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El Panecillo

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Samuel Aldaz

Les habían servido chocolate ambateño cuando el señor William Aston observaba una enigmática y vivaz pintura grabada en la pared. Emanuel Suarez, su guía turístico, notó su curiosidad, y dándole primero un gran sorbo al chocolate caliente recién salido de la cocina del restaurante Dulce Paladar, dijo con su tono sereno:

―Ese es el Panecillo, la colina icónica de nuestra ciudad, Quito.

El extranjero miró fugazmente a Emanuel y volvió, tentado por los colores y la inmensidad de la obra, a observar la pintura. Por un largo instante William no dijo nada. Mientras, Emanuel tomaba su chocolate, que entraba raspando su garganta brindándole un ardor cálido y agradable.

―Tome rápido su chocolate o se le enfriará pronto, y se hará una nata en las orillas.

―¿Es así? ―preguntó el extranjero, ignorando la advertencia de su guía.

―¿Qué cosa?

―El Pandecillo, ¿es así, como este mural?

Emanuel ocultó una sonrisa involuntaria dándole otro sorbo al chocolate. Le divertía escuchar como a muchos extranjeros se les dificultaba pronunciar algunas palabras que para cualquier hispanohablante resultaba como aire del día.

―Pues… es algo parecido.

―Y esa estatua de la punta, ¿es su mujer libertadora?

Emanuel miró de vuelta la pintura. Aquella figura en la punta de la colina era vistosa y alegre por el estilo oleado en que estaba hecho.

―¿Por qué tanta curiosidad por el mural?

―Nunca un lugar me había llamado tanto la atención como este.

―Bueno, si es así, mañana iremos al Panecillo para que lo vea usted. Por ahora, tome su chocolate.

William tomó la taza humeante de barro y, siguiendo los pasos de su guía, sorbió un buen trago de chocolate. Se quemó la lengua y devolvió a la taza la misma cantidad que había bebido. Esta vez Emanuel no pudo retener la risa.

―Vaya, señor, tenga cuidado. El chocolate está hirviendo.

―¡Ah! Pensaba que iba a estar más templado.

―Con este frío, acostumbramos a calentar las cosas hasta el punto en que sentimos que el estómago se nos vuelve una olla en ebullición. Es el mejor remedio.

―¿Cómo? ―espetó el extranjero confundido con la última oración.

―Nada, nada; es solo que aquí calentamos mucho las cosas por el frío.

Luego, William volvió a tomar, pero esta vez tan solo fue un sorbo. Saboreó el dulce néctar café que entró como un cosquilleo en su cuerpo; sintió que el calor se esparcía y sus manos volvían a ponerse cálidas.

―Delicioso ―dijo con un suspiro.

Bebieron con una paciencia mortal disfrutando cada sorbo como si se tratara del último de sus vidas. Al terminar, el guía le preguntó si deseaba algo más, pero William negó.

William volvió a tomar, pero esta vez tan solo fue un sorbo. Saboreó el dulce néctar café que entró como un cosquilleo en su cuerpo; sintió que el calor se esparcía y sus manos volvían a ponerse cálidas.

El lugar se tornó tranquilo; las personas empezaban a salir del local. De nuevo volvió su atención al mural y esta vez fue William quien habló.

―Cuéntame un poco del lugar. Me gusta tener las expectativas altas antes de conocer algo.

Emanuel le sonrió.

Había tratado de eludir el tema para que fuera el extranjero el que sacara sus propias conclusiones cuando conociera el Panecillo, pero sus ojos eran insistentes, así que Emanuel comenzó:

―¿Qué puedo contarle? Como ve, se trata del corazón de Quito, posicionada en la zona exacta donde todo lugareño puede verlo. En la cúspide, como ya ha visto, se encuentra la Virgen de Quito aplastando con pie firme a la serpiente engañosa, y mirando desde siempre al Norte de la ciudad. Se dice que esa parte es bendecida por la buena Virgen, mientras que el Sur quedó marcado por el pecado. También se dice que en la época colonial se erguía allí un templo al sol, donde se escondía el oro de los Incas. Cuentos, como ves.

―Ya… Y, ¿por qué el nombre de Pandecillo?

―Panecillo ―lo corrigió Emanuel―. Bueno, ¿no lo ve? La colina tiene la forma de un pan ―dijo con una risita―. Eso es lo que ve la gente, y lo que vieron los españoles cuando la nombraron así, pero si me lo preguntas a mí, tiene la forma de un sombrero.

―Cierto. ¡Qué maravilloso lugar!

―Sí, es un lugar maravilloso.

De pronto ambos callaron. El extranjero dejó de ver el mural y continuó bebiendo, satisfecho con la información que su guía le había brindado. Pero Emanuel, conquistado por el recuerdo melancólico de su vida y el lugar, continuó mirándolo. Solo que ya no miraba al Panecillo, sino a sus alrededores, pues en aquellas calles fue donde nació su pasión por enseñarle al mundo las maravillas de su país. Recordó cómo le relataba a sus amigos los mitos más extraños que rodeaban su ciudad, mientras comían helado. Llevó al Panecillo a las enamoradas que tuvo con el pretexto de contarles cuán antiguo y misterioso era, esperanzado que las sorprendiera tanto como a él. Solo una de ellas no huyó, y se convirtió en la dueña de su corazón. Y recordó también el momento en que, asombrado, vio a un guía turístico dirigir a mucha gente que, con los ojos llenos de admiración, disfrutaban del espectáculo que era el Panecillo. Fue así que supo lo que quería ser.

El atractivo principal del mural dejó de ser importante y ahora las casas amontonadas en las faldas de la montaña (¡sepa dios cómo!), pintadas de forma exacta a como se las veía en la realidad, empezaron a evocar los sentimientos de admiración y orgullo en el guía. Ahora entendía lo que veía el extranjero; el modo en que el mural fue pintado esparció de gracia el lugar. El verde de los árboles se proclamaba en el retrato con un ímpetu divino. Las calles que subían con sinuosidad alocada agregaban un encanto a la colina. Su cielo, pensó Emanuel, una magnífica representación del cielo original que los quiteños del centro histórico miran con un suspiro: algunos de resignación, por haber dejado la ropa colgada; otros, por las memorias juveniles que llegaban como estampida. Ese cielo, marcado a su izquierda con nubes grises, y a la derecha con su raso azul marino, que endemoniaba a cualquiera que nunca lo hubiera visto, pero que era una costumbre para el que ha vivido allí más de tres años. «El clima de los benditos», pensó Emanuel. Luego se fijó en las aves enigmáticas que volaban sobre la colina, girando en sentido antihorario, resguardando a la virgen. Todo un espectáculo. Una formación natural que fue embellecida por la mano del hombre. El Panecillo, la colina situada en la carita…

―… de dios suspiró Emanuel en su dialecto nativo.

―¿Qué? ―preguntó William, que se acomodaba el gigantesco suéter.

―Es más hermosa de noche, ¿sabes? ―dijo Emanuel, que ahora ignoraba a su acompañante―. Las luces… Desde arriba, toda la ciudad fulgura como un cielo estrellado. Puede ver cada rincón de Quito y husmear en la vida ajena del mundo. Siente que, si cae, se perderá en un espacio brillante. Además, puede sentir mejor el viento ecuatorial de la noche quemando su cara.

Llevó al Panecillo a las enamoradas que tuvo con el pretexto de contarles cuán antiguo y misterioso era, esperanzado que las sorprendiera tanto como a él. Solo una de ellas no huyó, y se convirtió en la dueña de su corazón. Y recordó también el momento en que, asombrado, vio a un guía turístico dirigir a mucha gente que, con los ojos llenos de admiración, disfrutaban del espectáculo que era el Panecillo. Fue así que supo lo que quería ser.

Emanuel se perdió en sus pensamientos. William lo miró a él y luego al mural tratando de imaginar aquella pintura colorida en una noche alumbrada por las luces de la ciudad.

Emanuel ya no dijo más, pero su mirada no se alejó del mural. El extranjero pudo notar una chispa en sus ojos, como si en esas pupilas pudiera ver todo lo que él había recordado. De pronto, el guía despertó; parpadeó un par de veces y rompió ese silencio con una sonrisa agradable:

―También venden un rico canelazo.

―¿Canelazo?

―Es una bebida alcohólica típica de aquí, una preparación de agua hirviendo con canela y panela, y para mantener el cuerpo alegre y astuto, se mezcla bien con las puntas o el aguardiente. Como te dije antes: aquí solemos calentar las cosas hasta dejarlas hirviendo. Pero ahora que saldremos a la noche entenderás por qué.

Emanuel se levantó para pagar por los chocolates ambateños.

Al salir, buscó el auto en el que llegaron, pero fue interrumpido por la exclamación de William.

―¡Mira! ¡Ahí se ve el Panecillo!

El guía giró y observó a lo lejos la colina resplandeciente, con sus luces fantasiosas, buscando la manera de no ser tapada por la niebla.

Emanuel volvió a evocar el pasado y sonrió con cautela, pero William logró verlo.

―¿Tienes recuerdos con el Panecillo?

El guía lo miró sorprendido: no era común escuchar una pregunta así. Luego, como si se tratase de una conversación típica de la región, Emanuel respondió:

―Bueno, aquí todos tenemos una historia con el Panecillo.

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