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Un instante desnudo / Francisco Moreno pág
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Un instante desnudo
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POR FRANCISCO MORENO*
“…la experiencia es una sucesión de instantes congelados”. Salvador Elizondo, Farabeuf
Fue la emoción de conocer el mar lo que alimentó la iniciativa de viajar juntos. Su afecto estaba hecho de momentos delimitados por los arcos del patio conventual, las bancas de la iglesia, la sacristía, las alabanzas y la música, por la comunión y comunidad que creía en la salvación, esa que te inculcan de niño. Por fortuna, Bernardo y Franco dejaban a un lado esas pesquisas para ser lo que eran, adolescentes presurosos por subirse al velero de la juventud y navegar en aguas tempestuosas.
Sin medir alcances, consecuencias y posibilidades llegaron a la central de Buenavista. Lo que tenían en sus bolsillos alcanzó para comprar boletos para un tren de tercera clase; la salida era a las dos de la tarde, comieron una torta afuera de la estación y, sentados en la baldosa fría al pie de una columna de estilo neoclásico, esperaron mientras diseñaban mapas para llegar al mar. Un silbido que nunca habían escuchado fue la señal para abordar.
Era la primera vez que subían a un tren, no hacían evidente su asombro, lo sentían. Había que hallar un sitio dónde sentarse, decenas de hombres, mujeres y niños ocupaban las bancas con cajas, mochilas, bultos, cobijas, paquetes y atados, era una mezcla de formas, volúmenes, color y movimiento. El tipo de asientos del vagón, fijos y de piel rota y desgastada, uno frente a otro, respaldo con respaldo, se perdían en dos filas; no había espacio, pero el ingenio les encontró un lugar, justo el triángulo que dejan los respaldos inclinados, esa pequeña buhardilla a nivel del piso fue su hábitat en un largo, largo viaje a la ciudad de Oaxaca.
Un olor a tierra, comida rancia, ropa enmohecida y sudor añejo se ventilaba a través de los ventanales laterales, los vagones de tercera clase son viejos, grises, ruinosos. El trayecto duro una eternidad, de la Ciudad de México hasta Oaxaca como primera escala, la ruta incluyó interminables paradas en estaciones alejadas de los senderos comunes. Cada descanso era una verbena, infinidad de charolas de comida sobre la cabeza y en las manos en alto que mujeres y niños ofrecían con algarabía, gritos melodiosos que invitaban a comprar suculentos platillos regionales, pan, agua de sabores, pulque, mezcal y dulces. La travesía se hizo ligera al calor
“Lo que tenían del aguardiente y el sueño que proen sus bolsillos al- duce su ingesta en exceso, y entoncanzó para com- ces, una noche cerrada, coloreada prar boletos para de negro y estrellas, Franco se agoun tren de tercera tó de las eternas charlas de Bernarclase” do y se alejó cuando éste dormía. Caminó entre jaulas, huacales, niños mocosos, viejos ocultos en sus sombreros y mujeres envueltas en sus rebozos, el vagón oscuro era una sala de conciertos que interpretaba una cacofónica melodía de ronquidos. En la bolsa de su peto de mezclilla aún tenía un poco de mezcal, salió del vagón por el extremo opuesto al sentido que iba el tren, y ahí, en el diminuto pero seguro escalón de hierro que permite el cruce entre vagones, Franco se sentó y sacó un cigarro. El sonido de las ruedas de acero sobre las vías era regular y cadencioso, bebió el sobrante de su bebida, el frío de la noche huyó y miró lo que jamás habría de volver a ver.
Un infinito y fugaz diorama pasaba frente a sus ojos; diáfana, intermitente y veloz secuencia de imágenes imposibles de capturar con la retina. El denso color negro se interrumpía con destellos y ráfagas de luz, un inexplicable raudal de formas congeló su mirada. Sintió un aura sobre su cabeza, sensación que crespó su delgada cabellera, su cuerpo quedó inmóvil en relación con el movimiento del tren, la posición frente a ese espectáculo era como estar en una butaca y, frente a él, observó la velocidad sin moverse, un vértigo inmutable cimbró la quietud de su ser, tropezó con lo inesperado, tuvo un instante desnudo, un vuelco hacia la nada.
Lo que vivió esa noche quedó sepultado en su inconsciente, desde ese día su existencia adquirió un sabor diferente, descubrió sin saberlo que la vida tiene experiencias que la hacen un resplandor único. Si la historia se escribe a partir de grandes eventos, ésta se nutre de pequeños tropiezos que rompen la rutina, el sublime acontecer de un instante.
franciscomorenovaluador@gmail.com *Crítico de arte y escritor