ROBERTO RAMOS - P EREA

Instituto Alejandro Tapia y Rivera
San Juan de Puerto Rico
2024

Sepermite su republicaciónno comercialreconociendoal autory sin alterarsu contenido.

RENÉ MARQUÉS, (1919-1979)
dramaturgo, narrador e intelectual puertorriqueño
Instituto Alejandro Tapia y Rivera
San Juan de Puerto Rico
2024
Sepermite su republicaciónno comercialreconociendoal autory sin alterarsu contenido.
RENÉ MARQUÉS, (1919-1979)
dramaturgo, narrador e intelectual puertorriqueño
Por Roberto Ramos-Perea del Instituto Alejandro Tapia y Rivera
Conferencia ofrecida en el SIMPOSIO RENÉ MARQUÉS
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Mayagüez, Puerto Rico
14 de noviembre de 2019
De entrada, tengo que confesarles que el tema de René Marqués me toca de cerca. Desde 1985 a 1992 fui lo que se consideraba un “fellow” o un “becado” –sin pagade lo que fue la Fundación René Marqués, fundación desarrollada por el que fuera su compañero de vida por más de 40 años, el Prof. José M. Lacomba. Bajo su auspicio desarrollé junto al Dr. Edgar Quiles Ferrer y el Dr. José Luis Ramos Escobar lo que es hoy el Archivo Nacional de Teatro y Cine.
Tuve a mi cargo varias gestiones en la preparación de sus Obras Completas, que nunca llegaron a publicarse y se me encomendó la redacción de una biografía que tampoco se me permitió terminar, pero para la que acopié gran caudal documental.
Adapté un cuento suyo al teatro, trabajé en la organización del Festival de Teatro del Ateneo dedicado a su obra, donde actué en El Apartamiento; y en la producción profesional de La Carreta del año 1982, junto a Lucy Boscana, interpreté el personaje de Luis. En el año 2002 dirigí para la escena profesional el montaje de Los Soles Truncos junto a Lydia Echevarría, Gladys Rodríguez y Alba Nydia Díaz.
Añado que mi conocimiento de la obra marquesiana gozó de fuentes primarias que me ayudaron a un acercamiento íntimo de carácter sociológico, en donde los contextos sociales y políticos me fueron puestos por la vida en bandeja de plata con el único propósito de encontrar en Marqués un modelo a seguir. Lamentablemente nunca lo encontré.
Apunto, que además de mi oficio de dramaturgo, me he dedicado a la sociología del teatro, es decir, a
estudiar las relaciones de la obra teatral con el entorno en que se produce. Estudios, innovaciones, aportaciones, descubrimientos, pero sobre todo dedico largo tiempo a las relaciones de la vida del autor con su propia obra y las intenciones al escribirlas. Estudio su discurso –es decir, qué dice y cómo dice realmente la obra escrita- y con todos los datos e interpretaciones obtenidas, trato de establecer las razones de la creación y los criterios que deberían usarse para su valoración. Además, el ser dramaturgo contribuye con otro punto de vista, a la hermenéutica de la historia nacional. El dramaturgo nacional, ni en el siglo XIX ni ahora, puede escapar de nuestra realidad colonial, ni podemos negarnos a la confrontación con los entendidos y paradigmas de nuestro tiempo, ni mucho menos huir de la colonialidad del pensamiento.
Esa situación colonial también se alimenta de incidentes ahistóricos, de habladurías, de chismes, de apreciaciones, de escándalos, de malas interpretaciones y hasta de falsedades que se dan a llamar “fuentes de la historia” y que deben ser tomadas en cuenta y valoradas si se quiere asociar y por ende valorar el mundo de relaciones del autor con su contexto. En el caso de René
Marqués, el mismo oficio practicado por ambos es una ruta de audaz cuestionamiento.
Ambos somos dramaturgos, ambos somos independentistas, él ferviente católico y homosexual, yo militante ateo y heterosexual, aunque en épocas distintas, ambos nos criamos como intelectuales públicos y autodidactos, haciendo estallar nuestras ideas desde los escenarios y no en academias indolentes o en cafés literarios.
Mi recuerdo de René es muy lejano. Yo apenas contaba 15 años –ahora tengo 60- cuando le vi por primera vez, unos cinco años antes de su muerte, en un estreno de Los Soles Truncos en el Centro Cultural de Mayagüez. Lo recuerdo muy enjillido y flaco, fumando su eterno cigarrillo y con el tufillo a alcohol que siempre le debe haber acompañado en los últimos días de su existencia. Recuerdo habérmele acercado con un grupo de mi escuela, estrecharle su mano huesuda y fijarme en su mirada perdida por sabe la vida cuál angustia de las tantas sufridas en aquel instante, en que yo le interrumpí su meditar para decirle alguna puerilidad.
Sí recuerdo que una voz de mi interior me gritó ansiosa: “yo quiero hacer lo que este hombre hace”. Y a
partir de ahí, René se convirtió, no solo en un ídolo circunstancial, sino en una voraz inspiración. Leí toda su obra de un tirón, discutía a rabietas con sus dramas y más de una vez me agarré con mis ojos llorosos ante los parlamentos de Un niño azul para esa sombra. En aquel momento también decidí que mi más grande sueño como actor, sería interpretar el Luis de La Carreta. Era muy joven, y en aquella época todavía existían los sueños y los libros amaban a los inocentes.
A través de su obra, mi adolescencia tardía aprendió el ingenuo amor por el oficio del teatro. Esta enseñanza se transformó en mi adultez, cuando mis maestros fueron entonces Francisco Arriví, Manuel Méndez Ballester y Enrique Laguerre, con quienes aprendí que el teatro es pura guerra. No otra cosa suave o sutil, sino sangre, fuego, grito. ¡Cómo extraño aquella parte de mi juventud en la que las sempiternas lecturas de René Marqués me enseñaron a desear imposibles! Pero René Marqués murió en el año 1979 y con él murió aquella forma tan inocente y hermosa de hacer teatro en mi juventud.
También murieron con él ideas complejas de la discusión pública y su sentido tronar contra algunas de las
más visibles injusticias de su tiempo. Lo mejor de René Marqués fue que con su obra construyó otro fundamental cimiento de nuestra contradicción medular: la continua observación de sí mismo dentro de las perspectivas de clase y la angustia de su impotencia.
Quizá su definición de la famosa docilidad quedó como una referencia directa de su carácter. En una reunión de escritores de la generación del 80 con el notable escritor que fue el Maestro José Luis González, tuve el atrevimiento de preguntarle qué pensaba aquel distinguido pensador de la obra de René Marqués y el asunto de la docilidad. Con una media sonrisa me dijo, “Yo creo Roberto, que los puertorriqueños no somos dóciles. Creo que el dócil era él”. Tras la risa que estalló entre todos nosotros, una verdad irrefutable había entrado a la sala como un elefante en una cristalería.
El concepto de la docilidad era demasiado frágil y el pesimismo marquesiano era en efecto altamente limitante. Habíamos tenido demasiadas muestras de que la docilidad no era parte de nuestro carácter y que el ejemplo utilizado por Marqués –las luchas del Partido Nacionalistacontradecían su propia propuesta. Si bien el nacionalismo
albizuista no había alcanzado ninguna de sus metas con sus actos –y no con sus discursos- había sembrado para el futuro semilla de rebeliones. Eso no era docilidad.
René se había fijado por demasiado tiempo en el romanticismo del discurso y no en la bravura de sus acciones. ¿Cuestión de cobardías intelectuales o de clase? No lo sé.
Creo que su mejor obra es Un Niño Azul para esa sombra. En ella, más que ninguna otra obra suya, late su rechazo a la lucha armada, su miedo al arrojo y a la falta de carácter de muchos de sus personajes más famosos.
En muchas de sus obras, la aspiración por la independencia está vestida de un patetismo avergonzante. Véanse Los Soles Truncos desde esta óptica. Los Soles Truncos es una obra perfecta a nivel formal. Una estructura dramática impecable, y hasta cierta belleza en el devenir trágico de su contenido filosófico.
Cuando estrené esa obra hace ya algunos años, en mi primera reunión con las actrices dejé establecido unas vitales diferencias. Esta obra, que había sido llevada a escena de la misma manera por más de 40 años, me proponía a mi como su director una sublevación de esa
tradición. Victoria Espinosa había construido un montaje monolítico a prueba de cuestionamientos. Es decir: la bella Hortensia representaba la voz del autor contra la llegada de los bárbaros, Inés era siempre la fea, la mala, la torcida, mientras Emilia era la triste, la rota, la soñadora. Era una metonimia de difícil interpretación. Entonces yo dije que esa que se llamaba Inés la fea y la mala, en realidad no lo era. No podía ser mala o fea, la que había abandonado todo para salvar la dignidad de la familia y la vida de sus hermanas. No podía ser “fea y mala” aquella que lo había entregado todo de sí misma para el bien de las otras. Incluyendo su amor propio.
¿Y qué eran las otras, qué representaban? Hortensia todos sabemos que está muerta y es solo el recuerdo de la belleza que fue. Pero Hortensia había dicho que no a la vida… ojo, a la vida a la que los bárbaros la habían llevado. Prefirió encerrarse en vez de luchar. Prefirió meterse en sí misma y en el recuerdo de sus joyas, más que en accionar positivamente para la causa de la familia, la que, me reitero, era una compleja metonimia del país. Hortensia llega al extremo de clamar por sus joyas, más que por la libertad de su tierra. ¿En que la convierte esto?
Emilia por su parte, era un sueño roto, una impotencia que se encoge de hombros sonriente, una complacencia triste con un destino contra el que no se puede luchar y que solo queda recordar. Emilia es tan dócil quizá como el mismo Marqués, quien no entendía la lucha si no era desde la poética del fracaso. La caída de esta burguesía criolla ante el mundo tecnologizado y caníbal agarró a estas tres hermanas en lo peor de la vejez, que es el resentimiento. Y, por tanto, “dijeron NO a la vida”, igual que René. Marqués fue siempre un hombre resentido. De allí que se haga famoso su continuo mal humor, su arrogancia, su carácter pendenciero y gritón y su visible autodestrucción. Ingredientes necesarios para el suicidio. Es por todos sabido, pero nunca dicho en voz alta, que René Marqués se suicidó. Decisión tomada muy temprano en su vida, por quien no mostraba por la vida más que un profundo desprecio y queja. René Marqués se bebía una botella de ron Don Q diariamente en los últimos años, mientras prendía un cigarrillo con otro. Muy pronto abandonó la mira pública y en no pocas ocasiones, rabioso, manifestó descontento por su chismorreada homosexualidad. Las raíces sociológicas de sus dramas y sus
cuentos autobiográficos están muy ligadas a una angustia existencial desproporcionada y depresiva. Era un hombre complejo, en el que podían coincidir profundas devociones religiosas, con los prosaísmos más vulgares y destemplados. Si bien es cierto que no hay obligación de vivir como se escribe, si hay imperativos sociales a los que un escritor jamás se rinde por más angustiado y fracasado que se quiera ser o parecer. En nuestra colonia, un escritor independentista tiene el imperativo de su propio cuestionamiento. Escribir es preguntarse. Escribir es buscar, disentir, atacar. No sé si puede hacerse buena literatura desde la sumisión. Porque el acto de escribir es en sí mismo un acto revolucionario. Un reclamo de libertad pura. Y hoy más, donde las ideas no son combatidas con ideas, sino con disparos.
Digo a su favor, que muchas de sus ideas a favor de la independencia patria –nobles y hasta algunas de ellas ciertamente iluminadas- fueron autocensuradas por culpa de las leyes de la mordaza que impuso el dictador Luis Muñoz Marín. Dictador para quien René trabajó muchos años en el Departamento Literario de la División de Educación a la Comunidad, proyecto social creado por
Muñoz Marín para la educación del Jibaro, y que contó con la inteligencia de los grandes como el propio Marqués, Pedro Juan Soto, Emilio Díaz Valcárcel y muchos otros.
La relación de René Marqués con el poder también fue controvertible. Hay una anécdota que me fue referida por un testigo de lo que narraré a continuación. Cuando el recién creado Instituto de Cultura Puertorriqueña inició su Festival de Teatro Puertorriqueño, René Marqués somete a la consideración de la Junta selectora de obras su drama Una capa negra y un grito, primera versión de su drama
La muerte no entrará en Palacio. La Junta aceptó el drama, pero alguien en la Junta tuvo serias reservas. Era un drama que ponía en ridículo la figura de Muñoz. Era un drama valiente contra el dictador y un drama que de alguna manera traía a escena la figura, aún encarcelada entonces del Maestro Albizu.
Ese “alguien” previó un desastre y para contenerlo, en la oscuridad de la noche presentó el drama al dictador antes de que le fuera notificada a Marqués su aceptación. Muñoz vomitó sobre el drama sus epítetos furiosos y cobardes y dijo, en su clásico tono imperial, que, si la Junta aceptaba el drama para su estreno, él personalmente
ordenaría a Ricardo Alegría que le quitara el dinero al Festival de Teatro Puertorriqueño. Como era de esperarse, René fue notificado y como medida cautelar, se le sugirió que retirara el drama y sometiera otro. René no tenía otro drama que someter, y como no quería enfrentar la ira del demencial gobernante, en cosa de varios días convirtió su cuento Purificación en la Calle del Cristo en el drama Los Soles Truncos y este fue aceptado sin miramientos y hasta con un suspiro de alivio. De esa manera el Festival se sometió al interés de su auto conservación. Era el dictador el que mandaba y chitón.
Por razones de clase, las denuncias políticas del teatro de René siempre se dieron al borde del abismo entre la inacción y el discurso retórico. Entre la connotación y la contradicción. Hijo de su tiempo, no se sustrajo a las influencias europeas del teatro del absurdo. Sus obras La casa sin reloj, El Apartamiento, se unieron a las de sus coetáneos como Méndez Ballester, Arriví, Sánchez, Casas y Rechani. Y su devoción religiosa católica quedó manifiesta en sus últimas piezas Sacrifico en el Monte Moriah, David y Jonatán y Tito y Berenice. Estas últimas dos, censuradas antes de su estreno por la Universidad
Interamericana porque se aludía a la homosexualidad de personajes bíblicos.
Su relación con sus coetáneos siempre fue tirante.
Su continuo resentimiento lo llevó a pelarse a los gritos y casi hasta los puños con el director de escena Ángel F. Rivera porque este, según René, “no respetaba las acotaciones”.
No fueron pocas las veces que le cayó a gritos a Victoria Espinosa quien fuera su directora más servil, y quien le dedicó su tesis doctoral y le dirigió varios de sus trabajos más intrincados. Y entonces hablemos de La Carreta.
Creo que La Carreta es uno de los peores dramas que se haya escrito en nuestra dramaturgia. Y esta opinión, muy personal, tiene agravantes. En primer lugar, los estudiosos y sociólogos del Teatro Nacional no pueden virar la cara a la evidente similitud del primer y segundo acto de este drama, con la desconocida obra El Desmonte de Gonzalo Arocho del Toro, un oscuro dramaturgo arecibeño al igual que René, que estrenó su pieza sobre la emigración del campo a la ciudad en 1940. Una sencilla mirada las primeras dos páginas de La Carreta de
1958, vis a vis a las dos primeras de El Desmonte, paralizan en seco nuestro pensamiento y nuestro juicio. Si eso no es plagio, se le parece mucho.
En las décadas del 70 y el ochenta, cuando la Nueva Dramaturgia Puertorriqueña luchaba a brazo partido por su visibilidad, los enemigos de lo nuevo se encargaron de construir el equivocado paradigma de que el teatro puertorriqueño era La Carreta. Cada vez que se hablara de Teatro Nacional, ahí salía la maldita Carreta como la niña símbolo de esa orfandad terrible de nuevos dramaturgos con que el estado y el gobierno del PNP y el PPD justificaban la marginación de las nuevas generaciones. La Carreta vino a representar “la esencia del teatro nacional”.
Pero quien así hablaba, lo hacía no solo desde el espacio del desconocimiento, sino desde el lugar hegemónico de la represión. René Marqués había sido combatido por la generación del sesenta cuando José Luis Ramos Escobar calificó sus obras como “pendejismo lírico”, y muchos de los grupos de Teatro de Guerrilla y Teatro Popular le acusaron de ser un dramaturgo clasista y racista. Esto no era solo el manifiesto generacional de un
disgusto político. Marqués se quedó enclavado en su tiempo, su teatro no progresó, no adelantó nada en el devenir aguerrido de las luchas teatrales de los sesenta. Las criticó y las aborreció.
Sus últimas obras no son buenos ejemplos de dramaturgia. En ellas faltaba su vínculo con lo social. Un vínculo que La carreta pudiera haber prometido con buenas luces en 1958. Pero La Carreta era una obra mal escrita, larga y tediosa, atiborrada de escenas y personajes inútiles, redundantes y de patético y sumiso final. Ese eterno lamento por la tierra, ese conceder continuo de su protagonista, los sueños rotos e imposibles de Luis y la rabia estéril de Juanita no hicieron mella en las juventudes de la misma manera que la Mama Toña de Vejigantes de Arriví, que terminó siendo una semilla de muchos personajes redimidos por la furia.
Siempre consideré y considero a Francisco Arriví el mejor dramaturgo del Siglo XX, por muchas razones que ahora no vienen a cuento. Pero sus personajes, muy distintos a los de Marqués, fueron personajes que saltaron de su contradicción a una dinámica afirmación.
Siempre se dijo que la dramaturgia de las generaciones anteriores a los 60’s andaban “buscando la identidad perdida” por la disolución de nuestra cultura en la de EU. Fue la Nueva Dramaturgia la que dijo a Marqués, a Méndez y Casas y al mismo Arriví, “oigan señores colegas, nosotros no andamos buscando lo que siempre estuvo con nosotros”.
Pero el gobierno y sus gestores culturales e incluso la misma crítica erudita de la Universidad de Puerto Rico seguía su cantaleta de que el “verdadero teatro puertorriqueño” eran La Carreta, Tiempo Muerto, Vejigantes, etc. etc.
René Marqués hoy.
¿Existe René Marqués hoy en la mente de los puertorriqueños? Esta celebrándose con muy poca publicidad, un centenario de su natalicio. Bien que se haga. Pero puedo afirmar sin miedo a equivocarme, que las actuales generaciones de estudiantes de nuestro sistema público no conocen quién es René Marqués ni ha oído nunca hablar de La Carreta. En primer lugar, porque sus obras fueron sacadas del currículo activo y obligatorio del DE. Hoy
René Marqués se estudia en las escuelas privadas y en
muy pocas del sistema público. Igual trato recibió Tiempo Muerto y Vejigantes. A más decir, en nuestro currículo de español del DE ya no existen unidades de estudio sobre el teatro nacional. Y esto, desde hace ya casi una década. No hace un mes se estrenó para estudiantes La Carreta por la compañía Sol y Luna en el Teatro de la UPR. Sus productores, estudiantes míos, me dijeron que el 90 por ciento de los estudiantes que acudieron a la obra provenían de colegios privados, católicos la mayoría. Antes de este estreno, Los soles truncos había estrenado hacía más o menos 10 años atrás. Y La Carreta nuevamente hace unos quince años atrás. ¿Cuántas generaciones se perdieron de leer y ver estas obras? ¿Cuántos estudiantes pueden siquiera mencionar el título de una tercera obra de Marqués que no sean Los Soles o La Carreta… Tres generaciones enteras desde 1973 han ido olvidando su nombre. Sus estudios, aislados y poco frecuentes, pocas tesis doctorales en su obra se mantienen en las academias y de mil en ciento se publica un libro de algún especialista que conoce a René, como es el caso de uno de sus críticos más consecuentes, el Dr. Roberto Echevarría, colega mío en el Centro de Estudios
Avanzados de PR y el Caribe donde yo enseñaba sociología dramática. Sin embargo, de los años 60 al 80, el estudio de la obra de René Marqués motivó más de una docena de tesis y media docena de libros y revistas especializados en su obra, sin contar quizá unos cien artículos en revistas académicas. Pero esto ya no es así.
¿A qué se debe este olvido? Hay muchas razones. La primera es el extremo y casi agresivo celo de su compañero de toda su vida, el Sr. José Lacomba, quien fuera además su escenógrafo, diseñador y director, así como el albacea de sus derechos en una determinación testamentaria del propio René. Aunque hoy el 80 por ciento de la obra de Marqués pertenezca ya al dominio público.
Lacomba, de quien no me cabe duda alguna de su veneración por el que fue su compañero, convirtió su extremo celo en prohibición. Conseguir los derechos de representación de la obra de Marqués fue un suplicio para las compañías productoras profesionales, porque Lacomba exigía, como parte de su permiso, el ser él director, o escenógrafo, o consultor o hasta director de actores. El señor Lacomba, a sus 95 años, carece de conocimientos actualizados sobre estos temas. Por lo que muchos
productores desisten de pensar en Marqués, y cuando lo hacen – bien porque piensan que recibirán buenos ingresos de los estudiantes- saben que arriesgan gran parte de su libertad creativa. Súmele que lo que el Señor Lacomba pide por derechos de representación es un 300% más alto de lo que cualquier dramaturgo puertorriqueño, latinoamericano, europeo o gringo cobra por función. Compañías hay que han pagado $800 y hasta $1,000 por derechos de una función de Los soles truncos y La Carreta. Esto último es prohibitivo al mercado del teatro en Puerto Rico.
Esta actitud de Lacomba ha condenado a Marqués al olvido. Y se constituyó en carcelero de una obra que debió ser fomentada y alimentada por su importancia creativa. Varias veces se le ha pedido a Lacomba que permita la lectura y el montaje de cuatro dramas que quedaron inéditos a la muerte de René. Y nada.
Para las nuevas generaciones de teatreros, René Marqués es hoy un fantasma, valiosa arqueología dramática sepultada por el olvido y la desidia. Un alto por ciento de los que hacen teatro solo reconoce el nombre de Marqués, pero no pueden elaborar una opinión su obra.
Y no solo es el teatro; su tesis ensayística sobre la docilidad y el pesimismo, que tanto fue combatida hace unos 30 años atrás, ya solo causa una media sonrisa. ¿Y que decir de sus novelas? ¿Cuántos estudiantes de Escuela Superior pueden decirme quién es Pirulo y quién es Lita? ¿Cuántos han leído La mirada, novela premiada suya que fue censurada por el Ministerio de Cultura de España? Y sus dos libros de cuentos siguen presentes de seguro, en las generaciones de lectores de los que hoy contamos entre 40 a 70 años, pero de ahí en adelante no sabemos. ¿Cuánta gente sabe que también era poeta y marroneaba versos?
Esto es de lamentar y pido fervientemente a la vida que permita que este Centenario que se llevó a cabo, me desmienta estrepitosamente… y que la figura de René Marqués con todas sus contradicciones y aciertos vuelva a ser estudiada con esmero, dedicación y honor como bien se merece este genial dramaturgo nuestro. Muchas gracias.
(Foto © Juanky Álvarez.)
Nació en Mayagüez, Puerto Rico, el 13 de agosto de 1959. Dramaturgo, guionista, director de escena, historiador y sociólogo del teatro y el cine Puertorriqueño y periodista. Cursó estudios superiores de Dramaturgia y Actuación en el Instituto Nacional de Bellas Artes de México, D.F. y prosiguió esos estudios en la Universidad de Puerto Rico. Es Presidente del Instituto Alejandro Tapia y Rivera. Ha sido profesor invitado y seminarista de la Universidad de Puerto Rico, la Universidad Interamericana y el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe siendo sus áreas de especialidad, la dramaturgia, la inteligencia puertorriqueña negra, la sociología del teatro, y la literatura romántica del Siglo XIX sobre los que ha escrito libros y ensayos.
Ha estrenado y publicado más de cien obras teatrales en Puerto Rico, Japón, Estados Unidos, Europa y Latinoamérica y sus obras han sido traducidas a más de siete idiomas. Ha sido premiado por instituciones nacionales e internacionales como el Ayuntamiento de Sevilla, Casa de las Américas de Cuba, el PEN Club de Puerto Rico, la Fundación Ricardo Alegría, la Medalla Víctor Hugo, la Asociación de Directores de Escena de Japón, el Instituto de Literatura Puertorriqueña y el Ateneo Puertorriqueño.
En diciembre de 1992, el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid, España le otorgó el Premio Tirso de Molina a su obra Miénteme más. El Premio Tirso de Molina es el más alto premio que se le ofrece a un dramaturgo de habla hispana en el mundo.
Es biógrafo de los puertorriqueños Alejandro Tapia y Rivera, Eleuterio Derkes, Manuel Alonso Pizarro, Manuel María Sama, Celedonio
Luis Nebot y ha escrito trabajos biográficos sobre Julia de Burgos, Clara Lair y Francisco Arriví, entre otros. Ha dirigido y escrito las películas puertorriqueñas Callando amores (1996), Revolución en el Infierno (2004), Después de la Muerte (2005), Iraq en mí (2007), La llamarada (2015), Bienvenido Don Goyito (2017) y Vejigantes (2023) así como el largometraje documental Tapia: el primer puertorriqueño (2009).