10 minute read

Pasos de esperanza

Erika Castillo

He sentido la cadencia del caminar en la montaña desde que estaba en el vientre de mi mamá; después, la acompañé en sus andanzas sobre su espalda, envuelta en la quemaca, el rebozo de lana de oveja que me protegió del frío. Cuando aprendí a caminar, me tocó seguirla. Ella me indicaba el camino, guiaba mis pasos. ¡Cómo desearía verla hoy andar frente a mí!

Inicié mi viaje desde antes que Rayénari se levantara, clareando el día con su luz, y continuaré hasta que se ponga tras las montañas. Para alcanzar los sueños es preciso llegar hasta donde ellos se encuentran; aunque los míos estaban aquí, en las montañas que voy dejando atrás, en la casa de piedra y madera que fue el hogar de mi familia desde que mi abuelo encontró la cueva en lo alto de la colina y la convirtió en el hogar que vería crecer a su descendencia. Hoy, la casa está vacía. Los trastos, las cucharas de madera, se han quedado colgados en la pared testigos de que allí la felicidad vivió alguna vez.

El viento se lleva lejos el humo del fogón; aún están vivas algunas brasas que anoche alimenté por última vez.

***

Ser mujer no es fácil en este mundo lleno de estereotipos, pero ser mujer rarámuri es a la vez una bendición y un suplicio. Yo tuve suerte: mi papá me enseñó el idioma de los chabochi, los hombres blancos con barbas largas, que habitaron nuestra tierra desde los tiempos antiguos. «Para que no te hagan tonta», me decía. «Si tenemos que compartir con ellos nuestra tierra, hablaremos su idioma para protegerla», me lo recordaba siempre que caminábamos por las montañas. Mi mamá me transmitió las costumbres de nuestros ancestros; me mostró también cómo no quedarme de brazos cruzados cuando algo era injusto. Ella siempre luchó por la igualdad. Por eso, cuando la eligieron Siríame, la gobernadora de la comunidad, mi papá fue el primero en levantar la mano para apoyarla; sabía que cuidaría de todos así como cuidaba a nuestra familia.

Por eso tengo que seguir caminando: porque ahora soy yo la que cuida de la familia. Ahora es mi turno de guiar sus pasos.

***

Mi hermanita Ariché me mira con los ojos llenos de dolor sin saber qué decirme. Yo tampoco encuentro palabras, por eso sonrío y le agarro la mano. No hay manera de explicar lo que habita mi corazón. El sonido de mis akakas al tocar el suelo me tranquiliza. Correr es lo que me hace sentir viva; luchar por mi vida me hace correr. Ariché me sigue; a sus cuatro años ella debería estar jugando en la casa y trepando los árboles, pero la vida le ha puesto una prueba dura de afrontar. No obstante, no está sola, nunca lo estará.

Ser mujer no es fácil en este mundo lleno de estereotipos, pero ser mujer rarámuri es a la vez una bendición y un suplicio.

El viento juega con mis cabellos despidiéndose de mí; sabe que extrañaré mis montañas. Sabe que aquí se queda mi corazón.

Recuerdo la primera vez que subí a la colina donde se pone el sol:

―Allá vive Bajicháhuari ―me decía papá señalando el lugar donde nace el viento―, y allá es donde Onorúame, el Creador, le habla del amor que tiene por todos nosotros, y le pide que nos lo traiga.

―¿Cuándo podré subir allá, papá? le preguntaba.

―Todavía no es tiempo, mija ―respondía mirando hacia arriba.

***

Una mañana me despertó muy temprano, y me hizo señas para que no despertara a mamá.

―Ariché estuvo inquieta toda la noche ―me dijo cuando estuvimos afuera de la casa―. Dejemos dormir a tu mamá y a la bebe.

Se amarró su vieja koyera a la cabeza y me sonrió. Caminamos largo rato hasta llegar a la colina donde se ponía el sol.

―Marcelina, hoy subirás a escuchar al viento.

Emocionada, lo abracé.

―¡Yo voy por delante, papá!

―No. Irás sola ―me dijo muy serio―. Es tu deber. Yo te esperaré aquí hasta que regreses.

Tragué saliva y miré la montaña. Sentí miedo. A mis seis años nunca había caminado sola. Esa era mi oportunidad de conquistarla.

La subida no fue fácil: las piedras resbalosas y los caminos cerrados fueron retos que, después de un rato, aprendí a superar. La montaña me hablaba y yo estaba aprendiendo a escucharla.

Cuando llegué a la parte más alta, las manos me sudaban y mi corazón latía fuerte de alegría; me senté en una piedra para escuchar la vida desde arriba. Estaba en compañía de Bajicháhuari, al fin. Pude ver al águila volar en círculos; observé cómo los árboles, siendo testigos de la vida de los hombres, soportaban pacientemente el sufrimiento de sus hermanos que caían bajo las garras de las máquinas del aserradero. Sentí la vida de la Sierra Madre en mi alma cuando el viento me dijo:

―Nunca dejes de correr, hija rarámuri.

Es por eso que hoy me duele el corazón por dejar esta tierra. No sé si esta será mi última carrera, ni si podré volver a correr entre los árboles con el viento como compañía.

***

―Vamos a descansar, Marcelina, por favor ―la voz de Ariché me saca de mis pensamientos. Más adelante, teweke`•. Resiste otro poco.

Después de caminar un rato encontramos un árbol grande, y nos sentamos a su sombra a comer lo que habíamos traído de casa.

―¿Adonde vamos también habrá tortillas como estas? ―me pregunta mi hermanita con palabras entrecortadas.

―¡Claro! Yo voy a hacerlas para ti ―le prometo rogándole a Papá Dios que me ayude a cumplir mi palabra.

Terminamos nuestros taquitos de frijoles con tortillas de maíz y tomamos el pinole que nos quedaba.

―Listo, Ariché ―dije, sonriendo―. ¡A que llego primero adonde están aquellos pinos altos!

Eché a correr como si en cada paso que daba pudiera dejar atrás el dolor que me estaba corroyendo.

Llegamos a los pinos altos donde encontramos una pequeña cueva. Estaba limpia. Era un buen lugar para pasar la noche, por lo que juntamos varas secas para hacer fuego. Ariché y yo nos acurrucamos envueltas en mi quemaca. Y así, sintiendo nuestros corazones latir al compás, vimos aparecer a las estrellas.

No sé qué tanto vio Ariché esa noche, no me ha querido decir nada, pero llora cuando duerme. Al menos ella duerme; a mí, los recuerdos de ese día me quitan el sueño. Como un visitante voraz, Betébachi y sus sombras del pasado están conmigo aquí, ahora.

Cuando llegué a la parte más alta, las manos me sudaban y mi corazón latía fuerte de alegría; me senté en una piedra para escuchar la vida desde arriba. Estaba en compañía de Bajicháhuari, al fin. Pude ver al águila volar en círculos; observé cómo los árboles, siendo testigos de la vida de los hombres, soportaban pacientemente el sufrimiento de sus hermanos que caían bajo las garras de las máquinas del aserradero. Sentí la vida de la Sierra Madre en mi alma cuando el viento me dijo: ―Nunca dejes de correr, hija rarámuri.

La luz cálida del fuego se reflejaba en la cabellera negra de mi hermanita; mientras acariciaba su frente, los recuerdos se apoderaron de mí, nítidos, como si estuviera sucediendo otra vez esa noche desolada.

Mamá estaba haciendo tortillas; preparaba la cena para cuando llegara papá. Ariché y yo jugábamos afuera; sé que a mis diez años ya no estoy para juegos, pero me gusta pasar tiempo con ella. Veíamos al sol pintar las montañas de colores aterciopelados haciéndolas lucir más hermosas; a lo lejos, vimos que papá venía corriendo, por lo que decidimos escondernos para darle un buen susto. Ariché escogió subirse al árbol: era el mejor lugar para emboscarlo; yo me escondí detrás de un arbusto para complementar nuestro plan.

Lo que nunca imaginamos era que papá venía preocupado. Quería avisarnos que unos hombres venían tras de él.

Me di cuenta de eso más tarde.

Cuando papá llegó a la casa, llamó a gritos a mamá, que salió asustada a preguntarle qué sucedía:

―Los chabochi encapuchados llegaron a la milpa; me pidieron que les ayudara con su cosecha. Me negué. Me amenazaron. Tenemos que irnos de aquí ―dijo con voz temblorosa por el miedo.

Mamá, presurosa, nos llamó a gritos. Yo salí del arbusto, pero Ariché no bajó del árbol. Creo que fue mejor así.

―Prepara tus cosas y busca a tu hermana ―me ordenó papá.

Entré a la casa para preparar mi morral, cuando escuché una voz afuera:

―¿Ya lo pensaste mejor? Nos vas a ayudar, ¿verdad?

Yo me quedé escondida tras la ventana, observando. El miedo me impidió moverme.

―Nunca haré lo que me piden ―respondió papá.

―¡Váyanse! ―dijo mamá en tono suplicante.

Fue entonces que los encapuchados comenzaron a discutir con papá. Uno de ellos le apuntó con un rifle muy largo a mamá. No sé bien cómo pasó, pero vi caer a mamá cuando un ruido muy fuerte tronó. Papá gritó y golpeó al hombre del rifle. De pronto, volvió a tronar.

Papá cayó al piso. Vi como su camisa se manchaba de sangre; el hombre que estaba a su lado lo pateó varias veces, pero papá ya no se movió. Vivir en las montañas tiene sus peligros, pero esa clase la violencia no la tenían ni los lobos cuando cazan a sus presas. Entonces, me metí bajo la cama; el miedo me hizo quedarme quieta. Cerré los ojos. Esperé.

Los encapuchados se fueron después de un rato. Salí de mi escondite para encontrarme con los cuerpos ensangrentados de mis padres: la vida los había abandonado. Me senté sin poder entender qué había pasado, ¡por qué había pasado! De pronto, me acordé que Ariché estaba en el árbol. Fui rápido hacia allá; la encontré sentada mirando al vacío.

Abracé fuerte a mi hermanita sin saber qué decirle o qué debía hacer. Después de un rato, llegó el Owirúame, el chamán. Observó los cuerpos de mis padres moviendo los labios para orar.

―Tendrás que hacer una carrera muy larga, Marcelina ―me dijo―. Con ella darás paz a los ariwa de tus padres, pero también para alcanzar tu libertad y la de tu hermana. Correrás para vivir.

Vivir en las montañas tiene sus peligros, pero esa clase la violencia no la tenían ni los lobos cuando cazan a sus presas.

***

Es por eso que estoy aquí. Mis pasos han abierto los cielos a las almas de mis padres. Como lo dicta la costumbre, mi pueblo hace una carrera de varios días para ayudar a los ariwas de quienes han dejado este mundo para llegar al siguiente. Pero esta vez la costumbre cambió. La carrera la hacemos solo Ariché y yo. Y no volveremos a casa. Hemos dejado atrás todo lo que conocimos y amamos.

Aún recuerdo las palabras de mi mamá. Un día me habló de un grupo de mujeres rarámuri que vivían en la ciudad. «Si alguna vez tienes problemas, ve con ellas; sabrán lo que hay que hacer».

Tengo que encontrar a esas mujeres que hicieron la misma carrera que nosotras. Ellas nos ayudarán.

***

El sol se está levantando otra vez, puedo verlo iluminar la serranía con colores hermosos, iguales a los del arcoíris. Observo a los árboles que se estiran para alcanzar el cielo; mi corazón está con ellos.

Esta cueva me ha dado el descanso que mi cuerpo necesitaba. Ha sido Nararachi, el lugar donde llorar.

Despierto a Ariché. Preparamos nuestras cosas.

Es hora de seguir.

―¿Falta mucho? ―pregunta angustiada mi hermanita.

―Ya mero llegamos ―le respondo con una sonrisa.

Emprendemos el camino con el amanecer. Caminamos entre los árboles sembrando una protesta a cada paso, una súplica por nuestro hogar.

Nos alejaremos de aquí, pero nunca nos iremos.

La sierra madre está en nuestro corazón y algún día volveremos.

Mientras haya rarámuris corriendo, hay esperanza.

• Mi niña.

Encuentra el ejemplar de este número en: cuentistica.mercadoshops.com.mx

Encuentra el ejemplar de este número en: cuentistica.mercadoshops.com.mx

This article is from: