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Alcanzar las estrellas

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7 de septiembre

7 de septiembre

Rafael González Cadenas 4 o preparatoria

Y aquí sigo, de pie frente al mar y con la mirada en mi

reflejo, distorsionado por el movimiento de las olas.

Intento reconocerme.

Aún puedo contar mi recuerdo más lejano. Es uno borroso e incompleto, pero sé bien que fue la última vez que vi a alguien, la última vez que escuché algo. Recuerdo ver a una mujer y un hombre, en trajes blancos de cuerpo completo, sujetándome fuerte en sus brazos y acercando sus frentes a la mía. Fue un calor que, sin saberlo, no volvería a sentir otra vez. El hombre y mujer, esbeltos y sin cabello en sus cabezas, me dejan en el suelo, y escucho una voz suave y entrecortada decir “Todo va a estar bien, mi querido Mikro, cierra los ojos. ” , antes de verlos correr hacia una especie de cápsula blanca. A partir de ahí, mis memorias están más difuminadas. Entre las lágrimas de mis ojos alcanzo a ver la cápsula despegar hacia el cielo, pintando un rastro de humo en su camino antes de perderse entre el vacío.

Los días posteriores fueron confusión. Merodeé en círculos buscando nada, tratando de encontrar algo. El lugar era, hasta donde yo sabía, un desierto. Las arenas eran púrpuras y con un efecto tornasol, apenas iluminadas por el tejido de estrellas a lo lejos. Me tomó poco tiempo darme cuenta que estaba yo y una cabaña desolada diminuta con una cama, una estufa, y un hoyo profundo en el suelo. El hoyo estaba lleno de paquetes compactos con una especie de pasta o masa adentro. Al lado de la cabaña, en la cuál había que agacharse un poco para no pegarse en la cabeza al entrar, estaba una pila de artefactos cubiertos en una capa de polvo lila, obsoletos a primer vista pero no a través de los ojos de un niño pequeño sin compañía, con todo el tiempo del mundo, y una imaginación requerida para sobrevivir.

Con el paso del tiempo, casi imperceptible por ser una noche sin fin, me adapté a vivir con lo que tenía en mi planeta. Logré distribuir la comida empaquetada, aprendí a usar la estufa y encontré una manta entre la pila de basura.

El tiempo solo me obligó a convivir con mis propios pensamientos, sin permitirme apagar mi mente por un segundo. Empecé a ver posibilidades en lo poco que me rodeaba, en un afán de distraerme del aburrimiento. Comencé a hacer pequeños dibujos en la arena, a moldear pequeñas figuritas de tierra, y, con los objetos de la pila a lado de la cabaña, inicié mi nuevo proyecto: alcanzar las estrellas.

Tenía confianza en lograrlo. “¡Voy a alcanzar las estrellas!”

Tenía confianza en lograrlo. “¡Voy a alcanzar las

estrellas!” , me afirmaba.

“¡Voy a alcanzarlas!” , les advertía. Y, determinado (o crédulo) tomé todo de la pila y lo empecé a acomodar, juntando cada pieza de basura en una pequeña montaña hecha para ser escalada, optimista. Alcancé a subir apenas unos treinta centímetros del suelo, pero se sintió como si hubiera ascendido unos treinta metros. Duré como un segundo arriba, antes de que la pequeña montaña se desplomara y cayera al suelo, raspándome una rodilla.

Otro intento. Procuré esa ronda poner los objetos grandes hasta abajo, y hasta arriba una pequeña cubeta, medio rota de la agarradera. Esta segunda montaña era de medio metro, pero se sentía como el triple de alto. Subí, un segundo, caí. Otro intento. Diez centímetros más que la anterior “¡Cada vez estoy más alto!” , me afirmaba, “¡Cada vez más cerca!” . Una cuarta ronda, cinco centímetros más alta, cinco centímetros más inestable. Caí. Después del sexto o séptimo intento, se me acabaron los objetos para apilar. No hay problema, pensé, y seguí intentando, y cayendo, e intentando, y cayendo…

Al cabo de unos intentos más, en vez de sentirme más cercano al cielo, este parecía alejarse. El tejido de estrellas parecía distanciarse cada vez más y más y más y más. Mientras más pretendía alcanzar el cielo, menos cerca estaba, crecía y crecía arriba de mí hacia los lados y hacia el vacío. Y mientras más me quedaba viendo a las estrellas, más grande se veía el espacio. Y mientras más grande se veía el espacio, más pequeño me sentía yo.

La realidad me llegó como un golpe al estómago, abrupto y violento. El optimismo y esperanza que quedaban en mí no solo se disolvieron, se transformaron en un miedo profundo e inmensurable, que me carcomía por dentro. Me aterraba subir la cabeza y voltear a ver el cielo, y las veces en las que sí lo hacía, era como si mi tamaño disminuyera tres dimensiones. Me mordía las uñas, me temblaban las piernas. Miraba a un lado, nada. Miraba hacia atrás, nada. Miraba al otro lado, nada. Miraba hacia arriba, mi estómago se retorcía. Y para interrumpir soledad, vino a acompañarme una tormenta eléctrica. El estruendo de los relámpagos me resultó extrañamente consolador, después de tanto tiempo de silencio. Todo este tiempo podría haber jurado que de tanto silencio me había quedado sordo, pero los truenos… ¡Los truenos! La tormenta se acercó a mí con rapidez, arrimándome hacia rincones de mi planeta que ni yo había explorado. Corrí y corrí, escapando de la nube oscura y ominosa, tratando de llegar a algún lugar.

Y aquí sigo, de pie frente al mar y con la mirada en

mi reflejo, distorsionado por el movimiento de las olas.

Intento reconocerme.

Es la primera vez que veo mi reflejo. Apenas trazo mi rostro entre la espuma de mar. Y aún así, no sé quién soy. Comienzo a caminar, siento el agua helada entre mis pies, y con mi mirada en frente, me doy cuenta de algo: ¡No hay horizonte! El mar de agua se confunde con el mar de estrellas, hasta convertirse en uno. ¿Es posible? Es posible que todo este tiempo buscando la salida, estaba frente a mí? ¿Es este mi escape? ¿Podré, al fin, alcanzar las estrellas? Alzo mi mirada, ya no siento el retortijón que normalmente me acompañaba. Por un momento, parece que todo hace sentido. Continúo adentrándome en el agua hasta que cubre mi cabeza, y dejo de escuchar la tormenta. Escucho las últimas burbujas de aliento salir de mi boca también. Acepto mi fin, y soy digerido por el rigor de la marea creciente.

Cuando despierto, soy luz. Soy luz, y de bajo de mí, muy a lo lejos, hay una diminuta esfera púrpura, con una casita en ella, una pila de objetos justo a lado, cubiertos por una capa de polvo morado.

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