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Tormenta

Olivia Guarneros

El autobús patina sobre la calle mojada y cae con estrépito en un bache. Todos despiertan sobresaltados. Imaginan lo que pasó. El chofer da un volantazo y acelera. Un reclamo generalizado se acuña en la voz de Humberto.

―¡Ora, pendejo, si no traes animales!

Algunos pasajeros se ríen. Otros recargan la cabeza en el cristal de la ventanilla tratando de dormir. Las escasas mujeres abrazan sus pertenencias sobre las piernas, y no pegan el ojo. Maribel trata de no voltear, pero mira con discreción hacia el lugar de donde vino el reclamo. Percibe un movimiento obsceno: con una mirada socarrona, Humberto pone la mano sobre el miembro como para que vea lo que tiene «para cualquier vieja».

«¡Como si no supieras que es como todas! ¡Una zorra! ¡Bien que te daría el culo!»

Llueve, pero pronto caerá una tormenta.

Aunque las ventanillas están cerradas, un olor nauseabundo llena el interior del autobús. Humberto se tapa la nariz. Los demás pasajeros dormitan o se aíslan en sus teléfonos. Se han resignado a la peste.

Es el río. El pinche río repleto de mierda, con su olor a pedo, a carne podrida. Como si no fuera suficiente con vivir hasta el quinto infierno, también tienes que respirar ese olor a muerto después de partirte el lomo todo el día.

Todavía falta un buen tramo para que algunos pasajeros comiencen a bajar. Y esta noche no solo comienza a caerse el cielo con furia; ya sopla un viento voraz que azota los cables de luz contra las ramas de los árboles.

Es el río. El pinche río repleto de mierda, con su olor a pedo, a carne podrida. Como si no fuera suficiente con vivir hasta el quinto infierno, también tienes que respirar ese olor a muerto después de partirte el lomo todo el día.

El autobús disminuye la velocidad cuando aparecen las primeras casas; entra al pueblo, y si el chofer se descuida, derrapará por el camino de terracería que, anegado, es un lodazal.

La lluvia se desparrama en un fragor arrítmico. La humedad invade los huesos. Un frío vehemente levanta uno a uno los gruesos vellos de los brazos de Humberto, que advierte la presencia de alguien: una sombra fugaz. Atento, mira lo que se escabulle. Parece la cabellera de una mujer.

«Te recordó a Susana, no te hagas. Desde que la viste, supiste bien lo que querías. Que era hija de una mala mujer, razón suficiente. Que nunca fue a la escuela, por eso mismo. Tu padre te enseñó que “para caminar, hay que aprender a gatear”, y esa gata por lo menos sirvió para quitarte la comezón».

Se frota la piel; pero un escalofrío le recorre la espalda y sube por su vértebra hasta las cervicales. Mueve la cabeza tratando de deshacerse del estupor en el cuerpo.

«¡Ora! ¿Qué te pasa? No me digas que te dio remordimiento. Si nomás te la cogiste entre los maizales pa que alguien le hiciera el favor. ¿Te acuerdas de su cara cuando se la dejaste ir toda? ¿Cómo quiso gritar y tuviste que darle un par de putazos? Como si no hubiera querido, la pendeja. Por eso se la ensartaste por el culito. Si ya te había dado la panocha, ¡qué más daba el culo!»

Algunos pasajeros piden la parada. El aguacero no amaina. Cuando bajan por la puerta trasera, echan a correr por la calle, como si eso les sirviera para no mojarse.

Humberto presiente una silueta oculta entre los callejones. Es la efigie de una mujer; el filo de un vestido vaporoso. Unas piernas atléticas que se pierden entre los charcos.

«Recuerdas a la Amelia, la de la secundaria, cómo se te arrejuntaba en los recreos. Ponía su cara de mustia cuando te restregaba las chichis por la espalda. Por eso te la cogiste ahí, en el salón de la banda de guerra; para eso eras el encargado de las llaves. Te salió como todas. Quesque era su primera vez, quesque estaba enamorada. ¡Puras mamadas! La pusiste de espaldas y le bajaste los calzones. Era lo que buscaba. Le metiste la verga aunque te dijo que no: “Espérate, así no”. Para qué anduvo de rogona. Después, salió con que estaba panzona. ¡Con esas chingaderas a otro! Si te había dado las nalgas a ti, seguro que a veinte más. Quién sabe qué madres hizo pero escupió al chamaco. Cuando su mamá quiso reclamarte pusiste a la pinche ñora en su lugar. “Si su hija fuera decente no habría abierto las piernas”. Con tus cuates echabas de habladas: “Me mamaba la verga bien machín”».

Maribel se frota las manos, nerviosa. No es solo el aguacero. Ella baja dos paradas antes que Humberto, y le aterra que la siga. Sabe de lo que son capaces los hombres, sobre todo aquel, cuya fama conoce bien. Su madre no podrá esperarla hoy en la parada. Rola en la fábrica el tercer turno. Inquieta, se prepara. Debe correr a toda prisa en cuanto baje. Lleva las llaves enganchadas entre los dedos, como si fueran navajas. Humberto siente algo en el hombro. Voltea con rapidez y ve de reojo un fulgor en el camino. Un olor a azahares se prende a su nariz. Es el perfume que usaba su esposa.

«¡Pinche, Lupe! No te acuerdes de ella, cabrón. Como si no te bastara con lo que te hizo la pendeja, la más jija de todas. Mira que salirte con que le debías respeto por ser tu mujer. ¡A esa sí la agarraste virgencita de todo! La montabas por las noches y ni se movía. Tiesa, tiesa, esperaba que todo lo hiciera su hombre, como una mujercita decente. Quizás si la regaste cuando le metiste la verga como lo hacías con las putas. A lo mejor por eso lloraba después de que la obligaste a darte el culo, y lloraba por sus calzones manchados de semen y heces. Apenas llegabas del trabajo, te servía la cena y se iba a dormir, pa que no la molestaras “con tus cosas”. Lo que más te excitaba era ponerle la mano en el pescuezo y apretar y apretar hasta que se desmayaba. ¡Sí que te estrujaba, la cabrona! Nada de guangueces. Una panocha apretada, como debía ser. La noche que te cachó viendo porno donde se cogían a unas morritas, malpensó de ti y se llevó a tu hija. ¡Pinche Lupe! Aunque te aburría por mojigata, pero ¿quién más te atendía retebién por tenerla de mantenida?»

Maribel se frota las manos, nerviosa. No es solo el aguacero. Ella baja dos paradas antes que Humberto, y le aterra que la siga. Sabe de lo que son capaces los hombres, sobre todo aquel, cuya fama conoce bien.

Humberto esconde la mano en el pantalón. Escudriña a Maribel y se frota el miembro. No quiere dejar de hacerlo, pero tiene los dedos congelados. Un frío glacial le impide continuar toqueteándose.

El autobús salta en cada tramo. El chofer no despega los ojos del camino. La lluvia se confabula contra el camión. Maribel se levanta de su asiento para bajar en la siguiente parada. Toca el timbre presta a emprender la carrera. Humberto se asoma por la ventanilla para mirar el salto. Quiere ver cómo se estiran esas piernas revelando unas nalgas torneadas. Cuando Maribel desciende, Humberto se levanta y grita «¡bajan!». El camión sigue avanzando. Desesperado, oprime el timbre gritándole al chofer.

―¡Ora, pinche sordo! ¿Qué no oíste? ¡Que bajan!

Maribel apenas ha recorrido unos metros. Sin detener el paso, voltea. La invade un terror que ya ha sentido antes. Un par de meses atrás, cuando caminaba sola por un callejón, Humberto la palmeó en las nalgas. Ni siquiera intentó reclamarle. Huyó del lugar para no darle oportunidad de forzarla. Esta noche trota tan rápido como la lluvia y el viento se lo permiten. Casi corre. Faltan varias calles para que llegue a su casa, y por el pánico que experimenta puede oír cómo le retumba la sangre en las sienes.

Humberto baja del camión y corre tras ella. Sabe dónde vive, y hoy no tendrá una mejor oportunidad que esta.

Sin detener el paso, voltea. La invade un terror que ya ha sentido antes.

Maribel también echa a correr en cuanto escucha a sus espaldas el estruendo de los pasos estrellándose contra los charcos. El aguacero apenas le permite ver, pero no está dispuesta a detenerse. Siente que las entrañas van a salírsele por la boca.

«Quiere jugar. Eso te sacas por ir tras las morritas. ¡Y vaya que es rápida! ¡Ni aunque vas diario al gimnasio puedes contra la juventud, cabrón! Mira como menea las caderas. De seguro le van brincando las chichis. ¡Apúrate! ¡Que no te gane la puta escuincla! Si la alcanzas, la tumbas por ahí y te das gusto. ¡Por el culito, pa que sepa quién manda!»

Un olor oscuro a tierra y lodo se levanta en la calle. El aguacero amaina, pero el viento gélido pega las ropas al cuerpo obligándola a castañear los dientes. Las carnes resienten el frío y se ajan en toda su longitud, como si un filo helado las atravesara en cada pliegue. Maribel remonta la ventaja y corre a un ritmo casi frenético con la intención de dejar atrás de una vez a su perseguidor. El chongo atado en la cima de la cabeza se le desparrama sobre los hombros. Humberto mira esa cabellera teñida en tonos blanco, rojo y negro azulado. Parece que la joven flotara. Humberto aligera el paso. Se detiene, azorado. Está confundido. No sabe si es el miedo o el reto lo que le eriza el deseo.

Maribel aprieta el paso y toma un atajo para cortar camino. Atraviesa una construcción en obra negra. Salta la puerta; se la oye escapar por las habitaciones. Humberto no duda: brinca por una de las ventanas. Cree que la encontrará de frente. Da el salto y cae en lo que parece que será una cisterna. Un par de tarimas y polines astillados lo esperan erguidos en el lugar. La madera se abre camino entre los pliegues de sus nalgas; los pasos apresurados de Maribel se alejan del lugar.

El chipichipi silencia los lamentos.

Un olor oscuro a tierra y lodo se levanta en la calle. El aguacero amaina, pero el viento gélido pega las ropas al cuerpo obligándola a castañear los dientes. Las carnes resienten el frío y se ajan en toda su longitud, como si un filo helado las atravesara en cada pliegue.

Humberto ni siquiera se mueve. Un dolor puerperal reverbera en sus entrañas. Como hierro ardiente, o un tatuaje que abrasa en la piel, los huesos, los riñones; un llanto agreste, una súplica de piedad: es el gemir estertoreo de la asfixia. Una quemante tortura se posa en sus testículos y entrañas. Las vísceras regurgitan un sabor a mierda.

El aguacero muta en tromba y su taptap no solo trae abundancia.

***

La borrasca amaina hasta el amanecer. En algunos rincones distantes del vasto mundo, Maribel, Lupe y Susana se desperezan. Despiertan de un sueño perturbador donde sus anhelos parieron una tormenta.

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