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Nietzsche, para filósofos adolescentes mayores de 60 años

Rael Salvador ha creado su versión personal de Nietzsche y la ha dado a conocer en su libro más reciente. Una aportación a los estudios nietzscheanos, sí, pero sobre todo es un diálogo continuo con un escritor que le apasiona menos a un intelectual de gabinete. Leerlo es identificar en sus obras a un artista, a un poeta, a un encantador de serpientes. Es como un relámpago en cielo despejado: una descarga eléctrica, un estremecimiento, una conmoción.

Para un filósofo como Friedrich Nietzsche, las verdades que encontró en su vida —si es que lo descubierto podía ser llamado una verdad— no son dogmas sagrados sino bombas lanzadas contra su sociedad, escupitajos contra las convenciones de su tiempo. En su obra, a veces fragmentaria, siempre transgresora, capaz de trascender lo obvio, lo pueril, lo moralista, nos encontramos con un pensador que hizo de su individualismo acérrimo su fuente de conocimientos y actitudes, de ideas que estremecían los fundamentos de la civilización occidental, que subvertían las ideas de moda. Para Nietzsche, todo debía pensarse de nuevo, todos debían ser herejes de sus propias creencias.

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Entrar a la filosofía nietzscheana es entrar al laberinto del Minotauro para matar o morir Es aceptar el extravío como la fórmula esencial para adquirir la lucidez. Porque eso precisamente es lo que este pensador produce: una sensación de vértigo, un sentido de pasmo.

En la santa cena de la filosofía nietzscheana puedes poner a Sócrates, Aristóteles o Rousseau presidiendo la mesa. No importa. Friedrich siempre será Judas Iscariote, el traidor a la causa de la Gran Filosofía, el vendedor de dioses y mesías. La suya es una religión sin opresiones, una iglesia sin poderes en uso.

Pienso que sus libros son piezas para armar un nuevo monstruo de Frankenstein. Y cada estudioso de su obra crea el suyo para su propio placer, para su propia sorpresa: criatura fantasmagórica o ser transfigurado que se pone en movimiento a imagen y semejanza de anhelos íntimos y ambiciones frenéticas. Como una mezcla de dudas y certezas, de sombras persistentes y tremendas luminosidades. He aquí un secreto cuya clave es todos nosotros.

“Entrar a la filosofía nietzscheana es entrar al laberinto del Minotauro para matar o morir”

¿Qué quiere Nietzsche de sus lectores? La disidencia. La disonancia. El acercamiento oblicuo. Exponer las tripas de la vida con un duelo de sables verbales. Fundar amistades que rompan la barrera de la muerte. Por eso nuestro filósofo sigue siendo un reto, una voz contemporánea, un debate público. Por eso incomoda, incordia, se le teme. Piedra en el zapato de lo confortable, lo habitual, lo útil. Trinchera contra el pensamiento acomodaticio, contra la vida cómoda. Hechizo contra el saqueo de lo humano en tiempos de zozobra.

Me imagino a Federico dando palmas frente a un músico callejero, acariciando a un caballo que resopla en pleno invierno, caminando a la deriva mientras el ruido del progreso lo atropella. Un hombre que pretende una infamia: proteger su espíritu de los mercaderes del mundo. Un fantasma que ha visto el futuro atroz y quiere compartirlo con nosotros.

Cuando se lee a Nietzsche, lo que salta a la vista es que no enfrentamos a un filósofo de salón,

Rael Salvador ha creado su versión personal de Nietzsche y la ha dado a conocer en su libro más reciente: Nietzsche. El príncipe sublime del intelecto (La Jornada Baja California, 2023). La suya es una aportación a los estudios nietzscheanos, sí, pero sobre todo es un diálogo continuo con un escritor que le apasiona, que lo mantiene en vilo, que no lo deja en paz.

Este libro de Rael es una invitación a la fiesta, una bienvenida a un horizonte en llamas, una casa de puertas abiertas para que el lector descubra que Nietzsche no es un erudito, un profesor, sino algo más trascendente y más cercano: un amigo entrañable.

Sarria:

“Lo que encontrarán en este libro son las reflexiones personales de una amistad que se ha forjado con el tiempo y con el filósofo. Rael Salvador no desprecia las convenciones del pensamiento académico. Simplemente no es el momento y se lanza con audacia al encuentro con el espíritu nietzscheano”

Lo que le interesa a Rael no es la re flexión intelectual por sí misma sino la experiencia creativa, el tomar a la filosofía como un salto hacia el abismo con risas de por medio, como un lazo perdurable que, en su caso, ha hecho que su vida sea más rica, más veraz, más sustanciosa. Eterno retorno al país de la nostalgia, al reino de la juventud.

En su presentación, breve y concisa, Salvador advierte, nos advierte, que: “Lo que aquí se lee, no es un tratado académico sobre el autor de Así habló Zaratustra, ni siquiera un atrevimiento, con o sin método, veleidoso y arrogante. Nietzsche, si se explica o no se explica, es claro y categórico por sí mismo. Más bien es una celebración a mi memoria, la meditación sobre un acompañamiento accidental, que permeó con tinta una amistad duradera, acercamiento que lleva más de medio siglo”.

Este es un libro que hace recuento de una época especial para Rael: la de sus deslumbramientos como lector adolescente, las de sus asombros como creador primerizo.

Los capítulos de Nietzsche. El príncipe sublime del intelecto (un título por demás decimonónico) se leen como si leyéramos una tromba, un remolino, un tornado. Por las ideas que plantea, por los saltos conceptuales, por las imágenes que Salvador pone ante nuestros ojos. Momentos claves para acercarnos a un explorador de nuestra condición humana, a un exhumador de tesoros que siguen vigentes.

En Nietzsche, las palabras son latigazos. En Rael, acordes por tocar

En el transcurso de este libro siempre hay una pregunta presente, una dolorosa interrogación: ¿Qué tanto somos dioses fallidos y qué tanto bestias triunfantes?

Rael sabe que Nietzsche es su ballena blanca, su molino de viento, su albatros. Una maldición aparente que, con cada nueva lectura, se vuelve un don, una gracia. Una obsesión que sólo puede contenerse escribiendo sobre ella, haciéndola pública.

Este es un libro que quiere unir el silencio y el estruendo, la belleza y el lenguaje, la visión y el recuerdo, lo antiguo y lo moderno, la templanza y la pasión, el sueño y la realidad, el paseo y la vigilia, el erotismo y la muerte, la literatura y la música, el paisaje y los libros.

La ironía sirve para desmantelar el orden. La remembranza para retratar lo que ya no somos.

Cada capítulo explora mundos distintos cuya única conexión es el propio filósofo germano. Entre ellos está el joven que lee a Schopenhauer, su biblioteca particular y sus intereses como lector, su acercamiento a la filosofía de la “antigüedad”, la música y el baile como actos de equilibrio cósmico, la naturaleza y sus placeres, la civilización y sus cegueras. Las lecciones que han dejado huella en “filósofos adolescentes mayores de sesenta años”.

Hay sombras en Nietzsche, por supuesto. No tanto suyas como impuestas por otros para llevar agua a sus molinos políticos, ideológicos, culturales.

La influencia de Nietzsche cada día se hace más profunda. Si no lo creen, Rael pondrá como ejemplos a Jim Morrison, a Herman Hesse, a Syd Barret.

Para Rael, Nietzsche no es un enigma: es un compañero de viaje, un registro de voz, una pincelada de color en el lienzo ennegrecido de la vida: “el terciopelo de una ola amarilla” que “revienta el fulgor azul de sus canarios en el ebrio vuelo del tiempo”.

Entre una retumbante sinfonía beethoviana y un coro de ópera wagneriano, Nietzsche mantiene el tono de un chamán en su ceremonia iniciática. Grita. Gesticula. Da brincos para crear un momento singular donde el pensamiento danza, se conecta con el mundo, celebra la vileza de estar vivo, la barbarie de estar acompañado.

En algún capítulo, Salvador hace una certera asociación entre el cuadro de Caspar David Friedrich, «El caminante sobre el mar de nubes», y «la imagen resuelta del autor de Aquí habló Zaratustra». Para Rael, este vínculo se da cuando el filósofo “martillea con su paso los siglos tormentosos que nos anteceden y los siglos impetuosos que vendrán, como él mismo lo estipuló, en el entendido que todo lo que adviene antes rompe su matriz”.

El corazón de este libro es la memoria que conserva sus recuerdos en relación a una idea, un pensamiento, un hallazgo. Esa intensa luz donde la lectura es todos los tiempos. Ese deslumbramiento que protege y reconforta. Por eso Rael declara sin tapujos que, cuando era «un fustigado adolescente vestido de cuero negro ávido, guapo, loco, infértil y auténtico (eso que se llama cosa salvaje sin nombre)— leí absorto la neurastenia dionisiaca de Friedrich Nietzsche, música de las palabras que reescribía a la luz de una vela montada en la cima de una calavera wagneriana. Y en esas largas noches de sacerdocio y entusiasmo, humo psicótico, exceso de alcohol, tambores y gallos descabezados. Zaratustra, mi Anticristo, guiaba los anhelos de mi pluma no. 15 por los estridentes senderos del aforismo y las alegrías de la irreverencia, que posteriormente aparecieron en mi libro Pandemónium (Baja Estirpe, 1990)». En cierto modo, lo que nuestro autor nos confiesa es su estirpe anarquista, contestataria, llena de palabras como dardos, plena de profanaciones y sarcasmos. angel.gabriel.trujillo.munoz@uabc.edu.mx

Ese fue el Rael Salvador que conocí a finales de los años ochenta del siglo pasado: un poeta maldito que escribía para fundar un mundo nuevo desde las ruinas de aquella década. Un bardo que renegaba de todo menos del lenguaje. Un profeta con la verdad como escudo de armas, con la imaginación como as bajo la manga. Por eso, el Nietzsche que aquí nos presenta es una forma de agradecimiento a un maestro ejemplar, es un dar gracias por la lucidez alcanzada, por la rabia contenida, porque para nuestro autor este filósofo alemán es, principalmente, una estación de tránsito en su propio periplo como escritor hecho y derecho, un trampolín creativo para saltar hacia otros autores y obras. No un muro de contención sino la aventura en marcha. No una vida segura sino la apuesta interminable, el azar al que se juega hasta el último aliento, la inmolación de la palabra en el altar del escepticismo.

¿Quién es Nietzsche para nuestro autor? ¿Un precipicio? ¿Una carta marcada? ¿Un regreso al país de la nostalgia? ¿Una mancha Rorschach? Que cada lector lo interprete a su gusto. Porque Nietzsche. El príncipe sublime del intelecto no es, por más que su título pudiera sugerirlo, una alabanza al espíritu aristocrático sino el registro personal de una enfermedad contagiosa que, después de padecer sus fiebres y escalofríos, nos permite ver el mundo con otra mirada, nos ayuda a despertar siendo otros: más libres, más justos, más voraces. Ya lo dijo Nietzsche en Más allá del bien y del mal: “Todas las compañías son malas compañías, a menos que no se acerque uno a sus iguales” Lo mismo va para aquellas lecturas que nos son imprescindibles. Lo mismo va para los autores que uno toma para sí”.

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