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WiLfredo sanguineti raymond

Catedrático de Derecho del Trabajo Universidad de Salamanca

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La laboralización de los trabajadores de las plataformas de reparto y sus consecuencias

La actividad de los trabajadores al servicio de plataformas digitales de reparto ha recorrido en España, en menos de un año, el largo camino que va, de su inicial exclusión del espacio de la laboralidad, basada en la opción de las empresas promotoras de este disruptivo modelo de negocio de proceder a su contratación mediante fórmulas de naturaleza civil, a su encuadramiento pleno en el ámbito aplicación del Derecho del Trabajo. El punto de arranque de este proceso vino dado, como sabemos, por la determinación del carácter subordinado y por cuenta ajena de las prestaciones realizadas por estos trabajadores –o, más propiamente, de los criterios que permiten establecer cuándo estas prestaciones pueden ser consideradas constitutivas de un contrato de trabajo- a través de la Sentencia del pleno de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo de 23 de septiembre de 2020. Fue sobre esta base, que el Gobierno se propuso en los meses siguientes elaborar una norma dirigida a conseguir dos objetivos fundamentales: consolidar el avance dado por la jurisprudencia al calificar como laborales esas relaciones y ofrecer un mínimo de garantías laborales ajustadas a las necesidades especiales de dichos trabajadores. El camino elegido, sin embargo, no fue el de la tramitación parlamentaria de un proyecto de ley, sino el más expeditivo de negociar una propuesta con las organizaciones sindicales y empresariales más representativas, con la idea de que el pacto resultante fuera luego recogido en un decreto-ley avalado por razones de extraordinaria y urgente necesidad asociadas a la tutela de los derechos laborales de este colectivo.

El proceso de negociación, que se prolongó entre los meses de octubre de 2020 y marzo de 2021, fue largo y complicado. En particular, debido a la presión de las empresas titulares de las plataformas más importantes, que intentaron que se introdujese en la norma una suerte de “categoría intermedia”, basada en la no apreciación de la presencia de subordinación jurídica, aunque sí de dependencia económica, en el trabajo de los denominados riders, alegando en apoyo de esta idea la existencia en España de la figura del trabajador autónomo económicamente dependiente, así como de precedentes en otros ordenamientos, como el italiano. El Gobierno, por su parte, decidió llevar a la mesa del diálogo social un “Anteproyecto de ley contra la huida del Derecho del

Trabajo a través de las nuevas tecnologías”, basado en los cinco puntos que se resumen a continuación.

Antes que nada, y respecto de la calificación de esta clase de prestaciones, la introducción de una muy compleja triple declaración, de acuerdo con la cual: a) concurren las condiciones exigidas por el artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores “cuando el ejercicio por el empleador (…) de las prerrogativas de organización y dirección se efectúa de forma implícita”, b) pueden ser considerados empleadoras las personas que sean “proveedoras de servicios de intermediación en línea a través de plataformas, aplicaciones u otros medios tecnológicos, informáticos o digitales”, cuando sean “el agente primordial de la actividad en el

mercado, bien por realizar una labor de coordinación y organización del servicio productivo, bien por disponer de los activos clave para su ejecución”; y c) está incluida dentro del referido artículo “la actividad de las personas que presten servicios retribuidos a través de cualquier clase de medios, incluidos los tecnológicos o derivados de algoritmos, bajo el control, aún indirecto o derivado, de operaciones matemáticas, de la que ofrece este servicio”, tratándose de las actividades de “reparto o distribución de cualquier producto de consumo o mercancía a terceras personas” y de los “servicios en el ámbito del hogar familiar”. A lo cual había que sumar cuatro previsiones relacionadas con el régimen jurídico de esta clase de prestaciones: a) el reconocimiento del derecho de quienes prestan servicios a través de plataformas a conocer sus franjas horarias semanales de trabajo con una antelación mínima de 40 horas; b) la previsión del abono a estos trabajadores de una retribución económica por la aportación de equipos o herramientas de su propiedad para la realización del trabajo; c) la consideración como equipos de trabajo de esas herramientas y equipos a los efectos de la aplicación de las normas sobre prevención de riesgos laborales; y d) la creación de un “Registro de Plataformas Digitales”, obligatorio y de acceso público, en el que deberán constar el algoritmo utilizado por estas, incluyendo “el pseudocódigo o diagrama de flujo utilizado”.

El resultado de las negociaciones, después de más de cinco meses, terminó siendo muy distinto. Este se plasmó primero en un acuerdo entre el Gobierno y los interlocutores sociales, alcanzado el pasado 10 de marzo, y luego en el Real Decreto-ley 9/2021, de 11 de mayo, por el que se modifica el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores para garantizar los derechos laborales de las personas dedicadas al reparto en el ámbito de plataformas digitales, según reza su denominación oficial. El cual fue convalidado, a su vez, por el Pleno del Congreso de los Diputados el 10 de junio.

Como es de sobra conocido, a través de este decreto no se procedió a crear ninguna presunta figura intermedia, como habían demandado las plataformas, vista la fuerza del precedente adoptado pocos meses antes por la máxima instancia judicial española y la existencia de decisiones judiciales similares pronunciadas de forma coincidente a lo largo de dicho período en otros países europeos. No obstante, los contenidos de la propuesta original fueron alterados radicalmente, hasta dejar fuera de la norma la regulación de las condiciones laborales de los trabajadores de las plataformas. En concreto, la atención del legislador terminó por centrarse en dos únicos asuntos: la calificación jurídica de estas relaciones y el tratamiento desde la perspectiva laboral de los algoritmos vinculados con el desarrollo del trabajo. En este último caso con una gran influencia de la sentencia del Tribunal Ordinario de Bolonia de 31 de diciembre de 2020 sobre la falta de neutralidad de los algoritmos utilizados por las plataformas de reparto y la posibilidad de que por su intermedio puedan vulnerarse derechos fundamentales. El Real Decreto-Ley 9/2020 incluye, así, dos únicas previsiones: a) una “presunción de laboralidad” de las actividades desarrolladas “en el ámbito de las plataformas digitales de reparto” (nueva Disposición adicional vigésimo tercera del Estatuto de los Trabajadores); y b) el derecho de los representantes de los trabajadores a ser informados de los parámetros en los que se basan los algoritmos con efectos sobre las condiciones de trabajo (nuevo apartado 4.d) del artículo 64 del Estatuto de los Trabajadores).

De estas dos disposiciones, solo la primera, es decir la relativa a la creación de una presunción ad hoc de laboralidad, se relaciona de manera directa y exclusiva con el tratamiento jurídico de las actividades de las que nos venimos ocupando. De allí que convenga prestarle una atención especial a través de esta columna de opinión, dejando para una ocasión más propicia el examen detenido de las sin duda profundas e innovadoras consecuencias derivadas de la introducción de la segunda. Sobre esta última, baste con indicar ahora que se trata

de una norma pionera, tanto por su extenso ámbito de aplicación, que no se limita al sector de las plataformas de reparto, como porque permite romper la opacidad de los algoritmos, que es una de las causas por las cuales estos están en condiciones de dar lugar a decisiones injustas o discriminatorias, haciendo posible que “rindan cuentas” al colectivo cuyos derechos pueden afectar. Además de abrir espacios y posibilidades inéditas para la actuación de los representantes de los trabajadores.

Luego de estas observaciones es posible centrar la atención en la presunción de laboralidad asociada al trabajo de los repartidores.

A la vista del tenor de la norma parece claro que lo pretendido por el legislador no ha sido aquí incidir sobre la definición de los presupuestos sustanciales que perfilan el espacio de aplicación del ordenamiento laboral, sino tratar de facilitar la prueba de la concurrencia de estos presupuestos, y en especial de la subordinación jurídica, en situaciones particularmente conflictivas como las que pueden presentarse tratándose del trabajo realizado a través de las plataformas de reparto. Si este fuera el caso, la nueva presunción de laboralidad conectaría con una institución clásica del Derecho del Trabajo espa-

El proceso de negociación, que se prolongó entre los meses de octubre de 2020 y marzo de 2021, fue largo y complicado

ñol cuyos orígenes se remontan nada menos que al año 1908, cuya finalidad fue facilitar la prueba de la existencia de un contrato de trabajo a quienes son víctimas de fraude o simulación contractual, mediante la sustitución de la carga de demostrar la presencia de todos sus elementos por la prueba de solo uno de ellos: la prestación de servicios en beneficio de otro. Una demostración a partir de la cual el juez habrá de presumir la concurrencia de los demás (la retribución y la subordinación), salvo prueba en contrario, aportada por quien niegue para sí la condición de empleador. Así, en su primera y más rotunda versión, incluida en la Ley de Tribunales Industriales del referido año: “el contrato de trabajo se supone siempre existente entre todo aquel que da trabajo y el que lo presta”.

Esta institución histórica desapareció, no obstante, luego de siete décadas, con la aprobación del Estatuto de los Trabajadores, que incluyó en su artículo 8.1 un texto que, con un lenguaje próximo, recogía un mandato muy distinto: “el contrato de trabajo (…) se presumirá existente entre todo el que presta un servicio por cuenta y dentro del ámbito de organización y dirección de otro y el que lo recibe a cambio de una retribución a aquél”. Mediante esta llamativa fórmula circular, el legislador de 1980 optó por dejar de lado cualquier presunción de laboralidad en el sentido apuntado y sancionar la aplicación sin más de los criterios generales de reparto de la carga de la prueba de la existencia del contrato de trabajo. Para tomar cuenta de ello basta con advertir que los elementos cuya acreditación se exige para “presumir” que nos encontramos ante un vínculo de tal naturaleza son exactamente los mismos requeridos por el artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores. Es decir, la prestación de servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona. De allí que uno de los grandes maestros del Derecho del Trabajo español llegase en su día a decir que el artículo 8.1 es en realidad un precepto vacío de contenido, a través del cual el legislador declara que “cuando existe un contrato de trabajo se presume que existe un contrato de trabajo”. Su utilidad termina siendo, por ello, meramente testimonial: declarar que para la prueba del contrato de trabajo prevalece la conducta real de las partes sobre sus declaraciones y que este contrato puede entenderse celebrado también de manera tácita. Dos precisiones importantes, pero en el fondo innecesarias.

Pues bien, esta “presunción” –y no su homónimo precedente histórico– constituye la base de la nueva “presunción de laboralidad” creada por el Real Decreto-ley 9/2021, cuyo texto, incorporado la disposición adicional vigesimotercera, es el siguiente: “por aplicación de lo establecido en el artículo 8.1, se presume incluida en el ámbito de esta ley la actividad de las personas que prestan servicios retribuidos consistentes en el reparto o distribución de cualquier producto de consumo o mercancía, por parte de empleadoras que ejercen las facultades empresariales de organización, dirección y control de forma directa, indirecta o implícita, mediante la gestión algorítmica del servicio o de las condiciones de trabajo, a través de una plataforma digital”. Texto al que se añade un breve segundo párrafo, a través del cual se advierte que la presunción “no afecta a lo previsto en el artículo 1.3 de la presente norma”. Es decir, a los supuestos de exclusión del ámbito de aplicación del propio Estatuto.

Resulta evidente que no nos encontramos aquí, por más que la norma se esfuerce en indicar lo contrario, ante una presunción en sentido estricto, aplicable a la calificación de la actividad de los trabajadores al servicio de plataformas de reparto, cuya finalidad sea aliviar la carga probatoria, toda vez que el esquema seguido es idéntico al del artículo 8.1, que como se acaba de decir lo único que hace es reiterar la exigencia de prueba de todos los elementos del contrato de trabajo. Así, para “presumir” la inclusión de un trabajador asociado a una plataforma de reparto en el ámbito de la legislación laboral, es preciso, según el texto de la nueva norma, que este acredite la presencia de los siguientes elementos: a) prestación de “servicios retribuidos consistentes en el reparto o distribución de cualquier producto de consumo o mercancía”; y b) en beneficio de empleadoras que “ejercen las facultades empresariales de organización, dirección y control”, “de forma directa, indirecta o implícita”, “mediante la gestión algorítmica del servicio o de las condiciones de trabajo a través de una plataforma digital”.

Si esto es así, cabe preguntarse ¿qué es lo que se presume en este caso? Porque para que se “active” la presunción de la que se viene hablando el trabajador debe demostrar la presencia de todos los presupuestos sustantivos del contrato de trabajo exigidos por el artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores, es decir, la prestación personal de sus servicios por cuenta ajena, la percepción de una retribución y la subordinación al empleador, solo que en el marco de una prestación vinculada a una plataforma. Con lo que en realidad no se está presumiendo nada. Nuevamente parece, pues, que nos encontramos ante una previsión vacía de contenido.

Puede que no sea esto lo que ocurre, sin embargo. Porque a la luz del texto recientemente introducido es posible sostener incluso que lo que está haciendo el legislador por medio de esta fórmula no es facilitar la prueba de los elementos del contrato de trabajo en estos casos, sino lo contrario. Es decir, hacerla más exigente. Esto es así en la medida en que los presupuestos requeridos para activar esa presunción son más rigurosos que los previstos por los artículos 1.1 y 8.1. Recuérdese que ambos artículos parten de una visión amplia y flexible del elemento subordinación, de acuerdo con la cual basta la demostración de que el trabajador se encuentra “dentro del ámbito de organización y dirección del empleador” para acreditar su presencia. ¿Qué sucede en el caso de la nueva disposición adicional vigesimotercera? El voltaje

de la prueba demandada para activar la inclusión en el ámbito del Derecho del Trabajo de los trabajadores de los que venimos tratando tiene todas las trazas de ser más elevado, puesto que lo requerido es nada menos que la demostración de que el empleador ejerce sobre esos trabajadores “las facultades empresariales de organización, dirección y control”, y no un genérico poder de disposición sobre su actividad. Bien que aclarando que esas facultades pueden ser ejercidas “de forma directa, indirecta o implícita” y “mediante la gestión algorítmica del servicio o de las condiciones de trabajo”, sirviéndose de una “plataforma digital”.

La referencia a la posibilidad de un ejercicio indirecto o implícito de los poderes empresariales mediante el uso de algoritmos es sin duda novedosa y útil. No obstante, aparece vinculada a la exigencia de acreditar el ejercicio por tales medios de todos y cada uno de esos poderes (de organización, de dirección y de control), que parece endurecer y dificultar la prueba en lugar de facilitarla. Las cosas serían distintas, y se podría hablar de un auténtico auxilio probatorio, si se hubiera optado, por ejemplo, por indicar que el trabajo prestado a través de plataformas digitales de reparto se presume incluido en el ámbito de aplicación del Estatuto de los Trabajadores, salvo prueba en contrario que demuestre el carácter autónomo de la prestación de quienes lo ejecutan o su condición de empresarios, dotados de la infraestructura y los medios necesarios para el desarrollo por cuenta propia de esa actividad.

Lo anterior podría llevarnos a concluir que nos encontramos ante una previsión normativa muy probablemente contraproducente. Si no es así, o al menos no lo es del todo, es porque el Real Decreto-Ley 9/2021 ha sido expedido luego de conocido el punto de vista del Tribunal Supremo. La claridad y la contundencia de los criterios contenidos en su Sentencia de 23 de septiembre de 2020 respecto de la identificación de las facultades de organización, dirección y control empresarial en el ámbito de las plataformas hacen posible que una norma como esta, que en la etapa previa a la expedición de esta sentencia hubiera sido considerada por muchas voces críticas portadora de obstáculos y exigencias adicionales para la laboralización de este colectivo, pueda ahora ser valorada por buena parte de quienes han analizado su contendido como una acabada expresión de la consolidación del criterio judicial mediante su refrendo legislativo. Así las cosas, puede concluirse que el efecto útil de la norma, en lo que al ámbito de la prueba se refiere, se encuentra referido al reconocimiento expreso por el legislador de la posibilidad de acreditar un ejercicio indirecto o implícito de los poderes empresariales mediante el uso de algoritmos. A lo que habría que añadir, desde una perspectiva más general, el haber servido de vía para la consecución del consenso empresarial considerado necesario por las autoridades gubernamentales para el alcance del objetivo social y jurídico de inclusión en el espacio de la laboralidad de los mensajeros con el menor grado de conflictividad posible desde el lado patronal. Este es, con todo, un objetivo que no parece haberse logrado de manera plena, a la luz de lo que se dirá en la parte final de esta opinión en relación con las estrategias de resistencia a la aplicación de la norma cuya puesta en práctica viene siendo evaluada por buena parte de las plataformas.

El nuevo Real Decreto-Ley agota su contenido relacionado con la prestación de trabajo del personal al servicio de las plataformas digitales de reparto con esta única previsión, vinculada a su calificación. Mientras desaparecen las reglas esbozadas inicialmente dentro de la propuesta gubernamental para regular el desenvolvimiento de la relación laboral de dichos trabajadores, como el anuncio anticipado de las franjas horarias, la compensación económica por la aportación de los equipos de trabajo o a la aplicación al uso de estos de las normas sobre seguridad y salud. Esto nos conduce a preguntarnos si tan escueta regulación, vinculada exclusivamente al establecimiento de los criterios determinantes de la inclusión en el terreno de la laboralidad de las prestaciones de estos trabajadores, es capaz de hacer frente a los problemas de fondo planteados por esta forma de trabajar.

Por supuesto, su laboralización, para la que proporciona más elementos de juicio la jurisprudencia que la norma, constituye un avance muy importante en esa dirección. Sin embargo, no aportan ninguna respuesta al problema fundamental planteado por la clase de prestaciones a las que da lugar este modelo de negocio. Un problema que no es otro, como se ha denunciado en más de una ocasión, que el de la precariedad y la pobreza que padecen los trabajadores que las realizan, como consecuencia de un sistema de trabajo basado en la realización de “micro tareas” en espacios reducidos de tiempo, a las que se asocian “micro pagos”, vinculados al estricto tiempo de desarrollo de las primeras, sin que se consideren como tiempo de trabajo y se retribuyan los períodos de espera entre uno y otro servicio. Esto supone la realización de una suerte de permanente “trabajo a llamada”, dentro del cual el trabajador labora durante períodos muy cortos, pero se encuentra en una situación de constante disponibilidad, en espera de que la plataforma le asigne un nuevo encargo, sin que reciba ninguna retribución por esos tiempos. El resultado es una enorme presión, que fuerza a estos trabajadores a estar disponibles por períodos muy prolongados para asumir la mayor cantidad posible de encargos, sin los cuales no reciben ninguna compensación, en dura competencia con una multitud de compañeros que se encuentran en la misma situación, pese a lo cual terminan recibiendo por lo general una retribución escasa e insuficiente. Un infrasalario, que no compensa el esfuerzo global realizado, ni les permite acceder a condiciones de vida dignas.

De nada de esto se ocupa la norma. Pese a ello, la inclusión en el ámbito del Derecho del Trabajo de estas actividades está en condiciones de conducir a un replanteamiento de la situación que se acaba de describir, en cuya base se encuentra una abusiva regla de determinación del tiempo computable como de trabajo, que es la que genera grandes beneficios a las plataformas de reparto y determina la pobreza de estos trabajadores. La regla impuesta por las plataformas de que los “tiempos de espera” entre la activación del trabajador en el sistema y la recepción de un encargo, así como entre el fin de un encargo y la atención de otro, no deben ser considerados como tiempo de trabajo, resulta más que discutible a la luz de los criterios generales en materia de cómputo del tiempo de trabajo vigentes dentro de nuestro ordenamiento laboral, en la medida en que no se trata realmente de tiempos de libre disposición del trabajador, toda vez que durante los mismos este se encuentra obligado a permanecer a disposición de la plataforma para recibir nuevos encargos, bien dentro de una zona previamente determinada por esta, o bien incluso en un punto en el que han de concentrarse todos los repartidores, debiendo producirse además la respuesta y atención de cada pedido de forma inmediata, es decir sin mediar período alguno para la incorporación del trabajador.

En atención a estas circunstancias, no parece que sea posible considerar estos tiempos como períodos de descanso del trabajador, sujetos a una suerte de pacto implícito de disponibilidad, sino que lo que corresponde es considerarlos parte de su tiempo de trabajo, que como tal debe ser retribuido. Por supuesto, hubiera sido deseable que el legislador adoptase de forma expresa esta solución. Pero no es indispensable, ya que la misma puede ser deducida sin forzamiento alguno por aplicación de las reglas generales y los criterios jurisprudenciales en vigor en materia de cómputo del tiempo de trabajo.

Dicho esto, tampoco puede ocultarse que el largo período de vacatio legis atribuido por el legislador a la norma con el fin de facilitar la adaptación de las empresas titulares de las plataformas a sus mandatos ha servido para que algunas de las más importantes se aboquen al diseño de estrategias jurídicas de distinto alcance, dirigidas a minimizar el impacto de la laboralización del trabajo de los repartidores sobre su modelo de negocio, ajeno por completo a la contratación de trabajadores dependientes. Entre estas, dos fundamentales: el recurso a contratistas o incluso a cooperativas para la prestación de los servicios de mensajería y la modificación de las condiciones de contratación de sus colaboradores. En el primer caso, de lo que se trata es de eludir la configuración de una relación jurídica directa las plataformas y las personas que ejecutan los servicios, mediante la interposición del diafragma de la personalidad diferenciada del contratista o la cooperativa. Mientras que en el segundo el objetivo es sortear las condiciones que para el Tribunal Supremo conducen a entender que la prestación de los repartidores es subordinada y por cuenta ajena. En especial mediante el reconocimiento a estos de espacios más amplios de decisión en materias tales como la elección de las horas de conexión, la aceptación o no de pedidos o la determinación de sus tarifas.

Ambas son pretensiones que deben ser cuidadosamente valoradas.

La de recurrir a terceros en la medida en que la actuación de un sujeto interpuesto parece difícilmente compatible con la forma de operar de estas plataformas. Existiendo un riesgo evidente de incurrir en una cesión ilegal, prohibida por el artículo 43 del Estatuto de los Trabajadores, en la medida en que la gestión y asignación de los pedidos es realizada también en estos casos, dada la naturaleza de la actividad, por la plataforma. Pudiendo entenderse, por tanto, que es esta quien organiza y dirige la actividad de los trabajadores, limitándose el contratista o la cooperativa a actuar como un suministrador de personal, que no ejerce en realidad ninguna de las funciones nucleares propias de la condición de empleador.

Otro tanto ocurre con la modificación del régimen contractual de los riders en el sentido indicado. No debe perderse de vista que el modelo de negocio de las plataformas no precisa de la estandarización de los tiempos y las tareas, e incluso del abono de retribuciones homogéneas, típicos del fordismo, en la medida en que el recurso a una gran cantidad de trabajadores, todos compitiendo dentro de un mercado de trabajo deprimido para asumir unos pedidos sin los cuales no cobran retribución alguna, unido a la gestión algorítmica de sus prestaciones, garantizan a la plataforma la disponibilidad del personal requerido en cada momento al precio más asequible sin necesidad de imponerles tales condiciones. “Las microtareas se reparten”, como indica el Tribunal Supremo, “entre una pluralidad de repartidores que cobran en función de los servicios realizados, lo que garantiza que haya repartidores que aceptan ese horario o servicio que deja el repartidor que no quiera trabajar”. Y al precio más competitivo, debe añadirse. La ausencia de estas condiciones en los contratos de estos trabajadores se encuentra ligada, en consecuencia, a la falta de interés del empleador a la continuidad y obligatoriedad del trabajo, así como a la uniformidad retributiva, en la medida en que el ingente número de personas disponibles, fungibles unas respecto de las otras, convierte en irrelevantes la elección de una u otra franja horaria, la no aceptación de un pedido o incluso de elección de una u otra tarifa.

La configuración de relaciones de trabajo asalariado, bien que, con rasgos distintos a los tradicionales, termina de tal modo por ser funcional para el desarrollo de este tipo de actividades. Al punto de no encontrarse muy probablemente en condiciones de operar sin ellas.

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