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Un avivamiento “en persona”

Como ministros, vemos una pregunta en nuestro informe mensual: “¿Está su iglesia experimentando un avivamiento?” ¿Qué es el avivamiento? Puedo decir que el avivamiento no es una serie de servicios que duran más de una semana o esos “saltos y gritos” en el Espíritu Santo que le dejan caminando en las nubes. La palabra griega que aparece en la Biblia para avivamiento significa renovación o revivir —una resucitación de la vida de vuelta a algo. Por lo tanto, mi experiencia de un avivamiento en persona no vino cuando todo era color de rosas, sino cuando tuve un encuentro con Elohim que tocó mi alma seca y sedienta en peligro de desvanecerse. Cuando el ardiente sol le azota con su implacable calor, y sus “hojas” se caen y se marchitan, sólo sus raíces determinarán si habrá alguna esperanza de vivir nuevamente.

Aunque he sentido el avivamiento muchas veces a lo largo de mi vida, en una ocasión experimenté una profunda transformación que sin duda alguna me transformó y dio vida. Esta ocasión fue como si Dios me estuviera impartiendo un avivamiento en persona. Fue al principio de mi ministerio cuando yo servía como pastor asociado. Mi pastor fue destituido abruptamente en un sábado debido a varios fracasos. Al día siguiente, el obispo del estado y yo íbamos a tener un servicio regular y una conferencia de negocios después del servicio de la noche para planificar el siguiente paso. Consternado, saqué fuerzas para responder a las preguntas y asegurar a todos que Dios seguía teniendo el control. Durante ese servicio, sentí que el peso de la carga drenaba mi alegría y mi paz.

Mi familia y yo regresamos a casa después del servicio y encontramos algunos mensajes grabados en el teléfono. El primer mensaje era de mi padre dándome la noticia de que mi abuela había fallecido esa mañana. Podía oír el dolor en la voz de mi padre mientras lloraba la pérdida de su madre, y eso me dolió en el alma. El segundo mensaje era de mi madre. Su voz era de desesperación; mi padre se había puesto pálido, incapaz de recuperar el aliento y levantarse del sofá. Necesitaba ayuda. Mis padres vivían en una zona rural a 40 kilómetros de mí. Sabía que podía llegar allí más rápido que una ambulancia. Cogiendo mis llaves, salí volando de la casa. Solo recuerdo haber suplicado ayuda a Dios y preguntarle qué más podía salir mal. Al llegar, llevé a mi padre hasta mi carro. Con papá en la parte de atrás, mi madre y yo recorrimos las carreteras rurales, camino a la sala de emergencias. Entré corriendo en la sala de emergencia y cogí a mi padre de la mano mientras nos llevaban a toda prisa a una habitación. Los médicos reconocieron rápidamente los signos de un colapso pulmonar y la urgencia de la situación. No tuve tiempo de ponerme los guantes, la mascarilla ni la bata antes de que insertaran un tubo en el costado de mi padre. Casi al instante, su respiración mejoró, recuperó el color y volvió a dar señales de vida.

Sali de aquella habitación con la certeza de que el personal médico le harían muchas pruebas y procedimientos a mi padre y que en pocas horas lo trasladarían a una habitación regular. Miré el reloj y vi que había tiempo para volver a la iglesia y prepararme para el servicio. Yo estaba a cargo de las alabanzas y necesitaba asistir a la reunión de negocios después del servicio. El llamado del deber me sacó de mi dolor, el pesar y tristeza, aunque solo fuera temporario. No recuerdo mucho de aquella noche, ni qué cánticos cantamos; solo la abrumadora sensación de temor y desesperación.

Al darme cuenta de que no había comido en todo el día, salimos a comer con algunos de los miembros de la iglesia. Mi hijo pequeño vino corriendo hacia a mí en el restaurante donde acababa de sentarme, tropezó y cayó de cabeza en el borde del asiento. Inmediatamente le corrió la sangre por su rostro y volví a la sala de emergencias donde había estado unas horas antes. Tras tres puntos de sutura y después de ver cómo estaba mi padre, volvimos a la casa y la realidad del día inundó mi alma. Parecía que me ahogaba en un mar tempestuoso, buscando algo a que aferrarme. Abrí mi Biblia esperando encontrar alguna escritura que citar o aferrarme, y las páginas se abrieron en un pasaje que yo había leído muchas veces. Me sentí atraído por estas palabras: “Bástate mi gracia…” (2 Corintios 12:9). Fue como si Dios me metiera a un lugar especial y, de pie frente a mí, me hablara como un Padre que da instrucciones. Decía:

Aunque tengas miedo o te sientas solo, aunque hayas perdido la paz y la alegría, aunque estés de luto o sientas que te hundes, bástate mi gracia —es suficiente para llevarte y darte esperanza cuando no la hay. Mi gracia te puede sacar de tu dolor más profundo y traerte a mis brazos. No hay nada que pueda sobrepasar, anular o superar Mi gracia. Ella es suficiente. Ella es completa. No puede ser detenida.

Al igual que el soplo de vida que entró en el cuerpo de mi padre unas horas antes, ¡sentí el avivamiento! Mi alma seca y marchita floreció en colores, reflejando la intensidad de la gracia de Dios derramada sobre nosotros. Aquella noche me transformó. Yo sabía que la gracia de Dios me ayudaría a superar todo lo que pudiera ocurrir. No puedo encontrar palabras suficientes para expresar el avivamiento que siento continuamente desde aquel momento. Me ha consolado, amortiguado y sostenido en muchas ocasiones. El avivamiento es la experiencia de Dios derramando algo tan poderoso en el alma que no solo me cambia a mí, sino a todos los que me rodean y escuchan mi historia o se benefician de ella. Creo que el avivamiento viene de un encuentro en persona que no puede ser contenido —uno que rebosa, encendiendo el avivamiento y reviviendo el soplo de vida a los que nos rodean. ¡Avívanos otra vez, oh Señor!

REVERENDO MICHAEL LUITHLE | DIRECTOR DE SERVICIOS DE INFORMÁTICA Y TECNOLOGÍA Y MEDIOS DIGITALES
Michael Luithle nació y creció en Dakota del Norte, Estados Unidos. Ha sido pastor de jóvenes, líder estatal de jóvenes y pastor principal. Actualmente sirve como director de servicios de informática y tecnología y medios digitales en las Oficinas Internacionales de la Iglesia de Dios de la Profecía. Michael lleva 29 años de matrimonio con su esposa, Mónica, y tiene tres hijos. Su pasión es servir en el ministerio de jóvenes y campamentos de jóvenes, procurando “reconciliar al mundo con Cristo por el poder del Espíritu Santo”.
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