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El ferrocarril

Mario Benavidez Fernández

Los vi aparecer entre las matas del maíz, todos sucios y desarrapados, apenas teniéndose en pie luego de varios días de viaje. Como pude, los acomodé en el patio, en un banco de madera, donde bebieron a sorbos el guarapo que les alcancé en una totuma.

Permanecieron un rato en silencio, con los ojos tristes fijos en el cielo, donde una bandada de gallinazos giraba incesantemente. Después, el más viejo habló. Su voz sonó ronca, gastada. Sus manos arrugadas apretaban un raído sombrero de paja.

«Venimos de lejos, mi don, de ese punto que ve allá en la serranía».

Y señaló con uno de sus largos dedos al horizonte, más allá del río y de las montañas que rodean al pueblo.

«Nos dijeron que por aquí iba el ferrocarril, y que estaban enganchando peones para tender la vía del tren».

Su rostro parecía esculpido en el duro material de las lascas que abundan en los caminos; un rostro de edad indefinida que delataba los años de penuria bajo el sol y bajo la lluvia tratando de arrancarle frutos a una tierra mezquina.

«Apenas nos lo dijeron, bajamos. Pero, señor, bajar de allá es cosa seria».

Y volvió a señalar con su largo dedo aquel punto en el horizonte, como tratando de machacarlo a la distancia.

Su rostro parecía esculpido en el duro material de las lascas que abundan en los caminos; un rostro de edad indefinida que delataba los años de penuria bajo el sol y bajo la lluvia tratando de arrancarle frutos a una tierra mezquina.

«No, no lo puede saber usted. Aquí se vive bien. Tiene su casa, sus gallinas, sus cerdos, supongo que tendrá mujer y que tendrá hijos. Y esas mazorcas, ¡cómo brotan de la tierra! Las vi ahora que veníamos por el camino: así de gordas y tiernas», hizo un gesto uniendo los dedos de las manos.

Los demás callaban. De vez en cuando asentían. Si no eran hijos del viejo, tal vez el sufrimiento había emparejado sus rasgos.

«Quince días con sus noches resbalando por unos roquedales inhóspitos sin otra comida que el puñado de habas tostadas que mi mujer encontró en la alacena. No hay más, me dijo, y le creí porque hacía varias semanas que no dejaba de llover, como si de repente se hubiera roto una fuente en el cielo.

»Cuando nos enteramos que estaban enganchando peones para el ferrocarril saltamos de la dicha. Nos dijeron que la compañía había instalado un campamento en lo profundo del valle, y pensamos: ya están lejos, son muchas leguas de distancia, pero no importa, algún día llegaremos.

»Sí, señor, quince días con sus noches. Hasta se nos murió uno de fiebre. Tuvimos que dejarlo a un lado del camino porque no había con qué enterrarlo. ¿Será por eso que hay tantos gallinazos?», y miró al cielo, a la turba alada que se mecía en círculos tenebrosos sobre el valle.

Traje más guarapo, y como para no faltar a la misericordia calenté unas arepas en la estufa.

Debían haber pasado varios días sin comer pues no les importó que estuvieran quemadas a lado y lado. Se las comieron en un santiamén, masticando ruidosamente.

«No, no lo puede saber usted. Aquí se vive bien. Tiene su casa, sus gallinas, sus cerdos, supongo que tendrá mujer y que tendrá hijos. Y esas mazorcas, ¡cómo brotan de la tierra! Las vi ahora que veníamos por el camino: así de gordas y tiernas».

Envolví unas cuantas mazorcas tiernas en un talego de fique y se las entregué al viejo, que las recibió con alivio. Tal vez pensó que no tendrían que ir lejos, y que les bastarían para lo que quedaba de camino.

―Sí, los del ferrocarril estuvieron aquí, pero eso fue hace seis semanas –comenté–. Trazaron la vía, removieron tierra, hasta sembraron algunos rieles, pero al final se arrepintieron porque no encontraron la manera de superar esos farallones terribles que están en medio del valle. Total, que también fue una decepción para nosotros en el pueblo. Esperábamos mucho de ese ferrocarril: gente, comercio… Ahora tendremos que esperar, como siempre, cada quince días a la mula del correo.

Ninguno del grupo dijo nada. Se miraron las manos, se rascaron la cabeza, tosieron. Solo el viejo fue incapaz de soportar el silencio:

―¡Malditos! ¡Así que es a nosotros a los que esperan! –exclamó blandiendo el puño contra el círculo de gallinazos en el cielo.

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