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Notas del editor

Raúl Solís

Cuando eres niño y te preguntan qué quieres ser de grande, las opciones, casi siempre, se reducen a las profesiones más reconocidas o a los oficios del servicio. Esto es: desde doctores, abogados o arquitectos, hasta policía, bombero o vendedor de alguna clase. No en todos los casos sucede esto, pero al menos en el mío fue así. Nunca me plantearon la posibilidad de dedicarme a la pintura, la fotografía o a la literatura, a pesar de que en mi casa los libros fueron parte del escenario cotidiano. Recuerdo haber visto a mi madre leyendo o escuchando música en casa. Sin embargo, tampoco se me ofreció la posibilidad de dedicarme seriamente a la música. Fue como si el arte estuviera reservado para otros, o como si esos otros lo hicieran como un pasatiempo: nada serio, pues. A mi hermano le truncaron sus aspiraciones musicales en aras de convertirlo en un «hombre de provecho». Conmigo no fue diferente, aunque mi empecinamiento con la literatura fue mayor, o más bien: persistente.

Como señalé al principio, nadie te dice que puedes dedicarte al arte de forma seria, y menos cuando provienes de la marginalidad. Nadie sensato, quiero decir. Y si nadie te dice que puedes dedicarte a escribir ficciones, mucho menos te dirán que podrías ser un editor literario. En ambos casos, es algo que descubres por cuenta propia. Y al igual que con la escritura, la mejor manera aprender a ser un editor es empezar a serlo de una vez.

Me explico.

Una persona que desea escribir podrá encontrar recomendaciones de otros escritores sobre técnicas, consejos para estimular la creatividad o incluso reglamentos disciplinarios para conseguir una meta que, en algunos casos, podrían ser útiles. También hay carreras universitarias, conferencias magistrales, manuales y talleres literarios que también pueden ser muy útiles para desarrollar ciertas habilidades. La oferta es, como se ve, amplia, pero ninguna es suficiente por sí misma, ya que requiere del factor fundamental: la voluntad y el compromiso de quien desea y pretende escribir ficciones. Eso, y el impulso creativo, son las únicas cosas que no pueden «enseñarse».

Como señalé al principio, nadie te dice que puedes dedicarte al arte de forma seria, y menos cuando provienes de la marginalidad. Nadie sensato, quiero decir. Y si nadie te dice que puedes dedicarte a escribir ficciones, mucho menos te dirán que podrías ser un editor literario. En ambos casos, es algo que descubres por cuenta propia.

El impulso creativo es lo que te lleva a crear algo: una «voz» que te llama desde dentro, una necesidad que te empuja a hacerlo. No es nada sobrenatural: a algunos les nace ayudar a otros y se vuelven excelentes paramédicos, por ejemplo; otros, necesitan «decir» algo y no encuentran mejor forma de hacerlo que escribiéndolo. Nadie te exige que lo hagas, como redactar un reporte mensual de ventas o elaborar un presupuesto de gastos. Es algo propio. Y el compromiso es lo que te hace tomarlo en serio (no confundirlo con el compromiso intelectual con un dogma).

De un modo similar a las opciones que tiene un escritor, aunque con mucha menor oferta, hay cursos o manuales muy útiles para formarse como editor literario y carreras universitarias que facilitarán la labor editorial. Pero ni aun con eso se le puede enseñar (o dicho de otro modo: educar) a alguien a ser un buen editor como sí se puede, por ejemplo, formar abogados, médicos o economistas de excelencia. Claro: también es importante la vocación de quien estudia. Todo mundo conoce a alguien que estudió una carrera universitaria por cualquier razón excepto porque era lo que quería hacer. Pero esto es materia de otra conversación.

El editor literario no es solo un publicador de libros. Tampoco es un mero recolector de textos, ni el revisor que se limita a ponerle una coma o una tilde al texto con el que está trabajando. Eso puede hacerlo prácticamente cualquiera. Basta con echarle un vistazo a las revistas y libros publicados que hay en la internet, con sus párrafos de redacciones deficientes, en la selección de obras de dudosa credibilidad, en los yerros tipográficos que saltan a la vista. Esto es lo esperado entre los que deciden dedicarse a escribir. Ese es su oficio: escribir. Por lo tanto, es probable que el escritor no repare en ese tipo de detalles porque su trabajo está terminado una vez que pone el punto final. Los escritores meticulosos y serios tratarán de pulir sus escritos hasta donde les sea posible. Pero esto no es suficiente para solventar los problemas ocultos del texto. También hay que decirlo: todos los textos lo tienen, en mayor o menor medida. La clave está en aprender a identificarlos.

Todo mundo conoce a alguien que estudió una carrera universitaria por cualquier razón excepto porque era lo que quería hacer. Pero esto es materia de otra conversación.

Pero, ¿por qué no es suficiente con la revisión del propio autor? ¿Por qué aún pueden persistir estas fallas? Comencemos por señalar lo evidente: porque en su mente, el autor tiene tan clara su obra que para él es obvio que ha dicho todo lo que es preciso decir. Es como acercarse mucho a una estructura que se está construyendo: entre más cerca estés de ella, será casi imposible que puedas detectar un pandeo en los soportes o una falla en la línea del entramado, que si no la corriges, puede venirse abajo. Y esta prisa del propio autor por publicar su obra puede tumbarla fácilmente en el terreno de la opinión y la crítica pública. Porque todo lo que se publica es susceptible a ser criticado, sin importar de dónde venga o quién emita la crítica. Eso hay que saberlo. Luego entraremos en los detalles sobre qué tipo de crítica nos conviene escuchar.

...todo lo que se publica es susceptible a ser criticado, sin importar de dónde venga o quién emita la crítica. Eso hay que saberlo.

Entonces, para sostener al texto, lo mejor que puede hacer el autor es prescindir de la prisa por publicarlo por su cuenta para acercarse a un editor.

Autopublicaciones: libertad creativa o complacencia de la audiencia

Son bien conocidas las historias de los escritores que comenzaron sus carreras de este modo: Proust, Borges, Austen, Poe… Algunos sitios de internet los citan como modelos de motivación para que el autor novel también se publique a sí mismo. Otros, le venden el caramelo envenenado al prometerle que si publica en su sitio va a ganarse mucho dinero, o que incluso podrá convertirse en el próximo hito de la literatura, y usan como ejemplo a otros autores que ya se han hecho millonarios con ellos como para señalar lo fácil que es. Pero esto es, a todas luces, un engaño.

No es que el autor novel no sea o pueda ser un gran escritor: es que a Poe, Austen, Borges o Proust nadie les prometió la inmortalidad (y algunos millones) si se autopublicaban, así como tampoco publicaron sus primeros escritos, aunque se tratara de su primera obra. Todos ellos fueron escritores disciplinados que se formaron a sí mismos (y muy seguramente también con la ayuda de otros). Eran artistas en ciernes germinando en un cultivo rico: entre pintores, músicos, filósofos y científicos de vanguardia. Algunos publicaron antes en revistas literarias. Es decir: tuvieron contacto previo con un editor. Estaban, pues, preparándose con los recursos intelectuales que tenían a su alcance antes de publicar sus obras.

Pero eso también es materia de otra conversación. Volvamos a la nuestra.

Las plataformas virtuales de autopublicación que le ofrecen a los autores vender sus obras directamente a los lectores sin el molesto paso de la revisión editorial son tan populares como falsas sus promesas, y no es porque la autopublicación sea indeseable, como ya he dicho, sino porque minimizan y desechan una figura clave: al editor literario. Es más: lo estigmatizan.

Sin embargo, el editor no es «un problema que se pueda evitar». Al contrario: puede ser una catapulta. Las plataformas virtuales permiten que se publique casi cualquier cosa (algunas tienen sus lineamientos vagos, ambiguos o de corrección política) sin ningún otro filtro de calidad más que el criterio de sus usuarios; incluso, son aceptados los textos con errores ortográficos, sintácticos y hasta tipográficos. Lo importante aquí es que el producto le guste al lector. ¿Y cómo se puede saber? Por la interacción o reacciones de aprobación de los mismos usuarios de la plataforma, que van con una idea de lo que quieren leer. Es el nuevo «aplausómetro» que dicta hacia dónde van o deberían ir las obras. Mientras más aplaudido sea lo que publicas, más dinero ganas. Es la dictadura de la demanda: compláceme, dice el lector de estas plataformas que, además, está perdiendo el criterio. Y no lo digo subido en un escalón de «superioridad intelectual» ni tampoco me lo invento: las mediciones de comprensión lectora y de retención del aprendizaje en todos los niveles y a nivel mundial están allí para sustentarlo (una buena puerta de entrada para descubrirlo es el minidocumental de la DW, el canal público de Alemania: «¿Por qué somos cada vez más tontos?», disponible en YouTube). Así que el escritor de estas plataformas escribe nuevamente, pero ahora con una consigna (auto)impuesta: la popularidad mercantil.

Lo importante aquí es que el producto le guste al lector. ¿Y cómo se puede saber? Por la interacción o reacciones de aprobación de los mismos usuarios de la plataforma, que van con una idea de lo que quieren leer. Es el nuevo «aplausómetro» que dicta hacia dónde van o deberían ir las obras. Mientras más aplaudido sea lo que publicas, más dinero ganas. Es la dictadura de la demanda: compláceme, dice el lector de estas plataformas que, además, está perdiendo el criterio.

De vuelta al editor

Tal vez debí haber comenzado por aventurar una breve y escueta introducción sobre el oficio del editor. En términos generales, podría decirse que es un «lector especializado»: uno que ha afinado el ojo y el criterio, y que es capaz de reconocer un texto valioso y los conflictos de otro que para otro lector, uno «aficionado», digamos, pasarían inadvertidos. Luego, están las actividades creativas que desempeña: como formar (el legendario editor Roberto Calasso hizo énfasis, y con razón, en esta palabra, ya que el editor, efectivamente, le da «forma» a la obra de los autores) textos, concebir colecciones, seleccionar a los autores que las conformarán, así como elegir los formatos más convenientes para publicar, entre otras cosas. Ya hablaremos de eso después. Por ahora, quedémonos hasta aquí.

Entonces, si el editor es un lector crítico y especializado, ¿cuál es el problema? ¿Por qué rehuirlo? Su primera labor será, pues, leer con detenimiento un texto. Luego, deberá ser capaz de señalar los errores evidentes, sí, pero también los de origen o desarrollo. El editor puede (¡y debe!) ayudarle al autor a descubrir los lados flacos de su texto, las contradicciones e inconsistencias. Pero no lo hará para impedirle que realice su ilusión de publicar, sino para afinar su creación. O como le digo a los autores con los que he trabajado y que han publicado en esta revista: es para ofrecerle al lector la mejor versión del texto.

Aquí yo hago el énfasis en «afinar». Piensa en lo inconveniente que sería escuchar un piano mal afinado en la sonata «Claro de luna», de Beethoven, o en la voz desentonada de María Callas en la ópera. Piensa, pues, en cualquier pieza musical que prefieras y verás el resultado. Aunque ya veo venir también las protestas y los ejemplos donde lo desafinado es lo característico en una obra, como en la de los jazzistas Thelonious Monk y Ornett Coleman, o en la forma de cantar de João Gilberto, que respondió cantando una pieza con ese nombre: «Desafinado», y en cierta medida tendrían razón. Pero allí estamos hablando de originalidad, personalidad y genio creativo.

Eso es, evidentemente, materia de otra conversación. Volvamos al nuestro.

Entonces, si el editor es un lector crítico y especializado, ¿cuál es el problema? ¿Por qué rehuirlo? Su primera labor será, pues, leer con detenimiento un texto. Luego, deberá ser capaz de señalar los errores evidentes, sí, pero también los de origen o desarrollo.

Del mismo modo que el escritor se forja escribiendo y corrigiendo su propia obra, y leyendo a otros, el editor se hace a sí mismo leyendo con una mirada cada vez más aguda. Y para conseguirlo, es imprescindible que posea un amplio bagaje cultural, empezando por el conocimiento de su lengua y las posibilidades que el idioma le da, para evitar deslices o malos entendidos: las construcciones, vicios o confusiones (como cuando usamos una palabra pensando que significa una cosa cuando es otra; o bien, las de los dogmas), ya que el trabajo del editor (y el del escritor) es tratar con las ideas solo a través del texto.

Octavio Paz, que además de poeta y ensayista también fue editor de revistas, escribió que «las palabras están henchidas de significaciones ambiguas y hasta contradictorias», y que al usarlas hay que «esclarecerlas» para hacerlas «verdaderos instrumentos» —y no «aproximaciones»— de nuestra forma de pensar. Es por eso que el editor no puede ser displicente con los argumentos simplones, pensados para vender, o los falaces y alienados de los dogmas que se usan para agradar. La obra literaria no es ni puede ser buena o mala solo por su tema o postura política. El editor debe saberlo y tener criterios más consistentes que estos para evaluar un texto.

Del mismo modo que el escritor se forja escribiendo y corrigiendo su propia obra, y leyendo a otros, el editor se hace a sí mismo leyendo con una mirada cada vez más aguda. Y para conseguirlo, es imprescindible que posea un amplio bagaje cultural, empezando por el conocimiento de su lengua y las posibilidades que el idioma le da, para evitar deslices o malos entendidos...

El editor también necesita poseer un repertorio amplio de conocimientos. No solo literatura: también debe leer filosofía, poesía, ensayo literario y político, artículos científicos e históricos, y saber apreciar los recursos de las otras expresiones del arte, porque no sabe con exactitud de dónde provendrá la ayuda que su autor necesitará para resolver sus disyuntivas o dilemas.

Y para terminar: el editor debe saber comunicarle al autor sus apreciaciones, así como saber desistir cuando no encuentra en el otro la disposición a dialogar. También es importante que el editor entienda una obra y sepa interpretarla para que evite tratar de rehacerla a su gusto o conveniencia.

En la literatura, y en el arte en general, la crítica es fundamental (pero hay que saber escucharla y aprender a emitirla), y como editor hay que asentar que el único fin es en beneficio de la obra. Donde no hay crítica, no hay aprendizaje. Y donde no hay aprendizaje, el aplausómetro dará la medida de lo aceptable.

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