiento y una reiteración verbal, una modelación de la palabra en el plano del discurso político que, a su vez, podría ser la fuente de un tipo de literatura cubana dentro de la revolución”. Es decir, los discursos de Castro como un estilo literario, como una moda, como una función. Aunque Cortázar rechazó por estalinista esta propuesta, de todos modos en 1970 se referiría “al discurso de Castro del 26 de julio de 1970 es el de un creador”. Castro como intelectual al frente de una revolución y sus dichos y prioridades reimplantadas en el intelectual. La repuesta de Vargas Llosa en 1969 a la propuesta de Collazos de tomar los discursos de Castro como una fuente literaria hizo hincapié en el hecho de que la creación carece de controles humanos. El temor de Cortázar estaba en esos momentos en las limitaciones creativas del escritor —el caso Padilla en 1968 había bordado justamente sobre el hecho de que la línea de Castro debía de ser seguida inflexiblemente por los intelectuales— como una forma de estalinismo: “en la época de Stalin ocurrió: el líder no sólo fue ‘fuente de verdades políticas’, sino también literarias, científicas, morales, lingüísticas”. La culpa del autoritarismo literario de Castro la tienen los intelectuales. En 1969 se publicó el libro El intelectual y la sociedad, escrito casi colectivamente por Roque Dalton, René Depestre, Edmundo Desnoes, Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet y Carlos María Gutiérrez. En un registro de frases, el poeta Gabriel Zaid encontró algunas perlas sobre el endiosamiento de Castro como el intelectual paradigmático: “no veo una tragedia en el hecho de que papel de la conciencia crítica caiga en manos del intelectual de esta revolución, Castro”, “Fidel Castro, Che Guevara y muchos otros


Óscar Collazos

dirigentes de la revolución, ¿no son intelectuales?”, “Castro y el Che no son sólo dirigentes políticos máximos de la revolución, sino ellos mismos, en varios sentidos intelectuales que, como en el caso de Martí, se realizan como conductores de pueblos”, “La sociedad se autocritica a través de sus dirigentes, de sus cuadros. Es evidente que Fidel, por ejemplo, es el crítico más intransigente de la sociedad revolucionaria”, y “sería ridículo por parte del intelectual querer ser más polémico y más rebelde que los hombres de acción que han hecho la revolución”. En aras del intelectual-revolucionario Fidel Castro, los intelectuales arrearon sus banderas: “no veo otra salida para nosotros, en este continente y en un proceso revolucionario de este tipo, que el de colaborar, con la máxima eficiencia y la adecuada modestia, en un proceso que no está en nuestras posibilidades dirigir”. Lo cual implica “cierto renunciamiento a una libertad de maniobra sin límites prefijados y, por lo menos en forma transitoria, el reconocimiento de una disciplina total donde las dudas queden postergadas por la confianza”. “Un intelectual, ahora, no tiene más posibilidades de poder que un machetero, un conductor de camión o un soldado”.

Así, los intelectuales inventaron a Castro y le ofrendaron su poder creativo a los objetivos terrenales de la revolución. Lo dijo sin dobleces Carlos Fuentes en los sesentas, cuando los escritores progresistas mexicanos quedaron deslumbrados con la Revolución Cubana como una extensión posible de las banderas radicales de la Revolución Mexicana. Cuenta el escritor chileno José Donoso en Historia personal del boom que Fuentes le dijo en un viaje a Concepción —a una reunión de intelectuales latinoamericanos que cubanizó la creación literaria— que “después de la Revolución Cubana él (Fuentes) ya no consentía hablar en público más que de política, jamás de literatura; que en Latinoamérica ambas eran inseparables y que ahora Latinoamérica sólo podría mirar hacia Cuba. Su entusiasmo (de Fuentes) por la figura de Fidel Castro en esa primera etapa, su fe en la revolución, enardeció a todo el congreso de intelectuales”. El entusiasmo que refirió Donoso llevó a Fuentes, junto con Pablo Neruda, a convencer a Alejo Carpentier que no leyera en el congreso su ponencia “Elementos mágicos en la literatura del Caribe” sino que en su lugar “improvisara algo bastante soso sobre las reformas educativas de Fidel Castro”.

Para Donoso, una de las tres razones que empujaron el boom de la literatura latinoamericano había sido la adhesión de los escritores a la Revolución Cubana y su apoyo a Fidel Castro. De modo creciente pero asumido concientemente por los intelectuales, Castro, Cuba y la Revolución Cubana se metieron hasta el inconciente creador de los intelectuales, pero como propuesta autoasumida de los propios intelectuales, aunque a pesar de la crisis de 1961 con Lunes en Revolución. Los intelectuales mexicanos de los cincuenta quedaron efectivamente deslumbrados por Castro. E. SuárezÍñiguez explica en Los intelectuales en México el surgimiento del grupo El Espectador alrededor de la revista El Espectador en mayo de 1959: Víctor Flores Olea, Carlos Fuentes, Francisco López Cámara, Luis Villoro, Jaime García Terrés y Enrique González Pedrero. Uno de los temas recurrentes fue justamente el de la Revolución Cubana. De hecho, dice el autor, “la defensa de Cuba fue un punto esencial del grupo El Espectador”. El grupo se acercó al general Lázaro Cárdenas en la fundación del Movimiento de Liberación Nacional (MLN) en 1961. Así, las revistas Política y El Espectador y el MLN se convirtieron en México en defensoras de Cuba y de Castro, como lo refuerza Gabriel Careaga en Los intelectuales y la política en México. El desencanto de los intelectuales debería ser también hacia sí mismos. Fuentes firmó desplegados de apoyo a Castro y luego lo critica. Pero los intelectuales contribuyeron, con su deslumbramiento y razonamientos, a la consolidación de un liderazgo fuerte y sin contrapesos en la conducción del proceso de la Revolución Cubana. Fuentes aparece hoy desencantado de lo que ayudó a edificar. Lo mismo pasa con Hans Magnus Enzensberger, intelectual alemán que apoyó con entusiasmo a Castro y ahora lo critica. Lo interesante de Enzensberger radica en el hecho de que en 1969 publicó en la revista Casa de las Américas un texto sobre el interrogatorio de los invasores de Bahía de Cochinos en 1961. En El interrogatorio de La Habana, Enzensberger trazó una interpretación política de los juicios sumarios contra los

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Hans Magnus Enzensberger

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invasores y los respectivos fusilamientos y los justificó. En el 2003, la firma de Enzensberger aparece en cartas públicas de crítica a Fidel Castro por el fusilamiento de tres cubanos que secuestraron una lancha para huir del país y por el encarcelamiento de 75 disidentes. Lo curioso es que la argumentación de Castro es la misma en los casos de 1961 y 2003, pero en 1961 Enzensberger los asumía de un modo y en el 2003 de otro. En 1961 se trataba de endiosar a Castro; en el 2003, de condenarlo. La historia aparece en el libro El interrogatorio de La Habana y otros ensayos de 1973. En 1961, Enzsensberger asumía la situación de Cuba en el contexto dialéctico revolución-contrarrevolución. Así, se trataba de una revolución poniendo en el banquillo de los acusados a una “contrarrevolución vencida”. Los juicios, por tanto, no fueron legales sino revolucionarios: “frente a la contrarrevolución vencida toma asiento el pueblo que ha derrotado a la burguesía y la sigue derrotando”. Eran, en suma, juicios políticos. “El interrogatorio no goza de ningún estatuto jurídico ni forma procesal alguna; no es parte integrante de ningún procedimiento judicial. Gracias a ello, pasa por alto el formalismo, las sutilezas y los subterfugios tácticos de un tribunal. Al término del interrogatorio no se

dictan condenas; no es ésta su misión. Los prisioneros de guerra no son unos acusados”. Se trata, para Enzensberger de un hecho singular: “El interrogatorio de La Habana no sólo nace de una situación revolucionaria sino que es por sí mismo un acto revolucionario”. Se trata, repite el intelectual, de invasores, mercenarios y pistoleros contrarrevolucionarios que atacan a la revolución. Sería, por cierto, el mismo escenario del 2003: tres cubanos que delinquen para huir de la revolución y 75 escritores y periodistas que critican a la revolución. Se repite la dialéctica revolucióncontrarrevolución. Sólo que en 1961 era el romanticismo intelectual y en el 2003 la irracionalidad del poder. Pero en 1961 los intelectuales fueron parte de los responsables de haber idolatrado a Castro y a su revolución. El juicio de 1961 fue revolucionario. Escribió entonces Enzensberger para justificarlo: “los vencedores no buscan una prueba de culpabilidad”. Se trataba, hay que repetirlo, de actos revolucionarios. “Cualquier encubrimiento o manipulación quedan excluidos: la burguesía, como peón del imperialismo, ha sido descubierta en flagrante”. “El interrogatorio no tiene por meta obtener una confesión sino trazar un autorretra-

to. Más concretamente, el autorretrato de una clase social”. Los actos revolucionarios, en la lógica de Enzensberger, pueden prescindir de la racionalidad jurídica y hasta humana. Por tanto, se trata de exhibir a la contrarrevolución antes de fusilarla. La misma lógica de la represión revolucionaria del 2003. “A la hora de la invasión, la contrarrevolución ya no conocía partidos, sino sólo el enemigo común: el pueblo cubano; y un patrón común: el imperialismo norteamericano”. En su texto, Enzensberger hizo hincapié en el aspecto político e ideológico de los interrogatorios a los invasores. No se trataba de juzgar la violación del territorio y el uso de armas contra el gobierno, sino de exhibirlos públicamente a través de la televisión como contrarrevolucionarios. Castro lo dijo en el discurso del primero de mayo de 1961: entre los mil 100 invasores había 800 miembros de las familias ricas que poseían 372 mil hectáreas, 10 mil casas de alquiler, 70 empresas industriales, dos periódicos, 10 refinerías azucareras, dos bancos, cinco minas y todos eran miembros de los clubes más aristocráticos. Por tanto, merecían morir por representar el viejo régimen. Intelectuales como Enzensberger avalaron el razonamiento del poder. Enzensberger reproduce un diálogo ilustrativo de los juicios de La Habana de 1961. Antes de ser fusilado, el invasor José Andreu fue sometido a un interrogatorio político, no judicial: —¿Conoce usted las cooperativas que funcionan hoy en día. —No tuve ocasión de estudiarlas. —¿Ha intentado usted enterarse del funcionamiento del movimiento sindical? —No tuve oportunidad de realizar tales estudios. —¿Tampoco tuvo usted ocasión de enterarse de las reformas universitarias que estamos llevando a cabo aquí y que por primera vez abren a los obreros las puertas de la universidad? —No sé nada acerca de esto. La revolución juzga a la contrarrevolución: juicios políticos, ideológicos. Y hasta filosóficos: —Usted ha dejado arrinconado su racionalismo cuando decidió atacar


Eduardo Galeano

con la fuerza de las armas a sus propios compatriotas. —Nos encontramos aquí —responde José Andreu— ante una contradicción: la contradicción entre las reflexiones que preceden a una acción y esta acción misma. Esta contradicción es inevitable. Por lo tanto, nunca se puede saber con exactitud en qué punto es preciso interrumpir las reflexiones e iniciar la acción. En escenarios similares, las conductas intelectuales cambian. El Enzensberger de los interrogatorios de 1961 justificaba los juicios políticos en la dialéctica revolución-contrarrevolución; el Enzensberger del 2003, en una situación borgiana tipo “Pierre Menard, autor del Qujote”, reescribe la historia pero condenando al jefe revolucionario. El intelectual del 2003, como crítico ante el poder, fue el intelectual del poder en 1961. Los intelectuales, pues, inventaron a Fidel Castro y ahora no saben como desarmarlo. “Abajo firmante” de cartas públicas contra Fidel Castro por los fusilamientos y encarcelamientos de 2003, el escritor uruguayo Eduardo Galeano decidió cortar el cordón umbilical con el castrismo. Pero es el Galeano que le dio la coartada ideológica al castrismo como movimiento revolucionario nacionalista en los sesenta con su ensayo Las venas abiertas de América, un estudio de la explotación imperialista. Hoy Galeano decide separarse de Castro, de Cuba y de la línea autoritaria

de la Revolución Cubana. “Cuba duele”, escribió a raíz de los fusilamientos y encarcelamientos del 2003. Pero Galeano fue otro de los promotores o inventores de la leyenda de Castro y la revolución cubana. En 1964, estallada la crisis de 1961 con Lunes en Revolución, el escritor Galeano le cantaba a Cuba con sentimiento, como recuerda en la recopilación de textos en su libro Nosotros decimos no. “Bien se puede afirmar, Cuba, que una revolución como la tuya nace vacunada contra el sectarismo y el dogmatismo”. Era un canto al idealismo de la revolución cubana. Y a Fidel: “yo hubiera querido estar en ti, Cuba, para el 26, en los carnavales de Santiago. Sin sombra de duda, me hubiera gustado compartir la euforia del cumpleaños de la revolución, sentir al pueblo dialogando con Fidel en la plaza, desde un océano de sombreros de yatey y machetes; bailar contigo en las calles; beber, contigo, guarapo y cerveza”. Y en un texto fechado en 198889, ya enmohecida de autoritarismo la revolución, Galeano seguía apuntalando la Cuba de Castro. Comenzó Galeano su texto “Cuba, 30 años después, una obra de este mundo”, con una frase de Bolívar: “saben elogiarme pero no saben defenderme”. Galeano siguió: “a Cuba le ocurre, sospecho, algo parecido”. Y Galeano se largó una defensa de Cuba: “los enemigos de la Revolución Cubana, que tanto dinero

tienen y tanto poder, le faltan el respeto confundiéndola con el Infierno”. No hay campos de concentración, escribió, “cualquiera que no tenga telarañas en los ojos puede ver que la gente se expresa a pleno pulmón”, aunque reconoce que no es el “reino de la perfecta felicidad”: en Cuba “encuentran tiendas vacías, teléfonos imposibles, transportes pésimos, una prensa que a veces parece de otro planeta y una burocracia que para cada solución tiene un problema”. La Cuba de Galeano era contradictoria, sin libertad, pero sin descalzos, sin analfabetas, sin hambrientos de los que sobran en América Latina, solidaria con las luchas revolucionarias del tercer mundo. “En estos 30 años Cuba ha derrotado su hambre, ha multiplicado la dignidad latinoamericana y ha dado un continuo ejemplo de solidaridad al mundo”. La Cuba perfecta, pues. El Galeano que le duele Cuba no es el Galeano de los 30 años de revolución que perdonaba todo y le perdonaba todo. En efecto, disculpaba los errores. Por toda esa Cuba “aunque sus enemigos tuvieran razón en lo que contra Cuba dicen y mienten, valdría la pena seguir jugándose por ella. Con burocracia y todo”. Galeano aguantó 30 años. Quince años después Cuba no le da alegría sino que le duele. Pero como intelectual, durante 30 años contribuyó a construir el mito político de Cuba y de Castro. Así, los intelectuales que construyeron a Castro paulatinamente, en diferentes etapas y por motivos diversos se fueron alejando de Fidel, de Cuba y de la Revolución Cubana. Pero casi todos —a excepción de Debray— lo hicieron acríticamente, sin ajustar cuentas consigo mismos ni documentar su ruptura, sobre todo a partir de que su involucramiento fue total —como Carlos Fuentes— y por tanto comprometido con un modelo que no dio los resultados esperados. Su deslindamiento ha sido como “abajo firmante” y en función de excesos del poder castrista. Sin embargo, su afiliación fue integral por tanto, su ruptura debería de pasar por un enjuiciamiento del modelo social, político, económico y cultural de Cuba.

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Dios salve a la reina Por Ximena Cobos

Don’t be told what you want Don’t be told what you need There’s no future No future No future for you

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S

ábado… 9:30 a.m. Has tomado un café y un desayuno ligero para practicar aquello de cocinar sin ayuda de la chica del servicio. Pusiste un disco: esa voz que más bien se te mete como agujas solares calentando el cuerpo de la que fuera una niña que no pudo amarrarse las agujetas sola hasta los ocho años. El siguiente paso es empacar tus cosas, deshabitar la casa de tus padres para habitar la independencia que, dicen, todo joven entre los 25 y los 30 debe empezar a tener como signo de un buen proceso de maduración y crecimiento, el camino derecho y sin retorno hacia el ser adulto. Acomodar, etiquetar y apilar. Decidir qué dejas y qué te llevas como extensión inamputable de tu vida en esta casa. Tomar objetos que hacías perdidos y en realidad sólo se hallaban en lugares donde decidiste olvidar-los. Meterlos en la caja del pasado o del “me lo llevo”, arrojarlos al sillón del “decido luego” o largarlos a la bolsa negra de “se irán a la basura”, hay cosas que sabes no necesitas más. Inicias por lo más simple de todo el proceso, doblar la ropa y meterla en las maletas que utilizaste para aquel tour a Francia que complacientemente te regalaron tus padres. El signo de tu primera independencia sólo porque

ese viaje transoceánico representaba que habrías de apañártelas sola si algo sucedía, algo en lo que tus padres no podrían intervenir luego de una hora en auto y una cantidad moderada de dinero. Esas dos maletas ahora te son insuficientes y entonces piensas en lo mucho que te hará falta una lavadora y lo pesado que será cargar toda la ropa ida y vuelta de la lavandería que sabes no has buscado en las calles cercanas al departamento con vista al parque —un lujo que era más bien la necesidad de árboles cercanos que sustituyeran el jardín donde te raspaste las rodillas a los diez, cuando saltaste de un árbol desafiando las leyes de la gravedad y la resistencia de tus huesos—. Quedan los libros, los necesitas todos, te has convencido de ello desde hace más de dos meses cuando empezaste a buscar departamento. Ahora tu cuarto empieza a apropiarse del adjetivo antiguo. Mi antiguo cuarto, te dices, mientras vas descolgando cuadros que fueron viejos regalos, dibujos de algunas sesiones en las que modelaste y un grabado de 45 x 120 que te regaló un amigo que murió de una sobredosis —tus padres no lo saben. Nunca colgaste fotos en tu pared que no fueran tomas artísticas de tu ego, por eso ahora no tienes idea de

dónde dejar la caja llena de imágenes que guardan momentos olvidados de una vida que nadie reconocería como la tuya ahora que eres la mujer independiente con un salario fijo y los fines de semana libres. La tarea de mudarte aún te resulta fastidiosa, a veces piensas en comprar todo nuevo y olvidarte de las cosas que hay aquí. Miras bajo la cama para asegurarte de no olvidar ningún par de zapatos y hallas una caja abandonada. Tiene notas de poemas que quisiste escribir desde muchos años antes de encontrar lo que la gente a quien comunicaste la noticia dijo era un buen trabajo; cartas a tinta verde, todas con una misma caligrafía, fechadas entre el 2000 y el 2006 que sabes perfectamente quién las escribió, pero decides dejarlas pasar sin leerlas directo al “luego decido”. Miras fotos, una tras otra sin atención verdadera; todas a colores, tiros de rollos de 36 tomadas con una cámara desechable que no sabes dónde quedó ni parece importarte. Llegas al fondo de la caja casi indiferente, pero te topas una impresión que ocupa todo el ancho y largo de la caja. Te golpean los recuerdos que todo este tiempo de mudanza haz intentado con fortaleza y decisión no traer a cuento.


La foto es tan vieja que ni tu cabello parece igual, no sabes bien si fue tomada hace once o nueve años; traes unos lentes delgaditos que se rompieron en el primer recuerdo que la foto te regala, aquella noche en que todo iba tan mal que llorabas en la calle sin control y sin consuelo, lanzaste tu celular de un puente directo al arroyo vehicular y en la bolsa traías, todos arrugados, los resultados de una prueba que recogiste por la tarde muy nerviosa. En aquella foto se te notan unos tres kilos más que marcan la ironía entre las drogas, las borracheras, los accidentes, los desvelos de tu madre, el reprenderte incansable de tu padre a cada nueva multa o fianza, tu intento rebelde de veganismo de aquella época contra tu dieta que ahora incluye carne y tu falta de ejercicio luego de la pancreatitis que no sabes ni por qué te dio y que hizo te convirtieras en la mujer reivindicada que se alejó del alcohol y come hamburguesas de un cuarto de libra. Llevas también tus eternos converse rojos que parchaste una y mil veces con una falda que tu madre amaba y decidiste arrebatar como parte de tu territorialidad irrefrenable que te condujo miles de veces a tomar lo que querías. Arriba de ese par usas aquel pantalones negros que él, el motivo de que trataras de no recordar nada, de pensar en ti como si hubieras nacido a consciencia cuando todo lo comenzaste a hacer bien, le encantaba verte usar cuando se quedaba en tu casa por semanas y tus padres no decían nada como un intento de asegurar que no anduvieras en la calle. En aquella foto a blanco y negro se te ve sonreír con la felicidad que a su lado perdiste prontamente, trocada por una mirada de odio y rabia punk que en tus días de colegio de monjas no conocías, la misma absurda rabia punk que te llevó a robar cervezas en los Oxxos

y paletas chupa-chups. Miras directamente a la cámara, cosa excepcional, porque no hay foto alguna en toda tu vida en que tus anteojos se encontraran con el lente de la cámara. Sabes que quien eres ahora no es sino el resultado de un aborto doloroso que tuviste que practicarte sin su ayuda o compañía. No es que él pensara que alguien más fuera el responsable, simplemente te dijo que no tenía tiempo para acompañarte a ninguna parte por el resto de su vida. Entonces tuviste que decirle a tus padres porque no tenías dinero en efectivo y la verdad es que querías tenerlo. Tu madre trató de soportar el impacto, ¡lo último que les faltaba! se dijo mientras argüías que era la primera vez que te pasaba algo así en cinco años de vida sexual activa. Tu padre te pidió no entraras en detalles, se sentó al lado del teléfono y al tiempo que marcaba quién sabe a quién te dijo: voy a repetir esto una sola vez. Te he mantenido hasta el cansancio y he soportado todas tus tonterías de rebelde. Se te ha hecho muy fácil serlo con todas las pinches comodidades que te he dado nada más porque tu madre me lo pide, pero no voy también a mantener el fruto de tu mayor pendejada. Quiero que termines la universidad y te vayas de mi casa. Hace tres meses que conseguiste terminar los trámites de titulación, tienes ese empleo en que pareces cómoda, una cuenta en el banco con un fondo pequeñito que va creciendo conforme te depositan las quincenas; un pasado del que nadie habla, escenas borradas al puro estilo del director más exigente. Pero la verdad es que sigues imaginando que la célula que sacaron de tu vientre pudo haber sido una niña, una verdadera niña punk que te acompañara a los conciertos y le gustara escuchar discos de 33 RPM; una niña punk que viera los tatuajes que te habrías hecho y pensara en algún día tener los suyos; una niña que llevarán de la mano tú y aquel tipo de la tinta verde y la foto donde te ves absolutamente diferente...

17 El Mollete Literario

Ilustración: María Bazana Técnica: Mixta


Por Ulises Casal ulises.castaneda.alvarez@gmail.com @UlisesCasal

18 El Mollete Literario

Emunah Es hora de despertar, con un codo raspado por la caída de un sueño, a veces no se puede hacer nada más que esclavo de tus propias miserias a veces no se puede s... Y tan en cambio, el movimiento de una hoja de papel, el zumbido de una felonía o la transgresión de un verso cultivado en la tierra profana de la rabia, se recogen uno a uno como flores uniformadas para un ramo, como rayas de una corbata que lleva el perfume de una mujer. Cierro los ojos para ver mi propia tortura, la decadencia de un respiro desorbitado, desencajado, tenue el aire de un respiro sin atmósfera. Me gustan las cosquillas cuando me las haces tú. Es de noche y la angustia se bebe de un sorbo un martini de durazno, mientras el rubor de tus mejillas le da una bofetada a la consciencia, y es la sangre un arma cristalina

y la costra de la piel es otra piel olvidada, la que no funciona, la que no funciona, la que no sirve como no sirven los huesos de las frutas, los huesos que dan más frutos, a veces no sirven, y a veces no sirve la voz para describir un sentimiento a veces no sirve para nada la voz y piensas que da igual que un caníbal te saque la lengua con su propia boca; y así las cosas que no sirven se acumulan en un cuarto viejo sin paredes, sin cobijo, sin nada, y somos fantasmas de ternura y lástima los que nos defendemos de la realidad la distorsionada y perra realidad. Y a veces cuando se llora y se extraña cae en la primera gota la migraña, como verso triste. y a veces cuando se llora y te duele somos tan expresivos como un mimo, turbios, y a veces cuando se llora y se sufre es la lejanía y el silencio la paz y la muerte. Los perros ladran al espejo y no saben porque; (la nada se mueve dentro de mis ojos cerrados y me hace vomitar) amanece más temprano, y sigo extrañando la vida la que no estaba vacía y me despedazo en la trinchera del absurdo, y me escupo un pensamiento sincero y te extraño, por todos los dioses que te extraño. Luego te escucho decir mi nombre y resisto, hay una razón...


El pez gordo Por Canuto Roldán poetwithoutlanguage@gmail.com

Para Creddo

T

enías razón, al final se hundió el bote. Naufragué en mis propios mares. Indeciso sobre a los brazos de quién arrojarme, dejé que me tomarás la mano para evidenciar nuestro destino. Sobrevivirás a la catástrofe, dijiste. Tu grueso dedo índice recorrió la mitad de mi palma. Continuaste una vez que habías captado mi total atención. Mi pulso fue cada vez más lento, mi respiración demasiado calma. Sobrevivirás, la mierda siempre flota. Me reí estrepitosamente. Quizá esa era la imagen de muchos hacia mi persona. “¡Déjanos algo, aray!”, bromeó días después C, “no quieras todos para ti”. “No quiere a todos”, alguien más contestó por mí, “le gustan todos pero no quiere con ninguno”. Aún así dejé que se me acabaran las miradas contigo. Di patadas de ahogado, suspiros de muertito. Nadé de aquí para allá... y nada, el mar es amplio como tus sonrisas, tus abrazos. El mar es ancho y lleno de sonrientes tiburones. Tenías un compromiso. Todos lo tenemos, pensé. Debí llevar tacones puestos para pisotear esa idea de la fidelidad sufriente recién salida de tu boca. ¿Quién lo diría? Mr. Papi, el más fiel, el más tierno, platicaba conmigo, jugueteaba conmigo como un bachiller tímido. Yo que soy un paranoide me sumergí entonces en las profundidades de mis deseos, me vi suspendido como una criatura muerta en el morfol de mi pasado. Quería descifrar el cariño que nos estábamos demostrando. Como amigas, los cuatro nos quisimos. Entonces, el pez gordo mostró sus dientes. Éste era yo; mi deseo estaba anestesiado. Mis genitales irradiaban una aureola de paz que no había experimentado salvo, otra vez como ahora, en Puebla de los Ángeles. Empiezo a descubrir las ventajosas consecuencias de que hayan tantas iglesias por todas partes, se me había olvidado que alguna vez profesé en sus filas; al salir de ellas aconteció la gran fiesta de riesgo y carne que aún me hace sonreír, que aún me tiene melancólico. Todos en algún momento tenemos

Ilustración: María Bazana Técnica: Mixta

un puerto seguro al que llegar hasta que el deseo se vuelve tormenta y la marea nos hunde a todos en el mismo cuarto, con el mismo vaivén de olas hambriadas. Mientras jugamos cartas, tus nalgas y tus muslos se tensan con la rapidez y estrépito del relámpago contacto de tus manos con mis piernas. Me imagino ahogándome en tus fosas... como pez en el agua. Pero nada pasa; tiernos, confiados (me hubiera gustado conservar los cuatro rostros en una foto) nada de estrujarse y dar arcadas en el colchón, nada de escalofríos irisando los vellitos de la espalda. Después del diluvio, el canto de las sirenas era lo único que podría salvarme. No gané, no perdí. I don't believe in happiness, 'cus happiness is una fiestecita patronal en México o bien un producto del mercado. No hay opción, mejor seguir compartiendo miradas, besos, suspiros, reencuentros esporádicos.

19 El Mollete Literario


José Gómez Nava:

Por Luiyo Villalón y Monserrat Méndez

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E

l pasado 26 de Julio se cumplieron 4 años de la muerte de Pepe Gómez Nava, maestro de la nota roja. Sólo una mente y un tacto como el de Pepe pudo dotar al tétrico y repugnante pan de cada día mexicano de una sutil tonalidad cómica, bella. José Gómez Nava nació en la ciudad de México el 4 de Febrero de 1967, egresado de la carrera en periodismo por la ENEP Acatlán, fue uno de los más grandes exponentes del periodismo policíaco del siglo XX y XXI: notas en primera persona con un toque Gonzo sin, pese a la violenta escena, dejar a un lado la comedia, las cuales hicieron que sus trabajos fueran un obligado referente en el género. Antes de dedicarse de tiempo completo al periodismo, Pepe fue músico. Lideró como bajista y vocalista la banda precursora del Grindcore nacional “Splatterhouse”, una agrupación de mediano éxito durante la segunda mitad de los 80 en la capital. Pepe, principal compositor, logró combinar sus dos pasiones en perfecta armonía, tomaba extractos de sus propias notas para componer las líricas de Splatterhouse, un notable acierto que llevó al sencillo “Maté y violé a mi hija” a consagrarse como una de las favoritas en rotación en la ahora extinta estación Rock 101.

Armando Vega-Gil (bajista de Botellita de Jerez) escribió en alguna ocasión sobre “Splatterhouse”: “Es un espectáculo ordeña-lechugas, Pepe parece poseso ensimismado, el trip de un trip, la música es vergatollazo tras vergatanazo, una marcha fúnebre tragando metanfetaminas en un sucio congal tepiteño”. La banda tuvo una vida corta, el baterista Calaca fue hallado muerto poco después de publicar su tercer álbum “Amok” en 1991, debido a una sobredosis de heroína. Pepe redactó un ensayo titulado “Hermano, héroe, heroinómano” en la cual recriminaba al Calaca con una mezcla de ternura y odio el haberlo abandonado. La muerte del Calaca resultó un parteaguas en la vida de Pepe, se retiró por completo de la música, entró en una fuerte depresión y se hizo adicto a inhalar PVC y diversos solventes. En un ejercicio de autoentrevista publicado en la revista Rock Power en el 92 Pepe aceptó sin tapujos su adicción. “He estado en el infierno mismo, es un brazo sin dedos, inercia sin tracción y un montón de cadáveres mugrosos. Todo para mí ha perdido el sentido. Trabajo y vivo en estado zombi, sin satisfacción alguna, entregando pedazos de papel a regordetas manos rosadas. Los muertos son los únicos exentos de la hipocresía, benditos seres, tan ligados a lo ideal. Sólo puedo asimilar su perfección sepulcral al esnifar líquido para pulir plata.


Creo que no está tan mal”. En el 93, Pepe se convirtió en periodista formal para la revista Alarma!, donde alcanzó fama en el género rojo, sus notas llenas de ira y humor negro lo consagraron como uno de los mejores; había ocasiones en que las fotos de cadáveres cubiertos de sangre y sesos, con los miembros amputados y calcinados, no conseguían ser tan gráficas como la bella prosa de Pepe, resultado, según él, de sus viajes en solvente. “Ser objetivo es un suicidio en el periodismo mexicano —escribía Pepe—; todos nos encontramos expuestos a esta sucia realidad, no hace falta más que asomarse por la ventana para ver la mierda en que nos hundimos: hambre, violación, asesinato e impunidad se volvieron nuestro día a día, no creo que exista un mexicano tan idiota como para hacerse de la vista gorda. Estamos encadenados, no hay nada qué hacer, la cobardía nos impide salir a decapitar a los responsables, una verdadera pesadilla Orwelliana. La única forma de hacer un periodismo radical es a través del subjetivismo. Impresiones de una mente drogada e inconexa para un país intoxicado y ridículo hasta la ignominia”. Pepe cumplió el sueño de trabajar con su héroe en un par de notas, el fotógrafo Enrique Metinides, sin duda uno de los mejores dúos imagen-texto que ha dado el periodismo mexicano. Metinides confesó que trabajar con Gómez Nava resultaba extraño. “En una ocasión cubrimos un multihomicidio-suicidio. El padre de familia cortó las gargantas de su esposa y dos hijos infantes para proceder a dormir plácidamente con la llave del gas abierta. Recuerdo que Pepe no utilizaba grabadora ni libreta para anotar sus impresiones, sólo apuntaba el domicilio y los nombres en cualquier pedazo de papel que tuviera a la mano, se concentraba en ver la escena, sus ojos fijos en los cuerpos, estaba en una especie de trance, inexpresivo. El cabrón, daba miedo. Él se tomaba más tiempo en examinar cautelosamente cada detalle de la escena de lo que yo en tomar las fotos. Recuerdo que sus encabezados eran muy profundos, si se puede hasta filosóficas, todavía me acuerdo que a esa nota la tituló: ‘El matrimonio entre el cielo y el infierno. No me lo imagino siendo lector de Blake, quizá alguna coincidencia metafísica”.

En 1994 José Gómez Nava gana el Premio Nacional de Periodismo por su reportaje novelado “¡Pum! El cerebro de Colosio sobre la playera del acarreado”, un delicioso texto que presenta un elaborado cuadro psicológico sobre los motivos de múltiples magnicidas a lo largo de la historia, datos históricos que van desde el asesinato de Julio César hasta el candidato presidencial Luis Donaldo Colosio, entrelazados con entrevistas a asesinos en serie, presentados como un monólogo interno de Jesucristo en la cruz. El periodismo de Gómez Nava fácilmente puede ser clasificado dentro del género Gonzo, un estilo con una alta estética literaria, periodismo artístico, un poema. Pepe pulía una y otra vez sus notas antes de mandarlas a la revista, era un periodista muy meticuloso, más apasionado por el contexto y la prosa que por el hecho en sí, una práctica un tanto extravagante en el periodismo formal. Pepe, por ejemplo, no hubiera permitido un párrafo como éste, donde realmente no se dice nada y se abusa demasiadamente del sufijo mente para crear adverbios. Pepe encontró el punto cumbre de su carrera durante el sexenio calderonista, en sus propias palabras “Esto es lo mejor que le pudo haber pasado al periodismo policiaco… hay tanta violencia, tantos mutilados y rostros desfigurados, soy un niño en una dulcería. No hay noche en la que no tenga una buena historia. Me voy a volver puto rico, mi mente evoluciona, todo el sufrimiento se convierte en arte, objetivación pura. Adoro a ese hombrecito de traje que nos gobierna, toda esa misantropía sin sentido; parece venido de las páginas de una novela de Alfredo Ontiveros. Sólo me gustaría poder mudarme al norte, donde está la crema y nata de la podredumbre”. El cuerpo de José Gómez Nava fue encontrado el 26 de julio de 2012 —tres días después de desaparecer tras hacer unas entrevistas en Naucalpan—, flotando entre la maleza, esquivando sillones y podredumbre en el Río de los Remedios, en Tlanepantla. Presentaba huellas de tortura, su cabeza estaba cubierta por una bolsa de plástico “amarilla”, una herida por arma de fuego en el hombro izquierdo y un olor que los forenses describieron “dulce como almendras”.

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Lunes de libros con Francisco Casavella: El día del Watusi Anagrama. Barcelona, 2016. 896 páginas

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M

Por Francisco Estévez

ás que oportuna recuperación, en un solo volumen, de la trilogía del escritor barcelonés, que se alza inaugural e imprescindible en la novelística sobre la Transición. La parca se llevó pronto a Francisco García Hortelano, quien busco rápido seudónimo en Casavella para alejar parecidos nominales con el autor de Gramática parda (1982). Así las cosas no sabremos cuánto podría haber dado de sí el potencial de su escritura. Los futuribles siempre pecan de odiosa exageración. Sin embargo, sobre el novelista se ha ido tejiendo una maraña de observaciones tendenciosas por ambos extremos que convendría despejar por respeto a su obra. Aclamada por unos y relativizada por otros, la dispar narrativa de Francisco Casavella tiene evidentes logros que corresponde justipreciar con una conveniente distancia crítica. La editorial Anagrama trata de unificar ahora esa disparidad quizá irreconciliable con la reedición de la trilogía El día del Watusi (2002-2003), por varios motivos alzada a la categoría siempre lejana de mito. Es pues buen momento para ajustar con mayor nitidez el perfil del autor. El grueso volumen incluye “Los juegos feroces” (2002), “Viento y joyas” (2002) y “El idioma imposi-


ble” (2003) al calor de dos prólogos. Uno de Kiko Amat, el otro de Carlos Zanón. El primero centrado en la persona y el segundo en la obra. Conviene recordar también Lo que sé de los vampiros (2008), la última novela de Casavella, merecedora del Premio Nadal (2008), decepcionó a muchos ya no sólo por la cercanía al pastiche histórico, sino también por los augurios pronosticados por la excepcional sorpresa que supuso El día del Watusi. Pocos textos en aquellos años levantaron posiciones tan diferentes. Mientras unos aupaban la trilogía a altares de vértigo, otros la apeaban a lodazales que ella misma narra. Sin embargo, los más no pasaron de tratarla con apática tibieza. Fue comprensible, pues durante la Transición la mayoría de los escritores españoles escaparon de la realidad por no contar el presente. La revisión narrativa tuvo que esperar bastantes años, acudan los interesados a El relato de la Transición. La Transición como relato (2013). Sin embargo, Francisco Casavella se dedicó a explorar la Transición y proponer su relato con una excelente novela de tan amplias dimensiones que hubo de escindirla en tres. Después vinieron otros como Rafael Chirbes, Javier Cercas o Antonio Orejudo, pero salvados casos tangenciales, el gato se lo llevó al agua Casavella. Por tanto, podríamos afirmar que la trilogía se erigió como el texto literario fundacional sobre la Transición por tempranear el tema, por su

magnitud y por estricto mérito literario que sería mezquino ningunear a pesar de sus altibajos. Bien instaurados los fuertes latigazos de la corrupción política y el correspondiente ayuntamiento financiero a la altura de 1995, recorreremos con Fernando Atienza y cartografiaremos aquella Barcelona pícara y ebria de libertad que despertaba a un mundo nuevo allá por 1971. El motivo es el encargo de una novela. Los puentes entre ambas épocas muestran paradojas y concomitancias que se suceden con naturalidad en brillantes páginas. No hay costumbrismo como se suele afirmar, sino cierta cercanía a la forma de narrar galdosiana entreverada por un laberinto de género negro que tiende a la caricatura. La novela no dejará indiferente gracias a una prosa inteligente pero sin envanecimiento, con fragmentos que acallan al silencio. No en vano se tropieza el lector con ese “tiempo de silencio”, alusión a aquella novela memorable, pero también a otro tiempo nuevo con otros silencios más sofisticados. A la caza del Watusi se irá a través de chabolas, el mundo portuario, los bajos fondos… y de modo circular o acaso de espiral, pues hay profundo sentido simbólico, volveremos a 1995. Una particularidad del escritor de largo aliento radica en la solitariedad. Algunos ya saben, ese matiz radical apreciado por Unamuno entre la soledad, siempre impuesta, y la solitariedad, elección consciente o voluntad del indi-

viduo que opta por la soledad pues en ella encuentra el lugar propicio para la meditación o la creación. A pesar de su oprimente poder, el primero es siempre adjetivo, el segundo es condición sustantiva, sin embargo. La solitariedad puede ser germen de riquezas personales mientras que la soledad nos aleja de lo más humano que somos. Así parecía bien entenderlo Casavella quien gustaba citar aquello de Bukowski:“Isolation is the gift”. La sagacidad característica de W. H. Auden nos avisó hace ya mucho que no leemos igual al escritor novel que al reconocido. En este último siempre hay algo más que un simple juicio estético ya que al hacerse histórico se ha inmiscuido en nuestra biografía y tendemos a ajustar cuentas personales con él. Así con Francisco Casavella. El abigarrado tomo El día del Watusi tiene un objetivo de arriscada dificultad como es el retrato convulso de 25 años de nuestra vida contemporánea. La novela tiene notables aciertos y ligeras caídas superadas gracias a la calidad de página del autor. A través de una crítica lúcida e implacable esta narración admirable y novela de culto descatalogada hace tiempo se convierte hoy día en texto indiscutible para entender desde otra perspectiva más amplia nuestra Transición, incluso acercarse a las desdichas actuales de nuestro país. En suma, una feliz y oportuna reedición.

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