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THE CONTEXT REALLY MATTERS
La temporada de Hoving en el cargo de delegado de parques, antes de trabajar en el Metropolitan, fue increíblemente fructífera y cambió la vida de muchos neoyorquinos. Le ofrecieron el puesto sin tener experiencia previa, por lo que su éxito contradice la idea de que solo deberíamos confiar en expertos. Fue él quien cerró Central Park a los coches en domingo, y quien creó más de cien miniparques por toda la ciudad, en descampados y en extrañas parcelas de bienes inmuebles sin usar.
Ahora añadida a la lista de exposiciones supertaquilleras la de Alexander McQueen en 2011, que tuvo gente haciendo cola durante horas bajo un sol abrasador. Para ser franco, puedo entender la popularidad de la expo de McQueen; las otras son un poco más un misterio para mí. En la presentación de los vestidos de mujer diseñados por McQueen había un aura ligeramente más transgresora: se presentaban como parte de una ópera de ciencia ficción, o una versión más sexy de un mundo de espada y brujería como Game of Thrones. La muestra creaba un universo alternativo ligeramente escalofriante; era mucho más que un desfile de vestidos bien diseñados puestos en maniquíes. Ese extravagante otro mundo que se daba a entender parece genuinamente populista, mucho más que, por ejemplo, Los caballos de San Marcos.
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John Carey echa más bien por tierra la idea de que apreciar el gran arte —y voy a suponer que podemos trasladar a la música sus argumentos sobre las bellas artes— es intrínsecamente bueno para ti. Y pregunta: ¿cómo puede alguien creer que el arte (o la música) fomenta una conducta moral? Carey concluía que asignar agudeza moral a los que aprecian el gran arte es generalmente clasista. «Los significados no son inherentes a los objetos, sino que los proporcionan quienes los interpretan. El gran arte es lo que atrae a la minoría cuyo rango social la sitúa por encima de la lucha por la mera supervivencia». El hecho de que tal arte carezca de uso práctico —o de ninguno que se conozca— aumenta su atracción.
Esta línea de razonamiento lleva a Carey a la siguiente conclusión sobre la postura de que el arte edifica el carácter: uno dice “Lo que yo siento vale más que lo que sientes tú” en la suposición de que el gran arte hace que merezca la pena vivir hay una inherente arrogancia respecto a la masa de gente que no participa de tales formas y una presunción de que sus vidas no valen tanto, no son tan completas. La religión del arte degrada, porque fomenta el desdén por los considerados no artísticos.
Aunque la idea de que el arte es para todos y de que todos podemos beneficiamos de él está muy extendida, yo no diría que la presentación del arte es enteramente democrática.
Aunque sea en apariencia benigna, demasiado a menudo es una versión jerarquizada de la cultura: queremos que todos lo contempléis, lo escuchéis y lo apreciéis, pero que no se os ocurra pensar que podéis llegar a hacerlo vosotros mismos. Además, lo considerado como «verdadero arte» no tiene nada en común con la realidad de vuestra vida cotidiana. Clive Bell escribió: «Para apreciar una obra de arte tenemos que desprendernos de todo lo que respecta a la vida, del conocimiento de sus ideas y sus asuntos, de cualquier familiaridad con sus emociones».
De las obras de «calidad» se dice que son atemporales y universales. La gente como Bell piensa que serían valiosas en casi cualquier contexto. David Hume, filósofo escocés de la Ilustración, insistió en que una gran obra debería, si es realmente buena, no ser de su tiempo o lugar. No deberíamos saber cómo, por qué o cuándo fue concebida, recibida, comercializada o vendida. Flota libre de este prosaico mundo,
Carey señala que Shakespeare no fue universalmente apreciado. Ni Voltaire ni Tolstói lo tenían en gran estima, y Darwin lo encontraba intolerablemente insípido. Esto es un absoluto disparate. Pocas de las obras que ahora juzgamos «atemporales» fueron originalmente consideradas así.
Escape De La Realidad
En el contexto de la música Disco, los jóvenes acudían a los clubs para desprenderse de la cotidianeidad de sus vidas.
Durante muchas décadas su obra fue escarnecida por llana y popular. Lo mismo se podría decir de un «gran» pintor como Vermeer, que solo recientemente fue «rehabilitado». Como sociedad, cambiamos constantemente lo que valoramos. Mientras trabajaba con la banda británica de trip-hop Morcheeba, ellos me ensalzaron las virtudes de una banda norteamericana de los años setenta llamada Manassas. Siendo aún adolescente, yo había repudiado ese grupo —me parecía que tocaban muy bien pero no me decían nada—, y ahora advertía que una generación más joven de músicos, sin mis prejuicios, podía verlo de otra manera. No creo que esa banda en particular llegara a ascender al pedestal de lo «atemporal», pero muchas otras sí. Descubrí relativamente tarde las improvisaciones eléctricas que Miles Davis hizo en los años setenta — la mayor parte de la crítica las desaprobó cuando salieron—, pero ahora puede haber una generación entera que vea esos discos como góspel fundador, enormemente inspirador. Fuera de contexto, las grandes obras maestras de nuestra cultura no son iconos innovadores, tal como se los considera en Occidente.