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Largo adiós de Milan Kundera

La antigua Checoslovaquia —castillos que se disuelven en la niebla— desapareció hace tiempo; 30 años podrían considerarse pocos, pero desde 1993 no se esperó otra cosa que el Nobel de Literatura para el autor de la Insoportable levedad del ser (Tusquets Editores, 1985).

Hoy nada arriba de allá —de la República Checa—, sino es la muerte de Milan Kundera (1929-2023) en París, y queda en el marco de la historia un tufo de alivio, no de paz y goce. La agonía había sido larga: no se puede vivir con la condena de un premio que no llega, que no importa, que es insuficiente para la grandeza de un escritor que es admirado y leído con aprecio.

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¿Acaso, como la de Antonio Lobo Antunes, su obra también fue en extremo huidiza en los escritorios de los que deciden el galardón? Al mundo le queda el beneplácito de haberlo leído bien, a fondo —ninguno que respete su oficio puede decir lo contrario—, muy a pesar de los giros de la mercadotecnia editorial, que ahora presentan La insoportable levedad del ser con una carita de perro triste y azul… (como el gato de Roberto Carlos, pero es garabato de Kundera).

Los libros de Kundera son el artefacto literario perfecto para conocer a fondo a los países socialistas en Europa Central y del Este, liderados por la Unión Soviética, conocidos en su momento como “Bloque del Este”: Alemania Oriental, Polonia, Hungría, Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Rumania, Yugoslavia… los supuestos que lo implican, lo identifican y lo inculpan.

Tengo memoria de una acusación ignominiosa, soltada como un virus para negar a toda costa los altos laureles de un reconocimiento, cuando en 2008 el semanario checo Respekt hace público un supuesto documento que intenta mostrar a Kundera como un “delator”.

“Hoy, sobre las 16:00 —recoge el documento 624/1950 de la policía checa—, un estudiante, Milan Kundera, nacido el 1-4-1929 en Brno, habitante en la residencia de estudiantes de la avenida Jorge VI en Praga 7, se presentó en estas dependencias e informó de que una estudiante, Iva Militka, hospedada un estudiante de nombre Dlask, también de la residencia, que se había encontrado con un cierto amigo suyo, Miroslav Dvoracek, en Klárov, en Praga, ese mismo día. El susodicho Dvoracek aparentemente dejó una maleta a su cuidado”.

El efecto orquestado se dejó sentir con fuerza emocional extrema, dureza que fraguó entendidos y hubo que responder: “Esta cosa, que no me esperaba para nada, no ha tenido lugar —comentó el autor de La broma—; me ha tomado completamente de improviso”.

La también escritora y actriz Yasmina Reza dio la suya en el periódico Le Monde: “Es difícil que se perdone a un hombre por ser grande e ilustre. Pero menos aún, si reúne estas cualidades, por guardar silencio. En el imperio del ruido, el silencio es una ofensa. Cualquiera que no se preste a revelarse, a alguna forma de contribución pública aparte de la obra, es una figura molesta y un objetivo prioritario”

El autor de Los testamentos traicionados y La inmortalidad (1988) no es el escritor que en que toman las riendas del “padre” y lo llevan a uno, como rito de paso, a la madurez del vértigo existencial y al desmentido de toda cursilería social y política, esa mezcla de papilla metafísica parecida al excremento de perro. Eso fue “Le père” Kundera para mi generación, la insalvable generación “Baby boomer” (1946-1964)

Exiliado de Checoslovaquia desde 1975, vivió en París y escribió su amplia obra en francés. Títulos imprescindibles, así cambien las portadas. Tras recuperar la nacionalidad checa, después de que el régimen comunista se la había arrebatado, recibió de su país natal el Premio Nacional de Literatura y el Premio Kafka.

Su descanso, después de 94 años, no de paz y goce, sino de comprensión existencial.

Kundera Y Koudelka

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