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Padre

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Tito Herbonnèire

Estoy jodido. Ya está, lo he aceptado. Y ahora, con los malditos alrededor de mí, y con la máquina rasguñando la puerta, sé que no tengo escapatoria.

***

Me había ido bien. Muy bien, dirían algunos.

El cuarto en el que vivo no está nada mal. Tiene espacio para el escritorio y para el colchón, y tiene una ventana que da hacia la avenida. Tengo una buena manta para soportar el frío limeño, y un ventilador decente para afrontar los largos días calurosos. No me ha faltado la comida y dispongo de diez litros de agua más o menos potable para la semana, solo para mí. He podido pagar unas horas de internet cada día, y gracias al mercado negro, hasta he conseguido algunos libros de papel. Entre el trabajo en la panadería y la venta de mis cuentos, he salido adelante.

Intentando ser buen hijo, compartí algo de mis ganancias con mis padres durante casi dos años. Conseguí el respeto de papá. El viejo dejó de quejarse porque me dedicara a escribir y a leer. ¡Qué buena suerte!

No soy Borges ni Quiroga, y estoy lejos de alcanzarlos, lo admito, pero dado el número de lectores y seguidores que tengo en las redes sociales, las revistas literarias comenzaron a fijarse en mí. No me ha ido mal con la antología de relatos que publiqué. La siguen descargando por lo menos una vez a la semana.

El año pasado fui un invitado obligado de algunos eventos literarios a los que pude asistir en persona. ¡Qué buena suerte! Estaba en mi mejor momento. La literatura me dio oportunidades, y las aproveché lo mejor que pude.

Me sentía magnífico. Era un tipo feliz.

***

Gasté muchas horas inventando mundos y excentricidades para mis lectores, y terminé siendo uno de mis atormentados personajes.

¿Qué pensaría Cortázar de mi situación?

***

Mi oído es un asqueroso vientre de roedores.

Cuando el primero de los ratones salió de mi oreja, creí que había aterrizado sobre mí tras haber dado un salto mal direccionado. Sentí un cosquilleo en mi oído, pero fui incapaz de relacionarlo con su aparición.

Me costó creerlo, aun teniendo las pruebas corriendo por el cuarto. Lo insólito me había alcanzado. Es un infierno que yo inauguré; pero no es de fuego, sino suave, escurridizo, pequeño y no para de roer.

La desgracia no tiene prisa, pero es implacable.

***

Cuando apareció el segundo ratón, creí que había subido a mi colchón durante mi descanso. Desperté con el mismo cosquilleo en el oído, la misma sensación de arañazos. Pero seguí negándolo. Ni siquiera me atreví a pensarlo.

Un dolor de oído me atacó antes de que apareciera el tercero. Ese cayó en mi sopa. Presencié sus movimientos frenéticos, y finalmente su calma mortal. Luego, vomité.

Llamé a la empresa exterminadora tras aplastar al cuarto con el palo de la escoba. Estaba reacio a creerlo, pero ya lo pensaba. Sentía las cosquillas, los pequeños rasguños que me daban dolor de cabeza, y luego veía al pequeño ratón bajar por mi cuerpo, pero no lo quería creer. No podía ser real. La empresa envió a uno de sus robots exterminadores. Este escaneó el cuarto y el baño, y concluyó que no había rastros de una posible plaga. Yo le insistí y hasta le grité, pero él se limitó a escuchar mis quejas por las cuatro sabandijas. Al final, se fue sin aceptar la paga y recomendándome una visita al psiquiatra. ¡Malditas máquinas!

Al quinto lo encontré muerto en mi colchón al despertar.

Cuando el sexto roedor acarició mi oreja, ya no pude engañarme. Dejé de contar después del séptimo.

Lloré, pataleé, me quise morir. Luego me aferré a la vida y me obsesioné con matarlos. El palo de la escoba se convirtió en mi compañero fiel. Lo dejaba cerca del colchón cada noche, y lo mantenía conmigo desde que despertaba. No me importó que se le formara una costra de sangre seca. Cuando me nacía un roedor corría tras él, sin pensarlo mucho, para triturarlo con una determinación férrea.

La desgracia no tiene prisa, pero es implacable.

Después de nacer, los primeros se quedaban cerca de mí, explorando con confianza; pero luego, como guiados por un nuevo instinto que les aseguraba que yo era peligroso, todos los que se abrieron paso por mi conducto auditivo externo y saltaron al mundo, corrían para alejarse con una determinación igual a la de su padre. Alcancé a varios, pero no fueron pocos los que lograron escaparse por el umbral de la puerta. Sentía un escalofrío cada vez que los veía estrujarse para huir por esa fina ranura.

***

Los alumbramientos no fueron frecuentes durante los primeros tiempos, uno o dos, máximo tres por semana. Todavía me atrevía a salir de casa. Creo que solo en tres ocasiones me sucedió estando en la calle; pero ahora, y desde hace cinco o seis meses, tengo que lidiar con ellos a diario. Se acabaron los viajes, las fiestas y reuniones virtuales. Sí, incluso lo virtual se me jodió. Dejé de salir y de asomarme a las pantallas. El trabajo en la panadería se acabó.

Seguí vendiendo cuentos, y hasta hoy me han bastado para el cuarto, la comida diaria y el agua; pero para qué sirvió todo eso si al final me volví un prisionero de la desgracia.

***

Nunca se lo conté a nadie. ¿Para qué? Mamá me hubiese dado consuelo, aunque no me creyera; no quise preocuparla. Papá solo iba a arremeter de nuevo contra los libros y mis aficiones. Tampoco he dejado que nadie me visite. ¿Y si nacía uno mientras tenía compañía? Ahora quisiera ver una última vez a mis padres, pero ya no hay tiempo. ¡Qué mala suerte!

Seguí vendiendo cuentos, y hasta hoy me han bastado para el cuarto, la comida diaria y el agua; pero para qué sirvió todo eso si al final me volví un prisionero de la desgracia.

No queda espacio libre en mi cuerpo. Están dentro de mi ropa. Afuera, la máquina sigue con su rasguño inclemente.

***

Con el tiempo me cansé de perseguirlos y matarlos. Ellos se dieron cuenta. El mismo instinto que los alejó de mí, un día les dictó que yo ya no representaba ninguna amenaza. Comenzaron a pasearse con desfachatez por el cuarto, sin temor alguno al palo de la escoba, antes de colarse por debajo de la puerta para ir a hacer su propia vida. Muchas veces me pregunté a dónde irían, qué recodos de la ciudad ensuciaron con sus pequeñas heces parecidas a granos de arroz quemados.

Sé que visitaban a los vecinos. Los gritos de los niños, mujeres y hombres, y el ruido de los escobazos me lo confirmaron hace tiempo. Mis pequeños invasores. Eso fue lo que al final nos trajo a esta situación.

***

Ayer, un hombre calvo y con una prótesis auditiva estuvo aquí para hablarme de una posible plaga en el condominio. Lo atendí desde la ventanilla de la puerta. Quiso comentarme algo sobre una exterminación masiva, pero dejé de escucharlo cuando sentí que tendría otro alumbramiento. Le dije que tenía que ir al baño y que contara conmigo. Cerré la ventanilla y me preparé para el nuevo retoño. Salieron dos a la vez. Gemelos. Eran blanquitos, los primeros blanquitos que parí. Casi sentí cariño al mirarlos, pero asqueado por ese instante de sentimentalismo, descargué un zapatazo sobre uno de ellos. Al otro no lo volví a ver más.

***

El vecino me habló de una máquina aniquiladora de roedores y otras plagas, el último y más sofisticado robot de la empresa exterminadora, una bestia metálica armada con disparadores de rayos y sensores más desarrollados que no dejaban escapar a ninguna alimaña. Esta mañana me mostró, a través de la ventanilla, la boleta de pago por el servicio de la máquina. Había pagado en nombre de todos los inquilinos y estaba recorriendo el condominio para pedir la cantidad de dinero que cada uno se había comprometido a abonar. Le dije que yo no me había comprometido a nada. Puso mala cara. Prometí darle una pequeña colaboración y afirmé que yo no me había quejado de los ratones y no tenía problemas con ellos. Como para sabotear mi aparente indiferencia, un pequeño roedor, otro blanquito, que supuse había nacido esa misma mañana, salió corriendo hacia el exterior. Quizás fue el gemelo de ayer. El viejo saltó asqueado, volvió a mirarme y dijo que quizás era yo quien más necesitaba a la máquina. Me encogí de hombros. Se marchó luego de llamarme tacaño. Cerré la ventanilla y me reí. Miserable, pensé; miserable, eso es lo que soy. ¿Cómo puede quejarse tanto? Ni él ni nadie más anda por ahí pariendo ratones.

***

Me acosté temprano. Estando en la cama escuché los gritos de una mujer en los pisos superiores, y el ruido inconfundible de un disparo. La máquina exterminadora había sido activada. Me reí. ¡Suerte con eso!

Me encogí de hombros. Se marchó luego de llamarme tacaño. Cerré la ventanilla y me reí. Miserable, pensé; miserable, eso es lo que soy. ¿Cómo puede quejarse tanto? Ni él ni nadie más anda por ahí pariendo ratones.

El nacimiento de un ratón me despertó. Lo empujé tan pronto me olfateó el lóbulo de la oreja derecha. Algo me observaba, sentí pequeñas andanzas en mi colchón y escuché los chillidos de mis engendros. Percibí un tímido rasguño del otro lado de la puerta. Me levanté furioso y pisé, con pie descalzo, a un ratón. El ruido de los huesitos rotos por poco me provocó el vómito. Me controlé y seguí caminando. Pisé otro, y otro. ¡Dioses ancestrales! ¿Cuántos habían nacido antes de que despertara? Mis pies estaban pegajosos. Encendí la luz.

No encontré espacios libres para caminar. Mi pequeña habitación está minada. Regresaron los hijos pródigos, los supervivientes.

***

Son demasiados. No recuerdo que fueran tantos. Quizás se reprodujeron y son sus hijos y nietos los que se han sumado al asqueroso ejército invasor. Están formando montañitas, caminan unos sobre otros, me miran y mueven sus bigotitos y sus orejitas. Chillan y pugnan por estar en las cimas de las montañas. Soy una isla en un mar gris y pardo. Algunos se están comiendo los restos de sus hermanos. Mis pies son un asco. El rasguño en la puerta se hace más notorio.

Como invocados por sus hermanos, me brotaron dos ratones más, uno tras otro. Sentí un dolor intenso tras cada nacimiento. Decidí sentarme junto a la puerta y aplasté con mis nalgas a varios de mis odiados bastardos. Algunos quisieron deambular sobre mí, y se los permití.

Me levanté furioso y pisé, con pie descalzo, a un ratón. El ruido de los huesitos rotos por poco me provocó el vómito. Me controlé y seguí caminando. Pisé otro, y otro. ¡Dioses ancestrales! ¿Cuántos habían nacido antes de que despertara? Mis pies estaban pegajosos. Encendí la luz.

Sé que están asustados. Prefieren arriesgarse a estar aquí, con su padre, y no con la máquina horrible que ahora rasca mi puerta con más fuerza. ¡Oiga! El viejo de la oreja biónica toca la puerta, una, dos, tres veces. La máquina ha detectado ratones en su cuarto. ¡Abra! Otro ratón está llegando al mundo. Me siento extraño, mareado. Cuando brota el benjamín lo dejo pasearse por mi rostro junto a sus hermanos. Saben que estoy cansado. Huelen mi hastío. ¡Eh!, ¡abra la puerta!, ¡solo falta su cuarto! Tengo tantos encima que me arropan el cuerpo. Son como un abrigo. Dejo que me cubran. Se meten bajo la ropa, hurgan en mis labios, nariz, ojos y orejas, quizás buscando el lugar de su origen. ¡Abra! Me falta el aire. Soy uno con ellos. No soporto los golpes, no soporto los rasguños, no soporto el mareo. ¡Abra, hombre! Estiro el brazo, un brazo cubierto y mordido por ratones hediondos; tanteo hasta encontrar la manija de la puerta, y la giro.

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