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Instrucciones para llegar

Diego Covarrubias

El sol caía vertical, sin sombras, y daba la impresión de derretir la superficie de la carretera. Un solitario tope me obligó a reducir la velocidad. Debajo de una empalizada, un viejo vendía botellas de agua. Bajé la ventanilla; un golpe de aire caliente entró a mi coche, como aliento de un dragón. Aproveché el momento para pedirle instrucciones al solitario hombre.

―Buen día, amigo. Para Buenaventura, ¿voy bien?

―¿Para dónde?

―Buenaventura.

―No lo conozco, pero aquí adelantito está Santa Rosalía de Camargo. Ahí seguro le dicen.

El aire acondicionado a su máxima potencia tardó diez minutos en enfriar el horno en que se había convertido mi coche. Para justificar los chorros de sudor que me caían por las sienes, me puse a pensar en el cauce que había tomado el río de mi vida hasta que desembocó en esa tripa de asfalto, que rompía la monotonía del desierto en el estado de Chihuahua, pidiendo instrucciones para llegar a un lugar llamado Buenaventura. Pero Santa Rosalía quedaba realmente adelantito, y apenas me dio tiempo de cavar superficialmente en dos recuerdos recientes: la separación de María y la despedida de los gemelos. Con la última gota de sudor secándose en mi pecho, llegué al pueblo. Me detuve en la plaza central y lancé mi mirada a vuelo de pájaro con la consigna de encontrar algo parecido a una cantina. Entré, anidé en la barra y pedí una cerveza.

―La más fría que tenga añadí.

En las mesas aledañas abundaban los sombreros y, debajo de estos, las cabezas de hombres grandotes tirándole a güeros, con barba y bigotes poblados, pantalones vaqueros, camisas de cuadros y botas puntiagudas. Yo estaba claramente fuera de lugar, con mis bermudas, mi playera con cuello en forma de uve y mis sandalias.

―Oiga, amigo le pregunté al cantinero ¿me podría decir cómo llego a Buenaventura?

Se me quedó viendo con cara de que cada quién va a donde le da su chingada gana, y allá él. Con voz aletargada por el calor, me dijo:

―Tres calles más abajo, dobla a la derecha. Cuando llegues al campo de béisbol, toma a la izquierda y sigue derecho hasta el entronque. Y de ahí ve siguiendo los letreros a Ciudad Delicias, no hay pierde.

Le dejé una propina generosa en la barra y le pedí otras dos cervezas igual de frías para llevar.

Para justificar los chorros de sudor que me caían por las sienes, me puse a pensar en el cauce que había tomado el río de mi vida hasta que desembocó en esa tripa de asfalto, que rompía la monotonía del desierto en el estado de Chihuahua

La carretera era igual a las otras: una cicatriz de chapopote zigzagueando en la panza del desierto. Para distraerme de la monotonía del paisaje, y achispado por las cervezas, me dejé llevar por el recuerdo de María. Concretamente, el recuerdo del día en que me dijo que se iba. Ya me había amenazado varias veces, pero no lo hacía, y esto hizo que sus palabras perdieran credibilidad. Decir y hacer son dos cosas que requieren diferente tipo de coraje. Se iba, me dijo, sin odio, pero sin amor. Supe que aquello era verdad porque estaba tranquila. Las palabras salían de su boca amansadas por la reflexión; sin aspavientos ni reflectores. Eran palabras que no tenían la extravagancia del reproche ni la fanfarronería de la amenaza. Se levantó de la silla y, sin voltear a verme, salió de la casa. Su abandono no me sorprendió, tal vez yo mismo lo deseaba, y cuando sucedió, fue como cuando después de esperar por horas, te toca por fin el turno para que te atiendan en una oficina del gobierno. Me di cuenta de que, a partir de ese momento, tendría tiempo para hacer lo que más me gustaba. Incluso, tendría tiempo para averiguar qué era lo que más me gustaba, aunque fuera nada más para no enfrentar en el ocio la implacable soledad del futuro.

Ciudad Delicias era un pueblucho polvoriento que debía su nombre a una hacienda que había sido próspera en el cultivo del algodón. Los delicenses eran igual de grandotes y de güeros que los santarrosalinos. Gente brava, curtida en las carencias y en el calor y el polvo del desierto. Hombres acostumbrados a ver esqueletos de vacas. La plaza central estaba casi vacía. Digo casi porque un vendedor de helados dormitaba sobre una banca pegada a uno de los bordes hexagonales del kiosco. El sombrero le cubría la cara; la camisa totalmente abierta dejaba al descubierto una piel bronceada y correosa y un torso ondulado por el costillar.

―Oiga, amigo… ¡Amigo!

Le di tiempo para que el rumor de mi voz lo trajera al presente.

―¿Me da una nieve de limón?

Abrió los ojos, como si reencarnara de la muerte. En cámara lenta hurgó en diferentes puertas de su carrito, y después de lo que pareció una eternidad, me dio la nieve, que inmediatamente empezó a derretirse humillada por el lapidario sol.

―¿Sabe cómo llegar a Buenaventura?

Decir y hacer son dos cosas que requieren diferente tipo de coraje. Se iba, me dijo, sin odio, pero sin amor. Supe que aquello era verdad porque estaba tranquila. Las palabras salían de su boca amansadas por la reflexión; sin aspavientos ni reflectores.

Me soltó una mirada que me hizo recordar los círculos que describen los buitres volando arriba de la carroña. Encogió los hombros, y con una voz que parecía crepitar desde un fuego eterno, me dijo:

―Siga por esa calle hasta salir del pueblo; serán unas seis o siete cuadras. Luego, doble a la izquierda, pasando el panteón. Siga derecho unos veinte kilómetros hasta un letrero que dice Juan Aldama. Es un camino de terracería que llega a un caserío. Ahí pregunta.

Veinte kilómetros para seguir recordando. Los gemelos se fueron de la casa apenas terminaron la preparatoria. Cada quién por su lado. Se querían, pero necesitaban separarse, dejar de ser la mitad del otro. Juan es activo, social, extrovertido, tirado para adelante como la torre de Pisa. Tendrá que aprender a contenerse para no andar dándose de madrazos como una mosca frente a la ventana del futuro. Pablo es introvertido y sensible, y tendrá que aprender a salir de su escondite para no quedarse en la nostalgia de lo que pudo haber pasado en el pasado si se hubiera atrevido a lo que nunca se atrevió. A los dos les va a venir bien la separación. Uno tiene que restar y el otro que sumar. Los abracé, les deseé suerte y les dije que contaban conmigo para lo que quisieran. Puro pinche cliché. Se les veía en los ojos las ganas que tenían de salir corriendo y no mirar para atrás. Y se fueron, así nomás, como esclavos escapando hacia la libertad.

Juan Aldama era un pequeño caserío de menos de diez casas esparcidas como piedras en el desierto. Un perro se puso a ladrar, y a cada ladrido levantaba una nubecita de polvo y pulgas de su lomo. Había dos o tres corrales con las maderas rotas y sin vacas. Apenas unas gallinas picoteando la tierra por aquí y por allá. Un hombre que podía tener entre cuarenta y setenta años se asomó de una de las casas para ver por qué tanto alboroto.

―¿Para Buenaventura? —le pregunté.

Se rascó la cabeza como si excavara una mina abandonada en su memoria.

―Ya no hay Buenaventura ―me contestó―. Se quedó sin gente.

―Yo no vengo buscando gente ―le dije―. ¿Cómo llego?

Me dio instrucciones para llegar. Ya no faltaba mucho. Quince kilómetros por el camino de terracería hasta que desapareciera, como si lo secara el desierto, como si desembocara en la nada, o en un letrero de madera con el nombre de la vieja hacienda pintado en su superficie. «Si es que todavía sigue ahí», me aclaró. Le arrojé las últimas monedas que tenía. El hombre tardó en reaccionar y las monedas cayeron en la tierra dura y seca causando primero la curiosidad y después la frustración de las gallinas hambrientas.

Los abracé, les deseé suerte y les dije que contaban conmigo para lo que quisieran. Puro pinche cliché. Se les veía en los ojos las ganas que tenían de salir corriendo y no mirar para atrás. Y se fueron, así nomás, como esclavos escapando hacia la libertad.

¿A dónde vas cuando ya no tienes a dónde ir? ¿A dónde vas cuándo tu esposa y tus hijos te abandonan? De joven, solía girar mi globo terráqueo y lo detenía con la punta de un dedo señalando algún lugar del mundo. Me imaginaba viajando a ese lugar exótico y desconocido y viviendo miles de aventuras a lo Indiana Jones. Pero ya no tenía aquel globo, mis sueños dormitaban en la indiferencia y mis recursos eran escasos. Así que colgué un mapa de México en la pared de mi estudio y, con los ojos cerrados, aventé un dardo. Cayó en un nombre que me dio un atisbo de esperanza: Buenaventura, en Chihuahua. Pensé que el destino me daba una última oportunidad, y decidí empacar una maleta, subirme al coche e iniciar la travesía.

Ahora me doy cuenta que lo que el destino me ofrecía no era una esperanza sino una analogía irónica. Buenaventura prometía ser el inicio de algo nuevo, pero resultó ser el final de todo: un lugar seco, solitario, silencioso.

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