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Sábado 17 de diciembre de 2011

LECTURAS Noticias

A DECIR COSAS POR ANÍBAL DE CASTRO

A

l año que discurre se le terminan los meses y muy pronto también las semanas y finalmente los días. Me asalta la tentación de mirar atrás hacia enero, y afincado en esa fecha pivote ejercer de Jano para otear el porvenir inmediato a partir de un repaso rápido de la crisis que amenaza la unidad europea y la moneda común, la reelección de los presidentes Obama y Sarkozy, la economía mundial y, de paso, poner fin a una década de crecimiento prodigioso en esta Iberoamérica nuestra. Compiten también por el tema de esta semana dos libros soberbios que recién acabo de leer, uno escrito hace ya más de 200 años: Inferno, de Max Hastings, y las Memorias de un húsar, el sargento Bourgogne, sobre la campaña de Napoleón en Rusia, y de la cual al doblar de la esquina se cumplirán tres siglos. Ambos nos estremecen con los horrores de la guerra, pero desde una perspectiva diferente en la que el dolor y la muerte llevan nombres y apellidos, género, nacionalidad y rostro humano, y no meras menciones sepultadas bajo un aluvión de estadísticas sobre material bélico empleado, batallas, estrategias, destrucción material y millones de bajas civiles y militares combinadas. El calendario se agota hasta quedarse sin páginas ni tiempo, pero permanecerá como símbolo y ancla de recuerdos y hechos que alguna vez serán historia, personal y del mundo. Ese encuentro de lo nuestro y lo de todos, esa coincidencia atemporal entre lo colectivo y lo individual asume otras formas y consecuencias trasladado a las instancias mayores de la sociedad. De ahí se alimentan las normas que a todos tocan, las experiencias y enseñanzas que esculpen la idiosincracia y uniforman las características de una nación. Los nutrientes del

PEQUEÑOS DETALLES,

GRANDES DIFERENCIAS ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL

alma nacional no son nuevos, sino que se generan en un pasado propio, único y, sin embargo, matizado substancialmente por esa interrelación de hechos fortuitos o previsibles que es la historia, con tantos protagonistas como aristas e interpretaciones. De porqué un pueblo es diferente a otro podrían escribirse tratados, pero basta suscribir la tesis simple de que la respuesta pasa por esos calendarios consumidos y que contienen razones que, con el tránsito de las épocas, han dado consistencia a valores y convencimientos. La savia dominicana se ha enriquecido de algunos componentes que, desafortunadamente, han contribuido a unas falencias de las cuales no logramos deshacernos pese a los años transcurridos. De ahí la relativización de principios que en otras latitudes son sagrados y que confieren a esas sociedades una fisonomía admirable y de la que haríamos muy bien en copiar algunos rasgos. Vale advertir que no hay pueblos modélicos, pero sí donde reina la certeza de que las transgresiones a las reglas, pequeñas o mayores, conllevan castigos proporcionales. Pueblos donde, por ejemplo, pagar por amor furtivo como homo o heterosexual, no acarrea condena, mas sí la ocultación. Se castiga la doblez, y con sentido: la función pública necesita de hombres honestos a carta cabal, no que lo parezcan. Hemos dominicanizado uno de los valores fundamentales con categoría universal, la honestidad. Más apropiadamente, la hemos domesticado para que sirva a propósitos individuales y colectivos de forma tal que sea escudo y arma forjados a nuestra conveniencia. Su némesis, la corrupción, ha sufrido también una metamoforsis parecida y, al igual que la viga en el ojo ajeno, suele verse selectivamente. Si bien corrupción y política caminan de las manos en el trópico insular caribeño que más amó Colón, afirmación tajante que descarta la mera posibilidad de que alguien pueda ni

siquiera asir la primera piedra, me interesan otras nimiedades aparentes y que, sin embargo, ilustran la contundencia de lo dicho. Se han aceptado como válidos estilos, conductas y pareceres que, en conjunto, han parido una sociedad corrompida hasta los tuétanos si como baremo se toman otros pueblos etiquetados como desarrollados y hasta como no desarrollados. No me hace gracia alguna, aunque sé que a muchos otros embarga un sentido diferente del humor, que el consulado de Estados Unidos en Santo Domingo haya devenido en una suerte de centro de entrenamiento para los noveles oficiales consulares. Es tal la profusión de documentos falsificados, la diversidad y mañas empleadas, que, sin exageración, puede afirmarse que los dominicanos hemos inventado tantas movidas inteligentes como para mantener en jaque continuo a las autoridades norteamericanas. Peloteros con juventud eterna, vírgenes con largos matrimonios a cuestas, casadas vírgenes, hijos con padres virtuales, cuentas bancarias inverosímiles, cartas que ni Cervantes escribiría con tanta maestría, recomendaciones y títulos de ficción y, en fin, me confieso exhausto de antemano para agotar el inventario completo. Ese es el pan nuestro de cada día en la Máximo Gómez esquina César Nicolás Penson, y donde faltaría destacar un contigente de fiscales y policías para poner en causa a tanto delincuente. Más de una vez, sin embargo, he oído y visto celebraciones porque el afortunado o afortunada aquel logró engañar al cónsul y obtuvo un visado para el cual no reunía los requisitos mínimos. Así, un acto vulgar de deshonestidad se presenta como un triunfo del oprimido frente al opresor, del mulato maltratado contra el capataz blanco, pese a que el diplomático bien podría ser un afroamericano. Se obvia un detalle que daña a la colectividad aparte de la mala imagen de que nos hemos hecho merecedores. Tu(Pasa a la página siguiente)


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